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ISBN: 978-84-9116-107-3
Simon Moore
Simon Moore
Agradecimientos
He leído las obras en su versión original en inglés o en sus traducciones: en
este último caso, una limitación obvia. Gran parte del valor debe atribuirse a
los amigos, colegas y familia que han contribuido a él de una forma directa o
indirecta. Uno de ellos es sin duda Kevin Moloney de la Universidad de
Bournemouth y editor de la colección en la que aparece este libro. A él se
debe la idea de un libro como este—aunque la selección de los autores y la
responsabilidad por cualquier error asociado son enteramente mías—. La idea
surgió durante una conversación almorzando después de mi presentación de un
trabajo sobre El príncipe de Maquiavelo y la Utopía de Tomas More, en el
excelente congreso anual que la Universidad de Bournemouth organiza sobre
la historia de las relaciones públicas. Ninguna colección podría desear a un
editor más reflexivo y perspicaz. Mi única protesta es que no nos viéramos
más a menudo. Lo mismo puede decirse del equipo de Routledge: Jacqueline
Curthoys, Sinead Waldron, Paola Celli y Kris Wischenkamper.
También estoy agradecido a los críticos anónimos de la propuesta original, y a
Eric Austin, Bernie Kavanagh, Bruce MacNaughton, Ruth Macsween, Sean
McDonald, Graeme Mew, Norine den Otter, Cliff Putney, Roger Richer,
JavedSiddiqi, Terry Skelton, muchos otros amigos y a mis hijas Sophie,
Imogen e Isobel. Mi esposa, Sandra den Otter, ha sido de un incalculable valor
para este proyecto. En raras ocasiones se cruzan nuestros caminos
académicos, pero en esta ocasión lo hicieron, así que debo darle las gracias
desde una vertiente académica y personal.
Capítulo I
Relaciones públicas y la historia de las ideas
Las relaciones públicas (RR. PP.) tienen una historia y una prehistoria. Las
RR. PP. también deben reflejar las condiciones sociales. Estas comunes
observaciones se aplican a muchas actividades, pero quizás a las RR. PP más
que a ninguna. Las RR. PP. deben estar muy alerta a los cambios que se
producen en el modo en que las personas se ven a sí mismas colectiva e
individualmente, y a cómo utilizan la tecnología y se organizan en grupos para
cumplir con las funciones sociales. Esta actividad verdaderamente pública
deja una huella histórica que es intelectual además de táctica y tecnológica.
El método básico de las RR. PP. se ha seguido desde tiempos antiguos, pero
durante la mayor parte de este tiempo no ha gozado del dudoso privilegio de
tener un nombre. En el último siglo y medio los profesionales de esta materia
han recibido varios apelativos (entre ellos agentes de prensa, propagandistas,
publicistas), que han ido cambiando con el nacimiento de la profesión. Es muy
poco probable que el nombre actual vaya a durar para siempre, pero la
actividad sí continuará existiendo, y generará nuevas especializaciones y
tácticas conforme cambien las organizaciones, las sociedades y la
comunicación. El cambio mantiene alerta y viva la actividad. Lo que
generalmente se conoce como RR. PP. y sus especializaciones, desde la
comunicación de crisis y los asuntos públicos hasta las RR. PP. digitales o de
entretenimiento, prosperará mientras exista una organización que tenga algo
que necesite contar o ser escuchado por numerosas personas, y deberá estar
alerta para hacerlo de mejor forma posible.
Aquí se prefiere el término «obras» a «libros» por ser más preciso, aunque
insatisfactorio. Algunos de estos pensadores no crearon libros, sino ensayos,
manifiestos, tesis, manuscritos incompletos u observaciones que fueron
registrados por otras personas. No toda esta producción se consideraría
académica según los inimaginativos estándares actuales. Con ello surge una
pregunta: ¿por qué estos diez pensadores y no otros?, ¿son los diez top? La
respuesta solo puede ser que no existen los diez mejores, pero que si
existiesen, estos autores estarían compitiendo por ocupar uno de los puestos en
la clasificación. Los humanos, gracias a Dios, no pueden ser clasificados con
tanta precisión. Quizás los grandes pensadores sean los que menos puedan
clasificarse puesto que tienen la costumbre de escapar de los parámetros que
definen la grandeza o la influencia en un momento determinado. He
seleccionado autores que espero que sean interesantes y que han tenido una
inmensa influencia en las organizaciones, la sociedad, el poder y finalmente
las RR. PP. Existen otros: no muchos, pero otros, y esperamos que se lleven a
cabo más estudios. Debo confesar que mientras escribía este libro me ha
costado, y en ocasiones no lo he conseguido, ignorar a ciertos autores, uno o
dos de ellos sobre los que ya había escrito con anterioridad: entre ellos
Kierkegaard, Maquiavelo, Thomas More, Wittgenstein. Bastante espacio y
atención requerían y merecían las diez obras elegidas aquí, sin embargo fue
Kierkegaard quien en 1847 quizás concedió a la comunicación pública
gestionada su más clara raison d’être, y por consiguiente, a todos los libros
basados en las RR. PP.: «Hay una forma de ver la vida que sostiene que donde
está la multitud, también está la verdad, que es una necesidad en la verdad
misma, que debe contar con la multitud a su lado» (Kierkegaard, 2009, «There
is a»).
Además es inútil buscar un punto de origen o una línea de descendencia única,
inalterable y cristalina, tan inútil en las RR. PP. como en cualquier otra
actividad, tecnología o persona. Existen demasiados puntos de origen en todas
las cosas de la vida, y seleccionar uno, dos o tres fragmentos de hueso en el
inmenso valle del Rift de la historia de la humanidad no puede conducirnos a
un linaje exacto…, pero sí podemos toparnos con una ancha corriente fluyendo
aguas abajo. Por esta razón, las ideas contenidas en estos trabajos perseguían
un conjunto de temas que culminaron en gran parte de lo que vemos hoy en día
en el mundo de la gestión de la percepción. Se puede decir que tales ideas
fueron más influyentes en las RR. PP. que muchos académicos y críticos
modernos de la materia.
Quizás un enfoque tentativo, indagador e incluso impresionista sería el más
adecuado para este libro, como debería serlo para la materia en general. Las
RR. PP. saben, o deberían saber, lo difícil que es definir a las personas,
caracterizar los productos, las ideas y los deseos. Como historiador que
escribió una vez sobre la práctica comunicativa en el pasado, así lo siento y
me reconforta, por ser un signo de la autonomía humana, y de hecho uno de los
temas en este libro es el impacto de la comunicación gestionada sobre la
autonomía humana. Las diferentes opiniones sobre esta cuestión dieron forma a
los enfoques de cada obra, tal vez incluso a sus respectivas filosofías tanto
como a sus formas de ver la comunicación. Sus enfoques son muchas veces
preceptivos, algunas veces sumamente preceptivos, ya que no pretenden
estudiar el mundo y sus sucesos, sino ofrecer políticas concretas. Aquí no
existen torres de marfil (aunque cuando pienso en los ensayos que Michel de
Montaigne escribió en su retiro cerca de Burdeos, hay que decir que al menos
ciertas torres sí debieron inspirar obras valiosas). Preceptivas o no, estas
obras no pudieron evitar que la autonomía individual, o la contradicción, se
afirmara a sí misma; una contradicción que levanta más preguntas de las que
responde y que podría confundir en última instancia los intentos de gestionar
la percepción pública de forma demasiado cercana o «científica». El notable
historiador del siglo XX G. M. Trevelyan hizo una útil observación sobre esa
tendencia en una conferencia ante la Liga Nacional del Libro de Gran Bretaña,
dos semanas después del fin de la Segunda Guerra Mundial:
Si investigas sobre un átomo habrás investigado sobre todos los átomos, y lo que es
cierto sobre los hábitos de un petirrojo es en gran medida cierto sobre los hábitos de
todos los petirrojos. Sin embargo, la historia de la vida de un hombre, o incluso de
muchos hombres individuales, no te contará la historia de la vida de otros hombres.
Es más, no es posible hacer un completo análisis científico de la historia de la vida
de ningún hombre. Los hombres son demasiado complicados, demasiado
espirituales, demasiado diferentes para un análisis científico. (Trevelyan, 1945, p.
12)
Varias de las obras incluidas en este libro se escribieron para imponer una
mayor uniformidad en las sociedades, debido a que los autores creían que
convertirían a dichas sociedades en lugares mejores, especialmente las que
vivían en tiempos revueltos —aunque, ¿cuándo no ha habido tiempos
revueltos? Otras se escribieron para recuperar la autonomía individual, por la
misma razón y en las mismas condiciones de agitación o peligro. La gran
variedad de enfoques que adoptaron aconseja que cierta cautela respecto a las
recomendaciones que hacen sea a veces necesaria. Podemos ser más rotundos
en cuanto a su impacto e influencia sobre lo que podríamos llamar la
comunicación pública gestionada, a falta del surgimiento de las RR. PP. como
nombre o profesión, aunque no como actividad, puesto que esto último ya ha
ocurrido.
En cualquier caso «comunicación pública gestionada» será el nombre por el
que se apuesta mayormente en este libro, por las razones ya expuestas. Con
respecto a esta cuestión del nombre, no obstante, debo admitir que siento un
poco lo mismo que Edmund Blunden en su poema de la Gran Guerra,
«Nomenclatura de trincheras»:
¡Ah, esos nombres y fantasmas! ¡Nombre sobre nombre! ¿Qué hay en un nombre?
De una lámpara maravillosa salió el genio en su nube de horror. (Blunden, 1976, p.
90)
Una alternativa, las «proto-RR. PP.», tiene fuertes reclamos, pero en este
contexto parece demasiado enfocada a las propias actividades. Junto con los
autores que aquí se estudian también exploraremos sus conceptos sobre la
sociedad y su importancia en las RR. PP. Espero que el lector capte las
implicaciones, por ejemplo, de las ideas de Confucio para la conformación de
las percepciones sociales a través de la comunicación pública gestionada, y
que también vea que son antecesoras directas de las RR. PP. de hoy en día, y
que tienen algo que decir sobre estas; sin embargo, las RR. PP. modernas no lo
son. Si dar un nombre es necesario, no lo es un limitativo exceso de exactitud.
Un sistema taxonómico basado en la nomenclatura siguiendo las líneas de
Linneo podría obstruir la comprensión histórica e ignorar ese borroso campo
de debate donde florecen las ideas y surgen los cambios.
No obstante, todos estos escritores trataron en profundidad la gestión de la
comunicación. Ninguno pudo ignorarla. El «gobierno invisible» de Edward
Bernays (Bernays, 2005, «La conciencia y») con frecuencia o siempre está
presente, a menudo de una forma verdaderamente muy visible en su trabajo,
incluso si se pierde en el copioso análisis académico posterior. En todos los
casos los pensadores consideran que la gestión de las percepciones sociales
por parte de la comunicación a gran escala es crucial. Puede decirse que su
propio pensamiento no estaría completo sin ella, tanto como puede decirse que
su pensamiento, a su vez, la ha conformado. En cuanto a las RR. PP., creo que
estas diez obras han influido en nuestra visión de la sociedad, en lo que
constituye el público, en lo que ese público necesita percibir y cómo debería
aprender de ello, y en qué organizaciones deberían realizar esta comunicación.
