Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Prefacio
Introducción al pensamiento filosófico, económico y político de Marx
El capitalismo, según Marx
1. El valor de las mercancías
2. De la mercancía al capital, a través del dinero
3. La plusvalía
4. Reproducción y acumulación del capital
5. La distribución de la producción agregada entre clases sociales
6. Las crisis dentro del capitalismo
7. El comunismo
Conclusión
Bibliografía
Tomo II
Dedicatoria
Crítica al pensamiento filosófico, económico y político de Marx
1. Crítica a la teoría del valor
2. Crítica a la teoría del dinero y del capital
3. Crítica a la teoría de la explotación
4. Crítica a la teoría de la reproducción y acumulación de capital
5. Crítica a la teoría de los precios de las mercancías y de los ingresos
de las clases sociales
6. Crítica a la teoría de las crisis económicas
7. Crítica a la teoría sobre el comunismo
Conclusión
Bibliografía
Notas
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
Karl Marx es incuestionablemente uno de los pensadores más influyentes de la historia. Ningún otro
autor ha logrado un predicamento similar al suyo en disciplinas tan dispares como la Economía, la
Filosofía, la Historiografía, la Sociología o las Ciencias Políticas. Sus ideas han alentado movimientos
sociales y políticos de masas que en muchos casos llegaron a tomar el poder y a aplicar un programa
revolucionario de inspiración marxista.
De entre toda la abundantísima literatura que existe sobre Marx, este libro de Juan Ramón Rallo
es único por dos motivos. En primer lugar, no hay otra obra que ofrezca simultáneamente una revisión
sobre Marx y a la vez contra Marx tan extensa y detallada. En segundo lugar, no existe hasta el
momento una crítica integral a la teoría económica marxista tan meticulosa y ordenada como la que
presenta Rallo.
Este primer tomo está dirigido a presentar el pensamiento marxista, especialmente ―aunque no
exclusivamente― en su vertiente económica, de un modo sistemático y aséptico: no se pretende ni
distorsionar ni caricaturizar a Marx, sino simplemente explicar, del modo más accesible posible,
cuáles fueron sus ideas.
Con este fin, Rallo revisa, desmenuza e integra la extensa obra de Marx, desde La crítica a la
filosofía del derecho de Hegel a las Glosas marginales a Adolf Wagner, pasando por Los Manuscritos
económico-filosóficos de 1844, La ideología alemana, La miseria de la filosofía, los Grundrisse, las
Teorías sobre la plusvalía, sus artículos en prensa, sus manifiestos políticos, su correspondencia
personal y, por supuesto, los tres monumentales volúmenes de El Capital. A través del análisis
conjunto de toda esta literatura, auxiliada por el estudio de la obra de Engels y de otros destacados
intelectuales marxistas, Rallo consigue exponer de un modo coherente las teorías de Marx sobre el
valor, el dinero, el capital, la explotación, los precios, los salarios, las ganancias, las clases sociales, el
crecimiento económico, las crisis económicas y el advenimiento del comunismo. Será en el segundo
tomo cuando expondrá los problemas y los errores de todas estas teorías.
En su Anti-Marx, Juan Ramón Rallo aborda la titánica tarea de reconstruir y destruir a la vez el
pensamiento económico de Marx. Se trata de la más ambiciosa crítica al marxismo escrita hasta la
fecha.
Anti-Marx
Crítica a la economía política marxista
Por ello, cuando Marx se declara materialista sólo está expresando que
pretende estudiar dialécticamente la realidad partiendo de lo material y no de
las ideas que derivadamente los seres humanos han construido sobre ese
mundo material:
Mi método dialéctico es, desde su misma base, no sólo diferente al de Hegel, sino
exactamente opuesto al mismo. Para Hegel, el proceso del pensar, que llega a transformar
en un sujeto autónomo bajo el nombre de «la Idea», es el creador del mundo real y el
mundo real es sólo la manifestación externa de la Idea. Para mí, es más bien al revés: lo
ideal no es más que el mundo material traspuesto en la mente humana y traducido en sus
formas de pensamiento (C1, 102).
1.1. La mercancía
1.2. El valor
Por alienación, Marx entiende «un error, un defecto, algo que no debería
ser» (Marx [1844a] 1975, 346), es decir, se trata de la presencia o ausencia
de algo que da lugar a la división o al establecimiento de una relación
disfuncional y contradictoria entre dos entidades (Leopold 2007, 67-68).
¿Qué es una relación disfuncional? Aquella que no satisface los fines para
los que fue creada o establecida (Berlin [1921] 2021, 126) o que carece de
significado, de sentido, de propósito para los entes que conforman esa
relación (Elster 1986, 41). Por consiguiente, ese «algo» que genera la
alienación, «en lugar de servir a los seres humanos, se presenta como una
fuerza ajena y hostil hacia ellos» (Singer [1980] 2008, 45). Más
esquemáticamente, el sujeto S está alienado frente al objeto O cuando la
concurrencia de las circunstancias C —presencia o ausencia de ciertos
elementos— impiden una unión armónica entre S y O (Gilabert 2020), es
decir, cuando O domina a S o cuando S no alcanza a través de O los
objetivos que pretendía alcanzar al crear o relacionarse con O. Conviene
aclarar que, cuando hablamos de sujeto no nos estamos refiriendo
necesariamente a personas y cuando hablamos de objeto tampoco nos
estamos refiriendo necesariamente a cosas: las cosas, para Marx, también
puede ser sujeto de alienación y, a su vez, las personas pueden ser los objetos
alienantes.
En este sentido, la alienación puede ser de dos tipos: la alienación del
sujeto hacia afuera (un sujeto frente a un objeto externo) o hacia adentro (la
alienación del contenido material del sujeto respecto al objeto que constituye
su forma social, esto es, su forma de ser en sociedad); la alienación hacia
fuera convertirá al sujeto en un «ser para otros», mientras que la alienación
interna (o autoalienación) provocará que el sujeto «sea de otro modo»
(Arteta 1993, 210-212). La alienación hacia fuera (el ser para otros)
implicará poder, dominio, hostilidad, antagonismo o contraposición (Arteta
1993, 212-213), mientras que la alienación interna (el ser de otro modo)
implicará vaciamiento, corrupción, limitación, restricción y negación (Arteta
1993, 253). La alienación externa expresa el dominio o control de un ente
(como compacto entre un contenido material y su forma de determinación
social) sobre otro ente; la alienación interna expresa la sumisión del
contenido material específico de un ente a su forma social, hasta el punto de
que, bajo el capitalismo, la realidad se transforma en simple materia
homogénea e indiferenciada cuya único propósito ha pasado a ser el de
convertirse en portadores de una de una determinada forma social (Arteta
1993, 257-258).
Por tanto, existen distintas expresiones posibles de la alienación
(denotamos la alienación externa con el subíndice E y la alienación interna
con el subíndice I): una persona (S) puede verse alienada (separada,
dominada, subyugada o contrapuesta) frente a otra persona (OE) o frente a
otras cosas (OE) o puede verse alienada (vaciada, corrupta, limitada,
restringida o negada) frente a la forma social que le impone un determinado
modo de producción (OI) y, a su vez, las cosas (S) pueden verse alienadas
(separadas, dominadas, subyugadas o contrapuestas) frente a otras cosas
(OE) y frente a las personas (OE) o alienadas (vaciadas, corruptas, limitadas,
restringidas o negadas) frente a la forma social que les impone un
determinado modo de producción (OI).
Por ejemplo, y tal como expondremos con detalle en el capítulos 3 de
esta primer tomo, el asalariado (S) no sólo está subordinado al capitalista
(OE) por hallarse separado o distanciado de los medios de producción (C),
sino que la persona de carne y hueso que hay detrás del asalariado —con su
propia personalidad, aspiraciones, sueños, habilidades o deseos— se halla
enteramente aplastada, restringida, vaciada o negada por su rol social como
asalariado (OI), esto es, como personificación de un vendedor indiferenciado
de fuerza de trabajo y suministrador de plusvalía para el capital dentro de
una sociedad capitalista (C): dentro del capitalismo, el contenido material
del ser humano no puede expresarse socialmente como algo distinto a un
asalariado al servicio del capital. Estamos ante un caso de alienación hacia
afuera (sometimiento ante el capitalista) pero también hacia adentro
(negación de la individualidad del trabajador). Otro ejemplo donde este
doble carácter de la alienación es visible es en el estatus político-jurídico del
individuo dentro de las sociedades burguesas: en estas sociedades burguesas
(C), cada individuo (S) es considerado «como soberano, como ser supremo»
(Marx [1843b] 1975, 159), de manera que cada individuo se independiza del
resto de los seres humanos (OE) adoptando una «forma insocial» que lo
lleva a «perderse en sí mismo» y que, en suma, lo mantiene «alienado» de su
potencial como ser social (OI) (Marx [1843b] 1975, 159). En este caso,
podemos observar nuevamente las dos perspectivas de la alienación:
alienación externa frente al resto de los seres humanos (cada uno de ellos
vive vidas separadas e independientes) y autoalienación frente a la forma
social (o insocial) que lo vacía de contenido material (se pierde en sí
mismo). Otro ejemplo de alienación, en este caso exclusivamente interna,
podría ser el siguiente: Marx considera que la separación que existe entre la
sociedad y el Estado dentro de las sociedades burguesas (C) es una forma de
alienación de los individuos (S) con respecto a la totalidad de sus vidas (OI);
sus vidas no sólo se componen de una «esfera privada» sino también de la
«esfera pública» o política, y el hecho de que los ciudadanos vean el Estado
como algo ajeno a ellos mismos los aliena de una autorrealización plena de
sus vidas (Marx [1843a] 1975, 31-32, 79). Estamos, pues, ante un caso de
autoalienación: la forma social anula, vacía o restringe el desarrollo del
contenido material (que en este caso serían las potencialidades comunales
del ser humano).
Pero no pensemos que la alienación únicamente ocurre en la sociedad
burguesa o capitalista, sino que puede darse en cualquier sistema
socioeconómico distinto del comunismo (de hecho, y como ya expondremos
más adelante, la humanidad necesita exponerse a un período histórico de
alienación para poder adquirir control pleno sobre sí misma y desalienarse
bajo el comunismo como humanidad soberana). Verbigracia, Marx constata
cómo en la Edad Media, donde no existía igualdad ante la ley y donde, por
tanto, los derechos socioeconómicos de cada individuo dependían del
estamento político al que perteneciera, sí había una identidad entre esfera
privada y esfera pública: «toda esfera privada tiene un carácter político o es
una esfera política; es decir, la política es también una característica de las
esferas privadas» (Marx [1843a] 1975, 32): es decir, a diferencia de lo que
sucede en las sociedades burguesas donde existe una estratificación
social/civil que no va de la mano de una estratificación política (por la
igualdad ante la ley), en la sociedad medieval la estratificación social era
exactamente lo mismo que la estratificación política (Kolakowski 2005, 47);
sin embargo, y a pesar de que en este caso no existía separación entre vida
privada y vida política en la Edad Media, los hombres no eran libres porque
vivían sometidos a otros hombres y no gobernaban su destino común de
manera igualitaria, es decir, en la Edad Media existía una absoluta
separación entre democracia y libertad (C) que llevaba a que cada individuo
(S) mantuviera una relación disfuncional con el resto de los individuos (OE):
a esa «democracia de la ausencia de libertad», Marx la califica de
«alienación llevada a su plenitud» (Marx [1843a] 1975, 32). Se trata de
democracia en el sentido de que la esfera política (o comunitaria) abarca la
totalidad de la vida de las personas (por tanto, no existe en ese sentido
autoalienación: vida pública y vida privada no se hallan escindidas) pero no
existe libertad porque unos seres humanos están subordinados a otros y, por
tanto, cada uno de ellos no puede desarrollar todas sus potencialidades: en
este caso, la alienación es una alienación externa, puesto que unos
individuos se hayan subordinados frente a otros individuos.
Ahora bien, por mucho que pueda haber alienación en otros modos
históricos de producción, sólo en la economía mercantil la alienación
afectará a un aspecto nuclear en la vida de todas las personas: su trabajo, es
decir, a la relación de un sujeto (S) con el objeto del trabajo, con los medios
de su trabajo o con otros sujetos dentro del proceso de trabajo (OE) así como
con la forma social que adopte ese trabajo dentro de la economía mercantil
(OI). Y es que, en una economía mercantil, la actividad productiva del ser
humano se desarrolla dentro del ámbito de la propiedad privada (Marx
[1844b] [1975], 279) y por tanto dentro de la división social del trabajo
(Marx y Engels [1845-1846] 1976, 47), de modo que ésta queda regulada
por —sometida a— los intercambios dentro del mercado (Marx y Engels
[1845-1846] 1976, 51): los productores se hallan así dominados por un ente
externo y ajeno que los domina a todos ellos —el mercado— aunque, en el
fondo, sea una creación conjunta descontrolada de todos ellos: «[el hombre]
se convierte en el juguete de fuerzas ajenas» (Marx [1844b] 1975, 154). La
presencia del mercado (o de la propiedad privada sobre los medios de
producción) (C) provoca que los productores (S) no sólo se vean separados y
subordinados a los objetos de su trabajo (OE), a saber, que se trate de una
«producción contrapuesta a los productores y que hace caso omiso a éstos»
(Marx [1864] 1994, 441) sino que, además, los productores pierden el
control sobre el contenido material —el sentido— de su trabajo (OI); es
decir, que la forma social de la mercancía vacía de contenido material al
trabajo de los individuos: éste es un trabajo que ha de adaptarse y dejarse
moldear absolutamente a las necesidades de la forma (sólo el trabajo que
pueda venderse como mercancía en el mercado cuenta como trabajo social:
el trabajo no deformado por el mercado es un no-trabajo). Unas necesidades
de la forma que, además, son necesidades caprichosas que no recaen bajo el
control de nadie. El mercado, que es la encarnación del despotismo de la
forma sobre el contenido material del trabajo, constituye el resultado no
intencionado de las acciones descentralizadas de millones de individuos, de
modo que sus designios se asemejarán a los del azar: «En la actualidad, el
producto es el señor del productor; en la actualidad, la producción social no
se regula a través de un plan diseñado en común, sino por leyes ciegas que
operan con la violencia de los elementos» (Engels [1884] 1990, 274).
Es la presencia del mercado, por ende, lo que aliena a cada trabajador
de su trabajo y lo convierte en una fuerza social autónoma ajena a cada uno
de ellos que los somete y los vacía de contenido material específico y
autónomo. En ausencia de relaciones mercantiles, pues, no existiría
alienación del trabajo: ni en el comunismo primitivo, ni en el esclavismo, ni
en el feudalismo ni en el comunismo del futuro existe este tipo de alienación.
Acaso resulte relativamente fácil de entender por qué en el comunismo
primitivo no existía la alienación del trabajo (la vida tribal se caracterizaba
por relaciones igualitarias y comunales entre sus miembros, de modo que el
trabajo era inmediatamente social para todos ellos y cada trabajador
entablaba relaciones sociales directas con el resto, es decir, relaciones no
mediadas por una forma social que los anulara como trabajadores
diferenciados), pero ¿cómo argumenta Marx que el trabajo no se hallara
también alienado bajo el esclavismo o el feudalismo aun sin relaciones
mercantiles de por medio? Pues porque esclavos y siervos no son
productores independientes que controlen y puedan desprenderse de su
trabajo: esclavos y siervos son considerados socialmente «condiciones
naturales e inorgánicas» de la economía (Marx [1857-1858] 1986, 413),
«máquinas de trabajo» (Marx [1857-1858] 1986, 392), cosas bajo el control
de sus dueños o, en el mejor de los casos, una propiedad natural de la tierra.
Calificar al trabajo del esclavo o del siervo como trabajo alienado y
contrapuesto al esclavo o al siervo tendría tan poco sentido como decir que
el trabajo de los animales es trabajo alienado y que éstos se hallan
dominados por la cosificación de ese trabajo: «El esclavo no vende su
trabajo al esclavista en mayor medida que el buey vende sus servicios al
campesino […]. El esclavo es en sí mismo una mercancía, pero su trabajo no
es la mercancía. El siervo sólo vende parte de su trabajo. No recibe un
salario del terrateniente, sino que el dueño de la tierra recibe un tribute del
siervo. El siervo pertenece a la tierra y le entrega al terrateniente los frutos
de ella» (Marx [1849] 1977, 203). Lo anterior no significa que esclavos y
siervos no se hallen alienados, sino que lo que no está alienado es su trabajo.
Pero esclavos y siervos se hallan subordinados por unas opresivas relaciones
de dependencia personal: es decir, son sujetos (S) que, debido a las
relaciones sociales de producción vigentes en su sociedad (C), están
subordinados y por tanto alienados frente a los esclavistas o señores feudales
(OE) y semejante subordinación opresiva (OI) les impide igualmente
desarrollar todo su potencial específico y diferenciador como individuo.
La alienación del trabajo dentro de las sociedades mercantiles tiene
lugar, de acuerdo con Marx, en cuatro ámbitos: 1) el producto de su trabajo,
2) la actividad productiva, 3) las relaciones cooperativas con otros
trabajadores y 4) la misma naturaleza del trabajador como ser humano (Marx
[1844a] 1975, 270-282). A saber:
1.6. Conclusión
He aquí las ideas básicas detrás de lo que ha venido a denominarse «la teoría
del valor trabajo» de Marx: dentro del sistema capitalista, las mercancías se
intercambian según el tiempo de trabajo humano simple y socialmente
necesario para reproducirlas, es decir, según sus valores. El valor es una
forma, pues, de individualizar dentro de una economía mercantil cuál ha sido
la porción del trabajo social agregado que ha desempeñado cada productor
independiente en relación con el conjunto de productores independientes. La
propiedad privada individual de los medios de producción fuerza a los
productores a mantenerse separados los unos de los otros y por tanto les
impide poner directamente en común su propio trabajo, es decir, los obliga a
alienar su trabajo: cada productor sólo puede convertir su trabajo privado en
trabajo social intercambiando en el mercado su trabajo objetivado
(mercancía) por el trabajo objetivado de otros productores independientes de
acuerdo con sus valores respectivos. Por eso la mercancía se convierte en un
fetiche: porque la única forma de que los productores independientes se
relacionen entre sí dentro de una economía mercantil es a través del contacto
entre sus mercancías.
Precisamente, en el siguiente capítulo expondremos con mayor detalle
este último proceso: cómo el intercambio de mercancías a través del
mercado posibilita la conversión del trabajo privado y concreto de
productores aislados en trabajo social y abstracto universalmente comparable
entre sí. Y a su vez explicaremos cómo esta naturaleza dual de la mercancía
—la mercancía como valor de uso y como valor— y esa naturaleza dual del
trabajo generador de mercancías —el trabajo como trabajo privado y como
trabajo social— constituye el germen de las contradicciones económicas que
terminarán engendrando el capital.
2
Como decimos, una vez que los bienes económicos adoptan la forma social
de mercancía, la aparición del dinero resulta inevitable para posibilitar la
circulación de las mercancías: «la forma simple de la mercancía es el germen
de la forma de dinero» (C1, 1.3, 163). Por circulación, Marx entiende no una
sucesión de intercambios aislados de mercancías, sino un flujo continuado
de intercambios dentro del conjunto del sistema económico (Marx [1857-
1858] 1986, 123), lo cual también incluye consecuentemente la producción
recurrente de esas mercancías que permita que los intercambios «sean
continuamente renovados» (Marx [1859] 1987, 323). La circulación de
mercancías, por tanto, «presupone una división (social) del trabajo
desarrollada» (Marx [1859] 1987, 292) y esa división social del trabajo
desarrollada —productores independientes y especializados pero a la vez
relativamente coordinados a través de la ley del valor— sólo puede
mantenerse con el auxilio del dinero.
El dinero tiene una naturaleza dual que le permite desempeñar dos
funciones que es imposible que desempeñen las mercancías en su carácter de
valores de uso y que son dos funciones esenciales para posibilitar la
interacción descentralizada entre productores independientes. Por un lado, el
dinero es un medidor de valor y, por otro, es un medio de intercambio (Marx
[1857-1858] 1986, 123). ¿Por qué las mercancías, en su faceta como valores
de uso, no pueden desempeñar tales funciones? Por un lado, porque los
valores de uso no pueden dividirse infinitamente (media cafetera o un octavo
de cafetera no sirven para realizar medio café o un octavo de café:
simplemente su funcionalidad desaparece al fraccionarla), de modo que no
pueden servir para comparar los valores de las diversas mercancías que
pretenden intercambiarse; por otro, porque el intercambio de valores de uso
requiere de la doble coincidencia de necesidades entre los propietarios de las
mercancías que pretenden trocarse (si el individuo A quiere la mercancía y
en poder del individuo B, el individuo B ha de querer simultáneamente la
mercancía x en poder del individuo A), lo cual obstaculiza y encarece la
inmensa mayoría de los intercambios donde esa doble coincidencia de
necesidades no se da (Marx [1859] 1987, 291).
Por consiguiente, el dinero es doblemente necesario para la circulación
de mercancías, es decir, para mantener una economía basada en la
producción y distribución a través del mercado de valores de uso entre
productores independientes. Procedamos a examinar con mayor
detenimiento cada una de estas dos funciones.
La relación misma entre los objetos, la actividad del hombre con ellos, se convierte en la
actividad de una entidad exterior al hombre y superior a él. A través de este mediador
extraño a él —en vez de ser el hombre mismo quien actúe como mediador con otros
hombres—, el ser humano pasa a considerar su voluntad, su actividad y su relación con
otros hombres como una fuerza independiente de él y de ellos. Su esclavitud alcanza,
pues, así el punto culminante. Y no cabe duda de que este mediador se convierte ahora
en un dios real, ya que el mediador es la fuerza real sobre todo aquello que media
conmigo. El culto a ese dios pasa a ser un fin en sí mismo. Los objetos que se alejen del
mediador pierden su valor. Sólo tienen, pues, valor en cuanto representan al mediador,
aun cuando en un comienzo pareciera que el mediador tenía valor sólo en la medida en
que él los representaba a ellos (Marx [1844b] 1975, 216).
M–D–M
M0 – D – M1 – D – M2 – D – M3 – D – M4…
M–D–M
D–M–D
D – M – D′
O de manera más abreviada, el circuito no es M-M, ni tampoco D-D,
sino D-D’, donde D′ = D + d (donde d = ∆D). Es decir, lo que pretende en
realidad el productor de mercancías es producir valores para adquirir valores
incrementados, y adquirirlos a lo largo de un circuito continuado y perpetuo
donde el valor en manos de ese productor no deja de incrementarse. A saber,
su objetivo es recorrer el circuito D – M – D′ – M′ – D′′ – M′′ – D′′′, etc. En
suma, en el circuito M-D-M ambos extremos (M-M) son iguales
cuantitativamente (en términos de valor) pero desiguales cualitativamente
(en términos de valores de uso), mientras que en el circuito D-M-D’ ambos
extremos (D-D’) son iguales cualitativamente (ambos extremos son dinero)
pero desiguales cuantitativamente (distintas cantidades de dinero) (C1, 4,
250-251).
El circuito D – M – D′, al que se ve dialécticamente abocado todo
sistema mercantil tras la aparición del dinero, nos permite concretar el
concepto de capital para Marx: a su juicio, el capital es un proceso a lo largo
del cual el valor se incrementa a sí mismo, un proceso de revalorización del
valor (entramos así en la «etapa E» del esquema sobre la evolución social de
la mercancía con el que abríamos este capítulo: esa etapa coincidiría
justamente con el modo de producción capitalista). El capital es «valor en
movimiento» (C1, 4, 256), un valor que añade valor (Marx [1857-1858]
1987, 129), «valor que se transforma en más valor» (Martínez Marzoa 1983,
49). A contrario sensu, el capital no es un objeto (como pueda serlo una
máquina), sino un proceso dinámico a lo largo del cual el productor de
mercancías va incrementando el valor de las mercancías que posee (entre las
que se incluye el dinero); el capital ni siquiera es dinero que persigue dinero,
sino dinero (o valor monetario de mercancías) que persigue e incuba más
dinero (o más valor monetario de mercancías). Pero ese dinero que circula y
se revaloriza dentro del circuito del capital no es dinero como dinero, no es
un dinero que se limita a realizar las funciones típicas del dinero, sino que es
dinero como capital (o capital dinerario); dinero cuyo cometido ya no es
únicamente el de medir valores o el de facilitar la circulación de valores,
sino también el de apropiarse de nuevos valores (Marx [1857-1858] 1986,
152).
Pues bien, al incremento que experimenta la masa de valor originaria a
lo largo del circuito del capital lo denominaremos plusvalía o plusvalor (C1,
4, 251). Y al «capital personificado» (C1, 4, 254), esto es, al productor de
mercancías que recorre el circuito del capital lo llamaremos capitalista: así
pues, el capitalista, como capitalista, no busca adquirir valores de uso, sino
meramente adquirir cantidades incrementadas de valor con las que
enriquecerse de un modo continuado. Si el capitalista dejara de tratar de
revalorizar el valor monetario de su patrimonio, entonces la masa de valor en
su propiedad dejaría de actuar como capital: para que el dinero siga actuando
como capital, es necesario que el capitalista lo siga reinvirtiendo en adquirir
nuevas mercancías con el propósito de revenderlas por una suma mayor de
dinero; si, en cambio, el capitalista utilizara su suma incrementada de valor
para comprar una mercancía que constituyera un valor de uso para él mismo
(y, más en particular, un valor de uso en forma de consumo no productivo),
el dinero volvería a actuar como medio de circulación y no como capital
(C1, 4, 252). La circulación del dinero como capital ha de ser, por tanto,
ilimitada para que sigamos hablando de capital (C1, 4, 253): el consumo no
productivo de las mercancías por parte del capitalista pondría punto final al
capital y a su posición social como capitalista.
Ahora bien, ¿de dónde surge la plusvalía que aumenta incesantemente
el capital? De acuerdo con la ley del valor, dos mercancías sólo se
intercambian en equilibrio si poseen el mismo valor. Por consiguiente, la ley
del valor parecería imposibilitar la revalorización de una masa de valor a
través de su circulación. El valor de las mercancías compradas (D-M)
debería ser el mismo que el valor de las mercancías vendidas (M-D) y, por
tanto, el dinero-capital al comienzo del circuito debería ser cuantitativamente
igual que el dinero-capital al final del circuito (D=D).
Al respecto, Marx descarta que el valor del capital se revalorice gracias
al mero intercambio de mercancías por mucho que ambas partes en un
intercambio puedan salir ganando en términos de utilidad merced a ese
intercambio. Y es que, aun cuando sea cierto que todo intercambio sólo
acaezca si ambas partes esperan obtener una mayor utilidad que aquella que
entregan a cambio (C1, 5, 261), el misterio que estamos tratando de resolver
no es el origen de la ganancia en cuanto valores de uso, sino en cuanto
valores; y en cuanto valores, ninguna parte puede comprar sistemáticamente
mercancías por debajo de sus valores o venderlas sistemáticamente por
encima de sus valores:
Si intercambiamos mercancías —o mercancías y dinero— de igual valor de cambio, y
por tanto equivalentes, es obvio que nadie obtiene más valor de la circulación que aquel
que previamente ha añadido a ella. La plusvalía no puede generarse en este caso (C1, 5,
262).
Imaginemos que éste no fuera el caso y que sí fuera posible que los
compradores compraran mercancías sistemáticamente por debajo de su valor
o que los vendedores vendieran mercancías sistemáticamente por encima su
valor: en ese caso, la plusvalía de unos se anularía con la minusvalía de
otros. Así, si los vendedores pudieran vender mercancías por encima de su
valor, entonces un vendedor de mercancías conseguiría que su producto, con
un valor monetario de 100 onzas de oro, se enajenara a cambio de 110 onzas
de oro (M-D: 100-110); sin embargo, cuando ese vendedor recomprara
mercancías para reiniciar el ciclo del capital, como comprador debería pagar
110 para adquirir aquello que vale 100 (D-M: 110-100). Es decir, su
plusvalía como vendedor desaparecería como consecuencia de su minusvalía
como comprador (D-D: 100-100). A idénticas conclusiones llegaríamos si
los compradores pudieran comprar mercancías sistemáticamente por debajo
de su valor: el productor de mercancías las compraría por debajo de su valor
(D-M: 90-100) pero luego las revendería también por debajo de su valor (M-
D: 100-90): por tanto, su plusvalía como comprador desaparecería como
consecuencia de su minusvalía como vendedor (D-D: 100-100) (C1, 5, 263).
Por consiguiente, el circuito D-M-D’ ha de ir más allá del mero
intercambio de mercancías, pero, a su vez, tampoco puede ser un proceso
que quede al margen del intercambio de las mercancías: recordemos que el
capital es valor en movimiento, es decir, un valor que se revaloriza a sí
mismo a través de la circulación. No se trata de explicar el incremento de
valor que experimenta una determinada masa de valor merced a la actividad
productiva adicional que desarrolla el propio capitalista sobre las mercancías
adquiridas, pues en ese caso no sería la suma original de valor la que se
revaloriza por sí misma y a sí misma: es decir, no se trata de explicar el
enriquecimiento del capitalista como resultado de que trabaja más y de que,
trabajando más, produce más mercancías y por tanto más valor (Fernández
Liria y Alegre Zahonero [2010] 2019, 341). La plusvalía no es simplemente
un aumento del valor total de las mercancías en manos del capitalista, sino la
creación de nuevo valor utilizando exclusivamente para ello el valor
originario en poder del capitalista: es un valor que se expande a sí mismo y
por sí mismo (C1, 5, 268). Si el capitalista añadiera su tiempo de trabajo a
transformar las mercancías que adquiere con su dinero-capital —
incrementando de ese modo el valor de las mercancías adquiridas—,
entonces quien revalorizaría el dinero-capital original sería el capitalista con
su nuevo trabajo, no el propio capital por sí mismo:
El valor es el agente independiente de un proceso en el que [el capital], ya sea asumiendo
la forma de dinero o de mercancías, modifica automáticamente su propia magnitud,
generando plusvalía a partir de sí mismo […] y, por tanto, revalorizándose a sí mismo
[…]. Por la virtud de ser valor, [el capital] ha obtenido la virtud oculta y misteriosa de
engendrar valor por el hecho de ser valor (C1, 4, 255) [énfasis añadido].
Figura 2.3
Como sucedía con el fetichismo de la mercancía o el fetichismo del
dinero, el fetichismo del capital no deriva de que el capital no sea productivo
dentro del capitalismo, puesto que ciertamente la producción de mercancías
se organiza a través del capital y sólo a través del capital, sino de la errónea
percepción de que la única forma histórica de lograr que el trabajo sea
productivo es cosificándolo en el capital, cuando eso sólo ocurre
contingentemente dentro del modo de producción capitalista:
La cuestión de si el capital es o no productivo es una cuestión absurda. El trabajo en sí
mismo sólo es productivo si lo absorbe el capital, allí donde el capital constituye la base
de la producción y el capitalista dirige la producción. La productividad del trabajo se
convierte en la fuerza productiva del capital, del mismo modo que el valor de cambio
general de mercancías se convierte en dinero [fetichismo del dinero] (Marx [1857-1858]
1986, 234).
2.4. Conclusión
La plusvalía
Una vez descrito el proceso de trabajo que tiene lugar dentro del capitalismo,
ya podemos analizar la otra cara de la moneda de ese proceso de trabajo
capitalista: a saber, el proceso de valoración o proceso de creación de
valores. Recordemos que toda mercancía es, a la vez, un valor de uso y
también un valor: por tanto, el proceso de trabajo —la actividad deliberada
del ser humano para transformar la naturaleza y generar valores de uso—
también conlleva, dentro del capitalismo, un proceso de creación de valores.
Eso es el proceso de valoración.
Si el proceso de trabajo consiste en emplear trabajo humano sobre los
medios de producción para crear un nuevo valor de uso, entonces el proceso
de valorización requerirá explicar el valor de ese nuevo valor de uso a partir
del valor incorporado por los medios de producción y por el trabajo. A este
respecto, el proceso de valoración se regirá por tres reglas muy sencillas.
Primero, el valor de una mercancía es igual al valor de los medios de
producción y del trabajo consumidos en su fabricación (Marx [1857-1858]
1986, 239). Segundo, los medios de producción consumidos le transfieren su
propio valor a la mercancía fabricada (y en el caso de los medios de
producción duraderos, lo transfieren según su depreciación [C1, 8, 311-
312]). Tercero, la fuerza de trabajo consumida le incorpora nuevo valor a la
mercancía en función del número de horas (socialmente necesarias) que haya
dedicado a su fabricación (C1, 8, 307).
Démonos cuenta, pues, de cómo el trabajador desarrolla con su trabajo
dos funciones dentro del proceso de valorización: por un lado, le transfiere el
valor de los medios de producción a la nueva mercancía y, por otro, crea
nuevo valor añadido respecto al contenido en los medios de producción
consumidos. Por ejemplo, imaginemos que el capitalista compra una tabla de
madera con un valor monetario de 5 gramos de oro (supongamos que 1
gramo = 1 hora de trabajo) y a su vez contrata al trabajador para que la
transforme en una mesa: después de una jornada laboral de 10 horas, el
trabajador completa la producción de una mesa que tendrá un valor de 15
gramos de oro (dado que incorpora un tiempo de trabajo total de 15 horas de
trabajo). Pues bien, el trabajador, con su trabajo, ha transferido el valor de la
tabla de madera a la mesa (5 gramos) y, a su vez, ha añadido nuevo valor al
producto final (10 gramos). De acuerdo con Marx, que el trabajador logre
con el mismo acto transferir y crear nuevo valor se debe a la naturaleza dual
del trabajo: como trabajo concreto, transforma valores de uso (como
carpintero, transforma la tabla de madera en la mesa) y por tanto transfiere
estrictamente el valor; como trabajo abstracto, añade nuevo valor (como
trabajador genérico, incorpora nuevo valor a la mesa con respecto a la tabla
de madera). La razón es sencilla: ese trabajador podría haber creado,
mediante su trabajo, nuevo valor (en forma de horas de trabajo abstracto
añadidas) en cualquier otro sector de la economía, pero sólo podría haber
transformado la tabla en mesa como carpintero (C1, 8, 307-308).
El valor que añade el trabajador a los medios de producción
transformándolos en un nuevo producto puede, a su vez, dividirse en dos
partes: una parte va meramente a reponer o reproducir el valor que le ha
adelantado el capitalista al contratarlo (el salario) mientras que otra parte es
creación pura de nuevo valor (Marx [1857-1858] 1986, 284): esa parte de
creación pura de nuevo valor es justamente la plusvalía. Por ejemplo,
imaginemos en nuestro ejemplo anterior que el trabajador percibe un salario
de 7 gramos por transformar la tabla de madera en mesa: en tal caso, el valor
que el trabajador ha añadido respecto a los medios de producción
consumidos (10 gramos) se dividirá en salarios (7 gramos) y en plusvalía (3
gramos). Por tanto, ese proceso de valorización fabrica mesas con un valor
de 15 gramos de oro: 5 gramos reponen el valor de los medios de producción
consumidos, 7 gramos reponen el valor de la fuerza de trabajo consumida y
3 gramos son plusvalía de la que se apropia el capitalista.
Por consiguiente, cuando el capitalista adquiere medios de producción
dentro del proceso productivo únicamente aspira a que conserven su valor
dentro del proceso de valorización: por eso Marx denomina «capital
constante» a aquella parte del capital invertida en medios de producción. En
cambio, cuando el capitalista adquiere fuerza de trabajo dentro del proceso
productivo, no sólo aspira a reproducir el valor de esa fuerza de trabajo, sino
a crear un excedente de valor: por eso Marx denomina «capital variable» a
aquella parte del capital invertida en la fuerza de trabajo (C1, 8, 317).
A su vez, y siguiendo con las definiciones, Marx (C1, 25.1, 762)
llamará «composición técnica del capital» a la relación entre los medios de
producción empleados por unidad de fuerza de trabajo dentro de un proceso
productivo: se trata de una relación entre valores de uso heterogéneos que,
en consecuencia, no puede ser expresada en forma de índice. Por ello, para
cuantificar la composición técnica del capital, Marx empleará dos
indicadores distintos (Marx [1862-1863] 1991, 305-306): por un lado, la
«composición de valor del capital» (VCC), que será la relación entre el
capital constante y el capital variable empleados dentro de un proceso
productivo, midiendo el precio de los medios de producción y de la fuerza de
trabajo a sus valores actuales; por otro, la «composición orgánica del
capital» (OCC), que será la relación entre el capital constante y el capital
variable empleados dentro de un proceso productivo, midiendo el precio de
los medios de producción y de la fuerza de trabajo a sus valores originales,
es decir, antes de las alteraciones endógenas de valor que hayan podido
experimentarse como consecuencia del propio proceso de acumulación de
capital o del propio progreso técnico que va aparejado a los cambios en la
composición técnica del capital (Fine y Harris 1979, 5960). En condiciones
sincrónicas, sin cambios diacrónicos en los valores, tanto la composición de
valor como la composición orgánica coincidirán y serán iguales a:
Pero ¿por qué es necesario contar con dos formas de medir la
composición técnica del capital? Porque la composición técnica del capital
pretende medir la productividad de un proceso productivo o de un sector
económico (cuánto capital constante es transformado por cada unidad de
capital variable), pero los propios cambios en la productividad de los
procesos productivos alteran los valores de las mercancías y, por tanto, un
incremento de la productividad (un incremento en la composición técnica del
capital) podría quedar enmascarado dentro de la composición de valor del
capital. Por ejemplo, supongamos que, en 10 horas de trabajo, un obrero
transforma 5 kilos de algodón (que ha sido producido en otro sector de la
economía con un valor de 50 horas de trabajo) en 5 kilos de hilo (de modo
que su valor es de 60 horas de trabajo: las 50 horas del algodón más las 10
horas de trabajo vivo empleado en transformarlo). En este caso, y expresado
en horas de trabajo, la composición de valor del capital y la composición
orgánica del capital será igual a:
D - M ... P ...M' - D’
Ahora bien, que sea el trabajo del trabajador quien genere la plusvalía
en provecho del capitalista no equivale a decir que todo trabajo de todo
trabajador genera plusvalía. Primero, y como ya hemos analizado, hay
productores independientes cuyo trabajo no se dirige a fabricar mercancías,
sino únicamente valores de uso privados que no se distribuyen a través del
mercado: y sólo el trabajo dirigido a producir mercancías generará plusvalía.
Así, por ejemplo, un maestro de escuela pública o una cantante que canta
para divertirse o divertir a sus vecinos no generan plusvalía (Marx [1861-
1863] 1994, 136), puesto que ninguno de ambos vende su producto como
mercancía. Segundo, parte del trabajo que produce mercancías no es un
trabajo desarrollado como resultado de una venta de fuerza de trabajo, sino
que se trata del trabajo de productores independientes: y de esos productores
independientes, sólo generarán plusvalía aquellos que sigan el circuito D-M-
D’ y no M-D-M; por tanto, el trabajo generador de plusvalía será el
asalariado o el de los autónomos que actúen como capitalistas,15 no el de los
trabajadores autónomos que no busquen revalorizar su valor (Marx [1864]
1994, 446). Tercero, no todo trabajo asalariado se integra en un circuito D-
M-D’, sino que la fuerza de trabajo de algunos asalariados es adquirida por
los capitalistas como bien de consumo (por ejemplo, el servicio doméstico
de un capitalista): por tanto, el trabajo generador de plusvalía será el de los
trabajadores asalariados cuya fuerza de trabajo sea adquirida con el objetivo
de valorizar el capital (Marx [1864] 1994, 448-449; C1, 24.2, 735). Y cuarto,
no toda fuerza de trabajo adquirida por el capital se dedica a actividades
específicamente productivas, sino que parte de la misma se orienta a
actividades vinculadas a la circulación del capital (marketing, financiación,
intermediación, etc.) y, en la medida en que Marx sostiene —tal como
desarrollaremos en el siguiente capítulo— que sólo la actividad
estrictamente productiva puede generar plusvalía, el trabajo empleado por el
capital en actividades no productivas tampoco la generará. Por tanto, el
trabajo generador de plusvalía será el de los trabajadores asalariados cuya
fuerza de trabajo sea adquirida con el objetivo de valorizar el capital dentro
de actividades estrictamente productivas. A este tipo de trabajo es al que
Marx denomina «trabajo productivo para el capital» (es decir, trabajo
productivo en el modo de producción capitalista) mientras que todo el
restante trabajo, aun asalariado, será trabajo improductivo al no generar
plusvalía: «Sólo es trabajo productivo aquel trabajo que se organiza según
principios capitalistas y que por tanto está incluido en el sistema de
producción capitalista» (Rubin [1923] 1990, 264). Trabajo improductivo no
equivale necesariamente a trabajo inútil o no generador de valores de uso,
sino a trabajo del que no se extrae plusvalía.
Hay que aclarar, además, que no todo el trabajo productivo para el
capital es trabajo intrínsecamente productivo, esto es, trabajo que contribuye
a generar valores de uso con independencia del modo de producción en el
que se desarrolle. Parte del trabajo que es productivo para el capital sólo es
trabajo necesario para explotar al trabajador y extraerle la plusvalía: por
tanto, aunque es trabajo que genera valor dentro del modo de producción
capitalista, sería trabajo prescindible en el modo de producción comunista.
Por ejemplo, el trabajo de supervisar la explotación del obrero es trabajo
productivo para el capital pero no intrínsecamente productivo:
Figura 3.8
Fuente: Savran y Tonak, 1999.
El capital figura dentro del proceso de producción como director del trabajo, como su
comandante (el capitán de la industria) que desempeña un papel activo en el proceso de
trabajo. Pero en tanto en cuanto estas funciones sólo aparecen dentro de la forma
específica de producción capitalista […], este trabajo ligado a la explotación (que podría
delegarse en un administrador) es un trabajo que, como el del obrero, sí contribuye a
determinar el valor del producto: de modo similar a como, en el caso de la esclavitud, el
trabajo del capataz ha de ser remunerado a costa del trabajo del trabajador. Si los seres
humanos revestimos con formas religiosas nuestras relaciones con nuestra propia
naturaleza, con el entorno exterior y con otros hombres, entonces necesitaremos de
sacerdotes y del trabajo de esos sacerdotes. Pero al desaparecer esas formas religiosas de
su conciencia y de sus relaciones, el trabajo de los sacerdotes dejará similarmente de
integrarse en el proceso de producción. El trabajo de los sacerdotes terminará con la
desaparición de los sacerdotes y, del mismo modo, el trabajo que desempeñan los
capitalistas como capitalistas (o que desempeñan otros en su nombre) finalizará cuando
desaparezcan los capitalistas (Marx [1862-1863b] 1989, 496).
C=c+v
C´ = (c + v) + s
Figura 3.11. Jornada laboral de 10 horas dividida en tiempo de trabajo necesario y tiempo de
plustrabajo
Por último, también cabe expresar la plusvalía en términos de
plusproducto, esto es, la porción del trabajo objetivado por el trabajador en
forma de mercancía de la que se apropia el capitalista (C1, 9.4, 338). En
nuestro ejemplo anterior, la mercancía final eran 10 kilos de trigo que
contenían un valor de 140 horas de trabajo: de esos 10 kilos, 7,15 kilos (el
71 %, o la ratio entre las 100 horas que costó producir el algodón y las 140
horas totales del hilo) derivaban del valor que le había sido transferido por el
algodón; 2,15 kilos equivalían al valor que le había sido transferido por la
depreciación del huso; 0,27 kilos eran la parte correspondiente a los
trabajadores que habían destinado su trabajo a hilar el algodón con el huso; y
0,43 kilos era el plusproducto, esto es, la parte de la mercancía final que le
correspondería al trabajador pero de la que se apropia el capitalista.
El concepto de plusproducto nos revela que una condición sine qua non
para que pueda llegar a emerger la plusvalía es que la productividad del
trabajo se halle lo suficientemente desarrollada como para que los
trabajadores puedan generar un excedente productivo, esto es, que
diariamente puedan fabricar más mercancías que aquellas que estrictamente
necesitan para reponer su capacidad laboral. Si cada productor únicamente
fuera capaz de producir aquello que necesita para sobrevivir, entonces nadie
podría apropiarse recurrentemente de parte de lo que produce (pues si
alguien lo hiciera, ese trabajador dejaría de poder seguir produciendo):
Si el trabajo sólo fuera capaz de reproducir las condiciones del trabajo y de mantener
vivos a los trabajadores, entonces no podría aparecer ningún excedente y por tanto
tampoco ninguna ganancia ni, por ende, capital […]. En este sentido, puede decirse que
la plusvalía descansa sobre una ley natural, a saber, la productividad del trabajo humano
en su interacción con la naturaleza (Marx [1862-1863] 1991, 260).
De ahí que en los sistemas esclavistas o feudales, donde la
productividad del trabajo todavía no está muy desarrollada y donde, por
tanto, el excedente productivo del trabajo es todavía escaso, «los señores no
vivan mucho mejor que sus siervos» (Marx [1862-1863a] 1989, 251).
En definitiva, para Marx, el capitalista como capitalista no trabaja
socialmente y, por tanto, no genera valor, de modo que si, a través de la
circulación de su capital, termina recibiendo algún valor (plusvalía) sólo
puede ser porque se apropia, sin remunerárselo, del valor que generan
exclusivamente sus trabajadores. Es decir, el capitalista sería una especie de
parásito del obrero: «Es trabajo muerto que, como los vampiros, sobrevive
parasitando el trabajo vivo, e incrementa su vitalidad cuanto más trabajo
vivo parasita» (C1, 10.1, 342). Ni siquiera cabe explicar esa plusvalía con el
argumento de que el capitalista le adelanta temporalmente al obrero su
propio trabajo objetivado (en forma de medios de producción), puesto que,
conforme el capitalista vaya reinvirtiendo la plusvalía que obtiene a costa del
trabajador, lo que le adelanta es el propio trabajo objetivado del obrero
(Marx [1857-1858] 1986, 440). Es en ese sentido que Marx señala que los
capitalistas explotan a los trabajadores: porque se quedan con parte de su
tiempo vital sin entregarles un valor equivalente a cambio. Y por ello a la
tasa de plusvalía también podemos denominarla tasa de explotación: porque
es «una expresión exacta del grado de explotación de la fuerza de trabajo por
el capital, o del trabajador por el capitalista» (C1, 9.1, 326).
Ahora bien, por mucho que hablemos de «explotación», parasitismo o
«apropiación» del tiempo de vida del trabajador por parte del capitalista no
deberíamos efectuar una lectura moralista de este término. Recordemos que,
para Marx, las normas morales o jurídicas de una sociedad forman parte de
la superestructura y la superestructura tiende a adaptarse para reforzar las
relaciones de producción y distribución existentes dentro de un modo de
producción (mientras estas relaciones sigan siendo funcionales para el
desarrollo de las fuerzas productivas). De ahí que no quepa considerar que el
capitalista haga nada ilícito («robar») contra el trabajador, sino que más bien
se comporta según la legalidad y la moralidad imperantes dentro del
capitalismo:
Yo no presento las ganancias del capital como una sustracción o un «robo» cometidos
contra el obrero. Por el contrario, yo considero al capitalista como un funcionario
indispensable de la producción capitalista y demuestro bastante minuciosamente que no
se limita a «sustraer» o «robar», sino que lo que hace es forzar a que se produzca la
plusvalía; es decir, que ayuda a crear primero aquello que ha de «sustraer» después; no
sólo eso, también demuestro por extenso que si las mercancías se intercambian por sus
equivalentes, el capitalista —siempre y cuando pagara al obrero el valor real de su fuerza
de trabajo— tiene pleno derecho (dentro, naturalmente, del derecho que corresponde a
este modo de producción) a apropiarse de la plusvalía. Pero todo esto no convierte la
«ganancia del capital» en «elemento constitutivo» del valor, sino que simplemente
demuestra que el valor no «constituido» por el trabajo del capitalista oculta una parte de
la que éste puede apropiarse «legalmente», es decir, sin infringir las leyes que regulan el
intercambio de mercancías (Marx [1881] 1989, 535-536).
A––––––B––––––C
A––––––B––––––––C
A––––B––––––––C
Por eso mismo, además, el capital, como agregado social, sí tiene una
vocación expansiva tanto en el espacio como en el tiempo: su objetivo es
apropiarse del mayor tiempo de trabajo de la mayor cantidad posible de
personas, hasta el punto de que su ambición máxima consistiría en que todo
el mundo se convirtiera en obrero explotable de un único capital; a su vez, el
capital tiende a reproducir automáticamente sus condiciones de predominio
sobre el trabajo asalariado conforme pasa el tiempo (Arteta 1993, 245-249),
puesto que perpetua la separación material entre trabajadores y medios de
producción (precisamente ése será el asunto que exploraremos en el capítulo
4 de este primer tomo). Por último, el capital también maximiza la
intensidad de la alienación del obrero: el capital está deseoso de absorber la
totalidad de la jornada laboral de cualquier trabajador puesto que el
capitalista no ambiciona recibir valores de uso, sino un capital cada vez más
autovalorizado. En ese sentido, sólo la resistencia que opone el obrero (y los
límites físicos que impone la naturaleza) frenan el insaciable apetito del
capital, pero en cualquier caso esa resistencia sólo podrá ser parcial y
limitada: el obrero sólo tiene permitido trabajar socialmente dentro del
capitalismo en la medida en que le proporcione al capital un tiempo de
plustrabajo que el capital considere suficiente. Si el tiempo de plustrabajo se
reduce demasiado (no digamos ya si desaparece), el capital no adquirirá la
fuerza de trabajo y el trabajador ni siquiera podrá trabajar para sobrevivir.
Desde esa perspectiva, pues, cabe decir que la totalidad del tiempo vital del
trabajador le pertenece al capital (Arteta 1993, 310-312).
Con todo, que el asalariado se halle máximamente alienado en el
capitalismo bajo la bota de la clase capitalista no significa que los
capitalistas no estén también (aunque no en la misma medida) alienados
dentro del capitalismo: podemos decir que cada capitalista está pasivamente
alienado dentro del capitalismo (Marx [1844a] 1975, 281-282). En concreto,
el capitalista está autoalienado porque se limita a ser un funcionario del
capital cuya única misión es recolectar la plusvalía en su provecho: el
capitalista recibe el producto que ha creado el trabajador en lugar de haberlo
creado por sí mismo; el capitalista no desarrolla ninguna actividad
productiva, sino que se limita a elucubrar sobre ella; el capitalista tampoco
se afirma trabajando sino que trabajan para él; y el capitalista tampoco puede
relacionarse, de humano a humano, con los trabajadores puesto que ha
privado a éstos de su humanidad (Ollman 1976, 153-156). Es decir, el
capitalista es una mera personificación del capital: la persona de carne y
hueso que se halla detrás del capitalista está totalmente vaciada de
contenido. No es nada salvo un autómata con sed infinita de plusvalía. A su
vez, el capitalista también está alienado frente al mercado mundial, el cual
actúa como su dueño y señor: a la postre, si el capitalista no es capaz de
revalorizar su capital lo suficientemente rápido dentro del mercado, la
competencia de otros capitalistas lo terminarán descapitalizando y
condenando a la condición de asalariado. El capitalista, por tanto, no es
realmente autónomo y soberano: es el mercado quien le marca cómo debe
organizar su negocio y cómo debe explotar a sus trabajadores. Un capitalista
benevolente que decidiera minimizar la explotación sobre sus obreros sería
rápidamente despojado de su forma social como capitalista: es decir, el
capitalista no posee realmente esa capacidad de decisión y es igualmente
rehén del mercado.
Pero, en todo caso, la alienación del trabajador es más degradante que
la del capitalista: «el no trabajador hace en contra del trabajador todo aquello
que éste realiza en contra de sí, pero no hace en contra de sí mismo lo que
hace en contra del trabajador» (Marx [1844a] 1975, 282). La alienación que
sufre el trabajador es una alienación activa y parasitaria, mientras que la
alienación del capitalista es pasiva y parasitadora: el capitalista «se siente
cómodo y fortalecido con esta auto-alienación porque se da cuenta de que la
alienación es su propio poder y ve en ella la apariencia de una existencia
humana», mientras que el asalariado «se siente aniquilado por la alienación y
ve en ella su impotencia y la realidad de su existencia inhumana» (Marx y
Engels [1844] 1975, 36).
En suma, las relaciones sociales de producción en las que se basa el
capitalismo son relaciones corruptoras, deshumanizadoras y negadoras de la
humanidad en un grado extremo. No sólo oprimen y anulan al obrero, sino
en última instancia también al capitalista. Por eso, como estudiaremos en el
epígrafe 7.1, la revolución del proletariado contra el capitalismo no sólo
supondrá la emancipación de la clase trabajadora, sino la del conjunto de la
humanidad.
3.6. Conclusión
Para que el capital pueda revalorizarse respetando formalmente la ley del
valor, necesita poder adquirir una mercancía que, al usarla, genere nuevo
valor y cuyo coste de reposición (cuyo valor) sea inferior al valor que
genere: esa mercancía es la capacidad laboral o fuerza de trabajo de los
trabajadores. Los obreros, al carecer de medios de producción propios, sólo
pueden ofrecer un tipo de mercancía en el mercado: su capacidad para
trabajar. Los capitalistas adquieren esa capacidad para trabajar y fuerzan a
los trabajadores a producir mercancías durante más tiempo del que necesitan
para meramente reponer su fuerza de trabajo: la diferencia entre la jornada
laboral y el tiempo de trabajo necesario es el tiempo de plustrabajo, cuya
objetivación en forma de valor es la plusvalía.
Existen, por consiguiente, dos vías mediante las cuales un capitalista
puede incrementar la plusvalía que le extrae al trabajador: por un lado,
extender la jornada laboral (plusvalía absoluta); por otro, reducir el tiempo
de trabajo necesario (plusvalía relativa). La reorganización del proceso de
producción a manos del capitalista (subsunción real) de la mano de la
acumulación de capital logrará ese incremento de la productividad del
trabajo que reducirá el tiempo de trabajo necesario e incrementará la
plusvalía relativa: ésa es precisamente la dinámica del sistema capitalista, a
saber, acumular capital para desarrollar las fuerzas productivas e incrementar
la plusvalía relativa que afluye al capitalista maximizando de ese modo la
alienación del trabajador.
Sin embargo, en toda esta explicación existe un cabo suelto: el
capitalista se apropia de parte del tiempo de trabajo del obrero porque éste se
ve forzado a vender como mercancía su fuerza de trabajo y se ve forzado a
venderla porque carece de medios de producción suficientes como para
desarrollar por su cuenta el proceso de producción dentro de una sociedad
mercantil. Pero ¿por qué el trabajador carece de medios de producción? Si el
presupuesto imprescindible de toda la teoría de la explotación de Marx es la
aparición de la fuerza de trabajo como mercancía (Fernández Liria y Alegre
Zahonero [2010] 2019, 496) y la fuerza de trabajo sólo aparece como
mercancía porque el obrero ha sido separado y se mantiene separado de los
medios de producción, entonces el capitalismo sólo podrá fundamentarse en
la explotación del trabajo si somos capaces de explicar por qué los
trabajadores fueron históricamente desposeídos y por qué, a su vez, la
dinámica propia del capitalismo consolida (o amplifica) esta desposesión. En
el siguiente capítulo expondremos justamente por qué la circulación del
capital social en el conjunto de la economía agranda por necesidad la brecha
entre el trabajador y los medios de producción y por qué, a su vez, el
nacimiento del capitalismo estuvo vinculado a la expropiación de la
propiedad privada de millones de trabajadores que, a partir de ese momento,
devinieron proletariado.
4
D – M – D´
sería .
Por ejemplo, si tomamos como unidad de tiempo un año (U=1) y
tenemos un capital fijo de 80.000 onzas de oro cuyo tiempo de rotación es de
10 años (y que, por tanto, rota en una décima parte de su valor cada año) así
como un capital circulante de 20.000 gramos de oro cuyo tiempo de rotación
es de 72 días (y, por tanto, rota unas cinco veces cada año), el conjunto de
ese capital productivo rotará una media de 1,08 veces al año (C2, 9, 263):
O, dicho de otro modo, el tiempo medio de rotación del capital será
Imaginemos, sin embargo, que ese capital variable rota cuatro veces al
año (ncc = 4), en ese caso la tasa de plusvalía diacrónica será:
Así las cosas, ¿cuáles son las condiciones para lograr la reproducción
simple, año tras año, de este capital social? De acuerdo con Marx, es
necesario que se den dos grandes condiciones:
En tal caso, IIc = 1.500 se intercambiará por Iv = 1.000 y por Is– ∆Ic =
500. A su vez, la parte de la plusvalía que los capitalistas del departamento I
desean reinvertir, αk,I Is = 500, se destinará a incrementar el capital
constante y el capital variable del departamento I, por ejemplo en ∆Ic = 400
y ∆Iv = 100, de manera que Iv pasará a ser Iv = 1.100. A su vez, la mayor
masa salarial de 100 entre los trabajadores del departamento I se utilizará
para adquirir medios de consumo del departamento II, que necesariamente
saldrán del menor consumo de los capitalistas del departamento II. Y con los
ingresos por la venta de esos medios de consumo, el departamento II
adquirirá nuevos medios de producción por valor de ∆IIc = 100. Finalmente,
y para mantener la composición orgánica del capital dentro del departamento
II (2 unidades de capital constante por cada unidad de capital variable), los
capitalistas de ese departamento II tendrán que incrementar su inversión en
capital variable por importe de 50, ∆IIv = 50, a costa de volver a reducir su
gasto en consumo. Es decir, que Iv = 1.100, Is – ∆Ic = 500, IIc = 1.500, y ∆IIc
= 100. A su vez, si en un comienzo αk,I = 50 % y αk,II = 20 %, tendremos
que αk,I Is = 500, αk,II IIs = 150, ∆Ic = 400, ∆Iv = 100, ∆IIc = 100, y ∆IIv =
50. Confirmándose las dos primeras condiciones de equilibrio anteriores.
De este modo, y tras las anteriores operaciones, el capital productivo de
ambos departamentos quedará organizado así:
Démonos cuenta de que, una vez superado el primer período (en el que
αk,II = 20 %), αk,I = 50 % y αk,II = 30 %, de modo que también se verifica
la tercera condición de equilibrio:
Habiendo alcanzado la senda de crecimiento equilibrado, el capital
social podría continuar indefinidamente expandiéndose a una tasa de
crecimiento constante (de equilibrio) para todos sus componentes que, en
este caso, sería del 10 % (en cada etapa, el capital constante y variable se
incrementan un 10 % con respecto a la etapa anterior para ambos
departamentos). Ahora bien, recordemos que este específico perfil de
acumulación de capital depende de dos hipótesis que sólo hemos
mencionado de manera lateral hasta el momento: por un lado, que la
composición orgánica del capital permanece constante conforme pasa el
tiempo; por otro, que la tasa de explotación del trabajo también permanece
constante conforme pasa el tiempo. Que, por simplicidad expositiva,
hayamos adoptado ambas hipótesis no implica que constituyan un fiel reflejo
de la realidad: de hecho, el propio Marx consideraba que el proceso de
acumulación de capital tendía endógenamente a modificar tanto la
composición orgánica del capital como la tasa de explotación, aumentando
el peso del capital constante dentro de la composición orgánica del capital y
a incrementar la tasa de explotación por mayor plusvalía relativa.
Salarios + Ganancias
= Inversión + Consumo de trabajadores
+ Consumo de capitalistas
Es decir, que los ingresos de los capitalistas (todos aquellos que no son
ingresos salariales) pueden llegar a destinarse a adquirir todos los medios de
producción fabricados por el departamento I. En tal caso, la acumulación de
capital podría continuar de manera ininterrumpida: todas las mercancías
serían adquiridas recurrentemente por los propios capitalistas deseosos de
seguir acumulando capital. Serían, pues, los diferentes capitalistas entre sí
los que demandarían su propio capital mercantil y, al permitir su circulación,
continuarían acumulándolo.
Ahora bien, que el capitalismo no necesite de fuentes de demanda
externas al propio capitalismo no significa que el proceso anterior en el que
los capitalistas reinvierten sus ingresos en realizar la parte de su capital
mercantil que no adquieren los trabajadores vaya a desarrollarse sin
perturbaciones (si en algún momento algunos capitalistas dejan de reinvertir
lo suficiente, el capital mercantil agregado no podrá realizarse en su
totalidad y ello puede conducir a caídas adicionales de la inversión que
dificulten aún más la realización del capital mercantil). Tampoco significa,
además, que este proceso de acumulación de capital vaya a ser indefinido si
los incentivos de los capitalistas a seguir rentabilizando su capital van
agotándose. En el capítulo 6 mostraremos cómo la progresiva acumulación
de capital contribuirá a reducir la tasa general de ganancia dentro del sistema
capitalista, lo que amplificará las perturbaciones cíclicas de la acumulación
de capital y, en última instancia, llevará al colapso de la inversión capitalista.
Cuanto más capital se haya acumulado, más complicado será acumular
nuevo capital.
En definitiva, el proceso de circulación del capital social exacerba las
contradicciones internas del propio capitalismo: por un lado, pauperiza
crecientemente a los trabajadores al tiempo que incrementa su
productividad; por otro, vuelve la acumulación de capital más dependiente
de la nueva demanda de inversión para acumular nuevo capital cuando ésta
se ve crecientemente obstruida por la propia acumulación de capital. Es
decir, el capitalismo reproduce y amplifica sus propias condiciones de
existencia pero lo hace alimentando sus contradicciones internas que
terminan asesinándolo:
Una vez que existe el capital, el modo de producción capitalista evoluciona de tal manera
que mantiene y reproduce la separación [entre el trabajador y los medios de producción]
a una escala constantemente creciente hasta que ocurra una reversión histórica (Marx
[1862-1863b] 1989, 405) [énfasis añadido].
4.6. Conclusión
Así que, por un lado, la tasa de plusvalía será siempre, por necesidad,
mayor que la tasa de beneficio (C3, 3, 142), salvo cuando el capital
constante sea igual a cero, en cuyo caso serán iguales (C3, 15.1, 349); por
otro, la tasa de ganancia será tanto menor cuanto mayor sea el peso del
capital constante en la composición orgánica del capital. De ahí que,
partiendo de una determinada tasa de ganancia, de una determinada tasa de
plusvalía y de una determinada composición orgánica del capital (caso 1 o
caso base en la Tabla 5.1), podamos establecer las siguientes relaciones entre
estas tres variables: la tasa de ganancia variará tanto como la tasa de
plusvalía si la composición orgánica del capital se mantiene constante (caso
2); variará sobreproporcionalmente a la tasa de plusvalía si la composición
orgánica del capital cae, esto es, si el capital variable gana peso frente al
constante (caso 3); variará infraproporcionalemente (caso 4), o incluso de un
modo inversamente proporcional (caso 5) a la tasa de plusvalía si la
composición orgánica del capital aumenta; y, por último, la tasa de ganancia
se mantendrá constante siempre que la tasa de plusvalía y varíen en la misma
proporción (caso 6). Este último caso es, además, interesante porque pone de
manifiesto que una misma tasa de ganancia puede alcanzarse con tasas de
plusvalía muy dispares (C3, 3, 160).
Tabla 5.1
Por tanto, mercancías que proporcionen una misma tasa anual de
plusvalía proporcionarán distintas tasas anuales de ganancia si son
producidas con distintas composiciones orgánicas del capital… y si las
mercancías se venden a sus valores (C3, 1, 127; C3, 8, 249), algo que
únicamente puede ocurrir en una economía donde los productores vendieran
sus mercancías como mercancías (M-D-M) y no como capitales (D-M-D’).
En una economía mercantil no capitalista, cada productor sería por
definición indiferente respecto a la plusvalía contenida en su mercancía (C3,
10, 275-276) y sólo estaría interesado en intercambiar su mercancía por otra
de idéntico valor (que requiera el mismo tiempo de trabajo socialmente
necesario para ser producida). Por ejemplo, un productor independiente I
podría fabricar una mercancía con un valor de 120 gramos de oro si ésta
contuviera 80 gramos de capital constante + 20 gramos de capital variable +
20 de plusvalía (que en este caso se quedaría el propio productor
independiente); a su vez, otro productor independiente II podría fabricar una
mercancía con un valor de 60 gramos de oro que contuviera 20 de capital
constante + 20 de capital variable + 20 de plusvalía (también en su poder).
La tasa de ganancia que lograría el trabajador I sería del 20 % y la que
lograría el trabajador II sería del 50 %, pero a ambos les daría igual su
respectiva tasa de ganancia puesto que su único objetivo sería intercambiar
sus no-valores de uso propios por los valores de uso ajenos y tal intercambio
se efectuaría según el tiempo de trabajo requerido para fabricar cada una de
esas mercancías, esto es, 1 unidad de la mercancía I a cambio de 2 unidades
de la mercancía II (C3, 10, 276-277).
Por el contrario, en una sociedad capitalista donde los productores no
intercambian las mercancías como simples mercancías sino como capitales,
el objetivo del capitalista pasa a ser el de revalorizar su capital al ritmo más
acelerado posible, de manera que dos productores capitalistas no pueden ser
indiferentes entre producir y comercializar la primera o la segunda
mercancía. Por eso, si la primera mercancía proporciona una tasa de
ganancia del 20 % y la segunda mercancía una tasa de beneficio del 50 %,
los capitalistas dejarán de producir la primera y pasarán a producir la
segunda (C3, 10, 297). La desinversión en la producción de aquella
mercancía que proporciona la menor tasa de ganancia hará que su precio de
mercado se eleve estructuralmente por encima de su valor (menor oferta,
mayor precio) y, a su vez, la mayor inversión en la producción de aquella
mercancía que proporciona la mayor tasa de ganancia hará que su precio se
reduzca estructuralmente por debajo de su valor (mayor oferta, menor
precio).
Dicho de otro modo, en un mercado capitalista, los capitalistas no
venden las mercancías a sus valores, sino a precios que normalmente se
ubican por encima o por debajo de sus valores (C3, 1, 127-128). Si una
mercancía se vende por debajo de su valor, eso equivaldrá a que parte de su
plusvalía será apropiada por el comprador, reduciendo las ganancias del
vendedor; si una mercancía se vende por encima de su valor, eso equivaldrá
a que el vendedor se apropiará de parte de la plusvalía de la mercancía
adquirida, incrementando sus propias ganancias (C3, 2, 134). Nótese que
vender una mercancía por debajo de su valor no equivale necesariamente a
venderla a pérdida: siempre que el capitalista venda por encima del precio de
coste, cosechará una ganancia, sólo que ésta será inferior a la plusvalía
generada en su propio proceso de producción (C3, 1, 128).
Pp = k + inp + m
Sin embargo, cuando Marx nos revela cuál es la forma última en la que
se expresa el valor dentro de las sociedades capitalistas, nos remite a unos
precios de producción de las mercancías que se desvían habitualmente de sus
valores. Por ejemplo, en la Tabla 5.6, el valor de la mercancía I era de 90,
mientras que el de la mercancía V era de 20, de manera que, atendiendo a la
ley del valor, una unidad de la mercancía I debería haberse intercambiado
por 4,5 unidades de la mercancía V. Pero si, por el contrario, empleamos sus
precios de producción (92 en el caso de la mercancía I, 37 en el caso de la
mercancía V), la ratio de intercambio no es 1:4,5, sino 1:2,48.
Por tanto, aparentemente, la ley del valor no determina de manera
directa los intercambios de mercancías dentro del mercado, algo que, de
acuerdo con el propio Marx, debería llevarnos a abandonarla:
No hay duda de que, en el mundo real, no existen diferencias en la tasa media de
ganancia (más allá de las derivadas de accidentes circunstanciales que tienden a
cancelarse entre sí) entre las distintas ramas de la industria, y no podrían existir tales
diferencias sin abolir todo el sistema productivo capitalista. La teoría del valor, pues,
parecería ser incompatible con el movimiento real y con el fenómeno real de la
producción, de modo que deberíamos abandonar toda esperanza de entender estos
fenómenos (C3, 8, 254).
Otra forma de expresar esta misma idea es que la suma de los precios
de producción es igual a la suma de los valores:
La suma de los precios de producción de todas las mercancías fabricadas en la sociedad
en su conjunto —considerando todas las ramas de producción— es igual a la suma de sus
valores (C3, 9, 259).
La solución que planteó Marx a la compatibilidad entre la ley del valor y los
precios de producción no les resultó convincente a muchos economistas: una
crítica muy conocida al respecto es la del austriaco Eugen Böhm-Bawerk
([1896] 1949), para quien existía una flagrante contradicción entre el
volumen I de El capital —donde Marx postulaba que las mercancías se
intercambiaban a sus valores— y el volumen III de El capital —donde Marx
postulaba que las mercancías se intercambiaban a sus precios de producción.
No era posible que las mercancías se intercambiaran a la vez por valores y
por precios de producción, de modo que la contradicción entre ambos
volúmenes resultaba insalvable (Böhm-Bawerk [1896] 1949, 30). De hecho,
Böhm-Bawerk deslizaba la idea de que Marx estuvo retrasando la
publicación del volumen III de El capital (el cual terminó siendo publicado
póstumamente y en extremis por Engels en 1894, esto es, sólo un año antes
de la muerte de Engels) porque no encontraba forma de superar esa
contradicción. Lo cierto, sin embargo, es que Marx completó el borrador del
volumen III de El capital antes de que apareciera la primera edición del
volumen I: concretamente, casi todo el volumen III, tal como fue publicado
en 1894 por Engels con muy escasos cambios, ya estaba elaborado en lo que
hoy se conoce como Los manuscritos económicos de 1864-1865 (Moseley
2015). Pero entonces, ¿qué sentido tiene que en el volumen I se presuponga
que las mercancías se intercambian a sus valores y en el volumen III que se
intercambian a sus precios de producción? Pues porque, como ya hemos
explicado, el volumen I se abstrae de la competencia entre capitales para
exponernos nítidamente la relación vis a vis entre capital y trabajo, de la cual
aparece la plusvalía como una masa de valor pura e independiente de sus
distintas formas particulares o fragmentarias (beneficio, interés o renta): es
más, como ya hemos expuesto, Marx pensaba que este estudio separado de
la plusvalía (volumen I) y de sus formas fragmentarias (volumen III) era una
de sus grandes aportaciones de su obra ([1867] 1987, 407). Por último,
tampoco existe ninguna evidencia epistolar, de entre las muchas cartas que
se remitían Marx y Engels, donde Marx exprese estar preocupado por
ninguna contradicción dentro de su obra o de estar trabajando en resolver el
enrevesado problema de transformar valores en precios. Por todo ello, es
dudoso que Marx considerara que había algún tipo de contradicción en sus
planteamientos: los distintos volúmenes de El capital fueron elaborados en
paralelo, la transformación de valores en precios de producción a través de la
igualación competitiva de las tasas de los distintos capitales ya formaba
parte de su obra desde el comienzo y el propio Marx celebraba este análisis
como uno de los puntos clave de su libro (lo cual no implica que no pueda
haber un problema o una contradicción en la transformación de valores en
precios, pero desde luego no es algo que mantuviese paralizada la redacción
de El capital y por lo que Marx se preocupara).
Aparte de la réplica de Böhm-Bawerk, probablemente la otra crítica
más conocida contra el procedimiento empleado por Marx para transformar
los valores de las mercancías en precios de producción sea la del economista
Ladislaus von Bortkiewicz ([1907] 1949). Para Bortkiewicz, Marx se
equivocó en su esquema de transformación de valores en precios de
producción (recogido en la Tabla 5.6) porque sólo transformó en precios de
producción los valores de las mercancías finales, pero no los valores de las
mercancías que actuaban como medios de producción y que también son
vendidas como capitales por los capitalistas que las han fabricado. Por
ejemplo, el panadero necesita comprarle harina a otro capitalista para
hornear el pan y Marx únicamente transforma en precios de producción el
valor del pan, pero no el de la harina, de modo que su solución no puede ser
correcta (el vendedor de harina también compite con el resto de los
capitalistas por apropiarse de parte de la masa de plusvalía agregada). Es
decir, Marx transformó en precios de producción los valores de los outputs
pero no de los inputs.
Bortkiewicz trató de ilustrar la contradicción en la que había incurrido
Marx combinando el esquema de reproducción simple del capital (que
estudiamos en el epígrafe 4.3) con la transformación de valores en precios de
producción (que hemos estudiado en el epígrafe 5.1). Imaginemos que una
economía se halla dividida en tres departamentos: el departamento I se
dedica a producir el capital constante de los departamentos I, II y III; el
departamento II se encarga de producir los medios de subsistencia de los
trabajadores de los departamentos I, II y III; y el departamento III se encarga
de producir los bienes de lujo que compran los capitalistas de los
departamentos I, II y III. La composición orgánica del capital de cada
departamento se hallaría representada en la Tabla 5.7 (nótese que la tasa de
explotación en todos los departamentos es del 66,6 %):
Tabla 5.7
C V BENEFICIO PRECIO
DE PRODUCCIÓN
C V BENEFICIO PRECIO
DE PRODUCCIÓN
I 288 96 96 480
III 64 96 40 200
C V BENEFICIO PRECIO
DE PRODUCCIÓN
I 252 84 84 420
II 112 112 56 280
III 56 84 35 175
C V BENEFICIO PRECIO DE
PRODUCCIÓN
Valort+1 = Ppt * A + l
Ppt+1 = Ppt * A + l + gt
Tabla 5.18
Tabla 5.19
PB = C + V + S
RB = PIB = PB – C = V + S
S = TP
si ≠ tpi
S = TP = INP + M + I + R
A la suma del beneficio industrial, del beneficio comercial y de los
intereses lo denominaremos beneficio bruto o beneficio ordinario (P),
mientras que a la suma del beneficio industrial y del beneficio comercial lo
denominaremos beneficio empresarial (EP) (C3, 23, 495-496), de manera
que:
P = INP + M + I = EP + I
TP – P = R
PIB = W + INP + M + I + R
Para Marx, era en los salarios relativos donde realmente se dejaba sentir
la dinámica del sistema capitalista:
Ni los salarios nominales (es decir, la suma de dinero por la que el trabajador se vende a
sí mismo al capitalista) ni los salarios reales (es decir, la suma de mercancías que puede
comprar con ese dinero) agotan las relaciones contenidas en los salarios. Los salarios
están sobre todo caracterizados según su relación con las ganancias, con los beneficios:
son salarios relativos. Los salarios reales expresan el precio del trabajo [de la fuerza de
trabajo] en relación con el resto de las mercancías; los salarios relativos, por otro lado,
expresan la participación del trabajo directo en el nuevo valor que ha creado en relación
con la participación del trabajo acumulado, del capital» (Marx [1849] 1977, 218) [La
parte en cursiva fue modificada por Engels en la edición de 1891, pero creemos que
expresa más fielmente el significado que pretendía trasladar Marx].
En primer lugar, ¿por qué considera Marx que existen rentas monopolísticas
sobre la tierra? Si el sistema capitalista ha tomado el control de la tierra
como un medio de producción más, entonces prevalecerá la propiedad
privada sobre la tierra y se la orientará hacia la búsqueda del máximo
beneficio (C3, 37, 751). Por un lado, la propiedad privada sobre la tierra
presupone el monopolio sobre ciertas porciones del planeta: algunas
personas —los propietarios de la tierra— pueden ejercer su plena voluntad
sobre su dominio excluyendo a todas las demás (C3, 37, 752) y merced a
ello pueden cobrar una renta monopolística a quien desee utilizar su tierra
(algo que puede suceder tanto dentro como fuera del sistema capitalista [C3,
47, 925-950]); por otro lado, que esa propiedad se establezca dentro del
modo de producción capitalista implica que los propietarios de la tierra la
tratarán como un capital, esto es, como una mercancía que debe someterse a
un circuito de revalorización continuado mediante la explotación de los
trabajadores (C3, 37, 753).
