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Relaciones públicas y la historia de las ideas

Relaciones públicas y la historia de las ideas


Simon Moore
Prólogo de Jordi Xifra
Director de la colección Manuales (Comunicación): Lluís Pastor

Diseño de la colección: Editorial UOC


Diseño de la cubierta: Natàlia Serrano

Primera edición en lengua castellana: octubre 2015


Primera edición digital: mayo 2016

© Simon Moore, del texto


Public Relations and the History of Ideas. All Rights Reserved.
Authorised translation from the English language edition published by Routledge, a
member of the Taylor & Francis Group

© Editorial UOC (Oberta UOC Publishing, SL), de esta edición, 2015


Rambla del Poblenou, 156, 08018 Barcelona
http://www.editorialuoc.com

Realización editorial: Oberta UOC Publishing, SL


Maquetación: Sònia Poch

ISBN: 978-84-9116-107-3

Ninguna parte de esta publicación, incluyendo el diseño general y de la cubierta, puede


ser copiada, reproducida, almacenada o transmitida de ninguna forma ni por ningún
medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación, de fotocopia o por
otros métodos, sin la autorización previa por escrito de los titulares del copyright..
Autor

Simon Moore

Profesor asociado y catedrático de Diseño de la Información y Comunicación


Corporativa de la Universidad de Bentley, Estados Unidos.
Para Isobel: entusiasta lectora y aguda interrogadora
Prólogo
El volumen que tiene el lector en sus manos inauguró una la colección de
libros sobre comunicación y relaciones públicas de la prestigiosa editorial
Routledge, del grupo Taylor & Francis. No se trata de una colección
cualquiera pues, como su propio título índica: New Directions in Public
Relations and Communication Research, tiene una vocación de ofrecer una
perspectiva distinta del paradigma dominante que hasta bien entrado el siglo
XX dominó la investigación en relaciones públicas: el de la excelencia (o la
simetría bidireccional) capitaneada por James E. Grunig. Asimismo,
aprovechando este cambio de rumbo, esta colección de libros quiere ser la
representante bibliográfica de la escuela crítica, que surgió en el Reino Unido,
para extenderse luego a los países nórdicos de Europa y a Estados Unidos,
precisamente para contrarrestar el poder del paradigma dominante.
Esta naturaleza activista es fundamental para analizar los esfuerzos de la
escuela crítica. Sus pretensiones no son meramente finalistas, sino que intentan
cubrir lagunas que hasta ahora la investigación en relaciones públicas no se
había planteado. Son muy diversas y ricas las aportaciones de los autores de
la escuela crítica, pero creo que hay un denominador común, un hilo conductor
que yace detrás de todos ellos: el superar el límite organizacional en el que las
relaciones públicas han estado prisioneras desde su acceso al campo de la
investigación universitaria a mediados del siglo XX. En efecto, las relaciones
públicas no son únicamente una función directiva al servicio de empresas e
instituciones y organizaciones públicas y privadas. Son también una función
social y eso tiene diversas implicaciones desde el punto de vista disciplinario.
Quiero destacar una de ellas en este momento: que su filosofía y su sociología
no se ubican en el ámbito empresarial. La gestión del discurso público o la
búsqueda de la mejor reputación, que son dos elementos estructurales de las
relaciones públicas, no son problemas inherentes a la gestión empresarial. Son
inherentes a cualquier acto de gestión del poder y del contrapoder. Y esto tiene
dos efectos. El primero es que la historia de las relaciones públicas no se
limita a su aparición como profesión. Su advenimiento como profesión se debe
a la aparición de nuevos actores en la sociedad industrial (las organizaciones)
que requieren profesionalizar aquello que antes realizaba el poder político. La
reputación, sin ir más lejos, preocupó al hombre desde el origen de la
humanidad. Es decir, la historia de lo que hoy conocemos como relaciones
públicas se inicia prácticamente con la aparición de las sociedades complejas
en la Edad de Bronce.
La segunda consecuencia de la superación del ámbito corporativo como el
único en el que se desarrollan las relaciones públicas es que la teoría social
nos ofrece un cuerpo teórico imprescindible no solo para la práctica, sino
también para la teoría de las relaciones públicas. Así lo han demostrado las
escuelas nórdica y germana, con estudios sobre las contribuciones de
eminentes sociólogos a la teoría y práctica de las relaciones públicas: Weber
(y el concepto de legitimidad), Goffman (y el concepto de gestión de las
impresiones), Foucault (¡son tantos los conceptos del pensador francés que
pueden servir para aproximarse a las relaciones públicas!), Habermas (y el
concepto de opinión pública) o Bourdieu (y su idea de capital social y
habitus).
Tal y como habrá adivinado el lector, la fortaleza de este libro es precisamente
la combinación de estos dos elementos: la historia y las ideas. A través de sus
páginas y de una selección –nada fácil, por cierto– de figuras del pensamiento
de todos los tiempos, Simon Moore muestra cómo hablar de relaciones
públicas no tiene por qué circunscribirse a la Edad Contemporánea, sino que
estamos ante un fenómeno de larga duración, en el sentido utilizado por
Fernand Braudel y la escuela historiográfica francesa de los Annales. Y para
ello no ha elegido el camino del libro de historia, que sería seguramente el
más fácil, sino el de la historia de las ideas. Por tanto, la gran aportación de
este libro es que la historia de las relaciones públicas también forma parte de
la historia intelectual.
Un motivo de celebración para aquellos que nos dedicamos a la investigación
y enseñanza de las relaciones públicas que, asimismo, invita a proseguir el
trabajo iniciado por el profesor Moore, ya que son muchas las figuras del
pensamiento universal que se han quedado fuera, por lo que invitamos a
aquellos estudiosos interesados en el tema a proseguir en esta línea de
investigación de las relaciones públicas en el marco de la historia intelectual.
Jordi Xifra
Girona
Agosto de 2015
Relaciones públicas y la historia de las ideas
Este libro es una publicación estimulante e innovadora que explora diez
grandes obras de pensadores y oradores reconocidos, con un impacto
intelectual, práctico y global. Estas obras son en su mayoría un precedente
significativo de las relaciones públicas en tanto que expresión o profesión,
pero todas ellas se relacionan sin ninguna duda con la fuerza de la
comunicación pública organizada y el poder ligado a aquellos que gestionan el
proceso.
Estas obras, estimulantes y diversas, se escribieron con el objetivo de abordar
algunos de los grandes retos de la sociedad. Aunque tradicionalmente no han
sido el foco de investigación de las relaciones públicas, todas ellas han tenido
un impacto global como comunicadoras y también como base para ciertas
ideas fundamentales, desde la espiritualidad hasta la guerra, la economía y la
justicia social. Cada una de estas obras trata las implicaciones de la
comunicación estructurada entre las organizaciones y las sociedades, y
escudriña o aboga por las actividades que ahora son centrales para las
relaciones públicas y su moralidad. Estas obras no pudieron ignorar las
relaciones públicas y las relaciones públicas no pueden ignorarlas ahora.
Este libro constituirá una lectura esencial para aquellos profesores y
estudiantes de las relaciones públicas y la comunicación, y también será de
interés para su estudio en otras disciplinas como la Sociología, la Literatura,
la Filosofía y la Historia.
Simon Moore es profesor asociado y catedrático de Diseño de la Información
y Comunicación Corporativa de la Universidad de Bentley, Estados Unidos.