Estas obras constituyen los orígenes intelectuales e históricos de las RR. PP.,
pero como ya he dicho, existen también otras.
«¡MaestroZeng!» le dice Confucio a uno de sus discípulos «Todo lo que yo
enseño puede ensartarse en un simple hilo» (Slingerland, 2003, 4.15). Esto
vale también para las obras estudiadas aquí. Contienen grandes ideas fáciles
de entender. Las grandes ideas suelen ser simples y pueden expresarse con
simplicidad. Los embrollos y las complejidades vinculadas a ellas son a veces
el resultado de pensadores menos liberados que se exceden al pensar en esa
simplicidad, o que quizás no se atreven a expresarla. La subyacente
simplicidad de estas ideas es lo que explica su prolongada popularidad.
También es evidente para el estudiante de RR. PP. que la existencia y el tipo
de comunicación gestionada que los autores conciben para sus «grandes
ideas» dice mucho sobre qué tipo de sociedad era probable que se produjera.
Los métodos utilizados para propagar la legitimidad de una sociedad son casi
tan reveladores como las grandes ideas mismas. Quizás esta aproximación está
infravalorada por el alumnado de economía política, y por cualquier
profesional de la política y los negocios mal orientado que insiste en ver las
RR. PP. como si no fueran más que un medio de reparto, o algo relacionado
con el marketing, incluso en los albores de la Revolución de la Información,
cuando su autoridad generalizada se los queda mirando a la cara.
¿Qué temas de utilidad relacionados con las RR. PP. contienen estas obras?
Algunos que preocupan y otros que hoy fortalecen esta materia: la relación
entre lo individual y lo colectivo, expresado en la creación de los públicos
más adecuados para recibir ciertos mensajes; el equilibrio de poder entre lo
que puede llamarse aproximación «científica» y aproximación «no científica»
a la comunicación pública; opiniones sobre los mensajes y medios que mejor
conectan con los públicos objetivo; el problema de mantener la libertad sin
uniformidad, y de utilizar la comunicación para conseguir orden del caos.
Todas estas obras se interesan por la relación comunicativa entre el Estado y
los ciudadanos, o sujetos. Esto es así porque durante muchos siglos solamente
el Estado —y la religión organizada y respaldada por el Estado— podía
dirigir los recursos para una comunicación a gran escala, y también porque la
principal necesidad de la sociedad era el orden. Esta necesidad preocupa las
obras más antiguas de las estudiadas aquí. ¿Cómo conseguir dicho orden?
¿Difundiendo la justicia, o la virtud, o la piedad, o la armonía? Casi
inmediatamente nos enfrentamos al problema de la gestión de la percepción.
Mucho más tarde, aparece un nuevo factor: el surgimiento de la producción
industrial a gran escala, que lleva a una urbanización intensiva y a más poder
para percepción gestionada colectivamente. La mayoría de los últimos autores
—Mill, Hayek and Jung— lo ven como un problema; otros —Marx, Engels y
Gandhi—, como una oportunidad; Von Clausewitz, como una necesidad.
He optado por tratar cada libro por separado y en orden cronológico en lugar
de contrastar y comparar temas concretos. Una razón para ello es que las obras
son famosas por derecho propio y son el resultado de un pensamiento
sumamente original. Me declaro creyente convencido de que existen «grandes»
hombres y mujeres en la historia, y de que no son solo el resultado de unas
condiciones sociales determinadas. A dos de los pensadores de este libro se
los recuerda y estudia 2.500 años después de su muerte, y el resto ha
desarrollado o parece que va a desarrollar similar poder de perdurabilidad.
Será muy positivo para las RR. PP., en tanto que disciplina académica y
profesional, reflexionar sobre el lugar que ocupan en la obra de estos
pensadores. El carácter individual importa: en vida o póstumamente varios de
los autores se convirtieron en activos de las RR. PP. con una valiosa «equidad
de las RR. PP.» creada a partir de sus personalidades reales o imaginadas por
las generaciones posteriores. Otra razón para adoptar este enfoque es que sus
ideas a menudo influyen de forma única más que colectivamente. Alguna veces
se desarrollan temas comunes, y se siguen aquí, pero otros que no deben
pasarse por alto son exclusivos de los autores. Esta es la razón por la que es
importante situar las obras en el contexto de su tiempo, para poder entender
qué ideas trascienden el tiempo y cuáles (no menos valiosas) nos ofrecen algo
porque están arraigadas en la experiencia contemporánea del autor.
Cada obra, al estar asentada en su propio marco temporal, representa una
nueva fase para pensar sobre nuestra relación con la comunicación gestionada.
Sin embargo, las Grandes personas, en efecto, permanecen hasta cierto punto
más allá de tendencias. Crean y construyen nuevas estructuras, además de
restaurar otras ya existentes. La grandeza no siempre está relacionada con la
novedad. No son necesariamente individuos sin tacha ni tampoco lo son sus
obras, ni por parte de los menos que perfectos estándares de nuestra propia
era cruel, o más importante aún, ni por los estándares absolutos y eternos de la
dignidad humana, pero eso es irnos por las ramas y olvidar lo importante, que
es su valor como sujetos para el estudio de la comunicación.
Así pues estos autores y estas obras nos hablan acerca de los orígenes de las
ideas y acciones de las RR. PP., sobre aspectos de las RR. PP., porque ofrecen
recetas para la sociedad y no pueden obviar de ninguna manera la cuestión de
la comunicación. Solo uno de los pensadores, al-Farabi, intenta borrarla al
máximo, pero naturalmente fracasa por completo. Los demás reconocen que el
control total es más útil, o proponen formas de entender e influir en los
procesos existentes. Sus propuestas para la comunicación ayudan o entorpecen
sus ideas, y debemos recordar que en casi todos los casos fueron adoptadas
por, o impuestas a, miles de millones de personas a lo largo del tiempo y del
espacio. Lo que proponen para la comunicación es de hecho esencial para su
propio éxito, y para el futuro de las personas sometidas a sus
recomendaciones.
Por este motivo, parece útil incluir un enfoque que se oriente concretamente a
lo que se dice sobre público y mensajes claves, estrategia, plataformas de
medios, especialmente porque otra característica que comparten estas obras es
que no pueden obviar estas cuestiones, aunque no necesariamente en el orden
anterior, ya que, reiterando lo dicho, los autores necesitan hablar sobre
comunicación entre organizaciones y público. La organización que cada autor
—salvo Lutero, Gandhi y posiblemente Marx y Engels— considera su
prioridad es el Estado y lo que este tiene que hacer a la gente para gobernar, a
veces justa y virtuosamente. El enfoque hacia los «públicos objeto» se va
sofisticando con el tiempo, como veremos, y poco a poco se va orientando
hacia la búsqueda de una relación adecuada entre el público y las
organizaciones.
No pensemos ni por un momento que las obras más cercanas a nosotros en el
tiempo o el espacio (cualquiera que pudiera ser nuestro espacio en concreto)
sean siempre las más importantes.
Este no es ciertamente el caso, sobre todo porque muchos de los principios y
contradicciones que afrontan hoy día las RR. PP. fueron percibidos muy pronto
al surgir las sociedades altamente estructuradas. Citaré una frase de Churchill
que ya he utilizado en otras ocasiones: «Esa es la sabiduría del pasado, puesto
que no toda la sabiduría es nueva sabiduría» (Hansard, 1938, col. 367).
Las obras construyen una «filosofía de las RR. PP.» relajada a partir de
diferentes temas. Algunos describen una sociedad ideal; otros aceptan el
mundo tal y como es, y ofrecen unas pautas para reformarlo o prosperar en él.
Algunos toman una perspectiva colectiva y comunitaria; otros se concentran en
el individuo. Varios de ellos son activamente políticos y abordan la esfera
pública; otros abogan por una ilustración desde el interior. Dos exploran la
intersección entre sociedad, comunicación y economía, y uno de ellos la
intersección entre el Estado, la comunicación y las fuerzas armadas. Varios se
dirigen a una determinada cultura y creencia; otros tratan de la humanidad en
circularidad. Las RR. PP. no pueden ignorar por completo este tipo de temas.
Debido a que los elementos de RR. PP. evolucionan en las obras seleccionas
para el estudio, deberíamos preguntarnos también si tales obras han tenido una
fuerte influencia, aunque haya pasado desapercibida, en la historia de las
ideas. Deseo sugerir que sí la han tenido. Gran parte del pensamiento y del
continuo impacto de las personas aquí estudiadas están determinados, de
hecho —inevitablemente, como hemos mencionado—, por la actividad que
ahora conocemos como RR. PP., pero para la cual no ha existido nombre
durante gran parte de la historia de la humanidad. Estas obras reaccionan al
control de la comunicación por parte de ciertas organizaciones; cómo esas
organizaciones se comunican en la actualidad, cómo deberían comunicarse y
las implicaciones para los públicos a los que pretenden llegar. Desearía
explorar cómo sus ideas se ven afectadas por su forma de considerar la
práctica de la comunicación y su relación con los problemas de libertad.
Aquellos pensadores que realmente defienden el cambio también proponen una
estrategia de comunicación, que a menudo tiene que ver con el uso creativo de
múltiples plataformas de medios y la cuidadosa coordinación de poderosos
mensajes. Muchas de aquellas recomendaciones han dejado legados
operacionales creativos y con frecuencia inesperados para ser considerados
por las RR. PP., pero ha sido sin duda un proceso de doble dirección.
Efectivamente, las relaciones públicas han contribuido a la historia de las
ideas, que académicos y estudiantes deben comprender para percibir la
naturaleza sustancial de este campo.
Por consiguiente es posible que las RR. PP. puedan ayudarnos a reconsiderar a
los propios pensadores. Platón, por ejemplo, ha sido considerado como un
esencialista, que busca un ideal y una esencia subyacentes en todas las cosas.
Esto lo hizo atractivo a los posteriores estudisos de la tradición cristiana y,
como veremos con al-Farabi, dentro de la filosofía islámica. Las
recomendaciones sobre comunicación de Platón para una ciudad ideal ofrecen
una impresión diferente de él, como de hecho el propio Platón hace en
Parménides cuando Parménides le hace a Sócrates la famosa observación
sobre el problema de aplicar el esencialismo a: «Las cosas que podrían
parecer absurdas, como el cabello, el barro y la suciedad, o a cualquier otra
cosa totalmente carente de dignidad o valor». El Sócrates de Platón se
mantiene en su principio, pero añade: «No es que la idea de que la misma cosa
pueda sostenerse en todos los casos no me haya preocupado de vez en cuando»
(Cooper, 1997, 130c–d). Sospecho que las «RR. PP. platónicas» (es una
pequeña broma) también descubren otras luchas del propio Platón sobre este
tema y ponen de manifiesto una diferencia bastante notable entre su búsqueda
filosófica de las formas ideales y su búsqueda práctica de objetivos políticos.