Así, por ejemplo, si nos referimos al sector agrario (aunque podríamos
aplicarlo también al suelo urbano, a la minería, a los caladeros de pesca, a
los bosques…), nos encontraremos con tres tipos de agentes: primero el
terrateniente, que será el dueño de la tierra y quien se la alquila al agricultor-
capitalista a cambio de una renta; segundo, el agricultor-capitalista (o, más
en general, quien desempeñe en el agro las funciones del capitalista
industrial), que será quien contrate a trabajadores para que cultiven el campo
comprándoles su fuerza de trabajo a cambio de un salario; y finalmente los
trabajadores, que serán los explotados y a quienes se les extraiga la
plusvalía. Por tanto, el agricultor-capitalista se apropia de la plusvalía que
extrae a los trabajadores y, posteriormente, comparte parte de esa plusvalía
con el terrateniente a través del pago de una renta periódica por el uso del
suelo (C3, 37, 755-756). Esa renta por el uso del suelo no se abona en
función del capital que se haya invertido en transformar la tierra, sino por el
mero derecho a utilizar la tierra toda vez que el acceso a la misma se ve
restringido por el establecimiento de la propiedad privada (C3, 37, 756); si
un terrateniente ha invertido capital fijo para efectuar mejoras permanentes
sobre su tierra y, gracias a las mismas, es capaz de cobrar una renta más
elevada a sus arrendatarios, ese exceso de renta tomará, en realidad, la forma
de intereses (C3, 37, 757), otro tipo de ingreso de los capitalistas que
estudiaremos más adelante.
En este sentido, si la propiedad privada sobre un recurso natural
exclusivo permite a unos capitalistas producir mercancías exclusivas o
mercancías a unos precios de coste estructuralmente más bajos que el resto
de los capitalistas que fabrican esa misma mercancía, esos capitalistas
lograrán una plusganancia de la que se podrá apropiar el terrateniente como
dueño de ese recurso natural exclusivo y ventajoso para el capitalista (C3,
38, 785). No es que la tierra sea productiva en sí misma y que, por tanto, la
tierra genere valor: el valor —definido como tiempo de trabajo socialmente
necesario— sigue siendo generado en exclusiva por los trabajadores, pero el
acceso a determinadas parcelas de tierra permite que esos trabajadores
produzcan ciertas mercancías que alternativamente no podrían producir o
que al menos su productividad se incremente con respecto a la de otros
trabajadores que carecen de acceso a esas tierras y, por tanto, las produzcan a
un precio de coste más bajo (C3, 48.2, 955-956), de modo que la renta de la
tierra es en el fondo el privilegio del terrateniente a extraerle parte de su
tiempo de trabajo al trabajador merced a que el terrateniente monopoliza el
acceso a la tierra; al igual que los ingresos del capital proceden en el fondo
del privilegio del capitalista a extraerle parte de su tiempo de trabajo al
trabajador merced a que el capitalista monopoliza el control de los medios de
producción (C3, 48.3, 963-964). Ilustremos numéricamente las dos formas
generales en que puede emerger la renta de la tierra.
Por un lado, supongamos que, para producir trigo, es necesario
cultivarlo en una parcela de tierra y que, a su vez, todas las parcelas de tierra
son propiedad privada de algún terrateniente. Supongamos, adicionalmente,
que la producción de una tonelada de trigo requiere de la inversión de 4
onzas de oro a modo de capital constante y de 6 onzas de oro a modo de
capital variable, que la tasa de plusvalía es del 100 % y que la tasa general
de ganancia en el conjunto de la economía es del 15 %. En ese caso, el valor
de una tonelada de trigo sería igual a 16 onzas pero su precio de producción
sería igual a 11,5 onzas: si los capitalistas trataran de vender las toneladas de
trigo a 16 onzas en lugar de a 11,5, otros capitalistas invertirían su capital en
la agricultura para aumentar la producción de trigo, haciendo descender su
precio de producción hasta 11,5. Ahora bien, supongamos que los
capitalistas sólo tienen derecho a invertir en la producción de trigo si les
pagan a los terratenientes una renta de 4,5 onzas por tonelada: en tal caso, el
precio de mercado del trigo no descendería de las 16 onzas (puesto que
venderlo por debajo de 16, pagando una renta de 4,5 onzas a los
terratenientes, supondría que los capitalistas obtendrían una tasa de ganancia
inferior al 15 %, de modo que optarían por invertir en otras partes de la
economía). La tasa de ganancia por tonelada de trigo será del 60 % sobre el
capital invertido en lugar de sólo el 15 %: pero esa plusganancia —esa
diferencia entre el precio de 16 onzas por tonelada y el precio de producción
de 11,5 onzas por tonelada que se correspondería con un mercado del trigo
verdaderamente competitivo— no irá a parar a manos de los capitalistas,
sino que será absorbida por los terratenientes en forma de renta absoluta del
suelo, y vendrá determinada por el sobreprecio al que puede venderse una
mercancía que sólo puede producirse merced al acceso exclusivo a un
recurso natural.
Por otro, supongamos que la inmensa mayoría de las fábricas de un país
obtienen energía a través de máquinas de vapor a modo de capital constante
fijo: esas fábricas manufacturan una mercancía a un precio de coste de 100
onzas de oro que se vende a un precio de producción de 115 onzas de oro
(logrando, por tanto, una tasa general de ganancia del 15 %). Al mismo
tiempo, una minoría de fábricas obtiene la energía a partir de saltos de agua
naturales, lo que les permite evitar invertir en máquinas de vapor y rebajar su
precio de coste hasta 90 onzas de oro, pero como sus mercancías se siguen
vendiendo al precio de producción medio de 115 onzas, esa minoría de
fábricas cosechará unos beneficios de 25 onzas de oro y una tasa de ganancia
del 27,7 % (C3, 38, 780). El precio de producción al que deberían vender su
mercancía las fábricas que utilizan saltos de agua debería ser de 103,5 (para
obtener una tasa de ganancia del 15 %), pero como la venden a 115 onzas (el
precio de producción que prevalece en el mercado), cosecharán unas
ganancias totales de 25 onzas: de ellas, 13,5 onzas serán beneficios
ordinarios (esas 13,5 onzas les proporcionan una tasa general de ganancia
del 15 % sobre su precio de coste de 90), mientras que el resto, 11,5 onzas,
se corresponderán con la plusganancia (esas 11,5 onzas son iguales a las 10
onzas del menor precio de coste más el 15 % de tasa general de ganancia
aplicado sobre esas 10 onzas) (C3, 38, 781). Esa plusganancia no irá a parar
a manos de los capitalistas, sino que será absorbida por los terratenientes en
forma de renta diferencial del suelo, y vendrá determinada por la ganancia
de productividad que proporciona el acceso exclusivo a un recurso natural.
Aunque hemos caracterizado la renta del suelo, absoluta o diferencial,
como un pago periódico que los capitalistas efectúan en favor de los
terratenientes, éstos también podrían optar no por alquilarles el recurso
natural exclusivo a los capitalistas, sino por vendérselo. En tal caso, el precio
al que podrían venderlo sería igual al valor capitalizado de las plusganancias,
es decir, de las rentas del suelo. Más en concreto, el precio de venta de la
tierra (lp) será igual a la renta del suelo (gr) que se espera que vaya a
cobrarse cada año (t) dividido por el tipo de interés (i):
Tabla 5.23
Pasemos ahora a analizar el surgimiento de la renta del suelo en el caso
de la agricultura intensiva, lo que Marx denomina renta diferencial II. En
este caso, los capitalistas invierten cantidades adicionales de capital dentro
de una misma parcela con idéntica superficie. Por ejemplo, supongamos que
un capitalista invierte sucesivamente 2,5 onzas en la tierra D y que los
rendimientos del capital son decrecientes. Como antes, la tasa general de
ganancia es del 20 % (Tabla 5.24).
Con la primera inversión de 2,5 onzas, la tierra D produce 4 toneladas
de trigo: si todo terminara aquí, el precio de producción de una tonelada de
trigo sería de 0,75 onzas (y el precio total por las 4 toneladas sería de 3
onzas). Sin embargo, si con 4 toneladas de trigo no se satisface la demanda
del mercado, el capitalista optará por invertir otras 2,5 onzas adicionales en
la misma superficie de la tierra D, con las que producirá 3 toneladas
adicionales de trigo: hasta ese punto, el precio de producción individual del
nuevo trigo será de 1 onza por tonelada, y sería este precio el que marcaría el
precio de equilibrio de las 7 toneladas producidas (de modo que todas ellas
se venderían por 7 onzas de oro). Pero, de nuevo, si esas 7 toneladas no
bastan para satisfacer la demanda, el capitalista invertirá otras 2,5 onzas de
oro que, en este caso, contribuirán a crear 2 toneladas de trigo a un precio de
producción de 1,5 onzas. Y, por último, si la demanda tampoco queda
satisfecha así, el capitalista invertirá otras 2,5 onzas para fabricar una
tonelada de trigo a un precio de 3 onzas de oro. Si en ese momento se sacia
la demanda de mercado, será ese precio —3 onzas de oro por tonelada de
trigo— el que marcará el precio de equilibrio de las 10 toneladas (C3, 40,
816). Dado que las 10 toneladas de trigo se venderán a cambio de 30 onzas y
el capitalista sólo habría invertido 10 onzas en producirlas, los beneficios
agregados serán de 20 onzas, de los cuales 2 onzas se corresponderán con el
beneficio ordinario (20 %) sobre el capital invertido de 10 onzas y las otras
18 onzas restantes serían la renta del suelo correspondiente a la parcela D. Se
trata, por tanto, de un resultado idéntico al que obtuvimos cuando
consideramos que el capital se invertía simultáneamente en diferentes tierras
de distinta productividad (Tabla 5.19).
Tabla 5.24
En este sentido, la combinación de la agricultura extensiva y de la
agricultura intensiva puede arrojar diversos resultados según las inversiones
adicionales de capital en las diferentes parcelas de tierra muestren una
productividad constante, creciente o decreciente y según esas inversiones, al
interactuar con la demanda de mercado, provoquen un incremento, un
mantenimiento o una reducción del precio de producción del trigo.
Empecemos analizando el caso en que las inversiones adicionales de
capital dentro de una misma parcela de tierra que exhiben una productividad
marginal constante: en cada celda podemos encontrar la producción de trigo
vinculada a cada ronda de inversión de capital y el precio de producción
individual de esa producción específica. Podemos representarlo con la Tabla
5.25.
Como sabemos, el precio de producción de una tonelada de trigo vendrá
marcado por el más elevado de todos los precios de producción individuales
de una tonelada de trigo necesarios para satisfacer la demanda agregada del
mercado. De ahí que una productividad marginal constante del capital sea
compatible con que el precio de producción del mercado suba, baje o se
mantenga constante ante cambios de la demanda o de los flujos de inversión:
Tabla 5.25
• Precio constante: Imaginemos que inicialmente se invierten 2,5
onzas de capital en cada una de las tierras —A, B, C y D— para
obtener 10 toneladas de trigo. En ese caso, el precio de producción será
de 3 onzas (pues vendrá marcado por la productividad marginal en la
tierra A). Si se efectúa una nueva ronda de inversiones de 2,5 onzas en
cada una de las cuatro tierras, se duplicará exactamente la producción
de trigo (hasta 20 toneladas) y el precio de producción se mantendrá
igual a 3 onzas (pues seguirá siendo la tierra A la que marque el precio
en el conjunto del mercado). El resultado en este caso será que la renta
del suelo (tanto monetaria como en especie), así como la renta por
hectárea, aumentarán en todas las tierras (salvo en la parcela A, donde
se seguirá sin generar ninguna renta) pero la tasa de ganancia del capital
y la tasa de la renta se mantendrán constantes, puesto que el diferencial
de productividad entre las parcelas no varía (C3, 41, 824-825).
• Precio decreciente: Imaginemos que inicialmente se invierten 2,5
onzas de capital en cada una de las tierras —A, B, C y D— para
obtener 10 toneladas de trigo. En ese caso, el precio de producción será
de 3 onzas (pues vendrá marcado por la productividad marginal en la
tierra A). Supongamos que, manteniéndose la demanda de trigo
constante en 10 toneladas, el capitalista de la tierra C efectúa una nueva
inversión de 2,5 onzas en su parcela: en tal caso, la producción de las
tierras A y B dejaría de ser necesaria y estas parcelas quedarían
desplazadas del mercado. El precio de producción vendría ahora
marcado por la productividad marginal en la parcela C, esto es, sería de
1 onza. Este mismo efecto sobre los precios podría igualmente
alcanzarse si, por ejemplo, la demanda de trigo se redujera de 10 a 7
toneladas y, por tanto, la tierra C pasara a ser la tierra marginal que
determina el precio de producción (expulsando a las tierras A y B). El
resultado en ambos casos sería que la reducción de la superficie
cultivable y la desaparición de parte de las rentas del suelo en especie
(en nuestro ejemplo, las parcelas B y C dejarían de recibir renta y la
renta en especie de la parcela A menguaría de 3 a 1 tonelada). Ahora
bien, lo anterior no implica necesariamente que la renta en especie total
deba descender, puesto que ello dependerá de cómo evolucione la
producción total en las tierras que siguen generando renta (por ejemplo,
si la demanda de trigo pasara de 10 toneladas a 49 toneladas, y toda esa
oferta fuera provista exclusivamente por las tierras C y D, el agregado
de la renta del suelo en especie pasaría de 6 toneladas a 7 toneladas).
Asimismo, y precisamente porque la renta en especie agregada puede
aumentar, también cabe la posibilidad de que la renta monetaria se
mantenga constante o incluso aumente a pesar del descenso del precio
de producción (si el precio de producción cae proporcionalmente menos
de lo que aumenta la renta en especie agregada). Igualmente, y debido a
lo anterior, la renta por hectárea puede mantenerse, subir o bajar. Lo
que en todo caso sí sucederá necesariamente es que la tasa de ganancia
y la tasa de renta caerán, dado que se necesitará invertir mucho más
capital que antes para lograr una misma renta monetaria (C3, 42.1, 832-
839).
• Precio creciente: Cuando la productividad marginal del capital es
constante, existen dos vías por las que el precio de producción puede
incrementarse. Por un lado, que la tierra marginal experimente un
retroceso en su productividad; por otro, que aparezcan nuevas tierras
submarginales que haya que cultivar. Por ejemplo, imaginemos que se
invierten 10 onzas de oro en la tierra D (produciendo 16 toneladas de
trigo), 10 onzas de oro en la tierra C (produciendo 12 toneladas de
trigo) y 10 onzas en la tierra B (produciendo 8 toneladas de trigo). En
tal caso, la producción agregada sería de 36 toneladas de trigo y el
precio de producción de una tonelada de trigo sería de 2 onzas
(determinado por la tierra B). Supongamos que la tierra B experimenta
un deterioro en su calidad —verbigracia, por culpa de la
sobreexplotación— y que su productividad se reduce a la mitad (de
manera que produce 1 tonelada de trigo a un precio de 3 onzas): en ese
caso, el precio de producción pasaría a ser de 3 onzas.
Alternativamente, supongamos que la calidad de la tierra B no se
deteriora pero que la demanda del conjunto del mercado ha aumentado
tanto que, para satisfacerla, es necesario cultivar la tierra A: en ese
caso, el precio de producción también pasaría a ser de 3 onzas. Los
efectos de una productividad marginal constante y precios crecientes
serán el aumento absoluto en la renta del suelo (tanto monetaria como
en especie) y el aumento absoluto en la renta por hectárea conforme se
incremente la inversión; asimismo, habrá una subida de una vez
(vinculado al aumento del precio) en la tasa de ganancia y en la tasa de
la renta (pero éstas no seguirán subiendo después del incremento del
precio, dado que los diferenciales de productividad en las tierras se
mantendrán constantes).
D – D – M … P … M´ – D´ – D´´
donde D´´ = D´ – ep = D + i
Es decir, el prestamista presta su capital dinerario al capitalista
empresarial (D – D) y éste lo emplea para comprar medios de producción (D
– M … P) que una vez transformados en mercancías (P … M´) son
realizados en forma de capital dinerario (M´ – D´), el cual es utilizado por el
capitalista empresarial para amortizar su deuda (intereses incluidos) con el
prestamista (D´ – D´´). Por tanto, el capital dinerario regresa a manos del
prestamista con un interés (D … D´´) y el capitalista empresarial únicamente
retiene el beneficio empresarial (ep).
En puridad, hay que aclarar que Marx también considera capital
prestable al capital mercantil que es prestado por el prestamista, como si
fuera una suma dineraria, para que otro individuo lo emplee dentro del
circuito del capital industrial: «Si una mercancía se presta como capital,
únicamente estamos ante la forma disfrazada de una suma de dinero. Porque
lo que se presta como capital no es una determinada cantidad de algodón,
sino más bien una suma de dinero que existe en la forma de algodón como
valor del algodón» (C3, 21, 476). De ser así, el circuito del capital prestable
también podría adoptar la forma de:
M(D) – M … P … – M´ – D´ – D´´
El interés no sólo actúa como precio del capital prestable sino que,
como ya hemos visto con la capitalización de las rentas de la tierra, también
se utiliza como factor de descuento para calcular el valor presente de
cualquier tipo de flujo de ingresos. Y, en el caso que nos ocupa, se empleará
para capitalizar los ingresos futuros esperados de un determinado capital
prestable: cuando un capitalista adquiere el bono o las acciones de una
empresa, está adquiriendo el derecho a recibir pagos futuros en su favor a
costa de esa empresa prestataria, y tales pagos futuros pueden capitalizarse al
tipo de interés de mercado, dando como resultado un valor capitalizado del
bono o de la acción. Por ejemplo, un capitalista que haya adquirido un bono
a perpetuidad que paga anualmente 100 onzas de oro, poseerá un activo
financiero con un valor de mercado de 2.000 onzas de oro si el tipo de
interés corriente es del 5 %.
Pues bien, Marx denominará «capital ficticio» a ese patrimonio que
meramente emerge de descontar los flujos de caja futuros esperados del
capital prestable de un capitalista: «La formación de capital ficticio se
denomina capitalización» (C3, 29, 597). Tales activos financieros «no
representan nada más que derechos acumulados, títulos legales, contra la
producción futura» (C3, 29, 599), de modo que no son capital real, sino
únicamente instrumentos para canalizar financiación desde el prestamista al
prestatario y que, dentro del capitalismo, han adquirido un precio que les da
la apariencia de un capital (C3, 29, 609). Pero ¿en qué sentido ese capital es
«ficticio»? La ficción de ese capital se debe a su mistificación, es decir, a
que nos oculta la realidad y nos la presenta como su opuesto. No se trata de
que, como ocurre en el fetichismo del capital, percibamos correctamente el
contenido social detrás del fetiche pero convirtiéndolo en una propiedad
natural del fetiche (el capital prestable, al movilizar trabajo, genera o
contribuye a generar valor), sino de que percibimos incorrectamente la
realidad, de un modo opuesto a cómo verdaderamente es.
Así, el valor capitalizado de un activo financiero (el capital ficticio)
parece constituir una riqueza independiente y contrapuesta a la de aquel
capital real sobre el que ese activo financiero otorga, directa o
indirectamente, un derecho. Esta mistificación de que los activos financieros
constituyen un capital independiente al capital productivo nos oculta la
realidad en dos sentidos: por un lado, parece como si la riqueza efectiva de
una economía se duplicara y, por otro, parece como si el valor del capital
financiero —de esa riqueza duplicada— no guardara relación alguna con la
explotación del trabajador (C3, 29, 597-598).
Por ejemplo, supongamos que una empresa, que ha dividido su capital
social en 500 acciones, logra unos beneficios anuales de 1.000 onzas de oro
que se espera que se mantengan constantes en el muy largo plazo; a su vez,
supongamos que los tipos de interés se ubican en el 10 %. En ese caso, el
precio capitalizado de la compañía será de 10.000 onzas y el precio de cada
una de las 500 acciones será de 20 onzas de oro; y si los tipos de interés
bajaran del 10 % al 5 %, el precio capitalizado de la compañía pasaría a ser
de 20.000 onzas de oro y, por tanto, el precio de cada acción se
incrementaría de 20 a 40 onzas. En tal caso, las dos ilusiones antedichas que
genera el capital ficticio harían su aparición. Así, en primer lugar, parece que
la riqueza se ha duplicado: por un lado, la riqueza está constituida por el
capital productivo de la empresa (sus medios de producción y su fuerza de
trabajo regularmente explotada); por otro, la riqueza está constituida
adicionalmente por el capital ficticio de las acciones de la empresa. «El
movimiento independiente del valor de estos títulos de propiedad […]
refuerza la ilusión de que constituyen capital real aparte del capital
[productivo] sobre el que otorguen derecho: se convierten en mercancías
cuyos precios tienen movimientos particulares y se determinan de manera
específica» (C3, 29, 598). Sin embargo, la «riqueza» de las acciones no es
más que un reflejo de la riqueza real contenida en su capital productivo (la
cual, en el fondo, no es más que un reflejo del tiempo de trabajo socialmente
necesario para fabricar ese capital productivo): es un error contabilizarla dos
veces en el conjunto de la sociedad. Y es un error de percepción que nos
oculta la realidad al tratar como capital real, al mismo nivel que el capital
productivo, lo que sólo es un capital ficticio. A su vez, en segundo lugar, la
riqueza ilusoria de las acciones parece que no guarde relación alguna con la
explotación del trabajador: las fluctuaciones del precio de mercado de las
acciones parecen ser independientes de la explotación del obrero, lo que
«confirma la idea de que el capital se valoriza automáticamente gracias a sus
propios poderes» (C3, 29, 597); cada vez más, pues, «las pérdidas y las
ganancias derivadas de la fluctuación del precio de estos títulos de propiedad
[…] van guardando más relación con el juego, el cual parece sustituir al
trabajo como la fuente original de la propiedad del capital» (C3, 29, 609). Ya
no es que el capital se apropie del potencial creador del trabajo, como ocurre
con el fetichismo, sino que el capital ficticio acaba negando que el valor
tenga alguna relación con el trabajo: el trabajador parece improductivo y el
capital parece productivo por sí solo (Ramas San Miguel 2018, 137-138).
Sin embargo, en realidad, si las acciones poseen valor de mercado es porque
proporcionan un dividendo (o una revalorización del capital) al inversor y
ese dividendo procede de las ganancias de la empresa y esa ganancia
procede de la explotación en agregado de la clase trabajadora. De ahí que en
ambos casos el capital ficticio nos oculte la realidad económica: la realidad
es que la riqueza social procede del trabajo humano y que los cambios en el
valor del capital ficticio sólo son formas de distribuir el tiempo de trabajo
impagado dentro de la clase capitalista; y por eso en este caso no estamos
ante una situación de fetichismo del capital sino de mistificación del capital.
En el extremo, el interés se convierte en el ingreso generado
autónomamente por el capital dinerario al igual que el beneficio empresarial
se convierte en el ingreso autónomamente generado por el capital
productivo, de modo que ambas pierden cualquier vinculación con la masa
de plusvalía (C3, 23, 502). Pero interés y beneficio empresarial son dos
subdivisiones del beneficio ordinario que, a su vez, proviene de la masa de
plusvalía. Precisamente por ello, la relación entre interés y beneficio
empresarial es una relación entre elementos mutuamente excluyentes y
antitéticos: si uno aumenta, el otro se reduce y viceversa. Y justamente por
ello, al no existir un tipo de interés de equilibrio, tampoco existirá un
beneficio empresarial de equilibrio (C3, 50, 1001-1002): la específica
división del beneficio ordinario en beneficios empresariales e intereses
dependerá de factores accidentales como el poder de negociación de las
partes o las dinámicas de la competencia.
Por ejemplo, en las sociedades precapitalistas, era habitual que el
interés cobrado por los usureros a los pequeños productores autónomos
absorbiera la totalidad de su beneficio ordinario, despojando por tanto a esos
pequeños productores —y también a grandes terratenientes manirrotos que
se sobreendeudaban— de su excedente productivo y, en última instancia, de
sus medios de producción (C3, 36, 729-730). Para Marx, la usura, como acto
de acumulación de riqueza con propósitos distintos al de consumirla es un
factor fundamental en el surgimiento del sistema capitalista, dado que
permitió la formación de riqueza monetaria independiente de la propiedad de
la tierra (C3, 36, 732-733). Pero la usura termina dando paso al capital
prestable cuando se desarrolla el sistema financiero, puesto que el desarrollo
del sistema financiero —que generalmente se produce bajo el auspicio de
una nueva clase de capitalistas empresariales que querían endeudarse sin ser
asfixiados financieramente— rompe el monopolio de la usura y consigue
rebajar los tipos de interés (C3, 36, 735-738). En ninguno de estos casos
existía una relación objetiva de equilibrio que determinara un tipo de interés
natural.
5.7. El beneficio comercial
Pp = k + inp + m
P´ = (S – e)/(C + V)
Sin embargo, existe una segunda posibilidad sobre cómo podrían
terminar absorbiéndose socialmente esos gastos operativos por parte del
capital comercial: en lugar de reducir la plusvalía agregada, esos gastos
pueden simplemente ser repercutidos en mayores precios de producción
finales. Ésta es, de hecho, la alternativa que expone Marx en el tercer
volumen de El capital (C3, 17, 405-406) y también en Teorías sobre la
plusvalía: «[Todos estos costes] entran como un recargo que el comerciante
añade al precio de la mercancía, o en el exceso del precio de venta sobre el
precio de compra» (Marx [1862-1863] 1991, 158). Retomando nuevamente
el ejemplo anterior: si las 50 onzas en gastos operativos no reducen el
beneficio agregado, éste se mantendrá en 180 sobre un capital total de 1.050
onzas (900 onzas de capital industrial y 150 onzas de capital comercial), con
lo que la tasa general de ganancia se reducirá desde el 18 % al 17,14 %. Los
capitalistas industriales les venden sus mercancías a 1.054,28 onzas a los
capitalistas comerciales (embolsándose una tasa de ganancia del 17,14 %) y
los capitalistas comerciales venden esas mercancías a los compradores
finales por 1.130 onzas: de este modo, logran unos beneficios de explotación
de 75,71 onzas, de los que se deducirían los gastos salariales de 50 onzas y
se llegaría a un beneficio neto de 25,71 onzas (que, sobre un capital
comercial de 150 onzas, arrojaría una tasa de ganancia del 17,14 %). Es
decir, en esta solución no se reducen los beneficios agregados de la clase
capitalista por los gastos operativos de los capitalistas comerciales, sino que
se incrementan los precios de producción finales para garantizar la
recuperación de esos gastos operativos.
Pp = k + inp + m + e
P´ = S/(C + V)
5.10. Conclusión
Del mismo modo que Marx no llegó a desarrollar una teoría sistemática
sobre las clases sociales, tampoco articuló una teoría sistemática sobre las
crisis económicas dentro del capitalismo. De hecho, existe una importante
ambigüedad dentro de su obra que todavía hoy enfrenta a los marxólogos: no
queda claro si Marx sostenía que la tasa general de ganancia dentro del
capitalismo debía necesariamente descender de manera continuada en el
muy largo plazo o si, por el contrario, pensaba que la tasa general de
ganancia sólo descendía de manera cíclica pero sin ninguna tendencia clara a
la baja.
La diferencia entre ambos casos no es menor: si la tasa general de
ganancia está condenada a descender inexorablemente en el muy largo plazo,
entonces el capitalismo por necesidad colapsará como consecuencia de ese
fenómeno; en cambio, si no hay ninguna tendencia inexorable a que
descienda la tasa general de ganancia en el muy largo plazo, si ésta sólo
oscila a la baja de manera transitoria, únicamente tendremos crisis cíclicas y
transitorias dentro del capitalismo, por lo que la superación de este modo de
producción deberá venir impulsada por otros fenómenos. Como decimos, los
propios pensadores marxistas difieren aún hoy sobre si Marx pronosticó el
colapso del capitalismo como consecuencia de su ley de la reducción
tendencial de la tasa de ganancia o si, en cambio, sólo expuso la existencia
de crisis cíclicas y temporales como resultado de este fenómeno (Mandel
1981, 78-79). Algunos marxólogos tan relevantes como Michael Heinrich
(2013) llegan al extremo de afirmar que Marx carecía de una teoría completa
de las crisis: «En la obra de Marx, no hallamos ninguna presentación
definitiva de su teoría de las crisis económicas».
En este capítulo, vamos a interpretar la teoría de las crisis económicas
de Marx desde la perspectiva más amplia posible, esto es, desde la
perspectiva de que planteó la existencia de dos tipos de crisis dentro del
capitalismo: por un lado, las crisis cíclicas, con una duración aproximada de
diez años (C3, 31.1, 633), las cuales interrumpen pero no obstaculizan
definitivamente el proceso de acumulación de capital; por otro, la crisis
sistémica a muy largo plazo del propio modo de producción capitalista que
terminará impidiendo toda nueva acumulación de capital y lo llevará al
colapso. El primer tipo de crisis, que meramente requeriría de reducciones
transitorias de la tasa general de ganancia, serían crisis que se originan por
las contradicciones internas de un capitalismo vivo y en funcionamiento:
crisis que se resolverían dentro de la lógica del capitalismo y que incluso
pueden contribuir a revigorizarlo. El segundo tipo de crisis, que dependería
de que la tasa general de ganancia decrezca progresivamente a largo plazo,
sería una crisis que se origina por agotamiento del modelo de crecimiento de
un capitalismo muerto y paralizado: una crisis que sólo se resolvería
poniendo fin al capitalismo y reemplazándolo por otro modo de producción
(el comunismo).
Dado que, como ya hemos dicho, no hay consenso en que Marx
sostuviera que la tasa general de ganancia necesariamente disminuirá en el
largo plazo, las siguientes páginas sólo presentan una posible interpretación
de Marx. Por consiguiente, quienes rechacen, por ejemplo, la idea de que la
tasa general de ganancia necesariamente decrece a largo plazo dentro del
capitalismo, también rechazarán, en consecuencia, la lectura de Marx que se
edifica sobre la validez de esa hipótesis. Sin embargo, la descripción que
efectuaremos sobre la naturaleza de las crisis cíclicas dentro del capitalismo
es independiente de que aceptemos la llamada teoría del colapso según la
cual el capitalismo está condenado a desaparecer por el inexorable descenso
de la tasa general de ganancia.34
En este sentido, comenzaremos resumiendo lo que Marx denominaba
«ley de la reducción tendencial de la tasa de ganancia» para posteriormente
exponer cómo esa ley puede compatibilizarse tanto con una crisis por
colapso del sistema capitalista cuanto con una recurrencia de crisis cíclicas
(y con ambas a la vez).
Estos tres primeros motivos para seguir acumulando capital aun cuando
descienda la tasa general de ganancia conducen a una misma conclusión: la
reducción de la tasa general de ganancia irá de la mano de la centralización
del capital (C3, 15.1, 349). El capital se centraliza cuando los grandes
capitalistas más productivos fagocitan a los pequeños capitalistas menos
productivos: esta centralización permitirá una mayor coordinación entre
capitales (minimizando la feroz competencia entre ellos que haga descender
descontroladamente la tasa general de ganancia), aumentará temporalmente
la rentabilidad del capital invertido (ya sea porque los capitalistas
supervivientes habrán adquirido con descuento los medios de producción de
los capitalistas quebrados o ya sea porque la mayor centralización
engendrará, vía subsunción real, una productividad transitoriamente superior
a la del resto de los capitalistas) y, por último, acrecentará la masa de
ganancia por capitalista (una misma masa de ganancia agregada dividida
entre un menor número de capitalistas). Además, esa mayor centralización
también aumentará la escala mínima de producción, expulsando del mercado
a aquellos pequeños capitalistas incapaz de invertir lo suficiente como para
alcanzar el capital social mínimamente necesario para competir con los
grandes capitalistas (C3, 15.1, 354). En suma, el descenso de la tasa general
de ganancia alimenta la centralización del capital y la centralización del
capital mantiene los incentivos a seguir acumulando capital y, por tanto, a
que se siga reduciendo la tasa general de ganancia aunque de manera menos
agresiva. El propio Marx señala que «a pesar de la caída de la tasa de
ganancia, se incrementan los incentivos y las capacidades para acumular
capital» (C3, 15.4, 375). Y es que, a mayor concentración y centralización
de capital, mayores son los medios de producción disponibles por cada
capitalista para acumular con ellos nuevo capital; a su vez, a menor tasa de
ganancia, mayor cantidad de nuevo capital es necesario acumular para
mantener o incrementar la masa de ganancia. Es decir, aunque la tasa general
de ganancia caiga, la centralización del capital reanuda la acumulación.
Existe, con todo, un cuarto motivo que puede explicar por qué los
capitalistas, aun cuando no mediara centralización del capital, siguen
invirtiendo a pesar de que, en teoría, esa acumulación de capital conduce a
un incremento de la composición orgánica y, por tanto, a un descenso de la
tasa general de ganancia: porque existen otras fuerzas que, en paralelo a la
ley de la reducción tendencial de la tasa general de ganancia, contrarrestan la
erosión de la rentabilidad de los capitales. En particular, Marx detecta seis
tendencias contrarrestantes de la caída de la tasa general de ganancia:
Figura 6.1
No obstante, Marx sí considera que, como todas las fuerzas
contrarrestantes de la caída de la tasa general de ganancia sólo actúan
«dentro de ciertos límites», en la práctica «es más bien la tendencia opuesta,
la tendencia hacia la caída de la ganancia […] la que debe predominar, algo
que también confirma la experiencia» (Marx [1862-1863] 1991, 110). Es
decir, que la tendencia a decrecer de la tasa general de ganancia acabará
imponiéndose, lo cual no impedirá, por lo ya expuesto, que el capital siga
acumulándose (al menos hasta que colapse el capitalismo).
Ahora bien, que el capital pueda seguir acumulándose a largo plazo a
pesar del descenso tendencial de la tasa general de ganancia no significa que
esta acumulación tenga lugar sin convulsiones: la tendencia a que la tasa de
ganancia se reduzca exacerbará las contradicciones internas del capitalismo,
lo que llevará a suspensiones temporales de la actividad. Esquemáticamente,
podríamos representar la acumulación de nuevo capital como un proceso
progresivo de concentración de capital que periódicamente requiere que las
contratendencias actúen sobre la tasa general de ganancia (lo que
normalmente vendrá acompañado de crisis económicas transitorias) para
sanear el sistema y permitir reanudar la acumulación de capital (Grossman
[1929] 2021, 152-154).
Figura 6.2
Fuente: Grossman ([1929] 2021, 153). El eje X representa el paso del tiempo y el eje Y el monto de
capital acumulado.
Las crisis de demanda ocurren porque los capitalistas necesitan vender sus
mercancías como valores que se revalorizan (capitales) pero las mercancías
también son al mismo tiempo valores de uso, de modo que la utilidad que le
otorguen los potenciales compradores a la masa de mercancías ofertada
constituirá un límite exógeno a la circulación del capital:
Como producto ha de superar la barrera del volumen dado de consumo, o de la capacidad
de consumo. Como valor de uso particular, la cantidad [ofertada de una mercancía] es
hasta cierto punto irrelevante. Pero a partir de cierto nivel, esa mercancía deja de ser
necesaria para el consumo —puesto que sólo satisface unas necesidades muy específicas
y no cualesquiera otras— […]. Esta variable [la demanda agregada de la mercancía]
viene dada por la cualidad de la mercancía como valor de uso —por su específica
utilidad, usabilidad— y parcialmente por el numero de agentes que necesitan esa
mercancía para su consumo. El número de consumidores multiplicado por el tamaño de
la demanda [individual] de ese producto. El valor de uso no posee la propiedad de ser
ilimitado como sí lo es el valor. Algunos objetos pueden ser consumidos y son
demandados sólo hasta cierto punto […]. Como valor de uso, el producto tiene una
barrera en su interior —su demanda— y esa barrera no depende de la necesidad del
productor [de vender] sino de la demanda agregada de los compradores (Marx [1857-
1858] 1986, 332).
Así pues, la posibilidad (que no necesidad) de las crisis de demanda
reside «en la separación entre el acto de comprar y el acto de vender» (Marx
[1862-1863b] 1989, 138): y es que, bajo el capitalismo, «nadie puede vender
si otro no compra y nadie tiene por qué comprar por el mero hecho de que
haya vendido» (C1, 3.2, 208-209). Ahora bien, como decimos, que la
separación del acto de comprar y del acto de vender conviertan a las crisis de
demanda en una posibilidad dentro del capitalismo no equivale a que las
convierta en una necesidad: si nos limitáramos a decir que las crisis de
demanda ocurren por la insuficiente demanda agregada no tendríamos, en
realidad, una teoría sobre las crisis de demanda (Marx [1862-1863b] 1989,
145). Marx, de hecho, critica con dureza este tipo de explicaciones
tautológicas:
Decir que las crisis provienen de la falta de demanda efectiva, de la insuficiencia de
consumidores solventes, es una mera tautología […]. Que las mercancías no se vendan
sólo significa que no se han encontrado compradores con capacidad adquisitiva que
quieran pagar por ellas […]. Si quisiéramos darle a esta tautología una apariencia de
afirmación profunda, podríamos decir que la clase obrera recibe una porción demasiado
pequeña de su propia producción y que los problemas podrían solventarse si recibieran
una mayor parte, es decir, si los salarios subieran. Pero, en tal caso, nos bastaría con
señalar que las crisis suelen venir precedidas por un período en el que los salarios
aumentan y la clase obrera recibe una porción mayor de su propio producto para
destinarlo a su propio consumo. Desde el punto de vista de aquellos que formulan
propuestas tan cabales y «sencillas» (!) como la anterior, estos períodos previos a las
crisis en los que suben los salarios deberían evitar las crisis. Pero parece que el sistema
capitalista implica unas condiciones que, independientemente de las buenas o malas
intenciones de la gente, sólo permite que la prosperidad de la clase trabajadora sea
temporal y que esa prosperidad siempre acabe siendo el heraldo de las crisis (C2, 20.4,
486-487).
Por tanto, para que haya una crisis de demanda no sólo es necesario que
tenga lugar una separación entre el acto de compra y el de venta: es
necesario, además, que ambos actos —comprar y vender— se vuelvan
antagónicos y entren en conflicto (Marx [1862-1863b] 1989, 142). ¿De
dónde emerge ese antagonismo entre el acto de comprar y el acto de vender
dentro del capitalismo?
En el capitalismo, los productores directos (los trabajadores) no son
simultáneamente los compradores de la mayoría de las mercancías que ellos
producen: los trabajadores sólo compran algunos de los medios de
subsistencia que forman parte del capital mercantil agregado, mientras que
en paralelo los capitalistas deben adquirir todos los medios de producción,
todos los bienes de lujo y el resto de los medios de subsistencia. Ahora bien,
¿realmente trabajadores y capitalistas comprarán todas las mercancías que es
necesario comprar para que el capital mercantil se realice y se revalorice?
Por un lado, si los capitalistas expanden la producción de mercancías
con el objetivo de revalorizar su capital (es decir, si generan un plusproducto
que se realice como plusvalía), entonces oferta, ingresos y demanda seguirán
caminos divergentes: la oferta de mercancías crecerá, pero los ingresos y la
demanda de los trabajadores se reducirán en términos relativos (no
necesariamente en términos absolutos). Por tanto, la realización de un
porcentaje creciente del capital mercantil pasará a depender de la demanda
de inversión y del consumo de los capitalistas y, en el límite, sólo de la
inversión, puesto que, para poder mantener el ritmo de acumulación de
capital, el porcentaje de la plusvalía que deberá ahorrar y reinviertir la clase
capitalista tendrá que crecer conforme aumente la concentración de capital y
eso equivale a que su consumo relativo deberá reducirse (Grossman [1929]
2021, 139, 147-149). Pero el gasto en inversión de los capitalistas, del que
cada vez dependerá más la realización del capital mercantil agregado, se
contraerá episódicamente cuando la acumulación de capital reduzca (aunque
sea transitoriamente) la tasa general de ganancia: y en ese momento será
necesaria una «crisis» que, vía centralización de los capitales, purge el
sistema y permita reanudar la acumulación de nuevo capital. Por otro,
trabajadores y capitalistas en general sólo comprarán mercancías en la
medida en que los trabajadores produzcan suficiente plusvalía para los
capitalistas (es decir, si los capitalistas consiguen una tasa de ganancia lo
suficientemente alta): en caso contrario, se paralizará la inversión (gasto en
medios de producción), aumentará el desempleo, caerá el consumo (gasto en
medios de subsistencia) y, en suma, la reproducción, simple o ampliada, del
capital se frenará (Marx [1862-1863b] 1989, 147-149). Por consiguiente, la
revalorización continuada del capital es condición para la reproducción
continuada del capital: si la plusvalía es insuficiente para rentabilizar el
capital, no sólo es que los capitalistas reducirán el gasto en inversión, sino
que los trabajadores (quienes devendrán desempleados) también reducirán su
gasto en consumo y por tanto ni siquiera se llegará a recuperar el capital
inicialmente invertido.
Por ejemplo, imaginemos una economía cuya estructura del capital
mercantil va evolucionando según aparece en la Tabla 6.2 (suponemos que
todo el capital constante es circulante): el capital constante crece a mayor
ritmo que el capital variable (si bien éste también aumenta, lo que podría
llegar a compatibilizarse con un cierto incremento salarial) y la tasa de
plusvalía se mantiene constante en el 100 %. En tal caso, conforme más
capital constante se acumule, mayor será el porcentaje del capital mercantil
total que deberá ser adquirido por los capitalistas (pues mayor va siendo el
peso del capital constante y de la plusvalía dentro del capital mercantil) pero,
al mismo tiempo, menor irá siendo la tasa general de ganancia dentro de la
economía, lo que contribuirá a paralizar temporalmente la nueva inversión (y
también estrangulará el gasto en consumo de la burguesía) y, por tanto,
dificultará que otros capitalistas realicen su capital.
En tal caso, entraremos, según Marx, en una contracción amplificada
del gasto agregado a través de un proceso que hoy denominaríamos
«interacción entre el multiplicador del gasto y el principio de aceleración»
(Samuelson 1939). El multiplicador del gasto nos indica que las
fluctuaciones en la inversión dan lugar a fluctuaciones en el consumo, puesto
que una menor inversión se traduce en una reducción de los ingresos de
trabajadores y de capitalistas y, por tanto, en una menor demanda de bienes
de consumo, tanto de los bienes de lujo como de los medios de subsistencia
(C2, 20.4, 486); el principio de aceleración, en cambio, nos indica que las
variaciones del consumo se traducen en variaciones sobreproporcionales de
la inversión, puesto que los capitalistas, ante la imposibilidad de vender sus
mercancías finales, optan por suspender la acumulación de nuevo capital e
incluso la reposición del existente. Y a la inversa también ocurre: cuando los
capitalistas aumentan su inversión, el multiplicador incrementa los ingresos,
y por tanto el consumo, de trabajadores y capitalistas, mientras que el
principio de aceleración actúa aumentando sobreproporcionalmente la
inversión por parte de aquellos capitalistas que suministran los bienes de
consumo cuya demanda se haya incrementado. Esta elasticidad que posee el
sistema de producción capitalista para acelerar la producción durante los
períodos de prosperidad y para frenarla durante los períodos de crisis
procede, de acuerdo con Marx, del ejército industrial de reserva: durante los
períodos de prosperidad ese ejército se reduce (aunque no desaparece),
permitiendo una ampliación de la escala productiva, y durante las crisis ese
ejército vuelve a incrementarse para mantener a raya los salarios y como
almacén para la próxima expansión económica (C1, 15.3, 785-786). Por
tanto, y en resumen, si la caída de la tasa general de ganancia da lugar a una
contracción de la inversión, el efecto multiplicador reducirá adicionalmente
el gasto en consumo y, a su vez, el principio de aceleración recortará todavía
más el gasto en inversión.
Tabla 6.2
Marx también considera que bajo el capitalismo son posibles crisis de oferta
originadas por la carestía súbita de algún medio de producción esencial cuyo
precio se haya disparado. Por ejemplo, si se sufren condiciones climáticas
desfavorables para el cultivo de algodón, la oferta de algodón se reducirá y
su valor se incrementará (puesto que el tiempo de trabajo socialmente
necesario para fabricarlo aumentará). En tal caso, la reproducción del capital
productivo se verá alterada: los capitalistas que utilicen el algodón como
medio de producción tendrán que invertir una mayor cantidad de capital
dinerario para comprar una menor cantidad de este medio de producción
(debido a su encarecimiento), lo que significará que dispondrán de menos
capital dinerario para adquirir capital variable (además, si han comprado una
menor cantidad de algodón, tampoco necesitarán a tantos trabajadores que lo
transformen). En este punto ya hallamos las semillas de la crisis de oferta:
primero, habrá más trabajadores desempleados; segundo, parte del capital
constante fijo quedará ocioso precisamente porque habrá un menor número
de trabajadores contratados que puedan emplearlo; y tercero, al haberse
incrementado la composición orgánica del capital (mayor inversión en
capital constante y menor inversión en capital variable) sin que se
incremente la tasa de explotación (pues la productividad del trabajo no ha
aumentado sino que se ha reducido), la tasa general de ganancia caerá y, por
tanto, tampoco podrán atenderse todos aquellos gastos fijos (como intereses
o rentas) cuyo repago dependa de alcanzar una tasa de ganancia más alta que
la finalmente lograda (Marx [1862-1863b] 1989, 145-146).
Este proceso de contracción económica por encarecimiento sobrevenido
de una mercancía no quedará concentrado, además, entre aquellos
capitalistas que empleen directamente el medio de producción encarecido,
sino que tenderá a extenderse por el resto de la economía: como se encarece
no sólo el algodón sino también las mercancías que hacen uso del algodón
(como el hilo), la reproducción del capital se verá asimismo dificultada en
aquellos otros sectores que hagan uso de las mercancías intensivas en
algodón (si son medios de producción) o que las comercialicen como bien de
consumo entre los trabajadores (si es un medio de subsistencia), lo que
provocará nuevas rondas de desempleo de capital constante y de capital
variable en esos otros sectores económicos dependientes del algodón como
el del hilo. Además, todos estos efectos pueden verse amplificados por los de
la crisis de demanda que hemos analizado en el apartado anterior (los
desempleados dejan de consumir y los capitalistas dejan de invertir).
Si las crisis de oferta se debieran a meros desastres naturales, no cabría
vincularlas específicamente al modo de producción capitalista: cualquier
sistema económico estaría expuesto a las mismas (cuestión distinta es cómo
se distribuyera su coste social o cómo se prepararan previamente ante las
mismas). Sin embargo, sí existen especificidades capitalistas de las crisis de
oferta que emergen, además, como consecuencia de las contradicciones
internas del capitalismo, en particular, de su anarquía productiva.
Por un lado, la crisis de oferta puede ser el resultado de un crecimiento
desequilibrado entre los distintos sectores de la economía, verbigracia entre
el capital constante circulante y el capital fijo instalado: es decir, puede ser el
resultado de que se produzcan demasiadas mercancías en algunos sectores
«y por tanto demasiado pocas en otros» (Marx [1862-1863b] 1989, 150). Si,
por ejemplo, la producción anual de algodón se mantiene constante durante
dos años (por circunstancias climáticas o naturales) pero la inversión en
máquinas de hilado se incrementa en el segundo año con respecto al
primero, los capitalistas necesitarán de una mayor cantidad de algodón a
partir del segundo año para reproducir su mayor capital instalado. En este
caso, pues, la insuficiente oferta de algodón no sería consecuencia de una
fatalidad natural, sino de la anarquía productiva propia del capitalismo
(Marx [1862-1863b] 1989, 146-147): la industria del algodón no se ha
coordinado adecuadamente con la industria del hilo. Recordemos que, para
Marx, «dado el patrón espontáneo de la producción, el equilibrio [entre los
departamentos de una economía] es en sí mismo accidental» (C2, 21.1, 571),
por lo que este tipo de desequilibrios tenderán a darse continuamente en muy
diversas partes de la economía. Y es que, a pesar de que los capitales son
interdependientes (tanto desde el punto de vista de la oferta como de la
demanda), no existe ningún mecanismo que los coordine y por eso acabarán
apareciendo recurrentemente excesos o defectos de inversión en algunos
sectores. Esta descoordinación entre la disponibilidad de capital constante
circulante en relación con el capital fijo instalado puede darse, además, de
manera recurrente, sin que el capitalismo sea capaz de subsanarla de manera
estable. Y es que, cuanto más capital constante fijo se haya acumulado en
una economía (por ejemplo, más máquinas de hilado), tanto más capital
constante circulante será necesario producir de manera complementaria
(tanto más algodón necesitaremos): esa demanda extraordinaria de capital
constante circulante por parte de los capitalistas llevará a un alza de precios
de los elementos de capital constante circulante más relativamente escasos y,
de ahí, a una sobreinversión para sobreproducirlos (sobreinversión en la
producción de algodón). Pero esa sobreproducción de capital constante
circulante puede que no esté alineada con el aumento programado del capital
constante fijo por parte de otros capitalistas o que, aun estándolo, se
desajuste a posteriori cuando colapse la inversión agregada por cualquier
reducción repentina de la tasa general de ganancia: en ese momento, las
industrias intensivas en capital fijo (como las de hilado) reducirán su
inversión en capital circulante, lo que provocará el colapso del precio de los
elementos de capital circulante ya producidos (la oferta de algodón será muy
superior a la demanda) y, al no poder realizarse y reproducirse el capital
productivo en la industria que produce el capital circulante (la industria del
algodón), su sobrecapacidad productiva instalada se desarticulará (C3, 6.2,
214); por ello, cuando en el futuro, con la economía recuperada tras la crisis,
vuelva a aumentar la demanda de capital circulante (la demanda de algodón
por parte de la industria del hilado), se repetirá la misma escasez relativa de
los elementos del capital constante circulante que hemos expuesto con
anterioridad (no habrá suficiente algodón para abastecer a la industria del
hilado y su precio se disparará).
Por otro lado, Marx también cree que puede darse una descoordinación
estructural en el equilibrio interdepartamental que estudiamos en el epígrafe
4.3. Más en concreto, una descoordinación estructural entre el departamento
I (productor de medios de producción) y el departamento II (productor de
medios de consumo) a la hora de reponer el capital fijo del departamento II.
Si, durante un año, la depreciación física del capital fijo del departamento II
es inferior a su amortización contable, el departamento II verá
incrementados sus saldos de tesorería (que se irán acumulando hasta que sea
necesario reemplazar físicamente aquellos elementos del capital constante
fijo que se hayan depreciado), de modo que el gasto que el departamento II
efectúe en el departamento I será insuficiente para realizar el capital
mercantil del departamento I. Así que una de dos: o el departamento I reduce
ese año su producción de bienes de capital fijo (de modo que habrá un cuello
de botella en determinados tipos de bienes de capital fijo cuando se los
demande) o el departamento I produce un exceso de bienes de capital fijo
que no podrán ser vendidos hasta que el departamento II los termine
demandando en el futuro (con lo que los capitalistas del departamento I no
podrán realizar su capital hasta entonces) (Martínez Marzoa 1983, 79-80). A
juicio de Marx, para no toparnos con una deficiencia estructural de capital
fijo, la única solución es la sobreproducción estructural del departamento I
en relación con el gasto del departamento II: una especie de subsidio
socialmente acordado hacia el departamento I. Sólo así habrá suficientes
medios de producción cuando el departamento II los demande. Pero ello sólo
sería posible fuera del capitalismo (C2, 20.11, 542-545), esto es, en una
economía donde se planificara centralizadamente la producción y la
sobreproducción estructural del departamento I no condujera a una crisis
económica.
En definitiva, existen dos razones que pueden conducir a una crisis de
oferta: las fluctuaciones de la naturaleza y las descoordinaciones sectoriales
del capitalismo (Marx [1862-1863b] 1989, 162) derivadas de que cada
capitalista produce de manera independiente y competitiva respecto a los
demás. Las crisis naturales no tienen propiamente un carácter cíclico, pero
las crisis inducidas por las dinámicas del capitalismo sí lo tienen e irán en
parte asociadas a las crisis de demanda que hemos estudiado en el apartado
anterior (aunque no tendrían por qué solaparse plenamente).
Ninguno de ambos tipos de crisis de oferta puede evitarse dentro de la
lógica capitalista. Las crisis de oferta naturales no pueden evitarse porque
escapan al control humano del proceso productivo (el cual, como
expondremos en el epígrafe 7.4, sólo puede lograrse plenamente bajo el
comunismo); las crisis de oferta derivadas de la descoordinación propia del
sistema capitalista tampoco pueden evitarse porque supondría forzar a
algunos capitalistas a que dejarán de comportarse como capitalistas (es decir,
a que no buscaran maximizar la ganancia esperada y a que se coordinaran
centralizadamente con el resto de los capitalistas en producir valores de uso
aun en condiciones no rentables).
A su vez, tampoco ninguno de ambos tipos de crisis de oferta puede
paliarse dentro del capitalismo porque las contradicciones internas de este
sistema las agravan: las crisis de oferta podrían en todo o en parte
solucionarse destinando aquel capital constante o variable que esté ocioso a
producir aquellos elementos del capital constante que en cada momento se
hayan vuelto relativamente más escasos (por ejemplo, el algodón en nuestro
ejemplo anterior). Pero el capitalismo no puede dedicar todas sus fuerzas
productivas a contrarrestar los cuellos de botella que vayan emergiendo
desde el lado de la oferta porque hacerlo socavaría las condiciones que
permiten la reproducción y acumulación de capital en el resto de los sectores
productivos (en particular, movilizar el ejército industrial de reserva y el
capital constante ocioso hundiría la tasa general de ganancia).
Así pues, ni las puede prevenir ni las puede paliar eficazmente sin una
planificación centralizada del conjunto de la economía.
Tabla 6.3
Una desaparición que no será pacífica, sino que vendrá mediada por
convulsiones y violencia debido a las crisis asociadas al progresivo
hundimiento de la tasa general de ganancia, pero que acabará
conduciéndonos al derrocamiento final del capital:
El más elevado desarrollo de las fuerzas productivas y la mayor expansión de la riqueza
coincidirán con la depreciación del capital y la degradación del trabajador así como con
el agotamiento de sus fuerzas vitales. Estas contradicciones darán lugar a estallidos,
cataclismos y crisis en las que la suspensión temporal del trabajo y la destrucción de gran
parte del capital devuelven a este último a una posición en la que ya no pueda seguir
empleando plenamente sus fuerzas productivas sin suicidarse. Pero estas catástrofes
regularmente recurrentes se van repitiendo a una escala cada vez mayor hasta llegar al
derrocamiento violento del capital (Marx [1857-1858] 1987, 134).
6.4. Conclusión
El comunismo
Ésa era, de hecho, la principal gesta que Lenin les atribuía a Marx y
Engels: «Los servicios que han prestado Marx y Engels a la clase trabajadora
pueden resumirse en pocas palabras: le han enseñado a la clase trabajadora a
adquirir conciencia de sí misma y han sustituido los sueños por la ciencia»
(Lenin [1895] 1960, 20). Y ése también era el rol que el propio Marx se
atribuía a sí mismo, tal como expresó Engels en su obituario:
Marx era, ante todo, un revolucionario. La auténtica misión de su vida era contribuir, de
un modo u otro, al derrocamiento de la sociedad capitalista y de las instituciones
políticas creadas por ella, contribuir a la emancipación del proletariado moderno, a quien
él por primera vez había despertado la conciencia de su propia situación y de sus
necesidades, la conciencia de las condiciones de su emancipación: tal era la verdadera
misión de su vida. La lucha era su elemento. Y luchó con una pasión, una tenacidad y un
éxito como pocos (Engels [1883a] 1989, 468).
También Engels ([1880] 1989, 321), en ese mismo sentido, nos dice
que, bajo el comunismo, «el gobierno sobre las personas será sustituido por
la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de
producción». En definitiva, el conjunto de los ciudadanos se
autorrepresentarían a la hora de determinar los objetivos hacia los que deben
orientarse los medios de producción comunales pero serían los
administradores especializados quienes los administrarían en el día a día
para alcanzar los objetivos marcados por la comuna.
En segundo lugar, si desaparece la propiedad privada de los medios de
producción y si las decisiones de producción y de distribución pasan a ser
planificadas centralizadamente, entonces por necesidad desaparecerá
también el mercado: el mercado presupone la producción privada y
descentralizada de valores de uso susceptibles de ser distribuidos a través de
su intercambio por otros productos; si las decisiones de producción y de
distribución no se toman descentralizadamente, entonces tampoco habrá
producción privada y descentralizada de valores de uso, ni tampoco
intercambio ni, por tanto, mercado. La ausencia del mercado implica a su
vez la ausencia de mercancías (Engels [1880] 1989, 323): la mercancía
únicamente es la forma social que adoptan los valores de uso producidos
privadamente y distribuidos a través del mercado. En este sentido, el
socialismo también puede caracterizarse como «un modo de producción
diametralmente opuesto a la producción de mercancías» (C1, 3.1, 188). Y
sin mercancías, tampoco será necesario el dinero (C2, 18.2, 434), ni como
medio de cambio ni como medidor de valores: bajo el comunismo, la
distribución de la producción social no se efectúa mediada por dinero, sino a
través de la asignación directa por parte de la comuna. Es decir, que tampoco
subsiste ni el fetichismo de la mercancía (Marx y Engels [1845-1846] 1976,
80) ni sus derivados fetichismo del dinero y fetichismo del capital, puesto
que toda la producción y distribución de bienes es una producción y
distribución inmediatamente social, no mediada por fetiches ni controlada
por una clase, la capitalista, que en retrospectiva se revela a ojos de todos
como una «clase superflua» (Engels [1880] 1989, 325) y fácilmente
reemplazable por los gestores de la comuna:
El carácter comunal de la producción convertiría al producto desde un principio en un
producto colectivo y universal. […] El trabajo sería transformado antes del intercambio;
o sea, el intercambio de los productos no sería el mecanismo universal que mediaría la
participación del individuo en la producción general. […] En lugar de una división del
trabajo, que se genera necesariamente en el intercambio de valores de cambio,
tendríamos una organización del trabajo merced a la cual el individuo participaría en el
consumo comunal (Marx [1857-1858] 1986, 108).
7.6. Conclusión
Y esa sustancia común a ambas mercancías, a las que ambas han de ser
abstractamente reducibles, sólo puede ser, a su juicio, el tiempo de trabajo
socialmente necesario para fabricarlas. Por tanto, dos mercancías podrán
intercambiarse por ser productos sociales del trabajo humano y tenderán a
intercambiarse según la magnitud relativa de su valor (según el trabajo social
relativo desempeñado por cada uno de los trabajadores y objetivado en la
forma de mercancía).
Podemos expresar el razonamiento de Marx como un silogismo con la
forma p ∧ q → r, esto es, si la proposición p y la proposición q son
simultáneamente ciertas, entonces la proposición r también habrá de serlo.
En particular:
Si
(p) La igualación de dos mercancías en los intercambios requiere que ambas posean
una sustancia común a partir de la cual se igualan cuantitativamente.
(q) La única sustancia común que pueden compartir dos mercancías cualitativamente
distintas es la de ser productos del tiempo de trabajo (indirectamente) social.
entonces
(r) El determinante de los valores de cambio de las mercancías será su valor, esto es,
el tiempo de trabajo social.
abcd
1. o
2. o abc
3. o abd
4. o acd
5. o ab
6. o bcd
7. o ac
8. o ad
9. o bc
10. o bd
11. o a
12. o cd
13. o b
14. o c
15. o d
16. o ∅
Una a 11. o
Dos b 13. o
Tres c 14. o
Cuatro d 15. o
Cinco ∅ 16. o
La Tabla 1.2 también nos sirve para extraer una conclusión adicional de
nuestra exposición sobre la teoría del valor subjetivo: la llamada ley de la
utilidad marginal decreciente. A saber: que conforme el número de unidades
de un bien se incrementa, menor va siendo la utilidad de cada unidad
marginal. En nuestro ejemplo anterior, cuando el agente sólo tiene una
unidad, la utilidad marginal del bien X ocupa la posición jerárquica 11o; en
cambio, cuando el agente posee dos unidades, el valor marginal de X ocupa
la posición 13o; y cuando posee tres, la posición 14o. Es decir, a mayor
disponibilidad del bien, menor importancia relativa van exhibiendo las
unidades marginales de ese bien para el agente económico (pues las
unidades adicionales sólo son aptas para satisfacer fines progresivamente
menos importantes).
La ley de la utilidad marginal decreciente es relevante en tanto en
cuanto constituye un posible fundamento para derivar la denominada «ley de
la demanda»: a saber, que el precio máximo que los agentes económicos
estarán dispuestos a pagar por cada unidad de una mercancía descenderá con
la cantidad demandada, puesto que la utilidad marginal de esa mercancía
será decreciente según aumente la cantidad sobre la que adquieren
disposición los agentes económicos. Gráficamente, la ley de la demanda nos
permite dibujar, dentro de los ejes de precio y de cantidad demandada, una
curva de demanda con pendiente negativa: a mayor cantidad demandada,
menor precio y viceversa.
Ahora bien, para que podamos derivar esa curva de demanda con
pendiente negativa necesitamos, al menos, dos bienes económicos: uno,
aquel que demandamos; otro, aquel que ofrecemos a cambio del que
demandamos (justamente, la ley de la demanda sólo significa que, para
adquirir unidades adicionales de un bien X, estaremos progresivamente
dispuestos a entregar menores cantidades de otro bien Y, dado que la utilidad
marginal del primero caerá según aumente su disponibilidad y la utilidad
marginal del segundo aumentará según se reduzca su disponibilidad).
Afortunadamente, nuestras tablas anteriores pueden adaptarse para analizar
el valor de dos (o más) bienes de consumo que sean o independientes entre
sí, o sustitutivos entre sí o complementarios entre sí.
Para no extendernos innecesariamente (una explicación más exhaustiva
puede hallarse en McCulloch [1977]), lo ilustraremos con el caso de dos
bienes de consumo independiente. X permite satisfacer los fines a, c, e de un
individuo; mientras que Y permite satisfacer sus fines b, d. Siendo la
importancia de cada fin a ≻ b ≻ c ≻ d ≻ e, y no estando los fines
relacionados entre sí, podemos representar la escala de preferencias del
agente en la Tabla 1.3.
Tabla 1.3
1. o abcde
2. o abcd
3. o abce
4. o abc
5. o abde
6. o acde
7. o abd
8. o abe
9. o acd
10. o bcde
11. o ace
12. o ab
13. o bcd
14. o ac
15. o ade
16. o ad
17. o bce
18. o bc
19. o bde
20. o ae
21. o cde
22. o bd
23. o a
24. o be
25. o cd
26. o ce
27. o b
28. o c
29. o de
30. o d
31. o e
32 o ∅
8. o ac (2,0) 2,02
9. o bd (0,2) 2
11. o b (0,1) 1
12. o ∅ (0,0) 0
1. o abcd
2. o abc
3. o abd
4. o acd
5. o ab
6. o bcd
7. o ac
8. o ad
9. o bc
10. o bd
11. o a
12. o cd
13. o b
14. o c
15. o d
16. o ∅
1. o cdab
2. o cda
3. o cdb
4. o cab
5. o cd
6. o dab
7. o ca
8. o cb
9. o da
10. o db
11. o c
12. o ab
13. o d
14. o a
15. o b
16. o ∅
Primera unidad 50
Segunda unidad 45
Tercera unidad 40
Cuarta unidad 35
Quinta unidad 33
Sexta unidad 27
Séptima unidad 25
Octava unidad 20
Novena unidad 15
Décima unidad 5
Tabla 1.10
Primera unidad 12
Segunda unidad 16
Tercera unidad 21
Cuarta unidad 28
Quinta unidad 30
Sexta unidad 39
Séptima unidad 42
Octava unidad 45
Novena unidad 50
Décima unidad 53
50 1
45 2
40 3
35 4
30 5
25 7
20 8
15 9
10 9
5 10
Tabla 1.12
55 10
50 9
45 8
40 6
35 5
30 5
25 3
20 2
15 1
10 0
5 0
1.2.3. Conclusión
Llegado a este punto, ya hemos explicado por qué el argumento que nos
ofrece Marx para demostrar que las mercancías se han de intercambiar
necesariamente a sus valores no es un argumento correcto (p ∧ q → r): si las
premisas son falsas, entonces la conclusión no queda probada a partir de
tales premisas. Ahora bien, que esas premisas específicas sean falsas no
implica que la conclusión también lo sea: quizá las mercancías sí se
intercambien necesariamente según sus valores pero por razones distintas a
las aducidas por Marx.
Nuestro propósito en este epígrafe es demostrar por qué la proposición r
es falsa, es decir, demostrar por qué, al margen de cualquier razonamiento
que trate de ofrecerse, no es verosímil que las mercancías se intercambien
según sus valores-trabajo (salvo acaso en circunstancias muy excepcionales
y poco relevantes) y por qué, en cambio, sí es verosímil que las mercancías
se intercambien según sus utilidades marginales (en realidad, según sus
utilidades sociales, esto es, la utilidad marginal para el comprador y
vendedor marginal de esa mercancía). Para ello, empezaremos mostrando los
muy importantes problemas de los que adolece la teoría del valor trabajo
para explicar los valores de cambio de las mercancías en el mundo real y,
posteriormente, responderemos a las principales críticas que, desde el campo
marxista, se han dirigido en contra de la validez de la teoría del valor
subjetivo.
Es decir, que la ley del valor no rige en aquella etapa histórica donde
los mercados no estén suficientemente integrados como para que los valores
de cambio estén a largo plazo determinados por los valores. Hasta entonces,
los valores de cambio se determinan accidentalmente, sin que la teoría del
valor trabajo sea capaz de explicarlos: pero la teoría del valor subjetivo sí es
capaz de explicar no sólo la formación de precios dentro de mercados
integrados, sino también en intercambios aislados sin recurrencia y
concurrencia entre las partes (Böhm-Bawerk [1889] 1959, 217-218). Por
tanto, de nuevo, la teoría del valor trabajo se reconoce a sí misma como una
teoría con menor capacidad para explicar los precios de equilibrio que la
teoría del valor subjetivo.
Sucede que, desde el punto de vista de Marx, la ley del valor y, por
tanto, la teoría del valor trabajo es sólo el mecanismo para distribuir el
trabajo social (y el fruto de ese trabajo social) dentro de una economía
mercantil con división del trabajo entre productores independientes, de modo
que ésta no desempeña ninguna función —ni tiene sentido que la desempeñe
— fuera del ámbito de una economía mercantil y con respecto al reparto del
trabajo social entre mercancías reproducibles a través de ese trabajo social.
De ahí que, para la teoría del valor trabajo, este ámbito explicativo más
restringido de la teoría del valor trabajo frente a la teoría del valor subjetivo
no sería un defecto de la teoría del valor trabajo sino una característica de la
misma. No obstante, esta réplica tiene dos problemas.
Por un lado, es una réplica que sólo tiene sentido aceptando la propia
validez de la teoría del valor trabajo: es decir, sólo si en una economía
mercantil el trabajo social (y sus productos) se distribuye de acuerdo con el
valor de las mercancías —y no, por ejemplo, a través de la utilidad marginal
de cada mercancía— estaríamos ante una réplica correcta. Si existen otras
modalidades de determinar la distribución social del trabajo de los
productores independientes dentro de una economía capitalista, entonces esa
especificidad socio-histórica de la teoría del valor trabajo no sólo invalidaría
esa teoría como explicación concreta de la formación de precios dentro del
capitalismo, sino que también invalidaría la propia elaboración de
restringidas leyes económicas sobre la formación de los precios que sólo
sean aplicables históricamente al capitalismo y al caso de las mercancías
reproducibles mediante el trabajo humano. Dicho de otro modo, si la teoría
del valor subjetivo fuera correcta y lo fuera no sólo con respecto a las
mercancías reproducibles mediante el trabajo humano dentro del
capitalismo, sino con respecto a las mercancías no reproducibles mediante el
trabajo humano y respecto a las mercancías fuera del capitalismo, la teoría
del valor trabajo sería una teoría de la formación de precios —y, por tanto,
de la distribución del trabajo social— que desde su misma concepción se
equivocaría al delimitar excesiva e innecesariamente su objeto de estudio (y
lo limita porque carece de capacidad explicativa fuera de esos límites).
Por otro lado, aun cuando aceptemos la limitación de la aplicabilidad de
la ley del valor al caso de las mercancías reproducibles por el trabajo
humano dentro de un mercado competitivo, la teoría del valor trabajo se topa
con otro problema: no existe un criterio no subjetivista para determinar
cuándo una mercancía es o no es reproducible mediante el trabajo humano y
por la competencia.
En principio, por mercancía reproducible en un mercado competitivo
deberíamos entender aquella clase de mercancía que puede ser reproducida
por cualquier productor independiente. Si una clase de mercancía sólo puede
ser producida por un único productor (o por un grupo reducido de
productores), nos hallaremos ante un mercado monopolístico u
oligopolístico: mercados en los que los productores tienen incentivos a
restringir la oferta de la mercancía que sólo ellos son capaces de producir
para así elevar su precio de mercado por encima de su valor. Es decir, los
precios de equilibrio en mercados monopolísticos u oligopolísticos son
nuevamente casos de lo que Marx llama «precios de monopolio» y sobre los
que él mismo admite que la teoría del valor trabajo no es aplicable.
Ahora bien, para determinar si una clase de mercancía X, fabricada por
el productor independiente a, puede ser a su vez producida por otros muchos
productores independientes (llamémoslos b, c, d, e, f, g…) deberemos
previamente determinar si la mercancía que son capaces de fabricar esos
otros productores independientes (llamémosla mercancía Y) pertenece a
exactamente la misma clase que la mercancía X que fabrica el producto
independiente a (es decir, si X = Y). Por ejemplo, Apple produce un teléfono
móvil iPhone, mientras que Samsung produce un teléfono móvil Samsung
Galaxy, ¿el teléfono móvil que produce Samsung puede considerarse la
misma mercancía que el teléfono móvil que produce Apple? Si el teléfono
móvil iPhone no es idéntico al teléfono móvil Samsung Galaxy, entonces
Samsung no será capaz de reproducir la mercancía que fabrica Apple, de
modo que el precio de equilibrio de los teléfonos móvil iPhone no tendría
por qué estar regulado por la ley del valor (precio de equilibrio igual a coste
de reproducción en términos de horas de trabajo social): Apple podría
escoger ubicar el precio de mercado de los iPhone sostenidamente por
encima de su valor sin que Samsung (u otras compañías) pudiesen
incrementar competitivamente su oferta para asegurar que el precio de
equilibrio converge con su coste marginal de producción. Si, en cambio,
ambos teléfonos móviles (y muchos otros de muchos otros fabricantes) son
considerados idénticos, el teléfono móvil de Apple sí sería una mercancía
reproducible competitivamente en el mercado. ¿Y cuál es el criterio para
determinar si las mercancías fabricadas por dos productores distintos
pertenecen a la misma clase de mercancías?
Desde la perspectiva de la teoría subjetiva del valor, el criterio es muy
simple: si los compradores consideran subjetivamente que dos mercancías, X
e Y, son idénticas (que sirven indistintamente para satisfacer sus fines),
entonces esas dos mercancías son la misma mercancía. O de un modo más
amplio, si el productor a puede producir la mercancía reproducible V, el
productor b puede fabricar la mercancía reproducible W, el productor c
puede fabricar la mercancía reproducible X, el productor d puede fabricar la
mercancía reproducible Y y el productor e puede fabricar la mercancía
reproducible Z, y los consumidores perciben subjetivamente que V = W = X
= Y = Z, entonces todas esas mercancías formarán parte de una misma clase
de mercancía que será reproducible en condiciones competitivas.
Técnicamente, diremos que esas distintas mercancías son «sustitutos
perfectos» entre sí. Pero para determinar si dos o más bienes son sustitutos
perfectos entre sí (y, por tanto, si pertenecen a la misma clase de mercancía)
no queda otra que recurrir a las preferencias subjetivas de los agentes
económicos con respecto a cada uno de esos bienes: si dos o más bienes le
sirven a un agente económico para satisfacer exactamente los mismos fines
(o fines distintos pero que tengan exactamente la misma utilidad), entonces
esos bienes serán desde su perspectiva subjetiva sustitutos perfectos entre sí.
Más en concreto, diremos que dos bienes son sustitutos perfectos —
mercancías que pertenecen a una misma clase— si la relación entre sus
utilidades marginales ( ) es constante.4 Es decir, si dos bienes X e Y
son percibidos como el mismo bien, disponer de mayor o menor cantidad del
bien X variará simultáneamente la utilidad marginal del bien Y en la misma
medida… porque son el mismo bien (dicho de otro modo, podemos cambiar
la combinación en la que demandamos X e Y sin que ello origine ningún
cambio alguno en sus utilidades marginales relativas). Si dos mercancías no
son sustitutos perfectos, entonces la ratio de sus utilidades marginales no
será constante (cuanto menos constante sea, menos sustitutivos son).
Pues bien, ése es el criterio de la teoría del valor subjetivo para
determinar si dos mercancías pertenecen a la misma clase. Pero, ¿cuál es el
criterio no subjetivista de la teoría del valor trabajo para determinarlo? ¿Es
posible determinar objetivamente si dos mercancías son idénticas para el
consumidor al margen de cuál sea su opinión subjetiva sobre si son o no son
idénticas respecto a su escala de preferencias? Apelar a las características y
estructura material de ambos bienes (a sus propiedades objetivas como
valores de uso) no es suficiente, puesto que si los consumidores en el
mercado no tratan dos mercancías como idénticas entonces, por mucho que
el científico social se empeñe en que son mercancías de la misma clase, sus
precios divergirán de sus valores porque se comportarán como precios de
monopolio. Por seguir con un ejemplo similar al anterior: unas zapatillas «de
marca» versus unas zapatillas con una marca no socialmente reconocida no
tendrán el mismo precio de equilibrio en el mercado y no lo tendrán porque
los compradores las tratarán subjetivamente como mercancías distintas aun
cuando su valor trabajo sea idéntico.
Para poder determinar si una determinada clase de mercancía es
reproducible competitivamente, la teoría del valor trabajo necesita
previamente determinar si el resto de los productores son capaces de
producir sustitutos perfectos de esa mercancía y, para ello, no tiene otro
remedio que recurrir al concepto de utilidad marginal que la teoría del valor
trabajo desdeña. Por tanto, sin utilidad marginal no podemos determinar
cuán perfectamente sustituible es una mercancía por las mercancías que
fabrica la competencia ni, por ende, si una determinada clase de mercancía
es reproducible en el conjunto del mercado o no lo es.
Pero imaginemos que la teoría del valor trabajo consigue de alguna
forma hallar un criterio objetivo (no basado en la subjetividad de las
preferencias relativas de los agentes) para determinar si dos mercancías son
o no sustitutos perfectos y, por tanto, si una mercancía es competitivamente
reproducible en el conjunto del mercado. En ese caso, siguen subsistiendo
dos problemas.