Simon Moore
Agradecimientos
He leído las obras en su versión original en inglés o en sus traducciones: en
este último caso, una limitación obvia. Gran parte del valor debe atribuirse a
los amigos, colegas y familia que han contribuido a él de una forma directa o
indirecta. Uno de ellos es sin duda Kevin Moloney de la Universidad de
Bournemouth y editor de la colección en la que aparece este libro. A él se
debe la idea de un libro como este—aunque la selección de los autores y la
responsabilidad por cualquier error asociado son enteramente mías—. La idea
surgió durante una conversación almorzando después de mi presentación de un
trabajo sobre El príncipe de Maquiavelo y la Utopía de Tomas More, en el
excelente congreso anual que la Universidad de Bournemouth organiza sobre
la historia de las relaciones públicas. Ninguna colección podría desear a un
editor más reflexivo y perspicaz. Mi única protesta es que no nos viéramos
más a menudo. Lo mismo puede decirse del equipo de Routledge: Jacqueline
Curthoys, Sinead Waldron, Paola Celli y Kris Wischenkamper.
También estoy agradecido a los críticos anónimos de la propuesta original, y a
Eric Austin, Bernie Kavanagh, Bruce MacNaughton, Ruth Macsween, Sean
McDonald, Graeme Mew, Norine den Otter, Cliff Putney, Roger Richer,
JavedSiddiqi, Terry Skelton, muchos otros amigos y a mis hijas Sophie,
Imogen e Isobel. Mi esposa, Sandra den Otter, ha sido de un incalculable valor
para este proyecto. En raras ocasiones se cruzan nuestros caminos
académicos, pero en esta ocasión lo hicieron, así que debo darle las gracias
desde una vertiente académica y personal.
Capítulo I
Relaciones públicas y la historia de las ideas
Las relaciones públicas (RR. PP.) tienen una historia y una prehistoria. Las
RR. PP. también deben reflejar las condiciones sociales. Estas comunes
observaciones se aplican a muchas actividades, pero quizás a las RR. PP más
que a ninguna. Las RR. PP. deben estar muy alerta a los cambios que se
producen en el modo en que las personas se ven a sí mismas colectiva e
individualmente, y a cómo utilizan la tecnología y se organizan en grupos para
cumplir con las funciones sociales. Esta actividad verdaderamente pública
deja una huella histórica que es intelectual además de táctica y tecnológica.
El método básico de las RR. PP. se ha seguido desde tiempos antiguos, pero
durante la mayor parte de este tiempo no ha gozado del dudoso privilegio de
tener un nombre. En el último siglo y medio los profesionales de esta materia
han recibido varios apelativos (entre ellos agentes de prensa, propagandistas,
publicistas), que han ido cambiando con el nacimiento de la profesión. Es muy
poco probable que el nombre actual vaya a durar para siempre, pero la
actividad sí continuará existiendo, y generará nuevas especializaciones y
tácticas conforme cambien las organizaciones, las sociedades y la
comunicación. El cambio mantiene alerta y viva la actividad. Lo que
generalmente se conoce como RR. PP. y sus especializaciones, desde la
comunicación de crisis y los asuntos públicos hasta las RR. PP. digitales o de
entretenimiento, prosperará mientras exista una organización que tenga algo
que necesite contar o ser escuchado por numerosas personas, y deberá estar
alerta para hacerlo de mejor forma posible.
Aquí se prefiere el término «obras» a «libros» por ser más preciso, aunque
insatisfactorio. Algunos de estos pensadores no crearon libros, sino ensayos,
manifiestos, tesis, manuscritos incompletos u observaciones que fueron
registrados por otras personas. No toda esta producción se consideraría
académica según los inimaginativos estándares actuales. Con ello surge una
pregunta: ¿por qué estos diez pensadores y no otros?, ¿son los diez top? La
respuesta solo puede ser que no existen los diez mejores, pero que si
existiesen, estos autores estarían compitiendo por ocupar uno de los puestos en
la clasificación. Los humanos, gracias a Dios, no pueden ser clasificados con
tanta precisión. Quizás los grandes pensadores sean los que menos puedan
clasificarse puesto que tienen la costumbre de escapar de los parámetros que
definen la grandeza o la influencia en un momento determinado. He
seleccionado autores que espero que sean interesantes y que han tenido una
inmensa influencia en las organizaciones, la sociedad, el poder y finalmente
las RR. PP. Existen otros: no muchos, pero otros, y esperamos que se lleven a
cabo más estudios. Debo confesar que mientras escribía este libro me ha
costado, y en ocasiones no lo he conseguido, ignorar a ciertos autores, uno o
dos de ellos sobre los que ya había escrito con anterioridad: entre ellos
Kierkegaard, Maquiavelo, Thomas More, Wittgenstein. Bastante espacio y
atención requerían y merecían las diez obras elegidas aquí, sin embargo fue
Kierkegaard quien en 1847 quizás concedió a la comunicación pública
gestionada su más clara raison d’être, y por consiguiente, a todos los libros
basados en las RR. PP.: «Hay una forma de ver la vida que sostiene que donde
está la multitud, también está la verdad, que es una necesidad en la verdad
misma, que debe contar con la multitud a su lado» (Kierkegaard, 2009, «There
is a»).
Además es inútil buscar un punto de origen o una línea de descendencia única,
inalterable y cristalina, tan inútil en las RR. PP. como en cualquier otra
actividad, tecnología o persona. Existen demasiados puntos de origen en todas
las cosas de la vida, y seleccionar uno, dos o tres fragmentos de hueso en el
inmenso valle del Rift de la historia de la humanidad no puede conducirnos a
un linaje exacto…, pero sí podemos toparnos con una ancha corriente fluyendo
aguas abajo. Por esta razón, las ideas contenidas en estos trabajos perseguían
un conjunto de temas que culminaron en gran parte de lo que vemos hoy en día
en el mundo de la gestión de la percepción. Se puede decir que tales ideas
fueron más influyentes en las RR. PP. que muchos académicos y críticos
modernos de la materia.
Quizás un enfoque tentativo, indagador e incluso impresionista sería el más
adecuado para este libro, como debería serlo para la materia en general. Las
RR. PP. saben, o deberían saber, lo difícil que es definir a las personas,
caracterizar los productos, las ideas y los deseos. Como historiador que
escribió una vez sobre la práctica comunicativa en el pasado, así lo siento y
me reconforta, por ser un signo de la autonomía humana, y de hecho uno de los
temas en este libro es el impacto de la comunicación gestionada sobre la
autonomía humana. Las diferentes opiniones sobre esta cuestión dieron forma a
los enfoques de cada obra, tal vez incluso a sus respectivas filosofías tanto
como a sus formas de ver la comunicación. Sus enfoques son muchas veces
preceptivos, algunas veces sumamente preceptivos, ya que no pretenden
estudiar el mundo y sus sucesos, sino ofrecer políticas concretas. Aquí no
existen torres de marfil (aunque cuando pienso en los ensayos que Michel de
Montaigne escribió en su retiro cerca de Burdeos, hay que decir que al menos
ciertas torres sí debieron inspirar obras valiosas). Preceptivas o no, estas
obras no pudieron evitar que la autonomía individual, o la contradicción, se
afirmara a sí misma; una contradicción que levanta más preguntas de las que
responde y que podría confundir en última instancia los intentos de gestionar
la percepción pública de forma demasiado cercana o «científica». El notable
historiador del siglo XX G. M. Trevelyan hizo una útil observación sobre esa
tendencia en una conferencia ante la Liga Nacional del Libro de Gran Bretaña,
dos semanas después del fin de la Segunda Guerra Mundial:
Si investigas sobre un átomo habrás investigado sobre todos los átomos, y lo que es
cierto sobre los hábitos de un petirrojo es en gran medida cierto sobre los hábitos de
todos los petirrojos. Sin embargo, la historia de la vida de un hombre, o incluso de
muchos hombres individuales, no te contará la historia de la vida de otros hombres.
Es más, no es posible hacer un completo análisis científico de la historia de la vida
de ningún hombre. Los hombres son demasiado complicados, demasiado
espirituales, demasiado diferentes para un análisis científico. (Trevelyan, 1945, p.
12)
Varias de las obras incluidas en este libro se escribieron para imponer una
mayor uniformidad en las sociedades, debido a que los autores creían que
convertirían a dichas sociedades en lugares mejores, especialmente las que
vivían en tiempos revueltos —aunque, ¿cuándo no ha habido tiempos
revueltos? Otras se escribieron para recuperar la autonomía individual, por la
misma razón y en las mismas condiciones de agitación o peligro. La gran
variedad de enfoques que adoptaron aconseja que cierta cautela respecto a las
recomendaciones que hacen sea a veces necesaria. Podemos ser más rotundos
en cuanto a su impacto e influencia sobre lo que podríamos llamar la
comunicación pública gestionada, a falta del surgimiento de las RR. PP. como
nombre o profesión, aunque no como actividad, puesto que esto último ya ha
ocurrido.
En cualquier caso «comunicación pública gestionada» será el nombre por el
que se apuesta mayormente en este libro, por las razones ya expuestas. Con
respecto a esta cuestión del nombre, no obstante, debo admitir que siento un
poco lo mismo que Edmund Blunden en su poema de la Gran Guerra,
«Nomenclatura de trincheras»:
¡Ah, esos nombres y fantasmas! ¡Nombre sobre nombre! ¿Qué hay en un nombre?
De una lámpara maravillosa salió el genio en su nube de horror. (Blunden, 1976, p.
90)
Una alternativa, las «proto-RR. PP.», tiene fuertes reclamos, pero en este
contexto parece demasiado enfocada a las propias actividades. Junto con los
autores que aquí se estudian también exploraremos sus conceptos sobre la
sociedad y su importancia en las RR. PP. Espero que el lector capte las
implicaciones, por ejemplo, de las ideas de Confucio para la conformación de
las percepciones sociales a través de la comunicación pública gestionada, y
que también vea que son antecesoras directas de las RR. PP. de hoy en día, y
que tienen algo que decir sobre estas; sin embargo, las RR. PP. modernas no lo
son. Si dar un nombre es necesario, no lo es un limitativo exceso de exactitud.
Un sistema taxonómico basado en la nomenclatura siguiendo las líneas de
Linneo podría obstruir la comprensión histórica e ignorar ese borroso campo
de debate donde florecen las ideas y surgen los cambios.
No obstante, todos estos escritores trataron en profundidad la gestión de la
comunicación. Ninguno pudo ignorarla. El «gobierno invisible» de Edward
Bernays (Bernays, 2005, «La conciencia y») con frecuencia o siempre está
presente, a menudo de una forma verdaderamente muy visible en su trabajo,
incluso si se pierde en el copioso análisis académico posterior. En todos los
casos los pensadores consideran que la gestión de las percepciones sociales
por parte de la comunicación a gran escala es crucial. Puede decirse que su
propio pensamiento no estaría completo sin ella, tanto como puede decirse que
su pensamiento, a su vez, la ha conformado. En cuanto a las RR. PP., creo que
estas diez obras han influido en nuestra visión de la sociedad, en lo que
constituye el público, en lo que ese público necesita percibir y cómo debería
aprender de ello, y en qué organizaciones deberían realizar esta comunicación.
Estas obras constituyen los orígenes intelectuales e históricos de las RR. PP.,
pero como ya he dicho, existen también otras.
«¡MaestroZeng!» le dice Confucio a uno de sus discípulos «Todo lo que yo
enseño puede ensartarse en un simple hilo» (Slingerland, 2003, 4.15). Esto
vale también para las obras estudiadas aquí. Contienen grandes ideas fáciles
de entender. Las grandes ideas suelen ser simples y pueden expresarse con
simplicidad. Los embrollos y las complejidades vinculadas a ellas son a veces
el resultado de pensadores menos liberados que se exceden al pensar en esa
simplicidad, o que quizás no se atreven a expresarla. La subyacente
simplicidad de estas ideas es lo que explica su prolongada popularidad.
También es evidente para el estudiante de RR. PP. que la existencia y el tipo
de comunicación gestionada que los autores conciben para sus «grandes
ideas» dice mucho sobre qué tipo de sociedad era probable que se produjera.
Los métodos utilizados para propagar la legitimidad de una sociedad son casi
tan reveladores como las grandes ideas mismas. Quizás esta aproximación está
infravalorada por el alumnado de economía política, y por cualquier
profesional de la política y los negocios mal orientado que insiste en ver las
RR. PP. como si no fueran más que un medio de reparto, o algo relacionado
con el marketing, incluso en los albores de la Revolución de la Información,
cuando su autoridad generalizada se los queda mirando a la cara.
¿Qué temas de utilidad relacionados con las RR. PP. contienen estas obras?
Algunos que preocupan y otros que hoy fortalecen esta materia: la relación
entre lo individual y lo colectivo, expresado en la creación de los públicos
más adecuados para recibir ciertos mensajes; el equilibrio de poder entre lo
que puede llamarse aproximación «científica» y aproximación «no científica»
a la comunicación pública; opiniones sobre los mensajes y medios que mejor
conectan con los públicos objetivo; el problema de mantener la libertad sin
uniformidad, y de utilizar la comunicación para conseguir orden del caos.
Todas estas obras se interesan por la relación comunicativa entre el Estado y
los ciudadanos, o sujetos. Esto es así porque durante muchos siglos solamente
el Estado —y la religión organizada y respaldada por el Estado— podía
dirigir los recursos para una comunicación a gran escala, y también porque la
principal necesidad de la sociedad era el orden. Esta necesidad preocupa las
obras más antiguas de las estudiadas aquí. ¿Cómo conseguir dicho orden?
¿Difundiendo la justicia, o la virtud, o la piedad, o la armonía? Casi
inmediatamente nos enfrentamos al problema de la gestión de la percepción.
Mucho más tarde, aparece un nuevo factor: el surgimiento de la producción
industrial a gran escala, que lleva a una urbanización intensiva y a más poder
para percepción gestionada colectivamente. La mayoría de los últimos autores
—Mill, Hayek and Jung— lo ven como un problema; otros —Marx, Engels y
Gandhi—, como una oportunidad; Von Clausewitz, como una necesidad.
He optado por tratar cada libro por separado y en orden cronológico en lugar
de contrastar y comparar temas concretos. Una razón para ello es que las obras
son famosas por derecho propio y son el resultado de un pensamiento
sumamente original. Me declaro creyente convencido de que existen «grandes»
hombres y mujeres en la historia, y de que no son solo el resultado de unas
condiciones sociales determinadas. A dos de los pensadores de este libro se
los recuerda y estudia 2.500 años después de su muerte, y el resto ha
desarrollado o parece que va a desarrollar similar poder de perdurabilidad.
Será muy positivo para las RR. PP., en tanto que disciplina académica y
profesional, reflexionar sobre el lugar que ocupan en la obra de estos
pensadores. El carácter individual importa: en vida o póstumamente varios de
los autores se convirtieron en activos de las RR. PP. con una valiosa «equidad
de las RR. PP.» creada a partir de sus personalidades reales o imaginadas por
las generaciones posteriores. Otra razón para adoptar este enfoque es que sus
ideas a menudo influyen de forma única más que colectivamente. Alguna veces
se desarrollan temas comunes, y se siguen aquí, pero otros que no deben
pasarse por alto son exclusivos de los autores. Esta es la razón por la que es
importante situar las obras en el contexto de su tiempo, para poder entender
qué ideas trascienden el tiempo y cuáles (no menos valiosas) nos ofrecen algo
porque están arraigadas en la experiencia contemporánea del autor.
Cada obra, al estar asentada en su propio marco temporal, representa una
nueva fase para pensar sobre nuestra relación con la comunicación gestionada.
Sin embargo, las Grandes personas, en efecto, permanecen hasta cierto punto
más allá de tendencias. Crean y construyen nuevas estructuras, además de
restaurar otras ya existentes. La grandeza no siempre está relacionada con la
novedad. No son necesariamente individuos sin tacha ni tampoco lo son sus
obras, ni por parte de los menos que perfectos estándares de nuestra propia
era cruel, o más importante aún, ni por los estándares absolutos y eternos de la
dignidad humana, pero eso es irnos por las ramas y olvidar lo importante, que
es su valor como sujetos para el estudio de la comunicación.
Así pues estos autores y estas obras nos hablan acerca de los orígenes de las
ideas y acciones de las RR. PP., sobre aspectos de las RR. PP., porque ofrecen
recetas para la sociedad y no pueden obviar de ninguna manera la cuestión de
la comunicación. Solo uno de los pensadores, al-Farabi, intenta borrarla al
máximo, pero naturalmente fracasa por completo. Los demás reconocen que el