Volviendo brevemente al tema de los nombres, se verá que hoy en dia, algunas
de las reflexiones y propuestas incluidas en las obras se llamarían
propaganda, relativa a la creación de un monopolio publicitario supuestamente
en interés de los públicos destinados a recibirla. Pocas dudas caben de que
los orígenes de las RR. PP. residan en esta faceta de su actividad, cuyo rastro
se puede seguir hasta el surgimiento de estados complejos con ciudades,
burocracias y una poderosa organización religiosa. Se trata de un antecesor de
las RR. PP. modernas, por lo menos tanto como los agentes de prensa del siglo
XIX, un hecho que la investigación moderna en la historia de las RR. PP. ahora
reconoce, heredando un estudio histórico pionero en este campo que Edward
Bernays incorpora en su libro de 1952 Public Relations. Su libro Propaganda
de 1928 fue en parte un vano intento de resucitar una palabra que estaba
adquiriendo mala fama y que los críticos vinculaban a los intentos unilaterales
del gobierno, plutócratas y movimientos sociales de confundir o controlar a la
sociedad. El término relaciones públicas poco a poco fue ocupando su lugar.
Posteriormente se le atribuyó a Bernays el mérito de ello, aunque algunos
personajes de su generación, entre ellos varios de los citados en este libro,
continuaron empleando la palabra propaganda, a menudo, pero de ninguna
manera siempre, en la crítica.
También son sugerentes ciertos temas de menor importancia. Por ejemplo, el
hecho de que las obras adopten lo que podría llamarse un punto de vista
orgánico de la sociedad, siguiendo la tendencia clásica hasta los tiempos de
Lutero, que la ve como un cuerpo humano, que goza de buena salud y está
sujeto a episodios de enfermedad. «¡Oh mi pobre reino, enfermo de golpes
civiles!» gritaba el Enrique IV de Shakespeare, también sucumbiendo a la
enfermedad (Henrique IV, Parte 2, Acto IV, Escena V), y en mayor o menor
grado esta es la visión que adoptan las primeras cinco obras. La comunicación
pública gestionada era la cuchara que llevaba la medicina de la filosofía hasta
el doliente Estado y sus habitantes. También era la miel que haría de la
medicina algo sabroso. Esto lo vemos una y otra vez en la atención que se
presta en las primeras de estas obras al lenguaje del cuerpo humano, de la
enfermedad y la salud, y su relación con la comunicación. Más tarde el
lenguaje cambia y la «gente corriente» (término que tomo prestado de
Confucio) o las personas de plomo y bronce (dicho en La república de Platón)
comienzan a controlar más sus asuntos políticos, económicos y religiosos e
incrementan su propia actividad de comunicación pública, no solo como
individuos sino también como miembros de un grupo. Las obras de este libro
se van alejando de una perspectiva orgánica de la comunicación para
acercarse a una que incorpora construcciones «no naturales»: burocracia, las
ciencias sociales y otras, y la planificación. Los pensadores a partir de Mill en
adelante se enfrentan a las RR. PP. emergentes o desarrolladas como una
actividad que incide una y otra vez en sus pensamientos de forma directa y
evidente. Deben afrontar la cuestión de qué hacer al respecto como una
práctica ubicua de las sociedades altamente tecnocráticas.
Una preocupación que surge en prácticamente todas las obras podría
describirse, con precaución en algunos casos, como espiritual. Cuando
Confucio, al-Farabi, Gandhi, Jung o incluso Marx y Engels escriben sobre la
comunicación, la están utilizando en nombre del Estado para reequilibrar el
bienestar espiritual de su público y con ellas a la sociedad en general. Marx y
Engels hablan de forma casi lírica —aunque vaga— sobre la felicidad
personal que debe alcanzarse. Confucio y al-Farabi son más precisos, aunque
difieren en los detalles. Gandhi y Jung relacionan la comunicación pública
más directamente con la espiritualidad individual, y evitando al Estado con el
que a menudo se muestran críticos. Lutero reemplazaría los medios y los
mensajes actuales en su tiempo, y organizados en torno a la Iglesia católica. En
lugar de ello habría otra posibilidad para la comunicación pública: más crítica
e intensa, convocada desde las experiencias profundamente personales y las
búsquedas espirituales. Hayek haría más o menos lo mismo, aunque su objeto
es el estatismo y sus adeptos, y su objetivo es restaurar otra forma de
actividad económica, en parte por pensar que sería el mejor modo de
preservar y hacer crecer la libertad individual. Clausewitz se preocupa por la
movilización de la voluntad colectiva de la nación, para mantener sus fuerzas
en medio de la tempestad de lo que se había convertido en una guerra entre
pueblos, no solo entre dinastías y dictadores. Esta idea es predecesora de la
guerra moderna como una cruzada integral con la que está comprometida una
sociedad entera. Esta es la principal lección de En guerra, más que la
tecnología armamentística o las matemáticas de maniobra. Quizás los menos
espirituales en términos de RR. PP., a excepción de Hayek, son Platón y Mill.
En La república de Platón la religión y los mitos de un pueblo no siempre se
tratan como verdades irrefutables, sino adaptadas a los medios que las
comunican y a las necesidades políticas de la ciudad. Sobre la libertad de
Mills se centra casi por completo en cuestiones seculares y cívicas, y en el
problema de los medios de comunicación en la sociedad civil. Mill no muestra
interés en alterar la creencia de perfeccionar un Estado o «espiritualizar» a
sus ciudadanos. Merece la pena comprender la dimensión espiritual que existe
en estas obras y en lo importante que es históricamente para la función de las
RR. PP., cuya capacidad más potente es tal vez que puede despertar públicos
al ir más allá de cuestiones mundanas como la política, los productos, o la
calidad del servicio y los precios. Es un error omitir esa dimensión en los
estudios sobre el potencial del campo y los problemas que plantea, y las obras
aquí incluidas no cometen dicho error.
Todavía podemos seguir el rastro cronológico de otra repetición, que me
atrevo a llamar «menor», y se trata de nuestro cambiante punto de vista sobre
la propia comunicación, que pasa de ser la el sirviente de la Gran Idea a
convertirse en «La Idea» misma, que define si las personas son o no
autónomas y, por consiguiente, libres. Empezando por Confucio y terminando
por Jung, es posible seguir este proceso y el creciente debate entre lo que
podría llamarse sin ambages «RR. PP. virtuosas» o «RR. PP. no virtuosas». En
el siglo XX las posibilidades seculares identificadas por Platón podrían
aplicarse ampliamente, y no solo por los Estados. Esto introduce una
repetición más de las obras: un lento despertar a lo largo de los siglos ante las
consecuencias de la comunicación intensificada entre organizaciones y
públicos, entre públicos e individuos. Entre nuestros grandes pensadores del
siglo XX, Gandhi era el más preparado para utilizarla y aceptar la
proliferación de la función de las RR. PP. como una herramienta en lugar de
como una amenaza. Hayek la veía como una amenaza, pero una amenaza que
debía ser empleada por aquellos que estuviesen amenazados. Jung la veía
como un desastre impuesto colectivamente a la psique individual. En el siglo
XIX se guarda de alguna forma el equilibrio gracias a la visión de Clausewitz
de la comunicación pública gestionada como algo absolutamente necesario
para el Estado, y por lo tanto para las personas dentro de este. Marx y Engels
la volvieron en contra del Estado y de los que la controlaban, mientras que
Mill mostró una verdadera preocupación sobre sus más profundas
consecuencias.
Plantearé una última característica compartida, que se pone de manifiesto
cuando las obras consideran los problemas y oportunidades que sus ideas
presentan a la comunicación pública gestionada. Esta es la compleja
interacción entre virtud, verdad, armonía, justicia, jerarquía, el pasado, el
futuro, la individualidad y la creencia en algo —por norma general una
religión y/o un orden social determinado—. Podría decirse que todos estos
temas, y la importancia proporcional atribuida a cada uno de ellos, ayudó a
decidir los puntos de vista de la comunicación propuestos por los líderes de
las sociedades, hasta que —como ya se ha dicho— los últimos autores
comienzan a comprender que la comunicación en sí misma decidía aquellas
proporciones tanto como, o más que, los mismos líderes. En todos los casos se
adopta una perspectiva cívica y política respecto a estos temas, y no una
perspectiva comercial, con excepciones de menor importancia: Marx —en El
Capital— mostraba que entendía el elemento «mágico» en la relación entre
consumidor y producto, pero no consideraba que tuviese una realidad o valor
sustancial en una sociedad perfecta. Hayek al menos vio que la «propaganda»
o «publicidad» cívica y comercial estaba interrelacionada. Jung tendía a
ignorar la publicidad comercial, aunque su trabajo sobre los símbolos ejerció
su influencia en las RR. PP. no gubernamentales. Este énfasis principalmente
político dado a la comunicación compleja se consideraría actualmente
insuficiente: hoy la mayor parte de los profesionales de las RR. PP. no
gubernamentales coincidirían con Wittgenstein en que: «La totalidad de los
pensamientos verdaderos es una imagen del mundo» (Wittgenstein, 2001, p.
12), y se preocuparían de proporcionar la totalidad, la verdad, y una imagen o
dos.
En los asuntos humanos es difícil desarrollar una gran certeza sin historia. La
historia arroja luz sobre los eternos elementos de un tema concreto, y dichos
elementos si son coherentes pueden endurecerse y convertirse en certitudes
absolutas sobre el tema en cuestión. Al visualizar la comunicación durante
largos periodos de tiempo, deberíamos tratar de ser más cada vez más abiertos
en este enfoque, y abandonar el que se basa en modelos o teorías matemáticos
sin análisis histórico. El Estado Mayor de Prusia (más tarde Alemania) no
tenía ninguna duda al respecto. Su primer gran jefe de estado reformista, el
general Karl von Muffling, creó cuatro ministerios: los tres primeros
relacionados con aspectos de la organización militar, el cuarto y el más
pequeño se encargaba de la historia, a partir de la que podría desarrollarse
una doctrina (Lee, 2005, p. 15). Finalmente, en la Primera Guerra Mundial
entre 1914-1918, el Estado Mayor alemán extendió aún más su control sobre
la sociedad estableciendo un exhaustivo programa de propaganda y tomando el
control de amplios sectores de la economía. Sería justo decir que las propias
RR. PP. siguen un camino similar: políticas de gobierno, productos de negocio
y reputaciones públicas sucumben con regularidad a sus prioridades. Hoy no
puede llevarse a cabo ningún estudio serio sobre los asuntos públicos del
mundo sin el complejo conocimiento de las RR. PP., conocimiento que fue
desarrollado por los pensadores aquí estudiados.
¿Inventaron estos pensadores las RR. PP.? No. ¿Eran conscientes de la
importancia de lo que ahora se conoce como RR. PP.? Sí, sin lugar a dudas.