Primero, una parte del marxismo —inspirándose en Marx— sostiene
que actualmente nos hallamos en una etapa caracterizada por el «capitalismo
monopolista», es decir, no un capitalismo con una fuerte presencia de
empresas que compiten entre sí, sino un capitalismo basado en grandes
monopolios. Como digo, fue Marx quien sostuvo que, conforme el
capitalismo fuera desarrollándose, los capitales se irían centralizando en
cada vez menores manos, lo cual podría implicar la conformación de
monopolios u oligopolios sectoriales que redujeran la intensidad de la
competencia (pero no lo implica necesariamente, porque incluso con pocas
empresas puede mantenerse una competencia feroz [Baumol 1982]). Pues
bien, si, como ya hemos expuesto, la teoría del valor trabajo sólo es aplicable
para las mercancías reproducibles competitivamente en los mercados, la
creciente monopolización de las economías capitalistas nos llevaría a que la
teoría del valor trabajo se fuera volviendo —según los propios presupuestos
de la teoría del valor trabajo— menos aplicable para las economías
capitalistas modernas.
En este sentido, es llamativo que uno de los grandes defensores de la
teoría marxista del valor trabajo, Rudolf Hilferding —quien en 1904 escribió
una famosa defensa de la teoría del valor trabajo, La crítica de Böhm-
Bawerk a Marx, donde pretendía refutar a uno de los grandes defensores de
la época de la teoría del valor subjetivo, Eugen Böhm-Bawerk— también
fuera uno de los principales pensadores marxista en teorizar sobre las
crecientes tendencias monopolizadoras del capitalismo. En 1910, Hilferding
publicó su libro más importante, El capitalismo financiero, en el que
sostenía que «el rasgo más característico del capitalismo “moderno” son esos
procesos de concentración que, por un lado, “eliminan la libre competencia”
a través de la formación de cárteles y trusts, y por otro, establecen una
relación íntima entre el capital industrial y el capital bancario» (Hilferding
[1910], 1981 21). ¿Y cómo pretendía Hilferding compatibilizar la teoría del
valor trabajo con su teoría del capitalismo crecientemente monopolista? No
lo pretendía. Hilferding era muy consciente de que las tendencias
monopolistas del capitalismo moderno (principios del siglo XX), en la
medida en que suprimieran las dinámicas competitivas de los mercados,
implicaban que la teoría del valor trabajo resultara crecientemente
inaplicable y que, en cambio, los precios dependieran cada vez más de un
factor subjetivo como la demanda:
Allí donde prevalecen los precios de monopolio, el factor indeterminado e incalculable
es la demanda. Es imposible decir cómo responderá la demanda ante un incremento del
precio. El precio de monopolio puede establecerse empíricamente, pero su nivel
adecuado no puede ser aprehendido de un modo teóricamente objetivo, sino sólo de
manera psicológica y subjetiva. Por esta razón, la escuela de economía clásica, en la que
también incluyo a Marx, excluyó el precio de monopolio de su análisis, es decir, el precio
de los bienes cuya oferta no puede incrementarse a voluntad. En cambio, el objeto
favorito de análisis de la escuela psicológica [la Escuela Austriaca] es «explicar» los
precios de monopolio, algo que hace considerando que todos los precios son precios de
monopolio sobre la base de que todos los bienes tienen una oferta limitada.
Los economistas clásicos conciben el precio como la expresión del carácter anárquico
de la producción social, pero el nivel de precios depende de la productividad social del
trabajo. Sin embargo, la ley objetiva de los precios sólo puede funcionar a través de la
competencia. Si las combinaciones monopolísticas acaban con la competencia, también
eliminan al mismo tiempo el único mecanismo a través del cual la ley objetiva de los
precios puede prevalecer. Los precios dejan de ser una magnitud objetivamente
determinada y se convierten […] [en algo] subjetivo antes que objetivo, algo arbitrario y
accidental en lugar de una necesidad que es independiente de la voluntad y el deseo de
las partes implicadas. Parece que las concentraciones monopolísticas, si bien confirman
la teoría marxista de la concentración [centralización de capitales], al SYB tiempo
también tienden a socavar su teoría del valor (Hilferding [1910] 1981, 227-228) [énfasis
añadido].
Como decíamos, si la teoría del valor trabajo se limita a decir que las
unidades intramarginales de una mercancía son aquellas para las que los
consumidores están dispuestos a pagar un precio superior a su valor
monetario, simplemente está omitiendo responder de qué depende que los
consumidores estén dispuestos a pagar un mayor o menor precio por esas
unidades de esa mercancía. Y evidentemente esa mayor o menor
predisposición al pago de un consumidor depende de su utilidad marginal
(muchos marxistas sostendrán que la mayor o menor predisposición al pago
dependerá también de sus ingresos monetarios: pero incluso en ese caso, que
analizaremos más adelante, la utilidad marginal sigue siendo imprescindible
junto con los ingresos monetarios para determinar la predisposición al pago
de un agente).
Ahora bien, si incorporáramos el concepto de utilidad marginal dentro
del marco de la teoría del valor trabajo para distinguir entre unidades
intramarginales y unidades extramarginales, todo el marco de la teoría del
valor trabajo se vendría abajo. Si «unidad intramarginal es aquella unidad de
una mercancía cuya predisposición al pago supera su valor» y esta última
definición equivale a que «unidad intramarginal es aquella unidad de una
mercancía cuya utilidad marginal supera el tiempo de trabajo abstracto
socialmente necesario para producirla», ¿tiene algún sentido comparar la
utilidad de un bien con su tiempo de trabajo? La utilidad de un bien podrá
compararse con la utilidad de otro bien o, alternativamente, el tiempo de
trabajo necesario para producir un bien podrá compararse con el tiempo de
trabajo necesario para producir otro bien. Pero la utilidad de un bien no
puede compararse con su tiempo de trabajo porque son variables
cualitativamente distintas: del mismo modo que no es posible comparar
unidades de longitud con unidades de capacidad, tampoco es posible
comparar la utilidad con el tiempo de trabajo socialmente necesario.
Siendo así, la teoría del valor trabajo sólo contará con dos
reinterpretaciones para la anterior definición de «unidad intramarginal»: o
bien «unidad intramarginal es aquella unidad de una mercancía para la que el
tiempo de trabajo incorporado en la cantidad de dinero que está dispuesto a
pagar el consumidor por ella es inferior al tiempo de trabajo necesario para
producir esa unidad de mercancía» o bien «unidad intramarginal es aquella
unidad de una mercancía cuya utilidad es inferior a la utilidad del tiempo de
trabajo necesario para producirla». En ambos casos, la teoría del valor
trabajo necesita subjetivizar, con criterios margiutilitaristas, el valor trabajo
del dinero o del tiempo de trabajo para distinguir unidades intramarginales
de unidades extramarginales: en el primer caso, porque el consumidor estará
dispuesto a pagar una mayor o menor cantidad de dinero según cuál sea la
utilidad marginal de la mercancía y según cuál sea la utilidad marginal del
dinero; en el segundo caso, porque estamos comparando la utilidad marginal
de la mercancía con la utilidad marginal del tiempo de trabajo necesario para
fabricarla.
En suma, la teoría del valor trabajo no puede diferenciar entre unidades
intramarginales y extramarginales de una mercancía sin apelar a la teoría del
valor subjetivo y, más en concreto, a la utilidad marginal: por tanto, ni
siquiera puede determinar cuándo la ley del valor es aplicable, o no lo es, a
una determinada clase de mercancía reproducible por la competencia (pues
la ley del valor sólo es aplicable para las unidades intramarginales). En este
caso, darle un tratamiento binario a la utilidad no le sirve a la teoría del valor
trabajo: por necesidad hay que razonar usando rangos de utilidad. En
concreto, las unidades intramarginales serán aquellas cuya utilidad marginal
sea superior a su coste marginal de producción (a su coste de oportunidad) y
las unidades extramarginales aquellas cuya utilidad marginal sea inferior a
su coste marginal de producción (a su coste de oportunidad).
Gráfico 1.8
lo * O = li * I + l
Una opción para tratar de individualizar los valores de cada output sería
buscar otros procesos productivos en los que alguno de esos outputs sea
fabricado, ya sea conjuntamente con otros outputs o de manera
individualizada. Por ejemplo, si, junto al proceso de producción conjunta
anterior, nos encontráramos con otro proceso productivo que pudiera
fabricar individualizadamente el segundo tipo output (O2) a un coste de 8
horas de trabajo por unidad de output ( = 8), entonces cabría individualizar
el tiempo de trabajo del output 1 en 17 horas ( > = 17). Sin embargo, este
procedimiento es problemático por varias razones.
Primero, en algunos casos podría arrojar valores negativos para algunas
mercancías: por ejemplo, si el tiempo de trabajo socialmente necesario para
fabricar individualizadamente el segundo output es de 30 horas, entonces el
proceso de producción conjunta nos indicaría que el tiempo de trabajo
socialmente necesario para fabricar el primer output es de -5 horas ( = –5),
lo cual obviamente carece de significado económico alguno (Steedman
1977, 203). Este problema podría evitarse imponiendo la restricción de que
los valores de las mercancías deban ser positivos, pero eso llevará a que en
ocasiones el sistema carezca de solución (en nuestro ejemplo anterior, si el
segundo output sólo pudiera producirse individualizadamente con un tiempo
de trabajo de 30 horas, añadir la restricción de que la solución sea positiva
sólo conduciría a un sistema de ecuaciones incompatible).
Segundo, el sistema podría estar sobredeterminado y los sistemas
sobredeterminados pueden carecer de solución: por ejemplo, si el total de
horas trabajadas en el proceso de producción conjunto es de 25, si las horas
trabajadas en un proceso de producción individualizado del output 2 son de
10 y si las horas trabajadas en un proceso de producción individualizado del
output 1 son de 18, y si además imponemos la restricción de que todos los
valores han de ser positivos, entonces seguiríamos sin poder determinar el
valor de los outputs 1 y 2: no habría ningún valor-trabajo de los outputs que
fuera compatible con los procesos de producción del conjunto de la
economía. Tan válido sería decir que el valor del output 1 es 18 y el del
output 2 es 7 (obviando que en otras partes de la economía el valor del
output 2 es de 10), como que el valor del output 2 es 10 y el del output 1 es
15 (obviando que en otras partes de la economía el valor del output 1 es 18).
Tercero, una misma mercancía podrá normalmente producirse a través
de más de un proceso productivo y, por tanto, exhibirá diversidad de valores
individuales. ¿Cuál de todos ellos debe ser seleccionado para imputar su
valor dentro de un sistema de producción conjunta? Una opción sería
escoger aquel más eficiente, esto es, aquel que minimice el tiempo de trabajo
socialmente necesario para fabricar esa mercancía (Morishima 1976). Pero
esa solución es problemática porque confunde valores individuales con
valores de mercado. Recordemos que Marx distingue entre el valor
individual de una mercancía y su valor de mercado (C3, 10, 279): el valor
individual de una mercancía es el tiempo de trabajo socialmente necesario
que se ha empleado en fabricar esa mercancía particular, mientras que su
valor de mercado es el promedio de los valores individuales de todas las
unidades de esa clase de mercancía. Si equiparamos «valor de mercado» con
«valor individual más eficiente», estamos presuponiendo que todas las
mercancías son producidas individualizadamente en todas partes de la
economía del modo más eficiente posible, lo cual en la mayor parte de las
ocasiones no será una hipótesis realista.
No sólo eso, también estamos presuponiendo que la mercancía se
fabrica, dentro del proceso de producción conjunta, del modo más eficiente
posible, cuando en realidad el valor individual de esa mercancía dentro del
proceso de producción conjunta no está determinado, lo cual debería
llevarnos necesariamente a concluir que el valor de mercado de esa
mercancía sigue estando indeterminado (pues no podemos calcular el
promedio de varios valores si uno de los valores a promediar no es
conocido). Por ejemplo, imaginemos un proceso de producción conjunta al
que se dediquen (incluyendo el valor de los medios de producción) 500
horas de trabajo y, merced a él, se obtengan 5 unidades del output 1 y 100
unidades del output 2; a su vez, supongamos que en el resto de la economía
se fabrican 4 unidades del output 2 con un valor (minimizador del tiempo de
trabajo) de 3 horas. Pues bien, sería erróneo señalar que el valor de mercado
del output 2 es de 3 horas de trabajo y que, además, ese valor de mercado
coincide con el valor individual de las 100 unidades del output 2 fabricadas
en el proceso de producción conjunta: más bien, el valor de mercado del
output 2 sólo podría quedar determinado después de conocer el valor
individual de esas 100 unidades del output 2 en el proceso de producción
conjunta al margen de cuál sea su valor individual en el proceso de
producción individual. Si, verbigracia, esas 100 unidades tuvieran un valor
de 1 hora de trabajo, entonces el valor de mercado de las 104 unidades del
output 2 sería de 1,076 horas de trabajo, muy alejado de las 3 horas que
presuponíamos inicialmente; si, en cambio, tuvieran un valor de mercado de
5 horas, entonces el valor de mercado de las 104 unidades del output 2 sería
de 4,92 horas (igualmente alejado de las 3 horas que presuponíamos
inicialmente). En otras palabras, para determinar el valor de mercado de una
mercancía necesitamos que todos los valores individuales de esa mercancía
estén determinados y si alguno de ellos no lo está, entonces su valor de
mercado también quedará indeterminado: la solución a esa indeterminación
no puede pasar por presuponer sin ninguna base que el valor individual de la
mercancía en el proceso de producción conjunta coincide casualmente con el
valor de mercado (el valor promedio) determinado por el resto de los
procesos individuales de producción o con el valor de mercado más eficiente
de todos ellos. En esencia, porque el productor independiente que fabrique
simultáneamente dos mercancías puede optar por venderla a un precio de
equilibrio que sea muy dispar al valor individual de los otros productores
que la fabrican individualizadamente. Por consiguiente, el valor individual
de las mercancías dentro de los procesos de producción conjunta seguirá
estando indeterminado y, con él, también su valor de mercado.
No obstante, acaso podría pensarse que el problema de la
indeterminación del valor de las mercancías en procesos de producción
conjunta es un problema menor y poco habitual dentro de las economías
capitalistas modernas: que la inmensa mayoría de los procesos de
producción son específicos de una sola mercancía y que, en consecuencia, la
ley del valor determinaría claramente los precios de equilibrio de la inmensa
mayoría de las mercancías dentro de una sociedad capitalista (o, al menos,
de las unidades intramarginales de aquellas clases de mercancías
reproducibles competitivamente mediante rendimientos constantes a escala).
Pero existe un caso en el que la producción conjunta sí es muy común y muy
relevante: los bienes de capital fijos.
Recordemos que un bien de capital fijo —por ejemplo, una máquina
pero también la formación especializada de los trabajadores que convierte su
trabajo simple en trabajo complejo— es aquel medio de producción cuyo
valor de uso se extiende durante más de un ciclo productivo, de modo que
sólo una porción de su valor se transfiere a las mercancías en cada uno de
esos ciclos productivos. Por eso, todo proceso de producción en el que
intervenga un bien de capital fijo puede ser reinterpretado como un proceso
de producción conjunta donde todos los bienes de capital son circulantes:
desde esta perspectiva, los bienes de capital fijos se consumirían
completamente en cada ciclo productivo pero engendrarían a la vez una
nueva unidad del antiguo bien de capital fijo que será enteramente
consumida en el siguiente ciclo productivo (Sraffa 1960, 75; Steedman 1977,
137-138). Por ejemplo, imaginemos un proceso productivo en el que una
máquina de 30 años de vida transforma unos tablones de madera en una
mesa: ese proceso productivo puede reinterpretarse como que la máquina de
30 años de vida así como los tablones de manera se consumen enteramente
en cada ciclo productivo y que, al hacerlo, generan dos outputs: una mesa y
una máquina con 29 años de vida. Es decir:
El propio Marx era consciente de que cabía caracterizar la transferencia
de valor del capital fijo de este modo:
Supongamos que el valor total de la maquinaria empleada es de 1.054 libras. De esta
suma, consideramos que 54 libras han sido adelantadas para la producción de bienes, lo
que coincide con el desgaste experimentado por la maquinaria durante su funcionamiento
y por consiguiente con el valor que le ha sido transferido a la producción. Ahora bien, si
quisiéramos considerar que las 1.000 libras restantes (las cuales siguen existiendo bajo la
vieja forma de la maquinaria) también han sido transferidas al valor de los productos,
entonces deberíamos considerar simultáneamente esas 1.000 libras como valor
adelantado y hacerlas figurar en ambas columnas, como valor adelantado y como valor
del producto (C1, 9, 321).
Por consiguiente, tal como decíamos, la teoría del valor trabajo podría
ser perfectamente compatible con la determinación de los precios de los
bienes duraderos en el ejemplo anterior: después de un ajuste transitorio de
precios y cantidades, el precio en el mercado primario y en el mercado
secundario se igualan a su coste de producción a largo plazo, el cual
podríamos equiparar con el tiempo de trabajo socialmente necesario para
producirlo.
Sin embargo, la teoría del valor trabajo no puede explicar determinadas
dinámicas del mercado de bienes duraderos y son esas dinámicas las que nos
muestran claramente por qué no es el tiempo de trabajo sino la utilidad la
que tiene una mayor influencia sobre los precios. Supongamos un bien muy
duradero, incluso infinitamente duradero, esto es, bienes que se deprecien a
ritmos lentísimos o incluso que no se deprecian: por ejemplo, los metales
preciosos o viviendas diseñadas para ser muy duraderas. En ese caso, todo
flujo de nueva producción supone un aumento de la oferta-stock y, dada una
determinada demanda-stock, una reducción en el precio de ese bien duradero
en el mercado secundario; de modo que, cuando el precio en el mercado
secundario se ubique por debajo de su coste de producción, dejarán de
producirse nuevas unidades de esos bienes duraderos.
Gráfico 1.11
Pues bien, sólo bajo esos irreales supuestos —que el propio Marx
rechaza— cabría afirmar que, completados los arbitrajes intersectoriales e
intrasectoriales en el precio en oro por hora trabajada de las distintas
mercancías, la ratio de los tiempos de trabajo concretos determinará el valor
de cambio entre dos mercancías.
En realidad, empero, ni siquiera en ese caso cabría afirmarlo, dado que
Marx sí admite una situación en el que la ratio entre tiempos de trabajo
concretos no determina el valor de cambio: a saber, cuando esos tiempos de
trabajo concretos tienen niveles de complejidad distintos. Si denotamos
como «a» a la complejidad de TTCi y «b» a la de TTCj (presuponiendo, por
tanto, que TTCi y TTCj son tiempo de trabajo concreto simple) tendremos
que la expresión del valor de cambio será, en realidad, la siguiente:
Si, bajo las irreales condiciones anteriores, establecemos que tci = tcj,
entonces el valor de cambio dependerá sólo de la ratio de tiempos de trabajo
concretos y de los niveles de complejidad productiva. Ahora bien, ¿qué
entendemos por «complejidad productiva»? ¿Un trabajo subjetivamente
reputado como más complejo por el productor o por el comprador debería
ser considerado objetivamente más complejo que otro? De acuerdo con
Marx, el diferencial de valor generado por una hora de trabajo complejo
frente a una hora de trabajo simple depende del coste de producción (en
términos de horas de trabajo simple) de las mayores habilidades necesarias
para desempeñar trabajo complejo. Así, por un lado nos dice que «todo
trabajo de características superiores o más complejas que el trabajo medio es
la manifestación de una fuerza de trabajo más costosa; fuerza de trabajo cuya
producción ha requerido más tiempo y más trabajo que la fuerza de trabajo
no cualificada o simple, y que por tanto posee un mayor valor. Esta fuerza de
trabajo de valor superior al normal se traduce, como es lógico, en un trabajo
superior, materializándose, por tanto, durante los mismos período de tiempo,
en valores proporcionalmente más altos» (C1, 7.2, 305). Y, por otro, que
«[en el caso del trabajo especialmente cualificado] existe otro trabajo
objetivado en su existencia inmediata, a saber, los valores que el obrero
consumió para producir una capacidad de trabajo determinada, una destreza
especial. El valor de ésta se revela por los costos de producción necesarios
para producir una determinada destreza de trabajo similar» (Marx [1857-
1858] 1986, 249). Es decir, que el sobreprecio por hora trabajada que reciben
los trabajadores cualificados por encima de los no cualificados no es más
que una forma de recuperar las horas de trabajo que les ha costado adquirir
la formación que les permite desarrollar un trabajo más complejo (Hilferding
[1904] 1949, 144-145).
Desde esta perspectiva, podemos reinterpretar «a» como la prima de
tiempo de trabajo incorporada en la mercancía i para recuperar los costes
formativos vinculados a TTCi y «b» la prima de tiempo de trabajo
incorporada en la mercancía j para recuperar los costes formativos
vinculados a TTCj. Si no hay costes formativos, a = b = 1.
Regresando a nuestro ejemplo anterior: imaginemos que el productor
del automóvil, necesita, antes de empezar con el proceso de fabricación del
vehículo, adquirir una formación en ingeniería durante 200 días. En ese caso,
el tiempo de trabajo concreto incorporado en la producción del vehículo
(1.000 días) será un tipo de trabajo complejo que deberá, a su vez, recuperar
el coste laboral de la formación (200 días). Por tanto, esos 1.000 días de
trabajo complejo equivaldrían a 1.200 días de trabajo simple debido al coste
de la cualificación (Rosdolsky [1968] 1977, 518). O expresado en nuestros
términos anteriores: en equilibrio tendrá que verificarse que a = 1,2, b =1,
TTCi = 1.000, TTCj = 1, tci = tcj, VCij = 1.200. De esta manera, al vender el
automóvil, el productor cualificado no sólo recuperaría el tiempo de trabajo
que ha dedicado concretamente a fabricarlo, sino también el tiempo que le
costó convertirse en trabajador cualificado en la fabricación de automóviles.
Ahora bien, ¿qué condiciones (adicionales a las anteriores) necesitamos
para que, en efecto, cualquier discrepancia entre el valor de cambio de dos
mercancías y la ratio entre sus tiempos de trabajo complejos sólo quepa
imputársela a diferencias que sean retrotraíbles a los distintos costes
laborales (en términos de trabajo simple) de adquisición de la formación?
Pues, nuevamente, nos encontramos con varios supuestos muy
restrictivos:
Es fácil observar, pues, que las condiciones para que la ratio de tiempos
de trabajo concretos (junto con la ratio de primas formativas dependientes
del tiempo de la formación profesional) determinen en exclusiva los valores
de cambio son condiciones enormemente inverosímiles. Y si no se cumplen
todas ellas, reiteramos, la teoría del valor trabajo simplemente no posee una
teoría del valor que sea independiente de los valores de cambio observados:
no es capaz de explicar cómo, a partir de los tiempos de trabajo observables,
se forman los precios de equilibrio a largo plazo (Elster 1985, 131). Por
necesidad, tendrá que inferir el valor a partir de los precios de las mercancías
en lugar de hacerlo al revés: deducir los precios de las mercancías a partir
del valor. Y en la medida en que las preferencias subjetivas de los
productores y consumidores puedan influir en esos precios de las
mercancías… también estarán influyendo sobre el valor. El equilibrio entre
la oferta y la demanda no vendría determinado por el valor sino que el valor
vendría determinado por el equilibrio entre la oferta y la demanda según éste
se vea influido por las preferencias subjetivas de los agentes económicos.
Entre todas estas condiciones enormemente irreales, empero, vamos a
destacar y reflexionar adicionalmente sobre tres, dado que serán la base de
nuestra crítica futura a la plusvalía: 1) la omisión de las preferencias sobre el
tiempo, 2) la omisión de las preferencias sobre el riesgo y 3) el presupuesto
de que toda la información es accesible en idénticas condiciones a todos los
trabajadores. En principio, la teoría del valor trabajo podría llegar a
adaptarse para incorporar que una hora de trabajo concreto futuro equivalga
a menos de una hora de trabajo abstracto presente; o que una hora de trabajo
concreto sometido a incertidumbre equivalga a menos de una hora de trabajo
abstracto cierto; o que una hora de trabajo concreto desinformado equivalga
a menos de una hora de trabajo abstracto informado. Pero en general los
marxistas han rechazado tomar en consideración el tiempo, el riesgo o la
información como elementos que modulan el valor (Dobb 1937, 30-31)
porque hacerlo implicaría introducir el subjetivismo por la puerta de atrás y
potencialmente desterrar (como expondremos en el capítulo 3) cualquier
trazo de explotación del trabajador por parte del capitalista.
Al rechazar tomar en consideración el tiempo, el riesgo y la
información del trabajo, sin embargo, los marxistas caen, paradójicamente,
en el grave error de desdeñar las condiciones materiales bajo las cuales los
productores toman sus decisiones productivas, es decir, caen en el error de
desdeñar cómo esas condiciones materiales influyen sobre el valor y, por
tanto, sobre los precios de equilibrio de las mercancías. De la misma manera
que Marx reconocía que el valor de cambio entre el tiempo de trabajo simple
y el tiempo de trabajo complejo no podía darse a una paridad 1:1, también
debería haber reconocido que el valor de cambio entre el tiempo de trabajo
presente y el tiempo de trabajo futuro, o entre el tiempo de trabajo cierto y el
tiempo de trabajo incierto, o entre el tiempo de trabajo informado y el
tiempo de trabajo desinformado tampoco podía darse a una paridad 1:1.
Empecemos con el problema de omitir las preferencias sobre el tiempo
de los productores o, lo que es idéntico, la asunción de que una hora de
trabajo abstracto presente debe intercambiarse por una hora de trabajo
concreto futuro. Si aceptamos, como aceptaba Marx, que «nadie puede vivir
de la producción futura, o de valores de uso cuya producción todavía no se
ha completado» (C1, 6, 272), entonces deberemos admitir que la utilidad
generada en el presente por una mercancía futura no puede ser idéntica a la
utilidad generada en el presente por una mercancía presente. O al menos que
no tiene por qué serlo, a saber, que en muchas ocasiones las mercancías
disponibles en el presente serán más valiosas que las disponibles en el futuro
(Böhm-Bawerk [1889] 1959, 259). Que el tiempo de trabajo socialmente
necesario para producir 1 silla sea el mismo que para producir 2 sábanas de
lino o el mismo que para producir 10 onzas de oro, es decir, que «1 silla = 2
sábanas de lino = 10 onzas de oro = 10 horas de trabajo» no implica que los
términos de intercambio de estas mercancías vayan a ser «1 silla hoy = 2
sábanas de lino en 20 años = 10 onzas de oro en 100 años». Y no lo serán
porque los seres humanos tienen preferencias en relación con el tiempo (no
son indiferentes respecto al momento en el que prefieren disponer de un
bien) y, por tanto, no intercambiarán únicamente atendiendo a los costes de
producción (en términos de horas de trabajo) de esas mercancías. Por
consiguiente, aunque en términos de coste de producción aproximados por
las horas de trabajo concretas «1 silla = 10 onzas de oro = 10 horas de
trabajo», dado que en términos de utilidad «1 silla hoy > 10 onzas de oro en
200 años», entonces el precio de equilibrio de la anterior operación podría
ser, verbigracia, «1 silla = 500 onzas de oro en 200 años», es decir y por
transitividad, «10 onzas de oro hoy = 500 onzas de oro en 200 años».
Si fuera posible intercambiar una mercancía presente por una mercancía
futura en función de sus horas de trabajo atemporales, todo productor se
dedicaría a comprar mercancías presentes contra la promesa de entregar
mercancías futuras (por ejemplo, «te compro 1 silla hoy a cambio de
entregarte 10 onzas de oro en 200 años»), en cuyo caso la oferta de
mercancías presentes se contraería en relación con la oferta de mercancías
futuras… y por tanto las mercancías presentes se encarecerían con respecto a
las mercancías futuras (por ejemplo, «te compro 1 silla hoy a cambio de
entregarte 500 onzas de oro en 200 años»).
Como decíamos, la teoría del valor trabajo podría establecer
equivalencias de valor entre el tiempo de trabajo abstracto presente y el
tiempo de trabajo privado futuro, al igual que las establece entre el tiempo de
trabajo simple y el tiempo de trabajo complejo. Aunque «1 silla hoy = 10
horas de trabajo hoy» y «500 onzas de oro en 200 años = 500 horas de
trabajo en 200 años», podría ocurrir que «10 horas de trabajo hoy = 500
horas de trabajo en 200 años». Desde esta perspectiva, los precios de
equilibrio, para la teoría del valor trabajo, deberían ser reducibles a tiempo
de trabajo social, abstracto, simple, necesario y presente.
El problema de este tipo de reformulación de la teoría del valor trabajo
(que constituye, en todo caso, una reformulación más realista que meramente
obviar que dos masas de trabajo objetivado en distintos momentos del
tiempo no poseen un idéntico valor en el presente) es que esa ratio de
conversión de tiempo de trabajo presente en tiempo de trabajo futuro es una
ratio de conversión que depende exclusivamente de las preferencias
marginales por el tiempo de los distintos agentes económicos. Los agentes
económicos que valoren subjetivamente poco disponer de las mercancías en
el presente (es decir, individuos que sean muy pacientes) tenderán a
intercambiar el valor futuro con reducidos descuentos respecto al valor
presente (por ejemplo, «1 hora de trabajo hoy = 1,1 horas de trabajo dentro
de un año»); en cambio, los agentes económicos que valoren subjetivamente
mucho disponer de mercancías en el presente (es decir, individuos que sean
muy impacientes) tenderán a intercambiar el valor futuro con enormes
descuentos respecto al valor presente (por ejemplo, «1 hora de trabajo hoy =
3 horas de trabajo dentro de un año»).
En suma, para poder explicar los intercambios intertemporales, la teoría
del valor trabajo se ve abocada a incorporar a su análisis las preferencias
intertemporales de los distintos agentes económicos: no es posible prescindir
de las preferencias subjetivas en la determinación del valor y, por ende, de
los valores de cambio.
Sigamos con el error de omitir las preferencias sobre la incertidumbre
de los productores y, por tanto, con la asunción de que una hora de trabajo
abstracto cierto ha de intercambiarse en equilibrio por una hora de trabajo
privado incierto. Si no todo tiempo de trabajo termina materializándose en
valores de uso con absoluta certidumbre —pues se puede fracasar en el plan
de producción— y si el tiempo de trabajo que no se materializa en valores de
uso es tiempo de trabajo perdido y despilfarrado, entonces es dudoso que
una hora de trabajo objetivada u objetivable en valores de uso con
certidumbre vaya a intercambiarse por una hora de trabajo objetivada u
objetivable con incertidumbre.
Retomando el ejemplo anterior, supongamos que, cuando se desarrolla
exitosamente un plan productivo, tardamos 10 horas en producir o 1 silla o 2
sábanas o 10 onzas de oro; es decir, «1 silla = 2 sábanas de lino = 10 onzas
de oro = 10 horas de trabajo». Ahora bien, imaginemos que, en términos
promedios, cada vez que intentamos fabricar una silla fracasamos en la
mitad de las ocasiones, esto es, aunque necesitamos 10 horas para fabricar
una silla cuando nuestro trabajo resulta exitoso, habrá ocasiones en que esas
10 horas serán fallidas y no se materializarán en una silla. En cambio,
supongamos que siempre que dedicamos 10 horas a producir 2 sábanas de
lino o 10 onzas de oro, éstas terminan siendo fabricadas exitosamente. En tal
caso, el valor de cambio de 1 sillas no podrá ser igual al 2 sábanas de lino o
al de 10 onzas de oro, puesto que en ese caso nadie destinaría su tiempo de
trabajo a producir sillas (tiempo de trabajo sometido a incertidumbre) y
todos se concentrarían en producir sábanas de lino u onzas de oro (tiempo de
trabajo sometido a certidumbre), de modo que la oferta de sillas se reduciría
respecto a la de sábanas u onzas y, por tanto, su valor de cambio se
incrementaría. Por consiguiente, aunque en términos de coste de producción
aproximado por tiempos de trabajo concretos «1 silla = 2 sábanas de lino =
10 onzas de oro = 10 horas de trabajo», como la utilidad esperada por el
productor es «1 silla incierta < 2 sábanas de lino ciertas» y «1 silla incierta <
10 onzas de oro ciertas», entonces los valores de cambio podrían terminar
siendo «1 silla (cierta) = 4 sábanas de lino (inciertas) = 20 onzas de oro
(inciertas)». O lo que es lo mismo, «1 silla cierta (ya producida) = 2 sillas
inciertas (todavía no producidas)».
El propio Marx estuvo cerca de incorporar el riesgo a su teoría del valor
trabajo mediante el concepto de «despilfarro». A su juicio, si las condiciones
medias de producción requieren que, por cada 115 kilos de algodón se
«despilfarren» 15 en la producción de hilo, entonces el valor de 100 kilos de
hilo contendrá el valor de los 115 kilos de algodón, aun cuando 15 de ello
sean pérdidas no materializadas en hilo (C1, 8, 313). Empleando la misma
lógica podríamos decir que, si socialmente fracasamos la mitad de las veces
que intentamos producir una silla, entonces una silla exitosamente fabricada
debería poseer un valor que duplique el tiempo de trabajo de trabajo
necesario para producir una silla… cuando ese proceso de producción resulta
exitoso (puesto que, en parte, cabría imputarle a los éxitos el tiempo de los
fracasos). O dicho de otra forma, el tiempo de trabajo socialmente necesario
para fabricar una silla debería incluir el tiempo socialmente necesario en
intentos fallidos a la hora de producir una silla.
No obstante, no habríamos de caer en el error de pensar que es posible
objetivar los riesgos de todos los procesos de producción a partir de las
frecuencias históricas de fracaso: es decir, que si socialmente fracasamos la
mitad de las veces a la hora de fabricar una mercancía, su tiempo de trabajo
abstracto socialmente necesario será el doble que el tiempo de trabajo
requerido cuando el proceso es exitoso. Por dos motivos.
Primero, porque en la mayoría de las ocasiones el riesgo de un proyecto
productivo sólo puede ser estimado subjetivamente a partir de la información
parcial e incompleta sobre el futuro que poseen los distintos agentes
económicos: por un lado, porque los proyectos productivos pueden ser tan
específicos que no existan probabilidades comparables en otros sectores de
la economía (Mises [1949] 1998, 110-113), especialmente si las propias
características, habilidades y conocimientos particulares del productor
pueden ser relevantes a la hora de estimar esa probabilidad subjetiva (un
productor puede considerarse a sí mismo especialmente hábil a la hora de
promover un proyecto productivo y, por tanto, imputar subjetivamente una
probabilidad de fracaso a su proyecto que no tiene por qué ser coincidente
con la probabilidad de fracaso en otros proyectos similares); por otro, porque
las probabilidades son dinámicas, es decir, van cambiando con el tiempo, de
modo que lo relevante no es la frecuencia histórica de fracaso sino la
expectativa de fracaso en el futuro (si, por ejemplo, los productores juzgan
que tras varios ciclos productivos han aprendido a minimizar el riesgo de
fracaso, la frecuencia histórica será irrelevante para determinar el valor de
cambio). En otras palabras, las probabilidades, aunque puedan tener una
base objetiva, son en última instancia subjetivas, a saber, son estimadas por
cada sujeto según su (incompleta) información previamente disponible y son
ulteriormente reestimadas en función de la nueva información que se vaya
adquiriendo (Strevens 2006).
Segundo, porque Marx está presuponiendo que los agentes son
neutrales frente al riesgo. Que haya una probabilidad de fracaso del 50 % no
implica que los productores se contenten con una prima productiva del 100
% para lanzarse a producir: 100 unidades con total certidumbre pueden ser
preferibles a 200 unidades con una probabilidad de fracaso del 50 %. Si los
agentes económicos son, por ejemplo, adversos al riesgo (prefieren no
exponerse al riesgo de fracaso), no producirán mercancías bajo condiciones
de incertidumbre salvo que sean sobrecompensados en los intercambios por
soportar ese riesgo. En nuestro ejemplo anterior en el que los costes
laborales de producción eran «1 silla = 2 sábanas de lino = 10 onzas de oro =
10 horas de trabajo», pero la probabilidad de fracaso de fabricar una silla era
del 50 %, los valores de cambio de equilibrio no tienen por qué ser
necesariamente «1 silla = 4 sábanas de lino = 20 onzas de oro», ya que, si la
aversión al riesgo de los productores es muy alta, podrían seguir prefiriendo
mayoritariamente dedicar 10 horas de trabajo a producir 2 sábanas de lino
con certidumbre que 1 silla con una probabilidad de fracaso del 50 %. De ser
así, el valor de cambio de las sillas en términos de sábanas de lino podría ser
potencialmente cualquiera, por ejemplo «1 silla = 8 sábanas», de manera que
«1 silla cierta = 4 sillas inciertas».
Nuevamente, el diferente grado de incertidumbre del tiempo de trabajo
podría incorporarse a la teoría del valor trabajo tal como intenta hacer Marx
en el ejemplo anterior. Desde esta perspectiva, los precios de equilibrio, para
la teoría del valor trabajo, deberían ser reducibles a tiempo de trabajo social,
abstracto, simple, necesario, presente y cierto. Pero, sin tomar en
consideración las probabilidades subjetivas y las preferencias subjetivas
sobre el riesgo de los productores, esta adición no sería más que una adición
incompleta e irreal. Para explicar los intercambios bajo condiciones de
incertidumbre, a la teoría del valor trabajo no le queda otro remedio que
incorporar a su análisis las preferencias sobre el riesgo de los distintos
agentes económicos. No cabe un análisis de los términos de intercambio de
las mercancías exclusivamente desde la óptica de sus costes laborales sin
incorporar la subjetividad relativa al riesgo.
Y por último, vayamos con el presupuesto de que toda la información
económica relevante es accesible a un mismo coste para todos los
productores. En tal caso, una hora de trabajo abstracto informado equivaldrá
a una hora de trabajo privado desinformado. Pero si, como ya hemos
explicado, ni toda la información es de acceso público (mucha información
es privada, es decir, sólo la tiene disponible un individuo o unos pocos
individuos porque han sido ellos quienes la han generado o descubierto), ni
toda la información puede articularse y transmitirse a terceros a un mismo
coste, entonces este presupuesto es irreal; y si es irreal, una hora de trabajo
informada puede que no se intercambie en equilibrio por una hora de trabajo
desinformada.
Marx sí adoptaba aparentemente esta hipótesis poco realista: «Es
verdad que las mercancías pueden venderse a precios que diverjan de sus
valores, pero esta divergencia constituye una violación de las leyes que
gobiernan el intercambio de mercancías. En su forma pura, el intercambio de
mercancías es un intercambio de equivalentes, y por tanto no es un método
para incrementar el valor» (C1, 5, 261). O asimismo: «Dejamos fuera de
consideración cualquier posible error subjetivo en los cálculos por parte de
los propietarios de las mercancías, los cuales serían de inmediato corregidos
objetivamente en el mercado» (C2, 2, 201). Ahora bien, una vez que
abandonamos el supuesto de que todos los productores tienen acceso a la
misma información a un mismo coste, nada impide que dos mercancías se
intercambien a unos precios que diverjan sistemáticamente de sus valores.
Supongamos que, en condiciones de información perfecta, todos los
productores son conscientes de como producir con 10 horas de su tiempo o 1
silla, o 2 sábanas, o 10 onzas de oro, esto es, «1 silla = 2 sábanas de lino =
10 onzas de oro = 10 horas de trabajo». En ese caso, y aceptando todas las
otras hipótesis irreales que ya hemos mencionado con anterioridad, 1 silla se
intercambiarán por 2 sábanas, dado que si se intercambiaran 1,2 sillas por 2
sábanas, parte de los productores de sábanas destinarían lotes de 10 horas de
trabajo a aumentar la producción de sillas a costa de la de sábanas hasta que
el valor de cambio fuera de 1 silla = 2 sábanas de lino. Sin embargo, ¿qué
ocurre en caso de que parte de los productores de sábanas no sepan producir
sillas? En ese caso, la migración de productores desde un sector a otro no
tendría por qué darse plenamente, con lo que el valor de cambio entre las
sillas y las sábanas sí podría mantenerse en equilibrio en 1,2 sillas = 2
sábanas. Si sólo algunos productores son capaces de fabricar sillas y ninguno
de ellos eleva su producción hasta que su precio coincida con su coste
marginal, entonces la silla se convertiría, al menos en parte, en un bien no
reproducible cuyo precio se acercaría al de monopolio, es decir, un precio
que el propio Marx reconoce que no se explica por su valor sino por la
disposición y capacidad de pago de los compradores (C3, 46, 910; Marx
[1862-1863a] 1989, 542).
Para que no hubiese obstáculos informacionales a la igualación de los
valores de las distintas mercancías, todos los productores deberían contar
con el mismo acceso a la misma información a un mismo coste: y si ello no
sucede, entonces podrá haber valores de cambio que se desvíen
sostenidamente de sus valores (si no hay suficientes productores
suficientemente informados que introduzcan suficiente competencia). De
hecho, lo que deberíamos plantearnos es más bien lo opuesto: ¿esa
universalidad de la información existe para alguna mercancía de todas
cuantas se comercian en el capitalismo? Porque si no es así, si los términos
de producción y de distribución de cada mercancía no les son
universalmente conocidos a todos los productores y, de hecho, la
información relevante ni siquiera es estática sino que va mutando
continuamente, entonces no habrá forma de estimar los valores salvo a partir
de los valores de cambio: ninguna mercancía será perfectamente
reproducible en el conjunto del mercado a falta de la información sobre
cómo reproducirla que no poseen por entero todos los productores.
En definitiva, bajo supuestos económicos realistas (existen preferencias
sobre el tiempo, sobre la incertidumbre, sobre la actividad productiva o
sobre la formación adquirida y, a su vez, no todos los productores tienen
acceso a la misma información económica al mismo coste), o el tiempo de
trabajo concreto no constituye una adecuada aproximación al valor o el valor
no determina los valores de cambio sino que son los valores de cambio los
que determinan los valores. En el primer caso, salvaríamos el concepto
marxista de valor como determinante de los valores de cambio a costa de
carecer de una teoría sobre cómo el tiempo de trabajo concreto se transforma
en valor: es decir, seguiría habiendo una variable espectral llamada valor
(trabajo social) que teóricamente podría estar determinando los valores de
cambio, pero ignoraríamos qué conexión real guarda con el tiempo de
trabajo privado de cada productor independiente; en el segundo caso,
poseeríamos una explicación sobre cómo el tiempo de trabajo privado se
transforma en valor pero ese valor sería un determinante incompleto e
incorrecto de los valores de cambio.
Sea como fuere, pues, bajo supuestos realistas, el tiempo de trabajo
concreto no determina los valores de cambio: el valor o no está determinado
o no es determinante. Como ya había anticipado Böhm-Bawerk: «Si por
costes entendemos […] una suma de valores [“costes económicos”],
entonces esos costes parecen menos definitivos que la utilidad marginal. Si,
en cambio, por costes entendemos sólo gastos técnicos [valor trabajo, por
ejemplo], […] esos costes no actúan como los reguladores del valor a los que
se refiere la ley de costes» (Böhm-Bawerk ([1892] 2002). O
«transformamos» las horas de trabajo privado en horas de trabajo social a
partir de parámetros que incorporen las preferencias subjetivas de los
agentes (de modo que estamos explicando los valores en función de los
valores de cambio para que esos valores de cambio expliquen de vuelta los
valores) o si «transformamos» las horas de trabajo privado en horas de
trabajo social sin incorporar parámetros que incorporen las preferencias
subjetivas de los agentes, entonces esas horas de trabajo social no explican
los precios de equilibrio.
y = x – Ax
x = Qy
vQc = 1
Ax = x
Por tanto:
p = v + pA
Es decir, las horas de nuevo trabajo (v) más el valor de los inputs
consumidos para producir un output (más las horas de trabajo muerto) será
igual al valor del output. Si definimos Q = (1 – A)–1, entonces la ecuación
anterior también puede expresarse como:
p = vQ
Por ejemplo:
pA = p
Por ejemplo:
Es decir, que una hora de trabajo simple sería equivalente a 69/14 horas
(4,93 horas aproximadamente) de trabajo complejo. Por consiguiente, la
reducción de trabajo complejo en trabajo simple tampoco implicaría ninguna
dificultad: bastaría con hallar el valor de la fuerza de trabajo compleja, en
términos de fuerza de trabajo simple, habida cuenta de los consumos
necesarios para reproducir la fuerza de trabajo compleja.
Pues bien, una vez expuesta la formalización de la teoría del valor
trabajo de Marx a manos de András Bródy, ya podemos proceder a ilustrar,
utilizando el propio modelo de Bródy, cómo nuestras críticas anteriores
invalidan la teoría del valor trabajo. El problema fundamental de la
formalización de Bródy es el de presuponer que los coeficientes de inputs (la
matriz A) y los consumos necesarios por hora de trabajo (la matriz c) vienen
dados por relaciones meramente tecnológicas e independientes de las
preferencias de los agentes (Romaniega Sancho 2021, §2.3). Es decir, que si
bien la matriz ampliada A, a partir de la que calculamos los valores (como
autovalor máximo asociado a esa matriz) depende de las matrices A, v, c —
esto es, A = A(A, v, c)—, las matrices A y c no están únicamente
determinadas por la tecnología, sino que dependen de otros factores como la
utilidad marginal de las mercancías, la preferencia temporal, la aversión al
riesgo, etc. —esto es, A = A(A[u, t, r ...], v, c[u, t, r ...]). Una vez que
abandonamos el supuesto de la independencia entre las preferencias
subjetivas y las relaciones tecnológicas de transformación de inputs en
outputs o de consumo laboral en fuerza de trabajo, los valores ya pasan a
depender necesariamente de las preferencias subjetivas de los agentes.
En particular, vamos a analizar cómo afecta al modelo de Bródy que
incorporemos: 1) la presencia de economías no constantes a escala; 2) la no
reductibilidad del trabajo complejo a trabajo simple únicamente a partir de
los costes laborales de formación; 3) sustitutividad imperfecta entre
mercancías; 4) la presencia de amortización discrecional del capital fijo.
Primero, en ausencia de rendimientos constantes a escala, la cantidad
demandada de outputs influye sobre las relaciones de transformación de
inputs en outputs (en la matriz A). Por ejemplo, supongamos que el
individuo (o la sociedad) del ejemplo anterior no desea consumir cada año
100 unidades de herramientas y 600 unidades de materias primas, sino 200
unidades de herramientas y 400 de materias primas. Con rendimientos
constantes a escala y ausencia de producción conjunta, la matriz A sería
idéntica a la que empleamos al comienzo de esta sección, a saber,
Por otro lado, el entorno de una persona es, en parte, un entorno que ha
sido seleccionado, modificado o creado por la propia persona de acuerdo con
su propia personalidad (Plomin et alii 2016). Es decir, y como también
reconoce el marxismo, la relación entre el ser humano y su entorno no es
meramente pasiva o contemplativa, sino también activa y transformadora:
«la doctrina materialista de que los hombres son productos de las
circunstancias y de la educación y de que, por tanto, los hombres
modificados son producto de unas circunstancias y de una educación
modificadas se olvida de que son los hombres los que modifican las
circunstancias» (Marx [1845] 1976, 54).
Expongamos con un ejemplo estos dos efectos amplificadores de la
influencia de la genética, a través del entorno, sobre la personalidad de cada
persona: un niño, cuyos padres sean ávidos lectores, probablemente estará
predispuesto genéticamente a la lectura (por el material genético de sus
padres), pero a su vez, dentro de un entorno familiar con abundantes libros
(por la predisposición genética de sus padres a leer), recibirá refuerzos
positivos de su entorno familiar a que lea; a su vez, en el entorno escolar
probablemente reciba refuerzos positivos por su inusualmente elevado
interés en la lectura, lo que le induzca a leer todavía con mayor interés; y,
finalmente, él mismo escogerá aquellos entornos (bibliotecas físicas o
digitales) que le permitan seguir profundizando en esa afición por la lectura
(Mitchell 2018, 95-96). Es decir, que «las circunstancias hacen a los
hombres tanto como los hombres hacen a las circunstancias» (Marx y Engels
[1845-1846] 1976, 54).
En conclusión: la influencia de la genética (propia o ajena) en la
personalidad de todos los individuos que componen una sociedad
probablemente rebase ese 30 %-50 % que se desprende de los estudios que
meramente analizan la variabilidad de la influencia de los genes sobre la
personalidad de los individuos. En la toma de decisiones, por tanto, entorno
y personalidad se codeterminan y, a su vez, influyen simultáneamente sobre
la percepción de ese entorno y sobre la heurística que nos conduce a tomar
unas u otras decisiones. Las relaciones sociales de producción y de
distribución no son variables únicamente determinantes de las preferencias
subjetivas de los individuos, sino también variables determinadas por las
mismas.
Figura 1.2
Figura 1.3
Y1 = α1X1 + β2Y2
Y2 = α2X2 + β3Y3
Y3 = α3X3
Y1 = α1X1 + β2Y2
Y2 = α2X2 + β3Y3
Y3 = α3X3 (Y1, Y2 X4, X5...)
Pero si eso es así respecto a la teoría del valor trabajo, ¿por qué no
puede serlo igualmente para la teoría del valor subjetivo? ¿Por qué la teoría
del valor subjetivo no puede explicar causalmente los precios a partir de las
utilidades marginales no observables pero la teoría del valor trabajo sí puede
explicar causalmente los precios a partir de tiempos de trabajo abstracto,
simple y socialmente necesario igualmente no observables? No deja de
resultar paradójico que los marxistas acusen (erróneamente, como
expondremos más adelante) a la teoría del valor subjetivo de caer en la
circularidad lógica de pretender explicar los precios según las utilidades al
tiempo que, en el fondo, explica las utilidades a partir de los precios (Dobb
1937, 29; Guerrero Jiménez 2006, 15-16), cuando es la teoría del valor
trabajo la que se comporta exactamente de ese modo que ellos critican
(sección 1.3.1 f) de este segundo tomo).
Segundo, cuando hablamos de utilidad dentro de una teoría del valor
subjetivo intrínsecamente ordinal no estamos hablando de una magnitud
cardinal cuantificable que determine la acción de las personas y que deba ser
necesariamente observada, sino sólo como una relación de preferencias entre
cursos de acción alternativos: decir «a es más útil que b» sólo significa que a
≻ b. No es que a ≻ b porque la magnitud de utilidad de sea mayor que la
magnitud de utilidad de b, sino que el individuo, al tener que escoger entre a
y b, escogerá a: es decir, prefiere a sobre b. Nada más. Los postulados de la
teoría del valor subjetivo, por ende, no presuponen la existencia de una
magnitud cardinal de utilidad (aunque no tendrían por qué ser incompatibles
con ella): la teoría del valor subjetivo sólo es una forma de representar,
mediante jerarquías de preferencias, las relaciones que necesariamente se
establecen entre los fines y los medios de un sujeto. No se trata, pues, de una
teoría unificada y compacta que preconice un único mecanismo o modelo
sobre cómo los sujetos conforman sus preferencias y mucho menos sobre
cuál es el contenido concreto de las mismas: es una representación ordinal de
las relaciones necesarias entre fines y medios que resulta compatible con
muchas teorías psicológicas o sociológicas acerca de cómo se conforman
concretamente las necesidades y también con muchas determinaciones
tecnológicas acerca de cómo unos medios concretos permiten satisfacer
ciertos fines (Gintis 2017, 88). Por ello, la teoría del valor subjetivo no
requiere ni que los fines de los sujetos sean egoístas, ni que sean
independientes del entorno, ni que carezcan de relación con la moralidad, ni
que sean indiferentes antes el bienestar ajeno, ni que consistan en la
maximización del consumo de mercancías; tampoco requiere que la
tecnología esté dada ni que por tanto la funcionalidad potencial de cualquier
objeto ya esté plenamente determinada de antemano.
Los únicos postulados sobre los que sí descansa la teoría del valor
subjetivo (aquellos que la dotan de un contenido teórico distinguible) son los
siguientes: a) los fines —sean cuáles sean— y los medios —sean cuáles sean
— de un individuo están conectados en el sentido de que los medios
habilitan los fines y que la importancia de los fines confiere importancia a
los medios, b) esa conexión entre fines y medios puede representarse
mediante relaciones de preferencia sobre fines y medios, y c) si esas
relaciones de preferencia son mínimamente coherentes (o racionales),
entonces originarán en muchos casos (ni siquiera necesariamente en todos)
curvas de demanda con pendiente negativa que, sometidas a las restricciones
tecnológicas, naturales e institucionales de una determinada economía,
engendrarán los precios de equilibrio de las mercancías que no
necesariamente guardarán relación con sus tiempo de trabajo social.
Por consiguiente, criticar la teoría del valor subjetivo por el hecho de
que la utilidad no sea observable es errar enteramente el objeto de la crítica:
como decimos, la utilidad sólo es una forma de expresar las relaciones de
preferencia entre los fines y los medios del sujeto cuya existencia no sólo
postula la teoría del valor subjetivo sino que las considera necesarias (que no
suficientes) para determinar causalmente la formación de los precios de
equilibrio de las mercancías. ¿No nos decía Rubin ([1923] 1990, 169) que el
propósito de una teoría del valor era buscar «una explicación causal para el
proceso objetivo de igualación» de las mercancías dentro de una economía
mercantil? Pues eso es lo que proporciona la teoría del valor subjetivo.
Si se quiere rechazar la teoría del valor subjetivo, de nada sirve apelar a
que la utilidad no es observable, puesto que la utilidad sólo es una forma de
describir las relaciones de preferencia. Para rechazar la teoría del valor
subjetivo habría que postular que: a) no existe ningún tipo de relación entre
los fines y los medios de un sujeto —lo cual constituiría una contradicción
lógica que ni siquiera los propios marxistas niegan: «es obvio que la utilidad
existe y es algo objetivo y a la vez subjetivo» (Guerrero Jiménez 2008, 33);
o b) que la relación que existe entre fines y medios no puede expresarse
como una relación de preferencia; o c) que esas relaciones de preferencia no
alcanzan el mínimo de coherencia o racionalidad necesario como para
explicar la formación de los precios de equilibrio de las mercancías o d) que,
aun cuando alcancen ese mínimo de coherencia, las relaciones de preferencia
no ejercen ninguna influencia sobre los precios de equilibrio.
Consideramos que las proposiciones a) y b) son bastante difíciles de
negar y, de hecho, ni siquiera el marxismo pretende rechazarlas. Para el
marxismo, los sujetos tienen necesidades (fines) que guardan una cierta
relación tecnológica con los medios (valores de uso que sólo son tales por
cuanto resultan funcionalmente aptos para satisfacer algunas necesidades); a
su vez, el marxismo también reconoce que no todas las necesidades de los
sujetos son igualmente importantes para ellos (por ejemplo, en el caso de los
bienes no reproducibles, los marxistas reconocen que existe una máxima
predisposición al pago por esos bienes que son las que conforman sus
precios de monopolio [C3, 46, 910]), de modo que habrá de priorizar unas
frente a otras (por tanto, las preferencias existen y pueden representarse
mediante relaciones de preferencias). Lo que en todo caso postula el
marxismo es que esas necesidades están socialmente determinadas, que no
tienen por qué guardar un mínimo de racionalidad y que, en cualquier caso,
no son capaces de afectar a los precios de equilibrio de las mercancías
porque éstos se determinan enteramente por los tiempos de trabajo social.
Pero que las necesidades estén socialmente determinadas por entero —algo
que, según hemos explicado en la sección 1.3.2 b) de este segundo tomo, ni
siquiera es correcto— no impide representarlas a través de relaciones de
preferencias, puesto que igualmente habrán de representarse en sus mentes.
Recordemos: «Todo lo que lleva a los hombres a actuar pasa por sus mentes
[nota: las relaciones de preferencias también pasan por sus mentes], pero qué
forma adopte en sus mentes depende en gran medida de las circunstancias
[nota: se presupone que las relaciones de preferencias existen pero están
determinadas por las circunstancias]» (Engels [1886] 1990, 389). A su vez,
ya hemos explicado extensamente en nuestra crítica a la teoría del valor
trabajo por qué ésta no será suficiente en la inmensa mayoría de los casos
para determinar, sin tomar en consideración las relaciones de preferencias de
los sujetos que actúan, los precios de equilibrio de las mercancías.
De modo que la única crítica real que puede restarle al marxismo contra
el realismo y la replicabilidad de la teoría del valor subjetivo es que las
relaciones de preferencias de los individuos no sean mínimamente
coherentes y que, por tanto, no sean capaces de explicar los precios de
mercado. Sin embargo, los requisitos de coherencia de las preferencias para
la teoría del valor subjetivo son mínimamente exigentes8 y, como veremos
más adelante (sección 1.3.2 m) de este segundo tomo), incluso Marx y los
marxistas se ven forzados a aceptarlos implícitamente cuando quieren
exponer cómo se conforman los precios en el mercado. Por consiguiente, la
teoría del valor subjetivo intrínsecamente ordinal, cuando es correctamente
entendida, sólo nos proporciona una representación de una realidad que, en
sus aspectos fundamentales, ni siquiera el marxismo disputa.
En este sentido, el economista que adopte una perspectiva subjetivista,
marginalista y ordinalista del valor no deberá estudiar magnitudes cardinales
de utilidad que no le conciernen, sino las relaciones de preferencia que
establecen los sujetos con respecto a los objetos (y a otros sujetos) al tener
que escoger entre opciones alternativas. Y, al respecto, es importante aclarar
que postular que el valor es subjetivo para el sujeto que toma decisiones
económicas no supone afirmar que el valor también sea subjetivo para el
científico social que lo está estudiando. Si el propósito de las ciencias
sociales es el de explicar y comprender los fenómenos sociales y si esos
fenómenos sociales son, al menos en alguna medida, el resultado de las
acciones motivadas de los individuos, entonces entender los fenómenos
sociales pasará irremediablemente por estudiar como objetos las ideas, las
creencias y las preferencias de los individuos (Hayek 1952, 28; Lachmann
1986, 49). Sin incorporar dentro del análisis de los hechos económicos la
interpretación y la actitud que los individuos tienen frente a esos hechos
económicos (por ejemplo, su relación de preferencias respecto a los mismos)
es imposible siquiera definir cuál es el contenido de un hecho económico:
por ejemplo, el hecho observable de que dos personas se estrechen la mano,
¿significa que se están saludando o que están cerrando un negocio? ¿Es
económica y socialmente irrelevante como cada parte interprete ese apretón
de manos? O, asimismo, si presenciamos que una persona ha guiñado el ojo,
¿cuál es el significado de ese gesto? ¿Ha sido una acción deliberada que
quería transmitir complicidad hacia otra persona, pretendía mostrar
displicencia frente a otros o simplemente se trataba de un espasmo
involuntario del párpado? (Ryle [1968] 1971, 494). En suma, las
preferencias y las creencias subjetivas (las de cada sujeto/individuo) son
parte de los hechos objetivos que el científico social ha de estudiar, pues en
caso contrario se limitaría a observar hechos materiales que carecerían de
significado para los agentes y que, por tanto, no nos permitirían comprender
los términos de las interacciones entre individuos y de individuos con su
entorno (Storr 2010).
Por eso, aun cuando las relaciones de preferencias no fueran sencillas
de observar para el científico social, ello no debería llevarnos a abrazar
automáticamente la teoría del valor trabajo por tratarse supuestamente de
una hipótesis más fácil de medir y cuantificar (cosa que tampoco sucede
como ya hemos demostrado). Quedarnos con una hipótesis («el valor de
cambio es la forma social del valor, es decir, depende del tiempo de trabajo
necesario») simplemente porque nos resulte más sencilla de operar con ella
(por ejemplo, porque es más fácil contar horas de trabajo que observar la
utilidad del sujeto) equivaldría a retorcer nuestros modelos explicativos del
mundo para adaptarlos a nuestras limitaciones epistemológicas (Hayek
1989): que no nos sea posible cuantificar algo que sabemos que existe y que
es relevante para nuestro campo de estudio no debería llevarnos a obviar su
existencia y su relevancia. Por ejemplo, que el terraplanismo pudiera serles
más conveniente a los cartógrafos para el desarrollo de su actividad no
debería constituir un argumento válido para conceptualizar a la Tierra como
una superficie plana. Las teorías deben aceptarse o rechazarse por su
capacidad descriptiva o predictiva, no por cuánto les faciliten o dificulten su
tarea a los científicos que aspiran a trabajar con ellas.
Así, la labor del economista que busque hacer estudios de campo sobre
el comportamiento de algunos agentes económicos determinados será, entre
otras, la de obtener información sobre las relaciones de preferencias de esos
individuos objeto de investigación. Y eso puede hacerse por varias vías: o
preguntando a los individuos por sus relaciones de preferencias (encuestas),
o sometiendo a las personas a experimentos en entornos controlados donde
podamos aislar esas preferencias del resto de los factores que pueden influir
sobre sus elecciones (economía experimental, como ya hemos mostrado con
el caso de Vernon Smith) o estudiando los contextos ideológicos o culturales
dentro de los que actúan los individuos y que pueden influir sobre esas
preferencias (esto último, por cierto, es algo que los propios marxistas no
rechazan). Pero, sobre todo, también cabe inferir las relaciones de
preferencias de un modo indirecto: estudiando las acciones y decisiones
concretas que adoptan las personas cuando se enfrentan a alternativas. En
particular, las preferencias pueden inferirse a partir de la acción observable:
la preferencia revelada (Samuelson 1938) o demostrada (Rothbard [1956]
1977) señaliza la preferencia individual de unos cursos de acción sobre todos
los otros posibles cursos de acción disponibles, y por tanto las elecciones
efectivas pueden servir como proxy de las estructuras de preferencias
ordinales que no somos capaces de observar. Eso no equivale a inferir las
utilidades a partir de los precios (de un modo análogo a como los marxistas
sí infieren los valores a partir de los valores de cambio) dado que lo que se
está haciendo es inferir parte de la estructura de preferencias del agente a
partir de su acción observable: por ejemplo, que un individuo pague 10
onzas de oro por una mercancía pero no pague 11 onzas de oro por ella nos
informa de una determinada escala subjetiva de preferencias, a saber,
prefiere la mercancía a 10 onzas de oro pero prefiere 11 onzas de oro a la
mercancía. Y es esa acción individual, motivada en una determinada
estructura de preferencias del individuo, determinada, en confluencia con las
acciones de otros individuos, los precios de equilibrio.
En suma, la inobservabilidad de la utilidad como magnitud cardinal es
un problema irrelevante para una teoría del valor subjetivo que es
intrínsecamente ordinal, la cual sólo habla de utilidad para referirse a una
relación de preferencia entre alternativas. La cuestión es si los agentes
económicos tienen relaciones de preferencias respecto a sus fines y sus
medios (y necesariamente han de tenerlas: cuestión distinta es qué las
determina), si esas relaciones de preferencias son mínimamente coherentes
(en general lo son), si son susceptibles de ser estudiadas por diversas vías (lo
son) y si, al estudiarlas, son capaces de explicar fenómenos emergentes
como la formación de los precios de equilibrio en un mercado (también lo
son como ya tuvimos ocasión de ilustrar [Smith 1962; Lin et alii 2020]).
Pero es que, además, y en tercer lugar, que la utilidad como magnitud
cardinal, susceptible de engendrar una determinada ordenación de las
preferencias de los individuos, sea inobservable tampoco es algo
incontrovertido. Si las preferencias existen, las preferencias deberían ser
materia para un materialista y, si las preferencias son materia, entonces
deberían estar expresadas en algún soporte material (lo contrario sería caer
en el dualismo mente-cuerpo de que las ideas pueden existir espiritualmente
y al margen de cualquier soporte material); y si las preferencias están
expresadas en algún soporte material, entonces ese soporte material debería
ser potencialmente observable y medible con el adecuado desarrollo de la
técnica.
En este sentido, el reciente avance de la neurociencia y de su aplicación
al ámbito de la economía (la llamada neuroeconomía) podría estar
empezando a localizar la base material de las preferencias subjetivas en
nuestra mente. Así, y de entrada, es posible distinguir entre la existencia de
cuatro tipos de sistemas de preferencias en cualquier individuo (Camerer
2013): 1o condicionamiento pasivo, 2o condicionamiento activo (que es
fruto del aprendizaje y asocia estados externos del mundo con recompensas);
3o hábitos (que también son fruto del aprendizaje al automatizar
determinadas acciones ante determinados contextos) y 4o preferencias
asociadas a objetivos (que son un mecanismo innato, aunque puede ser
perfeccionado por la experiencia, y que consiste en estimar cómo diversas
acciones en un determinado contexto producen determinados resultados a los
que asociamos determinados objetivos más o menos importantes). Pese a
que la economía podría intentar incluir en sus modelos explicativos estos
cuatro sistemas de preferencias, su interés central para analizar las
interacciones productivas y distributivas entre los individuos son el tercer y,
sobre todo, el cuarto sistema de preferencias: y sería ahí, en las preferencias
vinculadas a objetivos, donde claramente encajaría la teoría del valor
subjetivo.
Pues bien, la utilidad entendida como motivación de las acciones
ejecutivas de los agentes sí podría resultar observable puesto que
determinadas áreas del cerebro (en concreto, el núcleo estriado y, sobre todo,
la corteza prefrontal) aparentemente se activan cuando un individuo ha de
efectuar elecciones entre distintos cursos de acción (o estímulos esperados) y
ha de asignar utilidades (o recompensas esperadas) a cada uno de ellos como
paso previo a escoger (Rangel et alii 2008; Levy y Glimcher 2012). Por
ejemplo, la valoración subjetiva de diferentes tipos de bienes activa la misma
zona del cerebro, a saber, la corteza prefrontal ventromedial (FitzGerald et
alii 2009; Chib et alii 2009); a su vez, el nivel de actividad en la corteza
prefrontral ventromedial (aproximada por los niveles de oxígeno en sangre)
correlaciona con la intensidad de la valoración por los distintos bienes, lo
que incluso permite establecer valores relativos entre las distintas
mercancías (Chib et alii 2009, Smith et alii 2010; Levy y Glimcher 2011;
Levy y Glimcher 2012; Bartra et alii 2013), pudiendo simular un análisis
coste-beneficio que arroje un valor neto para cada una de las alternativas
evaluadas (Basten et alii 2010); igualmente, la propensión a pagar por una
determinada mercancía parece estar relacionada con la actividad en la
corteza orbitofrontal y con la corteza dorsolateral prefrontal (Plassmann et
alii 2007), hasta el punto de que las personas que han sufrido daños en tales
regiones del cerebro tienden a efectuar elecciones incoherentes incluso ante
disyuntivas simples (Fellows y Farah 2007).
Podríamos representar provisionalmente el esquema de toma de
decisiones dentro del cerebro humano del siguiente modo: la información
captada por los sentidos es procesada por la estructura subcortical
(encargada de funciones complejas tales como la memoria o las emociones)
y desde allí esa información procesada es transformada en valoraciones
subjetivas dentro de la corteza prefrontal. Son esas valoraciones subjetivas
(utilidades) las que se transfieren al área motora de la corteza cerebral
vinculada con la toma efectiva de decisiones.
Imagen 1.1
I II III
Segunda unidad 7 3 0
Tercera unidad 2 0 0
Cuarta unidad 0 0 0
Nótese a este respecto que cuantos más compradores haya y cuanto más
similares sean sus preferencias (que es justo el presupuesto que adopta Marx
para estudiar los precios dentro de las sociedades capitalistas: mercados
mundiales y preferencias condicionadas por la clase a la que uno se adscribe)
más se aproximará el valor de cambio de una mercancía a la utilidad relativa
del comprador marginal, esto es, a su utilidad social. Por ejemplo, en este
otro ejemplo representado en la Tabla 1.18, si sólo hay una cafetera a la
venta, su valor de cambio se ubicará entre 9,95 y 10 gramos de oro, por
ejemplo, 9,8 gramos: ese valor de cambio será una aproximación muy
cercana a la utilidad relativa del comprador marginal de la cafetera (los 10
gramos de oro para el comprador I). Si hubiese dos cafeteras a la venta, su
valor de cambio se ubicaría entre 9,9 y 9,95 gramos de oro, por ejemplo 9,93
gramos: ese valor de cambio será una aproximación muy cercana a la
utilidad relativa del comprador marginal de la cafetera (los 9,95 gramos de
oro del comprador II).
Tabla 1.18
I II III IV
1. o abcd
2. o abc
3. o abd
4. o acd
5. o ab
6. o bcd
7. o ac
8. o ad
9. o bc
10. o bd
11. o a
12. o cd
13. o b
14. o c
15. o d
16. o ∅
Esta jerarquía de fines existe al margen de cuáles sean los precios de las
mercancías. Ahora bien, los precios determinarán cuáles de esas
combinaciones de fines son factibles y cuáles no. Supongamos, verbigracia,
que ese individuo cuenta con unos ingresos de 100 onzas de oro, que el
precio de los automóviles es de 50 onzas de oro y el precio de los
ordenadores es de 25 onzas de oro. En ese caso, sus ingresos son suficientes
para comprar o dos automóviles (ab) o un automóvil y dos ordenadores
(acd). ¿Qué combinación de fines resulta preferible para ese agente
económico? ¿ab o acd? Atendiendo a nuestra jerarquía anterior de
preferencias, acd: es decir, prefiere un automóvil y dos ordenadores a dos
automóviles… por tanto comprará el automóvil y los dos ordenadores
porque acd ≻ab. Obviamente, si la estructura de precios se modificara, la
elección óptima del individuo en función de su jerarquía de preferencias
contenida en la Tabla 1.19 también podría cambiar: si, por ejemplo, el precio
de los automóviles bajara a 40 onzas y el de los ordenadores a 20 onzas,
dejaría de comprar un automóvil y dos ordenadores (acd) y pasaría a
comprar dos automóviles y un ordenador (abc), porque abc ≻ acd.
Asimismo, si el precio de los automóviles se elevara hasta 200 onzas de oro
y el de los ordenadores hasta 50 onzas, apenas podría adquirir dos
ordenadores (cd): con sus ingresos, no podría adquirir ningún automóvil, y
ello no le impediría saber que prefiere un automóvil a un ordenador. Es
falso, en definitiva, que la utilidad dependa de los precios: las utilidades
(jerarquías de preferencias) son previas a los precios, aun cuando
necesitemos conocer los precios y los ingresos personales para, según
nuestra escala de preferencias, escoger la cesta de mercancías óptima de
entre las disponibles.
Probablemente muchos marxistas objeten que, en nuestro ejemplo
anterior, estamos tomando las variaciones de precios como un fenómeno
exógeno a las preferencias del agente, lo que les daría la razón de que los
precios son independientes de las preferencias: podría ser que sus
preferencias fueran previas a la estructura de precios, pero el agente se limita
a reaccionar ante la estructura de precios que se encuentra, de modo que no
contribuye a determinarla mediante su estructura de preferencias. El error de
esta contrarréplica reside en olvidar que un único agente económico no
determina por sí solo los precios de mercado (sobre todo en mercados muy
profundos), de modo que el cambio de comportamiento de un solo individuo
ante cambios en los precios (que pueden haberse originado en el cambio de
preferencias de muchos otros individuos o en cambios en las condiciones
tecnológicas de producción) no tiene por qué afectar de ningún modo visible
a los precios de equilibrio. ¡Pero eso no significa que los cambios de
preferencias individuales de muchos agentes económicos no tengan afecto
alguno sobre los precios! De hecho, en mercados poco profundos, incluso
los cambios de elección de un agente o de unos pocos agentes podrían
afectar al precio de equilibrio y, a través de él, a la elección óptima de los
agentes.
Sigamos con los vendedores: en nuestro ejemplo sobre la formación del
precio de equilibrio de la mercancía X (Tablas 1.9 a 1.12), los vendedores no
estaban dispuestos a desprenderse de sus tenencias de esa mercancía a
cualquier precio, sino que exigían un precio mínimo para enajenarla. ¿Cabe
pensar que ese precio mínimo depende de la utilidad directa que les
proporcionan esas mercancías? Parece una hipótesis poco verosímil: los
fabricantes de fertilizantes, verbigracia, probablemente no consideren ese
producto personalmente útil para nada. Más en general, en una sociedad
caracterizada por la producción en masa de mercancías, es dudoso que sus
productores consideren las unidades marginales de esas mercancías un valor
de uso propio (el dueño de una imprenta que imprima miles de libros no
otorgará unidad marginal alguna a la centésima o milésima unidad de los
libros que imprime). Para Bukharin, lo que caracteriza a las economías
capitalistas es la «completa ausencia de evaluaciones de la utilidad de las
mercancías» (Bukharin [1919] 1927, 66). También Rubin ([1926] 2018, 437-
438) manifiesta que «para el productor, la utilidad marginal de sus
mercancías es nula porque no las demanda para nada». Pero si el vendedor
de una mercancía no obtiene ningún tipo de utilidad directa por ella, ¿por
qué no se limita a regalarla? ¿Por qué no está dispuesto a venderla a
cualquier precio?
Una posible respuesta es que las mercancías son útiles para sus
productores en la medida en que esperan recibir una determinada cantidad de
dinero a cambio de ellas (puesto que, a su vez, con esos ingresos monetarios
podrán adquirir aquellas otras mercancías que sí les son directamente útiles
o, en el caso de los capitalistas, porque lo que les es útil es la acumulación de
valor). Mas en ese caso estaríamos explicando, al menos con respecto a los
vendedores, la utilidad de sus mercancías en función de sus precios (cuando
la teoría del valor subjetivo debería explicar el precio a partir la utilidad). En
palabras de Hilferding ([1904] 1949, 126):
Siendo inútil para mí, el valor de uso de mi mercancía no es en modo alguno ni siquiera
una medida de mi valoración individual, mucho menos una medida para una magnitud
objetiva de valor. De nada sirve decir que el valor de uso reside en la capacidad de esta
mercancía de cambiarse por otras mercancías: eso significa que la magnitud del «valor de
uso» está dada ahora por la magnitud del valor de cambio, y no que la magnitud del valor
de cambio esté dada por la magnitud del valor de uso.
Gráfico 1.17
Gráfico 1.19
Así, por ejemplo, Marx ([1857-1858] 1986, 446) nos dice que «si un
fabricante debiera poner en movimiento toda su maquinaria para elaborar 1
libra de hilo, subiría tanto el valor de esa libra que difícilmente encontraría
salida». Pero para conocer si esa libra de hilo tan cara encontraría o no salida
y, por tanto, si ese tan elevado valor es su precio de equilibrio…
¡necesitamos conocer su demanda! Es decir, necesitamos conocer la utilidad
marginal del comprador marginal de esa libra de hilo frente a la del resto de
las mercancías: si la utilidad marginal del hilo fuera tan elevada como para
que los consumidores estuvieran dispuestos a pagar un precio tan alto por el
hilo en un contexto de rendimientos extremadamente decrecientes, entonces
ese alto valor sí sería su precio de equilibrio.
Algunos economistas marxistas sí se han dado cuenta de que la
presencia de economías o deseconomías de escala otorga un rol propio a la
demanda como determinante de los precios, esto es, que el tiempo de trabajo
socialmente necesario para producir una mercancía está indeterminado a
falta de incorporar la demanda. Por ejemplo, Dobb (1937, 14) admite que la
teoría del valor trabajo sólo puede independizarse de la demanda
presuponiendo economías constantes a escala. Asimismo, Rubin ([1923]
1990, 219-221) e Indart (1987) reconocen, en el mismo sentido que Marx,
que si la demanda de mercancías es tan intensa que no puede abastecerse con
mercancías fabricadas en condiciones productivas promedio, entonces el
valor de mercado de la mercancía vendría determinado por aquellos sectores
con peores condiciones productivas y, por tanto, con un coste marginal más
elevado.