control total es más útil, o proponen formas de entender e influir en los
procesos existentes. Sus propuestas para la comunicación ayudan o entorpecen
sus ideas, y debemos recordar que en casi todos los casos fueron adoptadas
por, o impuestas a, miles de millones de personas a lo largo del tiempo y del
espacio. Lo que proponen para la comunicación es de hecho esencial para su
propio éxito, y para el futuro de las personas sometidas a sus
recomendaciones.
Por este motivo, parece útil incluir un enfoque que se oriente concretamente a
lo que se dice sobre público y mensajes claves, estrategia, plataformas de
medios, especialmente porque otra característica que comparten estas obras es
que no pueden obviar estas cuestiones, aunque no necesariamente en el orden
anterior, ya que, reiterando lo dicho, los autores necesitan hablar sobre
comunicación entre organizaciones y público. La organización que cada autor
—salvo Lutero, Gandhi y posiblemente Marx y Engels— considera su
prioridad es el Estado y lo que este tiene que hacer a la gente para gobernar, a
veces justa y virtuosamente. El enfoque hacia los «públicos objeto» se va
sofisticando con el tiempo, como veremos, y poco a poco se va orientando
hacia la búsqueda de una relación adecuada entre el público y las
organizaciones.
No pensemos ni por un momento que las obras más cercanas a nosotros en el
tiempo o el espacio (cualquiera que pudiera ser nuestro espacio en concreto)
sean siempre las más importantes.
Este no es ciertamente el caso, sobre todo porque muchos de los principios y
contradicciones que afrontan hoy día las RR. PP. fueron percibidos muy pronto
al surgir las sociedades altamente estructuradas. Citaré una frase de Churchill
que ya he utilizado en otras ocasiones: «Esa es la sabiduría del pasado, puesto
que no toda la sabiduría es nueva sabiduría» (Hansard, 1938, col. 367).
Las obras construyen una «filosofía de las RR. PP.» relajada a partir de
diferentes temas. Algunos describen una sociedad ideal; otros aceptan el
mundo tal y como es, y ofrecen unas pautas para reformarlo o prosperar en él.
Algunos toman una perspectiva colectiva y comunitaria; otros se concentran en
el individuo. Varios de ellos son activamente políticos y abordan la esfera
pública; otros abogan por una ilustración desde el interior. Dos exploran la
intersección entre sociedad, comunicación y economía, y uno de ellos la
intersección entre el Estado, la comunicación y las fuerzas armadas. Varios se
dirigen a una determinada cultura y creencia; otros tratan de la humanidad en
circularidad. Las RR. PP. no pueden ignorar por completo este tipo de temas.
Debido a que los elementos de RR. PP. evolucionan en las obras seleccionas
para el estudio, deberíamos preguntarnos también si tales obras han tenido una
fuerte influencia, aunque haya pasado desapercibida, en la historia de las
ideas. Deseo sugerir que sí la han tenido. Gran parte del pensamiento y del
continuo impacto de las personas aquí estudiadas están determinados, de
hecho —inevitablemente, como hemos mencionado—, por la actividad que
ahora conocemos como RR. PP., pero para la cual no ha existido nombre
durante gran parte de la historia de la humanidad. Estas obras reaccionan al
control de la comunicación por parte de ciertas organizaciones; cómo esas
organizaciones se comunican en la actualidad, cómo deberían comunicarse y
las implicaciones para los públicos a los que pretenden llegar. Desearía
explorar cómo sus ideas se ven afectadas por su forma de considerar la
práctica de la comunicación y su relación con los problemas de libertad.
Aquellos pensadores que realmente defienden el cambio también proponen una
estrategia de comunicación, que a menudo tiene que ver con el uso creativo de
múltiples plataformas de medios y la cuidadosa coordinación de poderosos
mensajes. Muchas de aquellas recomendaciones han dejado legados
operacionales creativos y con frecuencia inesperados para ser considerados
por las RR. PP., pero ha sido sin duda un proceso de doble dirección.
Efectivamente, las relaciones públicas han contribuido a la historia de las
ideas, que académicos y estudiantes deben comprender para percibir la
naturaleza sustancial de este campo.
Por consiguiente es posible que las RR. PP. puedan ayudarnos a reconsiderar a
los propios pensadores. Platón, por ejemplo, ha sido considerado como un
esencialista, que busca un ideal y una esencia subyacentes en todas las cosas.
Esto lo hizo atractivo a los posteriores estudisos de la tradición cristiana y,
como veremos con al-Farabi, dentro de la filosofía islámica. Las
recomendaciones sobre comunicación de Platón para una ciudad ideal ofrecen
una impresión diferente de él, como de hecho el propio Platón hace en
Parménides cuando Parménides le hace a Sócrates la famosa observación
sobre el problema de aplicar el esencialismo a: «Las cosas que podrían
parecer absurdas, como el cabello, el barro y la suciedad, o a cualquier otra
cosa totalmente carente de dignidad o valor». El Sócrates de Platón se
mantiene en su principio, pero añade: «No es que la idea de que la misma cosa
pueda sostenerse en todos los casos no me haya preocupado de vez en cuando»
(Cooper, 1997, 130c–d). Sospecho que las «RR. PP. platónicas» (es una
pequeña broma) también descubren otras luchas del propio Platón sobre este
tema y ponen de manifiesto una diferencia bastante notable entre su búsqueda
filosófica de las formas ideales y su búsqueda práctica de objetivos políticos.
Volviendo brevemente al tema de los nombres, se verá que hoy en dia, algunas
de las reflexiones y propuestas incluidas en las obras se llamarían
propaganda, relativa a la creación de un monopolio publicitario supuestamente
en interés de los públicos destinados a recibirla. Pocas dudas caben de que
los orígenes de las RR. PP. residan en esta faceta de su actividad, cuyo rastro
se puede seguir hasta el surgimiento de estados complejos con ciudades,
burocracias y una poderosa organización religiosa. Se trata de un antecesor de
las RR. PP. modernas, por lo menos tanto como los agentes de prensa del siglo
XIX, un hecho que la investigación moderna en la historia de las RR. PP. ahora
reconoce, heredando un estudio histórico pionero en este campo que Edward
Bernays incorpora en su libro de 1952 Public Relations. Su libro Propaganda
de 1928 fue en parte un vano intento de resucitar una palabra que estaba
adquiriendo mala fama y que los críticos vinculaban a los intentos unilaterales
del gobierno, plutócratas y movimientos sociales de confundir o controlar a la
sociedad. El término relaciones públicas poco a poco fue ocupando su lugar.
Posteriormente se le atribuyó a Bernays el mérito de ello, aunque algunos
personajes de su generación, entre ellos varios de los citados en este libro,
continuaron empleando la palabra propaganda, a menudo, pero de ninguna
manera siempre, en la crítica.
También son sugerentes ciertos temas de menor importancia. Por ejemplo, el
hecho de que las obras adopten lo que podría llamarse un punto de vista
orgánico de la sociedad, siguiendo la tendencia clásica hasta los tiempos de
Lutero, que la ve como un cuerpo humano, que goza de buena salud y está
sujeto a episodios de enfermedad. «¡Oh mi pobre reino, enfermo de golpes
civiles!» gritaba el Enrique IV de Shakespeare, también sucumbiendo a la
enfermedad (Henrique IV, Parte 2, Acto IV, Escena V), y en mayor o menor
grado esta es la visión que adoptan las primeras cinco obras. La comunicación
pública gestionada era la cuchara que llevaba la medicina de la filosofía hasta
el doliente Estado y sus habitantes. También era la miel que haría de la
medicina algo sabroso. Esto lo vemos una y otra vez en la atención que se
presta en las primeras de estas obras al lenguaje del cuerpo humano, de la
enfermedad y la salud, y su relación con la comunicación. Más tarde el
lenguaje cambia y la «gente corriente» (término que tomo prestado de
Confucio) o las personas de plomo y bronce (dicho en La república de Platón)
comienzan a controlar más sus asuntos políticos, económicos y religiosos e
incrementan su propia actividad de comunicación pública, no solo como
individuos sino también como miembros de un grupo. Las obras de este libro
se van alejando de una perspectiva orgánica de la comunicación para
acercarse a una que incorpora construcciones «no naturales»: burocracia, las
ciencias sociales y otras, y la planificación. Los pensadores a partir de Mill en
adelante se enfrentan a las RR. PP. emergentes o desarrolladas como una
actividad que incide una y otra vez en sus pensamientos de forma directa y
evidente. Deben afrontar la cuestión de qué hacer al respecto como una
práctica ubicua de las sociedades altamente tecnocráticas.
Una preocupación que surge en prácticamente todas las obras podría
describirse, con precaución en algunos casos, como espiritual. Cuando
Confucio, al-Farabi, Gandhi, Jung o incluso Marx y Engels escriben sobre la
comunicación, la están utilizando en nombre del Estado para reequilibrar el
bienestar espiritual de su público y con ellas a la sociedad en general. Marx y
Engels hablan de forma casi lírica —aunque vaga— sobre la felicidad
personal que debe alcanzarse. Confucio y al-Farabi son más precisos, aunque
difieren en los detalles. Gandhi y Jung relacionan la comunicación pública
más directamente con la espiritualidad individual, y evitando al Estado con el
que a menudo se muestran críticos. Lutero reemplazaría los medios y los
mensajes actuales en su tiempo, y organizados en torno a la Iglesia católica. En
lugar de ello habría otra posibilidad para la comunicación pública: más crítica
e intensa, convocada desde las experiencias profundamente personales y las
búsquedas espirituales. Hayek haría más o menos lo mismo, aunque su objeto
es el estatismo y sus adeptos, y su objetivo es restaurar otra forma de
actividad económica, en parte por pensar que sería el mejor modo de
preservar y hacer crecer la libertad individual. Clausewitz se preocupa por la
movilización de la voluntad colectiva de la nación, para mantener sus fuerzas
en medio de la tempestad de lo que se había convertido en una guerra entre
pueblos, no solo entre dinastías y dictadores. Esta idea es predecesora de la
guerra moderna como una cruzada integral con la que está comprometida una
sociedad entera. Esta es la principal lección de En guerra, más que la
tecnología armamentística o las matemáticas de maniobra. Quizás los menos
espirituales en términos de RR. PP., a excepción de Hayek, son Platón y Mill.
En La república de Platón la religión y los mitos de un pueblo no siempre se
tratan como verdades irrefutables, sino adaptadas a los medios que las
comunican y a las necesidades políticas de la ciudad. Sobre la libertad de
Mills se centra casi por completo en cuestiones seculares y cívicas, y en el
problema de los medios de comunicación en la sociedad civil. Mill no muestra
interés en alterar la creencia de perfeccionar un Estado o «espiritualizar» a
sus ciudadanos. Merece la pena comprender la dimensión espiritual que existe
en estas obras y en lo importante que es históricamente para la función de las
RR. PP., cuya capacidad más potente es tal vez que puede despertar públicos
al ir más allá de cuestiones mundanas como la política, los productos, o la
calidad del servicio y los precios. Es un error omitir esa dimensión en los
estudios sobre el potencial del campo y los problemas que plantea, y las obras
aquí incluidas no cometen dicho error.
Todavía podemos seguir el rastro cronológico de otra repetición, que me
atrevo a llamar «menor», y se trata de nuestro cambiante punto de vista sobre
la propia comunicación, que pasa de ser la el sirviente de la Gran Idea a
convertirse en «La Idea» misma, que define si las personas son o no
autónomas y, por consiguiente, libres. Empezando por Confucio y terminando
por Jung, es posible seguir este proceso y el creciente debate entre lo que
podría llamarse sin ambages «RR. PP. virtuosas» o «RR. PP. no virtuosas». En
el siglo XX las posibilidades seculares identificadas por Platón podrían
aplicarse ampliamente, y no solo por los Estados. Esto introduce una
repetición más de las obras: un lento despertar a lo largo de los siglos ante las
consecuencias de la comunicación intensificada entre organizaciones y
públicos, entre públicos e individuos. Entre nuestros grandes pensadores del
siglo XX, Gandhi era el más preparado para utilizarla y aceptar la
proliferación de la función de las RR. PP. como una herramienta en lugar de
como una amenaza. Hayek la veía como una amenaza, pero una amenaza que
debía ser empleada por aquellos que estuviesen amenazados. Jung la veía
como un desastre impuesto colectivamente a la psique individual. En el siglo
XIX se guarda de alguna forma el equilibrio gracias a la visión de Clausewitz
de la comunicación pública gestionada como algo absolutamente necesario
para el Estado, y por lo tanto para las personas dentro de este. Marx y Engels
la volvieron en contra del Estado y de los que la controlaban, mientras que
Mill mostró una verdadera preocupación sobre sus más profundas
consecuencias.
Plantearé una última característica compartida, que se pone de manifiesto
cuando las obras consideran los problemas y oportunidades que sus ideas
presentan a la comunicación pública gestionada. Esta es la compleja
interacción entre virtud, verdad, armonía, justicia, jerarquía, el pasado, el
futuro, la individualidad y la creencia en algo —por norma general una
religión y/o un orden social determinado—. Podría decirse que todos estos
temas, y la importancia proporcional atribuida a cada uno de ellos, ayudó a
decidir los puntos de vista de la comunicación propuestos por los líderes de
las sociedades, hasta que —como ya se ha dicho— los últimos autores
comienzan a comprender que la comunicación en sí misma decidía aquellas
proporciones tanto como, o más que, los mismos líderes. En todos los casos se
adopta una perspectiva cívica y política respecto a estos temas, y no una
perspectiva comercial, con excepciones de menor importancia: Marx —en El
Capital— mostraba que entendía el elemento «mágico» en la relación entre
consumidor y producto, pero no consideraba que tuviese una realidad o valor
sustancial en una sociedad perfecta. Hayek al menos vio que la «propaganda»
o «publicidad» cívica y comercial estaba interrelacionada. Jung tendía a
ignorar la publicidad comercial, aunque su trabajo sobre los símbolos ejerció
su influencia en las RR. PP. no gubernamentales. Este énfasis principalmente
político dado a la comunicación compleja se consideraría actualmente
insuficiente: hoy la mayor parte de los profesionales de las RR. PP. no
gubernamentales coincidirían con Wittgenstein en que: «La totalidad de los
pensamientos verdaderos es una imagen del mundo» (Wittgenstein, 2001, p.
12), y se preocuparían de proporcionar la totalidad, la verdad, y una imagen o
dos.
En los asuntos humanos es difícil desarrollar una gran certeza sin historia. La
historia arroja luz sobre los eternos elementos de un tema concreto, y dichos
elementos si son coherentes pueden endurecerse y convertirse en certitudes
absolutas sobre el tema en cuestión. Al visualizar la comunicación durante
largos periodos de tiempo, deberíamos tratar de ser más cada vez más abiertos
en este enfoque, y abandonar el que se basa en modelos o teorías matemáticos
sin análisis histórico. El Estado Mayor de Prusia (más tarde Alemania) no
tenía ninguna duda al respecto. Su primer gran jefe de estado reformista, el
general Karl von Muffling, creó cuatro ministerios: los tres primeros
relacionados con aspectos de la organización militar, el cuarto y el más
pequeño se encargaba de la historia, a partir de la que podría desarrollarse
una doctrina (Lee, 2005, p. 15). Finalmente, en la Primera Guerra Mundial
entre 1914-1918, el Estado Mayor alemán extendió aún más su control sobre
la sociedad estableciendo un exhaustivo programa de propaganda y tomando el
control de amplios sectores de la economía. Sería justo decir que las propias
RR. PP. siguen un camino similar: políticas de gobierno, productos de negocio
y reputaciones públicas sucumben con regularidad a sus prioridades. Hoy no
puede llevarse a cabo ningún estudio serio sobre los asuntos públicos del
mundo sin el complejo conocimiento de las RR. PP., conocimiento que fue
desarrollado por los pensadores aquí estudiados.
¿Inventaron estos pensadores las RR. PP.? No. ¿Eran conscientes de la
importancia de lo que ahora se conoce como RR. PP.? Sí, sin lugar a dudas.
Ellos sabían que la comunicación estratégicamente gestionada por las
organizaciones, y todo lo que ello implica, no puede evitar moldear la
sociedad y la individualidad. Por consiguiente, tenían ideas para gestionarla
adecuadamente. Las relaciones públicas deben estudiar la historia de sus ideas
y recuperar esta parte de su herencia.
Capítulo II
RR. PP. virtuosas. Confucio (c. 551–479 aC),
Analectas (c. primer cuarto del siglo XV, aC)