Ellos sabían que la comunicación estratégicamente gestionada por las
organizaciones, y todo lo que ello implica, no puede evitar moldear la
sociedad y la individualidad. Por consiguiente, tenían ideas para gestionarla
adecuadamente. Las relaciones públicas deben estudiar la historia de sus ideas
y recuperar esta parte de su herencia.
Capítulo II
RR. PP. virtuosas. Confucio (c. 551–479 aC),
Analectas (c. primer cuarto del siglo XV, aC)
1. Comunicar un ideal
Un siglo después de que las Analectas se pusieran por escrito por primera vez
(aunque no en su forma final) La república comienza con varios actos de
comunicación pública gestionada, cuando Sócrates visita Pireo para ofrecer a
la diosa una plegaria, acudir a un desfile y un festival. De esta forma comienza
con un despliegue cívico, y la sociedad cívica será el tema del libro.
De igual forma que en parte de las Analectas de Confucio, La república de
Platón se construye a partir de una serie de preguntas y respuestas. Como en
las Analectas, el tema es el Estado, en este caso la ciudad-estado. Bastante
similar a las Analectas, La república de Platón «se las ideará para difundir la
felicidad por toda la ciudad al llevar a los ciudadanos a la armonía entre
ellos» (Platón, 1997, 519e). En las Analectas la armonía social necesita de la
virtud personal, la devoción y el respeto por la tradición. En La república la
armonía social se consigue al preparar a los mejores líderes y políticos
posibles para el Estado que dirigirán. Las preguntas a Confucio obtienen una
respuesta cada una; las dirigidas al sabio Sócrates en La república dan lugar a
contrapreguntas que al final generan una serie de propuestas. La primera son
las reglas dictadas por el Sabio, la segunda es un debate sobre el gobierno. La
república cree que la virtud depende de las instituciones del gobierno. Las
Analectas consideran que la virtud individual mejorará el gobierno de la
colectividad. Estas alternativas aparecen con frecuencia en las obras que aquí
se estudian.
Ambos libros se escribieron en determinadas épocas de inestabilidad, pero
Platón da la espalda a Confucio, y tampoco hace demasiada referencia a la
historia. Los ciudadanos existen para servir y apoyar las grandes necesidades
del gobierno. La mayoría son demasiado variables para cambiar o ser líderes
congruentes y sabios: afligidos por la edad de oro, la ignorancia, la bebida,
aunque a algunos quizás los haya ennoblecido la reflexión. Su vida interior es
apenas un factor en la conducta del gobierno. Solo unos pocos eran propicios
para construir una superestructura cívica en la que perfilar la sociedad. En una
cultura que da gran importancia a la retórica pública, la gestión de la opinión
pública por parte de estos pocos es una consecuencia inevitable. Sócrates
presta una atención considerable a los ciudadanos de la república como
receptores de los mensajes clave de sus líderes; su idea no funcionará si los
ciudadanos no se ven a ellos mismos de la misma forma en que él los percibe.
Se invita al lector a considerar a los ciudadanos como categorías diferentes:
guerreros-gobernantes y guardianes, comerciantes, campesinos, artesanos;
personas de oro, plata, bronce y hierro; personas que prefieren las opiniones
frente al conocimiento; jóvenes y ancianos; hombres y mujeres; amantes del
beneficio y amantes del honor; todos ellos distanciándose en mayor o menor
medida de la luz del sol regalo de Dios que revela al alma humana la
perfección. Algunos grupos son más proclives que otros a generar personas
preparadas para lograr la perfección y por consiguiente el gobierno. En cada
ciudadano, sin embargo, reside un peligro para la felicidad y la felicidad de la
república: una guerra civil en el alma entre las partes irracional y racional, y
la parte vivaz «ardiente y enfadada» que afortunadamente «se alinea mucho
más con la parte racional» (Platón, 1997, 440e). La república debe ayudar a
sus ciudadanos a establecer «relaciones cordiales y armoniosas» entre las tres
partes» (Platón, 1997, 442c). No busca la igualdad, pero sí la felicidad. Platón
sabe que algunas personas siempre serán más inteligentes que otras. Popper
observa que «Platón, y su discípulo Aristóteles, anticiparon la teoría de la
desigualdad biológica y moral del hombre» (Popper, 2011, «Reaccionando
contra esto»).
¿Cómo representa Platón la comunicación pública entre estos grupos
desiguales y el alma en conflicto? ¿Qué cuenta de ello aparece en La
república, en sí misma un acto de comunicación pública de absoluta influencia
y permanencia en el tiempo? De acuerdo con Platón, hablando a través de
Sócrates, la labor de «llevar a los ciudadanos a la armonía» debe lograrse
«mediante la persuasión y la coacción» (Platón, 1997, 519e) y esta idea guía
sus puntos de vista de la gestión de la comunicación pública. La gran crítica
de Karl Popper El influjo de Platón, el primer volumen de La sociedad
abierta y sus enemigos, aceptaba el motivo honesto de asegurar la felicidad
de los ciudadanos, pero creía que «el tratamiento médico-político que
recomendaba, la detención del cambio y la vuelta al tribalismo era
irremediablemente equivocado» (Popper, 2011, «En la luz de»). En verdad, el
Sócrates de Platón y amigos constantemente reconsideran y juegan con las
categorizaciones sociales, con el objetivo de «arreglarlas» sin alterar la
estructura de la ciudad, aunque los hijos que muestran talento tienen la
oportunidad de ascender en el escalafón. El resultado parece algo similar al
tribalismo, sino al totalitarismo.
Por otro lado, el teólogo británico Benjamin Jowett, en su famosa traducción
de 1881 de La república, también recuerda a los lectores «la semejanza de
Dios», que Platón «veía vagamente en la distancia», «la semejanza de una
naturaleza que en todas las edades los hombres han sentido para ser más
grandes y mejores que ellos mismos». Sin embargo, se ha considerado que la
semejanza «es y seguirá siendo siempre para la humanidad la Idea del Bien»
(Platón y Jowett, 1990, Introducción y Análisis). ¿Arroja la visión de Platón
sobre la comunicación pública gestionada luz sobre estas alternativas, y cuáles
son las implicaciones de La república para la comunicación en sí misma?
2. Gestionar la percepción
Una discusión similar de posibilidades parece estar presente en sus planes
para la comunicación pública. La república de Platón y la Utopía de Sir
Thomas More (1516) coinciden en que la comunicación en una sociedad
cívica puede utilizarse para embaucar. En ambos libros la gestión de un
Estado institucionalizado presenta el simple reto moral de gobernar y
comunicar. Además también podemos ver similitudes entre La república y El
príncipe de Maquiavelo (1513), quien advierte a los gobernantes sobre cómo
gestionar los medios para mantenerse en el poder empleando la mentira si
fuese necesario, en lugar de cultivando la virtud en los ciudadanos
individuales. La república por tanto muestra una tensión entre un abuso de
poder y una necesidad liviana de la deshonestidad. ¿Qué papel hace la
comunicación en la resolución o el agravamiento de esto, y en la creación de
una república más cercana a la interpretación de Popper o Jowett?
Mediante el famoso diálogo con Sócrates, a quien siguió en su juventud, Platón
justifica la república que tenía en mente en parte con la identificación de un
problema que aún permanecía sin resolver en la relación entre la
comunicación y la ciudad-estado. Este problema se persigue con cierto detalle
en el Libro III, pero también aparece en otros lugares. Sócrates comienza este
hilo de la conversación, que seguiremos según avanza o reaparece en el libro,
suponiendo, más bien como Maquiavelo, que los líderes justos o injustos no
son la cuestión. El propio sistema es la cuestión, dice él. Platón y Sócrates
buscan introducir un en la forma en que Confucio cultiva la virtud dentro de
cada individuo, incluidos los líderes: con el control del proceso de
comunicación. En La república, Sócrates coloca un hombre justo y otro injusto
uno al lado del otro a la cabeza del Estado, una persona injusta que «actuará
tan inteligentemente como lo hacen los artesanos» (Platón, 1997, 361a), y un
hombre justo «que es simple y noble y que, como dice Esquilo, no desea ser
considerado bueno, sino serlo» (Platón, 1997, 361b). Sócrates muestra cómo
es posible para los malos gobernantes estar protegidos por los actos públicos
virtuosos, y aquí se abre el embaucador papel de la comunicación. Reconoce
el problema de un hombre injusto que quiere no parecer injusto, sino serlo.
¿Qué necesita hacer dicho hombre en su comunicación pública? Necesita,
Glaucon cuenta a Sócrates, construir una «reputación» para la justicia. Y,
¿cómo se lleva a cabo esto? Por medio de los actos públicos que confunden a
la población en relación con su verdadera naturaleza y aplacan a los mismos
dioses. Un gobernante injusto puede aprovechar su reputación pública, casarse
con quien desee, entregar a su hija a quien sea que elija y también firmar
contratos y colaboraciones con quien escoja. Se convertirá en un hombre rico
porque no duda en actuar injustamente. Entre tanto, sus actos públicos
virtuosos se conocerán en la ciudad (la ciudad-estado a la cual pertenecían la
mayor parte de los griegos). Realiza «sacrificios propicios a los dioses y les
tiende magníficas ofrendas» y estará en mejores condiciones de servir a esos
dioses y a «los seres humanos a quienes tiene afecto» (Platón, 1997, 362b–c).
Estos actos públicos, más que las virtudes privadas, hacen más probable que
sea el favorito de los dioses. ¿Qué ocurre con el hombre justo que elige no ser
considerado tan bueno por su conducta pública, una persona como Sócrates
que es menos ostentosa en publicitar sus propias virtudes? Si eso es lo que
quiere, dice Sócrates con su provocación habitual, «debe eliminar su
reputación, una reputación de justicia le traerá el honor y la recompensa, pero
no estaría claro si es justo por el bien de la propia justicia o por el bien de
aquellos honores y recompensas» (Platón, 1997, 361b–c).
¿Cuál es el resultado de esta negación a desarrollar una reputación pública?
De los dos, el hombre justo, «aunque no realiza ninguna injusticia, debe tener
la mayor reputación para ello» (Platón, 1997, 361b–c). Así se reconoce la
trampa de la comunicación pública dirigida a la sociedad civil, casi en su
origen: el poder de engañar sobre la personalidad del comunicador.
El remedio para esto parece más amplio en el enfoque de Platón que en el de
Confucio: la comunicación centralizada debe involucrarse más en promover un
gobierno justo. En Confucio, el Estado también juega una parte en la
comunicación como el guardián y el gestor de ciertos rituales públicos que
complementan los rituales privados para fomentar la virtud. El suyo, sin
embargo, es un sistema menos controlado por el Estado, ya que la
comunicación pública gestionada en las Analectas se templa con los
precedentes históricos y divinos y la participación de la comunidad.