Ahora bien, Rubin e Indart pretenden salvar la teoría del valor trabajo
sugiriendo que la curva de oferta a largo plazo sólo tendrá, como mucho, un
pequeño tramo creciente o decreciente: a partir de cierto nivel, la curva de
oferta a largo plazo se volverá perfectamente elástica, es decir, a partir de
cierto nivel, el coste marginal de producción devendrá constante para
cualquier nivel de oferta y la teoría del valor trabajo volverá a ser
aplicable.12 Así pues, dado que los costes marginales siguen siendo
esencialmente constantes salvo por un pequeño tramo donde podrían ser
crecientes o decrecientes respecto a las condiciones de producción
promedias, la tesis de la asimetría seguiría siendo esencialmente válida. A
saber, la demanda jugaría un papel muy secundario e indirecto a la hora de
determinar los precios de equilibrio a largo plazo:
La demanda no puede influir sobre el valor directamente y sin límite alguno, sino sólo
indirectamente, a través de las condiciones técnicas de producción y dentro de los
estrechos límites marcados por estas condiciones técnicas. Consecuentemente, la premisa
básica de la teoría marxista sigue en pie: el valor y los cambios del valor son
determinados exclusivamente por el nivel y el grado de desarrollo de la productividad del
trabajo, esto es, por la cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario para la
producción de una unidad de producción, dadas unas condiciones técnicas de producción
(Rubin [1923] 1990, 221).
PRECIO C ANTIDAD
0 0
1 20
2 50
3 1
4 25
5 2
6 4
7 ¿?
8 6
9 7
10 10
Tabla 1.22
En esencia, esta crítica reconoce que, como mucho, la teoría del valor
subjetivo podría explicar las fluctuaciones de los precios de las mercancías
en el corto plazo, pero por sí sola no podría explicar la estabilidad de los
precios de las mercancías en el largo plazo (Rubin [1923] 1990, 65).
Este argumento es, nuevamente erróneo, por tres razones.
Primero, no es verdad que los precios de todas las mercancías sean tan
estables a largo plazo como algunos marxistas afirman. Basta con acudir al
mercado de materias primas para comprobar que las fluctuaciones de sus
precios pueden ser enormemente violentas no sólo en el corto plazo, sino
también durante largos períodos de tiempo (y sin una dirección clara al alza
o a la baja). Por ejemplo, entre 1900 y 1920, el precio internacional del
carbón (descontando la influencia de la inflación) tendió a abaratarse un 25
%; durante la siguiente década llegó a duplicarse, para volver a descender
durante toda la Gran Depresión; a partir de 1945, aumentó más de un 60 %
durante la siguiente década; para descender otro 50 % entre 1955 y 1965;
durante las siguientes dos décadas, llegó a incrementarse un 150 % para
descender alrededor de un 75 % desde principios de los 80 hasta 2006.
Fluctuaciones similarmente acusadas (aunque no necesariamente en la
misma dirección) podrían ser descritas para las restantes materias primas
como el petróleo, el hierro o diversos alimentos.
Gráfico 1.22. Precio real del carbón
Fuente: Global Financial Data; IMF; RBA. © Reserve Bank of Australia.
Gráfico 1.24
Pxxi + Pyyi ≤ mi
Lx = 2 ∗ Qx
Ly = 4 ∗ Qy
1.3.3. Conclusión
Ninguna de las quince críticas marxistas contra la teoría del valor subjetivo
logra socavar su realismo, generalidad y capacidad explicativa. En cambio,
las seis críticas que hemos dirigido contra la teoría del valor trabajo sí
restringen su potencial validez a un ámbito minúsculo y económicamente
irrelevante frente a la teoría del valor subjetivo. Por consiguiente, la
proposición r (las mercancías se intercambian según sus valores-trabajo) no
refleja la realidad económica de una sociedad: es decir, se trata de una
proposición que no sólo no es necesariamente cierta (cosa que ya habíamos
probado al demostrar la invalidez de la proposición p y de la proposición q),
sino que es falsa.
1.4. Conclusión: la teoría del valor trabajo frente a la teoría del valor
subjetivo
La mercancía es la forma social que adoptan los valores de uso dentro de una
economía mercantil (y, por tanto, dentro de una economía capitalista). Al ser
productos sociales del trabajo humano privado, esos valores de uso sociales
devienen también porciones del trabajo social agregado que ha sido
desarrollado descentralizadamente, en lugar de centralizadamente, dentro de
una economía. A esa porción del trabajo social agregado que representa cada
mercancía (como ejemplar de una clase de mercancías y no como producto
único) es el valor. Toda mercancía es, por tanto, valor de uso y valor a la
vez: el valor de uso es la faceta material de la mercancía y el valor es su
faceta social.
De acuerdo con Marx, existe una contradicción entre ambos caracteres
de la mercancía: el valor de uso está destinado a ser consumido y retirado de
la circulación mientras que el valor está destinado a ser intercambiado y
mantenerse en circulación. De esa contradicción emergerá el dinero, es decir,
un valor que nunca es retirado de la circulación sino que permanece en ella
para prestar dos funciones: por un lado, ser un valor que actúa como medidor
de valores, lo que permite que el valor del resto de mercancías se
independice de sus valores de uso; por otro lado, ser un medio de circulación
que da lugar a un intercambio continuado de mercancías como valores pero
sin influir activamente sobre el precio de las mismas.
La introducción del dinero dentro de la economía mercantil llevará a
que ese dinero se transforme en capital, o más bien capital dinerario, es
decir, en una masa de valor-trabajo que busca autorrevalorizarse
continuamente mediante su circulación perpetua. Y una vez que el capital se
vuelva predominante en las relaciones de producción y de distribución de
mercancías, entonces la faceta de valor (autovalorizante) de las mercancías
se impondrá totalmente sobre su faceta como valores de uso: las economías
capitalistas subordinarán la producción de valores de uso a la generación de
valores que se autovaloricen, esto es, a la generación de plusvalía. El
contenido material de las mercancías se verá anulado (alienado) por su
forma social. «Nunca debemos olvidar que lo que importa en el modo de
producción capitalista no es el valor de uso inmediato, sino el valor de
cambio y, más en particular, la expansión de la plusvalía» (Marx [1862-
1863b] 1989, 126).
Podemos, pues, resumir el razonamiento de Marx con el siguiente
teorema (p ∧ q ∧ r ∧ s → t → u):
Si
(p) Existe una contradicción entre valor y valor de cambio
(q) La teoría del valor trabajo es cierta,
(r) El dinero es un valor medidor de valores
(s) El dinero como medio de circulación es un elemento pasivo en la determinación
de los precios de equilibrio
entonces
(t) El dinero evolucionará a capital dinerario y entonces
(u) El capital subordinará la producción de valores de uso a la generación de plusvalía
Según explicamos en el epígrafe 1.5 del primer tomo de este libro, Marx
considera que el trabajador se halla alienado bajo el mercado: no sólo porque
el mercado lo subyuga, sino sobre todo porque, al subyugarlo, anula,
corrompe y anula su naturaleza humana. El ser humano se deshumaniza para
convertirse en un productor abstracto y asocial, indistinguible del resto y
cuyo único propósito vital es generar continuamente valor en forma de
mercancías (Marx [1844a] 1975, 277).
Ya hemos argumentado por qué denunciar que los productores se
«someten» al mercado como si éste los oprimiera y esclavizara es un
argumento incorrecto: los productores se «someten» tanto al mercado como
un paciente se somete a su cirujano, como un pasajero se somete al piloto del
avión o como unos atletas se someten a las reglas de la competición de
atletismo o como cualquier persona se somete a un algoritmo cuando lo
utiliza para tomar decisiones de un nivel de complejidad muy superior al que
puede abarcar por su cuenta. Es incorrecto sostener, pues, que un productor
independiente está alienado porque carece de control sobre su trabajo: lo que
ocurre, más bien, es que ese productor delega (al menos en parte) la
concreción del contenido social de su trabajo a un muy eficiente mecanismo
de agregación, transmisión y validación de información sobre las
preferencias sociales y sobre el conocimiento tecnológico local del resto de
los productores independientes con los que coopera descentralizadamente. Y
delega la concreción del contenido social de su trabajo al mercado porque,
de ese modo, optimiza su coordinación con el resto de productores
independientes.
Sin embargo, esta réplica sigue dejando la puerta abierta a que el
mercado sea un mecanismo deshumanizador y corruptor. Dicho de otro
modo: aun cuando la forma más eficiente de coordinarnos socialmente para
maximizar la producción agregada fuera el mercado, el mercado podría
seguir siendo una forma deshumanizadora de coordinarse que corrompiera el
contenido social de nuestro trabajo. Marx ciertamente abrazaba esta tesis: a
su juicio, el mercado maximizaba la eficiencia productiva frente a modos de
producción anteriores (no frente al comunismo) a costa del vaciamiento o
deshumanización plena del ser humano. En sus propias palabras:
En la economía burguesa […] este despliegue completo de todas las potencialidades
internas del hombre se convierte en su vaciamiento pleno. Su objetivación universal se
convierte en su alienación total: y la destrucción de todos sus propósitos unilateralmente
determinados deviene el sacrificio de los fines-en-sí-mismos del ser humano ante un
objetivo completamente exterior (Marx [1857-1858] 1986, 412) [énfasis añadido].
como un simple medio para lograr sus fines privados, como una necesidad exterior. Pero
la época que genera esta perspectiva, esta idea del individuo aislado, es precisamente
aquella en la cual las relaciones sociales (universales, según este punto de vista) han
alcanzado su mayor grado de desarrollo hasta el presente (Marx [1857-1858] 1986, 18).
Es decir, que antes del dinero, antes por tanto de las economías
mercantiles, la producción se organizaba mediante «relaciones de
dependencia personal» porque cuanto «menor es la fuerza social del medio
de cambio […] tanto mayor ha de ser la fuerza de la comunidad que vincula
a los individuos, la relación patriarcal, la comunidad antigua, el feudalismo y
el gremio (Marx [1857-1858] 1986, 94-95). Y mediante relaciones de
dependencia personal no sería posible sostener un ámbito de cooperación tan
sumamente extendido como el que posibilita el mercado: si la cooperación
entre millones de individuos dependiese de sus lazos de afinidad personal,
esos millones de individuos ni podrían (por meras limitaciones cognitivas
para conocer entablar una relación personal con tantísimos otros individuos)
ni querrían (por falta de afinidad con muchos de ellos) cooperar a una escala
tan extendida. La cooperación a gran escala, pues, descansa necesariamente
sobre normas universales y abstractas que nos permitan interactuar en
términos impersonales e igualitarios (Hayek 1973; Barnett 1998):
Tratamos con amor y solidaridad a aquellas personas que conocemos personalmente por
cuanto nos son queridas. Pero precisamente porque no podemos conocer las
circunstancias específicas de todo el mundo más allá de nuestro círculo de parientes y
amigos, el orden extendido de los mercados trata a todo el mundo que no conocemos
personalmente del mismo modo […]. Las mismas reglas son aplicables a todo el mundo:
no dañes robando, defraudando o rompiendo promesas y permitamos que la libertad de
elección entre alternativas, a la que llamamos competencia, haga el resto (Smith y
Wilson 2019, 1).
Es decir, lo que está señalando Smith es que los motivos personales por
los cuales comerciamos son irrelevantes siempre y cuando respetemos las
reglas de justicia que estructuran una sociedad de mercado. Y ésa es
precisamente una de las grandes virtudes del mercado: que, al estar basado
en la reciprocidad, uno sólo puede salir beneficiado del comercio si a su vez
beneficia a otros. La cooperación no descansa sobre la bondad unilateral
(benevolencia) sino sobre el interés recíproco: incluso las personas
profundamente egoístas o misántropas han de satisfacer las necesidades de
los demás si quieren ver satisfechas sus propias necesidades a través del
mercado. Anteriormente nos hemos referido al caso del individuo avaricioso
cuya avaricia podía verse potenciada por el mercado: pues bien, y aunque
eso es estrictamente cierto, también lo es que la única forma en la que,
dentro del mercado y respetando las normas de justicia, ese individuo podrá
satisfacer su instinto avaro es generando valores de uso para los demás, es
decir, facilitando que los demás satisfagan sus necesidades.
Con todo, que el mercado permita canalizar los instintos asociales o
antisociales de algunas personas hacia la sociabilidad mediada por
mercancías y que, por tanto, la benevolencia sea innecesaria para que
prevalezcan honestos comportamientos prosociales de carácter impersonal
no implica que la benevolencia sea superflua o estéril. Adam Smith también
reconocía que una sociedad sin benevolencia sería una sociedad «menos
feliz y agradable» que una con benevolencia, por lo que sin ella no podría
alcanzar «su forma más cómoda [para la vida en sociedad]». Dicho de otro
modo, «la benevolencia es el ornamento que embellece el edificio, pero no la
base que lo soporta, por lo que basta con recomendarla y en ningún caso ha
de ser impuesta» (Smith [1753] 1982, 86). La benevolencia, en suma, no es
estrictamente necesaria para que el mercado funcione aceptablemente pero
su presencia puede suplementar y mejorar el funcionamiento del mercado,
por ejemplo limitando las prácticas comerciales deshonestas o cortoplacistas
o fomentando la búsqueda de otros objetivos no estrictamente mercantiles
pero que los individuos juzguen necesarios para mejorar la calidad de vida
dentro de una sociedad.
En todo caso, con benevolencia o sin ella, parte de la interacción en el
mercado sí tiende a volver a las personas más prosociales y equitativas en su
trato con terceros: en la medida en que todo el resto del mundo se convierten
en un cooperador potencial, poco a poco vamos dejando de priorizar
moralmente a las personas con las que nos unen lazos de sangre o lazos
territoriales. Las sociedades tribales más expuestas al mercado son las que
tienden a exhibir un mayor universalismo moral, es decir, aquellas que
tienden a aplicar las mismas normas morales a «propios» y a «extraños»
(Agneman y Chevrot-Bianco 2022). Así, nuestros círculos morales se
incrementan para implicar a cada vez más personas por todo el orbe: «Los
individuos “globalizados” trazan límites grupales más amplios que el resto,
evitando las motivaciones provincianas en favor de las cosmopolitas»
(Buchan et alii 2009). Nuevamente, nada de esto es ajeno a Marx, pues él
mismo señala que el capital consigue «superar las barreras y los prejuicios
nacionales» (Marx [1857-1858] 1986, 337). Es decir, que el mercado nos
vuelve productores más genuinamente sociales de lo que jamás lo éramos
con anterioridad: no se trata de una prosocialidad impostada sino de una
auténtica humanización de las relaciones sociales a gran escala. También en
este caso, pues, el mercado minimiza la alienación con respecto a modos de
producción anteriores: no somos más antisociales sino más prosociales.
En definitiva, el mercado reduce la alienación del trabajo frente a todas
las formas históricas previas de organización el trabajo social. No es cierto
que el mercado deshumanice al ser humano en el sentido de que lo anule
como productor social autónomo: la autonomía de los individuos a la hora
decidir qué producen, cómo producen y con quién producen jamás ha sido
mayor que en las sociedades de mercado. Ni en el comunismo primitivo, ni
en el esclavismo, ni en el feudalismo las personas contaban con tanta
capacidad material o social como para dirigir su proceso de trabajo y para
entrelazarlo con el proceso de trabajo de tantas otras personas de todo el
mundo. Lo anterior no significa que en las sociedades de mercado ese
control personal sobre el propio trabajo sea ilimitado: los individuos tienen
que coordinarse entre sí y por tanto han de ajustar su comportamiento
recíprocamente. Significa, más bien, que ningún otro sistema económico ha
posibilitado que las preferencias laborales de cada individuo puedan llegar a
compatibilizarse tanto con las preferencias de otros individuos como para,
minimizando todos ellos la alienación de su trabajo frente a modos de
producción anteriores, cada uno termine accediendo a los valores de uso que
necesita. Y si el mercado ha permitido minimizar la alienación del trabajo
frente a todos los modos de producción históricos anteriores ha sido, en gran
medida, porque ha incrementado como ningún otro modo de producción
histórico los espacios de cooperación humana gracias a la difusión de la
prosocialidad impersonal: al multiplicarse el número de individuos con los
que uno puede cooperar provechosamente, también se multiplican las
opciones de encontrar una pareja de intercambio que me ofrezca lo que
necesito sin necesidad de renunciar socialmente a aquello que aspiro a ser
materialmente. Por consiguiente, ningún otro modo de producción histórico
ha otorgado tanto espacio para la autorrealización de las personas dentro de
la sociedad como el capitalismo. Y, en el fondo, esto es algo que ni siquiera
Marx negaba:
Las conexiones objetivas [conexiones entre personas mediadas por mercancías] son
ciertamente preferibles a la ausencia de conexión o a la conexión puramente local basada
en los vínculos naturales de consanguinidad, o en las relaciones de señorío y servidumbre
(Marx [1857-1858] 1986, 98).
Y son preferibles porque son menos alienantes: porque otorgan
mayores espacios de autonomía a los productores sociales para que alineen
sus preferencias profesionales con las necesidades del resto de individuos.
En conclusión, no existe ninguna contradicción necesaria entre valores
y valores de uso (proposición p): utilizando el mecanismo colectivamente
racional del mercado, producimos valores con el objetivo individualmente
racional de producir la mayor cantidad y calidad de valores de uso posibles
y, al hacerlo, minimizando la alienación de nuestro trabajo con respecto a
modos de producción precapitalistas (también con respecto al comunismo,
pero eso lo analizaremos en el capítulo 7). Y si no existe contradicción entre
valores y valores de uso (si existe, en realidad, complementariedad entre
ambos), entonces el capital no tiene por qué subordinar necesariamente la
generación de valores de uso a la obtención de plusvalía (proposición u).
Para Marx, el dinero es una mercancía que puede actuar como equivalente
universal de valor por ser fruto del trabajo humano: es decir, su cualidad ha
de estar determinada (como valor-trabajo) aunque su cantidad sea irrelevante
(para su función de medidor de valores). A contrario sensu, si el dinero no
fuera una mercancía fruto del trabajo, no podría ser usado como equivalente
universal en tanto en cuanto los valores del resto de mercancías no podrían
expresarse en términos relativos con respecto a él (C1, 3.1, 188). Por
consiguiente, los bienes no reproducibles mediante el trabajo humano o los
derechos indeterminados sobre bienes no podrían actuar como medidor de
valores.
La cuestión, por tanto, es: ¿sólo los productos del trabajo humano
pueden actuar como medidor de valores? Y, para responder a esa pregunta,
hay que empezar distinguir dos conceptos similares pero no idénticos:
medidor de valores (valores-trabajo) y numerario. Para Marx, todo medidor
de valores será un numerario y todo numerario habrá de ser un medidor de
valores. Sin embargo, si pudiesen existir numerarios que midieran no ya
valores-trabajo sino utilidades, entonces no todo numerario tendría por qué
ser necesariamente un medidor de valores sino que podría ser un medidor de
utilidades. Así pues, vamos a analizar esta cuestión anterior partiendo de esta
distinción: primero, estudiaremos si todo medidor de valores-trabajo ha de
ser un producto del trabajo humano; segundo, investigaremos si todo
numerario (por ejemplo, un numerario de utilidades) ha de ser un producto
del trabajo humano.
Primero, ¿sólo los productos reproducibles a través del trabajo humano
pueden actuar como medidores de valores-trabajo? En principio, los bienes
no reproducibles no pueden actuar como medidores del valor, puesto que si
su oferta es totalmente inelástica (no pueden producirse ni siquiera con más
trabajo humano), su valor de cambio con otras mercancías no dependerá de
su valor, sino de su demanda. Por ejemplo, aunque un cuadro de Picasso
haya requerido 1.000 horas de trabajo para ser creado, el valor de cambio de
esas 1.000 horas fluctuará en función de su demanda, dado que su oferta no
puede incrementarse o reducirse en función de esa demanda.
Pero aunque los bienes no reproducibles no puedan emplearse como
medidores de valor, podría pensarse que una unidad ideal de «hora de
trabajo» —una unidad abstracta, atemporal y universal— sí sería capaz de
hacerlo, de modo que realmente no sería necesario que el medidor de valores
haya sido materialmente producido por el ser humano. A este respecto,
imaginemos un «banco de tiempo» donde los distintos productores venden y
compran sus mercancías: el banco les reconoce un «crédito» de horas de
trabajo a cada productor por las mercancías vendidas (según el tiempo medio
de producción de esas mercancías) y un débito en función de las mercancías
compradas (según el tiempo medio de producción de las mismas), de modo
que todas las compras y todas las ventas se compensan entre sí según sus
valores-trabajo. Por ejemplo, si un productor ha fabricado una capa en 1 hora
de trabajo y otro productor le adquiere esa capa, el banco le reconocería un
crédito de 1 hora de trabajo al primer productor que más adelante podría
gastar en adquirir otras mercancías con un valor de 1 hora de trabajo. Marx,
sin embargo, rechaza la propuesta de los bancos de tiempo dentro de la
sociedad mercantil por dos motivos.
Por un lado, una hora de trabajo ideal y atemporal estaría desvinculada
de las condiciones técnicas de producción de cada época. Por ejemplo,
imaginemos que en el año 1800 es posible producir una capa en 1 hora de
trabajo y que un productor vende la capa a través del banco de tiempo y
obtiene un crédito de 1 hora que decide no gastar; al cabo de 50 años, y
gracias a los aumentos de productividad, acaso sea posible producir 10 capas
en una hora de trabajo, de modo que el crédito de 1 hora por la capa
producida en 1800 será capaz de adquirir 10 capas en 1850: el trabajo
objetivado en el pasado (1800) «explotará» al trabajo vivo del presente
(1850). Nada de esto tendría por qué suceder si se utilizara un bien
reproducible mediante el trabajo humano, por ejemplo el oro. Si en el año
1800 es posible producir 1 capa y 1 onza de oro en 1 hora, entonces el precio
de una capa será de una onza de oro; y si, en el año 1850, es posible
producir, merced al aumento de la productividad, 10 capas y 10 onzas de oro
en 1 hora, entonces el precio de una capa seguirá siendo de 1 onza de oro. Si
alguien hubiese atesorado 1 onza de oro en 1800 podría comprar
exactamente el mismo valor en 1800 que en 1850, porque el aumento de la
productividad también habría afectado al valor del oro. En suma, el primer
problema de los bancos de tiempo es pretender que «1 hora de trabajo» sea
una unidad desvinculada de las condiciones técnicas de producción de cada
época; algo que, trasladándolo a terminología moderna, generaría crisis
inflacionistas (en entornos de productividad decreciente) o crisis
deflacionistas (en entornos de productividad creciente) (Marx [1857-1858]
1986, 74-75).
Por otro, una hora de trabajo ideal y universal también estaría
desvinculada de los desequilibrios realmente existentes dentro de una
economía mercantil. Dado que la economía mercantil comete errores
sistemáticos a la hora de tomar las decisiones de producción (algunos bienes
se sobreproducen y otros se infraproducen), es imprescindible que
transitoriamente las mercancías infraproducidas se vendan con prima (que
sus productores las vendan a cambio de más trabajo social del que costó
fabricarlas) y que las mercancías sobreproducidas se vendan con descuento
(que sus productores las vendan a cambio de menos trabajo social del que
costó fabricarlas). Sólo así se tenderá a restablecer el equilibrio productivo:
con precios de mercado que se desvíen de sus valores modificando con ello
la distribución del trabajo social. Pero para que los precios de mercado
puedan ubicarse temporalmente por encima o por debajo de los valores de
las mercancías es necesario que todas las mercancías, incluyendo el dinero,
estén expuestas a las fluctuaciones de la oferta y de la demanda, cosa que no
ocurre con una unidad abstracta de tiempo de trabajo (el banco de tiempo
crea nuevas unidades abstractas cada vez que se vende una mercancía y las
destruye cada vez que se compra una mercancía). Siendo así, no será posible
que emerja ninguna diferencia entre el precio de mercado y el valor de las
mercancías: ninguna mercancía cotizaría nunca con prima o con descuento
frente al resto, lo que equivaldría a presuponer que estamos
permanentemente en equilibrio, impidiendo con ello la corrección de
cualesquiera desequilibrios productivos que aparezcan en la economía. Nada
de esto ocurriría si se empleara como medidor de valores un bien
reproducible mediante el trabajo humano, dado que la tasa de conversión de
una hora de trabajo concreto en la industria del oro y una hora de trabajo
concreto en el resto de las industrias sí podría variar transitoriamente en el
mercado según la oferta y la demanda relativa por cada tipo de trabajo
objetivado. No así, repetimos, con una unidad abstracta de tiempo que por
definición no cotiza en el mercado. En suma, el segundo problema de los
bancos de tiempo es pretender que el valor de una mercancía (su coste)
siempre es igual a su precio de mercado, cuando eso sólo ocurre en
equilibrio (Marx [1857-1858] 1986, 75-76).
¿Tiene razón Marx en sus apreciaciones contra una unidad ideal de
valor trabajo? La primera de las críticas es discutible: aunque una hora de
trabajo en 1800 sea menos productiva que en 1850, en ambos casos estamos
hablando de una hora de trabajo, de modo que no queda claro por qué una
hora de trabajo de 1800 sólo debería intercambiarse por unos pocos minutos
de trabajo de 1850. Es más, si la productividad de la minería de oro no se
hubiese incrementado entre 1800 y 1850 al mismo ritmo que en el resto de la
economía, igualmente se viviría una deflación por mucho que el oro fuera un
valor-trabajo que actuara como equivalente universal de valor. Por tanto,
puede que Marx tenga razón cuando dice que usar como patrón monetario
una hora de trabajo ideal aboque a la deflación a aquellas economías que
vean aumentar su productividad con el transcurso de los años, pero es que la
única forma de evitarlo pasa por ir devaluando el valor relativo de una hora
de trabajo, una opción que también tiene sus propios problemas (dificultar la
transmisión intertemporal de valor).
La segunda de las críticas, en cambio, sí es correcta y muestra
precisamente que la teoría del valor trabajo no puede emanciparse por entero
de la teoría del valor subjetivo: si existen desequilibrios entre las ofertas y
demandas sectoriales, entonces la propia teoría del valor trabajo reconoce
que es imprescindible que algunos tiempos de trabajo coticen con prima y
que otros coticen con descuento; y eso es algo que no sucedería si las
mercancías siempre se vendieran según sus valores. Dicho de otra manera,
para Marx, los precios de mercado de las mercancías (cuyas desviaciones
respecto a sus valores son esenciales para restablecer el equilibrio) no son
mediciones puras del tiempo de trabajo necesario en promedio para fabricar
cualquier mercancía, sino mediciones de la utilidad de los distintos tipos de
trabajo dedicados a fabricar cada una de las diferentes mercancías (si una
mercancía se infraproduce con respecto a las necesidades, el tiempo de
trabajo dedicado a esa clase de mercancía se vuelve más útil; si se
sobreproduce, menos útil). ¿Y cómo se efectúan esas mediciones de la
utilidad del tiempo de trabajo de las distintas clases de mercancías? A través
de un numerario que no actúa, en realidad, como equivalente universal del
tiempo de trabajo abstracto, sino como equivalente de las utilidades relativas
de sus tiempos de trabajo concreto, es decir, como medidor de las utilidades
relativas de los bienes. Si el numerario sólo midiera valores-trabajo, el
precio de las mercancías no podría, por definición, ubicarse ni por encima ni
por debajo del valor-trabajo de esas mercancías: 5 horas de tiempo de trabajo
promedio siempre son 5 horas de tiempo de trabajo promedio, se hayan
fabricado muchas o pocas unidades de una mercancía o de otras mercancías.
Ahora bien, 5 horas de trabajo sí pueden ser más o menos útiles según haya
carestía o sobreabundancia de los productos fabricados con ellas.
Obviamente el razonamiento que emplea Marx para salvar su teoría del valor
trabajo es que aquel tiempo de trabajo dedicado a producir mercancías que
no sean valores de uso sociales no cuenta como valor-trabajo, no cuenta
como trabajo social que el resto de los productores independientes deba
remunerar: pero, según hemos expuesto en el apartado 1.3.1 b) de este
segundo tomo, las unidades extramarginales de una mercancía pueden seguir
siendo valores de uso aun cuando su precio de mercado se ubique por debajo
de su valor, de modo que en este caso no habría ninguna justificación —
ninguna justificación no margiutilitarista— para que esas unidades
extramarginales se intercambiaran por debajo de sus valores (es tiempo de
trabajo social dedicado a producir mercancías que son todas ellas valores de
uso sociales, pero valores de uso sociales menos útiles en el margen que las
mercancías alternativas que podrían haberse fabricado con ese mismo
tiempo de trabajo).
De hecho, si el numerario de una economía únicamente midiera
tiempos de trabajo —aunque lo hiciera sólo entre valores de uso sociales—
pero no midiera la utilidad relativa de los distintos tiempos de trabajo,
entonces ese numerario sólo nos permitiría alcanzar, en el mejor de los
casos, la eficiencia técnico-productiva dentro de una economía, pero no la
eficiencia económica. Por eficiencia técnico-productiva nos referimos a que
no sea técnicamente posible producir una unidad adicional de ninguna
mercancía sin reducir la producción de otras mercancías; por eficiencia
económica, que no sea posible mejorar el bienestar (la utilidad) de ningún
agente económico sin perjudicar la de otro.
Podemos ilustrar este argumento recurriendo a la Frontera de
Posibilidades de Producción: la Frontera nos muestra qué combinaciones de
mercancías (X, Y) resulta técnicamente factible alcanzar. Por ejemplo, en la
Frontera que hemos representado es factible producir —entre muchas otras
posibilidades— o 2 unidades de X y 8 unidades de Y (punto A); o 4
unidades de X y 7 unidades de Y (punto B); u 8 unidades de X y 2 de Y
(punto C); o 2 unidades de X y 7 unidades de Y (punto D). Si una economía
estuviera en el punto D, esa combinación no sería productivamente eficiente
porque cabría aumentar la producción de y sin reducir la de X (pasar de x=2,
y=7 a x=2, y=8) o la de X sin reducir la de Y (pasar de x=2, y=7 a x=4,
y=7). Cualquier combinación ubicada en la Frontera es eficiente desde un
punto de vista productivo; cualquier combinación ubicada por debajo es
ineficiente desde un punto de vista productivo; cualquier combinación
ubicada por encima es inalcanzable con el estado actual de la técnica. A su
vez, la Frontera también nos ayuda a ilustrar el concepto de coste de
oportunidad: si estamos en el punto B y queremos incrementar la producción
de la mercancía Y en una unidad deberemos renunciar a dos unidades de la
mercancía X (eso es lo que sucede cuando transitamos del punto B al punto
A).
Gráfico 2.1
Pues bien, conocer los valores (trabajo) de una mercancía nos ayuda a
saber si estamos siendo eficientes desde un punto de vista técnico-
productivo, es decir, si nos ubicamos encima de la frontera o por debajo de
la misma. Si, por ejemplo, trabajando 100 horas nos ubicamos en el punto D
cuando, habida cuenta del tiempo de trabajo socialmente necesario de las
mercancías X,Y deberíamos ubicarnos en A o en B o en C, eso es que no
estamos siendo técnicamente eficientes produciendo. Ahora bien, la frontera
no nos indica, por sí misma, si los agentes económicos prefieren la
combinación de mercancías A, B o C: la eficiencia económica global sólo se
da cuando producimos aquella combinación de mercancías que no es
susceptible de ser mejorada adicionalmente sin empeorar el bienestar de
nadie. Por ejemplo, si estamos en el punto A pero los productores prefieren
consumir 4 unidades de X en lugar de 2 unidades X, aun cuando ello
suponga renunciar al consumo de una unidad de Y, entonces el punto A no
será económicamente eficiente por mucho que sí lo sea desde un punto de
vista técnico-productivo. Para saber qué combinación de bienes —si A, B o
C— es económicamente eficiente, necesitamos conocer no sólo cuánto
cuesta producir la mercancía X o la mercancía Y, sino también cuál es su
utilidad relativa de cada una de las mercancías (en el ejemplo anterior,
preferíamos en el margen dos unidades de X a 1 unidad de Y). Y para
conocer cuál es su utilidad relativa, necesitamos un numerario en términos
de utilidad, no en términos de tiempo de trabajo.
Al respecto, el dinero, al actuar como numerario medidor de utilidades
relativas (Menger [1892] 2005), posibilita el cálculo económico a gran
escala (Mises [1920] 2012, 9-11): posibilita la cooperación social sobre la
base de unos términos cuantitativos que resulten ordinalmente ventajosos
para ambas partes. La Paradoja de Condorcet que expusimos en el apartado
2.1.1 de este tomo puede encontrar solución merced al dinero: si el individuo
1 exhibe la siguiente escala de preferencias: a ≻ b ≻ c; el individuo 2 exhibe
la siguiente escala de preferencias: b ≻ c ≻ a; y el individuo 3 exhibe la
siguiente escala de preferencias: c ≻ a ≻ b; ¿cómo decidir colectivamente si
debemos priorizar la producción de a, de b, o de c? En la medida en que los
tres individuos revelan cuantificadamente sus preferencias mediante los
precios, cabrá maximizar la utilidad del conjunto de productores
independientes según la utilidad para terceros (igualmente cuantificada
relativamente) que cada uno de ellos haya creado. Así, y aplicando la misma
lógica que acabamos de emplear en el ejemplo de la frontera de
posibilidades de producción, si técnicamente podemos fabricar o «1 unidad
del bien A + 2 unidades del bien B + 3 unidades del bien C» o «3 unidades
del bien A más 1 unidad del bien B» y, en función de las predisposiciones al
pago de los tres individuos anteriores, el valor monetario agregado de la
primera combinación es de, por ejemplo, 30 onzas oro y el de la segunda 35
onzas de oro, entonces deberemos producir la segunda.
Por tanto la segunda cuestión que planteamos al principio de este
apartado también queda resulta: ¿puede haber numerarios que no sean fruto
del trabajo humano? En la medida en que sean capaces de medir
relativamente la utilidad social de las mercancías, es irrelevante si son fruto
del trabajo humano o no. Para coordinar adecuadamente a los productores
independientes se necesita un numerario no que mida el valor-trabajo, sino
que mida la utilidad social de las mercancías.
Ahora bien, ¿cuál es la característica fundamental de un numerario que
mida adecuadamente la utilidad social de otras mercancías? Pues que su
propia utilidad marginal sea estable para que la utilidad del resto de
mercancías pueda expresarse en relación a ella. ¿Y cuáles son las
propiedades que facilitan que un bien pueda exhibir una utilidad marginal
estable? Primero, que todas las unidades de ese bien sean exactamente
iguales (para que todas ellas constituyan un único y mismo numerario)
incluyendo el caso de que sean agregables o divisibles sin que por ello se
altere su valor unitario (la utilidad marginal de 100 gramos de oro ha de ser
la misma que la utilidad marginal de dos unidades de 50 gramos de oro):
para ello, es necesario que ese objeto se presente naturalmente en forma de
unidades totalmente homogéneas o que, alternativamente, sea fácil (a bajo
coste) de homogeneizar artificialmente (merced, por ejemplo, a un bajo
punto de fusión o una alta ductilidad y maleabilidad). Segundo, que su oferta
se adapte elásticamente a la demanda para evitar grandes fluctuaciones en su
utilidad marginal (reduciendo la oferta cuando se reduzca la demanda y
aumentando la oferta cuando aumente la demanda). Si se cumplen ambas
propiedades, la utilidad del numerario será estable y entonces cualquier
cambio en el precio de una mercancía resultaría atribuible a cambios en la
utilidad marginal de esa mercancía y no a cambios en la utilidad marginal
del numerario.
En este sentido, la primera de estas dos propiedades podría
desempeñarla de manera potencialmente adecuada un bien no reproducible,
pero la segunda aparentemente no: los bienes no reproducibles presentan una
oferta totalmente inelástica, de modo que cualquier fluctuación de su
demanda se traduciría en un cambio en su utilidad marginal. Sin embargo, si
los bienes no reproducibles que actúan como numerario son fácilmente
sustituibles por otros bienes económicos o, más comúnmente, por activos
financieros cuya oferta sí sea suficientemente elástica, entonces los cambios
en la demanda de ese bien no reproducible no tendrían por qué afectar a su
utilidad marginal (Rallo 2019a, 169-179). En otras palabras, un bien no
reproducible no está necesariamente incapacitado para actuar como
numerario en el que expresar la utilidad relativa de las mercancías siempre
que se inserte dentro de un adecuado marco institucional que vuelva elástica
la oferta de sus sustitutos monetarios.
Así, un bien no reproducible que actuara como numerario gracias a su
utilidad estable no tendría por qué estar expuesto a las dos críticas que
efectúa Marx contra los bancos de tiempo. Por un lado, aunque la oferta de
ese bien fuera rígida, si, con el paso del tiempo, la demanda del mismo no se
incrementa más que su oferta, su utilidad marginal permanecería estable y
ello permitiría comparaciones intertemporales de la utilidad relativa del resto
de mercancías a través de sus precios: si el precio de una mercancía es más
bajo en 1850 que en 1800 sería porque la utilidad marginal de esa mercancía
es menor en 1850 que en 1800. Por otro lado, ese numerario con valor
estable permitiría comparaciones de utilidad relativa entre mercancías: si el
precio de una mercancía A supera su coste monetario, es que algunos
productores son capaces de producirla dejando de producir otros bienes B
que resultan menos útiles en el margen, de ahí que aumentar la oferta de la
mercancía A resulte coordinador; si el precio de una mercancía A es inferior
a su coste monetario, es que algunos productores de A la están produciendo
a costa de dejar de producir otros bienes B que resultan más valiosos, de ahí
que reducir la oferta de la mercancía A resulte coordinador. Por tanto, con un
numerario que mida en términos relativos la utilidad de las mercancías
también es posible lograr la coordinación y la integración intertemporal e
interespacial de los productores dentro del mercado, no es necesario recurrir
a un equivalente universal de valores. El dinero cuya utilidad marginal sea
estable actúa como «un transmisor de valor a través del espacio y del
tiempo» (Fekete 1996).
De hecho, aferrarse a la idea de que el numerario de cualquier
economía mercantil ha de ser un valor-trabajo (y, por tanto, un bien
reproducible a través del trabajo humano) impide explicar fenómenos
monetarios como el uso de cigarrillos como medidores de valor dentro de las
cárceles o en los campos de prisioneros de guerra (Radford 1945): a la
postre, los cigarrillos no son reproducibles mediante el trabajo humano
dentro de esos entornos, con lo que no tienen un valor-trabajo determinado
en esos ámbitos (por mucho que se incremente la demanda de cigarrillos, la
oferta no puede incrementarse en paralelo). Desde el punto de vista de la
teoría del valor subjetivo, en cambio, no hay dificultad en explicar su
función como numerario: si los cigarrillos son capaces de retener una
utilidad estable (o, al menos, más estable que patrones monetarios
alternativos), su homogeneidad y divisibilidad los pueden volver
especialmente apropiados como unidad de cuenta dentro del contexto de los
campos de prisioneros de guerra (no serían un numerario de utilidad
perfecto, pero sí el menos imperfecto en ese contexto).
Asimismo, si nos empeñamos en que todo numerario ha de ser un
valor-trabajo, tampoco seríamos capaces de explicar el fenómeno de las
monedas fiat actuales: y es que, desde un punto de vista material, una
moneda fiat no es más que un trozo de papel estampillado, de modo que su
coste de producción, como papel estampillado, es muy bajo y, desde luego,
muy inferior al valor de cambio que las monedas fiat bien administradas
suelen exhibir (el valor de un billete de 500 euros es muy superior al valor
del papel y la tinta de esos 500 euros). ¿Cómo pretende explicar Marx el
valor de las monedas fiat? Considerándolas un símbolo representativo del
oro al que reemplazan (y, por tanto, como representantes del valor del oro al
que sustituyen):
El papel moneda es un símbolo del oro, un símbolo del dinero. Su relación con el valor
de las mercancías es sólo ése: constituyen cantidades imaginarias de ciertas sumas de oro
y esas cantidades se hallan simbólica y físicamente representadas por el papel. Sólo en la
medida en que el papel moneda represente al oro, que tiene valor como el resto de las
mercancías, puede ser un símbolo de valor (C1, 3.2, 225).
Pero las monedas fiat actuales no son símbolos representativos del oro
(pues no son convertibles en oro ni hay expectativa de que vayan a serlo).
Marx, por consiguiente, es incapaz de explicar el valor de cambio de las
monedas fiat por cuanto se obsesiona con que ese valor de cambio debe estar
sustentado en un valor-trabajo del que carecen las monedas fiat. En realidad,
las monedas fiat actuales no son más que activos financieros que otorgan el
derecho, frente a la tributación estatal, de retener cantidades indeterminadas
de bienes económicos (Rallo 2017), de modo que no es posible vincularlas
con ningún tiempo de trabajo específico. Nuevamente, sin embargo, no
entraña ninguna dificultad explicar el valor de cambio de las monedas fiat
desde la perspectiva de la teoría del valor subjetivo: si el emisor de moneda
fiat, como activo financiero que es, puede gestionarla de tal manera que
minimice las fluctuaciones de su valor de cambio frente al resto de
mercancías (y, para ello, el emisor deberá usar sus propios activos,
reabsorbiendo las oferta de moneda fiat que desborde a su demanda),
entonces a los agentes económicos puede interesarles usarla como numerario
para medir utilidades (no los tiempos de trabajo). Si una moneda fiat es un
activo financiero y su emisor consigue estabilizar su valor de cambio,
entonces se convertirá en un activo que, además, será útil como dinero para
los agentes económicos.
Ni en el caso de los cigarrillos ni en el caso de la moneda fiat, la
reproducibilidad del numerario mediante el trabajo humano constituye una
característica necesaria para que puedan actuar como unidad de cuenta… de
la utilidad relativa de los bienes. La reproducibilidad del numerario mediante
el trabajo humano ni siquiera está claro que sea una característica necesaria
para que pueda actuar como unidad de cuenta del valor-trabajo (una unidad
de tiempo abstracto permitiría medir el valor-trabajo de una clase de
mercancía, pero el valor de esa unidad de trabajo abstracto no se alteraría
con los cambios en la productividad social). Pero, en cualquier caso, lo que
están interesados en medir los agentes económicos dentro de los
intercambios —y esto podemos apreciarlo de manera muy clara cuando
emplean cigarrillos o moneda fiat como numerario— no es el tiempo de
trabajo social de una mercancía, sino su utilidad social.
En definitiva, un bien puede actuar como numerario de utilidades
sociales relativas sin necesidad de ser reproducible mediante el trabajo
humano. No sólo eso sino que, mucho más importante, un buen numerario,
que posibilite una coordinación económica amplia dentro de una sociedad
mercantil, deberá ser un numerario en términos de utilidad y no de valor-
trabajo. No es cierto, pues, que el dinero deba ser un valor que mida valores-
trabajo (proposición r): ha de ser un bien económico con utilidad estable que
mida las utilidades sociales relativas de otros bienes.
El dinero, para Marx, no sólo actúa como medidor de valores, sino también
como medio de circulación y, para que pueda actuar como medio de
circulación respetando la ley del valor, su cualidad como bien es irrelevante
(en el sentido de que las monedas pueden ser símbolos representativos de la
mercancía que actúa como medio de circulación y, por tanto, esa mercancía
no tiene por qué estar materialmente presente en los intercambios) pero la
cantidad de sus unidades de dinero empleadas en la circulación sí ha de estar
determinada por el valor agregado de las mercancías intercambiadas (en
lugar de ser determinante de ese valor mercantil intercambiado). Si el valor
agregado de las mercancías intercambiadas no dependiera únicamente de su
propio valor sino de la cantidad de dinero en circulación, entonces el precio
de las mercancías, incluso en equilibrio, no reflejaría en términos relativos
su valor, sino que se vería influido por la cantidad de dinero disponible para
poder completar esos intercambios. Por consiguiente, el dinero como medio
de circulación ha de ser un elemento pasivo en la determinación de los
precios de equilibrio: meramente ha de actuar como reflejo de los valores
relativos entre mercancías. Pero su propia utilidad como dinero no ha de
influir sobre estos valores relativos (pues, en caso contrario, los precios de
equilibrio vendrían explicados por la teoría del valor subjetivo).
¿Cómo lograr que la cantidad de dinero no influya sobre los precios de
equilibrio? Haciendo depender la cantidad de dinero en circulación de los
precios agregados en lugar de hacer depender los precios agregados de la
cantidad de dinero en circulación. Así pues, según Marx (C1, 3.2, 219-220),
, es decir, la cantidad de moneda (M) empleada por una economía
será igual a la suma de los valores de las mercancías intercambiadas (P * Q)
dividido entre la velocidad de circulación del dinero (V) a lo largo del
período de tiempo que estemos considerando (por ejemplo un año). Eso
significa que, dada una velocidad de circulación del dinero, el valor
agregado de toda la masa de dinero en circulación (el tiempo de trabajo
socialmente necesario reflejado en todo el dinero circulante) ha de ser
proporcional al valor agregado de todas las mercancías intercambiadas. Por
ejemplo, si el valor del conjunto de mercancías intercambiadas a lo largo de
un año es de 1.000 horas de trabajo y todas ellas se venden a la vez, entonces
será necesario emplear una suma de dinero que posea un valor de 1.000
horas de trabajo para poder adquirirlas: si suponemos que, por ejemplo, 1
onza de oro posee el valor de 1 hora de trabajo, entonces será necesario
emplear una masa monetaria de 1.000 onzas de oro (recordemos que el oro
no tiene por qué participar directamente en los intercambios, puede hacerlo
representado en símbolos monetarios). Si, no obstante, las mercancías se
venden en dos momentos distintos del año, nos bastará con que circule, cada
vez, una masa monetaria de 500 onzas de oro a lo largo del año; y si
vendiéramos esas mercancías en cuatro momentos distintos del año, tan sólo
requeriríamos, cada vez, la circulación de 250 onzas de oro a lo largo del
año.
Hasta aquí, la teoría del valor trabajo resultaría plenamente aplicable al
caso del dinero: si el coste de producción del oro se mantiene constante pero
los precios de las mercancías aumentan por cualquier razón, entonces el oro
se venderá por debajo de su valor y ello llevará a que deje de producirse
nuevo oro y a que se reduzca la cantidad de oro en circulación hasta que el
precio de las mercancías refleje su valor (la menor oferta y la mayor
demanda de oro provocarán precisamente que los precios de las mercancías
terminen ajustándose a la baja hasta equilibrarse con el valor del oro); en
cambio, si el coste de producción del oro se reduce, la oferta de oro
aumentará y ello impulsará al alza los precios, pero ese incremento de los
precios de las mercancías reflejará la reducción del valor del oro (por el
menor tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlo).
Pero ¿qué sucede cuando la velocidad de circulación del dinero varía
autónomamente, esto es, cuando aumenta o se reduce por una decisión
deliberada al respecto de los agentes económicos? Imaginemos que existen
1.000 onzas de oro (con un valor de 1.000 horas de trabajo) y que se ofertan
en el mercado mercancías con un valor agregado de 1.000 horas de trabajo.
Si la velocidad de circulación del dinero se incrementa de 1 a 2, entonces el
precio agregado de las mercancías se incrementará de 1.000 onzas de oro a
2.000 onzas; y si la velocidad de circulación del dinero se reduce a 1 a 0,1,
entonces el precio agregado de las mercancías caerá de 1.000 a 100. En el
primer caso, además, ni siquiera tendría por qué existir una tendencia a que
esos precios se corrigieran: en una economía de reproducción simple, la
producción de mercancías no aumentaría, de manera que, aun cuando dejara
de producirse nuevo oro, los precios se mantendrían permanentemente por
encima de los valores (el segundo caso es distinto, dado que si los precios de
las mercancías se reducen de manera muy considerable y el oro sigue siendo
una mercancía reproducible, habrá una tendencia a medio plazo a
incrementar la oferta de oro). La única forma de descartar este escenario
sería apelando, como decíamos, a que los agentes económicos no estarán
dispuestos a vender el dinero por debajo de su valor, de modo que si los
precios de las mercancías suben hasta un punto en el que una onza de oro es
capaz de adquirir menos tiempo de trabajo social que el tiempo de trabajo
social que la onza de oro representa, entonces no gastarán esa onza de oro.
Pero este razonamiento es incorrecto: los agentes económicos gastarán la
onza de oro siempre que su utilidad marginal sea inferior a la de la
mercancía que desean adquirir, con independencia de cuál sea el tiempo de
trabajo social de una onza de oro.
El propio Marx no considera la posibilidad de que la velocidad de
circulación del dinero varíe autónomamente y que, al hacerlo, influya sobre
los precios de equilibrio. Los únicos supuestos en los que analiza cambios en
la velocidad de circulación del dinero van acompañados de incrementos
previos en los precios de las mercancías (como consecuencia del aumento de
su valor) que hacen justamente necesario ese cambio en la velocidad de
circulación para poder realizar el conjunto de precios de las mercancías. Por
ejemplo:
Cuando los precios de las mercancías experimenten una tendencia general al alza, la
masa de los medios de circulación puede permanecer constante si la masa de las
mercancías circulantes decrece en la misma proporción en que aumenta su precio o el
ritmo de rotación del dinero se acelera con la misma rapidez con que los precios suben,
sin que varíe, en cambio, la masa de mercancías en circulación (C1, 3.2, 218) [énfasis
añadido].
D – M… P… M´ – D´
Si tanto po* como cada uno de los pi* dependen del tiempo de trabajo
socialmente necesario para producir qo y cada uno de los qi respectivamente,
entonces es evidente que la plusvalía (s) equivale necesariamente a un
tiempo de trabajo que ha sido desempeñado por algún trabajador y que no le
ha sido remunerado. En su formulación más simple, si únicamente tenemos
una unidad de mercancía (qo = 1) y una unidad de fuerza de trabajo (q1 = 1),
s será igual a po* – pi*, los cuales serían valores reducibles a horas de trabajo
y, por tanto, s sería un tiempo de trabajo no remunerado al trabajador 1 (si
po* equivaliera a 10 horas de trabajo y p1* equivaliera a 6 horas de trabajo, s
equivaldría a 4 horas de trabajo).
Ahora bien, si ni po* ni pi* dependen de sus valores, esto es, si ni un
precio ni el otro son reducibles a tiempo de trabajo socialmente necesario
(por los muchos motivos que hemos expuesto en el apartado 1.3.1 de este
segundo tomo), entonces s deja de poder caracterizarse como un tiempo de
trabajo no remunerado. A la postre, la plusvalía podría aumentar porque po*
aumentara al margen del tiempo de trabajo objetivado en qo o pi* podría
reducirse al margen del tiempo de trabajo objetivado en cada factor
productivo qi (incluyendo los medios de subsistencia necesarios para reponer
la fuerza de trabajo).
En particular, si los precios de equilibrio de las mercancías finales e
intermedias no dependen del tiempo de trabajo sino de la utilidad marginal
para sus compradores, po* puede incrementarse, para un mismo tiempo de
trabajo, si los compradores de la mercancía final qo la consideran
marginalmente más útil y, en consecuencia, están dispuestos a abonar de
manera sostenida un mayor precio por ella al margen de lo que haya costado
fabricarla en términos de horas trabajadas; asimismo, cada pi* puede
reducirse, para un mismo tiempo de trabajo, si los compradores de las
mercancías intermedias qi (en este caso, los capitalistas) las consideran
marginalmente menos útiles y, en consecuencia, sólo están dispuestos a
abonar de manera sostenida un menor precio por ellas al margen de lo que
haya costado fabricarla en términos de horas trabajadas.
De ser así, la plusvalía no emergería de la explotación del trabajador,
sino del arbitraje entre pi* y po*, es decir, del arbitraje entre los precios
ofrecidos por los inputs y los precios pedidos por los outputs. Y el autor de
ese arbitraje, quien lo ejecuta en última instancia a través de su capital, es el
capitalista. Por consiguiente, la plusvalía no tendría su origen en el obrero
explotado, sino en el capitalista paciente, valiente y perspicaz que, merced a
la información de que dispone sobre el precio al que puede adquirir los
inputs y sobre el precio al que espera que va a poder vender los outputs,
destina su ahorro a ejecutar un incierto arbitraje entre los precios de los
inputs y los precios de los outputs, es decir, entre el coste de oportunidad de
los inputs y la utilidad social de los outputs, de tal manera que si el arbitraje
termina siendo provechoso (po* > pi*) será porque el capitalista ha logrado
redirigir los factores productivos adquiridos hacia la creación de mercancías
más útiles para los compradores y si ha terminado siendo ruinoso (po* < pi*)
será porque se ha equivocado en sus estimaciones empresariales acerca de la
utilidad social de los outputs y del coste de oportunidad de los inputs
(motivo por el cual será él quien sufra patrimonialmente tales pérdidas
derivadas de sus errores).
Hasta cierto punto, podríamos reinterpretar la polémica sobre la
plusvalía entre la teoría del valor trabajo y la teoría del valor subjetivo
partiendo del concepto de «valor añadido». ¿Qué es el valor añadido?
Podemos definirlo como la diferencia entre el importe de las ventas y el
importe de las compras dentro de una empresa. O, alternativamente, como el
valor monetario adicional que adquiere una mercancía al ser transformada
dentro de una determinada unidad productiva (como una empresa). Si en
nuestra ecuación anterior excluimos la fuerza de trabajo de los factores
productivos qi (renombremos qm al conjunto de medios de producción
consumidos por el capitalista en el proceso de producción, excluyendo del
cómputo por tanto a la fuerza de trabajo), entonces obtendremos la fórmula
del valor añadido (VA). Es decir:
Por ejemplo, si un productor compra una tabla de madera por 10
gramos de oro, la transforma en una mesa y la vende por 16 gramos de oro,
diremos que el valor añadido aportado por ese productor ha sido de 6
gramos. A la suma de todo el valor añadido generado por todos los
productores independientes dentro de una economía durante un determinado
período de tiempo lo denominamos «Producto Interior Bruto» (Lequiller y
Blades 2014, 18-19).
El valor añadido se divide (o se distribuye) en dos tipos de ingresos
personales, como son los beneficios y los salarios, es decir, Valor añadido =
Beneficios + Salarios o, en terminología marxista, Valor añadido = Plusvalía
+ Salarios (con competencia entre capitales, la plusvalía de cada capital
individual no tiene por qué coincidir con su beneficio individual, pero en
agregado sí lo hacen). Precisamente, Marx considera que el obrero está
siendo explotado por el capitalista porque únicamente el obrero, con su
trabajo vivo, genera valor añadido y, sin embargo, no todo ese valor añadido
refluye al obrero en forma de salarios. Sólo cuando la plusvalía es igual a
cero (cuando los beneficios son iguales a cero), el proceso de producción
está exento de explotación.
Pero imaginemos ahora un proceso productivo sin asalariados, es decir,
un proceso productivo desarrollado por un productor independiente: ¿cómo
denominaríamos al ingreso que obtendría ese productor independiente en
función del valor añadido que ha generado? ¿Salario o beneficio? La
respuesta a esta pregunta puede contribuir a iluminar las discrepancias de
raíz entre la teoría del valor trabajo y la teoría del valor subjetivo.
Así, desde el punto de vista de la teoría del valor trabajo, el precio de
equilibrio de una mercancía no es más que el tiempo de trabajo socialmente
necesario para fabricarla, de modo que la plusvalía por necesidad constituye
una sustracción de ese tiempo de trabajo por parte del capitalista. Es decir, la
plusvalía es un descuento sobre el valor añadido originalmente creado por el
trabajador como trabajador: si no tuviera lugar esa sustracción que es la
plusvalía (si el trabajador fuera un productor independiente sin asalariados),
entonces todo el valor añadido de la mercancía se distribuiría en forma de
«salario». En palabras de Marx reinterpretando a Adam Smith: «El beneficio
y la renta son tan sólo descuentos del salario, arbitrariamente arrancados a la
fuerza en el proceso histórico por el capital y la propiedad de la tierra, y
justificados legal pero no económicamente» (Marx [1857-1858] 1986, 256).
Por consiguiente, la teoría del valor trabajo presupone que todo el valor
añadido de una mercancía equivale al salario bruto del productor y que, tras
la apropiación de la plusvalía por el capitalista, al obrero le resta un salario
neto inferior al bruto (Marx no adopta esta terminología porque para él el
salario es el precio de la fuerza de trabajo, pero si el salario fuera
verdaderamente el precio del trabajo, es decir, la remuneración por todo el
trabajo que ha desempeñado el obrero, entonces sí debería ser equivalente a
todo el valor añadido).
En cambio, desde el punto de vista de la teoría del valor subjetivo, el
precio de equilibrio de una mercancía no es más que una aproximación a la
utilidad marginal del comprador marginal (la utilidad social) tal como la ha
anticipado y realizado el vendedor de esa mercancía, esto es, el capitalista.
Por ello, la plusvalía no es un descuento sobre valor añadido originalmente
creado por el trabajador, sino que el salario es un descuento sobre el valor
añadido originalmente concebido y finalmente realizado por el capitalista: si
ese descuento no se produjera (si la mercancía fuera creada por un productor
independiente sin asalariados), todo el valor añadido en la mercancía se
distribuiría en forma de beneficio (o ganancia) para el productor
independiente. Por consiguiente, la teoría del valor subjetivo presupone que
todo el valor añadido de una mercancía equivale al beneficio bruto del
productor y que, tras el pago del salario al trabajador, al capitalista le resta
un beneficio neto inferior al bruto.
Hasta cierto punto, podría parecer que sólo estamos jugando con las
palabras. Si el valor añadido incorporado a una mercancía puede
descomponerse en última instancia en beneficios y salarios (o en plusvalías y
salarios), lo mismo cabe decir que el salario es la diferencia entre el valor
añadido y la plusvalía o que la plusvalía es la diferencia entre el valor
añadido y el salario. Sin embargo, la cuestión es de dónde surge ese valor
añadido, al que se le sustrae ora el salario ora la plusvalía: si el valor añadido
surge económicamente de la producción material por parte del trabajador,
entonces la totalidad de ese valor añadido habrá sido creado y le
corresponderá originalmente al trabajador; si el valor añadido surge
económicamente de coordinar intelectual y financieramente a los factores
productivos hacia la producción de utilidad social, entonces la totalidad de
ese valor añadido habrá sido creado y le corresponderá originalmente al
capitalista (Reisman 1985).
En la medida en que los precios de las mercancías no dependen del
tiempo de trabajo socialmente necesario para fabricarlas, no cabe afirmar
que el valor añadido surja del tiempo de trabajo necesario para crear un
determinado objeto. No sólo porque, como ya hemos mencionado, pueden
darse cambios muy bruscos en el valor añadido de una mercancía que no
guarden relación alguna con el trabajo socialmente necesario para
producirla, sino por algo todavía más fundamental: la fuerza de trabajo en sí
misma es una mercancía cuyo precio (el salario) depende de su utilidad
marginal para el comprador. ¿Y quién es el comprador de la fuerza de
trabajo? El capitalista. ¿Cuál es la utilidad que el capitalista pretende obtener
de la fuerza de trabajo? Emplearla para crear valor añadido en forma de
mercancías que puedan serles vendidas a los consumidores en función de la
utilidad marginal que éstos les atribuyan: por tanto, la capacidad laboral del
obrero le será útil al capitalista según su expectativa sobre cuál vaya a ser el
precio al que pueda vender en el futuro y bajo un contexto de incertidumbre
la mercancía que estima ser capaz de crear a través del uso de esa capacidad
laboral. Y esa expectativa no constituye un dato absolutamente exógeno para
el capitalista (no es algo que le viene externamente dado y que tan sólo ha de
seguir de un modo pasivo), sino que es resultado del propio proceso
empresarial del capitalista (Huerta de Soto 1992, 6068): cuantas más
mercancías útiles considere el capitalista que es capaz de crear a través de
una determinada fuerza de trabajo, más útil le será esa fuerza de trabajo y,
por tanto, un mayor precio estará dispuesto a pagar por ella; y esa aptitud de
esa fuerza de trabajo para crear mercancías útiles no dependerá únicamente
de las habilidades del trabajador, sino sobre todo de la coordinación efectiva
de los factores productivos organizada intelectual y financieramente por el
capitalista (dicho de otro modo: un mismo ingeniero puede ser capaz de
generar muchísima más utilidad social trabajando dentro de la estructura
empresarial de Apple o de Google que en una pequeña empresa local aun
cuando las habilidades del ingeniero sean las mismas en ambos casos). Por
consiguiente, la fuerza de trabajo, como mercancía, sólo es útil no ya en la
medida en que el capitalista aprecie su utilidad (como algo estático y dado)
sino en la medida en que el capitalista sea capaz de dirigirla intelectualmente
hacia la creación de la mayor utilidad posible para terceros. Quien crea
intelectualmente el valor añadido, en suma, es el capitalista dirigiendo a
diversos factores productivos —entre ellos, la fuerza de trabajo— hacia la
creación de ese valor y hacia su realización en el mercado (Kirzner 1989, 12-
14).
Otra forma de llegar a esta misma conclusión es, precisamente,
remitiéndonos a la distinción que hizo Marx entre creación y realización del
valor. Y es que para poder afirmar que el valor lo genera el trabajador al
producir mercancías, Marx no sólo tuvo que abrazar una muy criticable
teoría del valor trabajo, sino que asimismo se vio forzado a separar
artificialmente las condiciones de creación del valor y de realización del
valor. A la postre, ¿hasta qué punto cabe afirmar que un productor dota de
valor a una mercancía si finalmente esa mercancía no se vende, es decir, no
satisface necesidad social alguna? ¿Y en qué sentido un obrero crea un valor
del que se apropia el capitalista si el capitalista no consigue vender la
mercancía fabricada por el obrero? Al respecto, nos dice Marx:
La masa total de mercancía, el producto agregado, debe ser vendido, tanto en la porción
que reemplaza al capital constante y al capital variable cuanto en la porción que
representa la plusvalía. Si esto no sucede, o sucede parcialmente, o sólo a precios
inferiores a los precios de producción, entonces aunque el trabajador ha sido ciertamente
explotado, su explotación no es realizada como tal por el capitalista […] quien podría
llegar a experimentar una pérdida parcial o total de su capital. Las condiciones para la
explotación inmediata no coinciden con las condiciones para realizar esa explotación
(C3, 15.1, 352) [énfasis añadido].
¿Es posible que la plusvalía emerja del factor tierra, esto es, uno de los dos
únicos factores productivos naturales? A este respecto, empecemos
adaptando el ejemplo del epígrafe anterior al caso de los recursos naturales
para mostrar que, en efecto, podríamos caracterizar la explotación como
explotación de los recursos naturales medida en términos de los propios
recursos naturales. Sea Cr el carbón virgen en el interior de reservas mineras,
Ce el carbón extraído de las minas y L las horas de trabajo. Para extraer una
unidad de carbón de las minas necesitamos una unidad de carbón en reserva
más un cuarto de hora de trabajo; a su vez, el carbón extraído se emplea para
remunerar a los trabajadores (el salario equivale a una unidad de carbón
extraído) y para descubrir, con esos trabajadores, nuevas reservas de carbón
(para encontrar una nueva unidad de carbón en reserva, necesitamos invertir
un cuarto de unidad de carbón extraído y un cuarto de hora de trabajo):
Una vez que hemos mostrado que la plusvalía extraordinaria (la «renta»)
derivada de explotar un recurso natural procede de la no reproducibilidad de
ese recurso natural y, por tanto, de la persistencia de un diferencial positivo y
permanente entre precio (valor de mercado) y valor individual, entonces
resulta relativamente fácil demostrar cómo puede emerger la plusvalía
explotando otros factores distintos de la fuerza de trabajo. En este epígrafe
analizaremos el caso del trabajo complejo o cualificado, de la formación
laboral: lo que hoy en día denominaríamos «capital humano».
Ya hemos estudiado que, para Marx, una hora de trabajo complejo se
intercambia por más de una hora de trabajo simple. Por tanto, de entrada,
parecería que la producción de mercancías a través del trabajo cualificado
permite «explotar» los conocimientos del trabajador cualificado para obtener
plusvalía. Si el valor de mercado de una mercancía es igual a 100 horas de
trabajo simple y un productor cualificado puede fabricar esa mercancía
mediante 10 horas de trabajo, estará vendiendo sus 10 horas de trabajo a
cambio de 100, esto es, estará cosechando una plusvalía de 90 horas que
cosechará merced a su superior formación.
Marx, sin embargo, se niega a considerar que esas 90 horas sean una
plusvalía derivada de «explotar» su conocimiento: en su opinión, el
diferencial entre el valor generado por una hora de trabajo complejo y el
valor generado por una hora de trabajo simple es retrotraíble al coste de
producción (en horas de trabajo) del conocimiento del productor cualificado
(Marx [1857-1858] 1986, 249). De esta manera, la plusvalía que reciben los
productores cualificados no sería más que una forma de recuperar a largo
plazo las horas de trabajo que previamente habían invertido en adquirir su
formación (C1, 7.2, 305; Hilferding [1904] 1949, 144-145). Por ejemplo, si
para producir una determinada mercancía se necesita que 100 productores se
asocien para trabajar 10 días, cabría decir que el valor de esa mercancía
equivale a 1.000 días de trabajo humano, pero si esos 100 hombres necesitan
de una formación específica que han tardado 200 días en adquirir (dos días
de formación por persona), entonces el valor total de esa mercancía será
realmente de 1.200 días (Rosdolsky [1968] 1977, 518). En cierto modo,
pues, podemos decir que los 1.000 días de trabajo complejo de esos
productores asociados equivalen a 1.200 días de trabajo simple de otros
productores: su trabajo complejo genera un 20 % más de valor que el trabajo
simple del resto de productores, pero lo genera porque la cualificación de los
productores cualificados tuvo que ser «producida» invirtiendo previamente
200 días en su formación. La plusvalía extraordinaria que perciben (una
prima de valor del 20 %) en realidad no es tal, puesto que sólo es una forma
de mantener la equivalencia de valores en los intercambios «200 días de
formación + 1.000 días de producción = 1.200 días de trabajo».
Pero para que, en efecto, la «aparente» plusvalía que percibe un
productor cualificado no sea tal, sino únicamente una forma de recuperar el
tiempo de trabajo invertido previamente en formarse, es necesario
presuponer que la oferta de cualificación es totalmente elástica al diferencial
entre el valor de una hora de trabajo complejo y una hora de trabajo simple.
Sólo si la formación laboral es un medio de producción perfectamente
reproducible para cualquier trabajador (o para un número suficiente de
trabajadores como para satisfacer plenamente la demanda social de las
mercancías que producen), el productor cualificado venderá las mercancías a
su coste laboral (incluyendo la amortización del coste de formación): en caso
de que la formación no sea perfectamente reproducible y ciertos tipos de
productores cualificados escaseen, entonces las mercancías fabricadas por
los productores cualificados podrían venderse por encima de su valor. Por
ejemplo, supongamos que, en nuestro ejemplo anterior, el valor de mercado
de la mercancía es de 1.200 días de trabajo simple y que, en cambio, los
productores cualificados pueden fabricarla (incluyendo en el cómputo su
tiempo de formación) en el equivalente a 1.100 días de trabajo simple. Para
que plusvalía extraordinaria de los productores cualificados no fuera
sostenible, el valor de mercado de esa mercancía tendría que reducirse hasta
1.100 días de trabajo simple, pero para ello suficientes trabajadores no
cualificados deberían formarse, ver incrementada su productividad y reducir
el valor de mercado de la mercancía hasta 1.100 días. Pero ¿qué ocurre si no
son muchos los trabajadores que puedan o quieran adquirir esa formación?
Pues que, entonces, el valor de mercado de la mercancía se mantendrá en
1.200 días a pesar de que algunos trabajadores cualificados puedan fabricarla
a un valor individual de 1.100 días (incluyendo en este dato el tiempo que ha
requerido adquirir su cualificación).
¿En qué sentido la formación de los trabajadores podría no ser un
medio de producción reproducible? Recordemos que ya analizamos esta
cuestión en el apartado 1.3.1 f) cuando estudiamos las limitaciones a que el
tiempo de trabajo de unos trabajadores se volviera socialmente equivalente
al tiempo de trabajo de otros trabajadores. En primer lugar, podría suceder
que, de acuerdo con su subjetiva preferencia temporal y aversión al riesgo, la
espera o el riesgo de adquirir esa formación resultaran excesivos para
muchos trabajadores en relación con la plusvalía extraordinaria que les
proporciona esa mayor formación (lo cual puede ser especialmente cierto si
esa formación requiere de otros conocimientos previos que no poseen, en
cuyo caso el tiempo de espera y el riesgo se acrecientan todavía más). Pero,
en segundo lugar, porque no todos los seres humanos poseen las mismas
habilidades y aprenden una misma materia al mismo ritmo (Elster 1986, 64):
los productores pueden ser desigualmente inteligentes o desigualmente
hábiles con respecto a algún tipo de conocimiento específico (los habrá que
aprendan más rápidamente un conocimiento de tipo numérico, otros serán
más hábiles en conocimiento verbal, otros en conocimiento práctico…). En
ese sentido, y volviendo al ejemplo anterior, si el trabajo simple puede
producir una determinada mercancía en 1.200 días y algunos productores
son capaces de, mediante una formación de 100 días, producirla en otros
1.000 días de trabajo (de modo que su tiempo de trabajo simple equivalente
sea de 1.100 días), ese diferencial puede convertirse en estructural: basta
para ello que el resto de los productores sólo puedan adquirir esa formación
tras 400 días de trabajo, en cuyo caso les resultará más «eficiente» producir
sin formación (1.200 días) que producir con formación (400 + 1.000 días).
La adquisición de una determinada formación profesional no será
reproducible mediante 100 días de trabajo para la totalidad de los
productores independientes, de modo que la minoría que sí sea capaz de
adquirirla en 100 días obtendrá una plusvalía extraordinaria permanente
(producirán en 1.100 días lo que se vende a un valor de mercado de 1.200
días).
En el fondo, si consideramos a las habilidades naturales de cada ser
humano (su inteligencia, por ejemplo) como si fueran un don o un recurso
natural, este caso no sería más que el de una nueva «renta de la tierra»
(Wright [1985] 2015, 86-87): la posesión exclusiva de ciertos recursos
naturales (inteligencia) habilitaría a ciertos productores a vender sus
mercancías a valores de mercado estructuralmente superiores a sus valores
individuales, sin que pudiese haber arbitraje alguno entre ambos (o un
arbitraje muy parcial que no tendría por qué eliminar esa renta del recurso
«formación» al igual que tampoco tiene por qué eliminar plenamente otros
rentas de la tierra).
Por consiguiente, al igual que era posible generar plusvalía explotando
los recursos naturales, también es posible generar plusvalía explotando la
formación laboral o el «capital humano» propio. Y ello es posible tanto en
una sociedad mercantil no capitalista como en una sociedad mercantil
capitalista, donde los asalariados cualificados podrían explotar su formación
para apropiarse de parte del valor generado por los asalariados no
cualificados. Por ejemplo, imaginemos que un capitalista adquiere la fuerza
de trabajo de 1.000 trabajadores no cualificados durante 10 días (v1,
equivalente a 10.000 días de trabajo) y asimismo adquiere la fuerza de
trabajo de 100 obreros cualificados durante diez días (v2, equivalente a 1.200
días de trabajo simple, por cuanto incluimos los 200 días necesarios para
formar a estos trabajadores). A su vez, el capitalista compra capital constante
por valor equivalente a 3.000 días de trabajo (c). Finalmente supongamos
que el capitalista abona las siguientes sumas (equivalentes a días de trabajo)
por cada uno de los elementos de su capital productivo (Tabla 3.1):
Tabla 3.1
Nótese que Marx sólo está dispuesto a reconocer que el valor del vino
durante la fermentación se incrementa en función del capital constante que
se haya consumido (depreciado) durante ese proceso de almacenamiento
(C2, 13, 319-320). Es decir, si para fermentar 200 litros de vino necesitamos
una barrica (y una bodega y otro medios de producción) para almacenarlos,
el valor de esos 200 litros de vino al cabo de 10 o 50 años se verá
incrementado sólo por la porción del valor de la barrica (y del resto de
medios de producción) que se haya depreciado en el proceso de
almacenamiento y fermentación. Pero, evidentemente, la diferencia de valor
entre el vino de crianza (hasta tres años) y el de gran reserva (mínimo 6
años) no se debe a la diferencia de depreciaciones de su capital constante (el
cual representa una fracción muy pequeña del valor final del vino), sino a
que la utilidad del gran reserva es superior a la del crianza porque ha estado
más tiempo fermentando y no todos los capitalistas están dispuestos a
esperar tanto tiempo para rentabilizar su capital (como tampoco, por
ejemplo, en una sociedad de cooperativas obreras, todas ellas estarían
dispuestas a esperar, por ejemplo, 20 años para producir vino de gran
reserva). Aunque sea cierto que las horas del proceso de trabajo dedicadas a
producir un crianza o un gran reserva puedan ser aproximadamente las
mismas (salvo por la diferencia de depreciación del capital constante
implicado en la fermentación), si no todos los productores independientes
que están dispuestos a fabricar un crianza están a su vez dispuestos a fabricar
un gran reserva (por el superior tiempo de espera que ello implica), entonces
el gran reserva puede cotizar con una prima de valor de cambio permanente
frente al crianza: las horas de trabajo muy fermentadas del gran reserva
cotizarán con prima sobre las horas de trabajo menos fermentadas del
crianza. Y lo harán porque el vino gran reserva no será una mercancía
perfectamente reproducible para todos los productores… y no lo será porque
no todos los productores están dispuestos a esperar el tiempo suficiente
como para producirlo (no porque exista necesariamente ningún tipo de
acceso exclusivo a un recurso natural).
También, con respecto a la actividad de cultivo forestal, Marx nos
señala que «su tiempo de producción (que incluye una cantidad
relativamente pequeña de tiempo de trabajo) y la consiguiente duración del
período de rotación hacen que esa línea de negocio no sea adecuada para la
producción privada y por tanto capitalista» (C2, 13, 321-322). Pero
nuevamente nos encontramos con un caso similar al del vino: justamente
porque los tiempos de espera para el cultivo de bosques son muy
prolongados, no todos los productores independientes (ni capitalistas) están
dispuestos a participar en esa industria a menos que sean capaces de vender
sus productos a un valor de cambio superior a su valor: nuevamente, se trata
de una mercancía parcialmente no reproducible (pero no por una restircción
natural, sino porque no todos están dispuestos a participar en ella), lo que
permite que sus productos se vendan estructuralmente a un sobreprecio
frente a su coste laboral. Con tales condiciones —es decir, vendiendo la
producción con una prima de valor sobre su coste laboral— los productores
privados sí tienen interés en invertir en la plantación de árboles: en 2017,
más de la mitad de los bosques de EE. UU. eran propiedad de alrededor de
11 millones de propietarios y tales explotaciones proporcionaron el 89 % de
la materia prima para la producción de madera y de papel, sin que ello
suponga desforestación alguna dado que cada año se plantan más árboles
que los que se talan (Oswalt et alii 2019).
Por consiguiente, las preferencias personales por el tiempo y por el
riesgo imponen límites a la reproducibilidad de los medios de producción y,
en consecuencia, permiten que aquellos productores que cuenten con medios
de producción exclusivos se apropien de una plusvalía extraordinaria que
deriva expresamente de su productividad diferencial frente al respecto de
productores independientes, no de la explotación de la fuerza de trabajo.