1. Confucio y las RR. PP.


El valor de Confucio en las RR. PP. a día de hoy no está perdido en China, a
pesar de que fue desacreditado en la Revolución Cultural de la década de
1960. Ahora, los admirados eruditos, académicos, caballeros y oficiales del
siglo XVI son una parte importante de la diplomacia pública de China, que ha
llevado el nombre de Confucio hasta el 2004, y a partir de entonces se han
abierto más de trescientos institutos confucianos y el mismo número de aulas
confucianas en todo el mundo. Su labor es educar a las comunidades globales
sobre China y ofrecen intercambios interculturales, al igual que otros
embajadores institucionales como el Bristish Council o el Instituto Goethe de
Alemania. Un observador describe a Confucio hoy como «parte de una
proyección de poder más extensa con la que China está intentando ganarse los
corazones y las mentes por razones políticas» (Paradise, 2009, p. 649). En
regiones especialmente importantes como África, los institutos confucianos
están proliferando en los campus universitarios en todo el continente, en
ocasiones tras las visitas de estado o los acuerdos comerciales (Han Shih,
2013, p. 4). Confucio también abraza los negocios. En 2013 un hotel de lujo
inspirado en su temática abrió sus puertas en su lugar de nacimiento, Qufu, al
este de China. «Espera a ver», prometía por adelantado la publicidad «Toques
de diseño contemporáneo chino, como panales lacados de color rojo, se
combinaron con los tres principios claves de la filosofía confuciana: orden,
armonía y jerarquía» (Life & Leisure, 2013, p. 2).
Lo que Confucio pudiera pensar de esto tal vez depende de cómo pensemos
sobre él. Ciertamente, es difícil pensar en é l—y quizás en cualquier otro gran
filósofo— elevándolo (o descendiéndolo) desde la contemplación de «el
orden, la armonía y la jerarquía» y la toma de interés en el negocio de la
comunicación pública gestionada. Durante miles de años los gobernantes le
han venerado casi como un santo, seguido por discípulos y no estudiantes.
Durante miles de años, los gobernantes de China sacrificaron a Confucio como
el Erudito de la Cultura y el transmisor de virtudes ancestrales. Se convirtió en
relaciones públicas espiritualizadas, parte del calendario ritual chino,
consagrado con iconos con «elementos visuales divinos» (Murray, 2009, p.
373). Durante 2.500 años Confucio ha sido una de las formas en la que los
gobernantes de China han sido legitimados.
Si la santidad fuese todo lo que hay en ello, no habría más que decir. «Ante tal
definición un santo no es rival para nosotros. Es un ideal que solo podemos
observar» (Hattori, 1936, p. 97). El sinólogo japonés (y nacionalista de
entreguerras) Hattori nos recuerda que un Confucio tan venerable finalmente
nos ofrecería pocas oportunidades para desarrollar, aprender por nosotros
mismos, y Confucio constantemente decía que estaba aprendiendo y que lo que
él había aprendido otros igualmente podían aprenderlo, y aplicarlo a los
aspectos prácticos de gobierno. Por esta razón, podríamos preferir pensar en
él como un erudito u hombre de estado, como un pragmático de principios o un
filósofo de clausura, pero también como alguien que sentía que era dirigido de
forma divina. Hattori escribe de esta última convicción: «La personalidad de
Confucio es muy benévola, pero tiene un fundamento de poder extraordinario y
aunque frío y silencioso contiene un fervor y un entusiasmo extraordinarios»
(Hattori, 1936, p. 108).
A primera vista las Analectas, los dichos recogidos de Confucio y también de
alguno de sus estudiosos, no son una fuente muy prometedora para el estudio
de la comunicación pública gestionada. Son una guía para la moral personal,
la visión introspectiva, enfatizando las cualidades individuales como la virtud
y la modestia. Confucio parece casi estar en contra de las RR. PP. cuando
alaba la «virtud última» de un líder ancestral que «se negó en tres ocasiones a
gobernar el mundo», y «permaneció en auge porque la gente corriente nunca
aprendió de sus acciones» (Slingerland, 2003, 8.1).
Sin embargo, Confucio también se preocupaba del buen gobierno. «Cuando
nuestro Maestro llega a un estado», pregunta uno de sus estudiantes a otro,
«siempre aprende de su gobierno. ¿Busca activamente esta información?
¡Seguramente no se le es ofrecida de forma sencilla!» La respuesta es que él
obtiene la información «siendo cortés, refinado, respetuoso, comedido y
deferente» y entonces aparece una conclusión reveladora: «El modo de
búsqueda de información que emplea el Maestro es por completo diferente del
utilizado por otras personas, ¿no es así?» (Slingerland, 2003, 1.10). En este
texto aprendemos la importancia del gobierno para las Analectas y recibimos
una primera impresión del papel que desempeña la comunicación, la cual
evoluciona hacia algo de mayor alcance según avanza el libro. Confucio era
político. Venerado como un erudito y un exponente de ritos, pero al mismo
tiempo buscando responsabilidades ministeriales. Poseía un conocimiento
práctico de las realidades del poder en su época —en una ocasión
aparentemente frustró una conspiración para secuestrar a su maestro, el duque
de Lu, avergonzando al supuesto secuestrador (Dubs, 1946, p. 276)—.
Prácticamente es el único de los pensadores que se discuten aquí que eligió
como profesión ser administrador del Estado «con el entendimiento práctico
de un genio» se ha afirmado (Dubs, 1946, p. 280), y «no como una figura
mística» (Dubs, 1946, p. 282).
Confucio decía que la práctica decidía el carácter de un individuo
(Slingerland, 2003, 17.2). La práctica del buen gobierno inevitablemente
involucra la gestión de la opinión colectiva en sus observaciones y opiniones,
junto con el mensaje de un ejemplo personal y de humildad. Creía que sus
propuestas serían inútiles a menos que fueran adoptadas por los gobiernos y se
reflejasen en su comunicación pública. Por esta razón, su exilio prolongado
del poder político demostró su paciencia (Slingerland, 2003, 9.9). No ha
habido augurios de que un Rey Sabio como aquellos del pasado volviese para
hacer uso de Confucio, el administrador práctico.
Confucio estaba convencido de que «trabajar desde el punto de partida
erróneo no conducirá a otra cosa más que al perjuicio» (Slingerland, 2003,
2.16). Su punto de partida fue la educación y la crianza de los gobernantes,
caballeros y otras personas de talento designadas a serviles. Reconstruir una
sociedad a partir de la comunicación a sus miembros más jóvenes deriva en
ocasiones en la conservación de un individuo revolucionario o de una idea
revolucionaria —y observable en las campañas de RR. PP. de hoy dirigidas a
las escuelas por parte de corporaciones energéticas, ideológicamente
motivadas por gobiernos y organizaciones medioambientales sin ánimo de
lucro—. Lo mismo ocurre en otras obras estudiadas aquí, pero Confucio no
era ni radical ni revolucionario.
Las Analectas se establecieron en el siglo XV aC y se organizaron en su forma
final a finales del siglo XII aC. Los primeros seguidores de Confucio podían
haberlas escrito al comienzo de este periodo de tiempo conocido como el
periodo de «Estados Combatientes». El mismo Confucio vivió en el periodo
anterior de «primavera y otoño», también un tiempo turbulento entre
gobernantes rivales, y como con otras obras aquí estudiadas, el autor (o
seguidores, o amanuenses) busca comprender, restaurar y reconstruir al
individuo y al Estado. El propósito de las Analectas es clásicamente
conservador, al renovar el futuro con la enseñanza diligente del pasado. «No
soy alguien que nació con sabiduría», dijo, «simplemente adoro el mundo
antiguo y con diligencia miro en él en busca de conocimiento» (Slingerland,
2003, 7.20). Confucio creía que «la armonía natural, espontánea y sencilla
había prevalecido por una vez durante los reinados de los ancestrales reyes
sabios Yao y Shun, así como durante la Edad de Oro de las “Tres Dinastías”:
Xia, Shang y Zhou» (Slingerland, 2003, Introduction). Restaurar la armonía y
estabilizar a los individuos por medio de las lecciones aprendidas de la
historia restauraría la virtud en los gobernantes y sus pueblos. Este es el tema
del libro, que en parte es una guía de cómo esto podría llevarse a cabo.

2. Confucio y sus públicos claves: gobernantes, caballeros


y gente común
¿Cómo ha definido Confucio los públicos que le importaban? Segmentar y
orientar públicos no es un arte que se haya refinado en las Analectas, pero al
mismo tiempo no podría ignorarse ya que Confucio deseaba cambiar el Estado
y la sociedad. No oímos hablar mucho de los mercados y comerciantes, de la
«burguesía» de Marx. Confucio tiene poco que decir a favor de la persecución
de un beneficio; aunque algo más de su poder para perturbar la búsqueda de la
virtud (Slingerland, 2003, 9.1). En el Libro 9, el capítulo 1 registra su opinión
sobre el beneficio, el mandato divino y la bondad, pero no se añaden más
detalles. En otros lugares parece que la búsqueda del beneficio se convierte en
la provincia de las «personas ruines» —no se trata de comerciantes, sino de
funcionarios e incluso individuos ilustrados— que son incapaces de resistir
las tentaciones del salario o beneficio (Slingerland, 2003, 15.32). La poca
atención mostrada socialmente a los «comerciantes, mecánicos y demás»
permaneció mucho después de Confucio. En el siglo XVIII ocupaban el tercer
y último estrato de la sociedad, según dos observadores británicos que
publicaron en 1804, y aquellos con categoría civil y militar «aparentan
despreciar la igualdad» «aquellos cuyas vidas se ocupan de los intereses del
comercio» (Alexander & Mason, 1988, Plate LXII, p. 130).
Demasiado para el sector privado y su poderoso impacto sobre el buen
gobierno; oímos hablar más positivamente de los «caballeros» y gobernantes,
quienes deberían ser cultos, modestos, virtuosos y piadosos. Un caballero
«entiende de la rectitud, mientras que un individuo ruin entiende del
beneficio» (Slingerland, 2003, 4.16). El papel de un caballero es sentar un
ejemplo a la audiencia, la cual se describe sin esperanzas en la traducción de
Slingerland como la «gente común». Los gobernantes que piden consejo a
Confucio ven a la gente común —casi en su totalidad campesinos aldeanos—
como poco más que un recurso, o una fuente de agitación. Un gobernante
establece lo que quiere de ellos cuando pregunta a Confucio lo que debe hacer
para inducirles a su obediencia (Slingerland, 2003, 2.19); otro señor desea
que sean «respetuosos, obedientes y trabajadores» (Slingerland, 2003, 2.20).
Confucio resalta la «propiedad y deferencia ritual» de los gobernantes, así
como de los sujetos. Una persona joven —y presuntamente caballero en este
contexto— «debería mostrar una preocupación general por las masas, pero
además sentir una afección particular por aquellos que son Dios» (Slingerland,
2003, 1.6), y en palabras de uno de sus estudiantes, «él se apiada de aquellos
que son incapaces» (Slingerland, 2003, 19.3). No es necesario decir que esto
afectaría a que en la propiedad se incluyese a la gente común como un todo en
el gobierno, a excepción de aquellos individuos talentosos que podrían
encontrarse entre ellos. Confucio acepta el mandato divino ancestral de
gobierno, pero se esfuerza en resaltar que la gente común no debe dejarse de
lado, cuando dice a un estudiante que el Estado necesita comida y armamento
suficiente, pero lo más importante de todo es la confianza de las personas
(Slingerland, 2003, 12.7).
El mejor enfoque de las personas fue mostrar el autosacrificio (Slingerland,
2003, 13.1); sentando un ejemplo de autocontrol (Slingerland, 2003, 12.18),
piedad y benevolencia y «traer auxilio a las multitudes» (Slingerland, 2003,
6.30). Incluso esta consideración plantea preguntas. Uno de los estudiantes de
Confucio inquiere si tal gobernante podría llamarse bueno, reflejando su
incertidumbre sobre la materia (Slingerland, 2003, 6.30). Las ideas de
Confucio acerca de la gente común deben haber sido llamativas para la época.
Cuando su propio establo o el del Estado ardieron, hay una nota que registra
que preguntó si alguien había resultado herido, sin embargo, se olvidó de los
caballos (Slingerland, 2003, 10.17). «Si se satisfacen las necesidades de la
gente común», uno de los estudiantes de Confucio sugiere al duque Ai, «¿cómo
podría faltar su señor?» (Slingerland, 2003, 12.9).