El paralelismo de Platón con la pragmática de Maquiavelo supuestamente
acaba aquí, su remedio al problema no es distinto al ofrecido por Sir Thomas
More, o Max y Engels en el Manifiesto comunista. Esto no es más que un
Estado perfecto con pocas necesidades de sucumbir a las muchas tentaciones
de la comunicación y pone a prueba las leyes de la ciudad, porque sus
guardianes necesitan «creer a lo largo de sus vidas que deben perseguir
ansiosamente lo que es ventajoso para la ciudad y ser totalmente reacios a
hacer lo contrario» (Platón, 1997, 412d–e). Platón logra esto «imaginando un
conjunto de instituciones diseñadas para educar a los ciudadanos en creer que
las leyes son sagradas y permanentes» (Cohen, 1993, p. 314).
Es bien sabido que las instituciones están dirigidas por personas que han sido
elegidas de un grupo de la élite y que han sido observadas con atención
durante toda su vida para asegurar su adecuación a la labor. La comunicación
se sitúa en una relación de utilidad con el gobierno, porque presuntamente es
confinada para lo que es necesario más que para lo que es ingenioso, y porque
«ni la coacción ni los hechizos mágicos les llevarán a descartar u olvidar su
creencia de que deben hacer lo que es mejor para la ciudad» (Platón, 1997,
412e). La comunicación posee la capacidad de privar a la gente de la creencia
verdadera —Sócrates lo llama «robo» y lo sitúa junto con los peligros de la
magia y la coacción—. La persuasión puede hacer que las personas cambien
de opinión, así como puede el otro ladrón, el olvido: ambos provistos para
«llevarse sus opiniones sin que ellos se den cuenta» (Platón, 1997, 413b). La
magia, además, implica lanzar un hechizo de placer o miedo —gestionar las
percepciones con la influencia de las emociones no es una tarea que hayan
rechazado las RR. PP—.
El entorno de la comunicación está esparcido con dichas clases de trampas
para el alma de los ciudadanos. Lo más importante entonces para generar
líderes impermeables a estos peligros es que hayan sido puestos a prueba y
filtrados, y que sean verdaderos. ¿Qué es verdadero? En la vida de la ciudad,
se trata de «creer en las cosas que lo son» (Platón, 1997, 413a). Los líderes
capaces de hacer esto deben ser puestos a prueba por los ciudadanos, por su
poder de creer en lo que es y no creer en lo que no es; para resistir las
tentaciones mágicas y materiales incluidas en la comunicación. Puestos a
prueba bajo una continua observación, con retos físicos, con la exposición a
miedos y placeres, aquellos que superaban con éxito el proceso se convertían
a los cincuenta años de edad (Platón, 1997, 540a) en los gobernantes y
guardianes del Estado.
La recompensa de tal ideal es una ciudad donde la comunicación gestionada se
presenta casi innecesaria, pero La república aún no puede dejar de lado la
cuestión, por dos razones—para disuadir los sentimientos incorrectos y para
fomentar los correctos. ¿Qué tienen que decir Sócrates/Platón al respecto?
Hoy en día, uno de los grandes riesgos del ideal de La república es la
creación de una sociedad en la que ciertas clases de comunicación cívica
estén contraladas o prohibidas. Si el Estado ideal fracasa en convencer a los
ciudadanos, la ausencia de una comunicación libre significa para dicha
persona en particular una subordinación totalitaria. Cualquiera que sea su
poder para confundir, la libertad de la comunicación en la vida pública parece
ser esencial para una sociedad libre —o deseosa de libertad— más que
incluso los debates entre la libertad individual y la comunidad, o libertad e
igualdad. La propia república acepta este riesgo de libertad de la
comunicación. Sócrates lo plantea en el Libro II cuando presenta y luego
argumenta la afirmación de que los dioses perfectos, los mejores seres
posibles, perpetúan la creencia en ellos con una mentira —con su habilidad
para cambiar de aspecto y parecer bajo formas de existencia menos perfectas
—. Esta ilusión, esta decepción «por medio de la brujería» (Platón, 1997,
382a) es sin embargo aceptable porque no es «una verdadera falsedad», una
falsedad del alma —ya que, «nadie desea decir falsedades a la parte más
importante de sí mismo sobre las cosas más importantes—» (Platón, 1997,
382a).
Los dioses —y en este punto los perfectos gobernantes y guardianes de la
ciudad— están por encima de perpetrar dicha verdadera falsedad, pero el
dios, respaldado por la práctica de embaucar con la ilusión, sugiere que otras
falsedades son aceptables. Existen épocas, por ejemplo, en las que una
categoría inferior, «la falsedad en las palabras», es útil para todo el mundo
(Platón, 1997, 382b): «¿No es útil contra los enemigos de uno? » Y, cuando
alguno de nuestros supuestos amigos está intentando por medio de la locura y
la ignorancia hacer algo malo, «¿no es una droga útil para impedírselo?»
(Platón, 1997, 382c).
Finalmente, Platón sugiere: «Haciendo de una falsedad una verdad tanto como
podamos, ¿no la convertimos también en útil?» (Platón, 1997, 382c). Esto no
es un sentimiento al cual se opondría el profesional menos escrupuloso de las
RR. PP. y La república se construye sobre la idea de una falsedad menor en el
Libro III cuando Sócrates, como bien es sabido, discute y propone trazar una
de aquellas falsedades útiles de las que estuvimos hablando hace un
momento… una falsedad noble que persuadiría, en el mejor de los casos,
incluso a los gobernantes, pero si esto no es posible, entonces al resto de los
ciudadanos (Platón, 1997, 414b–c).
Los principales elementos de una falsedad noble (el Sócrates práctico confiere
a la historia de los fenicios como un ejemplo con este potencial) podían
presentar la realidad de la vida como un sueño, y el mito y la falsedad como la
realidad. En este sentido esto explicaría por qué la ciudad merece ser
defendida y por medio de la evocación mística legitimar su estructura social y
física. La «magia»»» y el «robo» inherentes en la comunicación tenían que ser
neutralizados o quizás (en el caso de crear un mito fundacional propicio que
durase durante generaciones) controlados de la mejor forma posible por los
gobernantes o guardianes y aquellos auxiliares que apoyan sus «convicciones»
(Platón, 1997, 414b).
El ejemplo que ofrece Sócrates de la falsedad hace uso de los mitos de otra
cultura y gente en lugar de —más peligrosamente— la suya propia. Resulta
interesante, tentador y no del todo lejano señalar la preocupación de sus
oyentes. Una aceptación que en ocasiones da la bienvenida a las relaciones
públicas se afirma hoy si se explica su arte a las audiencias no profesionales
sin recurrir a los medios creativos que les dan vida. «No es por nada que
fueras demasiado tímido como para decir tu falsedad», dice uno de los oyentes
de Sócrates (Platón, 1997, 414e). «Así que», contesta Sócrates, «¿dispones de
algún recurso que hará que nuestros ciudadanos crean esta historia?» (Platón,
1997, 415c). No, contesta, «pero quizás existe uno para sus hijos y
generaciones posteriores y el resto de personas que les sucedan» (Platón,
1997, 415d).
3. Gestionar los medios
Para comenzar, Sócrates no discute exactamente cómo tenía que comunicarse
este mito, puesto que no parece interesado en la comunicación científica de los
medios y quizás omite la influencia que tendría en su propuesta, aunque es
evidente que los poetas participarán en la promoción de la falsedad noble,
porque estuvieron involucrados en la comunicación cívica y religiosa de
muchas sociedades premodernas. Él dice, «dejemos esta cuestión donde la
tradición la toma» (Platón, 1997, 415d) y pasa a describir las formas en las
que la república podría repeler a los enemigos externos y «controlar más
fácilmente a aquellos que están dentro, si alguien no tiene la voluntad de
obedecer las leyes», concretamente construyendo un campamento para los
gobernantes en un lugar de mando, un campamento que aseguraría que fuesen
«aliados amables» para los ciudadanos en lugar de «maestros salvajes»
(Platón, 1997, 416b).
¿Cómo debían detenerse estos peligros de la comunicación pública? En ello
vemos que Sócrates no estaba después de todo realmente preparado para dejar
la tradición a su propia suerte, y se introduce en el tema. Hemos sugerido que
Sócrates era consciente del poder social ejercido por al menos dos medios —
la música y la poesía— y sus oyentes también parecen serlo, y los estados
hasta la fecha ciertamente lo han sido. Él reconoce que la falsedad noble debe
comunicarse —dejando vagamente el contenido a la tradición, como se ha
señalado—, pero también que los medios más populares representan una
amenaza para la república, por lo difícil que es su control. Como dice uno de
los oyentes de Sócrates (Adiemantus): «la anarquía se deslizada
desapercibida en ella», se filtra en los modos de vida, los contratos privados,
las leyes y el gobierno «hasta que al final lo derriba todo, lo público y lo
privado» (Platón, 1997, 424d). «Sí», asiente Sócrates, «como si la música y la
poesía solo se escuchasen y no provocasen en absoluto ningún daño» (Platón,
1997, 424d).
Nos invita a concluir que «Todos los imitadores poéticos, empezando por
Homero, imitan imágenes de virtud y el resto de cosas sobre las que escriben y
que no tienen ningún entendimiento de la verdad» (Platón, 1997, 600e). La
verdad es la gran meta, la necesidad para una república capaz de elevarse por
encima de los defectos de las democracias, aristocracias, oligarquías, tiranías
y monarquías. Por esta razón «los guardianes deben construir su bastión en la
música y en la poesía» (Platón, 1997, 424c). Sobre todo, los gobernantes
deben visualizar estas artes impredecibles:
Especialmente, deben protegerse con la mayor prudencia con la que puedan contra
cualquier invitación a la música y la poesía o entrenamiento físico que sea contrario
al orden establecido. Y protegerse contra la corrupción. Y deberían temer escuchar a
alguien decir:
La gente se preocupa más por la canción que es nueva en los labios del cantante
(Platón, 1997, 424b).
La novedad creativa en los medios atractivos es potencialmente perturbadora
para la república. Evidentemente esto se ha sabido —y temido— durante
mucho tiempo por parte de individuos y gobernantes y desde Platón al jazz,
rock and roll, punk o rap. Sócrates vuelve a enfatizar: «los guardianes deben
ser conscientes de los cambios hacia una nueva forma de música, ya que esto
es una amenaza para el sistema en su totalidad. Como Damon dice, y yo estoy
convencido de ello, los modos musicales nunca cambian sin cambiar el
cogollo de la ciudad» (Platón, 1997, 424d).
En el Libro X Sócrates es más enfático: «Si admites el placer de la Musa,
tanto en la lírica como en la poesía épica, el placer y el dolor serán los reyes
en tu ciudad en lugar de la ley o aquello que la gente siempre ha creído que era
lo mejor, concretamente, la razón» (Platón, 1997, 607a).
Además de repeler los peligros de los medios poderosos, como prosigue la
discusión, las ideas brotan para comunicar a los ciudadanos los valores de la
república, haciendo uso de los mismos medios. Aquí también, Sócrates en el
fondo no está satisfecho de dejar que la tradición tome su curso. La poesía
tiene el poder de expresar la forma ideal, incluyendo la ciudad ideal, y Battin
señala que este poder sobre el ideal explica por qué Platón lo sitúa en manos
de los gobernantes de la ciudad: «Solo el filósofo, y entonces solo tras una
larga y rigurosa práctica de la dialéctica, puede esperar dicho punto de vista;
el hombre común, encadenado en la cueva, es virtualmente ignorante de las
formas, y carece de un modo de verlas» (Battin, 1977, p. 169).