Analicemos el porqué de esa limitada reproducibilidad de los medios de
producción empleando nuestro ejemplo anterior.
Recordemos que, para producir la máquina que fabrica automóviles, se
necesitaban 10.000 horas de trabajo, que para un único productor
independiente, y suponiendo una jornada laboral de 10 horas al día,
supondría tener que trabajar durante 1.000 días (esto es, casi tres años) antes
empezar a recibir plusvalías extraordinarias. En cambio, si ese productor
independiente se dedicara a producir vehículos sin la máquina (1.000 horas
de trabajo por vehículo), necesitaría 100 días para fabricar un coche, de
modo que en poco más de tres meses podría venderlo y con el dinero
recibido comprar los valores de uso que necesita. ¿Todos los productores
independientes están dispuestos a limitar su consumo de valores de uso
durante casi tres años a cambio de incrementar de manera muy sustancial su
productividad al cabo de tres años? No necesariamente, en cuyo caso
observaríamos cómo los productores independientes más pacientes (aquellos
dispuestos a esperar tres años) acabarían obteniendo plusvalías
extraordinarias no derivadas de explotar el trabajo asalariado (que ni siquiera
tendría por qué existir), sino los medios de producción que han fabricado en
exclusiva debido a su superior paciencia. Y del mismo modo que el tiempo
de espera puede ser una barrera para que muchos productores independientes
se lancen a reproducir los medios de producción más eficientes, también
puede serlo la incertidumbre (si fabricar la máquina fuera enormemente
arriesgado, no todos los productores independientes podrían querer
exponerse a tales riesgos) o la necesidad de conocimiento especializado (no
todos los productores independientes tienen por qué saber cómo producir
una máquina o no todos tienen por qué ser capaces de adquirir las
habilidades necesarias para producirla).
Visto desde otra perspectiva: si muchos productores independientes no
pueden o no quieren fabricar una determinada máquina, entonces el trabajo
objetivado en ese tipo de máquinas será relativamente más escaso que el
trabajo objetivado en otros medios de producción fácilmente reproducibles o
incluso que el propio trabajo vivo, de modo que el trabajo objetivado en ese
tipo de máquinas se intercambiará con prima frente al trabajo objetivado en
otros medios de producción o frente al trabajo vivo mismo. Las 10.000 horas
de trabajo objetivadas en la máquina se intercambiarán por más de 10.000
horas de trabajo objetivado en otras mercancías o también por más de 10.000
horas de trabajo vivo: la máquina (y sus productos) tendrán un valor de
cambio superior al determinado por el tiempo de trabajo socialmente
necesario para producirla.
Así pues, si la oferta de ciertos medios de producción no es totalmente
elástica ante la aparición de un diferencial positivo entre su valor de mercado
y su valor individual, entonces ese diferencial podrá perfectamente
caracterizarse como la productividad específica de ese medio de producción
y no como productividad del trabajo. Ahondando en al ejemplo anterior:
imaginemos que el productor de la máquina de automóviles decide, en lugar
de ponerla por sí mismo en funcionamiento, alquilársela a otro productor
independiente que carece de ella; gracias a este arrendamiento, ese productor
independiente será capaz de empezar a producir un vehículo cada 90 horas
de trabajo (11,1 vehículos cada 1.000 horas) y ese vehículo se venderá a un
valor de mercado de 1.000 horas (pues eso es lo que les cuesta a todos los
otros productores independientes sin máquinas fabricar un vehículo). El
productor independiente que ha arrendado la máquina obtendrá, por tanto,
una plusvalía equivalente a 910 horas de trabajo por vehículo. Si la máquina
tiene capacidad para fabricar 1.000 vehículos, eso significa que el productor
arrendatario de la máquina podrá acumular una plusvalía extraordinaria de
hasta 91.000 horas de trabajo a lo largo de la vida útil de la máquina. Por
tanto, cualquier alquiler que ese productor independiente le pagara al
fabricante de la máquina (y arrendador de la misma) por encima de 10 horas
por vehículo vendido (10 horas por 1.000 vehículos equivaldría a 10.000
horas en agregado, equivalentes al coste laboral de la máquina), supondría
una plusvalía específicamente atribuible a la máquina que iría a parar a su
fabricante-arrendador: es decir, se trataría de una productividad específica de
la máquina que sería «explotada» por su propietario.
En cierto modo, pues, podemos volver a equiparar esta plusvalía que
emerge de la explotación de los medios de producción a la renta de la tierra.
Sin embargo, el paralelismo no es perfecto dado que, aun cuando la oferta
económica de recursos naturales no sea totalmente inelástica (ya hemos
explicado que es susceptible de ser incrementada a través del trabajo
humano), la inelasticidad se debe en parte a limitaciones naturales no
enteramente superables por el trabajo humano; en el caso de la inelasticidad
de los medios de producción, en cambio, éstos podrían ser perfectamente
reproducibles a través del trabajo humano, pero ocurre que hay una
limitación voluntaria (debida a las preferencias temporales o de riesgo de los
individuos) del tiempo de trabajo que se dirige socialmente a reproducir esos
medios de producción, esto es, se trata más bien de una limitación artificial.
Dado que el paralelismo no es absoluto, acaso convenga rescatar el término
empleado por Alfred Marshall ([1920] 2003, 62-63) para referirse a las
ganancias extraordinarias de los medios de producción: «cuasi-renta». Para
Marshall, las cuasi-rentas eran los beneficios extraordinarios que obtenían
ciertos medios de producción debido a la inelasticidad de su oferta en el
corto plazo: a su entender, no eran rentas monopolísticas puras como las de
los recursos naturales porque, en principio, la cuasi-renta podía desaparecer
en el largo plazo si se incrementaba suficientemente la oferta de medios de
producción (a diferencia de la renta de recursos naturales, cuya oferta
Marshall sí consideraba del todo inelástica).
Pues bien, la plusvalía de los medios de producción en forma de cuasi-
renta es otra de las maneras mediante las que los productores independientes
pueden obtener plusvalía a costa de otro factor productivo (medios de
producción no reproducibles en el corto plazo) distinto del trabajo
asalariado.
0 0
1 6 6
2 25 19
3 45 20
4 63 18
5 77 14
6 87 10
7 94 7
8 98 4
9 100 2
10 100 0
1 6 6 20 -14
2 25 12,5 10 2,5
3 45 15 6,7 8,3
5 77 15,4 4 11,4
10 100 10 2 8
0 0
1 18 18
2 75 57
3 135 60
4 189 54
5 231 42
6 261 30
7 282 21
8 294 12
9 300 6
10 300 0
Gráfico 3.3
Gráfico 3.4
La empresa capitalista, pues, maximiza beneficios contratando a (casi)
9 trabajadores y produciendo mercancías valoradas en 300 gramos, mientras
que la cooperativa maximizará el ingreso neto de sus socios cooperativistas
incorporando sólo cuatro trabajadores y produciendo mercancías valoradas
en 189 gramos. Nótese que, en este caso, las ganancias potenciales de
adoptar el modelo capitalista (contratación de trabajadores asalariados)
todavía son mayores: si los cuatro socios cooperativistas contrataran a cinco
asalariados a un salario de 7 gramos por trabajador, los ingresos brutos
serían de 300 gramos, de los que deduciendo 35 por gastos salariales y 20
por gastos fijos, quedarían 245 gramos, los cuales permitirían distribuir unos
ingresos netos de 61,25 gramos a cada uno de los cuatro socios
cooperativistas (frente a las 42,25 que obtendrían en el caso de una
cooperativa pura sin asalariados).
Asimismo, si hay un aumento de los costes variables, la empresa
capitalista tenderá a reducir su escala de producción: por ejemplo, si
suponemos que, en nuestro ejemplo inicial, además del coste salarial de 7
gramos por trabajador, hay un coste energético de 3 gramos por trabajador,
cuando ese coste energético pase de 3 a 7 gramos (de modo que el coste
variable por trabajador pasara de 10 a 14 gramos), el número de trabajadores
contratados se reducirá de 6 a 5 (y la escala de producción consecuentemente
también será menor porque hay otros usos sociales prioritarios para la
energía).
Gráfico 3.5
En cambio, cuando se produce un incremento de los costes energéticos
por trabajador de 3 a 7 gramos, la cooperativa de trabajadores seguirá
maximizando sus ingresos netos por trabajador con cinco socios, esto es,
mantendrá la escala de producción inalterada (impidiendo una reordenación
de los factores productivos hacia otros usos más valiosos dentro de la
economía).
En definitiva, la cooperativa de trabajadores no sólo produce una menor
cantidad de mercancías que la empresa capitalista, sino que economiza peor
los recursos: cuando el precio de una mercancía se incrementa porque su
utilidad ha aumentado, la cooperativa reduce la producción en lugar de
aumentarla; cuando, por el contrario, el coste de oportunidad de algún factor
productivo crece porque se ha vuelto más útil en otras partes de la economía,
la cooperativa mantiene la misma escala de producción en lugar de reducirla
(con el propósito de liberar ese factor productivo para otros usos más
valiosos).
Ahora bien, supongamos que la cooperativa de productores
independientes decide producir la misma cantidad de mercancías que la
empresa capitalista, aun cuando lo haga con un menor número de
trabajadores. Es decir, dejemos de suponer que existe una proporcionalidad
fija entre el número de trabajadores contratados y el volumen de producción
final. Para que la cooperativa produzca la misma cantidad de mercancías con
un menor número de trabajadores que la empresa capitalista necesitará
contar con un mayor número de medios de producción por trabajador: es
decir, la cooperativa deberá capitalizarse más que la empresa capitalista para
alcanzar un mismo volumen de producción.
Gráfico 3.6
Tabla 3.7
D – M… P… M´ – D´
No, ese proceso sólo puede ser descrito de ese modo una vez que se
haya completado la producción y venta de mercancías (incluyendo los
medios de producción) y siempre que ésta haya resultado exitosa. Pero las
relaciones productivas entre capitalista y asalariado se entablan antes de
completar la producción y venta de mercancías y antes de saber si se va a
completar exitosamente o no. Por tanto, la relación entre capitalista y
asalariado (la compraventa de la fuerza de trabajo del obrero por parte del
capitalista) no es una relación orientada hacia un presente cierto, sino hacia
un futuro incierto, de modo que la ratio de intercambio entre trabajo
objetivado presente y cierto (el salario que entrega el capitalista al trabajo) y
el trabajo objetivado futuro e incierto (la mercancía que producirá el
trabajador y que acaso se venda en el mercado) no pueda ser 1:1. O dicho de
otro modo, 130 horas de trabajo ya objetivado en el presente y por tanto
cierto (capital constante) más 10 horas de trabajo vivo que será objetivado en
el futuro y con incertidumbre (capital variable) o es equivalente a 134 horas
de trabajo objetivado presente y cierto o lo es a 140 horas de trabajo
objetivado futuro e incierto, pero desde luego no a 140 horas de trabajo
objetivado presente y cierto (Böhm-Bawerk [1884] 1959, 263-264).
Figura 3.5
Tras analizar por qué Marx rechaza caracterizar a la plusvalía como la prima
de valor del trabajo presente sobre el trabajo futuro, debemos analizar
también por qué rechaza que la plusvalía pueda, a su vez, caracterizarse
como la prima de valor del trabajo objetivado cierto sobre el trabajo
objetivable incierto. En este caso, las razones que ofrece Marx son cuatro:
primero, que asumir riesgos no es en sí mismo productivo y por tanto no
puede engendrar plusvalía; segundo, que la asunción de riesgos puede influir
en la distribución de la plusvalía agregada entre los distintos capitalistas —
esto es, puede ser relevante para entender por qué, por ejemplo, un
capitalista contrata a una compañía de seguros entregándole parte de la
plusvalía que previamente él le ha extraído al trabajador—, pero no influye
en la generación de esa plusvalía agregada; tercero, que quien realmente
asume los riesgos económicos no es el capitalista sino el obrero; y cuarto,
que aun cuando el trabajador, como vendedor de la fuerza de trabajo, tuviera
que vender ese mercancía por un descuento debido a la incertidumbre,
entonces ese mismo principio le resultaría aplicable al capitalista al vender
su mercancía, de modo que lo que ganara por un lado lo perdería por el otro.
En cuanto al primer argumento, que el riesgo no engendra la plusvalía,
Marx es tajante:
El riesgo […] es el peligro de que el capital no recorra las diversas fases de la circulación
o quede fijado en una de las mismas […]. Entre los economistas, el riesgo desempeña un
papel en la determinación del beneficio, pero es evidente que no puede desempeñar
ningún papel en la plusganancia, ya que la creación de plusvalía no aumenta ni se
posibilita por el hecho de que el capital corra riesgos en la realización de esa plusvalía
(Marx [1857-1858] 1987, 107).
No sólo eso, otra parte del producto íntegro del trabajo de los
trabajadores habría que destinarla a financiar la burocracia que coordine el
proceso de producción (es decir, los burócratas que tomen decisiones
empresariales de inversión sobre la administración de medios de
producción), los bienes de consumo colectivos y las transferencias a las
personas sin capacidad para trabajar:
Queda la parte restante del producto total destinada a servir de medios de consumo. Pero
antes de que esta parte llegue al reparto individual, de ella hay que deducir todavía:
Primero: los gastos generales de administración, no concernientes a la producción.
Esta parte será, desde el primer momento, considerablemente reducida en
comparación con la sociedad actual, e irá disminuyendo a medida que la nueva sociedad
se desarrolle.
Segundo: la parte que se destine a satisfacer necesidades colectivas, tales como
escuelas, instituciones sanitarias, etc.
Esta parte aumentará considerablemente desde el primer momento, en comparación
con la sociedad actual, y seguirá aumentando en la medida en que la nueva sociedad se
desarrolle.
Tercero: los fondos de sostenimiento de las personas no capacitadas para el trabajo,
etc.; en una palabra, lo que hoy compete a la llamada beneficencia oficial (Marx [1875]
1989, 85).
3.4.7. Conclusión
M = D = MP + FTL
T + R + LK = m = d
En este mismo sentido, el propio Marx llega a afirmar que, en las etapas
más avanzadas del capitalismo, la mayor parte del ahorro que invierten los
capitalistas procede del ahorro de la clase trabajadora (canalizado a través
del sistema financiero) (C3, 32, 640), lo que entra en contradicción con sus
otras afirmaciones de que el conjunto de los trabajadores carece de
capacidad sostenida de ahorro. Pero si admitimos esto último —que los
trabajadores cuentan con ahorro suficiente como para financiar a los
capitalistas a través del sistema financiero—, entonces ese mismo ahorro
proletario podría ser empleado para emanciparse de los capitalistas: bastaría
con que, en lugar de prestárselo a los capitalistas, los obreros lo dediquen a
adquirir para sí mismos los medios de producción necesarios para iniciar por
su cuenta un proceso productivo independiente (incluyendo, claro, su
organización en forma de cooperativas obreras).
Esto debería ser, además, especialmente cierto con respecto a una
tipología particular de trabajadores: los trabajadores más cualificados, que
son quienes, incluso desde 1980 (no digamos ya desde el siglo XIX), han
visto aumentar de un modo más intenso su salario real mediano por hora
trabajada en economías como la estadounidense.
Si un trabajador cualificado no sólo ha visto crecer su propio salario de
manera considerable a lo largo de los años, sino que incluso ese salario es
muy superior al salario equivalente de los trabajadores no cualificados
(trabajadores no cualificados que son capaces de reproducir socialmente su
fuerza de trabajo con un salario mucho más bajo), ¿por qué descartar que los
trabajadores cualificados cuentan con una capacidad de ahorro creciente que
les permitiría devenir capitalistas (bastaría con que fueran austeros y
vivieran con un nivel de gastos propio de los trabajadores no cualificados)?
La única razón que podría alegarse al respecto es que el coste de la
formación de los trabajadores cualificados se haya elevado en la misma
proporción que sus salarios, de modo que el incremento de éstos sea
absorbido por aquellos. Sin embargo, el sobresueldo promedio que recibe un
trabajador cualificado en relación con el salario promedio de la economía
cubre sobradamente el coste de los estudios universitarios, hasta el punto de
proporcionar una tasa de rentabilidad media anual del 14 %: una rentabilidad
media anual muy cercana a su máximo histórico del 16 % (Abel y Deitz
2019).
Gráfico 3.11
Y esto último es algo que parece que Marx no tuvo o no quiso tener en
cuenta. Por ejemplo, Marx le reprochó a Bastiat que los obreros sólo eran
obreros porque carecían de medios de producción y de subsistencia, no por
elección propia: a saber, si los obreros contaran con medios de producción y
de subsistencia en suficiente cantidad como para desarrollar por sí solos el
proceso de producción, no venderían su fuerza de trabajo a los capitalistas:
No se le ocurre a Bastiat, por supuesto, que estas condiciones [que los trabajadores no
puedan esperar a completar y vender el fruto de su trabajo] sean en sí mismas las
condiciones que explican la economía salarial. Si los trabajadores también fueran
capitalistas, no se relacionarían con los capitalistas como trabajadores asalariados, sino
como capitalistas que trabajan (Marx [1857-1858] 1986, 248).
Marx pensaba no sólo que era necesario un capital mínimo para poder actuar
como capitalista, sino que ese capital mínimo iba incrementándose con el
paso del tiempo (C1, 11, 422-424). Así, la creciente concentración y
centralización del capital en forma de grandes industrias muy intensivas en
maquinaria, algo propio del capitalismo avanzado, impedía en la práctica
que un ahorrador particular pudiera crear una pequeña empresa y competir
con las grandes: en la medida en que el monto de la inversión inicial para
crear una empresa competitiva se vuelve cada vez más alto, el productor
independiente individual que, con enormes sacrificios, consiga ahorrar una
pequeña cantidad de dinero tampoco será capaz de iniciar autónomamente su
propio proceso de producción o, aun cuando lograra iniciarlo, se vería
rápidamente abocado a la bancarrota por la feroz competencia de los grandes
capitales (C3, 15.4, 371). Pero, nuevamente, este argumento es equivocado
por tres razones.
Primero, no es verdad que el capital tienda a concentrarse de manera
ilimitada en unas pocas empresas. Todo capital productivo, sea cual sea su
tamaño, ha de resolver dos problemas fundamentales para transformarse en
capital mercantil de manera eficiente: el problema de la información y el
problema de los incentivos. El primero supone responder a las preguntas de
qué, cuánto y cómo producir: es decir, por un lado, seleccionar qué objetos
reproducibles son valores de uso prioritarios para otras personas y en qué
cantidad lo son; por otro, seleccionar la combinación de medios de
producción y de fuerza de trabajo que sea óptima para fabricar esos valores
de uso minimizando las horas de trabajo, esto es, minimizando su valor para
así maximizar beneficios. El segundo problema supone instituir los
incentivos adecuados para que los agentes económicos resuelvan el
problema de la información y actúen conforme a la solución óptima así
hallada: es decir, que los agentes económicos se dediquen a producir aquello
que hayan descubierto que maximiza la utilidad de los compradores y que,
además, lo produzcan del modo en que hayan descubierto que minimiza el
coste de oportunidad.
La resolución de estos dos problemas no es automática: el problema de
información requiere de la generación de nuevo conocimiento, lo que a su
vez requiere, incluso dentro del marco teórico marxista, dedicar horas de
trabajo a ello; el problema de incentivos requiere que cada individuo
desarrolle plenamente, y al menor coste posible, aquellos comportamientos
que solventan eficientemente el problema de información, esto es, aun
cuando halláramos la solución óptima al problema de información, ésta sería
inútil si no pudiese ser ejecutada por falta de incentivos para ello.
La adecuada resolución de los problemas de información y de
incentivos depende de múltiples factores pero, entre ellos, depende del tipo
de estructuras organizativas dentro de las cuales cooperan los individuos
para justamente solventar esos problemas de información y de incentivos: es
decir, del tipo de empresa (qué tipo de relaciones de producción existen entre
los distintos individuos dentro de una empresa) y del tamaño de la empresa
(cuántos individuos y cuántos medios de producción es necesario coordinar
para solucionar esos problemas). Por tanto, el tamaño de las empresas no es
independiente de su eficiencia organizativa y competitiva: si un incremento
del tamaño de una empresa da lugar a una más eficiente resolución de los
dos problemas anteriores, habláramos de economías de escala organizativas;
si, en cambio, un aumento del tamaño empeora la eficiencia en la resolución
de esas dos cuestiones hablaremos de deseconomías de escala organizativas.
De manera que la cuestión pasaría a ser: ¿las economías de escala
organizativas son ilimitadas y, por tanto, empujan al mercado hacia una
absoluta concentración empresarial o, en cambio, puede haber determinados
tamaños empresariales a partir de los cuales arranquen las deseconomías de
escala organizativas y, por tanto, el tamaño empresarial empiece a ser,
ceteris paribus, una desventaja en lugar de una ventaja adicional?
Por un lado, el tamaño de una empresa puede facilitar la resolución del
problema de información en tanto permite que esa compañía concentre un
mayor número de recursos en su optimización (por ejemplo, más recursos en
estudios de mercado, en ingeniería de procesos o en I+ D). Es decir, por este
lado sí existen economías de escala organizativas. Pero por otro también
existen fuertes deseconomías de escala organizativas derivadas de la
estructura jerárquica propia de las empresas: a la postre, las decisiones
estratégicas sobre cómo organizar los recursos (incluso los recursos dirigidos
a solventar el problema de información) son tomados por los rangos
superiores de la jerarquía, esto es, por seres humanos cuya racionalidad y
formación especializada es limitada y que, por tanto, no son capaces de
organizar óptimamente cualquier volumen de recursos en cualquier sector de
la economía. Del mismo modo que resultaría absurdo concebir a un
científico (o un equipo de científicos) que fuera el mejor en todos los
campos del saber y que se encargara de dirigir todos los procesos de
investigación del planeta, tampoco un directivo (o un equipo directivo)
podrá resolver óptimamente los problemas de información implicados en
organizar todos los recursos de una economía. La compartamentalización y
la competencia entre empresas diversas permite que cada compañía se
especialice en un área concreta del conocimiento (en un sector económico
específico) y que, además, si una nueva compañía piensa que otra empresa
asentada dentro de un sector no está resolviendo óptimamente el problema
de la información, plantee y pruebe a través del mercado una solución
alternativa que, si efectivamente es mejor, desplace a la empresa asentada:
algo que no podría suceder dentro de una estructura jerárquica en la que los
de abajo han de aceptar los mandatos de los de arriba (ésta es la racionalidad
colectiva que atribuimos al mercado en el epígrafe 2.1.1 de este segundo
tomo). Por consiguiente, las economías de escala organizativas respecto al
problema de información no tienen por qué ser ilimitadas: en algún
momento, las deseconomías de escala organizativas —derivadas de la falta
de especialización del conocimiento directivo en campos económicos cada
vez más variados— pueden llegar a superar, y de un modo muy
considerable, a las economías de escala.
Por otro, el problema de los incentivos se soluciona con recompensas o
con penalizaciones sobre los agentes económicos: si cuando los agentes
económicos actúas eficientemente son premiados y cuando actúan
ineficientemente son castigados, los agentes tenderán a obrar eficientemente
(pero recordemos que por «obrar eficientemente» nos referimos a
«eficiencia» según ésta venga definida por la solución que hayamos hallado
al problema de la información). En este sentido, cabría pensar que las
grandes organizaciones empresariales, al contar con más recursos para
premiar a los individuos, serán más eficientes a la hora de solucionar el
problema de los incentivos, pero no: destinar muchos recursos a
recompensar a aquel que obra eficientemente es un procedimiento
ineficiente (caro) de lograr la eficiencia, sobre todo en organizaciones
grandes y repletas de personal donde, en consecuencia, habría que pagar
mucho a mucha gente. Además, las organizaciones grandes padecen un
problema adicional a la hora de estructurar las recompensas por
comportamientos eficientes: en muchas ocasiones, esos comportamientos
eficientes (o sus resultados) no son directamente observables y, por tanto, no
es posible saber cuándo le corresponde una determinada recompensa a una
determinada persona (por ejemplo, ¿cómo saber si cada trabajador está
dedicando su tiempo a pensar en cómo optimizar un proceso productivo en
lugar de en cuáles van a ser sus planes para el fin de semana? ¿Cómo saber
si un trabajador que ha producido 100 unidades de un bien no podría, de
haberlo querido, haber producido 150, 200 o 500 con muchos menos
recursos de los que ha empleado?, etc.); pero es que, aun cuando fueran
observables, el propio supervisor podría no ser eficiente supervisando (¿es
capaz de detectar todos los errores que están cometiendo todos sus
centenares de subordinados?) o podría tener incentivos a simplemente fingir
que está supervisando en lugar de estar haciéndolo realmente (de modo que
necesitaríamos a un supervisor del supervisor). Frente a las empresas, los
mercados solventan de manera muy barata y eficiente el problema de los
incentivos gracias al sistema de precios: aquellos que actúen eficientemente,
maximizarán sus ganancias (comprando a precios baratos y revendiendo a
precios caros); aquellos que actúen ineficientemente incurrirán en pérdidas.
La recompensa es siempre proporcional al grado de eficiencia y, además, no
es necesario observarla: simular que uno es eficiente ante el mercado sin
realmente serlo no proporciona ganancias sino que arroja pérdidas (Alchian
1965). Los mejores sistemas de incentivos dentro de una empresa sólo
pueden aspirar a emular, y muy parcialmente, los incentivos que proporciona
el mercado y, por eso, no es óptimo que una única empresa organice
internamente la totalidad de los recursos de una economía: cuantos más
individuos tengan sus ingresos expuestos al mercado (y no al sistema de
recompensas interno de una empresa al margen del mercado), tanto más
eficientemente se solventará el problema de incentivos. De ahí que, tampoco
en relación con los incentivos, existan economías de escala organizativas de
carácter ilimitado.
Por consiguiente, aun cuando existan razones que empujen a
incrementar el tamaño de las empresas —a la concentración de capital—,
éstas no actúan sin límite (al contrario de lo que creía Marx, quien sí
concebía como potencialmente factible que todo el capital de la economía se
centralizara en una única compañía [C1, 25.2, 779]): las deseconomías de
escala organizativas van volviéndose cada vez más importantes conforme
crece el tamaño empresarial y, en última instancia, impiden seguir
aumentándolo.
Por ese motivo, el número de pequeñas o medianas empresas sigue
siendo absolutamente predominante en las economías capitalistas: en
ninguna economía capitalista el porcentaje de empresas con más de 250
trabajadores supera el 1 % del total de empresas. Por ejemplo, en el año
2014, en EE. UU. había más de 4,3 millones de empresas con menos de 250
trabajadores y sólo 26.700 con más de 250 trabajadores; asimismo, durante
ese mismo ejercicio, en España había más de 2,3 millones de empresas con
menos de 250 trabajadores y apenas 2.650 con más de 250 trabajadores.
Comparar el número de empresas, aunque útil para poner de manifiesto
que sigue habiendo muchísimas empresas pequeñas o medianas que no han
sido absorbidas por las grandes, puede resultar engañosa: si las pocas
grandes empresas dentro de una economía capitalista copan prácticamente
todo el PIB de esos países, entonces podrán ser pocas pero muy poderosas.
En este sentido, entre las principales economías capitalistas, las empresas
con menos de 250 trabajadores son responsables de generar al menos la
mitad del PIB del país; y, más en concreto, las de menos de 10 trabajadores
suelen generar alrededor del 20 % del PIB. Por consiguiente, no es cierto
que los pequeños ahorradores no pueden emprender en un mercado
capitalista maduro y desarrollado: las pymes siguen desarrollando muchas
funciones valoradas muy por los consumidores.
Segundo, aunque no existieran limitaciones al tamaño de las empresas
(es decir, aunque no existieran límites a las economías de escala
organizativas) y, por consiguiente, todo el mercado tendiera a estar copado
por compañías gigantescas, sería igualmente un error presuponer que no hay
espacio para crear nuevas empresas que puedan desplazar a los dinosaurios
existentes. Puede que, en un estadio tan avanzado y globalizado del
capitalismo como el actual, determinadas actividades económicas sólo
puedan ser ejecutadas por estructuras empresariales transnacionales y de
enorme tamaño, pero ello no equivale a que las empresas que ocupen esas
posiciones deban ser siempre las mismas. Las grandes empresas presentes
dentro de una economía capitalista pueden quedarse anquilosadas y ser
incapaces de reorganizarse internamente para aprovechar las nuevas
oportunidades que aparezcan en los mercados, sobre todo ante el shock que
representa la aparición de tecnologías disruptivas (Christensen 1997, XIV-
XVII). Esta rigidez interna de un sistema es lo que se conoce como
«dependencia del camino» y, en el ámbito empresarial (Sydow, Schreyögg y
Koch 2009), conlleva que las estructuras organizativas muy burocratizadas
(propias de grandes empresas) tenderán a ser menos adaptables a los
cambios del entorno cuyo aprovechamiento requiera de una profunda
reorganización interna. Es en ese momento, el momento en que se abre una
brecha entre las oportunidades de negocio presentes en el mercado y la
capacidad de una gran empresa para aprovecharlas, cuando las pequeñas
empresas (que pueden alterar su organización interna con mucha más
flexibilidad y rapidez para ajustarla milimétricamente a las nuevas
necesidades del entorno) tendrán una clara ventaja competitiva (su
flexibilidad interna) frente a las grandes, pudiendo entonces penetrar entre
aquellos clientes de la gran empresa que no estén siendo adecuadamente
atendidos, creciendo progresivamente a su costa y, en última instancia,
terminando por desplazarla.
A este respecto, aunque suela pensarse que las grandes empresas son
eternas e intocables, no lo son: una gran empresa sólo puede mantenerse en
el mercado en la medida en que siga siendo más eficiente no sólo que la
competencia existente, sino también que la competencia potencial (Baumol
1982). Por ello, cuando la aparición de tecnologías disruptivas (o cualquier
otro shock externo) afecte a la forma óptima de organizarse de una gran
compañía y ésta, por culpa de su rígida burocracia interna o porque prefiere
seguir concentrada en su modelo de negocio principal (ajeno a la tecnología
disruptiva), no sea capaz de readaptarse lo suficiente lo suficientemente
rápido, tenderá a ser desplazada por las nuevas empresas nacientes. No en
vano, de las 500 mayores empresas de EE. UU. (agrupadas en la lista
Fortune 500), 386 se fundaron a partir del año 1901, 136 a partir de 1980 y
26 a partir del 2001. En la siguiente infografía podemos observar la fecha de
fundación de cada una de ellas así como su nivel de ingresos en 2017
(cuanto mayor es el tamaño del círculo, mayores ingresos).
Nótese que no estamos hablando meramente de «grandes empresas»,
sino de las 500 mayores empresas de EE. UU.: dado que el crecimiento de
una empresa desde su constitución hasta convertirse en un gigante
corporativo puede ser un proceso que requiere tiempo (reinversión
progresiva de los beneficios logrados orgánicamente), que más de una cuarta
parte de las mayores empresas del país se fundaran en las últimas cuatro
décadas significa que, incluso en etapas muy avanzadas y maduras del
capitalismo (como los últimos 40 años), ha seguido habiendo espacio para
competir desde cero contra los grandes capitales incumbentes. A día de hoy,
de hecho, la creación de nuevas empresas en EE. UU. sigue siendo muy
relevante a pesar de que, supuestamente, todo nuevo proyecto empresarial
debería estar condenado al fracaso debido a la intensa competencia de los
grandes capitales: por ejemplo, en EE. UU. se crean anualmente alrededor de
400.000 start-ups, las cuales son responsables de generar netamente cerca de
1,7 millones de puestos de trabajo al año, equivalentes al 90 % del empleo
neto creado durante ese ejercicio (Sadeghi 2022). Además, el 80 % de ese
empleo creado por las start-ups suele mantenerse durante los primeros cinco
años de vida de la empresa, no porque cada start-up lo mantenga, sino
porque el crecimiento en las contrataciones de las start-ups que prosperan
durante esos cinco años más que compensa las pérdidas de empleo de las
que cierran o reducen plantilla (Horrell y Litan 2010).
Gráfico 3.13. Número de empresas según su tamaño (medido por número de trabajadores) año
2014
Gráfico 3.14. Valor añadido generado según el tamaño de la empresa (medido por el número de
trabajadores) en el año 2014
Fuente: OCDE (2017).
Gráfico 3.15
Fuente: Rapp y O’Keefe (2018).
O también:
[Para que el ahorro del trabajador pueda convertirse en capital] tendría que comprar
[fuerza de trabajo] […]. De modo que presupone la existencia de un trabajo que no sea
capital […]. Los ahorros del trabajador sólo pueden convertirse en capital mediante el
trabajo como no capital [trabajo asalariado] en oposición al capital. Por consiguiente, la
contradicción que pretende superarse en un punto, reaparece en otro (Marx [1857-1858]
1986, 218).
El capital necesita del trabajo para producir. Ésta es una realidad material
muy elemental que Marx constata y que no resulta objetable per se. Más
discutible es si el trabajo necesita del capital para producir: en este caso,
Marx ofrece una respuesta ambivalente. El trabajo necesita socialmente del
capital sólo dentro del capitalismo: y lo necesita porque los trabajadores se
han visto separados de los medios de producción que requieren para
desarrollar el proceso productivo; si esos medios de producción se
socializaran, el capital desaparecería y el trabajador no vería mermadas sus
capacidades productivas, de modo que, en el fondo, el trabajo no necesita
materialmente al capital (que no deja de ser, en el fondo, una relación
históricamente contingente de dominación y explotación del obrero). Si el
capital necesita sí o sí al trabajo y el trabajo no necesita en el fondo al
capital, y además los precios a los que se intercambian las mercancías
dependen de su valor, entonces es el trabajo quien crea todo el valor y el
capitalista es quien se apropia de parte del valor generado por el trabajo
(adquiriendo su fuerza de trabajo a un valor inferior al que genera).
Esta exposición de la teoría de la explotación adolece, sin embargo, de
dos grandes fallos.
Primero, desde un punto de vista material, no es enteramente correcto
decir que el trabajo no necesita del «capital». El trabajo, para producir, sí
necesita materialmente de los servicios que le proporciona el capital: no
necesita que esos servicios le sean proporcionados mediante la forma social
específica del capital, pero sí requiere que alguien le proporcione medios de
producción (medios de producción que ese alguien deberá haber financiado a
través de su ahorro, esto es, de su abstinencia de consumir), que alguien
asuma la incertidumbre económica asociada al proceso de producción y que
alguien dirija empresarialmente ese proceso de producción. Por supuesto,
ese alguien puede ser el propio trabajador, al igual que en el caso de un
capitalista podría ser él quien trabaje con sus propios medios de producción
(productor independiente). La cuestión no es ésa, sino que esos servicios
(ahorro para proveer medios de producción, asunción de incertidumbre y
dirección empresarial) son servicios que han de formar parte de cualquier
proceso productivo para que cualquier trabajador pueda producir. Tan
inapropiado es decir que el capital podría producir sin trabajo como decir
que los trabajadores podrían producir sin aquellos servicios que, dentro del
capitalismo, son proporcionados con carácter especializado por el capitalista.
Segundo, la cuestión consecuentemente es cuál es el precio de
equilibrio de tales servicios imprescindibles para el proceso de producción
de valores de uso. Marx presupone que el precio de equilibrio de tales
servicios es cero, salvo acaso el del trabajo de superintendencia: y lo
presupone porque parte de su versión de la teoría del valor, la cual es
incompatible con que la espera temporal o la asunción de la incertidumbre
económica posea un «valor» y por tanto un precio. Pero si abandonamos el
incorrecto prisma de la teoría del valor trabajo de Marx, nos será posible
reconocer que servicios materialmente necesarios para producir cualesquiera
valores de uso —servicios como la provisión de financiación mediante el
ahorro, la asunción de la incertidumbre económica o la dirección empresarial
—, podrán tener un precio de equilibrio que no venga determinado por las
horas de trabajo necesarias para suministrarlos. Y siendo así, la teoría de la
explotación de Marx se desmorona: la plusvalía que obtienen los capitalistas
puede ser el precio de equilibrio de los servicios útiles (materialmente
necesarios) que éstos prestan dentro del proceso social de producción y de
circulación de mercancías. Una vez que reconocemos que los valores de
cambio de las mercancías no están determinados por el tiempo de trabajo
socialmente necesario para fabricarlas sino por la utilidad marginal que éstas
nos proporcionan, entonces se abre definitivamente la puerta a que aquella
parte del valor de cambio de una mercancía que afluya al capitalista no se
deba a un valor añadido que ha generado el obrero pero que no le ha sido
remunerado, sino al valor añadido que han contribuido a crear los servicios
útiles proporcionados por el capitalista y que, en consecuencia, le es
remunerado al capitalista. Sin la teoría del valor trabajo, la teoría de la
explotación pierde su principal soporte.
4
Asimismo, Lenin expuso que había dos formas por las que el
capitalismo podía emerger a partir del feudalismo y una de ellas (a la que
denominó «vía norteamericana») permitía que el capitalismo surgiera a
partir de un pequeño campesinado que se iba capitalizando hasta evolucionar
en grandes agricultores capitalistas. Es más, consideraba que esta segunda
vía aceleraba el surgimiento del capitalismo frente a la privatización de los
latifundios feudales:
Los restos de la servidumbre pueden desaparecer tanto mediante la transformación de las
haciendas de los terratenientes como mediante la destrucción de los latifundios de los
terratenientes, es decir, por medio de la reforma o por medio de la revolución. El
desarrollo burgués puede darse mediante grandes propiedades de terratenientes que
paulatinamente se van volviendo más burguesas, que van sustituyendo los métodos
feudales de explotación por los métodos burgueses. Y también puede darse mediante
pequeñas propiedades campesinas, que, por la vía revolucionaria, extirpen del organismo
social la «excrecencia» de los latifundios feudales y se desarrollen después libremente
sin ellos por el camino de la economía capitalista.
Denominaremos a estos dos caminos de desarrollo burgués objetivamente posibles
como «vía prusiana» y «vía norteamericana». En el primer caso, la propiedad feudal del
terrateniente se transforma lentamente en una propiedad burguesa lo que, por un lado,
condenará a los campesinos a decenios enteros de la más dolorosa expropiación y del
más doloroso yugo y, por otro, engendrará una pequeña minoría de grandes campesinos
acaudalados. En el segundo caso, no existen grandes propiedades de terratenientes o, de
existir, son erradicadas por una revolución que las confisca y las fragmenta. En este
último caso, predomina el campesinado, que pasa a ser el agente exclusivo de la
agricultura y va evolucionando hasta convertirse en el agricultor capitalista. […] [Con la
vía norteamericana], el desarrollo del capitalismo y de las fuerzas productivas es más
amplio y más rápido (Lenin [1907] 1962, 239-240).
No en vano, y al margen del caso del norte de EE. UU. que menciona
Lenin, en Europa contamos con el muy elocuente ejemplo de Suiza, donde
las expropiaciones masivas no fueron necesarias para que emergieran
trabajadores dispuestos a vender su fuerza de trabajo a los capitalistas. En
Suiza, a mediados del siglo XIX, el 80 % de las familias suizas seguía siendo
propietaria de alguna extensión de tierra (Frietzsche 1996, 132), incluyendo
el acceso a las tierras comunales especialmente dedicadas al pastoreo. Acaso
por ello, también en 1850, la población urbana de Suiza sólo representaba el
6,5 % del total del país a pesar de haberse duplicado durante la primera
mitad del siglo XIX (Fritzsche 1996, 131): no sólo eso, a mediados del siglo
XIX, el 57 % de la población ocupada lo estaba en el sector primario frente al
32 % en el sector industrial; 30 años después, la población ocupada en el
sector agrícola ya había descendido hasta el 37 % y la ocupada en la
industria había ascendido hasta el 41 %, a pesar de una propiedad agraria
muy distribuida (Fritzsche 2003, 48).
Algunos observadores de la época, de hecho, atestiguaban que los
trabajadores suizos combinaban su trabajo artesanal con el trabajo en el
campo, de manera que su sueldo efectivo debía computarse como la suma de
sus ingresos monetarios y de su autoproducción en especie:
El valor monetario de los salarios suizos es un índice engañoso de su auténtico nivel de
vida. En Suiza, debido a la gran subdivisión de la tierra y a la interrelación entre las
profesiones agrícolas y artesanas, un elevado porcentaje de la clase trabajadora produce
una porción de su propia subsistencia (Chambers 1842, 85).
Si
(r1) La extracción de la plusvalía a costa de los trabajadores impide que éstos ahorren
e inviertan a mayor ritmo que los capitalistas.
(r2) La extracción de la plusvalía a costa de los trabajadores impide que los
capitalistas se descapitalicen.
Entonces y sólo entonces
(r) La reinversión de la plusvalía acrecienta necesariamente la separación entre el
trabajador y los medios de producción.
αk,I Is + αk,II IIs + αl,I Iv + αl,II IIv = ∆Ic + ∆Is + ∆IIc + ∆IIs
25 % * 1.000 + 25 % * 1.000 + 10 % * 750 + 10 % * 750 =
= 400 + 100 + 100 + 50
Del nuevo capital invertido por valor de 650, 325 han procedido de
ahorro de los capitalistas y 325 de ahorro de los trabajadores, de forma que
podríamos reescribir la composición del capital productivo distinguiendo
según el capital constante o el capital variable pertenezca a la clase
capitalista (subíndice k) o según pertenezca a la clase trabajadora (subíndice
l). El capital de la clase trabajadora, por cierto, podría estar constituido por
empresas cooperativas autogestionadas (y financiadas a partir de su propio
ahorro) o por empresas capitalistas de las que los trabajadores poseen activos
financieros (bonos o acciones) que les abonan la plusvalía generada a través
de rentas del capital (intereses o dividendos). Así, la composición del capital
productivo según la titularidad de sus propietarios quedaría como:
4.3.3. Conclusión
En las páginas anteriores sólo hemos demostrado que Marx se equivoca con
su afirmación de que la distancia entre la clase obrera y los medios de
producción ha de irse ensanchando conforme avance el capitalismo. Pero eso
no significa, como decíamos, que no pueda haber otras razones que lleven a
que el capitalismo necesariamente agrande las diferencias de propiedad entre
la clase obrera y la clase capitalista. Si, por ejemplo, tanto la clase obrera
como la clase capitalista pudiesen ahorrar e invertir pero la clase capitalista
tuviese acceso exclusivo a inversiones más rentables que aquellas a las que
puede acceder la clase obrera, entonces el capitalismo llevaría igualmente —
aunque por razones distintas a las aducidas por Marx— a un agrandamiento
de las desigualdades de riquezas entre clases.
Queda fuera del propósito de este libro investigar si existen otros
canales que, dentro del capitalismo, conducen a una expansiva brecha entre
la propiedad de los obreros sobre los medios de producción y los medios de
producción existentes. Sin embargo, a la luz de la evidencia empírica que
aportamos en epígrafe 3.5.1 de este segundo tomo, cuando constatamos
cómo la desigualdad de la riqueza se ha reducido fuertemente desde finales
del siglo XIX hasta la actualidad en Inglaterra, cabe como poco dudar del
capitalismo conduzca necesaria e inevitablemente a una creciente
desigualdad de riqueza entre la clase capitalista y la clase trabajadora: en
esencia, porque en Inglaterra no se ha dado. Pero el fenómeno no es
exclusivo de Inglaterra. El propio Thomas Piketty, como también
mencionamos, constata tendencias similares en Francia:
Gráfico 4.1. Concentración de la riqueza en Francia
Marx acierta al señalar que, dentro del capitalismo, existe una tendencia a
reproducir y acumular capital a través de la reinversión de la plusvalía que
obtienen los capitalistas. Ésa es la máxima expresión del capital: las rentas
del capital generando nuevas rentas del capital. Sin embargo, se equivoca
gravemente al pensar que el anterior proceso sólo puede desarrollarse
explotando a los trabajadores y que, por tanto, el capitalismo requiere de una
estricta separación entre trabajadores y medios de producción para que los
primeros se vean forzados a venderles su fuerza de trabajo a los capitalistas a
un valor inferior al que generan durante la jornada laboral.
Ese error original —que no es otro que su teoría de la explotación, a
saber, que no remunerar parte de la jornada laboral del obrero es condición
suficiente y necesaria para que el capital se revalorice— contamina todo su
análisis subsiguiente sobre la dinámica del capitalismo. Si puede haber
capitalismo sin explotación de la clase trabajadora, entonces el capitalismo
no necesita haber nacido de la desposesión de la clase trabajadora; a su vez
tampoco necesita reproducirse perpetuando y amplificando esa separación.
Sí, en el capitalismo las rentas del capital tienden a reinvertirse
capitalizando la plusvalía, pero eso no implica por necesidad que los
capitalistas se vuelvan crecientemente ricos a costa de los trabajadores. En
esencia, porque pueden darse dos fenómenos que Marx no toma
suficientemente en consideración: primero, el capital no sólo se acumula con
la reinversión de las rentas del capital, sino también con el nuevo ahorro con
cargo a las rentas del trabajo, de modo que cabe la posibilidad de que los
trabajadores ahorren, inviertan, obtengan rentas del capital y, finalmente,
reinviertan esas rentas del capital en generar nuevas rentas del capital;
segundo, la inversión del nuevo ahorro de las rentas del trabajo o la
reinversión de las rentas del capital no equivale a que esa inversión vaya a
ser rentable y a que permita, en consecuencia, reproducir amplificadamente
el capital inicial.
En este sentido, la reproducción y acumulación de capital sigue una
dinámica en su raíz distinta a la planteada por Marx: la provisión de
servicios productivos suficientemente útiles por parte del trabajo o del
capital proporciona un ingreso (renta del trabajo o del capital) a su
proveedor; si se ahorra un porcentaje suficiente de ese ingreso (si hay ahorro
neto), el capital se acumula; si meramente se ahorra para reponer el capital
consumido, el capital se reproduce; y si se ahorra menos de lo necesario para
reponer el capital consumido o si los servicios suministrados no son
suficientemente útiles, el capital se devalúa. Este proceso está en
funcionamiento permanente, para todos los agentes económicos, dentro del
capitalismo. Por eso nadie, ni trabajadores ni capitalistas, puede escapar de
la generación de utilidad para otros trabajadores o capitalistas: porque
continuamente han de tomar decisiones al respecto que los capitalizarán o
descapitalizarán. Y por eso, en el muy a largo plazo, lo único que cuenta a la
hora de determinar la distribución de la propiedad de los medios de
producción es la capacidad de generación de utilidad, de valor de uso, para
terceros, mediante medios de producción interpuestos o sin ellos.
El capitalismo, en suma, es perfectamente compatible con una
distribución dispersa de los medios de producción entre toda la población
siempre que se preserven los aspectos realmente esenciales del capitalismo:
producción expansiva de mercancías como capitales a través de la
reinversión de parte del excedente productivo generado. Por consiguiente, y
en suma, el capitalismo es perfectamente compatible con que la sociedad se
vaya crecientemente aburguesando y convirtiendo en propietaria de los
medios de producción que emplea con el objetivo de crear, a través del
mercado, valores de uso para terceros.
5
Toda teoría de los precios acepta que, en equilibrio competitivo, los precios
de las mercancías son iguales a los costes (incluyendo los llamados «costes
del capital», es decir, la rentabilidad mínima que exige el productor para
producir). Si los precios fueran superiores a los costes, habría beneficios
extraordinarios fruto de la ausencia de competencia; si los costes fueran
superiores a los precios, habría pérdidas extraordinarias fruto dela ausencia
de equilibrio. Lo que caracteriza a la teoría del valor trabajo de Marx, por
consiguiente, no es sostener que, en equilibrio competitivo (esto es, en el
largo plazo para las mercancías reproducibles y dentro de mercados
competitivos), el precio de una mercancía es igual a su coste de producción:
toda teoría de los precios (también la teoría del valor subjetivo) coincide en
esa descripción. Lo que caracteriza a la teoría del valor trabajo de Marx es la
aseveración de que un tipo de coste muy específico es el que determina los
precios: a saber, el coste en términos de tiempo de trabajo socialmente
necesario para fabricar cada clase de mercancía determina los precios de esa
clase de mercancías, de ahí que ambas magnitudes sean iguales. El precio de
equilibrio de cada mercancía sería, pues, el valor de esa mercancía
expresado en términos relativos respecto al valor del dinero: y si le
sustraemos al valor de esa mercancía el valor de los medios de producción y
de la fuerza de trabajo consumidos en producirla, alcanzaremos la plusvalía,
esto es, el tiempo de trabajo que no le ha sido remunerado al obrero que ha
fabricado esa mercancía.
Sin embargo, para Marx, lo anterior sólo es cierto en el caso de
mercados competitivos no capitalistas. En mercados capitalistas, allí donde
las mercancías se intercambian como productos del capital (C3, 10, 275), el
precio de equilibrio de cada mercancía no coincide con su valor expresado
en dinero, sino con su precio de producción… que no es idéntico (en la
mayor parte de los casos) al valor. Por consiguiente, la validez de la ley del
valor en mercados capitalistas no resulta superficialmente obvia: en
equilibrio, las mercancías no se intercambian a sus valores. No sólo eso, si al
precio de producción de una mercancía le restamos el precio de producción
(o los valores) de los medios de producción y de la fuerza de trabajo
consumidos en fabricarla, obtendremos una ganancia que no tiene por qué
coincidir con el tiempo de trabajo que no le ha sido remunerado al obrero
que ha fabricado esa mercancía. Por ejemplo, imaginemos un capitalista
industrial que fabrica una mercancía invirtiendo 5 onzas de oro como capital
constante, 3 onzas como capital variable y dejando de pagar el equivalente a
3 onzas como plusvalía. El valor de la mercancía sería de 11 onzas, pero
acaso su precio de producción sean 15 onzas. En tal caso, el capitalista
industrial habrá logrado una ganancia de 7 onzas que no puede ser explicada
por la plusvalía que extrajo de sus trabajadores. Es más, si ese capitalista
industrial les abonara intereses de 2 onzas a su prestamista y alquileres de 1
onza a su arrendador, estos dos agentes económicos lograrían ganancias sin
explotar aparentemente a ningún trabajador.
En otras palabras, los precios de equilibrio de una economía capitalista,
a los que Marx denomina precios de producción, no validan a simple vista ni
su teoría del valor ni su teoría de la explotación: las mercancías no se
intercambian a sus valores y la revalorización del capital no tiene una
conexión clara con la extracción de plusvalía. Pero lo anterior no implica
necesariamente que se trate de teorías incorrectas: para Marx, los precios de
producción de las mercancías están en última instancia determinados por sus
valores y, a su vez, los ingresos que obtiene el conjunto de capitalistas (clase
capitalista) proceden de la plusvalía que se ha extraído en agregado del
conjunto de los trabajadores (clase obrera), de modo que, aun cuando la
forma visible que adopten los valores en un mercado capitalista (los precios
de producción) no coincida directamente con su contenido o aun cuando la
plusvalía agregada se distribuya en formas fragmentarias que oculten su
origen, sí es posible, a través de la investigación científica, mostrar que los
precios de producción derivan de los valores y que las ganancias de la clase
capitalista derivan de la plusvalía agregada que le ha sido extraída a la clase
obrera.
Éste es el llamado «problema de la transformación» al que se enfrenta
la teoría marxista del valor y de la explotación: demostrar que los precios de
producción de las mercancías son determinados en última instancia por los
valores de las mercancías y que, a su vez, esos precios de producción
distribuyen una ganancia al conjunto de capitalistas que es retrotraíble a la
plusvalía que le ha sido extraída al conjunto de trabajadores.
Para que la resolución de este problema de la transformación sea
exitosa, deben darse cuatro condiciones:
Pp = k + inp + m
k = cc + vc
El beneficio industrial es igual a la tasa general de ganancia (P´)
multiplicada por al capital constante adelantado (ca,in) y el capital variable
adelantado (va,in) en forma de capital productivo, al igual que el beneficio
comercial es igual a la tasa general de ganancia multiplicada por el capital
constante adelantado (ca,c) y el capital variable adelantado (va,c) en forma de
capital comercial:
S = TP
Es decir, a la suma del precio de coste (k), del beneficio industrial (inp)
y del beneficio comercial (m), siendo el precio de coste igual a la suma del
capital constante consumido (cc) y del capital variable consumido (vc) y
siendo el beneficio industrial y el beneficio comercial igual al capital
industrial adelantado (ca,in + va,in) y al capital comercial adelantado (ca,c +
va,c) multiplicado por la tasa general de ganancia (P´). A su vez,
recordémoslo, la tasa general de ganancia es igual a la masa de plusvalía
dividida entre todo el capital constante y variable adelantados en la
economía.
En consecuencia, y por simplificar el análisis, si el precio de
producción de los elementos del capital constante, si los salarios y si la tasa
general de ganancia son enteramente explicables por el tiempo de trabajo
(abstracto, simple y socialmente necesario), entonces cabrá la posibilidad de
que los precios de producción sean explicables en exclusiva a partir del
tiempo de trabajo (es una condición necesaria, no suficiente). En cambio, si
algunos de estos elementos no fueran determinados exclusivamente por el
tiempo de trabajo socialmente necesario, entonces los precios de producción
de las mercancías no podrían explicarse exclusivamente por la teoría del
valor trabajo.
A este respecto, recordemos que Marx postulaba una independencia
absoluta entre la determinación del valor y las preferencias de los agentes: a
su juicio, la demanda de una mercancía presupone que el valor de esa
mercancía ya ha sido determinado en lugar de que la demanda contribuya a
determinarlo (Marx [1862-1863b] 1989, 285) y, por tanto, que las
preferencias de los agentes no pueden modificar la operativa de la ley del
valor (Marx [1862-1863b] 1989, 281). Por ello, si los precios de producción
sí se vieran influidos por las preferencias subjetivas de los agentes, los
precios de producción no estarían, en última instancia, determinados por la
ley del valor: no sería cierto que «en última instancia todo puede reducirse al
valor tal como es determinado por el tiempo de trabajo» (Marx [1862-
1863b] 1989, 515-516).
Vamos a analizar cada uno de estos tres componentes anteriores —
capital constante, capital variable y tasa de ganancia—para comprobar hasta
qué punto la subjetividad puede influir sobre ellos.
A––––––B––C
A – – – B – – – B´ – – C
Gráfico 5.2
Fuente: Allen (2009b).
Gráfico 5.6
Fuente: (Greenwood y Vandenbroucke 2005, 75).
Gráfico 5.7. Peso de la masa salarial en el PIB en EE. UU, Reino Unido y Francia
Fuente: Piketty y Zucman (2014).
Por tanto, una alteración en los salarios relativos (por razones en parte
subjetivas) sí modifica los precios de producción de la mayoría de las
mercancías de la economía: las preferencias subjetivas (desutilidad del
trabajo) influyen en los salarios de equilibrio y, a través de éstos, en los
precios de producción de equilibrio.
5.3.3. La influencia de la subjetividad a través de la tasa general de
ganancia
A estos tres factores habría que añadir un cuarto: la rotación del capital.
Si modificamos nuestra definición de tasa general de ganancia para tener en
cuenta la influencia de la rotación del capital (tal como la describimos en el
apartado 4.2.5 del primer tomo de este libro), comprobaremos que la tasa
general de ganancia también puede cambiar en función de los cambios en la
rotación del capital agregado (Ncc):
Supongamos que los capitalistas del sector I y del sector II conocen una
forma de reinvertir sus capitales que aumenta la composición orgánica del
capital, aumenta la productividad del trabajo e incrementa la plusvalía
relativa pero que, debido a su alto riesgo, exigen que proporcione, al menos,
una tasa de ganancia del 50 %. Imaginemos que efectivamente ese nuevo
método de producción es capaz de arrojar tal tasa general de ganancia, en
cuyo caso los capitalistas de ambos sectores sí invertirán sus capitales
mediante esas técnicas más arriesgadas capaces de proporcionar una
ganancia del 50 % (Tabla 5.7):
Tabla 5.7
Ahora bien, si los capitalistas hubiesen exigido una rentabilidad mínima
del 75 % para lanzarse a invertir en esos nuevos métodos de producción más
arriesgados, entonces, como esos métodos sólo pueden arrojar
potencialmente una tasa de ganancia del 50 %, no se invertiría en ellos y la
tasa general de ganancia habría permanecido anclada en el 40 %.
Alternativamente, si partiendo de la Tabla 5.6, los capitalistas se volvieran
más adversos al riesgo, podría haber una involución en los métodos de
producción, es decir, podrían buscarse métodos menos arriesgados aun
cuando fueran menos productivos (menor composición orgánica del capital)
como los que aparecen en la Tabla 5.8.
Tabla 5.8
Es decir, los capitalistas podrían preferir una tasa de ganancia del 27,5
% asumiendo bajo riesgo que un 40 % asumiendo un riesgo que consideran
demasiado elevado. Por consiguiente, las decisiones inversoras que adoptan
los capitalistas influyen sobre la tasa general de ganancia: no se adaptan de
manera pasiva a la misma, sino que según sus preferencias, su conocimiento
y sus expectativas influyen sobre ella.
Esta influencia de las preferencias subjetivas sobre la tasa general de
ganancia puede observarse con mayor claridad si separamos el proceso de
provisión de financiación del proceso de inversión productiva: es decir, si
separamos el capital prestable (en manos de los prestamistas) del capital
productivo (en manos del capitalista industrial). Recordemos que, para
Marx, el interés es el precio de convertir el capital dinerario en una
mercancía cuyo valor de uso otorga la capacidad de extraerle plusvalía al
obrero (capital prestable) y que ese precio, desde su punto de vista, es una
«forma irracional de precio […] reducido a su forma puramente abstracta,
carente de cualquier contenido: una simple suma de dinero que se paga a
cambio de algo que de un modo u otro posee valor de uso» (C3, 21, 475);
una forma «tan irracional como lo es » (Marx [1862-1863b] 1989, 519).
A su entender, no es posible que «una suma de valor tenga un precio aparte
del precio que expresa su propia forma monetaria», puesto que, de acuerdo
con la teoría del valor trabajo, «el precio es el valor [monetario] de la
mercancía en oposición a su valor de uso», por tanto el precio de una
mercancía que sea distinto a la expresión monetaria de ese valor es «una
contradicción en los términos» (Marx [1862-1863b] 1989, 520). No existe, a
ese respecto, ninguna ley que permita determinar objetivamente el interés de
equilibrio: el interés es sólo un precio establecido por la competencia en el
mercado de un modo «inherentemente anárquico y arbitrario» (C3, 21, 478).
Es decir, el tipo de interés es un precio que el propio Marx reconoce
que no depende del valor (del tiempo de trabajo socialmente necesario), sino
de la oferta y de la demanda de capital prestable, estando la demanda
determinada por factores parcialmente subjetivos (como la aversión personal
al riesgo o las expectativas subjetivas sobre la tasa de ganancia futura del
capitalista industrial) y estando a su vez la oferta determinado por factores
parcialmente subjetivos (como la propensión a ahorrar de los capitalistas
prestamistas, que a su vez depende de la preferencia temporal y de la
aversión al riesgo). En principio, que el tipo de interés sea un precio
determinado por factores subjetivos y no por el tiempo de trabajo
socialmente necesario no tendría por qué afectar a la tasa general de
ganancia, ya que el tipo de interés tan sólo resulta relevante a la hora de
determinar la distribución de la masa de plusvalía dentro de la clase
capitalista: para Marx, el interés oscila entre un límite máximo marcado por
el beneficio bruto y un límite mínimo que esta indeterminado (C3, 22, 480).
Es decir, que el tipo de interés depende de la tasa de ganancia (la tasa de
ganancia fija el tipo de interés máximo) y no la tasa de ganancia del tipo de
interés.
Sin embargo, el propio Marx reconoció, aunque no desarrolló, una
importante posibilidad que puede llevar a que el interés determine la tasa
general de ganancia, a saber, que el tipo de interés (precio irracional
determinado en parte subjetivamente) al que los prestamistas ofrezcan en
préstamo su capital dinerario supere la tasa general de ganancia del capital
productivo: «Dejando de lado aquellos casos especiales en los que el interés
supera el beneficio bruto, de tal forma que no todo él puede abonarse a partir
del propio beneficio bruto, acaso podamos establecer el límite máximo del
interés como la totalidad del beneficio bruto menos aquella parte del mismo
que sea reducible a salarios de superintendencia» (C3, 22, 480) [énfasis
añadido].
Es verdad que, en equilibrio, el tipo de interés no puede ubicarse por
encima de la tasa general de ganancia pues ello implicaría pérdidas para el
capitalista empresarial y, por tanto y por definición, no estaríamos ante una
situación de equilibrio (salvo en algún supuesto excepcional como el que
examinaremos en el apartado 5.5.2 de este segundo tomo, cuando
estudiemos cómo la clase trabajadora podría explotar a la clase capitalista).
Pero que, en equilibrio, el tipo de interés no pueda ubicarse por encima de la
tasa general de ganancia no equivale a que, en una situación de
desequilibrio, necesariamente sea el tipo de interés el que se reduzca hasta
equipararse con la tasa general de ganancia: también puede ocurrir que sea la
tasa general de ganancia la que se incremente para igualarse con el tipo de
interés (de modo que la tasa general de ganancia quedaría indirectamente
determinada por ese precio irracional y subjetivo que es el tipo de interés).
Es decir, que si el tipo de interés de mercado se ubica en el 6,25 % y la tasa
general de ganancia en el 5 %, tanto puede ocurrir que el tipo de interés se
reduzca hasta el 5 % como que la tasa general de ganancia aumente hasta el
6,25 %: tanto puede ocurrir que la tasa general de ganancia marque el límite
máximo del tipo de interés cuanto que el tipo de interés establezca el límite
mínimo de la tasa general de ganancia. Pero ¿de qué modo puede el tipo de
interés determinar la tasa general de ganancia? Por la vía de provocar una
liquidación de las estructuras de capital productivo marginalmente menos
rentables.
Por ejemplo, imaginemos que el capital productivo agregado de una
economía exhibe la estructura expuesta en la Tabla 5.9 y supongamos,
además, que ese capital productivo se financia exclusivamente a través de
capital prestable:
Tabla 5.9
Pp = k + inp + m
Pp = k + inp + m + e
¿A qué nos referimos con la variable e? A los gastos operativos del
capital comercial, a los cuales Marx considera faux frais: es decir, gastos no
vinculados con la producción sino con la mera circulación de mercancías
dentro de un mercado. Por ejemplo, los trabajadores dedicados al marketing.
Pero, a pesar de que esos gastos operativos del capital comercial no
constituyen tiempo de trabajo socialmente necesario para producir valores de
uso sociales, sí contribuyen a aumentar, según Marx, los precios de
producción en un mercado capitalista. Por consiguiente, nuevamente aquí
nos encontramos con un precio de equilibrio que en parte no está
determinado, ni directa ni indirectamente, por el valor.
Pero entonces, ¿qué determina la magnitud de esos gastos operativos
desconectados del proceso de producción? ¿Podrían los capitalistas inflar
ilimitadamente esos gastos operativos (e) y empujar al alza los precios de
equilibrio? No, hay dos factores que limitan la magnitud de e. Por un lado la
competencia entre capitalistas comerciales (a mayor competencia, más
tenderán a economizarse los gastos operativos) y, por otro, la utilidad
marginal de los consumidores (si la utilidad marginal de la mercancía es
inferior al precio de producción incrementado por los gastos operativos, esa
mercancía dejará de producirse y de distribuirse en el margen). En principio,
podría parecer que la competencia entre capitalistas basta para reducir e al
mínimo indispensable, de modo que la utilidad marginal de los compradores
no influye en la magnitud que termine adoptando e en equilibrio salvo a la
hora de determinar si los precios de producción, incrementados por e, de una
mercancía cubren su utilidad marginal y, por tanto, si esa mercancía se
produce. Pero es que, precisamente por ello, la magnitud mínima de e
dependerá justamente de la utilidad en el margen que esos gastos operativos
del capital comercial le proporcionen al consumidor.
Por ejemplo, imaginemos una mercancía con un precio de producción,
antes de gastos operativos del capital comercial, de 100 onzas de oro (k + ip
+ m = 100). Supongamos que, sin campaña de marketing (el marketing es un
gasto operativo que no genera valor, por tanto, un faux frais), el capitalista
puede vender 100 unidades de esta mercancía a 100 onzas cada una; en
cambio, con una campaña de marketing de 5.000 onzas, el capitalista puede
vender 1.000 unidades a 105 onzas por unidad y con una campaña de
marketing más agresiva, de 25.000 onzas, podrían venderse 2.000 unidades a
110 onzas cada unidad. Eso es así para todos los capitalistas, es decir, no hay
capacidad de minimizar esos costes a través de la competencia. ¿De qué
dependerá entonces el precio de producción de esa mercancía? De la
predisposición al pago de los consumidores. La campaña de marketing de
5.000 onzas permite vender 1.000 unidades a 105 onzas por unidad, lo que
proporciona unos ingresos de 105.000 onzas de oro que cubren los gastos de
105.000 onzas de oro (100.000 por fabricación de 1.000 unidades de las
mercancía y 5.000 por la campaña de marketing); en cambio, la campaña de
marketing de 25.000 onzas, permite vender 2.000 unidades a 110 onzas, lo
que proporciona unos ingresos de 220.00 onzas que no cubren los gastos de
225.000 onzas (200.000 por los costes de fabricación de 2.000 unidades de
la mercancía y 25.000 por la campaña de marketing). Por consiguiente, el
capitalista no gastará 25.000 onzas en la campaña de marketing (puesto que
no recupera costes) sino sólo 5.000: de modo que el precio de producción no
será de 110 onzas por unidad sino de 105. Así pues, lo que determina en este
caso si el precio de producción, después de gastos operativos, es 100, 105 o
110 onzas no es la competencia entre capitalistas, sino la utilidad marginal
de los compradores según se ve influida por la campaña de marketing (una
forma de influir puede ser elevando su predisposición al pago entre quienes
ya conocían la mercancía; otra, simplemente hacer que conozcan la
mercancía personas que ignoraban de su existencia pero a los que les resulta
útil y por la que están dispuestos a pagar).
En suma, a diferencia de lo que sostenía Marx, no sólo los gastos
operativos del capital comercial pueden ser enormemente productivos (en el
ejemplo anterior, es la campaña de marketing la que permite elevar la
producción de la mercancía desde 100 unidades a 1.000 unidades), sino que
también llevan a que las preferencias subjetivas influyan en los precios de
equilibrio dentro de un mercado capitalista. Nuevamente, pues, los precios
de producción no están únicamente determinados por el tiempo de trabajo
socialmente necesario.
c v s VALOR
I 225 90 60 375
II 100 120 80 300
III 50 90 60 200
c v BENEFICIO PRECIOS DE
PRODUCCIÓN
I 252 84 84 420
III 56 84 35 200
c v BENEFICIO PRECIOS DE
PRODUCCIÓN
I 288 96 96 480
c v s VALOR
I 225 90 60 375
c v BENEFICIO PRECIOS DE
PRODUCCIÓN
c v s VALOR
I 225 90 60 375
II 50 120 80 250
c v BENEFICIO PRECIOS DE
PRODUCCIÓN
5.3.6. Conclusión
Valort+1 = Ppt * A + l
Ppt+1 = Ppt * A + l + gt
Es éste otro posible motivo por el que este potencial desarrollo lógico
de la teoría del valor no fuera del agrado de Marx: lejos de explicar los
precios de mercado en función del tiempo de trabajo promedio en cada
mercancía estaríamos explicando por entero el tiempo de trabajo promedio
de cada mercancía a partir de los precios de mercado. Y tal como ya hemos
expuesto en las páginas anteriores, las preferencias subjetivas de los agentes
—ya sea expresadas en el volumen de demanda en un entorno de economías
no constantes a escala, o en el precio de los recursos naturales exclusivos, o
en la periodificación del capital fijo, o en el beneficio comercial de dealers y
tesoreros, o en la oferta de capital dependiente del tipo de interés de
equilibrio o en la oferta de trabajo vinculada al salario de equilibrio—
influirán decisivamente sobre los precios de equilibrio y sobre la distribución
de los ingresos en una economía capitalista, de modo que en última instancia
estaríamos convirtiendo como sustancia del valor de cambio de la mercancía
no al tiempo de trabajo socialmente necesario, sino al valor subjetivo del
tiempo de trabajo socialmente necesario para fabricar cada mercancía… es
decir, a la utilidad marginal de cada mercancía. Estaríamos afirmando los
precios de equilibrio en un mercado capitalista negando la teoría del valor
trabajo.
5.4.3. La teoría del valor subjetivo como auténtico determinante de los
precios de equilibrio
c v BENEFICIO PRECIODE
PRODUCCIÓN
c v s VALOR
0 0 225 0 225
c v BENEFICIO PRECIODE
PRODUCCIÓN
c v s VALOR
I 0 75,89 0 75,89
c v BENEFICIO PRECIODE
PRODUCCIÓN
c v s VALOR
I 0 75,84 0 75,84
c v BENEFICIO PRECIODE
PRODUCCIÓN
5.4.4. Conclusión
5.5. Las relaciones dentro de una clase no tienen por qué ser armónicas
y las relaciones entre clases pueden no ser antagónicas (¬t)
Posee capital suficiente para contratar obreros pero tiene que trabajar Pequeños empleadores
Posee capital suficiente para trabajar por sí mismo pero no para contratar Pequeños propietarios
obreros
+ Bienes de cualificación —
Fuente: Bloomberg.
Tabla 5.32
5.5.4. Conclusión
Una vez que hemos rechazado todas las proposiciones que componen el
antecedente, entonces por necesidad el consecuente también tendrá que ser
falso porque, como ya explicamos al principio de este capítulo, el
antecedente constituye una condición suficiente y necesaria para afirmar el
consecuente: p ∧ q ∧ r ∧ s ∧ t ↔ u. O dicho de otro modo, es suficiente con
negar alguna de las proposiciones del antecedente para poder negar el
consecuente: ¬p ∨ ¬q ∨ ¬r ∨ ¬s ∨ ¬t → ¬u.
Repasémoslo resumidamente:
En Marx existen dos teorías sobre las crisis económicas —la teoría sobre la
crisis sistémica y la teoría sobre las crisis cíclicas— pero ambas derivan de
su ley de la reducción tendencial de la tasa general de ganancia o están
vinculadas con ellas. En el primer caso, la reducción de la tasa general de
ganancia terminará impidiendo que el capitalismo siga funcionando porque
el capital, con una tasa general de ganancia nula o casi nula, dejará de poder
revalorizarse y por tanto de acumularse; en el segundo caso, la reducción de
la tasa general de ganancia desata o acentúa otras contradicciones inherentes
al capitalismo (como la contradicción entre salario y plusvalía o la
contradicción entre trabajo privado y trabajo social) provocando con ello
interrupciones transitorias en la acumulación y circulación del capital. Al
respecto, el argumento de Marx sobre las crisis económicas puede dividirse
en dos silogismos.
En primer lugar, y con respecto a la crisis sistémica del capitalismo, p ∧
q → r:
Si
(p) Existe una relación inversa entre la composición orgánica del capital y la tasa de
ganancia.
(q) Las contradicciones internas del capitalismo hacen imposible contrarrestar a largo
plazo esa tendencia.
entonces
(r) El capitalismo se halla inexorablemente abocado a colapsar en el largo plazo.
En el apartado anterior hemos comprobado que no tiene por qué existir una
relación inversa entre la composición orgánica del capital y la tasa general
de ganancia: en esencia, porque bajo ciertos supuestos la masa agregada de
ganancia puede crecer más rápido que el capital constante, es decir, que la
tasa de explotación puede crecer más rápidamente que la composición
orgánica del capital. Sin embargo, si las contradicciones internas del
capitalismo imposibilitaran a largo plazo que la masa agregada de ganancia
creciera más rápidamente que el capital constante, entonces por necesidad la
tasa de ganancia decrecería a largo plazo conforme se acumulara más capital
constante. Pero ¿realmente es así? ¿El hecho de que el capital adquiera el
trabajo vivo a su valor para apropiarse de la plusvalía y reinvertirla en una
acumulación continuada de nuevos medios de producción termina
imponiendo la reducción de la tasa general de ganancia? Marx no aporta
ningún argumento para que necesariamente en el muy largo plazo la tasa de
explotación deba crecer más lentamente que la composición orgánica del
capital: si, como él mismo reconoce, existen fuerzas contrarrestantes de la
caída tendencial, prima facie no hay por qué suponer —a falta de
argumentos adicionales que lo demuestren— que la tendencia de la tasa a
caer será más poderosa que las fuerzas contrarrestantes. Tal como observan
aguadamente Fernández Liria y Alegre Zahonero ([2010] 2019, 621):
No puede encontrarse en El capital más fundamento para considerar la ley a la caída de
la tasa de ganancia y la causa contrarrestante al aumento de la tasa de explotación que
para hacerlo a la inversa, a saber, considerar la ley la tendencia al aumento de la tasa de
ganancia (provocada por la tendencia al aumento de la tasa de explotación) y la causa
contrarrestante al aumento de la composición orgánica (provocada por la tendencia a la
progresiva acumulación de capital).
Tabla 6.8
Tabla 6.9
Tabla 6.10
Por consiguiente, si el capitalista invierte 110 toneladas será
complementándolo con 55 horas de trabajo (a cambio de 22 toneladas de
trigo o menos) para obtener al menos un rendimiento físico del 25 % y un
excedente productivo de al menos 33 toneladas (o 33 horas trabajadas):
cualquier otra opción implicaría una regresión tecnológica (el uso de una
tecnología menos eficiente que la existente). Verbigracia, el capitalista
rechazaría invertir 110 toneladas transformadas por 50 horas de trabajo (20
toneladas de trigo) para producir 161 toneladas de trigo, porque el
plusproducto del que se apropiaría sería de 31 toneladas (inferior a las 33
que lograría si empleara 55 horas de trabajo): llamemos a esta posibilidad
«opción tecnológica 2». En cambio, sí aceptaría invertir 110 toneladas
transformadas por 50 horas de trabajo para producir 163 toneladas: en ese
caso, el excedente productivo sería de 33 toneladas y la tasa de rentabilidad
física sería del 25,3 %. Llamemos a esta última posibilidad, «opción
tecnológica 3» (Tabla 6.11).
Idéntico resultado alcanzaremos si lo expresamos en horas trabajadas
(Tabla 6.12):
Por tanto, el capitalista sólo aumentará el uso de trabajo objetivado en
relación con el trabajo vivo en el caso de que la tasa general de ganancia sea
igual o mayor que la existente: aceptaría la opción tecnológica 3 pero
rechazaría la opción tecnológica 2.
La réplica que bosquejó Marx contra este argumento es que, cuanto
mayor sea el tiempo de plustrabajo, menos crecerá la plusvalía ante un
mismo incremento de la productividad del trabajo, es decir, ante un mismo
incremento de la composición orgánica del capital. Siendo la plusvalía
reducible a tiempo de plustrabajo como fracción de la jornada laboral, es
evidente que, cuanto más elevada ya sea la plusvalía como porción de la
jornada laboral, menos margen tendrá para seguir creciendo. De modo que,
al final, «el límite absoluto de la jornada laboral promedio —que por
naturaleza será inferior a 24 horas diarias— marca un límite absoluto a
cuánto es posible compensar una reducción del capital variable aumentando
la tasa de plusvalía, o compensar la reducción del número de trabajadores
explotados aumentando el grado de explotación de su fuerza de trabajo» (C1,
11, 419-420). Por mucho que crezca la composición orgánica del capital y
aumente la productividad del trabajo, nunca será capaz de rebasar ese límite.