3. Los objectivos: dao, li y ren


El dao —la forma de la virtud— debe estar presente en el gobierno. La gente
común, mientras tanto, «puede estar hecha para seguirla, pero no para
entenderla» (Slingerland, 2003, 8.9). Ellos pueden seguirla, no por la fuerza o
el castigo, sino por la virtud presente en un Estado mediante su gestión del
lenguaje, el ritual y la música, y la opinión de Confucio sobre esto se examina
más tarde. Él perfiló sus principios a partir de sus estudios sobre las virtudes
gobernantes de la Antigüedad, cuando los dos reyes sabios «Shun y Yu poseían
el mundo entero y aún no tenían la necesidad de gestionarlo activamente»
(Slingerland, 2003, 8.18). El Libro 10 de las Analectas ofrece algunos
detalles del ejemplo práctico y la consideración que los funcionarios
educados deberían mostrar, al decir, por ejemplo, que cuando los aldeanos
«estuviesen representando el exorcismo de fin de año» Confucio «se situaría
en los escalones del ala este de su casa vestido con ropa de gala de la corte»
(Slingerland, 2003, 10.14). Él no comía ni bebía en exceso; tenía cuidado en
hacer sacrificios en las ocasiones propicias, llevaba la indumentaria formal
apropiada para las ceremonias apropiadas; abandonaba las ceremonias —que
podrían descontrolarse— después de que los ancianos se hubiesen marchado;
hacía dos reverencias ante los mensajeros que se marchaban. Slingerland
explica que una doble reverencia expresa «respeto a la persona conocida y a
quienes les envía recuerdos». «Cuando la Forma prevalece en el mundo»,
Confucio concluye, «los comunes no debaten las cuestiones de gobierno»
(Slingerland, 2003, 16.2). El sentimiento popular no es una guía fiable para
gobernar, aunque esto presumiblemente se aplica también a los caballeros
superficiales o los gobernantes en busca de un beneficio. «Cuando la multitud
odia a una persona, debes examinarla y juzgarla por ti mismo. La misma
verdad se sostiene para alguien a quien la multitud adora» (Slingerland, 2003,
15.28).
Confucio, más en común con su cercano contemporáneo Platón, y para el caso
con Shakespeare y muchos otros, camina en paralelo al cuerpo del ciudadano
o sujeto con el organismo del Estado. Una mente y un cuerpo virtuosos y
armónicos dan lugar a un Estado virtuoso y armónico. Un respeto filial
infundido a una edad temprana frena las turbulencias políticas. Como Platón,
el Estado confuciano cultiva cuidadosamente la juventud. Una juventud bien
planteada que respeta a los mayores «es reacia a desafiar a sus superiores
provocando una rebelión» (Slingerland, 2003, 1.2).
El objetivo del dao, o la forma, es encontrar el modo de aprender, vivir,
comprender, alcanzar la virtud, ser buena persona, estudiar las artes, gobernar
y morir (Slingerland, 2003, 7.6). Todo muy espléndido, a lo cual un realista
como Maquiavelo respondería: ¿pero qué pasa con la empresa de permanecer
en el poder? El poder es un asunto de la política práctica, de proyectar
dedicación, ritual y personalidad a tus sujetos, aliados y rivales; de seguridad,
estabilidad y supervivencia. El gobierno consiste en los pasos que deben
darse con las instituciones y personas que son importantes para él, no en un
cultivo introspectivo de la armonía y la virtud. Un Estado ciertamente
arriesgaría mucho si depositase su futuro en el dao; así que esto lo podría
decir un participante exiliado de la política brutal del Renacimiento y
estudiante de las no menos realidades brutales del antiguo Gobierno romano.
Uno o dos autores más de los aquí estudiados podrían haber estado de acuerdo
con Maquiavelo, bien volviéndose como él hacia el arte de gobernar u
objetivando que jugar con la espiritualidad de los sujetos del Estado no sirve
a ningún propósito y tampoco propone ningún cambio interno por parte de los
principios irrealistas que abrazan la Antigüedad —tanto si es una autoridad
divina como una ceremonia cívica en particular—. En estas páginas no
tocaremos nuevamente un enfoque parecido al altamente introspectivo de
Confucio hasta que lleguemos a Carl Jung. Sin embargo, en gran parte las
Analectas se preocupan de la restauración de la armonía en el Estado, y el dao
fue el método recomendado, y por lo tanto los lectores no puede evadir la
cuestión de cómo el Estado debería comunicar de un modo convincente la
forma.
No obstante, las líneas de comienzo del Libro 1 de las Analectas no son
halagüeñas en sus referencias a la comunicación, en particular cuando dice:
«El maestro dijo, una lengua sabia y una apariencia fina raras veces son signos
de bondad» (Slingerland, 2003, 1.3); y aquí Slingerland anota: «Esta sospecha
de discurso simplista y apariencia superficial se encuentra a lo largo de las
Analectas» (Slingerland, 2003, 1.3), así como cuando dice: «El maestro dijo
“Las palabras elocuentes confunden la virtud”» (Slingerland, 2003, 15.27). La
comunicación en ocasiones fue un tema que impacientaba a Confucio. «¿Para
qué sirve la “elocuencia”? Si vas respondiendo a todo el mundo con palabras
sabias incurrirás con frecuencia en el resentimiento» (Slingerland, 2003, 5.5).
Precaución y suspicacia sobre la habilidad de la comunicación para embaucar
es otro de los temas recurrentes en casi todas las obras estudiadas aquí y
especialmente en relación con el gobierno, y es edificante verlo planteado en
el siglo xv aC. Conforme Confucio desarrolla su pensamiento, sin embargo,
aprendemos que la gestión de la comunicación pública tiene un papel más
positivo. Esto lo hace a través del li, que es el camino hacia el dao, y cuya
«raíz de significado se acerca a “ritual santo”, “ceremonia sagrada”
(Fingarette, 1966, p. 58), pero los cuales se toman para significar ritos»,
«rituales de la propiedad» (Li, 2007, p. 311). Li es tan importante para el
Estado como lo es para la gente joven mencionada anteriormente.
El maestro dijo: «Guiar un estado de mil carros, ser respetuoso en el manejo
de tus asuntos y demostrar confianza» (Slingerland, 2003, 1.5). «Mostrar»
respeto y «demostrar» confianza en los asuntos del Estado están conectados
muy de cerca al li, como se puso en práctica en tiempos pasados y como se
reguló por los ritos, según uno de sus estudiantes, el maestro You. «Es
precisamente esta armonía lo que hace tan bonita la forma del anterior rey»
(Slingerland, 2003, 1.12).
Si dao es la forma de la virtud personal y por último una virtud del Estado; y
li es un medio para conseguirla, el tercer concepto importante en las Analectas
es el ren, interpretado como «humanidad, la excelencia humana» (Li, 2007, p.
311). Li y ren parecen ser interdependientes: la forma en que uno existe por
medio del otro, individual o comunitariamente (Li, 2007; Yu, 1998).
Confucio aplica estos principios al gobierno en mayor profundidad en el Libro
2 de las Analectas, en el que comenzamos a observar el trabajo de la
comunicación pública en la consecución de dao, li y ren. Parece que lograr
estas cosas es suficiente: «Alguien que gobierna con el poder de la virtud es
análogo a la estrella Polar: simplemente permanece en su lugar y recibe el
homenaje de la infinidad de estrellas menores» (Slingerland, 2003, 2.1). Pero
debe sentarse un ejemplo y —como veremos también con Platón— Confucio
no considera que una excesiva legislación pueda llevar a cabo esta tarea: el
intento de legislar a las personas sobre la virtud inevitablemente se desarrolló
tan bien como en nuestros días. Las normas coartan y no enseñan a la gente
común, la virtud expresada en ritual inculca vergüenza y automejora
(Slingerland, 2003, 2.3).
Confucio aboga por una devoción personal expresada en la observación de
rituales y en la buena enseñanza, comenzado en la familia y extendiéndose al
gobierno. Constantemente advertía sobre la insinceridad (véase por ejemplo
Slingerland, 2003, 1.8, 15.6) y defendía la seriedad y el decoro (véase por
ejemplo Slingerland, 2003, 1.13; 2.4). Su enfoque requiere un complejo
autocontrol en muchos aspectos de la vida, incluido el equipamiento de las
casas de los caballeros (Slingerland, 2003, 1.14). En ello, Confucio
demostraba una total visión de la comunicación, abarcando tanto lo privado
como lo público. La política que promovía el decoro había de ser comunicada
con el avance de las personas honestas hacia el poder (Slingerland, 2003,
2.19), lo cual nuevamente no es una política que Maquiavelo encontraría
realista, quizás de forma justificada. El apoyo de Confucio al ritual de la
sinceridad y la devoción filial proporciona al menos un estándar consistente
por el que puede identificarse a los funcionarios honestos. En este sentido,
ello se asemeja a la idea de Platón de seleccionar a los gobernantes por medio
de la observación de sus vidas y conduce a la versión de un Confucio rey-
maestro-académico-filósofo, merecedor de veneración (Slingerland, 2003,
2.20).
Ritual no debe implicar rigurosidad. La sinceridad viene antes que la
rigurosidad, un principio que Confucio defiende (y también Cristo: «El Sabbat
fue creado para el hombre y no el hombre para el Sabbat»). En las ceremonias
festivas «es mejor ser austero que extravagante. En lo que concierne al luto, es
mejor triste en exceso que parecer molesto» (Slingerland, 2003, 3.4).
En el tiempo en que vivió Confucio los gobernantes no podían resistirse a
corromper el ritual, no podían dejar sus propios sentimientos privados y los
incluyeron en el proceso, y por consiguiente lo degradaron. En la entrega de
ofrendas a sus antecesores, por ejemplo, las tres familias aristocráticas que
rivalizaban con el duque de Lu añadieron una oda en su honor, que
posiblemente fuese representada por un coro mientras se limpiaban los
recipientes del sacrificio (Slingerland, 2003, 3.2).
Confucio naturalmente lo desaprobaba. El ritual se había ajustado para
interponer las familias a los gobernantes legítimos, mostrando que mientras
Confucio enseñaba dao, li y ren era consciente de que las ceremonias podrían
ser utilizadas de forma incorrecta para un propósito político distinto y a veces
peligroso. Advertía, en una observación generalizada y probablemente
también dirigida a las tres familias que criticaba: «Un hombre que no es Dios,
¿qué tiene que ver con el ritual? Un nombre que no es Dios, ¿qué tiene que ver
con la música?» (Slingerland, 2003, 3.3).
La relación entre ritual y música y su poder para conformar la percepción
fueron para Confucio temas de políticas de Estado así como de la vida
privada, y muchas de sus ideas enlazan con la música, el ritual y el gobierno.
A él le gustaba la música y entendía la influencia que podría tener sobre él:
«¡un maravilloso océano de sonidos!» (Slingerland, 2003, 8.15).
Conocer su influencia ayuda a explicar la preocupación de Confucio por
restaurar el ritual y la música a su esfera virtuosa porque, explica Slingerland,
«Está claro que en la época de Confucio la tradición del ritual Zhou se había
corrompido severamente y esta tradición corrompida era a su vez responsable
de conducir a una gran mayoría de las personas por el mal camino»
(Slingerland, 2003, Introduction, «Está claro que»).
En el siglo XI aC el duque de Zhou había reflexionado sobre la caída de los
estados rivales y como regente introdujo rituales con la intención de expresar
la virtud en una forma concreta para las personas. Este tema, el
establecimiento de la virtud a través del ritual, aparece en las historias
tempranas de otros gobernantes, como algo esencial para construir sociedades
estables, inculcar un sentimiento compartido y determinado de propósito,
creencia, virtud e identidad. Un ejemplo fue Numa Pompilio, venerado por los
romanos como su segundo rey después de Rómulo. La música pública, el
lenguaje poético y el ritual también resultaban de interés para Platón. En su
República, Sócrates sugiere basarlos en una «noble mentira», conjurada por el
mito religioso para servir a los propósitos del Estado. Confucio desea realizar
el mismo valor de trabajo para el Estado, pero solo con la restauración de la
virtud real de los mismos.
La comunicación establece por lo tanto el propio objetivo del dao a través del
correcto uso del li y el ren, y esta preocupación sobre las apariencias, la
conducta y la ceremonia es el centro del interés de Confucio en el gobierno.
«Odio», decía, «que el púrpura haya usurpado el rostro del bermellón, que los
tonos del Zheng se hayan confundido con la música clásica y que las lenguas
sabias hayan minado tanto al Estado como a la familia». Medios tan poderosos
no podrían pasarse por alto en ningún plan práctico para construir una
sociedad satisfecha. Para él, eran unas fuerzas extremadamente poderosas en
los asuntos de Estado: vehículos para la comunicación de la virtud, pero
también de la corrupción.
4. Los medios