Los gobernantes deben promover la ley y la naturaleza perfecta de la ciudad, y
para llevar a cabo esto deben utilizar los medios culturales —empleo el
término para describir los objetos y actividades en la sociedad que prefieren
los diferentes públicos para intercambiar información y asimilar los valores
—. Esto incluye la música y la poesía controladas bajo determinadas
condiciones en las que «los himnos de los dioses y las elegías a la gente buena
son la única poesía que podemos admitir en nuestra ciudad» (Platón, 1997,
607a). Ello también incluye los juegos de los hijos, ¿no hacen los juegos sin
ley «imposible para ellos crecer y convertirse en unos hombres buenos y
respetuosos de la ley?» (Platón, 1997, 424e) «Pero cuando los niños juegan
desde el principio a los juegos adecuados asimilan la legalidad de la música y
la poesía, que les persigue en todo y fomenta su crecimiento, corrigiendo en la
ciudad todo aquello que puede haber resultado mal antes» (Platón, 1997,
424e).
«El comienzo de la educación de una persona», afirma Sócrates, «determina lo
que resulta. ¿No le gusta siempre estimular así? (Platón, 1997, 425b). Más
tarde aclara que la música, la poesía y el entrenamiento físico deberían
ampliarse también a las mujeres (Platón, 1997, 452a), y por extensión también
el derecho a ser guardines.
La gestión de los medios como portadores del mensaje aparece nuevamente en
el Libro V, donde se establece el papel de las mujeres en la república.
También se recomienda la eugenesia, reuniendo a los mejores hombres y
mujeres «tan a menudo como sea posible» (Platón, 1997, 459d) y tomando a
los hijos de buenos padres para ascender al Estado, y esconder al resto «en un
lugar secreto y desconocido» (Platón, 1997, 458e). Los hijos afortunados
aprenderán sus clases por el juego más que por la fuerza, porque «nada que se
aprende por la fuerza permanece en el alma» (Platón, 1997, 536e). Para
mejorar las oportunidades de generar esta clase de hijos, se desalienta la
promiscuidad generalizada para asegurar el éxito de la república, convirtiendo
el matrimonio en algo «tan sagrado como sea posible. Y el sagrado
matrimonio será aquel que sea más beneficioso» (Platón, 1997, 460c). Poco
después de esta observación, Sócrates ofrece más detalles: «Por consiguiente,
ciertos festivales y sacrificios se establecerán por ley, bajo la que reuniremos
a las novias y los novios y dirigiremos a nuestros poetas para que compongan
los himnos apropiados para los matrimonios que tengan lugar» (Platón, 1997,
459e).
Si bien este pasaje, que es quizás un poco cínico para los ojos modernos,
muestra al menos algo que se entendió en el mundo premoderno y es cómo las
ceremonias rituales y otros eventos públicos fueron valiosos para gestionar el
comportamiento secular, y cómo fueron pragmáticos sobre su explotación
como plataformas pseudo-religiosas de efectos determinados en nombre del
Estado. La pasión en un evento estimula a la gente joven a seguir a la multitud,
para «decir que las mismas cosas son bonitas o feas según lo hace la multitud,
seguir el mismo modo de vida que ellos, y ser la misma clase de persona que
ellos» (Platón, 1997, 492c).
Por esta razón también se aprovechará el estímulo en estas ocasiones para
recompensar a los héroes en la batalla: «les brindaremos honores en los
sacrificios y en todas las ocasiones de este estilo con himnos, asientos de
honor, carnes, copas bien llenas de vino», dice Sócrates (Platón, 1997, 468d),
quizás pensando en la ceremonia y el desfile a los que había acudido con
anterioridad ese día. Después de todo, cuál es el efecto en la gente joven de
una «reunión pública de la multitud» donde «las mismas rocas y los
alrededores repiten el estruendo de sus alabanzas o las reprochan y
duplican… Qué entrenamiento privado puede resistir y no dejarse llevar por
tal clase de alabanza o reproche y ser arrastrado por la corriente a
dondequiera que vaya» (Platón, 1997, 492c). Aquí reside una explicación de
la amenaza y oportunidad del espectáculo, en lugar de la magia y el robo
inherentes en el juego de palabras. Como hemos podido comprobar, las ideas
de Sócrates para el control del canal y del contenido de tales eventos públicos
a través de los gobernantes muestra que comprendió por completo tanto las
oportunidades como las amenazas.
¿Qué pueden aprender de La república los estudiantes de comunicación del
siglo XXI? Naturalmente nuestro conocimiento de la historia reciente puede
conducirnos a pensar que un Estado perfecto —no necesariamente el que
imagina Platón— justifica cierto grado de control sobre los mensajes y los
medios. Esto se practica verdaderamente en sociedades de diferentes clases,
tanto en la doctrina de lo políticamente correcto, en el control corporativo de
muchos de los principales medios, como en la vigilancia llevada a cabo por
las organizaciones de seguridad del Estado. La búsqueda de «una unión más
perfecta» por parte de todos los estados y superestados, parece que todavía no
puede alcanzarse sin intentar esta gestión en menor o mayor grado. Quizás esto
haga surgir la cuestión de si puede lograrse por completo. Jowett rastrea la
influencia de Platón a lo largo de siglos de literatura utópica, en la que podría
también incluirse a Marx y Engels en este libro, pero es al menos discutible si
los intentos de alcanzar estas concepciones más puras han contribuido mucho a
la total felicidad práctica humana. La comunicación humana gestionada puede
conseguirse en un grado máximo y reorganizarse la estructura social; para el
alcance de lo anterior, Platón apoyaba distintas posibilidades. Sin embargo es
difícil afirmar que estos logros hayan estado a punto de cumplir sus ideales, o
que sean agradables a los receptores finales. Quizás Jowett es justo cuando
escribe:
Para nosotros el Estado parece haberse construido fuera de la familia, o a veces ser
el marco en el que la familia y la vida social están contenidas. Pero para Platón en su
actual estado de ánimo la familia es solo una influencia perturbadora que, en lugar de
ocupar su espacio, tiende a desordenar la unidad más alta del Estado.
3. Gestión de la ira
Lutero emplea otros métodos poderosos aún utilizados por la gestión efectiva
de los problemas: la repetición, la franqueza, la certeza y la simplicidad.
Nueve tesis de diez desde la cuarenta y dos y la cuarenta y cinco comienzan
con «A los cristianos se les debe enseñar» (en latín original, docendi sunt
christiani), por ejemplo, y cada una de las nueve, y otras, abordan la cuestión
con una franqueza, brevedad y simplicidad que es quizás rara cuando un
académico se decide a escribir. Obsérvese la traducción de la tesis cuarenta y
siete: «A los cristianos se les debe enseñar que la compra de perdones es una
cuestión de libre voluntad, y no de mandato» (Lutero, 2008, 47). Otra técnica
repetía el cuestionamiento asertivo, que Lutero presentaba como «el
cuestionamiento astuto de la laicidad» (Lutero, 2008, 80). Ocho de las noventa
y cinco tesis (de la ochenta y dos hasta la ochenta y nueve, ambas incluidas) se
presentan de forma consecutiva con un fuerte efecto. Por ejemplo, «Puesto que
el Papa, con sus perdones, busca la salvación de las almas más que el dinero,
¿por qué suspender las indulgencias y los perdones concedidos hasta el
momento, si tienen la misma eficacia?» (Lutero, 2008, 89). Lutero termina esta
ronda de preguntas con una afirmación: «Reprimir estos argumentos y recelos
de los laicos por la sola fuerza, y no resolverlos ofreciendo un razonamiento,
es exponer a la Iglesia y al Papa al ridículo de sus enemigos, y hacer infelices
a los cristianos» (Lutero, 2008, 90). Su reafirmación personal también se
expresa en las tres tesis que comienzan con «Decimos», para discutir los
argumentos contrarios, como en: «Decimos, por el contrario, que el perdón
papal tiene que ser capaz de eliminar el más leve de los pecados veniales,
hasta donde concierne su culpa» (Lutero, 2008, 76).
Finalmente, existe un «ellos» —otro bando, un bando descrito con suficiente
falta de claridad para que los adeptos de Lutero decidiesen por ellos mismos
quienes podrían ser «ellos »—. «Ellos» son, en general, un gran número entre
obispos, clérigos y perdonadores particularmente sacerdotales: personas
equivocadas que se sitúan entre la gente y el Papa, y corrompen la fe
vendiendo perdones engañosos, y —lo más inquietante para los compradores
— aquellos que creen que los perdones hacen algo bueno. Estos «ellos» serán
condenados eternamente, junto son sus maestros» (Lutero, 2008, 32); «no
predican ninguna doctrina cristina» (Lutero, 2008, 35); «son enemigos de
Cristo y del Papa, quien pide que la Palabra de Dios se silencie en algunas
iglesias, para que los perdones puedan ser predicados en otras» (Lutero, 2008,
53); «ahora alimento para las riquezas de los hombres» (Lutero, 2008, 66);
«permite a un hombre impío y a su enemigo comprar fuera del purgatorio el
alma pía de un amigo de Dios» (Lutero, 2008, 84).
Luego existe el «nosotros », la gente común, los laicos que hacían referencia a
quienes como hemos visto con anterioridad son engañados con la compra de
una relación con Dios por medio de los perdones, en lugar de buscarle a
través de su propia conciencia. La gente común que aparece en las Analectas,
La república y La ciudad ideal son objetos de discusión, análisis y
manipulación. Lutero adopta otro enfoque: se sitúa a él mismo junto a ellos, y
pone sus preocupaciones en el corazón de su causa, porque sus almas están en
peligro. «Se embauca a la gente con esa promesa indiscriminada y altisonante
de liberación del castigo» (Lutero, 2008, 24); no deben «pensar falsamente»
que los perdones se «prefieren a otras buenas obras de amor» (Lutero, 2008,
41); no se habla lo suficiente acerca de los «“tesoros de la Iglesia”, al margen
de los cuales el papa concede las indulgencias» (Lutero, 2008, 56);
erróneamente «ellos mismos creen en la seguridad de su salvación porque
poseen cartas de perdón» (Lutero, 2008, 32); «están obligados a salvaguardar
lo que sea necesario para sus propias familias, y en ningún caso derrocharlo
en perdones» (Lutero, 2008, 46). En palabras de Furey «su causa de esta
forma progresaba por encima de su oposición» (Furey, 2005, p. 476).