Tabla 6.11
Tabla 6.12
Tabla 6.14
Reiteremos este último punto: el Teorema de Okishio no niega que la
tasa general de ganancia pueda descender con el incremento de la
composición orgánica del capital, sino que simplemente expone que ese
descenso vendrá causado por un incremento del salario real de los
trabajadores y no por el incremento de la composición orgánica del capital.
Por tanto, o el desarrollo de las fuerzas productivas que promueve el
aumento de la composición orgánica del capital termina beneficiando de
manera endógena a los propios trabajadores (de modo que la teoría de la
explotación se ve seriamente mermada) o la tasa general de ganancia no
desciende con el aumento de la composición orgánica del capital. Como ya
señaló Paul Samuelson (1957) anticipando las conclusiones del propio
Teorema:
Existe una contradicción en el pensamiento de Marx […]. Junto con la ley de la
reducción tendencial de la tasa general de ganancia, los marxistas suelen hablar de la
«ley del salario real decreciente (o constante)». […] Tal vez Marx no se dio cuenta de la
incoherencia de esas dos leyes inevitables. En palabras de Joan Robinson: «Marx sólo
puede demostrar que existe una tendencia a que los beneficios desciendan abandonando
su argumento de que los salarios reales se mantendrán constantes».
Tabla 6.16
Tabla 6.19
En este sentido, cuando la productividad del trabajo deja de aumentar
en la Tabla 6.19 (a partir del año 4) y, por tanto, la economía meramente
reinvierte el capital empleando la mejor tecnología disponible (la del año 4);
es decir, cuando el equilibrio económico deja de cambiar continuamente y la
economía no está en una permanente transición hacia un equilibrio que
jamás se termina de alcanzar, entonces la tasa general de ganancia deja de
descender y, por el contrario, va creciendo hasta aproximarse
asintóticamente a la tasa general de ganancia de equilibrio intratemporal (la
tasa de ganancia simultaneísta); en nuestro ejemplo, una tasa general de
ganancia del 20 % (la del año 4 de la Tabla 6.16 y la del año 30 de la Tabla
6.19). Por consiguiente, la TSSI no refuta al Teorema de Okishio: la tasa
general de ganancia no desciende estructuralmente por el incremento de la
composición orgánica del capital; desciende transitoriamente mientras los
precios de los inputs (del capital constante y del capital variable) se ajustan a
la nueva productividad del sistema económico. De ahí que la tasa general de
ganancia de equilibrio —el centro de gravedad para las tasas de ganancia
efectivas dentro de la economía mientras tiende hacia el equilibrio—
también aumente bajo la TSSI y coincide con la tasa general de ganancia
simultaneísta: la TSSI enmascara ese incremento de la tasa de ganancia de
equilibrio detrás de las tasas de ganancia de desequilibrio en su transición
hacia el equilibrio (un problema similar al que ya tuvimos ocasión de
reprocharle en el apartado 5.4.1 de este segundo tomo, cuando analizamos la
«solución» que la TSSI plantea al problema de la transformación y que
meramente consiste en transformar valores en precios de producción en
condiciones de desequilibrio, no de equilibrio). Conforme la nueva
tecnología se vaya extendiendo por la economía, pues, la productividad de
las nuevas inversiones incrementará su propia tasa de ganancia (pues
adquirirán los medios de producción y la fuerza de trabajo a precios ya
rebajados, esto es, coherentes con el nuevo equilibrio inducido por el
cambio tecnológico) y, con el aumento de las tasas individuales de ganancia,
también lo hará la tasa general.
En suma, la proposición q («las contradicciones internas del capitalismo
imposibilitan revertir a largo plazo la relación negativa entre acumulación de
capital constante y tasa general de ganancia») queda refutada. Las dinámicas
del capitalismo permiten, al menos potencialmente, sobreponerse a la
reducción de la tasa general de ganancia. En palabras del filósofo marxista
analítico Jon Elster (1986, 77): «La teoría de Marx de la tasa decreciente de
ganancia hace aguas por todos los lados».
Ahora bien, y a este respecto, recordemos que el Teorema de Okishio
no es incompatible con que la tasa general de ganancia se reduzca a largo
plazo, sino con que se reduzca manteniendo los salarios reales constantes:
por tanto, el capitalismo realmente existente sí podría experimentar una
caída sostenida de la tasa general de ganancia, pero por motivos distintos a
los aducidos por Marx (Marx jamás presentó como contradicción del
capitalismo el que los salarios reales tendieran a subir sostenidamente). No
obstante, que la tasa general de ganancia en el capitalismo realmente
existente descienda tampoco validaría per se la teoría marxista: no sólo
porque descendería por motivos distintos a los aducidos por Marx, sino
porque, como ya probamos en el epígrafe anterior, no existe ninguna
inexorabilidad dentro del capitalismo a que la tasa general de ganancia
necesariamente deba descender, ni siquiera cuando se incrementan los
salarios reales. La tasa general de ganancia puede descender o no hacerlo
dependiendo del contexto institucional y económico.
En todo caso, y desde un punto de vista empírico, tampoco está nada
claro que durante las últimas décadas se haya reducido la tasa general de
ganancia dentro de los países capitalistas. Si analizamos la evolución de la
tasa general de ganancia41 en las siete principales economías europeas
(Alemania, Reino Unido, Francia, Italia, España, Holanda y Suiza) y en EE.
UU., observaremos que la tasa general de ganancia durante los últimos 25
años (1995-2019) se ha mantenido constante (o incluso se ha incrementado)
en EE. UU., España, Holanda y Suiza (Gráfico 6.1), mientras que ha
descendido Alemania, Reino Unido (aunque no desde 2001), Francia e Italia
(Gráfico 6.2). Tampoco el marxista Íñigo Carrera (2003, 220-221) encuentra
ninguna tendencia a la baja de la tasa general de ganancia en EE. UU. entre
1929 y 2005, de modo que, a su entender, «resulta evidente que no es en una
caída de la tasa de ganancia donde cabe buscar la barrera con que choca
actualmente la expansión de la escala de la producción social».
Gráfico 6.1. Tasa general de ganancia por países
Tabla 6.21
No sólo eso, si la preferencia temporal y la aversión al riesgo de los
capitalistas se redujeran (porque se volvieran más pacientes y más tolerantes
con el riesgo) y no conocieran nuevos proyectos de inversión a largo plazo o
de alto riesgo que fueran más productivos que los existentes (por ejemplo,
porque desciende la utilidad marginal de las mercancías que pueden
fabricarse con los métodos más productivos y, en cambio, las mercancías
con una utilidad marginal relativamente mayor sólo pueden fabricarse con
métodos menos productivos), entonces lo que ocurriría, por simple
competencia entre capitales, es que la ganancia mínima que exigirían para
invertir su capital sería menor y, por tanto, el descuento por tiempo y por
riesgo que aplicarían a la adquisición de los medios de producción y de la
fuerza de trabajo también sería menor; es decir, que los salarios reales se
incrementarían y el plusproducto se reduciría. En ese caso, la tasa general de
ganancia también disminuiría y no por un incremento de la cantidad de
medios de producción en relación con la fuerza de trabajo (más bien al
contrario), sino por una caída de la tasa de explotación derivada de las
nuevas preferencias temporales y de riesgo de los capitalistas (Tabla 6.22).
No se trataría, pues, de una consecuencia de la ley de la reducción tendencial
de la tasa general de ganancia, sino de un cambio de las preferencias de los
ahorradores: pero en todo caso se expresaría a través de un incremento en la
acumulación de capital.
Los economistas marxistas no han considerado estas posibles líneas de
ataque contra el Teorema de Okishio porque supondría reconocer la
influencia de las preferencias subjetivas a la hora de determinar los precios
de producción (según ya expusimos en el apartado 5.3.3 de este segundo
tomo); pero evidentemente han de ser tenidas en cuenta como potenciales
dinámicas del capitalismo. No en vano, y como a continuación
expondremos, las preferencias por el tiempo y por el riesgo serán relevantes
a la hora de desarrollar nuestra crítica a la proposición s.
Tabla 6.22
Salarios + Ganancias
= Inversión + Consumo de trabajadores + Consumo de capitalistas
Sigamos analizando los argumentos de Marx sobre las crisis de oferta dentro
del capitalismo: ¿hasta qué punto la anarquía productiva del capitalismo (el
hecho de que las decisiones de producción social se tomen
descentralizadamente por capitalistas independientes en competencia)
conduce inexorablemente a un crecimiento desequilibrado de la economía,
que provoca reducciones transitorias en la tasa general de ganancia y que se
ven agravadas por su caída tendencial?
De entrada hay que rechazar la idea de que el capitalismo implique una
absoluta y descoordinada anarquía productiva. Es cierto que, en el
capitalismo, cada capitalista organiza los medios de producción y la fuerza
de trabajo de manera autónoma frente a otros capitalistas, sin que ninguno de
ellos se someta a un plan central que los coordine de manera jerárquica y
centralizada. Pero eso no equivale a que cada capitalista tome las decisiones
de manera totalmente aislada y atomística —descoordinada— con respecto
al resto de los capitalistas: por un lado, parte de los capitalistas producen
mercancías que pretenden ser vendidas a otros capitalistas, de modo que los
primeros necesariamente han de adaptarse a generar valores de uso para los
segundos, esto es, los primeros han de coordinarse con los segundos (si los
segundos necesitan tablones de madera y los primeros producen harina, los
primeros no lograrán vender su capital mercantil a los segundos); por otro,
los capitalistas también compiten con otros capitalistas a la hora de vender
sus mercancías (ya sea a otros capitalistas o a los consumidores finales), de
modo que la propia competencia entre ellos actúa como elemento nivelador
tanto ex ante (un capitalista debe tener en cuenta los movimientos esperados
de sus competidores antes de decidir qué producir, cuánto producir y cómo
producir) como ex post (no todas las propuestas productivas de todos los
capitalistas terminan saliendo adelante dentro del mercado: las más
eficientes prosperan y las menos eficientes no). Es decir, cada capitalista
individualmente considerado ha de tomar por necesidad en consideración los
planes del resto de los capitalistas, dado que el éxito o el fracaso de su
propio plan dependerá de su interacción cooperativa (proveedor-cliente) o
competitiva con el resto de los capitalistas.
Ahora bien, cabría pensar que, aun cuando cada capitalista quiera tomar
sus decisiones considerando las decisiones que van a tomar el resto de los
capitalistas así como las preferencias de los consumidores, cada capitalista
carece de suficiente información sobre las decisiones del resto como para
actuar de manera coordinada. En un plan central, puede suponerse que toda
la información fuera pública y que, por tanto, todo el mundo conoce (o
puede conocer) qué han hecho y qué van a hacer los demás; en cambio, en
una sociedad de mercado carecemos de esa información. Pero, nuevamente,
esto es un error: como ya expusimos en el apartado 2.1.1 de este segundo
tomo, en el mercado existen múltiples formas de obtener información sobre
el resto de los capitalistas y acaso el principal mecanismo sea el sistema de
precios.
El sistema de precios actúa como un vehículo de transmisión de
información no sólo sobre las preferencias de los compradores (algunos de
los cuales pueden ser, como hemos dicho, capitalistas que demandan medios
de producción) sino también sobre las condiciones de oferta de los
competidores. Si el precio de una mercancía se incrementa en términos
relativos (frente a otras mercancías imperfectamente sustitutivas y frente a
los medios de producción necesarios para fabricarla), eso nos indica que
debemos tratar de producirla en mayor medida (más oferta) y de consumirla
en menor medida (menos demanda); si el precio de una mercancía se abarata
en términos relativos, eso nos indica que debemos reducir su escala se
producción (menos oferta) y que podemos consumirla en mayor medida
(más demanda) (Hayek 1945). Es decir, el sistema de precios nos
proporciona información sobre el contexto productivo del resto de los
capitalistas y sobre el contexto de preferencias de los consumidores: no sólo
eso, también incentiva a que cada capitalista tome decisiones coherentes
respecto a ese contexto económico. Los precios son, pues, señales
informativas recubiertas de una recompensa (Cowen y Tabarrok [2010]
2015, 120-121).
Lo anterior no debería ser sorprendente para la teoría económica
marxista. A la postre, y como ya explicamos en el epígrafe 1.2 del tomo
primero de este libro, la ley del valor «no es más que una ley de equilibrio
del sistema anarco-mercantil» (Bukharin [1919-1920] 1979, 155). Si una
mercancía es sobreproducida, se venderá por debajo de su valor y si es
sobredemandada, se venderá por encima de su valor, y semejante cambio en
los precios relativos proporcionará información a los capitalistas para que
modifiquen sus pautas de especialización productiva (que aumenten la
producción de las mercancías infraproducidas y reduzcan la producción de
las sobreproducidas). Es decir, que la ley del valor «determina las
proporciones relativas del trabajo social agregado […] que se dedican a
producir diferentes tipos de mercancías […] y dirige la inversión hacia
aquellas empresas y sectores productivos cuyos beneficios se hallan por
encima de la media retirándolos de aquellos otros donde están por debajo»
(Mandel 1976, 4142), de modo que, en última instancia, «la famosa “mano
invisible” que supuestamente regula la oferta y la demanda del mercado no
es más que esta misma ley del valor en funcionamiento» (Mandel 1976, 41).
Además, la conversión de valores en precios de producción, consecuencia de
la competencia entre capitales, impone que todo capital reciba una misma
tasa (general) de ganancia, de modo que si algunos capitales individuales
reciben una tasa de ganancia superior o inferior a la general tenderá a haber
migración de capitales desde los sectores con menor tasa de ganancia a los
sectores con mayor tasa de ganancia y «esa tendencia tiene el efecto de
distribuir la masa total de trabajo social entre las diversas esferas de
producción de acuerdo con la necesidad social» (Marx [1862-1863a] 1989,
433).
Es decir, que la propia teoría económica de Marx le asigna a los precios
—sujetos al funcionamiento de la ley del valor— un papel equilibrador
dentro del mercado: y ese equilibrio sólo puede alcanzarse si los precios son
los que informan e incentivan a los capitalistas a tomar decisiones que sean
coordinadoras (o recoordinadoras) con el resto de los capitalistas y con los
compradores finales.
Por supuesto, lo anterior no significa que Marx considerara que los
precios de las mercancías, regulados en última instancia por la ley del valor,
conduzcan a una situación de equilibrio continuado: para Marx, el mercado
no es anárquico sólo porque no está dirigido por nadie y, por tanto, no está
sujeto a un plan racional de ningún ser humano, sino también porque cada
productor sólo se relaciona con otros productores a través del intercambio de
mercancías, de modo que su trabajo individual no es inmediatamente social
y no existe, en suma, una continua y explícita coordinación de la fracción de
trabajo social que cada uno de ellos desempeña. De ahí que, para Marx, los
precios de mercado no logren ni mucho menos una coordinación perfecta
entre productores independientes. Pero la cuestión es que, ni siquiera dentro
del marxismo, cabe afirmar que el capitalismo sea un modo de producción
que carezca de mecanismos internos para recoordinar a los diversos
capitalistas en caso de que éstos se hayan descoordinado en exceso: incluso
el marxismo le reconoce, hasta cierto punto, ese rol coordinador de los
precios.
De hecho, si los precios fueran un mecanismo de coordinación aun más
eficiente de lo que supuso Marx (por las razones expuestas en los epígrafes
1.2.2 y 2.1.1 de este segundo tomo), la anarquía de mercado no tendría por
qué ser intrínsecamente descoordinadora, sino que podría ser compatible con
un ajuste multilateral y continuado entre los distintos productores
independientes que nos mantuviera cerca del equilibrio y al margen de crisis
de oferta. Por ejemplo, si la inversión en telares crece mucho más que la
inversión en algodón, la expectativa del precio spot futuro del algodón (o el
precio forward presente del algodón) tenderá a incrementarse por la
expectativa de que la demanda de algodón (por parte de los telares)
desbordará la oferta de algodón (por la infrainversión en la industria). Y si el
precio del algodón esperado en el futuro (o el precio presente del algodón
futuro) se incrementa, será ya rentable en el presente invertir en incrementar
la oferta de algodón (de manera acompasada con la inversión en telares).
Desde luego, no existen garantías de que los operadores de mercado siempre
anticipen correctamente el futuro (al igual que tampoco hay garantías de que
un planificador central anticipe correctamente el futuro), pero si existe y se
transmite la información en alguna parte del mercado de que la oferta de
algodón está creciendo insuficientemente con respecto a la demanda
esperada en el futuro, esa información tenderá a diseminarse rápidamente a
través del sistema de precios y, una vez diseminada a través del sistema de
precios, modificará el comportamiento de los capitalistas actuales para
alinearlo con la nueva estructura de precios, pues en caso contrario los
capitalistas no estarían maximizando sus ganancias.45
No sólo eso, lo que Marx debería haberse preguntado es si el sistema de
precios, aun siendo imperfecto, podría ser un mecanismo de coordinación
más eficiente que sus alternativas, como la planificación centralizada. Marx
no analiza esa cuestión pero sí dogmatiza sobre ella: «Si la producción
capitalista fuera producción enteramente socialista —una contradicción en
los términos— no podría haber sobreproducción alguna» (Marx [1862-
1863b] 1989, 306). Pero Marx no nos describe el proceso a través del cual
una economía socialista hallaría las proporciones correctas para invertir
entre los diversos sectores —como si ese gigantesco problema de
información que el mercado sólo resuelve imperfectamente fuera un
problema trivial o inexistente dentro de una economía socialista—, sino que
simplemente presupone un escenario en el que ese problema ya ha sido
resuelto. Lo mismo cabría hacer respecto al mercado: presuponer que el
problema de información no existe o que siempre se resuelve para así
concluir que, «si la producción fuera producción enteramente capitalista, no
podría haber sobreproducción alguna». Curiosamente, ése era el reproche
que Marx les dirigía a los «apologistas» del capitalismo, a saber, que
presupusieran que el mercado siempre estaba en equilibrio:
En las crisis del mercado mundial se revelan de súbito las contradicciones y los
antagonismos de la producción burguesa. Los apologistas [del capitalismo], en lugar de
investigar la naturaleza de los elementos conflictivos que estallan en forma de
catástrofe, se contentan con negar la catástrofe en sí misma e insisten, a pesar de la
regularidad y periodicidad de su ocurrencia, que si la producción se desarrollara según
aparece en los libros de texto, las crisis nunca ocurrirían. Por tanto, los apologistas [del
capitalismo] se dedican a falsificar las relaciones económicas más simples y, más en
concreto, a aferrarse al concepto de unidad al enfrentarse a las contradicciones (Marx
[1862-1863b] 1989, 131) [énfasis añadido].
Es decir, que allí donde la banca era libre de interferencias estatales (no
sólo de regulaciones, sino también de privilegios) no se produjeron crisis
monetarias (White 1992). Si un precio clave para la coordinación dentro del
mercado —los tipos de interés— no se ve alterado por regulaciones y
privilegios políticos a los intermediarios financieros (a aquellos que, como
market makers, engendran toda la estructura de tipos de interés), no tendría
por qué emerger la desproporción intersectorial en forma de sobreinversión
en capital fijo que origina las crisis económicas. O al menos no con la
magnitud y regularidad con la que ha ocurrido durante los últimos 250 años.
Sin embargo, que bajo ciertas condiciones institucionales el capitalismo
pueda evitar las crisis económicas no implica que el capitalismo realmente
existente en cada sociedad histórica no sea propenso a sufrir esas crisis
cíclicas.
En definitiva, nos mantenemos escépticos sobre la validez de la
proposición r y, en cambio, consideramos que la proposición t sí es correcta
aun cuando en ciertos supuestos (capitalismo con mercados financieros
libres de interferencia estatal) pueda ser falsa. En todo caso, ni la
proposición r ni la proposición t son correctas por los argumentos que
expone Marx.
6.5. Conclusión: La auténtica relación entre tasa de ganancia y crisis
económicas
Así descrito, el comunismo podría sonar a una bonita pero irreal utopía
sobre el futuro de la humanidad. Sin embargo, recordemos que, para Marx,
el comunismo es una inevitabilidad histórica: «La caída [de la burguesía] y
la victoria del proletariado son igualmente inevitables» (Marx y Engels
[1848] 1976, 496). No es un ideal, sino el movimiento mismo de la historia:
«Para nosotros, el comunismo no es una situación que deba ser implantada,
un ideal al que la realidad tenga que ajustarse. Denominamos comunismo al
movimiento real que elimina la situación actual» (Marx y Engels [1845-
1846] 1976, 49). O al menos lo es desde la interpretación materialista y
dialéctica que hemos venido elaborando a lo largo de este libro y que es
mayoritaria dentro del marxismo (si bien, como ya mencionamos al
comienzo de nuestra introducción al pensamiento de Marx en el primer tomo
de este libre, existen otras posibles interpretaciones de Marx).46 No se trata
de algo que a Marx le gustaría que ocurriera o de algo que podría llegar a
ocurrir, sino de algo que necesariamente terminará ocurriendo, más pronto o
más tarde: el capitalismo, una vez que haya completado su misión histórica
de desarrollar las fuerzas productivas, será derribado y dará paso al
comunismo, donde finalmente el hombre logrará desalienarse y alcanzar la
libertad.
Podemos formalizar el razonamiento de Marx con el siguiente teorema:
p ∧ q → r ↔ s. En particular:
Si
(p) El materialismo histórico es cierto.
(q) El capitalismo está necesariamente abocado a agotar su capacidad de desarrollo de
las fuerzas productivas.
entonces
(r) el capitalismo será inevitablemente reemplazado por el modo de producción
comunista.
y entonces y sólo entonces
(s) se logrará la liberación histórica del ser humano.
La dialéctica es una teoría sobre la historia así como una heurística para
desentrañar las interrelaciones de la evolución histórica. Su premisa de
partida es que la realidad está sometida a un flujo continuo de cambios,
primero cuantitativos y luego cualitativos, que son provocados por las
contradicciones inherentes a los distintos elementos opuestos que componen
esa realidad. En esta definición podemos encontrar las tres premisas básicas
de la dialéctica: la negación de la negación (flujo continuo de cambios), la
transformación de cantidad en calidad y de la nueva calidad en nueva
cantidad (acumulación de cambios cuantitativos generan un cambio
cualitativo y viceversa) y la interpenetración de los opuestos (los cambios
son provocados por las contradicciones entre los opuestos).
En el caso del capitalismo, por ejemplo, los cambios dentro de este
modo de producción se suceden como consecuencia de las contradicciones
entre valor de uso y valor: valor de uso y valor son opuestos en
contradicción que generan cambios cuantitativos (creciente expansión del rol
social de la mercancía a costa de la producción para el autoconsumo) y
posteriormente cualitativos (mercancía que da paso al dinero y dinero que da
paso al capital) que engendra nuevos cambios cuantitativos (acumulación de
capital) hasta que finalmente el capitalismo, que había surgido de la
negación del feudalismo, se niega a sí mismo dando lugar al comunismo
(otro cambio cualitativo).
¿En qué medida, pues, la dialéctica constituye un enfoque válido para
analizar y describir la evolución natural y social? Siguiendo a Mario Bunge
(1981, 59), podemos descomponer el enfoque dialéctico en cinco axiomas:
7.1.4. Conclusión
El materialismo histórico, como confluencia del materialismo y de la
dialéctica en el análisis de las dinámicas históricas, sólo puede
proporcionarnos una teoría de la historia muy elemental que en absoluto nos
permite efectuar pronósticos sobre el rumbo futuro de la humanidad. Ni las
sociedades evolucionan solamente por el conflicto entre su forma social y su
grado de desarrollo material, ni las ideas son irrelevantes en la evolución de
las formas sociales y del desarrollo material, ni las categorías económicas
son enteramente contingentes, ni es evidente que la historia de la humanidad
deba ser siempre ascendente ni, mucho menos, que el punto final de ese
ascenso sea un tipo de relaciones sociales de producción concretas como son
las comunistas. Por consiguiente, el materialismo histórico no nos sirve
como herramienta teórica para hacer ningún tipo de pronóstico histórico:
casi cualquier cosa puede terminar ocurriendo. De ahí que podamos rechazar
la proposición p: el materialismo histórico, tal como se lo suele formular, no
es una teoría correcta de la historia.
El propio Gerald Cohen, después de haber escrito la que probablemente
sea la exposición más rigurosa del materialismo histórico, La Teoría de la
historia de Karl Marx: una defensa (Cohen [1978] 2001), optó por
distanciarse del materialismo histórico, no tanto porque estuviera
convencido de que fuera falso, sino porque, debido a sus diversas lagunas
(algunas de las cuales hemos tenido ocasión de poner de manifiesto más
arriba; otras no habrían sido compartidas por Cohen), ya no tenía tanta
certeza de que fuera cierto:
Antes de comenzar a escribir mi libro, estaba convencido de que el materialismo
histórico era cierto y esa convicción sobrevivió más o menos después de finalizarlo.
Últimamente, sin embargo, me he replanteado hasta qué punto la teoría que defiende mi
libro es cierta. No es que ahora crea que el materialismo histórico es falso, pero no sé
muy bien cómo explicar si es verdad o si no lo es (Cohen [1983] 2001, 341).
Asimismo, en 1852, Marx escribía que «la revolución está más cerca de
lo que mucha gente cree. ¡Larga vida a la revolución!» (Marx [1852] 1979,
444). Ese mismo año, Engels reiteraba: «Ahora que hay signos inequívocos
de que la burguesía industrial ya ha expulsado del poder a todas las clases
tradicionales y de que, por tanto, es inminente que comience el día de la
batalla decisiva entre esa burguesía industrial y el proletariado industrial…»
(Engels [1852] 1979, 200). Y también años después, en 1878, Engels insistía
en que el capitalismo ya estaba agotado, que carecía de margen para
desarrollar adicionalmente las fuerzas productivas y que por tanto, de
acuerdo con el materialismo histórico, su sustitución por el socialismo
resultaba inevitable:
Las nuevas fuerzas productivas ya han sobrepasado la capacidad del modo de producción
capitalista para utilizarlas. Este conflicto entre las fuerzas productivas y el modo de
producción no es un conflicto originado en la mente de los hombres, como puede serlo el
conflicto entre el pecado original y la justicia divina. Es un conflicto que existe
objetivamente fuera de nosotros, de manera independiente a nuestros deseos y nuestras
acciones, incluso de aquellos hombres que lo han sacado a relucir. El socialismo
moderno no es más que el reflejo, en nuestras ideas, de este conflicto fáctico (Engels
[1878] 1987, 255).
Desarrollar una economía de mercado bajo el socialismo es una gran tarea pionera que
jamás se ha intentado antes en la historia. Ésta es la contribución histórica de los
comunistas chinos al desarrollo del marxismo […]. Pasar de una economía planificada a
una economía de mercado socialista representó un nuevo avance histórico en la reforma
y en la apertura, generando así perspectivas completamente nuevas para el progreso
económico, político y cultural de China […]. Debemos seguir con las reformas hacia la
economía de mercado socialista y asegurarnos de que las fuerzas del mercado juegan un
papel esencial en la asignación de recursos bajo el control macroeconómico del Estado
[…]. Debemos dar una relevancia más completa al papel básico del mercado en la
asignación de recursos y construir un sistema de mercado moderno unificado, abierto,
competitivo y ordenado. Debemos seguir adelante con la reforma, la apertura, la
estabilidad y el desarrollo del mercado de capitales. Debemos desarrollar mercados para
los derechos de propiedad, la tierra, el trabajo y la tecnología y crear un entorno para el
uso equitativo de los factores de producción por parte de los partícipes del mercado […].
Debemos desregular de manera sostenida los tipos de interés para dejarlos a las fuerzas
del mercado, optimizar la asignación de recursos financieros, fortalecer la regulación y
prevenir y desactivar los riesgos financieros con el objetivo de brindar mejores servicios
bancarios para el desarrollo económico y social.
CAPITALISMO COMUNISMO
Si, para (Hegel [1830] 2012, 54), «la historia universal es el progreso en la
conciencia de la libertad», para Marx, la historia de la humanidad es la
historia de la alienación y desalienación del ser humano, de la «realización
de la libertad» (Walicki 1995, 11), de su emancipación: emancipación
primero de las relaciones de dependencia personal (bajo el comunismo
primitivo, el esclavismo y el feudalismo) y emancipación después de las
relaciones de dependencia objetiva (bajo el capitalismo). En el comunismo,
el ser humano se desaliena al dejar de estar sometido tanto a relaciones de
dependencia personal como a relaciones de dependencia objetiva. El ser
humano adquiere colectivamente un control completo sobre sí mismo: sobre
lo que realmente es y sobre lo que quiere llegar a ser (Marx [1857-1858]
1986, 95).
En realidad, empero, esto último no es cierto: bajo el comunismo —en
su caracterización marxista—, los individuos dejan de estar sometidos a
personas concretas y a fuerzas impersonales, pero pasan a estar
absolutamente sometidos a la comuna (a la clase gobernante de la comuna,
sea ésta una burocracia especializada, un conjunto de personas que influyen
sobre los votantes o una coalición electoral mayoritaria). Al cabo, para que
ésta pueda tener un absoluto control sobre sí misma ha de tener absoluto
control sobre los individuos que la integran, los cuales se hallarán
consecuentemente a su merced: controlar centralizada y monopolísticamente
la totalidad de los valores de uso (su producción y su distribución) supone
controlar a los individuos que sólo pueden actuar materialmente a través de
esos valores de uso (Van Parijs 1995, 10-11). Tanto es así que, si la mayoría
de los miembros de la comuna se negara por ejemplo a proporcionarle
sustento a alguno de sus miembros, entonces ese miembro sería incapaz
siquiera de sobrevivir porque todas las relaciones de producción y de
distribución estarían mediadas por la comuna. Así pues, en tanto
extremadamente dependiente de la comuna (y no independiente frente a
ella), el ser humano, como individuo, no sería libre bajo el comunismo; y no
lo sería de acuerdo con la propia definición que da Marx de libertad: a saber,
ese individuo no sería capaz de «mantenerse sobre sus propios pies» y no
sería cierto que «no le debe su existencia a nadie salvo a sí mismo» (Marx
[1844a] 1975, 304).
Nada de esto debería resultarle especialmente sorprendente al
marxismo: si el ser humano es en parte aquello que produce y la
emancipación del ser humano requiere que éste controle el proceso de
producción, entonces, si se priva a cada ser humano, individualmente
considerado, de cualquier control directo sobre el proceso de producción,
entonces se le estará privando del control sobre sí mismo. Tal como dijo
Hilaire Belloc (1912, 11), «controlar la producción de riqueza es controlar la
vida humana misma». O como ya expuso de manera más desarrollada
Friedrich Hayek en Camino de Servidumbre ([1944] 2007, 126-127):
La autoridad encargada de dirigir toda la actividad económica tendría control no
solamente sobre aquella parte de nuestras vidas relacionada con cuestiones menores [...].
Quienquiera que controle toda la actividad económica controlará los medios necesarios
para satisfacer nuestros fines y por tanto podrá decidir qué fines se satisfacen y cuáles no
[...]. La planificación central implica que es la comunidad, o sus representantes, quien
resuelve el problema económico y, por tanto, quien decide sobre la importancia relativa
de las distintas necesidades [...]. La planificación económica implicaría que
prácticamente toda nuestra vida fuese dirigida [por los planificadores]. No habría casi
ningún aspecto de nuestras vidas, desde nuestras necesidades más elementales a nuestras
relaciones con nuestros familiares o amigos, desde el tipo de trabajo que desempeñamos
al modo en que disfrutamos de nuestro ocio, sobre lo que el planificador no ejercería su
«control consciente».
En apariencia, pues, nos topamos con una radical contradicción dentro
del pensamiento político marxista: abnegar de la dependencia personal y de
la dependencia objetiva para abrazar la dependencia política ante la comuna
(Selucký 1979, 23-24). ¿Cómo resuelve Marx esta contradicción? Aplicando
el concepto de libertad no a cada individuo en particular, sino a la
humanidad en su conjunto. Así, Marx distingue entre «emancipación
política» —es decir, el establecimiento de derechos individuales dentro de
una sociedad que proteja a cada persona frente al resto— y «emancipación
humana» —la unidad de todos los individuos dentro de una comunidad
donde hayan desaparecido los antagonismos:
La emancipación política es la reducción del hombre, por un lado, a un miembro de la
sociedad civil, a un individuo independiente y egoísta; y, por otro lado, a un ciudadano,
una persona con derechos.
Sólo cuando el hombre individual y real reabsorba en sí mismo al ciudadano abstracto
y ese ser humano individual se convierta en un ser-especie durante su día a día, en su
propio trabajo y en su contexto particular, sólo cuando el hombre haya reconocido y
organizado sus propias fuerzas como fuerzas sociales y, por tanto, deje de distanciarse de
las capacidades sociales a través del poder político: sólo entonces, se habrá completado
la emancipación humana (Marx [1843b] 1975, 168) [Subrayado añadido].
Abel, Jaison R., y Richard Deitz, «Despite Rising Costs, College is Still a
Good Investment», Federal Reserve Bank of New York, n.o 20.190.605,
2019.
Abramson, Paul, y Ronald F. Inglehart, Value Change in Global Perspective,
University of Michigan Press, Ann Arbor, MI, 1995.
Acemoglu, Daron, «Technical Change, Inequality, and the Labor Market»,
Journal of Economic Literature, 40, 1 (2002), pp. 7-72.
Agneman, Gustav, y Esther Chevrot-Bianco, «Market Participation and
Moral Decision-Making: Experimental Evidence from Greenland», The
Economic Journal, ueac069 (2022),
<https://doi.org/10.1093/ej/ueac069>.
Akerlof, George A., y Robert J. Shiller, Animal Spirits: How Human
Psychology Drives the Economy, and Why it Matters for Global
Capitalism, Princeton University Press, Princeton, 2010.
Alberro, José, y Joseph Persky, «The Dynamics of Fixed Capital
Revaluation and Scrapping», Review of Radical Political Economics, 13,
2 (1981), pp. 32-37.
Albo, María J., y Fernando G. Costa, «Nuptial Gift-Giving Behaviour and
Male Mating Effort in the Neotropical Spider Paratrechalea Ornata
(Trechaleidae)», Animal Behaviour, 79, 5 (2010), pp. 1031-1036.
Alchian, Armen A., «Uncertainty, Evolution, and Economic Theory»,
Journal of Political Economy, 58, 3 (1950), pp. 211-221.
— «Some economics of property rights», Il politico, 30, 4 (1965), pp. 816-
829.
Alchian, Armen A., y Harold Demsetz, «Production, Information Costs, and
Economic Organization», The American Economic Review, 62, 5 (1972),
pp. 777-795.
Allen, Robert C., Enclosure and the Yeoman: The Agricultural Development
of the South Midlands 1450-1850, Oxford University Press, Oxford,
1992.
— «Tracking the Agricultural Revolution in England», Economic History
Review, 52, 2 (1999), pp. 209-235.
— The British Industrial Revolution in Global Perspective, Cambridge
University Press, Cambridge, 2009a.
— «Engels’ Pause: Technical Change, Capital Accumulation, and Inequality
in the British Industrial Revolution», Explorations in Economic History,
46, 4 (2009b), pp. 418-435.
Alvaredo, Facundo, Anthony B. Atkinson y Salvatore Morelli, «Top wealth
shares in the UK over more than a century», Journal of Public
Economics, 162 (2018), pp. 26-47.
Archibald, Peter, Marx and the Missing Link: Human Nature, The
MacMillan Press, Nueva York, 1989.
Armesilla Conde, Santiago, Trabajo, utilidad y verdad: la influencia de las
técnicas y tecnologías de investigación operativa en la conformación de
los precios comerciales y su impacto en las teorías del valor. Un análisis
comparado desde la teoría del cierre categorial, Universidad
Complutense de Madrid, Madrid, 2014.
Arnqvist, Göran, y Locke Rowe, Sexual Conflict, Princeton University Press,
Princeton, 2005.
Arrow, Kenneth J., Social Choice and Individual Values, John Wiley &
Sons, Hoboken, NJ, 1951.
Arteta, Aurelio, Marx: Valor, forma social y alienación, Ediciones
Libertarias, Madrid, 1993.
Astarita, Rolando, «Austriacos y el irresoluble problema de la imputación»,
Rolando Astarita (blog), 23 de junio de 2018. Disponible en:
<https://rolandoastarita.blog/2018/06/23/austriacos-y-el-irresoluble-
problema-de-la-imputacion/>.
— «Respuesta al profesor Rallo, acerca de Wieser y la imputación»,
Rolando Astarita (blog), 7 de abril de 2021. Disponible en:
<https://rolandoastarita.blog/2021/04/07/respuesta-al-profesor-
ralloacerca-de-wieser-y-la-imputacion/>.
— «Milei y el teorema de Arrow», Rolando Astarita (blog), 6 de junio de
2022. Disponible en: <https://rolandoastarita.blog/2022/06/06/milei-y-
el-teorema-de-arrow/>.
Bakunin, Mijail, Estatismo y Anarquía, Anarres, Buenos Aires, 1873.
Baldassarri, Delia, «Market Integration Accounts for Local Variation in
Generalized Altruism in a Nationwide Lost-Letter Experiment»,
Proceedings of the National Academy of Sciences, 117, 6 (2020), pp.
2858-2863.
Ball, Sheryl, Catherine Eckel, Philip J. Grossman y William Zame, «Status
in Markets», The Quarterly Journal of Economics, 116, 1 (2001), pp.
161-188.
Banco de España, Encuesta Financiera de las Familias 2020, Banco de
España, Madrid, 2022.
Banco de Inglaterra, A Millenium of Macroeconomic Data, Banco de
Inglaterra, Londres, 2016.
Barnett, Randy, The Structure of Liberty, Oxford University Press, Oxford,
1998.
Barone, Guglielmo, y Sauro Mocetti, «Intergenerational Mobility in the Very
Long Run: Florence 1427-2011», The Review of Economic Studies, 88, 4
(2021), pp. 1863-1891.
Bartra, Oscar, Joseph T. McGuire y Joseph W. Kable, «The Valuation
System: A Coordinate-Based Meta-analysis of BOLD fMRI
Experiments Examining Neural Correlates of Subjective Value»,
Neuroimage, 76, 1 (2013), pp. 412-427.
Basten, Ulrike, Guido Biele, Hauke R. Heekeren y Christian J. Fiebach,
«How the Brain Integrates Costs and Benefits during Decision Making»,
Proceedings of the National Academy of Sciences, 107, 50 (2010), pp.
21767-21772.
Basu, Susanto, y John G. Fernald, «Returns to Scale in U.S. Production:
Estimates and Implications», Journal of Political Economy, 105, 2
(1997), pp. 249-283.
Bastiat, Frédéric, Capital y renta por Federico Bastiat, seguido por polémica
sobre la gratuidad del crédito o la legitimidad del interés entre Bastiat y
Proudhon, Imprenta de la Tutelar, Madrid, 1860/ 1849.
Baumol, William J., «Contestable Markets: An Uprising in the Theory of
Industry Structure», American Economic Review, 72, 1 (1982), pp. 1-15.
Becker, Sascha O., y Hans K. Hvide, «Entrepreneur death and startup
performance», Review of Finance, 26, 1 (2022), pp. 163-185.
Beito, David T., From Mutual Aid to the Welfare State: Fraternal Societies
and Social Services, 1890-1967, The University of North Carolina Press,
Chapel Hill, NC, 2000.
Belloc, Hilaire, The Servile State, T. N. Foulis, Londres, 1912.
Berlin, Isaiah, Karl Marx, Princeton University Press, Princeton, [1939]
2013.
— «Two Concepts of Liberty», en Liberty, Oxford University Press, Oxford,
[1958] 2002.
Berman, Yonatan, y Branko Milanović, «Homoploutia: Top labor and capital
incomes in the United States, 1950-2020», LIS Working Paper Series,
n.o 806, 2020.
Bernstein, Eduard, The Preconditions of Socialism, Cambridge University
Press, Cambridge, [1899] 1992.
Bernstein, William J., A Splendid Exchange: How Trade Shaped the World,
Grove Press, Nueva York, 2008.
Beviá, Carmen, Luis Corchón y Antonio Romero-Medina, «Relinquishing
Power, Exploitation and Political Unemployment in Democratic
Organizations», Social Choice and Welfare, 49, 3 (2017), pp. 735-753.
Bichler, Shimshon, y Jonathan Nitzan, Capital as Power, Routledge,
Abingdon y Nueva York, 2009.
— «A Final Note», The Bichler and Nitzan Archives, 1 de diciembre de
2010. Disponible en:
<https://bnarchives.yorku.ca/308/2/20101200_cockshott_nitzan_bichler_
testing_the_ltv_exchange_web.htm#a_05_a_final_note>.
Björneborn, Lennart, «Adjacent Possible», The Palgrave Encyclopedia of
the Possible, Palgrave Macmillan, Londres, 2020.
Brooks, Alison S., John E. Yellen, Richard Potts, Anna K. Behrensmeyer,
Alan L. Deino, David E. Leslie, Stanley H. Ambrose, Jeffrey R.
Ferguson, Franceso D’Errico, Andrew M. Zipkin, Scott Witthaker,
Jeffrey Post, Elizabeth G. Veatch, Kimberly Foecke y Jennifer B. Clark,
«Long-Distance Stone Transport and Pigment Use in the Earliest Middle
Stone Age», Science, 360, 6384 (2018), pp. 90-94.
Boar, Corina, y Danial Lashkari, «Occupational Choice and the
Intergenerational Mobility of Welfare», National Bureau of Economic
Research, WP 29381, 2021.
Boehm, Christopher, Moral Origins: The Evolution of Virtue, Altruism, and
Shame, Basic Books, Nueva York, 2012.
Böhm-Bawerk, Eugen, «History and Critique of Interest Theories», en
Capital and Interest, Libertarian Press, Grove City, PA, [1884] 1959.
— «Positive Theory of Capital», en Capital and Interest, Libertarian Press,
Grove City, PA, [1889] 1959.
— «Value, Cost, and Marginal Utility», The Quarterly Journal of Austrian
Economics, 5, 3 ([1892] 2002), pp. 37-79.
— «Karl Marx and the Close of his System», en Karl Marx and the Close of
his System by Eugen von Böhm-Bawerk & Böhm-Bawerk’s Criticism of
Marx by Rudolf Hilferding, editado por Paul M. Sweezy, Augustus
Kelley, Nueva York, [1896] 1949.
— «On the Measurability of Sensations», en Further Essays on Capital and
Interest, dentro de Capital and Interest, Libertarian Press, Grove City,
PA, [1912] 1959.
Boldrin, Michele, y David K. Levine, Against Intellectual Monopoly,
Cambridge University Press, Cambridge, 2010.
Bolt, Jutta, y Jan Luiten Van Zanden, «Maddison style estimates of the
evolution of the world economy. A new 2020 update», Maddison-Project
Working Paper, n.o 15, University of Groningen, Groninga, 2020.
Bostrom, Nick, «Are We Living in a Computer Simulation?», The
Philosophical Quarterly, 53, 211 (2003), pp. 243-255.
Bowles, Samuel, «Technical Change and the Profit Rate: A Simple Proof of
the Okishio Theorem», Cambridge Journal of Economics, 5, 2 (1981),
pp. 183-186.
Bowles, Samuel, y Herbert Gintis, «The Marxian Theory of Value and
Hetero-Geneous Labour: A Critique and Reformulation», Cambridge
Journal of Economics, 1, 2 (1977), pp. 173-192.
Bradley, Harriett, The Enclosures in England: An Economic Reconstruction,
Batoche Books, Kitchener, 2001.
Brealey, Richard A., Stewart C. Myers y Franklin Allen, Principles of
Corporate Finance, McGraw-Hill Education, Nueva York, [1970] 2020.
Brennan, Geoffrey, y Loren Lomasky, «Against Reviving Republicanism»,
Politics, Philosophy & Economics, 5, 2 (2006), pp. 221-252.
Brennan, Jason, Why Not Capitalism? Routledge, Londres, 2014.
— Against Democracy, Princeton University Press, Princeton, 2016.
Brennan, Jason, y Peter Jaworski, Markets without Limits: Moral Virtues
and Commercial Interests, Routledge, Londres, 2016.
Broadberry, Stephen, Bruce M. S. Campbell, Alexander Klein, Mark
Overton y Bas Van Leeuwen, British Economic Growth, 1270-1870,
Cambridge University Press, Cambridge, 2015.
Bródy, András, Proportions, Prices and Planning: A Mathematical
Restatement of the Labor Theory of Value, North-Holland Publishing
Company, Ámsterdam, 1970.
Brown, Andrew, «A Materialist Development of Some Recent Contributions
to the Labour Theory of Value», Cambridge Journal of Economics, 32, 1
(2008), pp. 125-146.
Buchan, Nancy R., Gianluca Grimalda, Rick Wilson, Marilynn Brewer,
Enrique Fatás y Margaret Foddy, «Globalization and Human
Cooperation», Proceedings of the National Academy of Sciences, 106, 11
(2009), pp. 4138-4142.
Buchanan, James M., y William C. Stubblebine, «Externality», Economica,
29, 116 (1962), pp. 371-384.
Bukharin, Nikolai, Economic Theory of the Leisure Class, International
Publishers, Nueva York, [1919] 1927.
— The Politics and Economics of the Transition Period, Routledge,
Londres, [1919-1920] 1979.
— Historical materialism, Cosmonaut Press, Aptos, CA, [1921] 2021.
Bunge, Mario, Materialismo y ciencia, Editorial Ariel, Barcelona, 1981.
— Philosophy in Crisis: The Need for Reconstruction, Prometheus, Nueva
York, 2001.
Cahuc, Pierre, Stéphane Carcillo y André Zylberberg, Labor economics,
MIT Press, Cambridge, MA, 2014.
Calhoun, John C., «Tax Payers versus Tax Receivers», en Social Class and
State Power, editado por David M. Hart, Gary Chartier, Ross Miller
Kenyon y Roderick Long, Palgrave Macmillan, Londres, [1849] 2018.
Camerer, Colin F., «Goals, Methods, and Progress in Neuroeconomics»,
Annual Review of Economics, 5, 1 (2013), pp. 425-455.
Cato, Susumu, y Lutz, Adrien, «Kenneth Arrow, Moral Obligations, and
Public Policies», GATE, Working Paper, n.o 1841, 2018.
Chambers, Jonathan David, «Enclosure and Labour Supply in the Industrial
Revolution», The Economic History Review, 5, 3 (1953), pp. 319-343.
Chambers, William, A Tour in Switzerland, in 1841, W. & R. Chambers,
Londres, 1842.
Chandran, Kukathas, The Liberal Archipelago: A Theory of Freedom and
Diversity, Oxford University Press, Oxford, 2003.
Chapman, John, y Sylvia Seeliger, «Formal Agreements and the Enclosure
Process: The Evidence from Hampshire», The Agricultural History
Review, 43, 1 (1995), pp. 35-46.
Charpe, Matthieu, Slim Bridji y Peter McAdam, «Labor share and growth in
the long run», Macroeconomic Dynamics, 24, 7 (2020), pp. 1720-1757.
Cheremukhin, Anton, Mikhail Golosov, Sergei Guriev y Aleh Tsyvinski,
«The Economy of People’s Republic of China from 1953», National
Bureau of Economic Research, WP 21397, 2015.
— «The Industrialization and Economic Development of Russia Through
the Lens of a Neoclassical Growth Model», The Review of Economic
Studies, 84, 2 (2017), pp. 613-649.
Chib, Vikram S., Antonio Rangel, Shinsuke Shimojo y John P. O’Doherty,
«Evidence for a Common Representation of Decision Values for
Dissimilar Goods in Human Ventromedial Prefrontal Cortex», Journal of
Neuroscience, 29, 39 (2009), pp. 12315-12320.
Chirinko, Robert S., «σ: The long and short of it», Journal of
Macroeconomics, 30, 2 (2008), pp. 671-686.
Choi, Ginny Seung, y Virgil Henry Storr, «Market Interactions, Trust and
Reciprocity», PloS one, 15, 5 (2020), e0232704.
Christensen, Clayton M., The Innovator’s Dilemma: When New
Technologies Cause Great Firms to Fail, Harvard Business School
Press, Brighton, MA, 2013.
Cirillo, Renato, «Léon Walras and Social Justice», American Journal of
Economics and Sociology, 43, 1 (1984), pp. 53-60.
Clark, Jeff Ray, y Dwight R. Lee, «Markets and Morality», Cato Journal,
31, 1 (2011), pp. 1-26.
Clark, Gregory, «Commons Sense: Common Property Rights, Efficiency,
and Institutional Change», The Journal of Economic History, 58, 1
(1998), pp. 73-102.
Clark, Gregory, y Anthony Clark, «Common rights to land in England,
1475-1839», The Journal of Economic History, 61, 4 (2001), pp. 1009-
1036.
Clarke, Simon, Marx, Marginalism and Modern Sociology, Palgrave
Macmillan, Londres, 1991.
Coase, Ronald, «The Problem of Social Cost», The Journal of Law and
Economics, 3 (1960), pp. 1-44.
Cockshott, Paul, y Allin Cottrell, Towards a New Socialism, Spokesman
Books, Old Basford, Nottingham, 1993.
— «The Scientific Status of the Labour Theory of Value», IWGVT
conference at the Eastern Economic Association Meeting, 1997.
Cockshott, Paul, Allin Cottrell y Alejandro Valle Baeza, «El aspecto
empírico de la teoría del valor: respuesta a Nitzan y Bichler»,
Investigación Económica, 73, 287 (2014), pp. 121-142.
Cohen, Gerald A., Karl Marx’s Theory of History: A Defence, Princeton
University Press, Princeton, [1978] 2001.
— «The Structure of Proletarian Unfreedom», Philosophy & Public Affairs,
12, 1 (1983a), pp. 3-33.
— «Review of Karl Marx, by Allen W. Wood», Mind, 92, 367 (1983b), pp.
440-445.
— «Reconsidering Historical Materialism», en Karl Marx’s Theory of
History: A Defence, Princeton University Press, Princeton, [1983] 2001.
— «Restricted and Inclusive Historical Materialism», en Karl Marx’s Theory
of History: A Defence, Princeton University Press, Princeton, [1978]
2001.
— «Marxism after the Collapse of the Soviet Union», The Journal of Ethics,
3, 2 (1999), pp. 99-104.
Congleton, Roger D., «Efficient Status Seeking: Externalities, and the
Evolution of Status Games», Journal of Economic Behavior &
Organization, 11, 2 (1989), pp. 175-190.
Cooper, Geoffrey M., y Robert E. Hausman, La célula, Marbán, Madrid,
[1997] 2001.
Cosmides, Leda, y John Tooby, «Neurocognitive Adaptations Designed for
Social Exchange», en The Handbook of Evolutionary Psychology,
editado por David M. Buss, John Wiley and Sons, Nueva York, 2015.
Cowen, Tyler, y Alex Tabarrok, Modern Principles in Economics, Worth
Publishers, Nueva York, [2010] 2015.
Crawford, Sue E. S., y Elinor Ostrom, «A Grammar of Institutions»,
American Political Science Review, 89, 3 (1995), pp. 582-600.
Cummins, Neil, «The Hidden Wealth of English Dynasties, 1892-2016», The
Economic History Review, 75, 3 (2022), pp. 667-702.
Curry, Oliver Scott, Daniel Austin Mullins y Harvey Whitehouse, «Is It
Good to Cooperate? Testing the Theory of Morality-As-Cooperation in
60 societies», Current Anthropology, 60, 1 (2019), pp. 47-69.
Dahlman, Carl J., The Open Field System and Beyond, Cambridge
University Press, Cambridge, 1980.
Dawkins, Richard, The Blind Watchmaker, Penguin, Londres, [1986] 2006.
De Brunhoff, Suzanne, Marx on Money, Urizen Books, Nueva York, [1973]
1976.
De Mesquita, Bruce Bueno, y Alastair Smith, The Dictator’s Handbook:
Why Bad Behavior is Almost Always Good Politics, Hachette UK,
Londres, 2011.
Dessalles, Jean-Louis, Why We Talk: The Evolutionary Origins of Language,
Oxford University Press, Oxford, 2007.
Di Tella, Rafael, John Haisken-De New y Robert MacCulloch, «Happiness
Adaptation to Income and to Status in an Individual Panel», Journal of
Economic Behavior & Organization, 76, 3 (2010), pp. 834-852.
Díaz, Emilio, y Rubén Osuna, «Indeterminacy in price-value correlation
measures», Empirical Economics, 33, 3 (2007), pp. 389-399.
— «From Correlation to Dispersion: Geometry of the Price-Value
Deviation», Empirical Economics, 36, 2 (2009), pp. 427-440.
Dittmer, Timothy, «Diminishing Marginal Utility in Economics Textbooks»,
The Journal of Economic Education, 36, 4 (2005), pp. 391-399.
Dobb, Maurice, Political Economy and Capitalism, George Routledge and
Sons, Nueva York, 1937.
— Studies in the Development of Capitalism, George Routledge and Sons,
Nueva York, 1946.
Donovan, Sarah A., y David H. Bradley, Real wage trends, 1979 to 2019
(R45090), Congressional Research Service, Washington, 2020.
Dyer, Christopher, An Age of Transition?: Economy and Society in England
in the Later Middle Ages, Oxford University Press, Oxford, 2005.
Eastman, Max, Reflections on the Failure of Socialism, The DevinAdair
Company, Nueva York, 1955.
Edmans, Alex, Xavier Gabaix y Dirk Jenter, «Executive compensation: A
survey of theory and evidence», en Benjamin Hermalin y Michael
Weisbach, eds., The handbook of the economics of corporate
governance, vol. 1, pp. 383-539, North-Holland Publishing Company,
Ámsterdam, 2017.
Elster, Jon, Explaining Technical Change: A Case Study in the Philosophy of
Science, Cambridge University Press, Cambridge, 1983.
— Making Sense of Marx, Cambridge University Press, Cambridge, 1985.
— An Introduction to Karl Marx, Cambridge University Press, Cambridge,
1986.
Engels, Friedrich, «Centralisation and Freedom», Karl Marx and Friedrich
Engels Collected Works, vol. 2, Progress Publishers, Moscú, [1842]
1975.
— «Discurso en Elberfeld, 8 February 1845», Karl Marx and Friedrich
Engels Collected Works, vol. 4, Progress Publishers, Moscú, [1845]
1975.
— «Principles of Communism», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 6, Progress Publishers, Móscú, [1847a] 1976.
— «Draft of a Communist Confession of Faith», Karl Marx and Friedrich
Engels Collected Works, vol. 6, Progress Publishers, Moscú, [1847b]
1976.
— «Letter to Marx, 18 March 1848», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 38, Progress Publishers, Moscú, [1848a] 1982.
— «Letter to Emil Blank, 24 March 1848», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 38, Progress Publishers, Moscú, [1848b] 1982.
— «Letter to Marx, 29 January 1851», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 38, Progress Publishers, Moscú, [1851] 1982.
— «Revolution and Counter-Revolution in Germany», Karl Marx and
Friedrich Engels Collected Works, vol. 11, Progress Publishers, Moscú,
[1851-1852] 1979.
— «England», Karl Marx and Friedrich Engels Collected Works, vol. 11,
Progress Publishers, Moscú, [1852] 1979.
— «Letter to Marx, 23 January 1857», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 40, Progress Publishers, Moscú, [1857a] 1983.
— «Letter to Marx, 11 December 1857», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 40, Progress Publishers, Moscú, [1857b] 1983.
— «Letter to Marx, 31 December 1857», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 40, Progress Publishers, Moscú, [1857c] 1983.
— «Letter to Marx, 7 October 1858», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 40, Progress Publishers, Moscú, [1858] 1983.
— «Letter to Marx, 13 January 1863», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 41, Progress Publishers, Moscú, [1863a] 1985.
— «Letter to Marx, 26 January de 1863», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 41, Progress Publishers, Moscú, [1863b] 1985.
— «Letter to Friedrich Albert Lange, 29 March 1865», Karl Marx and
Friedrich Engels Collected Works, vol. 42, Progress Publishers, Moscú,
[1865] 1987.
— «Letter to Marx, 29 November 1868», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 43, Progress Publishers, Moscú, [1868] 1988.
— «Letter to Marx, 1 July 1869», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 43, Progress Publishers, Moscú, [1869a] 1988.
— «Letter to Hermann Engels, 15 July 1869», Karl Marx and Friedrich
Engels Collected Works, vol. 43, Progress Publishers, Moscú, [1869b]
1988.
— «The Housing Question», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 23, Progress Publishers, Moscú, [1872] 1988.
— «Dialectics of Nature», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 25, Progress Publishers, Moscú, [1873-1882] 1987.
— «Refugee Literature», Karl Marx and Friedrich Engels Collected Works,
vol. 24, Progress Publishers, Moscú, [1874] 1989.
— «Anti-Dühring», Karl Marx and Friedrich Engels Collected Works, vol.
25, Progress Publishers, Moscú, [1878] 1987.
— «Socialism: Utopian and Scientific», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 24, Progress Publishers, Moscú, [1880] 1989.
— «Letter to Karl Kautsky, 12 September 1882», Karl Marx and Friedrich
Engels Collected Works, vol. 41, Progress Publishers, Moscú, [1882]
1992.
— «The Origin of the Family, Private Property and the State», Karl Marx
and Friedrich Engels Collected Works, vol. 26, Progress Publishers,
Moscú, [1884] 1990.
— «Marx and Rodbertus. Preface to the First German Edition of The
Poverty of Philosophy by Karl Marx», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 26, Progress Publishers, Moscú, [1885] 1990.
— «Ludwig Feuerbach and the End of Classical German Philosophy», Karl
Marx and Friedrich Engels Collected Works, vol. 26, Progress
Publishers, Moscú, [1886] 1990.
— «Letter to Conrad Schmidt, 5 August 1890», Karl Marx and Friedrich
Engels Collected Works, vol. 49, Progress Publishers, [1890a] 2001.
— «Letter to Joseph Bloch, 21-22 September 1890», Karl Marx and
Friedrich Engels Collected Works, vol. 49, Progress Publishers, [1890b]
Moscú, 2001.
— «Letter to Nikolai Danielson, 24 February 1893», Karl Marx and
Friedrich Engels Collected Works, vol. 50, Progress Publishers, Moscú,
[1893] 2004.
— «Introduction to Karl Marx’s The Class Struggle in France 1848 to
1850», Karl Marx and Friedrich Engels Collected Works, vol. 27,
Progress Publishers, Moscú, [1895] 1990.
Fabiani, Silvia, Ana Lamo, Julián Messina y Tairi Rõõm, «European Firm
Adjustment During Times of Economic Crisis», IZA Journal of Labor
Policy, 4, 1 (2015), pp. 1-28.
Fekete, Antal, «Borrowing Short and Lending Long: Illiquidity and Credit
Collapse» [monografía], Committee for Monetary Research and
Education, 1983.
— Whither Gold? [libro electrónico], Pintax cvba, [1996] 2019.
Fellows, Lesley K., y Martha J. Farah, «The Role of Ventromedial Prefrontal
Cortex in Decision Making: Judgment under Uncertainty or Judgment
per se?», Cerebral Cortex, 17, 11 (2007), pp. 2669-2674.
Fernández Liria, Carlos, Marx 1857: El problema del método y la dialéctica,
Akal, Madrid, 2019.
Fernández Liria, Carlos, y Luis Alegre Zahonero, El orden de El Capital:
Por qué seguir leyendo a Marx, Monte Ávila, Caracas, [2010] 2019.
Fernández-Villaverde, Jesús, «Simple Rules for a Complex World with
Artificial Intelligence», PIER Working Paper, n.o 20-010, 2020.
Fisher, Irving, The Money Illusion, Adelphi Company, Manchester, 1928.
— The Theory of Interest, as determined by Impatience to Spend Income and
Opportunity to Invest it, Macmillan, Nueva York, 1930.
FitzGerald, Thomas H. B., Ben Seymour y Raymond J. Dolan, «The Role of
Human Orbitofrontal Cortex in Value Comparison for Incommensurable
Objects», Journal of Neuroscience, 29, 26 (2009), pp. 8388-8395.
Foley, Duncan K., Understanding Capital: Marx’s Economic Theory,
Harvard University Press, Cambridge, MA, 1986.
Friedman, Benjamin, The Moral Consequences of Economic Growth, Knopf
Doubleday Publishing Group, Nueva York, 2005.
Fritzsche, Bruno, «Switzerland», en The Industrial Revolution in National
Context Europe and the USA, editado por Mikulas Teich y Roy Porter,
Cambridge University Press, Cambridge, 1996.
— «Switzerland after 1815», en The Oxford Encyclopedia of Economic
History, vol. 5, editado por Joel Mokyr, Oxford University Press,
Oxford, 2003.
Fröhlich, Nils, Dimensional Analysis of Price-Value Deviations, Chemnitz
University of Technology, Chemnitz, 2010.
Frydman, Carola, y Raven E. Saks, «Executive Compensation: A New View
from a Long-Term Perspective, 1936–2005», The Review of Financial
Studies, 23, 5(2010), pp. 2.099-2.138.
Fujimoto, Takao, y Ravindra R. Ranade, «Technical Changes and the Rate of
Profit in Models with Joint Production and Externalities: A Duality
Approach», Metroeconomica, 49, 2 (1998), pp. 129-138.
Fukuyama, Francis, «Social Capital and Civil Society», IMF Working Paper,
WP/00/74, 2000.
Gabaix, Xavier, y Augustin Landier, «Why has CEO pay increased so
much?», The Quarterly Journal of Economics, 123, 1 (2008), pp. 49-
100.
Gallardo-Albarrán, Daniel, y Robert Inklaar, «The Role of Capital and
Productivity in Accounting for Income Differences since 1913», Journal
of Economic Surveys, 35, 3 (2021), pp. 952-974.
Galor, Oded, y Ömer Özak, «The Agricultural Origins of Time Preference»,
American Economic Review, 106, 10 (2016), pp. 3064-3103.
Galor, Oded, y Viacheslav Savitskiy, «Climatic Roots of Loss Aversion»,
NBER Working Paper Series, n.o 25273, 2018.
Gao, Wei, y Matthias Kehrig, «Returns to Scale, Productivity and
Competition: Empirical Evidence from U.S. Manufacturing and
Construction Establishments», Social Science Research Network, 1 de
mayo de 2017. Disponible en: <https://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?
abstract_id=2731596>.
Gechert, Sebastian, Tomas Havranek, Zuzana Irsova y Dominika Kolcunova,
«Measuring capital-Labor Substitution: The Importance of Method
Choices and Publication Bias». Review of Economic Dynamics, 45
(2022), pp. 55-82.
Geras, Norman, «The Controversy about Marx and Justice», New Left
Review, 150, 3 (1985), pp. 47-85.
Gintis, Herbert, Individuality and Entanglement: The Moral and Material
Bases of Social Life, Princeton University Press, Princeton, 2017.
Gintis, Herbert, y Samuel Bowles, «Structure and Practice in the Labor
Theory of Value», Review of Radical Political Economics, 12, 4 (1981),
pp. 1-26.
Glasner, David, «A Reinterpretation of Classical Monetary Theory»,
Southern Economic Journal, 52, 1 (1985), pp. 46-67.
Gochenour, Zachary, y Bryan Caplan, «A Search-Theoretic Critique of
Georgism», Social Science Research Network, 14 de julio de 2012.
Disponible en: <https://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?
abstract_id=1999105>.
Goldstone, Jack A., Revolution and Rebellion in the Early Modern World,
Routledge, Londres, [1991] 2016.
Gonner, Edward Carter Kersey, Common Land and Inclosure, Macmillan,
Nueva York, 1912.
Gorodnichenko, Yuriy, y Gerard Roland, «Culture, Institutions, and the
Wealth of Nations», Review of Economics and Statistics, 99, 3 (2017),
pp. 402-416.
Gould, Stephen Jay, y Elisabeth S. Vrba, «Exaptation—a missing term in the
science of form», Paleobiology, 8, 1 (1982), pp. 4-15.
Green, Leonard, y Joel Myerson, «A Discounting Framework for Choice
with Delayed and Probabilistic Rewards», Psychological Bulletin, 130, 5
(2004), pp. 769-792.
Greenwood, Jeremy, y Guillaume Vandenbroucke, «Hours Worked: Long-
Run Trends», en New Palgrave Dictionary of Economics, editado por
Lawrence E. Blume y Steven N. Durlauf, Palgrave Macmillan, Londres,
2005.
Greif, Avner, «Cultural Beliefs and the Organization of Society: A Historical
and Theoretical Reflection on Collectivist and Individualist Societies»,
Journal of Political Economy, 102, 5 (1994), pp. 912-950.
Grossman, Henryk, «The Law of Accumulation and Breakdown of the
Capitalist System: Being also a Theory of Crises», Henryk Grossman
Works, vol. 3, Brill, Leiden, [1929] 2021.
Grossman, Sanford J., y Joseph Stiglitz, «On the Impossibility of
Informationally Efficient Markets», The American Economic Review,
70, 3 (1980), pp. 393-408.
Guerrero Jiménez, Diego, Competitividad: teoría y política, Ariel,
Barcelona, 1995.
— «Insumo-producto y teoría del valor-trabajo», Política y Cultura, 13
(2000), pp. 139-168.
— Economía no liberal para liberales y no liberales [autoedición], 2002.
Disponible en:
<https://www.eumed.net/cursecon/libreria/2004/dg/47.pdf>
— «¿Es posible demostrar la teoría laboral del valor?», Ensayos de
Economía, 14, 25 (2004), pp. 83-123.
— Utilidad y trabajo (Teorías del valor y realidad económica capitalista),
Universidad Complutense de Madrid, Madrid, 2006.
— Un resumen completo de El Capital de Marx, Maia Ediciones, Madrid,
2008.
Haidt, Jonathan, The Righteous Mind, Vintage Books, Nueva York, 2012.
Hammer, Edith C., Jan Pallon, Håkan Wallander y Pål Axel Olsson, «Tit for
Tat? A Mycorrhizal Fungus Accumulates Phosphorus Under Low Plant
Carbon Availability», FEMS Microbiology Ecology, 76, 2 (2011), pp.
236-244.
Hammerstein, Peter, y Ronald Noë, «Biological Trade and Markets»,
Philosophical Transactions of the Royal Society B: Biological Sciences,
371, 1687 (2016), 20150101.
Hardin, Garrett, «The tragedy of the commons: the population problem has
no technical solution; it requires a fundamental extension in morality»,
Science, 162, 3859 (1968), pp. 1243-1248.
Harding, Neil, «Legal Marxismo», en A Dictionary of Marxist Thought,
editado por Tom Bottomore, Blackwell, Hoboken, NJ, [1983] 2001.
Harvey, David, The Limits to Capital, Verso Books, Londres/Nueva York,
[1982] 2006.
— «The ‘New’ Imperialism: Accumulation by Dispossession», Socialist
Register, 40 (2004), pp. 63-87.
— A Companion to Marx’s Capital, Verso Books, Londres/Nueva York,
2010.
Hatcher, John, «English serfdom and villeinage: towards a reassessment»,
Past & Present, 90, 1 (1981), pp. 3-39.
Hayek, F. A., Prices and Production, Augustus M. Kelly, Nueva York,
[1931] 1967.
— «The Road to Serfdom», The Collected of Works of F. A. Hayek, vol. 2,
Routledge, Londres, [1944] 2007.
— «The Use of Knowledge in Society», The American Economic Review,
35, 4 (1945), pp. 519-530.
— The Counter-Revolution of Science: Studies on the Abuse of Reason, The
Free Press, Nueva York, 1952.
— The Constitution of Liberty, Chicago University Press, Chicago, [1960]
2011.
— «Competition as a Discovery Procedure», Quarterly Journal of Austrian
Economics, 5, 3 ([1968] 2002).
— Law, Legislation and Liberty: Rules and Order, Routledge and Kegan
Paul, Abingdon-on-Thames, UK, 1973.
— «The Pretence of Knowledge», The American Economic Review, 79, 6
(1989), pp. 3-7.
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, Lectures on the Philosophy of World
History. Introduction: Reason in History, Cambridge University Press,
Cambridge, [1830] 2012.
Heinrich, Michael, An Introduction to the Three Volumes of Karl Marx’s
Capital, Monthly Review Press, Nueva York, [2004] 2012.
Henrich, Joseph, The Secret of Our Success: How Culture Is Driving Human
Evolution, Domesticating Our Species, and Making Us Smarter,
Princeton University Press, Princeton, 2016.
— The Weirdest People in the World: How the West Became Psychologically
Peculiar and Particularly Prosperous, Penguin Books, Londres, 2020.
Hicks, John R., Value and Capital, 2.ª ed., Oxford University Press, Oxford,
1946.
— A Revision of Demand Theory, Oxford University Press, Oxford, 1956.
Hicks, John R., y Roy G. D. Allen, «A Reconsideration of the Theory of
Value. Part I», Economica, 1, 1 (1934), pp. 52-76.
Hilferding, Rudolf, «Böhm-Bawerk’s Criticism of Marx», en Karl Marx and
the Close of his System by Eugen von Böhm-Bawerk & Böhm-Bawerk’s
Criticism of Marx by Rudolf Hilferding, editado por Paul M. Sweezy,
Augustus Kelley, Nueva York, [1904] 1949.
— Finance Capital: A Study of the Latest Phase of Capitalist Development,
Routledge & Keagan Paul, Abingdon-on-Thames, UK, [1910] 1981.
Hirschman, Albert O., Exit, Voice, and Loyalty, Harvard University Press,
Cambridge, MA, 1970.
Hodgson, Geoffrey M., «What Are Institutions?», Journal of Economic
Issues, 40, 1 (2006), pp. 1-25.
Hoff, Karla, «Caste System», World Bank Policy Research, Working Paper
n.o 7929, 2016.
Hoffmann, Florian, David S. Lee y Thomas Lemieux, «Growing Income
Inequality in the United States and Other Advanced Economies»,
Journal of Economic Perspectives, 34, 4 (2020), pp. 52-78.
Holmstrom, Bengt, «Moral Hazard in Teams», The Bell Journal of
Economics, 13, 2 (1982), pp. 324-340.
Hoppe, Hans-Hermann, «Marxist and Austrian Class Analysis», Journal of
Libertarian Studies, 9, 2 (1990), pp. 79-93.
Horrell, Michael, y Robert Litan, After Inception: How Enduring is Job
Creation by Startups?, Kauffman Foundation, Kansas City, 2010.
Huberman, Michael, y Chris Minns, «The times they are not changin’: Days
and hours of work in Old and New Worlds, 1870-2000», Explorations in
Economic History, 44, 4 (2007), pp. 538-567.
Huerta de Soto, Jesús, Socialismo, cálculo económico y función empresarial,
Unión Editorial, Madrid, 1992.
— Dinero, crédito bancario y ciclos económicos, Unión Editorial, Madrid,
1998.
— «La teoría de la eficiencia dinámica», Procesos de Mercado, I, 1 (2004),
pp. 11-71.
Hughes, Brent L., y Jamil Zaki, «The Neuroscience of Motivated
Cognition», Trends in Cognitive Sciences, 19, 2 (2015), pp. 62-64.
Hughes, Brent L., y Jennifer S. Beer, «Medial Orbitofrontal Cortex is
Associated with Shifting Decision Thresholds in Self-Serving
Cognition», NeuroImage, 61, 4 (2012), pp. 889-898.
Hülsmann, Jörg Guido, «The Demand for Money and the Time-Structure of
Production», en Property, Freedom, and Socierty: Essays in Honor of
Hans-Hermann Hoppe, editado por Jörg Guido Hülsmann y Stephan
Kinsella, Ludwig von Mises Institute, Auburn, AL, 2009.
Indart, Gustavo, «Marx’s Law of Market Value», Science & Society, 51, 4,
(1987-1988), pp. 458-467.
Íñigo Carrera, Juan, El capital: razón histórica, sujeto revolucionario y
conciencia, Imago Mundi, Buenos Aires, 2013.
Irwin, Klee, Marcelo Amaral y David Chester, «The Self-Simulation
Hypothesis Interpretation of Quantum Mechanics», Entropy, 22, 2
(2020), pp. 247.
Işıkara, Güney, y Patrick Mokre, «Price-Value Deviations and the Labour
Theory of Value: Evidence from 42 Countries, 2000-2017», Review of
Political Economy, 34, 1 (2022), pp. 165-180.
Jaffé, William, «Menger, Jevons and Walras De-Homogenized», Economic
Inquiry, 14, 4 (1976), pp. 511-524.
Jales, Hugo, Thomas H. Kang, Guilherme Stein y Felipe García Ribeiro,
«Measuring the Role of the 1959 Revolution on Cuba’s Economic
Performance», The World Economy, 41, 8 (2018), pp. 2243-2274.
Janzen, Daniel H., «Coevolution of Mutualism between Ants and Acacias in
Central America», Evolution, 20, 3 (1966), pp. 249-275.
Jasay, Anthony, Justice and its Surroundings, Liberty Fund, Carmel, IN,
2002.
Johnson, Harry G., «Demand Theory Further Revised or Goods are Goods»,
Economica, 25, 98 (1958), pp. 149-149.
Johnson, Noel D., y Mark Koyama, «Jewish Communities and City Growth
in Preindustrial Europe», Journal of Development Economics, 127
(2017), pp. 339-354.
Jones, Gareth Stedman, Karl Marx: Greatness and Illusion, Harvard
University Press, Cambridge, MA, 2016.
Jossa, Bruno, «Marx, Marxism and the Cooperative Movement», Cambridge
Journal of Economics, 29, 1 (2005), pp. 3-18.
Kain, Roger, John Chapman y Richard Oliver, The Enclosure Maps of
England and Wales, 1595-1918, Cambridge University Press,
Cambridge, 2004.
Kalecki, Michal, «Determinants of Profits», en Selected Essays on the
Dynamics of the Capitalist Economy: 1933-1970, Cambridge University
Press, Cambridge, [1933] 1971.
Kedrosky, Davis, «All Quiet on the Investment Front: Did Britain Sacrifice
the Industrial Revolution to Defeat Napoleon?», Great Transformations,
30 de agosto de 2021. Disponible en:
<https://daviskedrosky.substack.com/p/all-quiet-on-the-investment-
front>.
Keynes, John Maynard, The General Theory of Employment, Interest and
Money. Palgrave Macmillan, Londres, [1936] 2018.
Kiers, E. Toby, Robert A. Rousseau, Stuart A. West y R. Ford Denison,
«Host Sanctions and the Legume—Rhizobium Mutualism», Nature, 425,
6953 (2003), pp. 78-81.
Kiers, E. Toby, Marie Duhamel, Yugandhar Beesetty, Jerry A. Mensah,
Oscar Franken, Erik Verbruggen, Carl R. Fellbaum, George A.
Kowalchuk, Miranda M. Hart, Alberto Bago, Todd M. Palmer, Stuart A.
West, Philippe Vandenkoornhuyse, Jan Jansa y Heike Bücking,
«Reciprocal Rewards Stabilize Cooperation in the Mycorrhizal
Symbiosis», Science, 333, 6044 (2011), pp. 880-882.
Kirzner, Israel, Competition and Entrepreurship, Chicago University Press,
Chicago, 1973.
— Discovery, Capitalism, and Distributive Justice, Basil Blackwell, Oxford,
1989.
— Essays on Capital and Interest: An Austrian Perspective, Edward Elgar
Publishing, Cheltenham, UK, 1996.