4.1. Lenguaje y lenguaje ritual


Quizás el ejemplo más importante de las preocupaciones de Confucio sobre la
comunicación pública era ser lo que uno de sus estudiantes llamaba «la
confianza en el discurso» (Slingerland, 2003, 1.6). Un caballero es
«simplemente escrupuloso en su comportamiento y cuidadoso en su discurso al
atraer a aquellos quienes poseen la forma para que le corrijan» (Slingerland,
2003, 1.14), es «lento al hablar, pero rápido en actuar») (Slingerland, 2003,
4.24).
Confucio reverenciaba el pasado como una guía, creyendo en las épocas
anteriores, y mostraba más control y mesura en sus palabras para adecuar sus
acciones (Slingerland, 2003, 4.22). Estaba profundamente preocupado por el
uso mesurado de las palabras, que él relacionaba con el aprendizaje, el ritual,
la música y por tanto el orden político y la armonía social. Su primera acción,
si volviese a su cargo, sería corregir el uso de los nombres, ya que el
incorrecto uso de los ancestros y las relaciones familiares en las familias
dominantes de Lu estaban penetrando en el ritual público, confundiendo la
percepción pública y conduciendo a la inestabilidad política. Confucio trazó
una conexión entre los nombres incorrectos y el discurso incorrecto, los
rituales y la música sin vida, la imposición legal inapropiada hasta que la
«gente común» pierde la dirección y el propósito (Slingerland, 2003, 13.3).
La simplicidad del lenguaje también reflejaba la virtud en las personas y en la
sociedad. Las frases elaboradas y ornamentadas eran innecesarias
(Slingerland, 2003, 15.41). La visión de Confucio de la comunicación pública
era alcanzar la virtud a través de la simplicidad y la sinceridad en el lenguaje,
la música y el ritual.
Confucio tenía cuidado al emplear una pronunciación clásica cuando dirigía un
ritual (Slingerland, 2003, 7.18), gestionaba la percepción con la
administración del lenguaje así como de las palabras.
4.2. Actos rituales
«Si aquellos están por encima del ritual del amor, entonces la gente común
será fácil de manejar» (Slingerland, 2003, 14.42). Confucio decía con
frecuencia que el ritual ancestral era una herramienta esencial del Estado y en
su época se había convertido en un proceso extremadamente complejo para la
transferencia de la legitimidad.
Se otorgó un gran peso a los rituales entorno a los funerales, con la veneración
de los ancestros y espíritus, la indicación de vestimenta, dieta, número de
cestas y recipientes utilizados o cuándo los sacrificios debían ser de sangre,
carne cruda, parcial o completamente cocinada; y la forma en que los
funcionarios se aproximarían (Slingerland, 2003, Introducción, «Podríamos
sentir la tentación de etiquetar»). «Una tarea principal de la corte china era
proporcionar banquetes rituales para los dioses y espíritus en altares y
templos imperiales» (Wilson, 2002, p. 251). Dichas responsabilidades son
comunes a la mayoría de los estados, premodernos y modernos. En China esto
evolucionó hacia un alcance complejo. El ritual también transmitía la virtud
del gobernante. En ese sentido era una forma de transparencia, y debe llevarse
a cabo de una cierta manera, asegurando a los observadores que su respeto por
el ritual fuese un reflejo de su personalidad interior: «era necesario que el rey
lo representara con sinceridad». «¿Cómo podría soportar mirar a una persona
así?», preguntaba Confucio refiriéndose a los gobernantes poco generosos,
impíos e insinceros (Slingerland, 2003, 3.26).
La atención de Confucio al ritual se extendió, como se apuntó anteriormente,
poniendo como ejemplo su propia indumentaria. Él se vestía apropiadamente
para los días de fiesta y recomendaba dirigir los asuntos de Estado bajo una
correcta vestimenta (Slingerland, 2003, 15.11).
El ritual público debe estar en consecuencia por encima del gusto y la
ambición individual y, llevándose a cabo de la forma adecuada, otorgaba
armonía, sabiduría y perspectiva. Sin el ritual, una persona respetuosa se
convierte en exasperante, una persona cuidadosa en tímida, una persona con
coraje en rebelde y una persona honesta en inflexible (Slingerland, 2003, 8.2).
Los ritos se realizan al nivel de Estado, comunidad y familia. La devoción
filial era el primer paso, con respecto a los ritos, en el camino hacia el dao.
Los hijos iban a servir, enterrar y sacrificar a sus padres «de acuerdo con los
ritos» (Slingerland, 2003, 2.6). Los festivales y las ceremonias deben
mantenerse en la comunidad y los caballeros deben demostrar respeto hacia el
ritual y legitimarlo para la gente común. En el gobierno, el ritual y el lenguaje
de las ceremonias no deben contaminarse con la extravagancia o la
propaganda política y deben observarse con dignidad.
Claramente ese énfasis en el ritual no se confunde con una obsesión por un
exceso de elaboración y el detalle. Confucio buscaba simplificar y clarificar
los enfoques del ritual; restaurar su virtud y valor. El ritual no tenía que
utilizarse como propaganda personal, sino llevarse a cabo con modestia y
veneración para despertar virtudes y tradiciones mayores que los caprichos de
los gobernantes. La forma excluye absolutamente la escritura de la propia
personalidad en el ritual. Confucio señaló que en el ritual «la extravagancia
conduce a la arrogancia» y la frugalidad a la vileza, con el revelador añadido
de que la vileza era mejor que mostrar arrogancia (Slingerland, 2003, 7.36).

4.3. Música y tiempo


Las referencias y analogías musicales están presentes con frecuencia en las
Analectas. Slingerland escribe que Confucio veía la música y la poesía como
un modelo de «autocultivación: comenzando con confusión, pasando por
muchas fases y terminando en un estado de perfección wu-wei [una manera
fácil de hacer las cosas]» (Slingerland, 2003, 3.23). Liu Baonan, el destacado
estudiante de Confucio, presumió que el famoso consejo de Confucio:
«Encontrar la inspiración en las Odas [poesía], reemplazarse a través del
ritual y lograr la perfección con la música» significaba «tener las cualidades
morales de uno refinadas por la música y llevadas a la plenitud» (Cai, 1999,
p. 325).
Como era de esperar, los medios musicales preferidos de Confucio eran las
composiciones para los reyes sabios del pasado. Para él, la música de la corte
de Shao era «perfectamente preciosa y también perfectamente buena»;
mientras que la música de un rey más beligerante era «perfectamente preciosa,
pero no perfectamente buena» (Slingerland, 2003, 3.25). La música entonces
podría ser moralmente buena y mala.
Slingerland describe la gestión de la música del Estado en China como una
«labor moral importante» (Slingerland, 2003, 9.15). Esta línea de pensamiento
quizás resta importancia a su relevancia política. La música era demasiado
potente para ser dejada a su suerte y los registros demuestran de forma
evidente que el Estado mostraba un interés cercano en ella, controlando los
cambios y en ocasiones interviniendo para gestionar el medio, como el mismo
Confucio dijo: «Solo después de que regresé al Lu del Wei se rectificó la
música, con el Ya y el Song colocados en el orden adecuado» (Slingerland,
2003, 9.15). La opinión de Confucio sobre la música no es desconocida hoy en
día. De igual modo que Platón trató la poesía, la música y el ritual en La
república, las Analectas se preocupan por la comunicación de los valores
útiles, con la diferencia de que Platón está preparado para ajustar las
devociones antiguas para cumplir con las necesidades de su ciudad-estado
perfecto, mientras Confucio busca la música auténtica y original para integrar
las raíces históricas de la devoción en su propio Estado. Sin embargo,
Confucio tiene un punto de vista del impacto político y moral de la música que
Platón reconocería: «Prohíbe las melodías de Zheng y mantente alejado de la
gente simple, pues las melodías de Zheng son libertinas y la gente simple es
peligrosa» (Slingerland, 2003, 15.11).
Otra característica más significativa del arte de gobernar y la comunicación de
Confucio es su visión del tiempo. La comunicación que él prefería era después
de todo honorada y victoriosa en el tiempo. Los rituales, el lenguaje y la
música son más virtuosos cuando la longevidad es parte de su legitimidad. La
idea de que los asuntos temporales podían ser de cualquier valor tiene poco
atractivo: la paz y la armonía del cuerpo y del gobierno dependen de la
paciencia y la veneración de los antepasados, la familia y los ejemplos de la
Antigüedad. Confucio deseaba sacar el rubor y la fiebre de la comunicación
para calmar el pulso del Estado y manejar su lenguaje para reflejar valores
más antiguos y no rivalidades actuales. En este enfoque, cuerpo, alma y Estado
están conectados. ¿Cuándo un hombre era verdaderamente filial? Solo si no
alteraba las formas de su padre durante tres años después de su muerte
(Slingerland, 2003, 1.11). ¿Cuánto tiempo tomaría crear un Estado bueno?
Confucio respalda un dicho: «Si las personas excelentes gestionasen el Estado
durante cien años, entonces ciertamente se podría vencer la crueldad y acabar
con las ejecuciones» (Slingerland, 2003, 13.11). Sin embargo, un «verdadero
rey» podría restaurar la bondad en una generación (Slingerland, 2003, 13.12).
Los primeros frutos de un buen liderazgo aparecerían mucho más pronto:
«Habiendo sido instruida por una persona excelente durante siete años, la
gente común estará preparada para cualquier cosa, incluso para tomar las
armas» (Slingerland, 2003, 13.29). El sentimiento de Confucio de su propio
arte de gobernar y filosofía significaban que él podría realizar su trabajo más
rápidamente cuando se le daba la oportunidad: «Si alguien me empleara, en un
solo año podría poner las cosas en cierto orden y en tres años la
transformación sería completa» (Slingerland, 2003, 13.10). Ralentizar el
tiempo alentaba el tipo de comunicación que inspiraba el dao, el li y el ren.
¿Cuándo el rey, señor o caballero equipados con el dao, el li y el ren estarían
preparados para gobernar o administrar los asuntos del Estado? Nuevamente
Confucio muestra una visión a largo plazo. Platón detalla un programa de
prueba de la educación en La república, donde aquellos que la superan
asumen el liderazgo a los cincuenta años de edad. Como Cai apunta:
«Confucio no prescribe un calendario definitivo» (Cai, 1999, 320), aunque
puede ofrecerse una sugerencia informal a través de la propia trayectoria de
Confucio, en la cual también a los cincuenta años de edad «entendí el Mandato
Divino» (Slingerland, 2003, 2.4). A los cincuenta, sin embargo, no poseía
ningún puesto oficial.
Quizás Confucio veneraba un pasado que no existía, o era menos puro de lo
que él creía. Quizás él tenía razón en ello, ya que la imagen percibida de los
ancestros importaba más que cualquier realidad. Quizás, al final, era dicha
percepción del pasado lo que más importaba en su mundo, y utilizar esa
percepción para crear una sociedad mejor era un esfuerzo práctico que
merecía la pena. El riesgo, que se repite en otra parte de este libro, reside en
el intento de personificar la virtud en un ejemplo personal —lo que lleva,
incluso en el caso del propio Confucio, a un culto de la personalidad —y por
la paradoja potencial del control del Estado de los medios populares para
publicitar la virtud—. En el caso de Confucio este control parece
relativamente ligero, mucho más ligero que el manejo de la comunicación en la
China de hoy en día que continúa venerándolo. Su ligereza será menos
aparente en pensadores posteriores.
Capítulo III
Falsedades nobles y RR. PP. Platón (c. 428–347aC),
La república (primera mitad del siglo XIV aC)