Aquí se encuentra otra de las amenazas comunes en la gestión de conflictos
potenciales, un alegato del incorrecto uso de los recursos preciosos. Lutero
condena este mal uso de la fe y el ritual, y del dinero. El dinero es un
«engatusador» de la gente empleado por los «vendedores ambulantes de
perdones» (Lutero, 2008, 51); se lleva a la gente a creer que las «almas vuelan
fuera del purgatorio» cuando de hecho «la ganancia y la avaricia» se
incrementan «en el momento en que los centavos tintinean en la bolsa de
dinero» (Lutero, 2008, 27 y 28). ¿Por qué el papa no utiliza su propio dinero
para construir San Pedro, «en lugar del dinero de los pobres creyentes»
(Lutero, 2008, 86)? La fe y el ritual quedan comprometidos porque como se
mencionó antes algunas iglesias hacían oídos sordos mientras en otras se
predicaban las indulgencias. El verdadero remordimiento se ve comprometido
por el mal uso de la oración y del ritual. Esto recuerda el deseo de Confucio
de restablecerlos como guías para la virtud, aunque Lutero desea
restablecerlos llevando a cabo acciones drásticas contra la autoridad, algo que
Confucio no recibiría con agrado. El enfoque radical de Lutero estaba
influenciado por el concepto de arrepentimiento individual, y la necesidad
para los individuos de perseguirlo, y de luchar contra sus demonios para
salvar sus almas: «El verdadero arrepentimiento busca y ama el castigo»
(Lutero, 2008, 40); nadie puede estar «seguro de que su propio
arrepentimiento es sincero» (Lutero, 2008, 30).
La brevedad, el lenguaje directo e influyente, las afirmaciones, las preguntas
directas, la repetición, la simplicidad, una opción clara a favor o en contra de
la elección, con el lado equivocado presentado como malo —y en caso de
Lutero, una blasfemia—. Se genera una fuerte relación popular con las
audiencias en masa, que se transporta a lo largo de Europa con la impresión,
el boca a boca y las rutas de transporte. Contiene todos los elementos
esenciales de la gestión de la campaña, incluyendo una conclusión resonante
en las tesis noventa y dos y noventa y tres, un Aux armes, citoyens y al menos
armes spirituelles, que es una síntesis simple, universal y dramática, y cuya
traducción necesita signos de exclamación y se asemeja a «¡HOMBRES
TRABAJADORES DE TODOS LOS PAÍSES, UNÍOS!» Al final del
Manifiesto comunista de Marx y Engels. (Marx y Engels, 1998, p. 77).
92 Lejos entonces, con todos aquellos profetas que dicen al pueblo de Cristo «Paz,
paz», y ¡no existe ninguna paz! (Lutero, 2008, 92).
93 Benditos sean todos aquellos profetas que dicen al pueblo de Cristo, «Cruz,
cruz», y ¡no existe ninguna cruz! (Lutero, 2008, 93).
Finalmente, Lutero presenta su alternativa, ser «diligente en el seguimiento de
Cristo» (Lutero, 2008, 94) por ellos mismos, y «ser confidente en entrar en el
cielo por medio de muchas tribulaciones» (Lutero, 2008, 95). Esta era la
posibilidad: una relación liberada con Dios sin la mediación de
intermediarios corruptos o distantes.
La comunicación de los problemas según Lutero tuvo el beneficio añadido de
ser la primera. Apareció en los albores de la revolución de la información con
la imprenta, y se catalizó para ayudar a incrementar la alfabetización: «El
hombre común, siempre curioso, deseaba conocer de qué trataban las
protestas. Él podría de hecho descubrir y entender por él mismo qué era
después de todo el argumento principal de la teología de Lutero» (Haile, 1976,
p. 817).
Al igual que con algunas organizaciones expuestas a un intenso criticismo
público a partir de los críticos públicos de hoy, filtradores y denunciantes
privados, las primeras respuestas de la Iglesia del siglo XVI fueron
defensivas, autoritarias, prescriptivas y amenazantes, y finalmente violentas —
como de hecho eran sus oponentes—. Debían aprender la idea de una nueva
contestación, una respuesta comunicada a los corazones y mentes utilizando
los medios de una forma diferente, y esto se expresó de una manera más
efectiva en la Contrarreforma, que se puso en marcha a mediados del siglo
XVI. Reconocía que el pueblo que Lutero había activado era una fuerza para la
comunicación que necesitaba una respuesta más reminiscente de los enfoques
conciliatorios y flexibles adoptados por la Iglesia miles de años atrás, durante
la conversión del norte de Europa. También era el reconocimiento de que unos
nuevos recursos poderosos de comunicación pública se habían difundido por
todo el continente, y posteriormente en otros lugares, y que esto afectaba a la
más organizada estructura de comunicación gestionada que la había precedido,
y en algunos casos la desacreditaba por completo. El tono de la comunicación
de Lutero adoptado en Las noventa y cinco tesis va más allá del ámbito de la
religión. Su impacto y el de sus seguidores son visibles en las relaciones
públicas seculares de hoy en día, en particular en las campañas sin ánimo de
lucro y en la gestión de conflictos potenciales. Como apunta Constance Furey
«Los insultos crueles que llenan los textos de los reformadores cristianos
pueden conmocionar incluso a un moderno lector hastiado» (Furey, 2005, p.
469). Se produjeron resultados en la comunicación inesperados e irónicos. La
separación que hacía Lutero de la Iglesia de la autoridad del Estado, y su
atractivo popular, presentaba sin duda al ateo gobierno de la Alemania
oriental una oportunidad de colaborar con la poderosa Iglesia luterana del
país, revisar su actitud oficial hacia Lutero, ofrecer una impresión de
tolerancia, fomentar el sentimiento nacional, y atraer turistas y divisas
extranjeras con la declaración del Año de Lutero en 1983 (Goeckel, 1984).
Aún el principal legado de la comunicación de Lutero es seguramente
desbloquear su dinamismo y turbulencia. Lutero planteaba nuevas
posibilidades violentas para el arte en evolución de la comunicación pública
gestionada. Junto con sus predecesores en estas páginas, situó la razón en el
centro de su argumentación, pero su estilo inflamatorio no podía contenerse.
«No fue un papa quien decretaba dispensas de los votos que podían
concederse» escribió más tarde, «pero un imbécil se cambió por un Papa, que
hizo esto decretativo; ¡así de atroz, sin sentido y ateo es esto! (Lutero, 1520, El
sacramento del Bautismo).
A lo largo de Europa los monjes abandonaron sus claustros, se ridiculizaron
los ritos sagrados, los evangélicos requisaron las iglesias, los predicadores
lanzaron sus críticas públicamente, se difundió la libertad de culto, pero no
siempre hubo tolerancia con otras formas de culto. Finalmente, Europa y
especialmente Alemania se inmiscuyeron en un conflicto armado, esporádico
al principio, pero que crecía hacia los horrores de la guerra de los Treinta
Años (1618-48) descrita por Dame Veronica Wedgewood en 1934 como «el
ejemplo más destacado de conflicto carente de sentido en la historia de
Europa» (Wedgwood, 1989, p. 526). La furia de Lutero no podía contenerse,
ni por la Iglesia, ni por el mismo Lutero. El tipo de comunicación que él
fomentaba arrebató la razón de sus manos y la transformó en pólvora.
Capítulo VI
La fuerza de la voluntad y la expansión de las RR.
PP. Carl von Clausewitz (1780–1831), De la Guerra
(1832–35)
3. Despertar la voluntad
En De la Guerra, la voluntad y los «factores morales» son las causas de la
comunicación, y analizaremos esto comenzado por el papel de la voluntad.
Para empezar, Clausewitz definía la guerra como «un acto de fuerza para
obligar al enemigo a realizar nuestra voluntad» (Clausewitz, 1993, libro
primero, p. 83). La fuerza de voluntad y la constancia permitirán que los
conflictos armados logren su objetivo (Clausewitz, 1993, libro tercero, p.
226).
Hoy este tipo de lenguaje nos resulta más familiar. En tiempos de Clausewitz
representaba un pensamiento fresco sobre las relaciones humanas con el arte,
la naturaleza, entre ambas, y la guerra. Es el producto de la revolución y el
romanticismo, fuerzas que Clausewitz empleó para sus teorías, una «gran
fuerza de voluntad que solo cede a regañadientes». La fuerza de voluntad es un
factor a la hora de decidir el impacto de una decisión militar en un estado de
tensión, y «se asemeja a la explosión de una mina cuidadosamente sellada»
(Clausewitz, 1993, libro tercero, p. 261).
El éxito de Francia y Rusia en resistir a la invasión y el espíritu nacional de
resistencia que despertó la dominación de Napoleón en Prusia demostraron la
potencia de la fuerza de voluntad, y su fortalecimiento unido al sentimiento
nacional. Los gobiernos sería estúpidos de no usar este recurso (Clausewitz,
1993, libro tercero, p. 258).
En este nuevo conflicto armado deben coordinarse las percepciones
nacionales: «Las pasiones que han de encenderse en la guerra deben ser ya
inherentes en las personas» (Clausewitz, 1993, libro primero, p. 101). La
voluntad es lo que dirige aquellas pasiones detrás de un objetivo político de
guerra. Los objetivos políticos «pueden obtener diversas reacciones de
distintas personas, e incluso de las mismas personas en diferentes épocas. Por
lo tanto, podemos tomar el objeto político como un estándar solo si pensamos
en la influencia que puede ejercer sobre las fuerzas que pretende movilizar»
(Clausewitz, 1993, libro primero, p. 90). Cuanto menor sea el objetivo, menor
será la pasión, las políticas y la voluntad requeridas por cada parte. En el otro
extremo «cuanto más poderosos e inspiradores sean los motivos de la guerra,
afectarán en mayor medida a las naciones beligerantes y a las tensiones más
violentas» (Clausewitz, 1993, libro primero, p. 99).
El choque de voluntades, por consiguiente, era un ingrediente esencial del
conflicto armado moderno. Nuestro esfuerzo y el poder de resistencia del
enemigo es «el producto de dos factores inseparables, concretamente, los
medios totales a su disposición y la fortaleza de su voluntad» (Clausewitz,
1993, libro primero, p. 86). La meta es acabar la guerra por medio de la
«parálisis de las fuerzas del enemigo y el control de su fuerza de voluntad»
(Clausewitz, 1993, libro cuarto, p. 270). La voluntad del enemigo podía
ponerse a prueba con diferentes actividades: resistencia prolongada,
esperando pasivamente al asalto del enemigo, desgaste, conquista del
territorio, destrucción de la fuerza militar, ocupación (véase por ejemplo
Clausewitz, 1993, libro primero, capítulo dos: «Propósitos y medios en la
guerra») y la «consideración del dominante» (pero no solo la única) de la
«aniquilación directa» (Clausewitz, 1993, libro cuarto, p. 270). La voluntad
era el objetivo, tanto como un terreno elevado o una fortaleza clave. ¿Cómo
tenía que derribarse la voluntad del enemigo?
4. Activar la audiencia
Crear dos bandos y «enfocar» uno de ellos como un enemigo introduce otra
dimensión militar en la comunicación del Manifiesto. Un propósito llegará
cuando la guerra civil velada entre las clases «estalle en una revolución
abierta, y donde el violento derrocamiento de la burguesía prepare las bases
para la influencia del proletariado» (Marx y Engels, 1998, p. 49). «El
derrocamiento de la supremacía de la burguesía» no puede lograrse sin que el
«proletariado se forme en una clase»; una clase que además esté organizada,
disciplinada y unificada (Marx y Engels, 1998, p. 51).