Kliman, Andrew J., «The Law of Value and Laws of Statistics: Sectoral
Values and Prices in the US Economy, 1977-97», Cambridge Journal of
Economics, 26, 3 (2002), pp. 299-311.
— Reclaiming Marx’s «Capital»: A Refutation of the Myth of Inconsistency,
Lexington Books, Lanham, MD, 2007.
Kliman, Andrew, y Ted McGlone, «The Transformation Non-Problem and
the Non-Transformation Problem», Capital & Class, 12, 2 (1988), pp.
56-84.
— «A Temporal Single-system Interpretation of Marx’s Value Theory»,
Review of Political Economy, 11, 1 (1999), pp. 33-59.
Knight, Frank, Risk, Uncertainty and Profit, Houghton Mifflin, Boston,
[1921] 1957.
Knoblach, Michael, Martin Roessler y Patrick Zwerschke, «The Elasticity of
Substitution Between Capital and Labour in the US Economy: A Meta-
Regression Analysis», Oxford Bulletin of Economics and Statistics, 82, 1
(2020), pp. 62-82.
Knoblach, Michael, y Fabian Stöckl, «What Determines the Elasticity of
Substitution between Capital and Labor? A Literature Review», Journal
of Economic Surveys, 34, 4 (2020), pp. 847-875.
Kolakowski, Leszek, Las principales corrientes del marxismo: I. Los
fundadores, Alianza Universidad, Madrid, [1976a] 1983.
Kolakowski, Leszek, Las principales corrientes del marxismo: III. La crisis,
Alianza Universidad, Madrid, [1976b] 1983.
— My Correct Views on Everything, St. Augustine’s Press, South Bend, IN,
2005.
Kornai, János, «“Hard and” “Soft” Budget Constraint», Acta Oeconomica,
25, 3-4 (1980), pp. 231-245.
— The Sociality System: The Political Economy of Communism, Oxford
University Press, Oxford, 1992.
— Dynamism, Rivalry, and the Surplus Economy: Two Essays on the Nature
of Capitalism, Oxford University Press, Oxford, 2013.
Koyama, Mark, y Jared Rubin, How the World Became Rich: The Historical
Origins of Economic Growth, Polity Press, Cambridge, 2022.
Krugman, Paul R., «Increasing Returns, Monopolistic Competition, and
International Trade», Journal of international Economics, 9, 4 (1979),
pp. 469-479.
Kukić, Leonard, «Socialist growth revisited: insights from Yugoslavia»,
European Review of Economic History, 22, 4 (2018), pp. 403-429.
Kunda, Ziva, «The Case for Motivated Reasoning», Psychological Bulletin,
108, 3 (1990), pp. 480-498.
Lachman, Ludwig, Capital and its Structure, Institute of Human Studies,
Fairfax, VA, [1956] 1978.
— The Market as an Economic Process, Basil Blackwell, Oxford, 1986.
Lackner, Marie-Louise, y Martin Lackner, «On the Likelihood of Single-
Peaked Preferences», Social Choice and Welfare, 48, 4 (2017), pp. 717-
745.
Laibman, David, «Technical Change the Real Wage and the Rate of
Exploitation: The Falling Rate of Profit Reconsidered», Review of
Radical Political Economics, 14, 2 (1982), pp. 95-105.
—Value, Technical Change, and Crisis: Explorations in Marxist Economic
Theory, ME Sharpe, Armonk, NY, 1992.
— «The Falling Rate of Profit: A New Empirical Study», Science & Society,
57, 2 (1993), pp. 223-233.
Layson, Stephen K., «The Increasing Returns to Scale CES Production
Function and the Law of Diminishing Marginal Returns», Southern
Economic Journal, 82, 2 (2015), pp. 408-415.
Lenin, Vladimir Ilich, «The Economic Content of Narodism and the
Criticism of it in Mr. Struve’s Book (The Reflection of Marxism in
Bourgeois Literature)», Collected Works, vol. 1, Progress Publishers,
Moscú, [1894-1895] 1960.
— «The Agrarian Programme of Social-Democracy in the First Russian
Revolution, 1905-1907», Collected Works, vol. 13, Progress Publishers,
Moscú, [1907] 1962.
— «The Tasks of the Youth Leagues. Speech Delivered at the Third All-
Russia Congress of the Russian Young Communist League», Collected
Works, vol. 31, Progress Publishers, Moscú, [1920] 1966.
Lepage, Henri, Autogestión y capitalismo: respuestas a la anti-economía,
Asociación para el Progreso de la Dirección, Madrid, [1978] 1979.
Lequiller, François, y Derek Blades, Understanding National Accounts,
OCDE, París, 2014.
Lewin, Peter, y Nicolás Cachanosky, Capital and Finance: Theory and
History, Routledge, Londres, 2020.
Levy, Dino J., y Paul W. Glimcher, «Comparing Apples and Oranges: Using
Reward-Specific and Reward-General Subjective Value Representation
in the Brain», Journal of Neuroscience, 31, 41 (2011), pp. 14693-14707.
— «The Root of All Value: A Neural Common Currency for Choice»,
Current Opinion in Neurobiology, 22, 6 (2012), pp. 1027-1038.
Lin, Po-Hsuan, Alexander L. Brown, Taisuke Imai, Joseph Tao-yi Wang,
Stephanie W. Wang y Colin F. Camerer. «Evidence of General Economic
Principles of Bargaining and Trade from 2,000 Classroom Experimentsv,
Nature Human Behaviour, 4, 9 (2020), pp. 917-927.
Lomasky, Loren, Persons, Rights, and the Moral Community, Oxford
University Press, Oxford, 1987.
Lukács, Georg, History and Class Consciousness: Studies in Marxist
Dialectics, The MIT Press, Cambridge, MA, [1923] 1971.
Mack, Eric, «In Defense of Individualism», Ethical Theory and Moral
Practice, 2, 2 (1999), pp. 87-115.
— «Natural Rights», en The Routledge Companion to Libertarianism,
editado por Matt Zwolisnki y Benjamin Ferguson, Routledge, Londres,
2022.
Machan, Tibor R., «Marxism: A Bourgeois Critique», International Journal
of Social Economics, 15, 11-12 (1988), pp. 2-104.
McMillan, Rebekah O., «The Problem of Poverty: the Elberfeld System and
Transatlantic Social Reform», Journal of Transatlantic Studies, 20
(2022), pp. 1-23.
Mandel, Ernest, Marxist Economic Theory, vol. 2, The Merlin Press,
Decatur, GE, 1962.
— An Introduction to Marxist Economic Theory, Pathfinder Press, Nueva
York, [1967] 1973.
— «Introduction», en Capital: A Critique of Political Economy, vol. 1, pp.
11-86, Penguin Books, Londres, 1976.
Mandeville, Bernard, La fábula de las abejas o los vicios privados hacen la
prosperidad pública, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., [1729]
1997.
Marshall, Alfred, Principles of Economics, Palgrave Macmillan, Londres,
[1920] 2013.
Martínez Marzoa, Felipe, La filosofía de «El Capital de Marx», Taurus,
Barcelona, 1983.
Marx, Heinrich, «Letter to Karl Marx, 9 December 1837», Karl Marx and
Friedrich Engels Collected Works, vol. 1, Progress Publishers, Moscú,
[1837] 1975.
— «Letter to Karl Marx, 10 February 1838», Karl Marx and Friedrich
Engels Collected Works, vol. 1, Progress Publishers, Moscú, [1838]
1975.
Marx, Karl, «Reflections of a Young Man on the Choice of a Profession»,
Karl Marx and Friedrich Engels Collected Works, vol. 1, Progress
Publishers, Moscú, [1835] 1975.
— «Debates on the Law of Thefts of Wood», Karl Marx and Friedrich
Engels Collected Works, vol. 1, Progress Publishers, Moscú, [1842]
1975.
— «Contribution to the Critique of Hegel’s Philosophy of Law», Karl Marx
and Friedrich Engels Collected Works, vol. 3, Progress Publishers,
Moscú, [1843a] 1975.
— «On the Jewish Question», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 3, Progress Publishers, Moscú, [1843b] 1975.
— «Letter to Arnold Ruge, 25 January 1843», Karl Marx and Friedrich
Engels Collected Works, vol. 1, Progress Publishers, Moscú, [1843c]
1975.
— «Economic and Philosophic Manuscripts of 1844», Karl Marx and
Friedrich Engels Collected Works, vol. 3, Progress Publishers, Moscú,
[1844a] 1975.
— «Notes on James Mill», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 3, Progress Publishers, Moscú, [1844b] 1975.
— «Theses on Feuerbach», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 5, Progress Publishers, Moscú, [1845] 1976.
— «Letter to Engels, 15 May 1847», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 38, Progress Publishers, Moscú, [1847a] 1982.
— «Letter to Pavel Vasilyevich Annenkov, 9 December 1847», Karl Marx
and Friedrich Engels Collected Works, vol. 38, Progress Publishers,
Moscú, [1847b] 1982.
— «The Poverty of Philosophy», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 6, Progress Publishers, Moscú, [1847] 1976.
— «Letter to Engels, 16 March 1848», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 38, Progress Publishers, Moscú, [1848a] 1982.
— «Letter to Engels, 29 November de 1848», Karl Marx and Friedrich
Engels Collected Works, vol. 38, Progress Publishers, Moscú, [1848b]
1982.
— «Wage Labour and Capital», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 9, Progress Publishers, Moscú, [1849] 1977.
— «Letter to Engels, 31 March 1851», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 38, Progress Publishers, Moscú, [1851] 1982.
— «Reflections», Karl Marx and Friedrich Engels Collected Works, vol. 10,
Progress Publishers, Moscú, [1850-1853] 1978.
— «Ergänzungen und Veränderungen zum ersten Band des “Kapitals”»,
Karl Marx / Friedrich Engels Gesamtausgabe, vol. IV.8, Dietz Verlag,
Berlín, [1851] 1986.
— «The Letter Accompanying the Red Catechism, mayo de 1852», Karl
Marx and Friedrich Engels Collected Works, vol. 11, Progress
Publishers, Moscú, [1852] 1979.
— «Letter to Engels, 27 February 1852», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 39, Progress Publishers, Moscú, [1852] 1983.
— «The British Rule in India», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 12, Progress Publishers, Moscú, [1853] 1979.
— «Letter to Engels, 15 July 1858», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 40, Progress Publishers, Moscú, [1858a] 1983.
— «Letter to Engels, 8 October 1858», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 40, Progress Publishers, Moscú, [1858b] 1983.
— «Outlines of the Critique of Political Economy (Rough Draft of 1857-58)
[First Instalment]», Karl Marx and Friedrich Engels Collected Works,
vol. 28, Progress Publishers, Moscú, [1857-1858] 1986.
— «Outlines of the Critique of Political Economy (Rough Draft of 1857-58)
[Second Instalment]», Karl Marx and Friedrich Engels Collected Works,
vol. 29, Progress Publishers, Moscú, [1857-1858] 1987.
— «Letter to Ferdinand Lassalle, 28 March 1859», Karl Marx and Friedrich
Engels Collected Works, vol. 40, Progress Publishers, Moscú, [1859]
1983.
— «A Contribution to the Critique of Political Economy», Karl Marx and
Friedrich Engels Collected Works, vol. 29, Progress Publishers, Moscú,
[1859] 1987.
— «The American Question in England», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 19, Progress Publishers, Moscú, [1861] 1984.
— «A Contribution to the Critique of Political Economy», Karl Marx and
Friedrich Engels Collected Works, vol. 34, Progress Publishers, Moscú,
[1861-1863] 1994.
— «Letter to Engels, 30 January 1862», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 41, Progress Publishers, Moscú, [1862a] 1985.
— «Letter to Engels, 7 August 1862», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 41, Progress Publishers, Moscú, [1862b] 1985.
— «Letter to Engels, 8 January 1863», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 41, Progress Publishers, Moscú, [1863a] 1985.
— «Letter to Engels, 24 January 1863», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 41, Progress Publishers, Moscú, [1863b] 1985.
— «Letter to Engels, 28 January 1863», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 41, Progress Publishers, Moscú, [1863c] 1985.
— «Theories of Surplus-Value», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 30, Progress Publishers, Moscú, [1862-1863] 1988.
— «Theories of Surplus-Value», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 31, Progress Publishers, Moscú, [1862-1863a] 1989.
— «Theories of Surplus-Value», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 32, Progress Publishers, Moscú, [1862-1863b] 1989.
— «Theories of Surplus-Value», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 33, Progress Publishers, Moscú, [1862-1863] 1991.
— «Letter to Lion Philips, 25 June 1864», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 41, Progress Publishers, Moscú, [1864] 1985.
— «The Process of Production of Capital, Draft Chapter 6 of Capital», Karl
Marx and Friedrich Engels Collected Works, vol. 34, Progress
Publishers, Moscú, [1864] 1994.
— «To Abraham Lincoln, President of the United States of America», Karl
Marx and Friedrich Engels Collected Works, vol. 20, Progress
Publishers, Moscú, [1864] 1985.
— «Letter to Engels, 31 July 1865», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 42, Progress Publishers, Moscú, [1865] 1987.
— «Value, Price and Profit», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 20, Progress Publishers, Moscú, [1865] 1985.
— Capital: A Critique of Political Economy, vol. 1, Penguin Books,
Londres, [1867] 1976.
— Capital: A Critique of Political Economy, vol. 2, Penguin Books,
Londres, [1885] 1978.
— Capital: A Critique of Political Economy, vol. 3, Penguin Books,
Londres, [1894] 1981.
— «Letter to Ludwig Kugelmann, 11 July 1868», Karl Marx and Friedrich
Engels Collected Works, vol. 43, Progress Publishers, Moscú, [1868a]
1988.
— «Letter to Engels, 30 November 1868», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 43, Progress Publishers, Moscú, [1868b] 1988.
— «Letter to Ludwig Kugelmann, 17 April 1871», Karl Marx and Friedrich
Engels Collected Works, vol. 44, Progress Publishers, Moscú, [1871]
1989.
— «Notes on Bakunin’s Book “Statehood and Anarchy”», Karl Marx and
Friedrich Engels Collected Works, vol. 24, Progress Publishers, Moscú,
[1874-1875] 1989.
— «Critique of the Gotha Programme», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 24, Progress Publishers, Moscú, [1875] 1989.
— «Letter to Editor of the Otecestvenniye Zapisky», Karl Marx and
Friedrich Engels Collected Works, vol. 24, Progress Publishers, Moscú,
[1877] 1989.
— «Marginal Notes on Adolph Wagner’s Lehrbuch der Politischen
Oekonomie», Karl Marx and Friedrich Engels Collected Works, vol. 24,
Progress Publishers, Moscú, [1881a] 1989.
— «First Draft of the Letter to Vera Zasulich», Karl Marx and Friedrich
Engels Collected Works, vol. 24, Progress Publishers, Moscú, [1881b]
1989.
Marx, Karl, y Friedrich Engels, «The Holy Family or Critique of Critical
Criticism», Karl Marx and Friedrich Engels Collected Works, vol. 4,
Progress Publishers, Moscú, [1844] 1975.
— «The German Ideology», Karl Marx and Friedrich Engels Collected
Works, vol. 5, Progress Publishers, Moscú, [1845-1846] 1976.
— «Manifesto of the Communist Party», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 6, Progress Publishers, Moscú, [1848] 1976.
— «Fictitious Splits in the International», Karl Marx and Friedrich Engels
Collected Works, vol. 23, Progress Publishers, Moscú, [1872] 1988.
Marzluff, John M, In Search of Meadowlarks-Birds, Farms, and Food in
Harmony with the Land, Yale University Press, New Haven, CT, 2020.
Mas-Colell, Andreu, Michael Dennis Whinston y Jerry R. Green,
Microeconomic Theory, Oxford University Press, Oxford 1995.
Mattick, Paul, Crisis económica y teoría de las crisis, Maia Ediciones,
Madrid, 2013.
Mayr, Ernst, «Cause and Effect in Biology», Science New Series, 134, 3489
(1961), pp. 1501-1506.
McCloskey, Donald/Deirdre, «The Enclosure of Open Fields: Preface to a
Study of Its Impact on the Efficiency of English Agriculture in the
Eighteenth Century», The Journal of Economic History, 32, 1 (1972),
pp. 15-35.
— Bourgeois Equality: How Ideas, Not Capital or Institutions, Enriched the
World. Chicago University Press, Chicago, 2016.
McCulloch, J. Huston, «The Austrian Theory of the Marginal Use and of
Ordinal Marginal Utility», Zeitschrift für Nationalökonomie / Journal of
Economics, 37, 3-4 (1977), pp. 249-280.
McCulloch, J. Huston, y Jeffrey Smith, «An Austrian Proof of Quasi-
Concave Preferences», Boston College Working Papers in Economics,
n.o 70, Boston College Department of Economics, Boston, 1975.
McFall-Ngai, Margaret, «Hawaiian Bobtail Squid», Current Biology, 18, 22
(2008), pp. R1043-R1044.
McLellan, David, Friedrich Engels, Penguin Books, Londres, 1977.
Menger, Carl, Principles of Economics, Ludwig von Mises Institute,
Auburn, AL, [1871] 2007.
— «Zur Theorie das Kapitals», Jahrbücher für Nationalökonomie und
Statistik, 51, 1 (1888), pp. 1-49.
— «Money as Measure of Value», History of Political Economy, 37, 2
([1892] 2005), pp. 245-261.
Michels, Robert, Political Parties: A Sociological Study of the Oligarchical
Tendencies of Modern Democracy, Hearst’s International Library, Nueva
York, [1911] 1915.
Milanović, Branko, Capitalism, Alone: The Future of the System that Rules
the World, Belknap Press, Cambridge, MA, 2019.
Mises, Ludwig von, The Theory of Money and Credit, Ludwig von Mises
Institute, Auburn, AL, [1912] 2009.
— Economic Calculation in the Socialist Commonwealth, Ludwig von
Mises Institute, Auburn, AL, [1920] 2012.
— Human Action, Ludwig von Mises Institute, Auburn, AL, [1949] 1998.
Mitchell, Kevin J., Innate: How the Wiring of Our Brains Shapes Who We
Are, Princeton University Press, Princeton 2018.
Mokyr, Joel, The Enlightened Economy: Britain and the Industrial
Revolution, 1700-1850, Penguin Books, Londres, [2009] 2011.
— A Culture of Growth: The Origins of the Modern Economy, Princeton
University Press, Princeton, 2016.
Mosca, Gaetano, The Ruling Class, McGraw-Hill Book Company, Nueva
York, [1896] 1939.
Morishima, Michio, Marx’s Economics: A Dual Theory of Value and
Growth, Cambridge University Press, Cambridge, 1973.
— «Positive Profits with Negative Surplus Value-A Comment», The
Economic Journal, 86, 343 (1976), pp. 599-603.
Moseley, Fred, The Falling Rate of Profit in the Postwar United States
Economy, St. Martin’s Press, Nueva York, 1991.
— «The Rate of Profit and the Future of Capitalism», Review of Radical
Political Economics, 29, 4 (1997), pp. 23-41.
— «The Marginal Productivity Theory of Capital in Intermediate
Microeconomics Textbooks: A Critique», Review of Radical Political
Economics, 47, 2 (2015), pp. 292-308.
— Money and Totality: A Macro-Monetary Interpretation of Marx’s Logic in
Capital and the End of the “Transformation Problem”, Brill, Leiden,
2016.
Munger, Michael, y Kevin Munger, Choosing in Groups: Analytical Politics
Revisited, Cambridge University Press, Cambridge, 2015.
Nakatani, Takeshi, «Price Competition and Technical Choice», Kobe
University Economic Review, 25 (1979), pp. 67-77.
— «The Law of Falling Rate of Profit and the Competitive Battle: Comment
on Shaikh», Cambridge Journal of Economics, 4, 1 (1980), pp. 65-68.
Noguera, José Antonio, «¿Quién teme al individualismo metodológico?: Un
análisis de sus implicaciones para la teoría social», Papers: Revista de
Sociología, 69 (2003), pp. 101-132.
Nordhaus, William D., «Schumpeterian Profits in the American Economy:
Theory and Measurement», National Bureau of Economic Research, WP
10433, 2004.
Nozick, Robert, Anarchy, State, and Utopia, Basic Books, Nueva York,
1974.
Ochoa, Eduardo M., «Values, Prices, and Wage-Profit Curves in the US
Economy», Cambridge Journal of Economics, 13, 3 (1989), pp. 413-
429.
OCDE, Entrepreneurship at a Glance 2017, OCDE, París, 2017.
— Pensions at a Glance 2021, OCDE, París, 2021.
Okishio, Nobuo, «Technical Changes and the Rate of Profitv», Kobe
University Economic Review, 7, 1 (1961), pp. 85-90.
— «Competition and Production Prices», Cambridge Journal of Economics,
25, 4 (2001), pp. 493-501.
Ollman, Bertell, Alienation: Marx’s Conception of Man in Capitalist Society,
Cambridge University Press, Cambridge, 1976.
Olson, Mancur, The Logic of Collective Action: Public Goods and the
Theory of Groups, Harvard University Press, Cambridge, MA, [1965]
2002.
Ostrom, Elinor, Governing the Commons: The evolution of institutions for
collective action, Cambridge University Press, Cambridge, 1990.
Oswalt, Sonja N., Patrick D. Miles y Scott A. Pugh. «Forest Resources of
the United States, 2017: A Technical Document Supporting the Forest
Service 2020 RPA Assessment», Gen. Tech. Rep. WO-97, US
Department of Agriculture, Forest Service, Washington Office, 2019.
Overton, Mark, Agricultural revolution in England: the transformation of
the agrarian economy 1500-1850, Cambridge University Press,
Cambridge, 1996.
Paitaridis, Dimitris, y Lefteris Tsoulfidis, «The Growth of Unproductive
Activities, the Rate of Profit, and the Phase-Change of the US
Economy», Review of Radical Political Economics, 44, 2 (2012), pp.
213-233.
Pareto, Vilfredo, Manual of Political Economy, Oxford University Press,
Oxford, [1909] 2014.
Pellmyr, Olle, y Chad J. Huth, «Evolutionary Stability of Mutualism
Between Yuccas and Yucca Moths», Nature, 372, 6503 (1994), pp. 257-
260.
Pencavel, John, Luigi Pistaferri y Fabiano Schivardi, «Wages, Employment,
and Capital in Capitalist and Worker-Owned Firms», ILR Review, 60, 1
(2006), pp. 23-44.
Peters, Ole, «The Ergodicity Problem in Economics», Nature Physics, 15, 12
(2019), pp. 1216-1221.
Pétorin, Virginie, «What Do We Really Know about Worker Cooperatives?»,
Co-operatives UK (blog), 19 de noviembre de 2018. Disponible en:
<https://www.uk.coop/resources/what-do-we-really-knowabout-worker-
co-operatives>.
Piketty, Thomas, Capital in the 21st Century, The Belknap Press of Harvard
University Press, Cambridge, MA, 2014.
Piketty, Thomas, y Gabriel Zucman, «Capital is Back: Wealth-Income Ratios
in Rich Countries 1700–2010», The Quarterly Journal of Economics,
129, 3 (2014), pp. 1255-1310.
Pigou, Arthur Cecil, «The Value of Money», The Quarterly Journal of
Economics, 32, 1 (1917), pp. 38-65.
Plassmann, Hilke, John O’doherty y Antonio Rangel, «Orbitofrontal Cortex
Encodes Willingness to Pay in Everyday Economic Transactions»,
Journal of Neuroscience, 27, 37 (2007), pp. 9984-9988.
Plomin, Robert, John C. DeFries, Valerie S. Knopik y Jenae M. Neiderhiser,
«Top 10 Replicated Findings from Behavioral Genetics», Perspectives
on Psychological Science, 11, 1 (2016), pp. 3-23.
Podivinsky, Jan M., y Geoff Stewart, «Why is Labour-Managed Firm Entry
so Rare?: An Analysis of UK Manufacturing Fata», Journal of
Economic Behavior & Organization, 63, 1 (2007), pp. 177-192.
Polanyi, Karl, The Great Transformation: The Political and Economic
Origins of Our Time, Beacon Press, Boston, [1944] 2001.
Popper, Karl R., The Open Society and its Enemies, Princeton University
Press, Princeton, [1945] 2013.
— The Poverty of Historicism, Harper Torchbooks, Nueva York, [1957]
1964.
— Conjectures and Refutations, Basic Books, Nueva York, 1962.
Prados de la Escosura, Leandro, Spanish Economic Growth, 1850-2015,
Palgrave Macmillan, Londres, 2017.
Przeworski, Adam, «Capitalism, Democracy, and Science», en Passion,
Craft, and Method in Comparative Politics, editado por Gerardo L.
Munck y Richard Snyder, Johns Hopkings University, Baltimore, MD,
2007.
Pryor, Frederic L., Economic Systems of Foraging, Agricultural, and
Industrial Societies, Cambridge University Press, Cambridge, 2005.
Queller, David C., y Joan E. Strassmann, «Beyond society: the evolution of
organismality», Philosophical Transactions of The Royal Society B:
Biological Sciences, 364, 1533 (2009), pp. 3143-3155.
Radford, Richard A., «The Economic Organisation of a P.O.W. Camp»,
Economica, 12, 48 (1945), pp. 189-201.
Rajan, Raghuram, The Third Pillar: How Markets and State Leave the
Community Behind, Penguin Books, Londres, 2019.
Rallo, Juan Ramón, Contra la teoría monetaria moderna, Deusto,
Barcelona, 2017.
— Una crítica a la teoría monetaria de Mises: Un replanteamiento de la
teoría del dinero y del crédito dentro de la Escuela Austriaca de
Economía, Unión Editorial, Madrid, 2019a.
— Liberalismo: Los 10 principios básicos del orden político liberal, Deusto,
Barcelona, 2019b.
Rangel, Antonio, Colin Camerer y P. Read Montague, «A Framework for
Studying the Neurobiology of Value-Based Decision Making», Nature
Reviews Neuroscience, 9, 7 (2008), pp. 545-556.
Rapp, Nicolas, y Brian O’Keefe, «See the Age of Every Company in the
Fortune 500», Fortune, 21 de mayo de 2018.
Rayo, Luis, y Gary S. Becker, «Evolutionary Efficiency and Happiness»,
Journal of Political Economy, 115, 2 (2007), pp. 302-337.
Reichenbach, Hans, Experience and Prediction: An Analysis of the
Foundations and the Structure of Knowledge, The University of Chicago
Press, Chicago, 1938.
Reisman, George, «Classical Economics vs. The Exploitation Theory», en
The Political Economy of Freedom Essays in Honor of F. A. Hayek,
editado por Kurt R. Leube y Albert H. Zlabinger, Philosophia Verlag,
Múnich, 1985.
— Capitalism: A Treatise on Economics, Jameson Books, Ottawa, 1996.
Reuten, Geert, «Accumulation of Capital and the Foundation of the
Tendency of the Rate of Profit to Fall», Cambridge Journal of
Economics, 15, 1 (1991), pp. 79-93.
Rieu, Dong-Min, «Has the Okishio Theorem been Refuted?»,
Metroeconomica, 60, 1 (2009), pp. 162-178.
Ritchie, Stuart, Science Fictions: How Fraud, Bias, Negligence, and Hype
Undermine the Search for Truth, Metropolitan Books, Nueva York,
2020.
Robalino, Nikolaus, y Arthur Robson, «The Biological Foundations of
Economic Preferences», Oxford Research Encyclopedia of Economics
and Finance, 2019.
Robinson, Joan, The Economics of Imperfect Competition, St. Martin’s
Press, Nueva York, [1933] 1969.
Robson, Arthur J., «The Evolution of Attitudes to Risk: Lottery Tickets and
Relative Wealth», Games and Economic Behavior, 14, 2 (1996), pp.
190-207.
Robson, Arthur J., y Balazs Szentes, «Evolution of Time Preference by
Natural Selection: Comment», American Economic Review, 98, 3
(2008), pp. 1178-88.
Roemer, John E., «Continuing Controversy on the Falling Rate of Profit:
Fixed Capital and Other Issues», Cambridge Journal of Economics, 3, 4
(1979), pp. 379-398.
— A General Theory of Exploitation and Class, Harvard University Press,
Cambridge, MA, 1982.
— «Should Marxists be Interested in Exploitation», Philosophy and Public
Affairs, 14, 1 (1985), pp. 30-65.
Rogers, Alan R., «Evolution of Time Preference by Natural Selection», The
American Economic Review, 84, 3 (1994), pp. 460-481.
Romaniega Sancho, Álvaro, «Un nuevo formalismo matemático que
contiene los fundamentos de la teoría subjetiva del valor mengeriana:
Conexión con las formulaciones neoclásicas de la teoría de preferencias
y elección» [blog], 2020. Disponible en:
<https://alvaroromaniega.files.wordpress.com/2021/01/matematizacionts
v.pdf>.
— «Análisis teórico de las demostraciones de la teoría marxista del valor
trabajo. Crítica a Karl Marx y Ernest Mandel» [blog], 2021. Disponible
en: <https://alvaroromaniega.wordpress.com/2020/11/22/analisis-
teorico-de-la-teoria-marxista-del-valor-critica-a-karlmarx-y-ernest-
mandel/>.
Rosdolsky, Roman, The Making of Marx’s «Capital», Pluto Press, Londres,
[1968] 1977.
Rothbard, Murray, «Toward a Reconstruction of Utility and Welfare
Economics», en The Logic of Action One: Method, Money and the
Austrian School, Edward Elgar Publishing, Cheltenham, UK, [1956]
1977.
— Man, Economy, and State with Power and Market, Ludwig von Mises
Institute, Auburn, AL, [1962] 2009.
Rubin, Isaak Illich, Essays on Marx’s Theory of Value, Black Rose Books,
Chicago, [1923] 1990.
— «The Austrian School», en Responses to Marx’s Capital: From Rudolf
Hilferding to Isaak Illich Rubin, editado por Richard B. Day y Daniel F.
Gaido, Brill, Leiden, [1926] 2018.
Ryle, Gilbert, «The Thinking of Thoughts: What is ‘Le Penseur’ Doing?»,
Collected Papers, 2 vols., vol. 2, Hutchinson, Londres, [1968] 1971.
Sadeghi, Akbar, «Business Employment Dynamics by Age and Size of
Firms», Bureau of Labor Statistics, enero de 2022.
Salvadori, Neri, «Falling Rate of Profit with a Constant Real Wage. An
Example», Cambridge Journal of Economics, 5, 1 (1981), pp. 59-66.
Samuelson, Paul, «A Note on the Pure Theory of Consumer’s Behaviour»,
Economica, 5, 17 (1938), pp. 61-71.
— «Wages and Interest: A Modern Dissection of Marxian Economic
Models», The American Economic Review, 47, 6 (1957), pp. 884-912.
Say, Jean Baptiste, A Treatise on Political Economy or the Production,
Distribution and Consumption of Wealth, Sentry Press, Tucson, AZ,
[1803] 1971.
— Cours Complet d’Economie Politique Practique, tomo III, Chez Rapilly,
París, 1828.
Schmidtz, David, «The institution of property», Social Philosophy and
Policy, 11, 2 (1994), pp. 42-62.
Schulz, Armin W., «Tools of the Trade: The Bio-Cultural Evolution of the
Human Propensity to Trade», Biology & Philosophy, 37, 2 (2022), art. 8.
Schumpeter, Joseph A., Capitalism, Socialism and Democracy, Routledge,
Londres, [1942] 2003.
Screpanti, Ernesto, «Marx’s Theory of Value, the “New Interpretation”, and
the “Empirical Law of Value”: A Recap Note», Quaderni del DEPS,
Working Paper n.o 708, 2015.
Selucký, Radoslav, Marxism, Socialism, Freedom: Towards a General
Democratic Theory of Labour-Managed Systems, Palgrave Macmillan,
Londres, 1979.
Sen, Amartya, «The Impossibility of a Paretian Liberal», Journal of Political
Economy, 78, 1 (1970), pp. 152-157.
Shaikh, Anwar M., «Political Economy and Capitalism: Notes on Dobb’s
Theory of Crisis», Cambridge Journal of Economics, 2, 2 (1978), pp.
233-251.
— «The Empirical Strength of the Labour Theory of Value», en Marxian
economics: A reappraisal, vol. 2, editado por Riccardo Bellofiore,
Palgrave Macmillan, Londres, 1998.
— Capitalism: Competition, Conflict, Crises, Oxford University Press,
Oxford, 2016.
Shaikh, Anwar M., y Ertuğrul Ahmet Tonak, Measuring the Wealth of
Nations: The Political Economy of National Accounts, Cambridge
University Press, Cambridge, 1994.
Shaw-Taylor, Leigh, «Parliamentary Enclosure and the Emergence of An
English Agricultural Proletariat», The Journal of Economic History, 61,
3 (2001), pp. 640-662.
Shaw-Taylor, Leigh, Amy Erickson y Tony Wrigley, «The Occupational
Structure of Britain 1379-1911», The Cambridge Group for the History
of Population and Social Structure, Universidad de Cambridge, 2020.
Disponible en:
<https://www.campop.geog.cam.ac.uk/research/occupations/overview/>.
Shumaker, Robert W., Kristina R. Walkup y Benjamin B. Beck, Animal Tool
Behavior: The Use and Manufacture of Tools by Animals, Johns Hopkins
University Press, Baltimore, MD, 2011.
Simon, Julian L., The Ultimate Resource, Princeton University Press,
Princeton, 1981.
Singer, Peter, Marx: A Very Short Introduction, Oxford University Press,
Oxford, [1980] 2008.
Sismondi, Jean-Charles-Léonard Simonde, New Principles of Political
Economy: Of Wealth in Its Relation to Population, Transaction
Publishers, Piscataway, NJ, [1819] 1991.
Skott, Peter, «Imperfect Competition and the Theory of the Falling Rate of
Profit», Review of Radical Political Economics, 24, 1 (1992), pp. 101-
113.
Smith, Adam, The Theory of Moral Sentiments, Liberty Fund, Carmel, IN,
[1753] 1982.
— An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, vol. 1,
Liberty Fund, Carmel, IN, [1776] 1981.
Smith, Matthew et al., «Capitalists in the Twenty-First Century», The
Quarterly Journal of Economics, 134, 4 (2019), pp. 1675-1745.
Smith, David V., Benjamin Y. Hayden, Trong-Kha Truong, Allen W. Song,
Michael L. Platt y Scott A. Huettel, «Distinct Value Signals in Anterior
and Posterior Ventromedial Prefrontal Cortex», Journal of Neuroscience,
30, 7 (2010), pp. 2490-2495.
Smith, Vernon L., «An Experimental Study of Competitive Market
Behavior», Journal of Political Economy, 70, 2 (1962), pp. 111-137.
Smith, Vernon L., y Bart J. Wilson, Humanomics: Moral Sentiments and the
Wealth of Nations for the Twenty-First Century, Cambridge University
Press, Cambridge, 2019.
Sraffa, Piero, Production of Commodities by Means of Commodities, Vora &
Co. Publishers, Bombay, [1960] 1963.
Steedman, Ian, Marx after Sraffa, New Left Books, Londres, 1977.
Steedman, Ian, y Judith Tomkins, «On Measuring the Deviation of Prices
from Values», Cambridge Journal of Economics, 22, 3 (1998), pp. 379-
385.
Storr, Virgil Henry, «The Facts of the Social Sciences are What People
Believe and Think», en Handbook on Contemporary Austrian
Economics, editado por Peter J. Boettke, Edward Elgar Publishing,
Cheltenham, UK, 2010.
Strevens, Michael, «The Bayesian Approach to the Philosophy of Science»,
en Encyclopedia of Philosophy, editado por Donald M. Borchert,
Macmillan, Nueva York, 2006.
Sydow, Jörg, Georg Schreyögg y Jochen Koch, «Organizational Path
Dependence: Opening the Black Box», Academy of Management
Review, 34, 4 (2009), pp. 689-709.
Sweezy, Paul, Four Lectures on Marxism, Monthly Review Press, Nueva
York, 1981.
Tabarrok, Alex, «The Private Provision of Public Goods via Dominant
Assurance Contracts», Public Choice, 96, 3-4 (1998), pp. 345-362.
Tainter, Joseph A., The Collapse of Complex Societies, Cambridge
University Press, Cambridge, 1988.
Tasoff, Joshua, Michael T. Mee y Harris H. Wang, «An Economic
Framework of Microbial Tradev, PloS ONE, 10, 7 (2015), e0132907.
Taymans, Adrien C., «Marx’s Theory of the Entrepreneur», The American
Journal of Economics and Sociology, 11, 1 (1951), pp. 75-90.
Thirsk, Joan, «The common fields», Past & Present, 29 (1964), pp. 3-25.
Tise, Larry E., Proslavery: A History of the Defense of Slavery in America,
1701-1840, University of Georgia Press, Athens, GA, 1990.
Trigg, Andrew B., «Using Micro Data to Test the Divergence between Prices
and Labour Values», International Review of Applied Economics, 16, 2
(2002), pp. 169-186.
Trotsky, Leon, The Revolution Betrayed: What Is the Soviet Union and
Where Is It Going?, Pathfinder Press, Nueva York, [1937] 1972.
Tugán-Baranovski, Mijaíl, Las crisis industriales en Inglaterra, La España
Moderna, Madrid, [1901] 1912.
Vandenbroucke, Guillaume, «Trends in Hours: The US from 1900 to 1950»,
Journal of Economic Dynamics and Control, 33, 1 (2009), pp. 237-249.
Vaona, Andrea, «A Panel Data Approach to Price-value Correlations»,
Empirical Economics, 47, 1 (2014), pp. 21-34.
— «Price-price Deviations are Highly Persistent», Structural Change and
Economic Dynamics, 33 (2015), pp. 86-95.
Varian, Hal R., Intermediate Microeconomics: A Modern Approach, W. W.
Norton & Company, Nueva York, [1987] 2014.
Venkataraman, Vivek V., Jeffrey T. Kerby, Nga Nguyen, Zelealem Tefera
Ashenafi y Peter J. Fashing, «Solitary Ethiopian Wolves Increase
Predation Success on Rodents when among Grazing Gelada Monkey
Herds», Journal of Mammalogy, 96, 1 (2015), pp. 129-137.
Vermeij, Geerat J., y Egbert G. Leigh Jr., «Natural and Human Economies
Compared», Ecosphere, 2, 4 (2011), pp. 1-16.
Vorländer, Karl, Marx und Kant, Deutschen Worte, Viena, 1904.
Vonyó, Tamás, «War and Socialism: Why Eastern Europe Fell Behind
Between 1950 and 1989», The Economic History Review, 70, 1 (2017),
pp. 248-274.
Walicki, Andrzej, Marxism and the Leap to the Kingdom of Freedom: The
Rise and Fall of the Communist Utopia, Stanford University Press,
Redwood City, CA, 1995.
Weber, J. Mark, Shirli Kopelman y David M. Messick, «A Conceptual
Review of Decision Making in Social Dilemmas: Applying a Logic of
Appropriateness», Personality and Social Psychology Review, 8, 3
(2004), pp. 281-307.
Weiss, Yoram, y Chaim Fershtman, «Social Status and Economic
Performance: A Survey», European Economic Review, 42, 3-5 (1998),
pp. 801-820.
Werner, Gijsbert D. A., Joan E. Strassmann, Aniek B. F. Ivens, Daniel J. P.
Engelmoer, Erik Verbruggen, David C. Queller, Ronald Noë, Nancy
Collins Johnson, Peter Hammerstein y E. Toby Kiers, «Evolution of
Microbial Markets», Proceedings of the National Academy of Sciences,
111, 4 (2014), pp. 1237-1244.
West, Stuart A., Roberta M. Fisher, Andy Gardner y E. Toby Kiers, «Major
Evolutionary Transitions in Individuality», Proceedings of the National
Academy of Sciences, 112, 33 (2015), pp. 10112-10119.
Whittle, Jane, Landlords and Tenants in Britain, 1440-1660: Tawney’s
“Agrarian Problem” Revisited, Boydell Press, Woodbridge, UK, 2013.
— «Land and People», en A Social History of England, 1500-1750, editado
por Keith Wrightson, Cambridge University Press, Cambridge, 2017.
Wicksell, Knut, «A New Principle of Just Taxation», en Classics in the
Theory of Public Finance, editado por James Buchanan, Palgrave
Macmillan, Londres, [1896] 1958.
— Interest and Prices, Sentry Press, Tucson, AZ, [1898] 1936.
Wicksteed, Philip H., An Essay on the Co-ordination of the Laws of
Distribution, Macmillan, Londres, [1894] 1932.
— «The Scope and Method of Political Economy in the Light of the
“Marginal” Theory of Value and of Distribution», The Economic
Journal, 24, 93 (1914), pp. 1-23.
Wieser, Friedrich, Natural Value, Macmillan and Co., Londres, [1889] 1893.
Wolfe, Bertram, Marxism: One Hundred Years in the Life of a Doctrine,
Avalon Publishing, Nueva York, 1965.
Woods, John E., «Technical Change, the Rate of Profit and Joint
Production», Economics Letters, 15, 1-2 (1984), pp. 153-156.
Wordie, J. Ross, «The Chronology of English Enclosure, 1500-1914»,
Economic History Review, 36, 4 (1983), pp. 483-505.
Wright, Erik Olin, Clases, Siglo XXI, Madrid, [1985] 2015.
Wright, Gavin, «Slavery and Anglo-American Capitalism Revisited», The
Economic History Review, 73, 2 (2020), pp. 353-383.
White, Lawrence H., «Free Banking in Scotland before 1844», en The
Experience of Free Banking, editado por Kevin Dowd, Routledge,
Londres, 1992.
Young, Andrew T., «Austrian Business Cycle Theory: A Modern
Appraisal», en The Oxford Handbook of Austrian Economics, editado
por Peter J. Boettke y Christopher J. Coyne, Oxford University Press,
Oxford, 2015.
Zahavi, Amotz, y Avishag Zahavi, The Handicap Principle: A Missing Piece
of Darwin’s Puzzle, Oxford University Press, Oxford, 1999.
Zemin, Jiang, Jiang Zemin’s report at 16th Party Congress (17/11/2002),
Ministerio de Asuntos Exteriores de China, Pekín. Disponible en:
<https://www.mfa.gov.cn/ce/cegv//eng/zgbd/zgbdxw/t85779.htm>.
Zerbe, James G., «Status Competition», Encyclopedia of Evolutionary
Psychological Science, Springer International Publishing, Nueva York,
2021.
Zhang, Ruixun, Thomas J. Brennan y Andrew W. Lo, «The Origin of Risk
Aversion», Proceedings of the National Academy of Sciences, 111, 50
(2014), pp. 17777-17782.
Notas
1. Esta afirmación puede resultar controvertida dado que algunos marxistas sostienen que Marx no
pretendió meramente criticar las proposiciones de la economía política de su época, sino criticar el
campo mismo de la economía política, mostrando que todo estudio de las relaciones cuantitativas
entre cosas (economía política) sólo es necesariamente una forma alienada (o fetichizada) de las
relaciones sociales de producción entre los hombres (Clarke 1991, 75): sólo así, rechazando la
economía política como un campo de estudio independiente al de la historia social y por tanto
desnaturalizando el capitalismo, podría terminar por superarse el capitalismo (Clarke 1991, 77). En tal
caso, lo que Marx habría hecho no sería una «economía política marxista», aceptando la
independencia del objeto de estudio pero adaptándolo a su perspectiva, sino una «crítica a la economía
política», rechazando in toto la independencia de lo económico. Sin embargo, creemos que esta
objeción está profundamente errada. Marx define «economía política» como el estudio «de las formas
sociales específicas de riqueza o, más bien, de la producción de riqueza» (Marx [1857-1858] 1987,
228). Que las formas sociales de producción de riqueza no sean constantes a lo largo de la historia no
significa que, dentro de cada modo de producción histórico, no quepa estudiar la forma social y el
contenido material de la producción de riqueza, esto es, como se organizan social y materialmente las
fuerzas productivas para generar riqueza: y eso es precisamente lo que hace Marx en El capital
respecto al capitalismo. Ese análisis sobre la forma social que adoptan las relaciones de producción así
como sobre su contenido real dentro del capitalismo bien puede calificarse de «economía política
marxista» en contraposición a la economía política clásica o burguesa de su tiempo que, en el mejor de
los casos, no penetraba en el contenido de las formas sociales de las relaciones de producción. De
hecho, el propio Marx no renegaba de la posibilidad de convertir la economía política en una ciencia
positiva por la vía de exponer el contenido real que se ocultaba detrás de sus formas aparentes: «La
economía política sólo puede convertirse en una ciencia positiva si reemplazamos los dogmas en
conflicto con los hechos en conflicto, y con los antagonismos reales que conforman su fondo oculto»
(Marx [1868b] 1988, 128). Asimismo, Friedrich Engels ([1859] 1980, 472-477), en su reseña de Una
contribución a la crítica de la economía política (1859) de Marx escribió: «[El libro de Marx] está
concebido desde el comienzo para ofrecer un resumen sistemático de todo el complejo de la economía
política así como una elaboración coherente de las leyes que regulan la producción y el intercambio
burgués […]. Éste es un ejemplo de un hecho peculiar que impregna a toda la economía y que ha
generado una gran confusión en las mentes de los economistas burgueses: a la economía no le
interesan los objetos sino las relaciones entre personas y, en última instancia, entre clases sociales; sin
embargo, estas relaciones siempre están ligadas a objetos y aparecen como objetos […]. El contenido
económico del libro será analizado en un tercer artículo». Nótese que Engels está relatando cómo
Marx ha escrito un libro sobre economía, empleando un método de análisis merced al cual ha evitado
caer en los errores de los economistas burgueses (estudiar los objetos en lugar de las relaciones entre
clases sociales). Cuestión distinta es que, efectivamente, una vez superado el capitalismo y alcanzado
el comunismo, Marx sí crea que desaparecerá la necesidad de la economía política como ciencia, dado
que en el comunismo forma social y contenido material coincidirán (Marx [1844a] 1975, 296-297;
Kolakowski [1976a] 1983, 318) y cuando apariencia y esencia coinciden, «toda ciencia [es] superflua»
(C3, 48.3, 956). Por consiguiente, creemos que es perfectamente legítimo hablar de «economía
política marxista» como la ciencia positiva originada en Marx que estudia las distintas formas sociales
que adopta la producción de riqueza a lo largo de la historia, así como su relación contradictoria con el
contenido real de esa organización social de las fuerzas productivas. En este sentido, coincidimos con
Rubin ([1923] 1990, 47): «La revolución en la Economía Política que llevó a cabo Marx consiste en
haber tenido en cuenta las relaciones sociales de producción que se hallan detrás de las categorías
materiales. Éste es el objeto genuino de la Economía Política como ciencia social».
2. En realidad, la idea no es totalmente original de Lenin. Engels organiza su Anti-Dühring ([1878]
1987) alrededor de tres secciones: filosofía, economía política y socialismo. Asimismo, Kautsky
([1908] 1969) también sostuvo que «el socialismo científico moderno» era «la fusión de todo lo que el
pensamiento inglés, francés y alemán tenían de grande y fértil» y, más concretamente, consideraba que
Inglaterra le aportó a Marx «la ciencia económica», Francia, «el pensamiento político» y Alemania,
«el pensamiento puro» (la filosofía). También, en esa misma dirección, puede leerse a Spirkin (1990,
60-62). Para una revisión de las influencias intelectuales de Marx alternativa, pero complementaria, a
la tríada leninista puede leerse a Kauder (1968).
3. La interpretación que vamos a ofrecer sobre el enfoque filosófico de Marx es, como decimos, una
interpretación. A lo largo de su muy extensa obra, los escritos de Marx acerca de su método de
investigación fueron muy escasos y en ninguno de ellos se hace referencia a la dialéctica materialista.
Si a lo anterior le añadimos que esos escasos escritos metodológicos se hallan o en obras de su
juventud o en borradores que jamás consideró definitivos ni, por tanto, aptos para su publicación,
entonces los problemas exegéticos se acrecientan. Por nuestra parte, hemos optado por interpretar el
enfoque filosófico de Marx a través de la obra de Engels, quien sí escribió de manera mucho más
prolija sobre esta cuestión y si acuñó, como hemos mencionado, el término de dialéctica materialista.
Por supuesto, Marx no es Engels y por tanto leer a Marx a través del prisma de Engels podría
deformar el pensamiento de Marx. Sin embargo, Marx y Engels no sólo trabajaron codo con codo
durante 40 años, sino que Engels sentía una admiración cuasi reverencial por Marx y jamás pretendió
hacer otra cosa que desarrollar y clarificar las ideas de su amigo. En sus propias palabras:
Por supuesto, cabría pensar que Engels no llegó a comprender a Marx y que por tanto terminó
malinterpretándolo aun sin mala fe por su parte. Sin embargo, Marx sí leyó, contribuyó a escribir
(concretamente, el capítulo X de la segunda parte) y citó con aprobación una de las obras clave de
Engels en las que se desarrolla la dialéctica materialista: el Anti-Dühring. En esa obra, no sólo se
expone la dialéctica materialista, sino que se le atribuye a Marx como uno de sus grandes méritos:
«Los dos grandes descubrimientos que le debemos a Marx son la concepción materialista de la historia
y la revelación del secreto del modo de producción capitalista a través de la plusvalía. Con estos dos
descubrimientos, el socialismo devino ciencia» (Engels [1878] 1987, 27). Igualmente, en esta obra se
nos remite «al método dialéctico usado por Marx» (Engels [1878] 1987, 114). Es altamente
improbable que Engels hubiese publicado esas líneas en caso de que Marx hubiese mostrado su menor
disconformidad hacia ellas. El propio Engels relata en el prólogo de la segunda edición del Anti-
Dühring ([1878] 1987, 9) que «como el punto de vista aquí expuesto ha sido fundado y desarrollado
en su mayor parte por Marx, y sólo de manera poco relevante por mí mismo, era obvio entre nosotros
que esta obra no podía publicarse sin su conocimiento. Le leí todo el manuscrito antes de llevarlo a la
imprenta y el décimo capítulo de la parte de economía lo escribió él mismo […]. Siempre fue
costumbre nuestra ayudarnos recíprocamente en asuntos especiales». Asimismo, sabemos que, al
menos respecto al conjunto de la obra, Marx mostró su aprobación, pues incluso llegó a recomendarla.
Así, en una carta a Moritz Kaufmann, escribió: «Te mandaré por correo, si no lo tienes ya, una
publicación de mi amigo Engels: Herrn Eugen Dühring’s Umwälzung der Wissenschaft [Anti-
Dühring], el cual es muy importante para entender realmente el socialismo alemán» (Marx [1878]
1991, 333-334). Para una explicación más detallada de la importancia del Anti-Dühring como fuente
del materialismo dialéctico puede leerse a Sacristán (1964). Por consiguiente, aun reconociendo que
existen otras lecturas posibles de Marx alejadas del materialismo dialéctico (Althusser [1965] 2005;
Martínez Marzoa 1983; Thomas 1991; Heinrich [2004] 2012; Fernández Liria y Alegre Zahonero
[2010] 2019), creemos que la expuesta en este tomo es una de las posibles lecturas aceptables de
Marx: una lectura que no sólo es la más popular (¿la más vulgar?) dentro del marxismo, sino que
además permite trazar una línea de continuidad intelectual a lo largo de toda la obra de Marx, desde su
juventud a su madurez sin forzar ninguna ruptura epistemológica (Kolakowski [1976a] 1983, 264-
269). En todo caso, aun cuando Marx no hubiese querido descubrir las «leyes del acontecer histórico»
sino únicamente, y como él mismo expuso (C1, 92), la «ley económica del movimiento de la sociedad
moderna» (Martínez Marzoa 1976, 12), la mayor parte de este libro –en sus dos tomos– seguiría
siendo válida porque en él se expone (y se critica) la visión de Marx sobre el funcionamiento del
capitalismo.
4. Marx y Engels optaron inicialmente por describirse como comunistas debido a que, en 1847, justo
antes de escribir el Manifiesto Comunista (1848), «por socialistas se entendía, por un lado, a los
partidarios de los diferentes sistemas utópicos: los owenistas en Inglaterra y los furieristas en Francia,
convertidos ambos paulatinamente en meras sectas en extinción y venidos ya a menos; por otro, a los
más diversos charlatanes sociales que, con toda clase de chapucerías, prometían terminar con todos los
males sociales, sin poner en peligro el capital y la ganancia. En ambos casos se trataba de gente que se
hallaba fuera del movimiento obrero y que más bien buscaba apoyo entre las clases “educadas”.
Cualquier sector de la clase obrera que estuviese convencido de la insuficiencia de un mero cambio
político exigía una transformación social entera; tal sector se llamaba entonces comunista […]. El
socialismo era, pues, en 1847, un movimiento de la clase media, mientras que el comunismo lo era de
la clase obrera» (Engels [1888a] 1990, 516). Sin embargo, con posterioridad, comunismo y socialismo
se volvieron términos intercambiables en el léxico de Marx y Engels.
A este respecto, en su Crítica al Programa de Gotha (1875), Marx distingue entre dos etapas
del comunismo que exploraremos con mayor detalle en epígrafe 7.4 de este primer tomo: la etapa
temprana del comunismo y la etapa superior del comunismo (Marx [1875] 1989, 87). Posteriormente,
Lenin en El Estado y la Revolución ([1917] 1964, 471) denominó «socialismo» a la primera etapa del
comunismo (en la que el modo de producción comunista todavía no estaba plenamente implantado y,
por tanto, subsistían la escasez material, el Estado, los antagonismos de clase y algunos principios
distributivos de la sociedad burguesa) y «comunismo» estrictamente a la fase superior del comunismo
(donde la escasez material, el Estado, los antagonismos de clase y los principios distributivos de la
sociedad burguesa habían sido totalmente abolidos). Sin embargo, esa distinción leninista entre
socialismo y comunismo es totalmente ajena a Marx y Engels.
5. Podría parecer que nuestra interpretación es opuesta a la de Engels, quien sí habla de una etapa
histórica caracterizada por la producción simple de mercancías. En tal caso, la economía mercantil no
capitalista no sería sólo una aproximación teórica simplificada al funcionamiento de una economía
mercantil capitalista, sino una etapa histórica previa:
Sin embargo, démonos cuenta de que Engels no se está refiriendo a la producción simple de
mercancías como un modo de producción independiente del esclavismo, del feudalismo o el
dcapitalismo (con su propia estructura y superestructura). Engels está hablando de que tanto en el
esclavismo como en el feudalismo se producían y distribuían mercancías y que esa producción y
distribución de mercancías, con el paso de los siglos, fue ajustándose cada vez más a la ley del valor
hasta que las mercancías comenzaron a intercambiarse como capitales bajo el capitalismo. Eso no
equivale a considerar que la «economía mercantil no capitalista» fuera una etapa histórica concreta,
sino a que parte del análisis que desarrolla Marx sobre la mercancía es aplicable a modos de
producción previos al capitalismo. El propio Marx ([1864] 1994, 362) nos dice, como ya hemos
recogido, que «con anterioridad a la producción capitalista, una gran parte del producto no se producía
como mercancía, no para ser mercancía […]. Tan sólo sobre la base de la producción capitalista la
mercancía se convierte en forma predominante del producto». Es decir, que históricamente no ha
existido un modo de producción no capitalista donde la mercancía sea la forma general de producción.
6. Marx emplea indistintamente «valor de uso» como sujeto y como objeto; es decir, como una
cualidad (objeto) y como la cosa que posee esa cualidad (sujeto). Por tanto, valor de uso es sinónimo
de «objeto útil» pero también de «utilidad». Por ejemplo, por un lado, «un valor de uso, u objeto útil,
sólo tiene valor porque en él está objetivado o materializado trabajo abstracto humano» (C1, 1.1, 129);
por otro, «Su propia mercancía no tiene para él ningún valor de uso directo: en caso contrario no la
llevaría al mercado. La mercancía posee valor de uso para otros. Para él, sólo tiene directamente el
valor de uso de ser portadora de valor de cambio» (C1, 2, 179). Podemos decir, pues, que «un valor de
uso es un objeto que posee valor de uso» (Cohen [1978] 2001, 415).
7. En un párrafo posteriormente tachado de La ideología alemana, Marx y Engels ([1845-1846] 1976,
255-256) explican cómo bajo el comunismo se mantendrán algunos de los deseos presentes en el
capitalismo, mientras que otros desaparecerán:
Por precio de monopolio nos referimos a cualquier precio determinado simplemente por
el deseo y la capacidad del productor a pagar, con independencia de cuál sea el precio
de ese producto determinado por su precio de producción o por su valor. Un viñedo
poseerá la capacidad de establecer un precio de monopolio si produce un vino de
excepcional calidad pero que puede ser producido sólo en una cantidad relativamente
pequeña (C3, 46, 910) [énfasis añadido].
En esto, Marx sigue completamente a David Ricardo, quien también excluye a determinadas
mercancías de la ley del valor:
Existen algunas mercancías cuyo valor sólo está determinado por su escasez. Ninguna
cantidad de trabajo puede aumentar la oferta de esos bienes, y por tanto su valor no
puede ser reducido o incrementado mediante su oferta. Encajarían en esta descripción
algunas esculturas o cuadros peculiares, libros y monedas antiguas, vinos de calidad
especial que sólo puedan crearse a partir de uvas cultivadas en su suelo particular cuya
disponibilidad es muy limitada. Su valor es totalmente independiente de la cantidad de
trabajo originalmente necesario para producirlas y varía con la cantidad de riqueza y con
las propensiones de aquellos deseosos de comprarlas (Ricardo [1817] 2004, 11).
11. El razonamiento es similar al que emplea Adam Smith ([1776] 1981, 49) cuando señala que «si en
una comunidad de cazadores […] cuesta habitualmente el doble de trabajo capturar a un castor que
cazar a un ciervo, entonces dos ciervos deberían intercambiarse naturalmente por un castor». Y es que
ningún cazador querrá entregar más de dos ciervos para recibir un castor (pues alternativamente habría
«autoproducido» el castor dedicando el tiempo empleado en cazar dos ciervo a capturarlo), ni ningún
cazador querrá recibir menos de dos ciervos por entregar un castor (pues alternativamente habría
«autoproducido» los dos ciervos dedicando el tiempo empleado en capturar al castor en cazar a los
ciervos).
12. Esta misma visión del trabajo cualificado es la que inspira la propuesta de Cockshott y Cottrell
sobre cómo implantar un «nuevo socialismo»: a saber, ambos autores consideran la cualificación
laboral como un factor de producción producido por la sociedad:
No queremos dar a entender que por el hecho de que el trabajador cualificado le haya
costado a la sociedad un tercio más que el trabajador con un nivel de habilidad promedio,
entonces debamos pagarle un tercio más [que al trabajador promedio]. Este tercio extra
representa el coste adicional que tiene para la sociedad utilizar trabajo cualificado. Pero
la sociedad ya ha soportado ese «tercio extra» pagando la educación del trabajador
[cualificado], de modo que no existe justificación alguna para abonarle a ese trabajador
ninguna remuneración extra (Cockshott y Cotrell 1993, 35).
13. Aunque aceptamos e incorporamos la novedosa distinción entre fetichismo y mistificación que
desarrolla Ramas San Miguel (2018), tengamos también presente que Marx no usa ambos términos de
un modo coherente a lo largo de su obra. En ocasiones habla de mistificación cuando, según la
distinción efectuada, debería hablar de fetichismo. Por ejemplo: «La mistificación se da en este caso
porque la relación social aparece en la forma de una cosa» (Marx [1862-1863a] 1989, 27).
14. A este respecto, es frecuente que se malinterprete la sexta tesis sobre Feuerbach en la que Marx
señala que «la esencia del hombre no es algo abstracto inherente a cada uno de los individuos. Es en
realidad el conjunto de sus relaciones sociales» (Marx [1845] 1976, 4). Aparentemente, Marx estaría
señalando que la naturaleza humana es totalmente contingente y determinada por las condiciones
sociales en las que habita. Sin embargo, esta interpretación contradice muchas otras partes de la obra
de Marx, especialmente de sus primeros escritos de juventud, en las que sí distingue con claridad
características inherentemente humanas. Una de las interpretaciones más extendidas de esta
contradicción es la llamada «ruptura epistemológica» de Marx, preconizada por Louis Althusser.
Según Althusser ([1965] 2005, 33-38), los escritos del joven Marx (textos previos a 1845) seguían
muy influidos por el humanismo de su época, de modo que Marx abrazaba la idea de que el ser
humano poseía una esencia transhistórica al margen de las relaciones sociales en las que se insertara.
A partir de 1845, en cambio, Marx va transitando hacia el estudio científico de las estructuras sociales,
sin presuponer que la historia posea rumbo alguno y limitándose a analizar a los individuos como
portadores o receptáculos de las relaciones sociales dentro de las que se insertan. De ser así, existiría
una discontinuidad entre el «Marx joven» y el «Marx maduro». Sin embargo, creemos que es posible
interpretar a Marx sin apelar a ningún tipo de ruptura epistemológica, máxime porque en muchos
textos posteriores a 1845 siguen apareciendo referencias suyas a la naturaleza humana. Sin ir más
lejos, el trabajo que, según Marx, es generador de valor no es cualquier tipo de trabajo, sino el trabajo
humano y no, por tanto, el trabajo de animales no humanos, lo cual presupone que existe alguna
diferencia cualitativa entre unos y otros como para distinguirlos. El propio Marx, de hecho, nos ofrece
la clave de cuál puede ser esa diferencia cuando señala que «lo que distingue al peor arquitecto de la
mejor de las abejas es esto: que el arquitecto erige la estructura en su imaginación antes de erigirla en
la realidad» (C1, 7.1, 284); es decir, la acción productiva del ser humano es consciente, deliberada,
planificada y finalista. A su vez, también en El capital, Marx señala que «la libertad, en este terreno,
sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente el
metabolismo […] y lo lleven a cabo […] en las condiciones más adecuadas y más dignas para con la
naturaleza humana» (C3, 48.3, 959) [énfasis añadido]. Aunque quizá la cita más clara provenga de los
Grundrisse, donde Marx nos indica que «el proceso de producción en general es común a todas las
condiciones sociales, es decir, carece de un carácter histórico: es, si se quiere decir así, humano»
(Marx [1857-1858] 1986, 245-246). ¿Cómo interpretar entonces la sexta tesis sobre Feuerbach donde
aparentemente se postula una naturaleza humana enteramente contingente? Caben al menos tres
interpretaciones que permiten compatibilizar la presencia de una naturaleza humana transhistórica con
la sexta tesis sobre Feuerbach. Primero, que la naturaleza humana sea el conjunto de relaciones
sociales que integra un individuo (sexta tesis sobre Feuerbach) no implica necesariamente que la
naturaleza humana sea únicamente ese conjunto de relaciones sociales, esto es, podría existir una
naturaleza humana común a las distintas etapas de la historia que se viera complementada por la
naturaleza contingente determinada por las relaciones estructurales en cada etapa. El propio Marx, en
su crítica a Bentham, distingue entre «naturaleza humana en general y naturaleza humana
históricamente modificada en cada época» (C1, 24.5, 759). Desde esta perspectiva, la naturaleza
humana general podría verse alienada en un determinado contexto histórico en la medida en que se
viera anulada por la forma social que adopta. Segundo, la existencia de una esencia humana
transhistórica no implica que ésta deba materializarse por entero o de manera plena en cualquier
contexto histórico, sino que su esencia puede expresarse y desplegarse de manera diferente según el
entorno geográfico o histórico en que lo haga (Arteta 1993, 280-281; Byron 2016). De ahí que las
condiciones sociales determinen la esencia del hombre: porque la moldean y la adaptan a cada
contexto particular. Desde esta segunda perspectiva, sólo algunos marcos sociales (el comunismo)
permitirían la expresión de la naturaleza humana de un modo pleno y no defectuoso, no envilecido, no
corrupto, no constreñido, es decir, de un modo no alienado: en su pleno potencial. Y tercero, aun
negando la existencia de una esencia humana transhistórica, que la naturaleza humana sea enteramente
contingente no implica que, dentro de esa contingencia, no puedan existir rasgos comunes a todas las
etapas de la historia (Archibald 1989, 17): no se trataría, pues, de que exista una esencia humana
ahistórica que se manifiesta en todas las etapas de la historia, sino de que, al investigar la naturaleza
humana en las distintas etapas de la historia desde una perspectiva materialista, se han hallado ciertos
rasgos que son comunes a todas ellas. Desde esta tercera perspectiva, la alienación podría entenderse
como la distancia que separa al ser humano existente en cada modo histórico concreto del ser humano
que previsiblemente integrará el comunismo, y sería posible hablar de «ser humano» a lo largo de la
historia porque, aun por razones contingentes, todos ellos poseerían unos rasgos mínimamente
compartidos que posibilitarían referenciarlos a una misma especie. Cualquiera de estas tres
interpretaciones, pues, nos permite postular una naturaleza humana de referencia con respecto a la cual
el ser humano experimente alienación y, por tanto, evita discontinuidades e incoherencias internas en
el pensamiento de Marx. Personalmente, y tras la inmensa evidencia y contundente hermenéutica de
Aurelio Arteta (1993), consideramos que la interpretación más apropiada es la segunda.
15. Marx trataba nocionalmente a los autónomos como asalariados de sí mismos: «El trabajador
autónomo es su propio asalariado y sus propios medios de producción se lo enfrentan en su mente
como capital. Como su propio capitalista, se emplea a sí mismo como asalariado» (Marx [1864] 1994,
446). Lo cual conducía a la paradójica situación en la que el autónomo se explotaba a sí mismo:
En todo caso, Marx anticipaba que, conforme avanzara el capitalismo, los productores
autónomos irían desapareciendo y se irían proletarizando, hasta que sólo quedaran capitalistas y
asalariados.
16. Seguimos el sistema de notación empleado por Marx aunque pudiera resultar confuso. A la postre,
previamente hemos denominado D´ o M´ a las a las formas aumentadas de D o M, es decir, D´ = D + d
y M´ = M + m. En cambio, s´ o p´ no son las formas revalorizadas de la plusvalía ni de la ganancia,
sino la tasa de plusvalía y la tasa de ganancia.
17. No será la lógica individual del capitalista, y aislada de la competencia del mercado, la que lo
impulsará a incrementar la productividad de sus trabajadores para así contribuir a reducir el valor de la
fuerza de trabajo en el mercado (puesto que la contribución de una sola empresa a la determinación del
tiempo de trabajo socialmente necesario de la cesta de mercancías que necesita consumir el trabajador
para reproducir su fuerza de trabajo es minúscula). El motivo por el que cada capitalista,
individualmente considerado, impulsará un incremento de la productividad que, en última instancia,
contribuirá a reducir el valor de la fuerza de trabajo es que, en el ínterin en que un capitalista
individual consigue producir mercancías usando menos horas de trabajo que las marcadas por el
tiempo de trabajo socialmente necesario, el capitalista logrará ganancias extraordinarias, pues será
capaz de enajenar mercancías producidas con pocas horas de trabajo a cambio de un mayor número de
horas de trabajo (Heinrich [2004] 2012, 106-107). Sólo cuando ese aumento de productividad se
generaliza, el tiempo de trabajo socialmente necesario se reduce y sus ganancias extraordinarias
desaparecen (C1, 12, 433-436).
18. Esta posición de Marx acerca de la relación entre máquinas, valor y explotación se acerca a la tesis
de los marxistas operaístas Michael Hardt y Antonio Negri en trilogía formada por Imperio (2000),
Multitud (2004) y Commonwealth (2009), con la que han pretendido adaptar el marco tradicional
marxista a la situación política, económica y social propia del capitalismo del s. XXI. Hardt y Negri
sostienen que el modo de producción capitalista está mutando: cada vez se otorga una creciente
preponderancia al trabajo inmaterial frente al trabajo material: es decir, las actividades dedicadas a la
generación de conocimiento, información, redes de comunicación o relaciones personales van
ocupando porciones crecientes de la producción económica. Lo que distingue al trabajo inmaterial del
material es que, por decirlo en terminología económica, el primero genera externalidades positivas al
crear bienes no rivales: el trabajo inmaterial desempeñado por un individuo crea información que
puede ser aprovechada por otros individuos; es decir, el trabajo inmaterial nutre de contenido el acervo
de bienes comunales de que pueden disfrutar todos los individuos e incluso utilizar para crear nuevo
trabajo inmaterial (la información sirve de base para generar nueva información): por tanto, el trabajo
inmaterial es disfrutado en común y se autorreproduce descentralizada y comunalmente por todas
aquellas que lo crean y utilizan. Desde esta perspectiva, la explotación de los capitalistas ya no
consiste sólo en apropiarse del tiempo de trabajo material, sino, además, en expropiar el acervo de
información comunal que ha sido generando por el conjunto de la sociedad: por ejemplo, a través del
establecimiento de formas de propiedad intelectual (patentes y copyrights que permiten explotar en
exclusiva un determinado conocimiento) o de la privatización de la educación (el control por parte de
los capitalistas de la formación necesaria para generar nuevo y mejor trabajo inmaterial). El problema
de estas nuevas formas de explotación capitalista ya no es sólo que los capitalistas se apropien
privativamente de una producción que no les pertenece, sino que, al apropiarse de parte del acervo de
bienes comunes (conocimiento público), socavan las posibilidades de reproducción y expansión de ese
mismo acervo: a diferencia de lo que sucede en el capitalismo tradicional, los capitalistas ni siquiera
contribuyen a multiplicar la producción explotando a los trabajadores.
19. Marx utiliza los términos de «concentración del capital» y «centralización del capital» de un modo
distinto al que suelen emplearse hoy en día. Lo que actualmente denominaríamos «concentración del
capital» (que una porción creciente del capital agregado esté controlado por un número cada vez más
reducido de capitalistas) es lo que Marx denominaba «centralización del capital», mientras que por
«concentración del capital» únicamente se refiere a que los capitalistas individuales incrementen su
stock neto de riqueza (C1, 25.2, 776), sin que ello presuponga necesariamente que ese mayor volumen
de capital social esté reunido en un menor número de capitalistas. Tal como resume perfectamente
Anthony Brewer (1984, 74):
No obstante, el uso de los términos por parte de Marx no siempre es coherente. En ocasiones
Marx utiliza el término concentración para referirse a lo que en otras ocasiones denomina
centralización. Por ejemplo: «Debemos recordar que, aparte del volumen total del capital social
disponible, se trata de en qué medida los medios de producción y subsistencia, es decir el control
sobre ellos, se hallan fragmentados o unidos en las manos de un capitalista individual, esto es, de la
extensión alcanzada por la concentración del capital» (C2, 12, 312-313). Pero al mismo tiempo: «Esto
también conduce a una centralización del capital, es decir, a la descapitalización de los pequeños
capitalistas y a su absorción por los grandes (C3, 15.1, 354). Incluso él mismo llega a manifestar que
ambos términos pueden ser sinónimos: «Los productores inmediatos son expropiados en nombre de la
concentración del capital (centralización)» (C1, 1083). No obstante, otras veces pretende diferenciar el
significado de los términos: «Esto es centralización en sentido estricto, como algo distinto de la
acumulación y concentración» (C1, 25.2, 777). Y por si fuera poco, en otros pasajes emplea el término
«centralización del capital» para referirse a la concentración del capital dinerario (y de la provisión de
financiación) en el sistema bancario: «Un banco representa por un lado la centralización del capital
dinerario de los prestamistas y, por otro, la centralización de los prestatarios» (C3, 25, 528). Por
nuestra parte, seguiremos utilizando «acumulación de capital» para referirnos al proceso de
reinversión de la plusvalía; «concentración del capital» para hablar del resultado de una acumulación
ampliada del capital, esto es, los capitalistas individuales no sólo reproducen sus tenencias de capital
sino que las acrecientan; y «centralización del capital» para remitirnos a la reducción del número de
capitalistas que controlan el creciente capital social.
20. En realidad, como el propio Marx explica (C2, 4, 189-190), podría darse el caso de que el
capitalista que adquiere los medios de producción (D-M) no se los compre a otro capitalista que los
haya producido previamente (P…M’), sino a otros productores no capitalistas como agricultores o
artesanos. Conforme el capitalismo se va extendiendo como modo de producción dominante, irá
desplazando las formas de producción no capitalistas hasta llevarlas a la desaparición, pero por un
tiempo éstas pueden convivir con el capitalismo suministrándoles a los capitalistas los medios de
producción que éstos consumen dentro de su propio circuito de capital industrial.
21. Imaginemos que arrancamos con nuestro esquema previo de reproducción simple:
Para que toda la producción del departamento II fuera finalmente vendida, habría que
presuponer que los capitalistas del departamento II, al tiempo que reducen su inversión en capital
productivo desde 2.000c + 500v a 1.600c + 400v, desean duplicar su (auto)consumo de mercancías
desde 500s a 1.000s, una hipótesis poco realista (Gerkhe 2018).
22. Nótese que esta expresión es equivalente a la que formaliza Bukharin ([1924] 1972, 158):
Donde α se refiere al porcentaje de la plusvalía que es consumido por los capitalistas en lugar
de ser reinvertido a incrementar el capital constante y el capital variable. Si αIs = Is – ∆Ic – ∆Iv,
entonces αIs + ∆Iv = Is – ∆Ic.
23. Tal como explica Rosdolsky ([1968] 1977, 445-450), esta tercera condición de equilibrio serviría
para refutar la crítica de Rosa Luxemburgo ([1913] 1952, 122) contra el esquema de reproducción
extendida de Marx. De acuerdo con Luxemburgo, Marx selecciona arbitrariamente la tasa de ahorro
del departamento II para que la acumulación de capital del departamento I se ajuste a la tasa de
acumulación deseada por los capitalistas del departamento I. Pero ¿por qué las decisiones de ahorro de
los capitalistas del departamento II deberían ir fluctuando para adaptarse a las necesidades de
acumulación de capital del departamento I? Parece un supuesto arbitrario. Sin embargo, si esta tercera
condición es una condición que posibilita una senda de crecimiento equilibrado, Marx no estaría
adoptando ese supuesto de manera arbitraria, sino para ilustrar cómo podría comportarse una senda de
crecimiento equilibrado dentro de la economía capitalista.
24. En realidad, el término fue acuñado por Engels en su The Condition of the Working-Class in
England ([1845] 1975, 384): «Es evidente que la industria inglesa ha de tener, en todo momento salvo
en aquellos de más elevada prosperidad, un ejército de reserva de trabajadores desempleados para ser
capaz de producir en masa los bienes que se demandan en los meses más frenéticos del mercado. Este
ejército de reserva será mayor o menor según la situación del mercado cree empleo para una mayor o
menor proporción de sus miembros».
25. La tesis marxista de que el cercamiento-privatización de las tierras comunales proletarizó a los
agricultores y promovió el surgimiento del capitalismo inglés ha encontrado posteriormente eco en
Tawney (1912), Polanyi (1944 [2001], 36-42) y Brenner (1976).
26. Matemáticamente, Bortkiewicz plantea el siguiente sistema de ecuaciones:
z=1
Otra posibilidad es imponer que el agregado de valores sea igual al agregado de precios de
producción:
Los sistemas sobredeterminados pueden tener en ocasiones solución, pero no siempre la tienen,
de modo que no siempre habrá una forma de transformar valores en precios que cumpla esas cinco
restricciones. Lo habitual, de hecho, será que no exista solución, como ocurre con el ejemplo inicial de
Bortkiewicz (Tabla 5.7). Por tanto, el problema sigue siendo el mismo: habrá ocasiones (que, además,
serán la mayoría) en la que no sea posible transformar valores en precios respetando la doble igualdad
agregada entre valores-precios y plusvalía-ganancia.
28. Por ejemplo, supongamos la siguiente economía (Tabla 5.A) con una composición orgánica del
capital superior a la del ejemplo inicial de Bortkiewicz (Tabla 5.7) y con la misma tasa de explotación
(66,6 %): en particular, el capital constante es 2,08 veces superior al capital variable, mientras que en
el original era 1,25 veces.
Tabla 5.A
C V S VALOR
II 80 96 64 240
Tabla 5.B
C V BENEFICIO PRECIO DE
PRODUCCIÓN
En este caso, la tasa general de ganancia sigue siendo del 25 % (como en las Tablas 5.9-5.10), a
pesar de que, como ya hemos dicho, la composición orgánica del capital es superior.
29. Por ejemplo, supongamos la siguiente economía con una composición orgánica del capital (C/V =
1,25) y con la misma tasa de explotación (66,6 %) iguales a la del ejemplo inicial de Bortkiewicz
(Tabla 5.C):
Tabla 5.C
C V S VALOR
Tabla 5.D
C V BENEFICIO PRECIO DE
PRODUCCIÓN
Tabla 5.E
C V S VALOR
I 225 96 64 385
En tal caso, los precios de producción, de acuerdo con la Nueva Interpretación, pasarían a ser
los mostrados en la Tabla 5.F:
Tabla 5.F
C V BENEFICIO PRECIOS DE
PRODUCCIÓN
Es decir, los trabajadores podrían comprar con sus salarios agregados de 306 onzas todos los
medios de subsistencia a un precio de 268,18 onzas, de modo que les sobrarían 37,82 onzas para
adquirir bienes de lujo (que no podrían ser adquiridos en su totalidad por los capitalistas).
Evidentemente, ese ahorro de los trabajadores también podría alternativamente ahorrarse y
capitalizarse en forma de medios de producción.
32. Aunque ni siquiera este extremo es tan evidente. Tanto la exposición de Moseley como la
Interpretación del Sistema Temporal Único descartan la existencia de una estructura de valores
contrapuesta a una estructura de precios de producción. Pero aparentemente Marx sí contraponía
ambas estructuras y, por tanto, no podríamos tomar los precios de producción de los inputs como
valores de los medios de producción consumidos en la fabricación de los outputs. Así, señala Marx
(C3, 12.2, 308-309):
Ya hemos visto que los valores pueden divergir de los precios de producción por dos razones:
Si Marx presupusiera que el valor de los inputs consumidos en la producción de una mercancía
es igual a su precio de producción, no indicaría que la divergencia entre el valor de una mercancía y su
precio de producción puede deberse a la divergencia entre el valor y el precio de producción de los
inputs consumidos.
33. La equivalencia, sin embargo, no sería exacta. El PIB es el valor monetario de la producción final
de una economía durante un período de tiempo. El PIB puede medirse a coste de factores o a precios
de mercado (añadiendo al coste de los factores los impuestos indirectos y substrayendo los subsidios a
la producción), de modo que en todo caso nos estaríamos refiriendo al PIB a coste de factores. Pero es
que, además, la producción final cuyo valor monetario pretende medir el PIB incluye bienes que no
son mercancías en tanto en cuanto no se venden como productos en el mercado: por ejemplo, los
servicios públicos suministrados por un Estado o las rentas inmobiliarias imputadas sobre una
vivienda. Nada de ello figuraría en la Renta Bruta, tal como la caracteriza Marx.
34. Para una lectura marxista contraria a esta interpretación, puede consultarse a Kliman (2007, 30-
31), Fernández Liria y Alegre Zahonero ([2010] 2019, 616-624) o Heinrich (2013). Por nuestra parte,
creemos que es bastante incuestionable que Marx sí se adscribió a la teoría del colapso del capitalismo
como consecuencia del declive de la tasa general de ganancia. Es verdad que esta hipótesis no aparece
formulada de manera explícita en El capital, aunque puede llegarse fácilmente a ella sin forzar la
interpretación del texto. Ahora bien, está hipótesis sí aparece claramente articulada en los Grundrisse
(Marx [1857-1858] 1987, 129-135). Cuestión distinta es que se quiera argumentar que, siendo los
Grundrisse una colección de borradores previos de El capital y no habiendo publicado en El capital
una exposición de esta hipótesis tan explícita como en los Grundrisse, entonces ha de ser que Marx
dejó de aceptar la teoría del colapso a partir de la década de 1860. Pero, en todo caso, lo que sí sería
incontrovertible es que, durante la de 1850, la abrazó. Además, de acuerdo con Engels ([1885] 1990,
282), «Marx nunca basó sus reivindicaciones comunistas en [la inmoralidad de la explotación del
trabajador] sino en el inevitable colapso del modo de producción capitalista que está acaeciendo
diariamente delante de nuestro ojos y en una magnitud creciente» [énfasis añadido]. ¿Por qué
consideraba Marx que el colapso del capitalismo era inevitable? En sus escritos, la única
argumentación relativamente estructurada sobre la inevitabilidad del colapso del capitalismo es la ley
de la reducción tendencial de la tasa general de ganancia.
35. No siempre, empero, la lógica del capitalismo contribuye a desarrollar la productividad del trabajo:
también hay mejoras de la productividad que no serán emprendidas por no resultar rentables para el
capital a la hora de fomentar el desarrollo de la productividad del trabajo. Por ejemplo, imaginemos
una mercancía cuyo precio de coste es 20 onzas de oro y cuyo valor es de 22 onzas (0,5 onzas por
depreciación del capital constante fijo, 17,5 por consumo de capital constante circulante, 2 onzas por
capital variable y 2 onzas de plusvalía): si la tasa general de ganancia es del 10 %, el precio de
producción de la mercancía será de 22 onzas. Imaginemos que aparece un nuevo tipo de máquinas que
permiten reducir el tiempo de trabajo de esa mercancía a la mitad pero que, a la vez, triplican el
consumo de capital constante fijo: en ese caso, el precio de coste seguirá siendo igual a 20 onzas pero
el valor se reducirá a 21 onzas (1,5 onzas por depreciación, 17,5 por consumo de capital constante
circulante, 1 onza por capital variable y 1 onza de plusvalía). Ahora bien, como la tasa general de
ganancia no ha variado, su precio de producción se mantendrá en 22 onzas. Como el precio de
producción no varía con la introducción de la nueva máquina (aunque el tiempo de trabajo socialmente
necesario para producirla sí se reduce), los capitalistas no tendrán incentivos a renovar su maquinaria
(puesto que hacerlo implicaría la depreciación completa de la antigua maquinaria todavía operativa sin
lograr ninguna ventaja competitiva) y, por tanto, el aumento de la productividad se verá retrasado por
culpa de la lógica del sistema capitalista (C3, 15.4, 370-371). Esto es una muestra más, para Marx, de
que el sistema capitalista es un sistema «decrépito» (C3, 15.4, 371).
36. Éste era el auténtico motivo por el cual Marx y Engels eran partidarios de la abolición de las
barreras arancelarias dentro del capitalismo. No porque su eliminación fuera positiva para el
proletariado (más bien al contrario), sino porque aceleraba el desarrollo de las fuerzas productivas
globales y, por ello, acrecentaba las contradicciones internas del sistema capitalista:
Argumentos similares empleaba Engels, especificando a su vez qué tipo de contradicciones
internas del capitalismo contribuía a promover el libre comercio:
37. La teoría del imperialismo de Lenin, basada en la caída nacional de la tasa general de ganancia
provocada por la monopolización del capital en unos pocos países, debe diferenciarse de la teoría del
imperialismo de Rosa Luxemburgo que mencionamos en el apartado 4.4.2: para Luxemburgo, el
imperialismo era la consecuencia de la insuficiente demanda nacional respecto a las mercancías que
producía y que debían ser realizadas. La forma de seguir acumulando capital, aumentando la oferta de
mercancías susceptibles de ser vendidas para poder continuar con el proceso de reproducción ampliada
del capital, era buscar nuevos compradores fuera de los mercados nacionales: esos nuevos
compradores eran los países extranjeros que todavía no habían adoptado el modo de produccion
capitalista y que, por tanto, todavía no estaban integrados en el capitalismo global. De esta manera, los
capitalistas nacionales, exportando su capital excedentario a esas regiones, conseguían desarrollar esas
sociedades más pobres importando medios de producción fabricados en la metrópoli y, a su vez,
otorgarles nueva capacidad adquisitiva con la que importar las mercancías fabricadas en la metrópoli
(Luxemburgo 1913 [1951], 426-429).
38. En realidad, el término fue brevemente mencionado por Engels ([1893] 2004, 164) en una carta a
Franz Mehring: «La ideología es un proceso desarrollado conscientemente por alguien a quien
llamamos pensador, pero con una conciencia falsa. Él ignora las verdaderas razones que lo mueven
pues, en caso contrario, no se trataría de un proceso ideológico. Por consiguiente, los motivos que él
se imagina que tiene son falsos o ilusorios».
39. Suele argumentarse que, durante la última etapa de su vida, Engels cambió de opinión con respecto
a la violencia revolucionaria y que optó por una vía exclusivamente democrática. En uno de sus
últimos escritos, la nueva introducción a los textos de Marx sobre La lucha de clases en Francia:
1848-1850, Engels ([1895] 1990, 516-522) escribió:
Con el uso eficaz del sufragio universal, apareció un método completamente nuevo de
lucha obrera […]. Se descubrió que las instituciones estatales, aun organizadas para el
dominio de la burguesía, ofrecen oportunidades para que la clase obrera luche contra esas
instituciones estatales […]. Y llegó a ocurrir que la burguesía y el gobierno se volvieron
mucho más temerosos de la acción legal del movimiento obrero que de la acción ilegal,
de los éxitos electorales que de los éxitos insurreccionales. En este punto, por tanto, las
condiciones de la lucha de clases también han cambiado de un modo fundamental. La
rebelión a la vieja usanza, la lucha callejera con barricadas, que hasta 1858 tuvo una
importancia decisiva, se convirtió en gran medida en obsoleta.
[…] El tiempo de los ataques sorpresa, de las revoluciones llevadas a cabo por
pequeñas minorías conscientes a la cabeza de las masas, es un tiempo pasado.
[…] La ironía de la historia mundial lo pone todo patas arriba. Nosotros, «los
revolucionarios», los «rebeldes», estamos siendo mucho más exitosos con métodos
legales que con revueltas y métodos ilegales. Los partidos de orden, tal como ellos
mismos se denominan, están falleciendo dentro de los marcos legales que ellos mismos
crearon.
¿Significa todo esto que en el futuro la lucha callejera no desempeñará ningún papel?
Desde luego que no. Sólo significa que desde 1848 las condiciones se han vuelto mucho
más desfavorables para los civiles y mucho más favorables para los militares. Por
consiguiente, una futura lucha callejera sólo podrá ser victoriosa cuando esta relación
desfavorable de fuerzas se vea compensada por otros factores. Por consiguiente, [la lucha
callejera] se dará más raramente al inicio de una revolución que en una fase más
avanzada de la misma y requerirá de fuerzas mucho mayores (Engels [1895] 1990, 519)
Nuestra principal tarea es que [la masa de votantes del Partido Social-Demócrata
alemán] siga creciendo sin interrupción hasta que escape al control del sistema
gubernamental, no desgastar esta creciente fuerza de choque en operaciones de lucha
abierta sino mantenerla intacta hasta el día decisivo (Engels [1895] 1990, 519) [En
cursiva, el fragmento suprimido].
Por tanto, parece que Engels seguía defendiendo la violencia revolucionaria en función de
criterios estratégicos, esto es, en función de su probabilidad de éxito dentro de cada contexto social.
40. Pese a lo anterior, Marx ([1875] 1989, 97) rechazó años después que la educación pública tuviera
que estar dirigida por el Estado:
Eso de «educación popular a cargo del Estado» es absolutamente inadmisible. ¡Una cosa
es determinar, por medio de una ley general, los recursos de las escuelas públicas, las
condiciones de capacidad del personal docente, las materias de enseñanza, etc., y, como
se hace en los Estados Unidos, velar por el cumplimiento de estas prescripciones legales
mediante inspectores del Estado, y otra cosa completamente distinta es nombrar al
Estado educador del pueblo! Lo que hay que hacer es más bien sustraer la escuela a toda
influencia por parte del gobierno y de la Iglesia.
41. Marx no estaba a favor de la prohibición absoluta del trabajo infantil. Al contrario, consideraba
que prohibir todo trabajo infantil era incompatible con la transformación de la sociedad capitalista en
una sociedad comunista:
O asimismo:
Tabla 1.A
Tabla 1.B
6. Algunos autores marxistas han tratado de negar que esto suponga problema alguno para la teoría del
valor trabajo. Por ejemplo, Diego Guerrero argumenta que es perfectamente posible sumar horas de
trabajo concreto como si fueran horas de trabajo abstracto del mismo modo que sumamos peras y
manzanas como unidades de fruta indiferenciadas o del mismo modo que las reducimos todas ellas a
una misma masa:
La dificultad de muchos para aceptar un argumento así tiene que ver con un mito que se nos
trasmite a todos ya desde la más tierna escuela. Se nos enseña que no se pueden sumar naranjas con
manzanas, y esto es falso: sí que se puede. Lo que no se puede es decir: «cinco naranjas más tres
manzanas = 8 naranjas (u 8 manzanas)». Esto último sí es falso. Pero, en cambio, es muy cierto que
cinco naranjas y tres manzanas suman 8 unidades de fruta. Igualmente: sería falso decir que ocho
frutas y 2 hortalizas suman 10 frutas (o 10 hortalizas); pero no lo sería decir que suman diez unidades
(de cierto tipo) de alimentos, por ejemplo. Y así sucesivamente. Volvamos al argumento, pero con más
detalle. Si me interesa medir la propiedad peso, por ejemplo, que puede ser por completo
independiente de otras propiedades típicas de las manzanas o de las naranjas (por ejemplo, las calorías
o la vitamina C que contienen), no hay inconveniente alguno en poner todas las frutas juntas en la
misma balanza y concluir que, a pesar de ser heterogéneas entre sí, el total del peso reunido —en este
caso práctico la propiedad que nos interesa medir sería el peso— asciende a dos kilos. No es óbice
ninguno que cada naranja sea distinta de cada manzana (de hecho, no hay dos naranjas iguales, ni dos
manzanas, etc.) para que la medida del peso total pueda ser exacta y perfectamente válida (Guerrero
Jiménez 2004).
Dejando de lado que curiosamente (en realidad, por lo que expondremos a continuación, no tan
curiosamente), Guerrero haya escogido un ejemplo de agregación de propiedades físicas o intrínsecas
de los bienes para ilustrar como se agrega una propiedad social o extrínseca de los bienes, nótese
cómo, empero, su «solución» no resuelve ninguno de los problemas que hemos planteado. Por un
lado, para decir que una manzana o una pera son unidades de fruta (en abstracto), hemos de buscar una
equivalencia entre unidad de fruta (en abstracto) y unidades concretas y específicas de fruta. Por
ejemplo, ¿un racimo de uvas es una «unidad de fruta» o son varias? ¿Un canasto de peras son una
«unidad de fruta» o son varias? ¿Cuántas unidades de fruta hay en un plato de semillas de granada?
¿Una unidad de yaca (que puede llegar a pesar 50 kilos) equivale a una unidad de fresa? ¿Todas las
unidades de fresa son equivalentes entre sí? ¿Los tomates los clasificamos como fruta o no?
Necesitamos una tasa de conversión de cada fruta concreta observable a «unidades de fruta» en
abstracto, es decir, necesitamos la tasa de conversión de cada hora de trabajo concreto observable a
cada «hora de trabajo abstracto». Por otro, para que podamos medir el peso agregado (en realidad, la
masa agregada) de un conjunto de unidades de fruta necesitamos transformar cada unidad de fruta en
su equivalente en gramos, es decir, necesitamos transformar cada hora de trabajo concreto en horas de
trabajo abstracto. En el caso de la masa de la fruta, sabemos que toda la masa es equivalente porque se
trata de una propiedad física directamente observable, cuantificable y comparable (Romaniega Sancho
2021, §2.2.2): es decir, un gramo de una fresa tiene la misma masa que un gramo de un melón, por
tanto basta con medir directamente el peso de la fresa y del melón para poder compararlos. Pero eso
no ocurre con las horas de trabajo concreto y con niveles de complejidad y superfluidad heterogéneos
por cuanto son propiedades sociales y por tanto no directamente observables de los bienes: «ni un solo
átomo de materia entra en la objetividad de las mercancías como valores; en esto, se contraponen
frontalmente a la tosca objetividad sensorial de las mercancías como objetos físicos. Podemos voltear
una mercancía todas las veces que queramos que su valor nos seguirá resultando inaprensible […]. El
valor sólo puede aparecer como relación social entre mercancías» (C1, 1.3, 138-139). Por tanto no
podemos medir las horas de trabajo abstracto, simple y socialmente necesario simplemente
observándolas en la realidad, pues en la realidad no se nos aparecen como tales (por ejemplo, una hora
de trabajo complejo no aparece en la realidad reducida a horas de trabajo simple). Necesitamos
conocer la tasa de conversión entre unas y otras: y esa tasa no es observable salvo a través de los
precios de mercado.
7. Por un lado, Engels procedía de una familia industrial: su abuelo paterno, Johann Caspar Engels,
creó una empresa de hilado en Barmen, distrito hoy integrado en la ciudad alemana de Wuppertal.
Posteriormente, el padre de Engels, Friedrich Engels Sr., convirtió este negocio familiar en una
sociedad anónima junto a los hermanos Godfrey y Peter Ennen, lo que les permitió expandirse
geográficamente desde Barmen a Salford (dentro del área metropolitana de Manchester) (McLellan
1977, 15-16). Entre 1850 y 1869, Engels estuvo trabajando en la empresa de su padre y de los
hermanos Ennen, la cual empleaba –y «explotaba»– a 800 trabajadores. A partir de 1854, Engels
comenzó a tener un salario regular así como una participación en los beneficios de la compañía que le
proporcionaban unos ingresos anuales equivalentes a más de 150.000 euros de 2022 (McLellan 1977,
28-29), todo lo cual le permitía mantener un estilo de vida propio de la burguesía de clase alta de la
época: no sólo frecuentaba los clubes sociales de las élites locales, sino que sus propios gustos y
aficiones eran las propias de la burguesía de la época. Por ejemplo, en 1857, le relataba a Marx cómo
su padre le había regalado un caballo: «Como regalo de Navidad, mi viejo me dio dinero para
comprarme un caballo y, como encontré uno bueno, lo adquirí la semana pasada. Si hubiese conocido
antes sobre tu desdicha financiera, habría esperado uno o dos meses a comprarlo» (Engels [1857a]
1983, 97). Meses después, Engels se vanagloriaba ante Marx de ser uno de los mejores jinetes de entre
todos aquellos con los que había acudido a la caza del zorro:
El sábado fui a practicar la caza del zorro: siete horas ensillado [en el caballo]. Este tipo de
prácticas siempre me mantienen en un estadio de euforia diabólica durante varios días: es el mayor
placer físico que conozco. Sólo vi a dos personas en el campo que fueran mejores jinetes que yo, pero
también estaban mejor equipados. Todo esto al menos pondrá mi salud en orden. Se rompieron al
menos 20 chaparreras, dos caballos murieron y matamos a un zorro (yo estuve presente mientras lo
mataban); por lo demás, sin percances (Engels [1857c] 1983, 236).
En 1864, y merced a los ahorros que había ido acumulando hasta ese momento, Engels se
convirtió en socio capitalista de la empresa de su padre y de los hermanos Ennen, de la que pasó a
recibir una quinta parte de sus ganancias anuales (McLellan 1977, 32). Así, en 1869, al haber
acumulado ya un amplio patrimonio bursátil, decidió dejar de trabajar en la compañía. Según
confesión del propio Engels, «las 10.000 libras que ya he invertido en acciones […] me proporcionan
un rendimiento promedio del 5,8 %. Son acciones mayoritariamente en compañías inglesas de gas,
agua y ferrocarriles» (Engels [1869b] 1988, 321). Un patrimonio de 10.000 libras de 1869 sería
equivalente a, aproximadamente, 1,5 millones de euros de 2022, de modo que un rendimiento anual
promedio de 5,8 % le proporcionaría, sólo sobre ese patrimonio (más otros capitales que pudiera
poseer), unos ingresos por rentas del capital de alrededor de 90.000 euros anuales de 2022. Así
describió Engels el momento en el que liquidó su participación en la compañía y empezó a vivir, a la
edad de 49 años, sin trabajar gracias a sus rentas del capital: «Hurra. El día ha concluido con un dulce
negocio y por fin soy un hombre libre. Resolví todos los principales puntos de discrepancia con mi
querido Gottfried [Ennen]; cedió en todo» (Engels [1869a] 1988, 299). Fue a partir de ese momento de
vida plenamente burguesa cuando Engels, precisamente, dispuso de tiempo suficiente para leer y
escribir algunas de sus obras más importantes como el Anti-Dühring (1878), El origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado (1884) y Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana
(1888). Asimismo, también dispuso de tiempo para editar el volumen II y el volumen III de El capital
(1885, 1894). A su muerte en 1895, Engels dejó una herencia, mayoritariamente para las hijas de
Marx, de 30.000 libras (McLellan 1977, 36-37), equivalentes a unos 5 millones de euros actuales.
Por otro lado, Marx sí trabajó la mayor parte de su vida como periodista, lo que hizo que
alternara períodos de bonanza económica con otros de mucha mayor precariedad. Pero su actividad
profesional no encaja con la de un obrero que vende su fuerza de trabajo sino más bien con la de un
autónomo freelancer (productor independiente) que vende sus mercancías (artículos de prensa). Por
tanto, sus relaciones de producción no eran las propias de un proletario. A su vez, Marx recibió a lo
largo toda su vida importantes ingresos no salariales, ya sea de herencias de familiares y amigos o de
las transferencias económicas periódicas de Engels (las cuales, a su vez, procedían de la «explotación»
de los obreros de Manchester). Por ejemplo, sólo por las herencias que cobró de su madre, de uno de
sus mejores amigos, Wilhelm Wolff (a quien Marx le dedicó el volumen 1 de El capital), del tío de su
esposa y por último de su suegra, Marx recibió herencias de 1.770 libras, que serían equivalentes a
más de 250.000 euros con poder adquisitivo de 2022. Además, durante la década de los 50, Engels le
entregaba regularmente entre 1 y 5 libras (entre 150 y 750 euros de 2022) a modo de mecenazgo, lo
que, sumado a sus colaboraciones en prensa, colocaba muchos años sus ingresos mensuales en torno a
20 y 30 libras (es decir, entre 2.500 y 4.000 euros mensuales de 2022) (Jones 2016, 327-331). A su
vez, en el momento de preparar su «jubilación» a los cuarenta y nueve años, Engels se comprometió a
pagarle todas las deudas que tuviera pendientes así como a entregarle como mínimo 350 libras anuales
(alrededor de 50.000 euros de 2022):
Querido Moro [apelativo cariñoso con el que habitualmente Engels se refería a Marx,
probablemente como referencia a Otelo y su sed de venganza],
Piensa con mucho cuidado la respuesta a las siguientes preguntas […]:
1. ¿Cuánto dinero necesitas para pagar todas tus deudas Y PODER EMPEZAR DESDE CERO?
2. ¿Tendrías suficiente con 350 libras anuales para hacer frente a tus gastos anuales de carácter
regular (excluyo de esta cantidad los gastos extraordinarios derivados de enfermedades o eventos
imprevisibles), de modo que no tengas que volver a endeudarte? Si no es así, dime cuánto dinero
necesitarías. Todo bajo el supuesto de que el conjunto de tus deudas actuales ya han sido pagadas. Ésta
pregunta es fundamental para mí. […]
El dinero que me ha ofrecido Gottfried Ermen (dinero que incluso antes de que me lo ofreciera
ya tenía muy claro que iba a dedicar, si fuera necesario de manera exclusiva, a cubrir tus gastos) me
permite garantizarte con certeza una suma anual de 350 libras durante los próximos 5-6 años, y en
algunos casos especiales incluso más. Sin embargo, has de entender que todos mis preparativos se
verían alterados si, de vez en cuando, tuviese que hacer frente con mi capital a deudas adicionales que
hubieses acumulado de nuevo. Mis cálculos se basan en el supuesto de que tus gastos regulares
deberán cubrirse desde el comienzo no sólo con cargo a mis ingresos sino también en parte a mi
capital, y por eso no son cálculos holgados y debemos adherirnos a ellos estrictamente o estaremos en
apuros.
Te pediría que fueras muy sincero con estos asuntos, dado que tu respuesta determinará mis
negociaciones futuras con Gottfried Ermen. Así que dime el dinero que necesitas regularmente cada
año y veremos qué se puede hacer.
Lo que ocurra tras 5 o 6 años ya no está claro. Si todo sigue como hasta ahora, no podré seguir
entregándote 350 libras anuales (o más), pero sí podré seguir entregándote al menos 150 libras. En ese
momento, sin embargo, muchas cosas pueden haber cambiado y tu obra literaria quizá ya te
proporcione algunos ingresos (Engels [1868] 1988, 169-170).
A lo que Marx le respondió:
Querido Fred,
Estoy anonadado por tu gran generosidad. Le he dicho a mi mujer que me enseñe todas las
facturas y el dinero que adeudamos es mucho mayor de lo que pensaba: 210 libras [unos 30.000 euros
de 2022] (de los cuales unas 75 libras son deudas con la casa de empeños y por intereses). Esta
cantidad no incluye la deuda con el médico por [el tratamiento de la] escarlatina, cuya factura todavía
no nos han remitido.
Durante los últimos años hemos necesitado más de 350 libras anuales [50.000 euros de 2022],
pero el dinero que nos ofreces es totalmente suficiente, dado que: 1. Durante los últimos años,
Lafargue [yerno de Marx, quien posteriormente, en 1883, publicó el libro Derecho a la pereza] ha
vivido con nosotros y su presencia ha aumentado mucho los gastos domésticos; 2. Debido a las
deudas, todo cuesta mucho más. Si cancelamos totalmente las deudas, por primera vez seré capaz de
comprometerme con una GESTIÓN ESTRICTA [de las finanzas domésticas] (Marx [1868b] 1988,
171).
En el año 1868, cuando Marx le solicitaba a Engels unos pagos anuales de 350 libras para hacer
frente (con ciertas estrecheces, según su propia confesión) a sus gastos familiares, el salario medio
semanal de un obrero inglés era de 0,67 libras (Banco de Inglaterra 2016), esto es, alrededor de 35
libras anuales (unos 5.000 euros de 2022). Por consiguiente, Marx tenía gastos familiares anuales diez
veces superiores a los ingresos anuales del trabajador promedio inglés. Tampoco su nivel de vida,
pues, era el propio de un proletario de la época.
Ni Marx ni Engels, en suma, vivieron como proletarios ni pudieron desarrollar, a través de su
actividad práctica, una conciencia proletaria.
8. Concretamente, se requiere que las preferencias sean completas y transitivas (Mas-Colell, Whinston
y Green 1995, 6). Preferencias completas significa que un individuo pueda conformarse una opinión
(una relación de preferencia) sobre los distintos fines o los distintos medios de los que tenga
conocimiento; transitivas significa que las opiniones que se conforme respecto a esos fines y a esos
medios pueden jerarquizarse de un modo no contradictorio. Técnicamente:
Completitud: para todo x, y ∈ U, tenemos que x ≽ y o que y ≽ x (o ambas).
Transitividad: para todo x, y, z ∈ U, si x ≽ y y y ≽ x, entonces necesariamente x ≽ z.
El axioma de completitud es relativamente sencillo de cumplir si consideramos que entre los
fines de un individuo puede hallarse el de no formarse una opinión sobre la relación entre
determinados fines o determinados medios («¿prefieres torturar a una persona de este modo o de este
otro modo?» «prefiero no llegar siquiera a planteármelo»). El axioma de transitividad podría parecer
que se viola en algunos casos donde las elecciones reales que toman los seres humanos se perciben
como contradictorias, pero generalmente la apariencia de contradicción se debe a no considerar que las
circunstancias dentro de las que un agente conformó sus preferencias han cambiado y, por tanto, la
ordenación de esas preferencias también lo ha hecho: una vez que se controlan los cambios
contextuales que influyen sobre jerarquía de preferencias, la transitividad generalmente se mantiene
(Gintis 2017, 92-93).
9. Marx parece ser consciente del problema de la ilusión monetaria pero sólo con respecto al incentivo
de los capitalistas para tratar de aprovecharla con el propósito de rebajar los salarios reales de los
trabajadores:
[Si el valor del oro se deprecia a la mitad por el descubrimiento de nuevas minas más fáciles de
explotar], el valor de todas las otras mercancías se expresaría en el doble de precios y, por tanto,
también lo haría el valor de la fuerza de trabajo […]. Afirmar que, en esa situación, el trabajador no
debe reclamar una subida proporcional de los salarios equivale a decir que debe contentarse con cobrar
en palabras en lugar de en cosas. Toda la historia previa prueba que siempre que se deprecia el valor
del dinero, los capitalistas están alerta para aprovechar la ocasión y defraudar al obrero (Marx [1865]
1985, 140).
10. El propio Marx constataba cómo la banca escocesa del siglo XIX, banca libre de interferencias y
regulaciones gubernamentales, era capaz de ofrecer adecuadamente una cantidad de moneda suficiente
para su población:
11. Si hubiese más de una industria con proporciones variables, entonces la productividad marginal se
determinaría por la puja competitiva entre las dos industrias de proporciones variables y de la industria
de proporciones fijas. Por ejemplo, si, además de pan y roscones, con harina y trabajo se pueden
fabricar pasteles, podríamos tener estas tres funciones de demanda:
Gráfico 1.A
13. El test de coherencia que establece Hicks (1956, 109) es que si entonces no es
posible que . En nuestro ejemplo, si
entonces está claro que no
superamos el test de coherencia, dado que es cierto que y, al mismo
tiempo también es cierto que . Por consiguiente, se incumple la
transitividad.
14. Por ejemplo, Shaikh (2006, 90) recurre a unas funciones de demanda que presuponen –sin
explicitarlo– completitud, monotonicidad, convexidad y transitividad. A saber, Shaikh parte de una
restricción presupuestaria tradicional , y sostiene que el consumidor ha de adquirir una cantidad
mínima de X1 porque ese bien constituye una necesidad básica. En ese caso, el máximo de X1 que
podrá adquirir es y el máximo de X2 será . Ahora bien, ¿cómo determina Shaikh, en
ausencia de una estructura de preferencias determinada, la cantidad exacta de X1 y de X2 que acaba
adquiriendo cada consumidor? Con la hipótesis de que los consumidores gastan un porcentaje
promedio de sus ingresos (c) en adquirir X1 y que, por tanto, gastan todos sus restantes ingresos en
adquirir X2. Pero la cuestión sigue siendo cómo se determina esa proporción de los ingresos
discrecionales que cada cual gasta en X1 y en X2: y ese porcentaje está determinado por la estructura
de preferencias de los distintos agentes económicos. No sólo eso, en su modelo Shaikh está
presuponiendo preferencias completas (los consumidores pueden comparar y decidir si prefieren
cualquier combinación de X1 y X2 frente a cualquier otra), monótonas (los consumidores desean
mayor cantidad de X1 y de X2), convexas (Shaikh presupone que c no tiene valores extremos, sino
que los consumidores gastan parte de sus ingresos en X1 y otra parte en X2) y transitivas (Shaikh
presupone que c es independiente de los precios, de modo que toda elevación del precio de un bien
reducirá su cantidad demandada: pero ello equivale a presuponer transitividad, es decir, a presuponer
que el consumidor no querrá adquirir, después de la subida de precios, cestas de bienes que ya podía
adquirir cuando los precios eran más bajos pero que rechazaba adquirir a esos bajos precios). Por
tanto, Shaikh sí necesita presuponer que existe una estructura de preferencias subjetivas y que esa
estructura de preferencias subjetivas posee determinadas propiedades: en caso contrario, sería incapaz
de derivar curvas de demanda con pendiente negativa.
Asimismo, Guerrero Jiménez (2006, 29) cree que es posible derivar una ley de demanda de
pendiente negativa a partir de la siguiente argumentación de Johnson (1958, 149):
Definamos un bien como un objeto o servicio de los que el consumidor elegiría tener
más. Entonces la cesta de bienes que elige cuando tiene más dinero para gastar (siendo
los precios constantes) debe representar más bienes de los que elige cuando tiene menos
dinero para gastar (pues podría haber tenido más de cada uno de los distintos bienes).
Por tanto, derivamos las dos partes de la ley de la demanda de la definición de bienes.
La hipótesis de la que la hemos deducido es que los bienes son bienes.
Pero el propio Johnson parte del axioma de completitud («cuando se elige A, B ha de ser al
menos tan cara»), monotonicidad («definamos un bien como un objeto o servicio de los que el
consumidor elegiría tener más) y de transitividad («la cesta de bienes que elige cuando tiene más
dinero para gastar debe representar más bienes de los que elige cuando tiene menos dinero para
gastar»). En ausencia de tales características de la estructura de preferencias subjetivas de los agentes,
podría suceder que, aun eligiendo la cesta B cuando podría haber tenido la A con el mismo dinero, sí
elija la A pudiendo tener la cesta B por menos dinero (como ya hemos visto en nuestra anterior
función de demanda perversa). O simplemente que no pudiera escoger por no ser capaz de comparar
ciertas cestas con otras cestas.
15. Los economistas Bichler y Nitzan (2010) trataron de demostrar que la correlación de Cockshott y
Cottrell podía ser espuria mediante un ejemplo con 20 sectores hipotéticos en el que la correlación
entre p y d para esos 20 sectores era muy baja pero, al mismo tiempo, cuando se calculaba la
correlación entre p * q y d * q para esos mismos sectores, pasaba a ser enormemente alta, de modo
que, como decíamos, la correlación no se daría entre p y d, sino entre q y q. Sin embargo, como
demostraron más adelante Cockshott, Cottrell y Baeza (2014), los cálculos de Bichler y Nitzan eran
incorrectos porque, para calcular la correlación entre p y d, se hace necesario calcular el valor
promedio de p y d, pero no existe una forma de calcular el precio de mercado medio y el precio directo
medio para un conjunto heterogéneo de mercancías (no es posible promediar el precio un lápiz y el
precio de un barril de petróleo), por lo que la supuesta baja correlación entre p y d era el resultado de
un cálculo sin sentido económico. Nótese que Cockshott, Cottrell y Baeza no demostraron que la alta
correlación entre p * q y d * q no se debiera a la correlación entre q y q, sino que descartaron como
válida la prueba aportada al respecto por Bichler y Nitzan.
16. A este respecto, Díaz y Osuna (2007, 2009) sostienen que el problema de las correlaciones entre
precios de mercado y precios directos no es que sean espurias, sino que son indeterminadas, dado que
un cambio en la unidad de las cantidad físicas (q) en el que expresamos los precios (p) modifica a su
vez la magnitud de la correlación entre precios de mercado y precios directos. Más en concreto, según
Díaz y Osuna, para verificar la teoría del valor trabajo, habría que buscar la correlación entre los
precio directo de la mercancía i expresado en términos del numerairo j en relación con el precio
directo de la , tal que:
Díaz y Osuna sostienen que el cambio de unidad física en la que se expresan los precios altera
el término de la correlación. Sin embargo, como explican Cockshott, Cottrell y Baeza (2014), no es
posible calcular la correlación entre magnitudes expresadas en unidades distintas: el precio de un
coche (dólares por unidad de coche) no puede promediarse con el precio de una tonelada de café
(dólares por tonelada de café). Por eso, una forma de solucionar esa indeterminación es multiplicar los
precios por cantidades, de tal forma que todas las unidades físicas heterogéneas de los distintos bienes
se hallen expresadas en dinero (son masas de mercancías referenciadas a una misma unidad: dólares).
Díaz y Osuna, empleando las propiedades de los logaritmos, proponen hacerlo del siguiente modo:
Pero dado que el término log está indeterminado a falta de la elección de las unidades en
las que expresar las cantidades físicas de los bienes, la magnitud de la correlación dependería de la
arbitraria elección de las unidades. Sin embargo, como explica Frölich (2010), no existe
indeterminación si no se introduce innecesariamente el término log embargo, como explica Frölich
Md = k * P * Q
k, por tanto, equivale al porcentaje del ingreso agregado (P * Q) que los agentes económicos
desean mantener atesorado en forma de dinero, de manera que cualquier cambio en sus preferencias
por la liquidez alteraría la cantidad demandada de dinero y, por tanto, los precios de equilibrio (al
margen de cuál sea el valor de las mercancías). Por ejemplo, si el valor agregado de las mercancías es
1.000 horas de trabajo (1 hora de trabajo = 1 onza de oro) y la oferta de dinero es de 100 onzas de oro,
entonces nos hallaremos en una situación de equilibrio monetario si los agentes económicos desean
mantener un saldo de tesorería promedio a lo largo del año que sea equivalente al 10 % de sus ingresos
agregados (k = 10 %), es decir, 100 onzas de oro. Si el porcentaje de los ingresos que desean atesorar
los agentes económicos cayera del 10 % al 5 % (k = 5 %), entonces habría más oferta que demanda de
dinero (M > Md), de modo que el valor monetario de las mercancías intercambiadas subiría hasta que
el 5 % de los ingresos agregados fuera igual a 100 onzas de oro (en este caso, P * Q pasarían a tener
un valor monetario de 2.000 onzas de oro); si el porcentaje de los ingresos que desean atesorar los
agentes en promedio a lo largo del año aumentara del 10 % al 20 %
23. Aunque siempre resulte problemático analizar la obra de un autor desde la perspectiva de su vida y
experiencia personal (por mucho que Marx sostuviera que toda obra aspira a ser un desdoblamiento de
la personalidad de su creador) e incluso aunque pueda resultar problemático bosquejar detalles
biográficos deshilvanados de un autor sin narrar la totalidad de hechos que lo rodearon (perdiendo por
tanto el contexto que lo condujo a adoptar algunas decisiones), lo cierto es que la relación del propio
Marx con el dinero fue una relación traumática, rayando lo que hemos denominado avaricia. No tanto
porque Marx tuviese un afán desmedido por acumular riqueza (en todo caso, por gastarla sin renunciar
a su actividad intelectual), sino porque, a lo largo de su vida, subordinó y rompió relaciones familiares
y de amistad por priorizar el acceso al dinero.
Por ejemplo, Heinrich Marx, padre de Karl Marx, le escribió a su hijo seis meses antes de su
muerte (que tuvo lugar el 10 de mayo de 1838) para reprocharle que no acudiera a visitarles desde
Berlín (donde Marx estaba cursando sus estudios universitarios) a Tréveris y que ni siquiera se dignara
a responderles a sus cartas. Y, en esa misma misiva, Heinrich también le reprochaba a Karl su
excesivo nivel de gasto personal a costa de los modestos ingresos de una familia a la que tenía
completamente desatendida:
Nunca hemos tenido el placer de mantener una correspondencia racional, lo que suele servir de
consuelo ante la ausencia [de un ser querido]. Y es que correspondencia presupone una interacción
coherente y continuada, desarrollada de manera recíproca y armoniosa por ambos lados. Nunca hemos
recibido una respuesta a las cartas que te hemos enviado; nunca tus cartas guardaban relación alguna
con las que previamente nosotros te habíamos enviado. […]
Como si fuera un hombre rico, mi querido hijo se ha gastado casi 700 taleros en un año, en
contra de lo que habíamos acordado y en contra de las prácticas más comunes, pues incluso los más
ricos suelen gastarse menos de 500 taleros anuales. ¿Y para qué? Quiero pensar que no es ningún
libertino ni ningún despilfarrador […]. Todos le meten la mano en el bolsillo, todos le engañan y él se
despreocupa con tal de que su estudio no se vea perturbado: basta, claro está, con que, una vez que se
le ha acabado el dinero, vuelva a pedírnoslo. […]
También he de mencionar las quejas de tus hermanos y hermanas. Tomando tus cartas
como referencia, uno diría que no tienes ni hermanos ni hermanas; y respecto a la buena
de Sophie [hermana de Karl Marx], que tanto ha sufrido por ti y por Jenny [la futura
esposa de Karl Marx] y que tanta devoción te tiene, ni siquiera te acuerdas de ella cuando
no la necesitas.
[En todo caso], ya te he pagado los 160 taleros que pedías (Heinrich Marx [1837]
1975, 689-691).
Esos mismos reproches se repitieron en la última carta que Heinrich le remitió a Marx
antes de su muerte:
Bien está si tu conciencia se halla más o menos en armonía con tu filosofía y es
compatible con ella. Hay un punto, sin embargo, en el que el trascendentalismo no sirve
de nada y al que me has replicado con un silencio aristocrático: me refiero a la mezquina
cuestión del dinero, de cuyo valor para un padre de familia no pareces darte cuenta […].
Ya estamos en el cuarto mes del año y ya me has pedido 280 taleros: yo ni siquiera he
ganado todo ese dinero trabajando durante el invierno (Heinrich Marx [1838] 1975, 692).
En la respuesta (Heinrich Marx [1838] 1975, 693) a esa misma misiva en la que Marx le pedía a
su padre más dinero del que éste había ganado trabajando enfermo durante todo el invierno, la madre
de Marx, Henriette Marx, le suplicaba que se acordara de ellos para algo distinto que para pedirles
dinero (pero Marx no atendió su petición):
Tu querido padre está muy débil, ojalá Dios le permita recuperarse pronto […].
Escríbeme, querido Carl, para saber cómo te van las cosas y cómo te encuentras. Soy la
que me puse más triste de que no vinieras en Pascua. Mis sentimientos se imponen sobre
la razón y lamento que tú seas [a ese respecto] demasiado razonable.
Tras la muerte de su padre, Marx presionó a su madre para que le entregara su parte de la
herencia hasta el punto de que terminó rompiendo relaciones con su familia, tal como él mismo le
relataba a su entonces amigo Arnold Ruge: «Me he peleado con mi familia y, mientras mi madre viva,
no tengo derecho a mi propiedad» (Marx [1843c] 1975, 397) [énfasis añadido]. Con el tiempo, en
1847, Marx consiguió que su madre le cediera una parte de la herencia, pero ésta era ya insuficiente
para cubrir su nivel de gastos: «He estado negociando durante bastante tiempo para obtener al menos
una parte de mi fortuna. Pero no es suficiente ahora mismo» (Marx [1847b] 1982, 151) [énfasis
añadido]. Más adelante, Marx trató de chantajear emocionalmente a su madre con que le pagara sus
gastos o, en caso contrario, se dejaría apresar en Prusia: «Le he escrito a mi madre amenazándola con
girar letras a su nombre y con que, en caso de que no acceda a pagarlas, me iré a Prusia a dejar que me
encierren» (Marx [1851] 1982, 323). La madre no cedió al chantaje emocional y, según relata Marx, le
contestó con una carta «llena de indignación moral, en la que me trata con los términos más insolentes
y me deja muy claro que rechazará cualquier letra que gire contra ella» (Marx [1851] 1982, 323). No
fue, por cierto, el único chantaje emocional que Marx empleó a lo largo de su vida para conseguir
dinero. Por ejemplo, en 1848 le propuso a Engels el siguiente plan con el que obtener dinero a costa de
su padre:
He diseñado un plan infalible para sacarle dinero a tu viejo, dado que nos hemos quedado
sin nada. Escríbeme una carta suplicante (tan descarnada como te sea posible) en la que
me cuentes tus dificultades pasadas, pero de una forma en la que pueda reenviársela a tu
madre. Así haremos que tu viejo se preocupe (Marx [1848b] 1982, 181).
Del mismo modo, Marx podía llegar a desear la muerte de un familiar con tal de cobrar su
herencia. Por ejemplo, en 1852 le relataba a Engels que la enfermedad del tío de su mujer era una
buena noticia para su situación económica: «Las únicas buenas noticias nos las ha traído mi cuñada: al
parecer, el tío indestructible de mi esposa está enfermo. Si ese perro se muere ahora, podré salir de
este apuro» (Marx [1852] 1983, 50). Y finalmente, cuando falleció tres años después, lo celebró del
siguiente modo:
Ayer nos informaron de un muy acontecimiento muy feliz: la muerte del tío de mi
esposa, de 90 años. Gracias a ello, mi suegra se ahorrará 200 taleros en impuestos
anuales y mi mujer recibirá casi 100 libras: habría recibido más si ese perro viejo no le
hubiese dado a su ama de llaves más dinero del que debía (Marx [1855] 1983, 526).
No fue la única muerte con la que llegó a fantasear Marx. Su mala relación con su madre, tras
pelearse por la herencia de su padre y tras haberse negado ésta a extenderle cheques en blanco, llegó a
tal punto que, tras el fallecimiento en 1863 de la compañera sentimental de Engels, Mary Burns, Marx
le escribió a Engels lo siguiente: «En lugar de Mary, ¿no podría haber muerto mi madre, quien sufre
de molestias físicas y ya ha vivido lo suficiente? Ya ves qué ideas más extrañas les pasan por la cabeza
a los “hombres civilizados” ante ciertas circunstancias» (Marx [1863a] 1985, 442-443). Además, en
esa misma carta en la que reaccionaba compungido a la primera noticia que tuvo sobre la muerte de
Mary Burns, Marx no dudó en solicitarle a Engels una importante suma de dinero aun cuando sabía
(porque Engels se lo había explicado en misivas anteriores) que la situación financiera de su amigo en
esos momentos era bastante mala. Además, justificaba ante Engels tan imprudente y extemporánea
solicitud diciéndole que era una forma de distraerle con sus propias penas tras la muerte de su pareja:
Es terriblemente egoísta por mi parte narrarte todos estos horrores en este momento. Pero
es un remedio homeopático. Una calamidad se convierte en distracción de otra
calamidad. Y en última instancia, ¿qué más podría hacer? En todo Londres no hay una
sola persona a la que pueda decirle lo que pienso y en mi propia casa guardo un estoico
silencioso para contrarrestar las tensiones que llegan desde el otro lado. Se está
volviendo virtualmente imposible trabajar [en mis investigaciones teóricas] bajo tales
circunstancias (Marx [1863a] 1985, 442)
Engels se mostró desconcertado por la falta de tacto de Marx al pedirle dinero en la misma carta
en la que le daba el pésame por la muerte de su pareja y, a diferencia de lo que había hecho en el
pasado, le denegó la ayuda directa inmediata (si bien, incluso así, se ofreció o a avalarle para un
crédito o a obtener ese dinero para dentro de un mes): «Entenderás perfectamente que, dada mi
desgracia personal y la visión gélida de la misma que me transmitiste, en esta ocasión me haya sido
imposible responderte antes […]. Conoces cuál es mi situación financiera. También sabes que hago
todo lo que puedo para sacarte del fango. Pero no puedo recabar la muy alta suma de la que me hablas,
algo de lo que también deberías ser consciente» (Engels [1863] 1985, 443). Marx se dio cuenta de que
se había extralimitado y en la siguiente misiva le pidió perdón, echándole la culpa de su imprudencia a
la presión que ejercían sus acreedores y a la necesidad de aparentar ante su esposa que había hecho
todo lo necesario para recaudar el dinero que necesitaban para pagar sus deudas (hacer todo lo
necesario incluía pedírselo a su amigo Engels en la misma carta en la que lamentaba la muerte de su
esposa):
Hice muy mal al enviarte esa carta y me arrepentí tan pronto como la remití. Sin
embargo, lo que ocurrió no se debe a que sea un desalmado. Mi mujer y mis hijos podrán
testificar que me quedé destrozado cuando llegó tu carta (a primera hora de la mañana),
tanto como si la persona cercana a la que más quisiese hubiese muerto. Pero cuando te
escribí por la tarde, lo hice bajo la presión de unas circunstancias extremadamente
desesperadas. Mi casero ha colocado un cobrador a la puerta de mi casa, el carnicero ha
reclamado el cobro de mis letras, el carbón y otros suministros escasean y la pequeña
Jenny está encamada. Normalmente, cuando me hallo ante tales circunstancias, mi único
recurso es el cinismo. Pero, en esta ocasión, lo que me enojó especialmente es que mi
mujer creyera que no había sido capaz de hacerte entender nuestra verdadera situación
financiera.
En ese sentido, tu carta me vino muy bien porque me ayudó a hacerle entender que no
podemos pagar […]. Dado que tú no puedes ayudarnos a pesar de haberte dicho ya que
estamos en la misma situación financiera que los trabajadores de Manchester, a ella no le
ha quedado ya otro remedio que reconocer que no somos capaces de pagar, y eso es todo
lo que quería conseguir (Marx [1863b] 1985, 444-445).
En su réplica, Engels le confirmó que había quedado consternado por el hecho de que su mejor
amigo le pidiera una elevada suma de dinero nada más enterarse de la muerte de su pareja:
Gracias por ser tan amable. Tú mismo te has dado cuenta ya de qué impresión me generó
tu penúltima carta. Uno no puede convivir con una mujer durante años sin estar
terriblemente afectado por su muerte. Sentía como si estuviese perdiendo con ella los
últimos vestigios de mi juventud. Cuando me llegó tu carta, ni siquiera la habíamos
enterrado. Tu carta, te lo reconozco, me estuvo corroyendo durante toda una semana: no
podía quitármela de la cabeza. Pero no importa. Tu última carta lo soluciona y estoy feliz
de que, al perder a Mary, no haya perdido también a mi más antiguo y mejor amigo
(Engels [1863b] 1985, 446-447).
Y en la respuesta a esa misiva, Marx volvió a descargar en su mujer toda responsabilidad por su
nula empatía:
Ya puedo decirte ahora, sin andarme por las ramas, que, a pesar de todos los aprietos en
los que he estado durante las últimas semanas, nada me preocupó tanto como que nuestra
amistad pudiese verse dañada. Le repetí una y otra vez a mi mujer que el lío en el que
estábamos metidos no era nada comparado con el hecho de que estos pinchazos
burgueses y la exasperación en la que ella se encontraba en ese momento me empujaron
a asaltarte con mis necesidades particulares en lugar de tratar de consolarte […]. Las
mujeres son criaturas curiosas, incluso las más inteligentes. Por la mañana, mi mujer
estuvo llorando por la muerte de Mary y por tu pérdida, olvidándose de sus propias
penurias que alcanzaron su punto máximo ese mismo día, y por la tarde estaba
convencida de que nadie más en el mundo podía estar sufriendo salvo que tuvieran niños
y al cobrador del casero en la puerta de su casa (Marx [1863c] 1985, 448-449).
La amistad entre Engels y Marx no se rompió a pesar de las incesantes y recurrentes peticiones
de dinero de este último, incluso durante los peores momentos personales del primero. No puede
decirse lo mismo, sin embargo, de la amistad entre Marx y Moses Hess (amigo con el que se exilió a
Bruselas en 1845 y con el que convivió en la misma calle). Si bien, como hemos leído en los extractos
anteriores, Marx decía sentirse enormemente presionado por sus acreedores, cuando Marx era el
acreedor (en este caso, de Hess) no dudaba en ejercer una fuerte presión, entre insultos, a su otrora
amigo. Así instruyó Marx a Engels en 1847:
Recordarás que Hess nos debe, a mi cuñado Edgar y a mí mismo, dinero por [las
colaboraciones en la revista] Gesellschaftsspiegel. Le voy a girar una letra desde aquí,
pagadera a 30 días. [Lazarus] Bernays [otro ex amigo de Marx] también me debe 150
francos desde mayo del año pasado. Por tanto, también le voy a girar una letra. Te pediría
que hicieras lo siguiente: 1. Mándame la dirección postal de ambos. 2. Relátales los
hechos [a Hess y Bernays] y diles a esos idiotas que 3. si creen que no van a pagar las
letras para el 15 de junio, al menos que las acepten. Ya buscaré financiación luego en
París. Naturalmente, únicamente diles a esos idiotas esto último si es del todo
imprescindible. Ahora mismo, mi situación financiera es tan delicada que estoy teniendo
que girar letras y, desde luego, no voy a hacerles ninguna concesión a esos dos idiotas.
Eso sí, si esos dos asnos únicamente aceptan [y no pagan] las letras, házmelo saber de
inmediato (Marx [1847a] 1982, 117-118).
Marx era así de exigente con sus deudores, aun cuando éstos fueran sus amigos o gente que le
había ayudado en la vida. Por ejemplo, con Friedrich Breyer, médico alemán afincado en Bruselas en
cuya casa se alojaron Marx y su familia cuando se exiliaron de París. Sobre Breyer, Marx le dio a
Engels las siguientes instrucciones: «Ve a ver de nuevo [a Breyer] y dile que sería un truco muy sucio
que se aprovechara de mi infortunio para dejar de pagar. Debe darte al menos una parte. La revolución
no le ha costado un centavo» (Marx [1848a] 1982, 162). Y ello a pesar de las dificultades financieras
de Breyer que Engels constataba en una misiva: «Breyer se excusa en la crisis financiera, en la
imposibilidad de cobrar letras antiguas en su favor, en el rechazo de sus pacientes a pagarle. Dice que
incluso pretende vender su único caballo» (Engels [1848a] 1982, 164).
Otra amistad que Marx perdió por, entre otras razones (aunque quizá no los principales), el vil
dinero fue su relación con Ferdinand Lassalle. Marx no escatimó insultos contra él (o lo que él
pretendía que eran insultos) cuando éste se negó a prestarle dinero en una de sus visitas a Londres,
sobre todo porque Lassalle había sugerido que Marx y su esposa podrían trabajar como acompañantes
de Lassalle y de la esposa de Lassalle (la condesa von Hatzfeldt):
Ese judío negrata [nigger] de Lassalle quien, por suerte, se marcha a finales de semana,
ha perdido felizmente otros 5.000 taleros en sus torpes especulaciones. Ese tipo prefiere
tirar el dinero por el desagüe antes que prestárselo a un “amigo” que le asegura que su
capital e intereses están garantizados. […] Este tipo, […] conociendo la situación de
crisis en la que me encuentro, ha tenido la insolencia de preguntarme si una de mis hijas
podría trabajar como “acompañante” de [la condesa] von Hatzfeldt […]. Me ha hecho
perder el tiempo y, lo que es peor, el imbécil me dijo que, como ahora mismo no estaba
ocupado en ningún “negocio” y que meramente me estaba dedicando a mi “trabajo
teórico” ¡podría también dedicarle tiempo a él! ¡Para guardar ciertas apariencias ante él,
mi esposa tuvo que empeñar todo lo que no estaba clavado o atornillado!
[…] Me parece bastante claro —como también lo acreditan la forma de su cabeza y el
modo en que le crece el pelo— que [Lassalle] desciende de los negros que acompañaron
a Moisés (salvo que su madre o su abuela paterna se cruzaran con un negrata). Ahora,
esta mezcla de alemán y judío, por un lado, con una base negra, por el otro,
necesariamente ha de engendrar un producto peculiar. Su don de la inoportunidad
también es del estilo negrata (Marx [1862a] 1985, 389-390).
A pesar de esta pésima opinión hacia Lassalle, Marx no dudó en seguir reclamando y
beneficiándose de su ayuda, la cual siguió llegando durante algunos meses (aunque no en términos tan
generosos como la de Engels):
Lassalle se marchó el lunes por la tarde. Lo vi una vez más después de que los hechos
anteriores tuvieran lugar. Por mi tono desairado, debió de entender que la crisis, de la que
él era bien consciente desde hace tiempo, había provocado algún tipo de catástrofe. Me
preguntó. Escuchó mi historia y dijo que podría darme 15 libras el 1 de enero de 1863; y
también que podía girar contra él todas las letras que quisiera por cualquier cantidad
siempre que el repago por encima de 15 libras estuviese avalado por un tercero. Dijo que
no podía hacer nada más dada su delicada situación (Algo que sí puedo creerme, porque
mientras estuvo aquí gastó sólo en taxis y cigarrillos entre 1-2 libras diarias) (Marx
[1862b] 1985, 399).
¿Y para qué necesitaba Marx tanto dinero? Pues para mantener un nivel de vida que, si bien no
cabe calificar en absoluto de «rico» (y, en algunos momentos, desde luego sus penurias familiares
fueron muy acusadas) en bastantes momentos de su vida si cabría calificar de clase media-alta de su
época. Recordemos que sólo en herencias de su madre, de Wilhelm Wolff, del tío de su esposa y de su
suegra, Marx recibió herencias por valor de 1.770 libras, que serían equivalentes a más de 250.000
euros con poder adquisitivo de 2022. Además, recordemos también que Marx se endeudaba con
frecuencia para gastar más de lo que ingresaba (a pesar, repetimos, de las herencias recibidas) por su
elevado tren de vida: a finales de la década de 1860, el propio Marx ([1868b] 1988, 171) estimaba sus
gastos domésticos en más de 350 libras anuales (más de 50.000 euros con poder adquisitivo de 2022),
cuando el salario promedio de la Inglaterra de entonces era de 35 libras (diez veces inferior que los
gastos familiares de Marx). Todo ese dinero era necesario, según Marx, no para sí mismo sino para
complacer a su mujer y a sus hijos:
Tabla 5.A
Ambos autores llegan a la siguiente tabla de valores expresada en términos de oro (por ejemplo,
1 hora de trabajo igual a 1 onza de oro):
Tabla 5.B
La cual, usando nuevamente el oro como numerario, quedaría transformada en los siguientes
precios de producción, que sí respetarían la doble igualdad agregada entre valores-precios (2.000
onzas) y plusvalía-ganancia (200 onzas):
Tabla 5.C
Pero basta con modificar ligeramente la Tabla 5.A para que la doble igualdad desaparezca aun
cuando sigamos usando el oro como numerario:
Tabla 5.D
La Tabla 5.D, expresada en valores usando el oro como numerario, pasaría a ser:
Tabla 5.E
Y la Tabla 5.E a su vez se transformaría en los siguientes precios de producción usando como
numerario el oro a su valor:
Tabla 5.F
En este caso, la plusvalía agregada de la Tabla 5.E sí coincide con la ganancia agregada de la
Tabla 5.F (200), pero los valores agregados (1.250) no coinciden con los precios de producción
agregados (1.390,98). La verdadera razón por la que en su ejemplo se da la doble igualdad agregada
de valores-precios y plusvalía-ganancia no es que se use como numerario una mercancía cuyo precio
de producción coincide con su valor, sino la que los propios autores apuntan una páginas antes: «Sólo
se cumple en el caso particular de que, como equivalente para expresar el valor o el precio de todas las
mercancías, se tome una mercancía cuyo proceso de producción opere exactamente con una
composición orgánica igual a la media de la sociedad» (Fernández Liria y Alegre Zahonero [2010]
2019, 609). Y, como a continuación comprobaremos, ni siquiera eso es lo único que necesitamos
presuponer para que los valores puedan transformarse en precios respetando la doble igualdad
macroeconómica entre valores-precios y plusvalía-ganancia.
Recordemos cuáles eran las condiciones, que ya expusimos en el epígrafe 5.2 del tomo primero
de este libro, para garantizar la doble igualdad agregada.
Sin embargo, si adoptamos todas esas hipótesis, el sistema sigue estando sobredeterminado,
dado que queda reducido a:
Es decir, tenemos un sistema con cuatro ecuaciones y tres incógnitas o, si reemplazamos a p
(cuya definición es la estándar de la tasa de ganancia, esto es, la tasa de plusvalía dividida entre 1 más
la composición orgánica del capital), tendríamos un sistema sobredeterminado de tres ecuaciones y
dos incógnitas.
Para garantizar que el sistema tenga solución, hay que adoptar una hipótesis adicional que
Fernández Liria y Alegre Zahonero no explicitan (agradezco a Álvaro Romaniega Sancho el haber
puesto de manifiesto esta cuarta hipótesis implícita), a saber:
Es decir, que con todas esas hipótesis, el problema de la transformación puede llegar a
resolverse respetando la doble igualdad agregada de valores-precios y plusvalía-ganancia. Pero nótese
las muy exigentes hipótesis que ha habido que adoptar: 1) la composición orgánica del capital del
tercer departamento ha de ser igual a la composición orgánica del capital del conjunto de la economía;
2) la composición orgánica del capital es, además, igual a la tasa de plusvalía multiplicada por el
múltiplo de la suma el capital variable del departamento I y II en relación al del departamento III; y 3)
el dinero ha de producirse en el tercer departamento. En caso contrario, el sistema seguirá
sobredeterminado y la doble igualdad valores-precios y plusvalía-ganancia no se dará. Por
consiguiente, lo habitual será que la transformación de valores en precios no respete la doble igualdad
agregada entre valores-precios y plusvalía-ganancia y que la inexistencia de esa doble igualdad no sea
un problema teórico menor para el marxismo.
O dicho de otro modo, tal como señalan Fernández Liria y Alegre Zahonero, escogiendo el
adecuado numerario siempre es posible que el agregado de los valores sea igual al agregado de los
precios de producción; pero —y éste es el paso en falso que dan— cuando eso ocurra será
extraordinariamente común que la masa de plusvalía no coincida con la masa de ganancia, de modo
que no será obvio «que el plusvalor es el verdadero fundamento de la ganancia» ni que, en
consecuencia, «esa discrepancia cuantitativa es irrelevante: ni plantea ninguna objeción añadida ni
introduce nuevas dificultades» (Fernández Liria y Alegre Zahonero 2010] 2019, 613-614). Que se dé
la doble igualdad agregada entre valores-precios y plusvalía-ganancia será más bien fruto del azar que
de ninguna necesidad económica y, por tanto, no debería considerarse evidente que la plusvalía sea el
fundamento de la ganancia por el hecho de que, por mera casualidad, coincidan en alguna rara
ocasión.
35. Hay que dejar constancia de que a los defensores de la TSSI son contrarios a concepto de precios
de equilibrio general, por cuanto su sistema no tendría por qué conducir, como la solución iterativa de
Shaikh, a unos precios de equilibrio general en el largo plazo (Kliman y McGlone 1988): sus precios
podrían tener un carácter no estacionario (Kliman y McGlone 1999), esto es, que no convergieran ni
oscilaran en torno a ningún promedio. No obstante, la definición de equilibrio que estamos utilizando
en este caso es bastante más modesta y por tanto compatible con la TSSI: tan sólo nos referimos a
condiciones de reproducción simple del sistema a lo largo del tiempo.
36. Marx es bastante explícito a este respecto: «Existe una parte del capital constante que se reemplaza
a sí misma y nunca se vende y que, por tanto, nunca se paga y […] nunca entra en el consumo
individual» (Marx [1862-1863] 1988, 431) […] «[Esa] parte del capital constante […], que no consiste
en nuevo trabajo añadido o en maquinaria, no circula en absoluto sino que […] se reemplaza a sí
misma en su propia producción» (Marx [1862-1863] 1988, 443) […] «Es reemplazada in natura, se
deduce de producción total (Marx [1862-1863] 1988, 449).
Por consiguiente, el capital constante del departamento I son autoconsumos que no representan
nuevo valor añadido y que no entran en la circulación entre departamentos: no llegan a entrar en el
mercado con precio de producción alguno ni tampoco su valor monetario se distribuye en forma de
ingreso monetario. El propio Marx lo describe como un intercambio de capital constante por capital
constante, sin que medie su transformación en ingresos distribuibles (salarios y beneficios) que puedan
ser consumidos: «[Esa parte del capital constante] reemplaza la parte de su propio producto, que no
consiste en ingresos y que no puede ser intercambiada por productos consumibles, [y la reemplaza] in
natura o mediante el intercambio de capital constante por capital constante» (Marx [1862-1863a]
1989, 93).
37. En el período 2014-2021, entre 5 y 18 billones de dólares en bonos cotizaron regularmente con
rendimientos negativos. Es decir, los capitalistas que invertían en tales bonos preferirían asegurarse un
rendimiento negativo antes que atesorar (costosamente) dinero.
38. Martínez Marzoa (1983, 161-162) adopta a este respecto una posición intermedia: si bien niega
que quepa hablar de «clase en sí» en términos objetivos, considera que la comprensión de las
estructuras en las que se inserta el proletariado sí pueden convertirlo en una «clase para sí»:
La burguesía es clase en sí, no para sí […]. Esto no ocurre en absoluto en el caso del
proletariado […]. La operación de vender la propia fuerza de trabajo, en su mera realidad inmediata,
espontánea, todavía no define ninguna estructura. Lo que sí ocurre es que esa operación se entiende,
adquiere un sentido, sólo en la comprensión de la estructura. La identificación con «la sociedad en su
conjunto» o, lo que es lo mismo, la asunción del carácter de clase, se produce aquí en el terreno de la
comprensión, no en el de la mera operación; en el nivel de la inteligibilidad, no en el de la realidad; en
el plano de la conciencia, no de la espontaneidad. En otras palabras: el carácter de clase del
proletariado, a diferencia del de la burguesía, tiene lugar precisamente para sí y no en sí. En el nivel
de lo «en sí», en el mero funcionamiento de la estructura, sólo reside la posibilidad del proletariado
como clase. Que el proletariado se constituya efectivamente como clase, sólo tiene lugar a través de la
conciencia, esto es: en el plano de lo «para sí».
Pero si la comprensión de esas estructuras, a la luz del socialismo científico de Marx es una
mala o incompleta comprensión de la realidad, entonces el proletariado se constituirá como una clase
social basada en una falsa conciencia.
39. Skott (1992) demuestra que puede haber una limitada tendencia a la reducción de la tasa general
de ganancia en el caso de competencia imperfecta: si la composición orgánica del capital es
inicialmente baja y subóptima, entonces la tasa general de ganancia se reducirá conforme aumente la
composición orgánica del capital. Pero la reducción no será ilimitada, sino que tenderá a converger
asintóticamente con un valor de equilibrio a largo plazo. Por consiguiente, en competencia imperfecta
no habría ninguna tendencia a la reducción de la tasa general de ganancia una vez alcanzado cierto
valor mínimo.
40. Shaikh (1978; 2016, 317-321) presupone que la competencia entre capitalistas les inducirá a
escoger aquella técnica productiva que minimice sus costes de producción y, por tanto, que les permite
vender a menores precios que sus competidores, aun cuando ello suponga que sus tasas de ganancia
caigan. Este argumento es, sin embargo, problemático por su definición de coste unitario de
producción. Shaikh (2016, 28) define el coste unitario de producción como la suma de los consumos
intermedios, de los salarios y de la depreciación del capital fijo por unidad de mercancía. Deja fuera de
esta definición el coste de oportunidad del capital (o lo que en terminología financiera
denominaríamos WACC, coste medio ponderado del capital) (Brealey, Myers y Allen [1970] 2020, 26,
229-232). Por ejemplo, para Shaikh (2016, 319-320), una empresa que produzca hierro a un coste
unitario (consumos intermedios, salarios y depreciación del capital) de 3,073 dólares tiene costes
inferiores a los de otra empresa que produzca hierro a un coste unitario de 3,39 dólares… aun cuando
la primera empresa necesite inmovilizar un capital fijo de 5,587 dólares por unidad y la segunda no
requiere de ningún capital fijo. Pero inmovilizar un capital de 5,587 dólares por unidad de hierro tiene
un coste, vinculado al tiempo de espera y al riesgo asumido, que Shaikh no explicita y, al no
explicitarlo, puede terminar seleccionando técnicas de producción que no minimizan realmente los
costes unitarios por empresa. Verbigracia, si el coste del capital fuera del 10%, el coste unitario de la
primera técnica productiva habría que incrementarlo en 0,587 dólares, de modo que la segunda técnica
productiva (la que no emplea capital fijo) ya resultaría menos costosa que la primera.
El coste del capital es en ocasiones explícito, como cuando una empresa obtiene financiación y,
por tanto, ha de remunerar monetariamente a sus prestamistas por ese tiempo de espera y por el riesgo
asumido, mientras que en otras ocasiones sólo es implícito (cuando son los accionistas quienes aportar
su propia financiación), esto es, sólo aparece como una rentabilidad mínima exigida por unidad de
capital invertido (Brealey, Myers y Allen [1970] 2020, 232-235). En equilibrio intertemporal, la tasa
de ganancia de una industria después de considerar su coste de capital ha de ser igual a cero (Lewin y
Cachanosky 2020, 98). Si la tasa de ganancia, después de considerar el coste del capital, es positiva,
entonces es que existen beneficios extraordinarios que, si no existen restricciones a la competencia,
han de terminar desapareciendo; si la tasa de ganancia, después de considerar el coste del capital, es
negativa, entonces existen pérdidas o beneficios insuficientes como para compensar a los capitalistas,
de modo que ese modelo de negocio terminará siendo abandonado (no se reinvertirá en él). En todos
los ejemplos que emplea Shaikh para ilustrar que la competencia en costes puede llevar a una caída de
la tasa general de ganancia sin aumento de los salarios reales, si se explicita un coste de capital igual a
la tasa general de ganancia, ningún capitalista adopta las técnicas supuestamente menos costosas (en el
caso anterior que hemos citado, Shaikh presupone una tasa general de ganancia del 16%, por lo que, si
el coste del capital también fuera ese 16%, ningún capitalista adoptaría la técnica intensiva en capital
fijo porque no cubriría costes); de modo que sus ejemplos sólo son válidos si presuponemos que el
coste de capital es inferior (en ocasiones, muy inferior) a la tasa general de ganancia (definida sin
considerar el coste del capital), lo que equivaldría a presuponer que la economía no está en equilibrio
intertemporal. Y el Teorema de Okishio es un teorema sobre la evolución de la tasa general de
ganancia de equilibrio. Okishio no postula que una tasa transitoria de ganancia no pueda descender.
De ahí que el argumento de Shaikh en realidad ni siquiera sea una crítica al Teorema de Okishio como
tal.
Nakatani (1980), por su parte, considera que su argumento (similar al de Shaikh) sólo es válido,
en equilibrio, si adicionalmente se abandona el supuesto de salarios reales constantes: los salarios
reales tenderán a aumentar precisamente como resultado de la reducción de precios por la competencia
feroz entre capitalistas. Pero en ese caso lo que hace caer la tasa general de ganancia es el incremento
de salarios reales y no la competencia como tal (puede haber aumento de salarios reales sin
competencia y puede haber competencia sin incremento de los salarios reales).
41. La estimación empírica de la tasa general de ganancia es problemática por escasa disponibilidad de
datos desagregados. En nuestro caso, la hemos definido, a partir de las estadísticas de Contabilidad
Nacional, como:
Los datos del excedente neto de explotación (serie UQND), del stock de capital fijo (serie
OKND corregida por PIGT) y de la remuneración de los asalariados (serie UWCD) pueden obtenerse
directamente de AMECO, la base de datos macroeconómicos de la Comisión Europea. Los consumos
intermedios (que coincidirían con el capital constante consumido durante un año) pueden obtenerse de
Eurostat y, para EE. UU., del Bureau of Economic Analysis. La elección que hemos efectuado no deja
de ser problemática porque el excedente neto de explotación incluye las llamadas «rentas inmobiliarias
imputadas», que no son auténticas rentas monetarias sino imputaciones de ingresos a los propietarios
de su vivienda habitual; asimismo, el stock de capital fijo también incluye el stock de viviendas
residenciales que no circulan en el mercado como capitales. Tanto el numerador como el denominador
están, pues, distorsionados por esos dos factores no mercantiles.
No obstante, si alternativamente definimos la tasa general de ganancia más estrictamente tal
como la definía Marx:
Y calculamos la tasa general de ganancia así definida en EE. UU. (no sólo la principal
economía capitalista global, sino también una de las pocas que ofrece datos históricos suficientemente
desagregados como para posibilitar ese cálculo), entonces comprobaremos que tampoco se aprecia
ninguna reducción tendencial de la tasa general de ganancia durante los últimos 40 años.
Sin embargo, lo que un día fue un adjetivo calificativo que designaba una
realidad muy concreta de la Europa de entreguerras, hoy en día se emplea
como epíteto descalificativo de forma muy laxa y para denigrar al adversario
político.
En este libro, dos historiadores expertos en las guerras y dictaduras del siglo
pasado desgranan las nuevas narrativas que estructuran el debate político
contemporáneo y estudian si la revitalización de los fenómenos políticos
nacionalistas y xenófobos se corresponde realmente con el contexto
originario en el que tenía sentido usar el término fascista.
Las malas noticias son omnipresentes en las televisiones, los periódicos y las
conversaciones. Sea por razones económicas, políticas o debido a catástrofes
naturales, parece que nuestro mundo va cada vez peor. Sin embargo, eso no
es cierto. El progreso que la humanidad ha experimentado en las últimas
décadas ha sido asombroso y no tiene precedentes. Y así lo demuestra el
detallado examen que Johan Norberg hace en este libro de las cifras oficiales
de organizaciones internacionales como Naciones Unidas, el Banco Mundial
o la Organización Mundial de la Salud.
Nuestra percepción puede decirnos que todo va mal, pero los datos indican
que el mundo mejora y que lo hace, en muchas ocasiones, para aquellos que
se encuentran en un peor punto de partida: en casi todos los rincones del
mundo la gente vive más años, con mayor prosperidad, más seguridad y
mejor salud.
Por supuesto, ni todos los problemas han sido resueltos ni todas las partes
del mundo pueden compartir este optimismo. Pero en la mayoría de los
casos sabemos, al menos, qué herramientas pueden ayudarnos; muchas
veces, una tecnología tan simple como la que permite el acceso al agua
potable y sistemas de fontanería domésticos puede marcar una enorme
diferencia. La educación y la nutrición son también claves y constituyen
indicadores que mejoran. Nada debería hacernos pensar, en consecuencia,
que el mundo del futuro va a ser peor que el actual. De hecho, y como nos
recuerda Norberg en las páginas de este libro, vivimos en la mejor época de
la humanidad.
En esta colección de ensayos, Ayn Rand y sus colegas definen una nueva
visión del significado del capitalismo, su historia y sus bases filosóficas, y se
proponen demoler muchos de los mitos que lo rodean.
Los tiempos que vienen serán radicalmente diferentes a los que hemos
vivido hasta ahora, pero se parecerán mucho a otras etapas de la historia.
Esta es la principal conclusión a la que ha llegado el experto inversor Ray
Dalio, después de un titánico estudio de episodios análogos al presente en
los últimos quinientos años: los ciclos históricos siempre han sido muy
similares entre ellos.
En este libro encontraremos una panorámica global de las fuerzas que han
impulsado históricamente el éxito de los países y su posterior decadencia. La
historia se repite, sostiene Dalio, en un «Gran Ciclo arquetípico»: todos los
nuevos imperios han vivido una fase de liderazgo, crecimiento pacífico y
prosperidad; una pérdida de competitividad y productividad, con una crisis
fruto de la sobreexpansión; y un periodo de declive, en la forma de pérdida
de poder financiero, conflictos internos y guerras o revoluciones. Todas estas
«señales», que podemos identificar también hoy, preludian la consagración
de la nueva potencia mundial, reiniciándose de nuevo el «Gran Ciclo».
Basándose en este descubrimiento de los patrones del cambio económico y
social, Dalio aspira también a brindar algunas valiosas pistas, para líderes
políticos y empresariales y para todos nosotros, sobre cómo puede ser el
futuro próximo. El «Steve Jobs del mundo de la inversión», como ha sido
apodado, nos ofrece un mapa incomparable que nos permitirá anticipar el
porvenir a partir del estudio del pasado.