La burguesía llevó al proletariado a una existencia activa como «una clase
realmente revolucionaria» preparada para destituir al opresor. El proletariado
se compone de asalariados y del «estrato más bajo de la clase media —los
pequeños comerciantes, tenderos, comerciantes jubilados en general, artesanos
y campesinos» (Marx y Engels, 1998, p. 44), y otros conducidos
continuamente a este rango por los cambios de la producción. El capital de
este grupo es demasiado pequeño para competir con la moderna burguesía, en
especial después de la desaparición de los gremios medievales que protegían
a muchos de ellos. Esta «masa incoherente» (Marx y Engels, 1998, p. 45),
hasta el momento dispersa y desorganizada, pero ahora más urbanizada y
grande, heredaría su legado político.
La siguiente labor de Marx y Engels, después de identificar al proletariado y
conformar una personalidad para su enemigo común, fue conseguir que el
proletariado aceptase su identidad y poder, porque «con el desarrollo de la
industria el proletariado no solo aumenta en número; se concentra en masas
mayores, crece su fortaleza y dicha fuerza se hace sentir más» (Marx y Engels,
1998, p. 45).
Con la audiencia identificada, y su audiencia «enemigo», a los autores solo les
faltaba describir los pasos por los que la primera vencería a la segunda: «El
proletariado, el estrato más bajo de nuestra sociedad actual, no puede
moverse, no puede alzarse, sin que todos los estratos imperativos de la
sociedad oficial salten por los aires» (Marx y Engels, 1998, p. 49). Ocasionar
dicho acontecimiento, argumentaban, debe necesariamente implicar al verbo y
al nombre, convenientemente ambiguos, «luchar/lucha», al menos ambiguo
«revolución», y de forma ocasional la palabra totalmente inequívoca «guerra»
y posiblemente la necesidad anteriormente mencionada de «violencia», y
sobre todo «lucha».
«Luchar», «lucha», «derrocamiento» eran necesarios porque los «comunistas
de todas partes apoyan cada movimiento revolucionario contra el orden social
y político existente». Los comunistas «declaran que sus fines solo pueden
alcanzarse a través del derrocamiento por la fuerza de todas las condiciones
existentes» (Marx y Engels, 1998, p. 77), la «conquista del poder político»
(Marx y Engels, 1998, p. 51).
4.4. Educación
El individualismo debe preservarse y protegerse contra la gestión de la
opinión pública. La educación obligatoria fue la manera de hacerlo, no la
libertad en sí misma sino una condición previa para ella (Mill, 1977b, «These
are not questions»). Educar a las personas para ser individuos evitaba la
alternativa a un sistema legal originalmente designado como una protección,
pero que se metamorfoseaba en una importante limitación de la libertad. La
generación actual «es perfectamente capaz de convertir a la generación
naciente en un todo, tan buena como ella misma, y un poco mejor» (Mill,
1977b, «But I cannot consent»).
Con la habilidad de educar, y con el poder que la sabiduría recibida ejercía
sobre las mentes más débiles, «no dejemos que la sociedad pretenda necesitar,
además de esto, el poder para dictar órdenes y hacer cumplir la obediencia
(Mill, 1977b, «The existing generation is master»)». «¿No es casi un axioma
obvio» que el Estado «debería requerir y hacer obligatoria» la educación de
sus ciudadanos? (Mill, 1977b, «Is it not almost»). El sistema educativo
necesita una reforma. La educación del Estado «es un mero ardid para modelar
a las personas para que sean exactamente iguales las unas a las otras» y «el
molde en el cual se conforman es aquel que satisface el poder predominante en
el gobierno» ya sea la monarquía, la Iglesia, la aristocracia o «la mayoría de
la generación existente» (Mill, 1977b, «A general State»). «Todos los intentos
del Estado para influir en las conclusiones de sus ciudadanos sobre los temas
a debate son funestos» (Mill, 1977b, «All attempts by»). Si debiera existir la
educación del Estado, debería ser «una entre muchos experimentos
conflictivos, llevados a cabo con el propósito del ejemplo y el estímulo, para
mantener a los demás en un cierto estándar de excelencia» (Mill, 1977b, «A
general State»).
Los exámenes públicos no deberían evaluar si el estudiante ha asimilado los
valores de la mayoría, sino si «una persona posee el conocimiento requerido
para llegar a sus propias conclusiones, sobre diferentes temas de los que
merece la pena ocuparse» (Mill, 1977b, «All attempts by»). Es parte de la
«educación política de las personas libres» exponerlas a las influencias fuera
de la familia, a los intereses comunes y a la gestión de las preocupaciones
conjuntas, «habituarlas a actuar desde los motivos públicos o semipúblicos» y
«guiar su conducta por medio de los objetivos que las unen» en lugar de
aislarlas (Mill, 1977b, «The second objection»).
El ensayo «Civilización» de Mill se centraba en las universidades, para lograr
«la regeneración del carácter individual entre nuestras clases ilustradas y
opulentas» (Mill, 1977a, «These things must bide»). Abogaba más por los
clásicos y la lógica, y no tanto por la formación «en el negocio del mundo»,
cuyo conocimiento empírico propio de las personas educadas no se adquiriría
nunca fácilmente, y más críticamente (Mill, 1977a, «We would have
classics»):
[L]a piedra angular de una educación tenía la intención de formar grandes mentes…
es considerar en lo sucesivo la mayor cantidad posible de poder intelectual, e inspirar
el más intenso amor a la verdad: y esto sin una partícula de consideración hacia los
resultados a los cuales el ejercicio de ese poder puede conducir.
(Orwell, 1944)
Orwell no creía que la libertad económica condujese a la libertad personal.
Hayek, sin embargo, deseaba replantear el caso para el aspecto económico de
la libertad personal. Hayek sencillamente comprendía la meticulosidad con la
que las plataformas mediáticas tradicionales y no tradicionales podían
organizarse en torno a un único tema, dejando poco espacio para que el
individuo respirase. Esto se expresa con fuerza en los primeros párrafos del
capítulo once, “El fin de la verdad”: “El efecto de la propaganda en los países
totalitarios es diferente no solo en magnitud sino en clase de aquella
propaganda elaborada para fines distintos por las agencias independientes y
rivales” (Hayek, 2007, “This is, of course”).
Hoy lo primero podría verse como propaganda, y lo último como RR.PP.,
aunque esto fue un caso menos claro. La diferencia aceptada por muchos en la
época, y que permanece relevante, no reside en el nombre, sino en la opinión
de que “lo que es verdaderamente vicioso no es la propaganda, sino un
monopolio de esta”, un mensaje atribuido a muchos pero original del ferviente
y exitoso propagandista Napoleón Bonaparte (Holtman, 1950, p. i), cuyas
técnicas diversas aún merecen su estudio (Bernays, 1980; Hanley, 2005;
Holtman, 1950; Leith, 1965).
Aceptando con cautela por un momento que las diferencias entre los dos
términos propaganda y RR.PP. ahora se han bifurcado lo suficiente para
mostrar más características diferentes, puede decirse que Hayek había
estudiado lo suficiente el primer término para comprender su poder potencial
sobre el segundo. Una nota a pie de página en el capítulo recordaba al lector
la coordinación nazi de todas las actividades para reforzar el mensaje de su
legitimidad, y por tanto del “Gleichschaltung de todas las mentes” (Hayek,
2007, “This is, of course”).
Para Hayek, la conexión entre libertad de comunicación, libertad económica y
libertad personal es clara. Al igual que Mill, deseaba defender el potencial
humano para la espontaneidad, en contra de la idea de que: “Cada actividad
debe derivar su justificación de un propósito social común” (Hayek, 2007, “It
is entirely in”). Gleichschaltung, tanto nazi, socialista o comunista, para él
significaba que: “No debe darse ninguna actividad espontánea y no dirigida,
porque podría producir resultados que no pueden pronosticarse y que el plan
no contempla” (Hayek, 2007, “It is entirely in”).
Según Hayek, los partidarios del estatismo creían que la coordinación de la
opinión estaba ocurriendo de todas formas, por lo que “deberíamos utilizar
este poder deliberadamente para tornar los pensamientos de la gente hacia lo
que creemos que es la dirección deseable” (Hayek, 2007, “The desire to
force”). Hayek dice de la primera suposición que “con probabilidad es
suficientemente cierta”. Se expande sobre un tema que hemos visto
desarrollarse en Marx y Engels, Mill, Carlyle, Lippmann y en otros autores
mencionados anteriormente, entre los que se incluyen el novelista Edgar Allen
Poe (1809-1849) en su breve relato del siglo XIX “El hombre de la multitud”
(1840) sobre el ansia de la gente aislada por formar parte de la masa urbana, o
“Winesburg, Ohio” (1919) de Sherwood Anderson (1876-1941) ocho años
más tarde, recordando una conformidad de la opinión en propagación en los
distritos rurales en la década de 1890. Hayek se compadecía:
No existe una libertad real de pensamiento en nuestra sociedad, según se dice,
porque las opiniones y los gustos de las masas están moldeados por la propaganda,
los anuncios, el ejemplo de las clases superiores, y otros factores ambientales que
inevitablemente fuerzan el pensamiento de la gente hacia gastados surcos.
2. El problema de la “audiencia”
Hayek no descuida las audiencias objetivo. Sabía que la propaganda las
necesitaba, incluida la suya propia, pero batalló con las implicaciones para la
libertad individual. Buscaba al individuo, temía pero no sabía cómo sortear a
las “masas” colectivas cultivadas en el socialismo, y su conocimiento limitado
de las RR.PP. le frenó a considerar cómo conectar con grupos alternativos que
no eran ni tan pequeños como el individuo ni tan grandes como las “masas”.
2. La Palabra
Uno de los principales contribuyentes a este estado de asuntos era una
consecuencia de la propaganda —el poder de ciertas palabras sobre otros, y
el tipo de organizaciones que las controlaban. El peso de la comunicación de
masas era racionalista, material y servía a una Weltanschauung defectuosa
centrada en promover la identidad colectiva, en los grupos en lugar de en los
individuos, en la materialidad y no en la espiritualidad y en una sociedad
dirigida por el Estado. Ahora dependía en gran medida del equilibrio de los
líderes de la sociedad. Se estaba generando una crisis que amenazaba “la
sangre, el fuego y la radiactividad” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 561).
Cuando se rompe con el acceso a lo divino, algo llamado “sociedad se eleva
al rango de un principio ético supremo” para ser dirigida por el Estado, “el
dador inagotable de todo bien” y:
la creencia en la palabra se convierte en credulidad, y la misma palabra… en capaz
de toda decepción… Con la credulidad llegan la propaganda y la publicidad para
embaucar a los ciudadanos con intrigas y compromisos políticos, y la mentira
alcanza proporciones nunca antes conocidas en la historia de la palabra.