1. Comunicar un ideal
Un siglo después de que las Analectas se pusieran por escrito por primera vez
(aunque no en su forma final) La república comienza con varios actos de
comunicación pública gestionada, cuando Sócrates visita Pireo para ofrecer a
la diosa una plegaria, acudir a un desfile y un festival. De esta forma comienza
con un despliegue cívico, y la sociedad cívica será el tema del libro.
De igual forma que en parte de las Analectas de Confucio, La república de
Platón se construye a partir de una serie de preguntas y respuestas. Como en
las Analectas, el tema es el Estado, en este caso la ciudad-estado. Bastante
similar a las Analectas, La república de Platón «se las ideará para difundir la
felicidad por toda la ciudad al llevar a los ciudadanos a la armonía entre
ellos» (Platón, 1997, 519e). En las Analectas la armonía social necesita de la
virtud personal, la devoción y el respeto por la tradición. En La república la
armonía social se consigue al preparar a los mejores líderes y políticos
posibles para el Estado que dirigirán. Las preguntas a Confucio obtienen una
respuesta cada una; las dirigidas al sabio Sócrates en La república dan lugar a
contrapreguntas que al final generan una serie de propuestas. La primera son
las reglas dictadas por el Sabio, la segunda es un debate sobre el gobierno. La
república cree que la virtud depende de las instituciones del gobierno. Las
Analectas consideran que la virtud individual mejorará el gobierno de la
colectividad. Estas alternativas aparecen con frecuencia en las obras que aquí
se estudian.
Ambos libros se escribieron en determinadas épocas de inestabilidad, pero
Platón da la espalda a Confucio, y tampoco hace demasiada referencia a la
historia. Los ciudadanos existen para servir y apoyar las grandes necesidades
del gobierno. La mayoría son demasiado variables para cambiar o ser líderes
congruentes y sabios: afligidos por la edad de oro, la ignorancia, la bebida,
aunque a algunos quizás los haya ennoblecido la reflexión. Su vida interior es
apenas un factor en la conducta del gobierno. Solo unos pocos eran propicios
para construir una superestructura cívica en la que perfilar la sociedad. En una
cultura que da gran importancia a la retórica pública, la gestión de la opinión
pública por parte de estos pocos es una consecuencia inevitable. Sócrates
presta una atención considerable a los ciudadanos de la república como
receptores de los mensajes clave de sus líderes; su idea no funcionará si los
ciudadanos no se ven a ellos mismos de la misma forma en que él los percibe.
Se invita al lector a considerar a los ciudadanos como categorías diferentes:
guerreros-gobernantes y guardianes, comerciantes, campesinos, artesanos;
personas de oro, plata, bronce y hierro; personas que prefieren las opiniones
frente al conocimiento; jóvenes y ancianos; hombres y mujeres; amantes del
beneficio y amantes del honor; todos ellos distanciándose en mayor o menor
medida de la luz del sol regalo de Dios que revela al alma humana la
perfección. Algunos grupos son más proclives que otros a generar personas
preparadas para lograr la perfección y por consiguiente el gobierno. En cada
ciudadano, sin embargo, reside un peligro para la felicidad y la felicidad de la
república: una guerra civil en el alma entre las partes irracional y racional, y
la parte vivaz «ardiente y enfadada» que afortunadamente «se alinea mucho
más con la parte racional» (Platón, 1997, 440e). La república debe ayudar a
sus ciudadanos a establecer «relaciones cordiales y armoniosas» entre las tres
partes» (Platón, 1997, 442c). No busca la igualdad, pero sí la felicidad. Platón
sabe que algunas personas siempre serán más inteligentes que otras. Popper
observa que «Platón, y su discípulo Aristóteles, anticiparon la teoría de la
desigualdad biológica y moral del hombre» (Popper, 2011, «Reaccionando
contra esto»).
¿Cómo representa Platón la comunicación pública entre estos grupos
desiguales y el alma en conflicto? ¿Qué cuenta de ello aparece en La
república, en sí misma un acto de comunicación pública de absoluta influencia
y permanencia en el tiempo? De acuerdo con Platón, hablando a través de
Sócrates, la labor de «llevar a los ciudadanos a la armonía» debe lograrse
«mediante la persuasión y la coacción» (Platón, 1997, 519e) y esta idea guía
sus puntos de vista de la gestión de la comunicación pública. La gran crítica
de Karl Popper El influjo de Platón, el primer volumen de La sociedad
abierta y sus enemigos, aceptaba el motivo honesto de asegurar la felicidad
de los ciudadanos, pero creía que «el tratamiento médico-político que
recomendaba, la detención del cambio y la vuelta al tribalismo era
irremediablemente equivocado» (Popper, 2011, «En la luz de»). En verdad, el
Sócrates de Platón y amigos constantemente reconsideran y juegan con las
categorizaciones sociales, con el objetivo de «arreglarlas» sin alterar la
estructura de la ciudad, aunque los hijos que muestran talento tienen la
oportunidad de ascender en el escalafón. El resultado parece algo similar al
tribalismo, sino al totalitarismo.
Por otro lado, el teólogo británico Benjamin Jowett, en su famosa traducción
de 1881 de La república, también recuerda a los lectores «la semejanza de
Dios», que Platón «veía vagamente en la distancia», «la semejanza de una
naturaleza que en todas las edades los hombres han sentido para ser más
grandes y mejores que ellos mismos». Sin embargo, se ha considerado que la
semejanza «es y seguirá siendo siempre para la humanidad la Idea del Bien»
(Platón y Jowett, 1990, Introducción y Análisis). ¿Arroja la visión de Platón
sobre la comunicación pública gestionada luz sobre estas alternativas, y cuáles
son las implicaciones de La república para la comunicación en sí misma?

2. Gestionar la percepción
Una discusión similar de posibilidades parece estar presente en sus planes
para la comunicación pública. La república de Platón y la Utopía de Sir
Thomas More (1516) coinciden en que la comunicación en una sociedad
cívica puede utilizarse para embaucar. En ambos libros la gestión de un
Estado institucionalizado presenta el simple reto moral de gobernar y
comunicar. Además también podemos ver similitudes entre La república y El
príncipe de Maquiavelo (1513), quien advierte a los gobernantes sobre cómo
gestionar los medios para mantenerse en el poder empleando la mentira si
fuese necesario, en lugar de cultivando la virtud en los ciudadanos
individuales. La república por tanto muestra una tensión entre un abuso de
poder y una necesidad liviana de la deshonestidad. ¿Qué papel hace la
comunicación en la resolución o el agravamiento de esto, y en la creación de
una república más cercana a la interpretación de Popper o Jowett?
Mediante el famoso diálogo con Sócrates, a quien siguió en su juventud, Platón
justifica la república que tenía en mente en parte con la identificación de un
problema que aún permanecía sin resolver en la relación entre la
comunicación y la ciudad-estado. Este problema se persigue con cierto detalle
en el Libro III, pero también aparece en otros lugares. Sócrates comienza este
hilo de la conversación, que seguiremos según avanza o reaparece en el libro,
suponiendo, más bien como Maquiavelo, que los líderes justos o injustos no
son la cuestión. El propio sistema es la cuestión, dice él. Platón y Sócrates
buscan introducir un en la forma en que Confucio cultiva la virtud dentro de
cada individuo, incluidos los líderes: con el control del proceso de
comunicación. En La república, Sócrates coloca un hombre justo y otro injusto
uno al lado del otro a la cabeza del Estado, una persona injusta que «actuará
tan inteligentemente como lo hacen los artesanos» (Platón, 1997, 361a), y un
hombre justo «que es simple y noble y que, como dice Esquilo, no desea ser
considerado bueno, sino serlo» (Platón, 1997, 361b). Sócrates muestra cómo
es posible para los malos gobernantes estar protegidos por los actos públicos
virtuosos, y aquí se abre el embaucador papel de la comunicación. Reconoce
el problema de un hombre injusto que quiere no parecer injusto, sino serlo.
¿Qué necesita hacer dicho hombre en su comunicación pública? Necesita,
Glaucon cuenta a Sócrates, construir una «reputación» para la justicia. Y,
¿cómo se lleva a cabo esto? Por medio de los actos públicos que confunden a
la población en relación con su verdadera naturaleza y aplacan a los mismos
dioses. Un gobernante injusto puede aprovechar su reputación pública, casarse
con quien desee, entregar a su hija a quien sea que elija y también firmar
contratos y colaboraciones con quien escoja. Se convertirá en un hombre rico
porque no duda en actuar injustamente. Entre tanto, sus actos públicos
virtuosos se conocerán en la ciudad (la ciudad-estado a la cual pertenecían la
mayor parte de los griegos). Realiza «sacrificios propicios a los dioses y les
tiende magníficas ofrendas» y estará en mejores condiciones de servir a esos
dioses y a «los seres humanos a quienes tiene afecto» (Platón, 1997, 362b–c).
Estos actos públicos, más que las virtudes privadas, hacen más probable que
sea el favorito de los dioses. ¿Qué ocurre con el hombre justo que elige no ser
considerado tan bueno por su conducta pública, una persona como Sócrates
que es menos ostentosa en publicitar sus propias virtudes? Si eso es lo que
quiere, dice Sócrates con su provocación habitual, «debe eliminar su
reputación, una reputación de justicia le traerá el honor y la recompensa, pero
no estaría claro si es justo por el bien de la propia justicia o por el bien de
aquellos honores y recompensas» (Platón, 1997, 361b–c).
¿Cuál es el resultado de esta negación a desarrollar una reputación pública?
De los dos, el hombre justo, «aunque no realiza ninguna injusticia, debe tener
la mayor reputación para ello» (Platón, 1997, 361b–c). Así se reconoce la
trampa de la comunicación pública dirigida a la sociedad civil, casi en su
origen: el poder de engañar sobre la personalidad del comunicador.
El remedio para esto parece más amplio en el enfoque de Platón que en el de
Confucio: la comunicación centralizada debe involucrarse más en promover un
gobierno justo. En Confucio, el Estado también juega una parte en la
comunicación como el guardián y el gestor de ciertos rituales públicos que
complementan los rituales privados para fomentar la virtud. El suyo, sin
embargo, es un sistema menos controlado por el Estado, ya que la
comunicación pública gestionada en las Analectas se templa con los
precedentes históricos y divinos y la participación de la comunidad.
El paralelismo de Platón con la pragmática de Maquiavelo supuestamente
acaba aquí, su remedio al problema no es distinto al ofrecido por Sir Thomas
More, o Max y Engels en el Manifiesto comunista. Esto no es más que un
Estado perfecto con pocas necesidades de sucumbir a las muchas tentaciones
de la comunicación y pone a prueba las leyes de la ciudad, porque sus
guardianes necesitan «creer a lo largo de sus vidas que deben perseguir
ansiosamente lo que es ventajoso para la ciudad y ser totalmente reacios a
hacer lo contrario» (Platón, 1997, 412d–e). Platón logra esto «imaginando un
conjunto de instituciones diseñadas para educar a los ciudadanos en creer que
las leyes son sagradas y permanentes» (Cohen, 1993, p. 314).
Es bien sabido que las instituciones están dirigidas por personas que han sido
elegidas de un grupo de la élite y que han sido observadas con atención
durante toda su vida para asegurar su adecuación a la labor. La comunicación
se sitúa en una relación de utilidad con el gobierno, porque presuntamente es
confinada para lo que es necesario más que para lo que es ingenioso, y porque
«ni la coacción ni los hechizos mágicos les llevarán a descartar u olvidar su
creencia de que deben hacer lo que es mejor para la ciudad» (Platón, 1997,
412e). La comunicación posee la capacidad de privar a la gente de la creencia
verdadera —Sócrates lo llama «robo» y lo sitúa junto con los peligros de la
magia y la coacción—. La persuasión puede hacer que las personas cambien
de opinión, así como puede el otro ladrón, el olvido: ambos provistos para
«llevarse sus opiniones sin que ellos se den cuenta» (Platón, 1997, 413b). La
magia, además, implica lanzar un hechizo de placer o miedo —gestionar las
percepciones con la influencia de las emociones no es una tarea que hayan
rechazado las RR. PP—.
El entorno de la comunicación está esparcido con dichas clases de trampas
para el alma de los ciudadanos. Lo más importante entonces para generar
líderes impermeables a estos peligros es que hayan sido puestos a prueba y
filtrados, y que sean verdaderos. ¿Qué es verdadero? En la vida de la ciudad,
se trata de «creer en las cosas que lo son» (Platón, 1997, 413a). Los líderes
capaces de hacer esto deben ser puestos a prueba por los ciudadanos, por su
poder de creer en lo que es y no creer en lo que no es; para resistir las
tentaciones mágicas y materiales incluidas en la comunicación. Puestos a
prueba bajo una continua observación, con retos físicos, con la exposición a
miedos y placeres, aquellos que superaban con éxito el proceso se convertían
a los cincuenta años de edad (Platón, 1997, 540a) en los gobernantes y
guardianes del Estado.
La recompensa de tal ideal es una ciudad donde la comunicación gestionada se
presenta casi innecesaria, pero La república aún no puede dejar de lado la
cuestión, por dos razones—para disuadir los sentimientos incorrectos y para
fomentar los correctos. ¿Qué tienen que decir Sócrates/Platón al respecto?
Hoy en día, uno de los grandes riesgos del ideal de La república es la
creación de una sociedad en la que ciertas clases de comunicación cívica
estén contraladas o prohibidas. Si el Estado ideal fracasa en convencer a los
ciudadanos, la ausencia de una comunicación libre significa para dicha
persona en particular una subordinación totalitaria. Cualquiera que sea su
poder para confundir, la libertad de la comunicación en la vida pública parece
ser esencial para una sociedad libre —o deseosa de libertad— más que
incluso los debates entre la libertad individual y la comunidad, o libertad e
igualdad. La propia república acepta este riesgo de libertad de la
comunicación. Sócrates lo plantea en el Libro II cuando presenta y luego
argumenta la afirmación de que los dioses perfectos, los mejores seres
posibles, perpetúan la creencia en ellos con una mentira —con su habilidad
para cambiar de aspecto y parecer bajo formas de existencia menos perfectas
—. Esta ilusión, esta decepción «por medio de la brujería» (Platón, 1997,
382a) es sin embargo aceptable porque no es «una verdadera falsedad», una
falsedad del alma —ya que, «nadie desea decir falsedades a la parte más
importante de sí mismo sobre las cosas más importantes—» (Platón, 1997,
382a).
Los dioses —y en este punto los perfectos gobernantes y guardianes de la
ciudad— están por encima de perpetrar dicha verdadera falsedad, pero el
dios, respaldado por la práctica de embaucar con la ilusión, sugiere que otras
falsedades son aceptables. Existen épocas, por ejemplo, en las que una
categoría inferior, «la falsedad en las palabras», es útil para todo el mundo
(Platón, 1997, 382b): «¿No es útil contra los enemigos de uno? » Y, cuando
alguno de nuestros supuestos amigos está intentando por medio de la locura y
la ignorancia hacer algo malo, «¿no es una droga útil para impedírselo?»
(Platón, 1997, 382c).
Finalmente, Platón sugiere: «Haciendo de una falsedad una verdad tanto como
podamos, ¿no la convertimos también en útil?» (Platón, 1997, 382c). Esto no
es un sentimiento al cual se opondría el profesional menos escrupuloso de las
RR. PP. y La república se construye sobre la idea de una falsedad menor en el
Libro III cuando Sócrates, como bien es sabido, discute y propone trazar una
de aquellas falsedades útiles de las que estuvimos hablando hace un
momento… una falsedad noble que persuadiría, en el mejor de los casos,
incluso a los gobernantes, pero si esto no es posible, entonces al resto de los
ciudadanos (Platón, 1997, 414b–c).
Los principales elementos de una falsedad noble (el Sócrates práctico confiere
a la historia de los fenicios como un ejemplo con este potencial) podían
presentar la realidad de la vida como un sueño, y el mito y la falsedad como la
realidad. En este sentido esto explicaría por qué la ciudad merece ser
defendida y por medio de la evocación mística legitimar su estructura social y
física. La «magia»»» y el «robo» inherentes en la comunicación tenían que ser
neutralizados o quizás (en el caso de crear un mito fundacional propicio que
durase durante generaciones) controlados de la mejor forma posible por los
gobernantes o guardianes y aquellos auxiliares que apoyan sus «convicciones»
(Platón, 1997, 414b).
El ejemplo que ofrece Sócrates de la falsedad hace uso de los mitos de otra
cultura y gente en lugar de —más peligrosamente— la suya propia. Resulta
interesante, tentador y no del todo lejano señalar la preocupación de sus
oyentes. Una aceptación que en ocasiones da la bienvenida a las relaciones
públicas se afirma hoy si se explica su arte a las audiencias no profesionales
sin recurrir a los medios creativos que les dan vida. «No es por nada que
fueras demasiado tímido como para decir tu falsedad», dice uno de los oyentes
de Sócrates (Platón, 1997, 414e). «Así que», contesta Sócrates, «¿dispones de
algún recurso que hará que nuestros ciudadanos crean esta historia?» (Platón,
1997, 415c). No, contesta, «pero quizás existe uno para sus hijos y
generaciones posteriores y el resto de personas que les sucedan» (Platón,
1997, 415d).
3. Gestionar los medios
Para comenzar, Sócrates no discute exactamente cómo tenía que comunicarse
este mito, puesto que no parece interesado en la comunicación científica de los
medios y quizás omite la influencia que tendría en su propuesta, aunque es
evidente que los poetas participarán en la promoción de la falsedad noble,
porque estuvieron involucrados en la comunicación cívica y religiosa de
muchas sociedades premodernas. Él dice, «dejemos esta cuestión donde la
tradición la toma» (Platón, 1997, 415d) y pasa a describir las formas en las
que la república podría repeler a los enemigos externos y «controlar más
fácilmente a aquellos que están dentro, si alguien no tiene la voluntad de
obedecer las leyes», concretamente construyendo un campamento para los
gobernantes en un lugar de mando, un campamento que aseguraría que fuesen
«aliados amables» para los ciudadanos en lugar de «maestros salvajes»
(Platón, 1997, 416b).
¿Cómo debían detenerse estos peligros de la comunicación pública? En ello
vemos que Sócrates no estaba después de todo realmente preparado para dejar
la tradición a su propia suerte, y se introduce en el tema. Hemos sugerido que
Sócrates era consciente del poder social ejercido por al menos dos medios —
la música y la poesía— y sus oyentes también parecen serlo, y los estados
hasta la fecha ciertamente lo han sido. Él reconoce que la falsedad noble debe
comunicarse —dejando vagamente el contenido a la tradición, como se ha
señalado—, pero también que los medios más populares representan una
amenaza para la república, por lo difícil que es su control. Como dice uno de
los oyentes de Sócrates (Adiemantus): «la anarquía se deslizada
desapercibida en ella», se filtra en los modos de vida, los contratos privados,
las leyes y el gobierno «hasta que al final lo derriba todo, lo público y lo
privado» (Platón, 1997, 424d). «Sí», asiente Sócrates, «como si la música y la
poesía solo se escuchasen y no provocasen en absoluto ningún daño» (Platón,
1997, 424d).
Nos invita a concluir que «Todos los imitadores poéticos, empezando por
Homero, imitan imágenes de virtud y el resto de cosas sobre las que escriben y
que no tienen ningún entendimiento de la verdad» (Platón, 1997, 600e). La
verdad es la gran meta, la necesidad para una república capaz de elevarse por
encima de los defectos de las democracias, aristocracias, oligarquías, tiranías
y monarquías. Por esta razón «los guardianes deben construir su bastión en la
música y en la poesía» (Platón, 1997, 424c). Sobre todo, los gobernantes
deben visualizar estas artes impredecibles:
Especialmente, deben protegerse con la mayor prudencia con la que puedan contra
cualquier invitación a la música y la poesía o entrenamiento físico que sea contrario
al orden establecido. Y protegerse contra la corrupción. Y deberían temer escuchar a
alguien decir:

La gente se preocupa más por la canción que es nueva en los labios del cantante
(Platón, 1997, 424b).
La novedad creativa en los medios atractivos es potencialmente perturbadora
para la república. Evidentemente esto se ha sabido —y temido— durante
mucho tiempo por parte de individuos y gobernantes y desde Platón al jazz,
rock and roll, punk o rap. Sócrates vuelve a enfatizar: «los guardianes deben
ser conscientes de los cambios hacia una nueva forma de música, ya que esto
es una amenaza para el sistema en su totalidad. Como Damon dice, y yo estoy
convencido de ello, los modos musicales nunca cambian sin cambiar el
cogollo de la ciudad» (Platón, 1997, 424d).
En el Libro X Sócrates es más enfático: «Si admites el placer de la Musa,
tanto en la lírica como en la poesía épica, el placer y el dolor serán los reyes
en tu ciudad en lugar de la ley o aquello que la gente siempre ha creído que era
lo mejor, concretamente, la razón» (Platón, 1997, 607a).
Además de repeler los peligros de los medios poderosos, como prosigue la
discusión, las ideas brotan para comunicar a los ciudadanos los valores de la
república, haciendo uso de los mismos medios. Aquí también, Sócrates en el
fondo no está satisfecho de dejar que la tradición tome su curso. La poesía
tiene el poder de expresar la forma ideal, incluyendo la ciudad ideal, y Battin
señala que este poder sobre el ideal explica por qué Platón lo sitúa en manos
de los gobernantes de la ciudad: «Solo el filósofo, y entonces solo tras una
larga y rigurosa práctica de la dialéctica, puede esperar dicho punto de vista;
el hombre común, encadenado en la cueva, es virtualmente ignorante de las
formas, y carece de un modo de verlas» (Battin, 1977, p. 169).
Los gobernantes deben promover la ley y la naturaleza perfecta de la ciudad, y
para llevar a cabo esto deben utilizar los medios culturales —empleo el
término para describir los objetos y actividades en la sociedad que prefieren
los diferentes públicos para intercambiar información y asimilar los valores
—. Esto incluye la música y la poesía controladas bajo determinadas
condiciones en las que «los himnos de los dioses y las elegías a la gente buena
son la única poesía que podemos admitir en nuestra ciudad» (Platón, 1997,
607a). Ello también incluye los juegos de los hijos, ¿no hacen los juegos sin
ley «imposible para ellos crecer y convertirse en unos hombres buenos y
respetuosos de la ley?» (Platón, 1997, 424e) «Pero cuando los niños juegan
desde el principio a los juegos adecuados asimilan la legalidad de la música y
la poesía, que les persigue en todo y fomenta su crecimiento, corrigiendo en la
ciudad todo aquello que puede haber resultado mal antes» (Platón, 1997,
424e).
«El comienzo de la educación de una persona», afirma Sócrates, «determina lo
que resulta. ¿No le gusta siempre estimular así? (Platón, 1997, 425b). Más
tarde aclara que la música, la poesía y el entrenamiento físico deberían
ampliarse también a las mujeres (Platón, 1997, 452a), y por extensión también
el derecho a ser guardines.
La gestión de los medios como portadores del mensaje aparece nuevamente en
el Libro V, donde se establece el papel de las mujeres en la república.
También se recomienda la eugenesia, reuniendo a los mejores hombres y
mujeres «tan a menudo como sea posible» (Platón, 1997, 459d) y tomando a
los hijos de buenos padres para ascender al Estado, y esconder al resto «en un
lugar secreto y desconocido» (Platón, 1997, 458e). Los hijos afortunados
aprenderán sus clases por el juego más que por la fuerza, porque «nada que se
aprende por la fuerza permanece en el alma» (Platón, 1997, 536e). Para
mejorar las oportunidades de generar esta clase de hijos, se desalienta la
promiscuidad generalizada para asegurar el éxito de la república, convirtiendo
el matrimonio en algo «tan sagrado como sea posible. Y el sagrado
matrimonio será aquel que sea más beneficioso» (Platón, 1997, 460c). Poco
después de esta observación, Sócrates ofrece más detalles: «Por consiguiente,
ciertos festivales y sacrificios se establecerán por ley, bajo la que reuniremos
a las novias y los novios y dirigiremos a nuestros poetas para que compongan
los himnos apropiados para los matrimonios que tengan lugar» (Platón, 1997,
459e).
Si bien este pasaje, que es quizás un poco cínico para los ojos modernos,
muestra al menos algo que se entendió en el mundo premoderno y es cómo las
ceremonias rituales y otros eventos públicos fueron valiosos para gestionar el
comportamiento secular, y cómo fueron pragmáticos sobre su explotación
como plataformas pseudo-religiosas de efectos determinados en nombre del
Estado. La pasión en un evento estimula a la gente joven a seguir a la multitud,
para «decir que las mismas cosas son bonitas o feas según lo hace la multitud,
seguir el mismo modo de vida que ellos, y ser la misma clase de persona que
ellos» (Platón, 1997, 492c).
Por esta razón también se aprovechará el estímulo en estas ocasiones para
recompensar a los héroes en la batalla: «les brindaremos honores en los
sacrificios y en todas las ocasiones de este estilo con himnos, asientos de
honor, carnes, copas bien llenas de vino», dice Sócrates (Platón, 1997, 468d),
quizás pensando en la ceremonia y el desfile a los que había acudido con
anterioridad ese día. Después de todo, cuál es el efecto en la gente joven de
una «reunión pública de la multitud» donde «las mismas rocas y los
alrededores repiten el estruendo de sus alabanzas o las reprochan y
duplican… Qué entrenamiento privado puede resistir y no dejarse llevar por
tal clase de alabanza o reproche y ser arrastrado por la corriente a
dondequiera que vaya» (Platón, 1997, 492c). Aquí reside una explicación de
la amenaza y oportunidad del espectáculo, en lugar de la magia y el robo
inherentes en el juego de palabras. Como hemos podido comprobar, las ideas
de Sócrates para el control del canal y del contenido de tales eventos públicos
a través de los gobernantes muestra que comprendió por completo tanto las
oportunidades como las amenazas.
¿Qué pueden aprender de La república los estudiantes de comunicación del
siglo XXI? Naturalmente nuestro conocimiento de la historia reciente puede
conducirnos a pensar que un Estado perfecto —no necesariamente el que
imagina Platón— justifica cierto grado de control sobre los mensajes y los
medios. Esto se practica verdaderamente en sociedades de diferentes clases,
tanto en la doctrina de lo políticamente correcto, en el control corporativo de
muchos de los principales medios, como en la vigilancia llevada a cabo por
las organizaciones de seguridad del Estado. La búsqueda de «una unión más
perfecta» por parte de todos los estados y superestados, parece que todavía no
puede alcanzarse sin intentar esta gestión en menor o mayor grado. Quizás esto
haga surgir la cuestión de si puede lograrse por completo. Jowett rastrea la
influencia de Platón a lo largo de siglos de literatura utópica, en la que podría
también incluirse a Marx y Engels en este libro, pero es al menos discutible si
los intentos de alcanzar estas concepciones más puras han contribuido mucho a
la total felicidad práctica humana. La comunicación humana gestionada puede
conseguirse en un grado máximo y reorganizarse la estructura social; para el
alcance de lo anterior, Platón apoyaba distintas posibilidades. Sin embargo es
difícil afirmar que estos logros hayan estado a punto de cumplir sus ideales, o
que sean agradables a los receptores finales. Quizás Jowett es justo cuando
escribe:
Para nosotros el Estado parece haberse construido fuera de la familia, o a veces ser
el marco en el que la familia y la vida social están contenidas. Pero para Platón en su
actual estado de ánimo la familia es solo una influencia perturbadora que, en lugar de
ocupar su espacio, tiende a desordenar la unidad más alta del Estado.

(Platón y Jowett, Platón, Introducción y Análisis)


Aunque alarmado por dichas consecuencias, Popper admite que las
intenciones de Platón son puras, como hemos visto, aceptando que «su deseo
de hacer felices al Estado y a sus habitantes no es meramente propaganda»
(Popper, 2011, «En la luz de»). Dicho esto, gran parte del ideal de Platón
depende de la utilización de los medios (en este caso ritual, otras ceremonias,
poesía y música) de forma unilateral y censurada para asegurar que su
república no se contamine por los atractivos más básicos de las pasiones. La
ciudad que persigue el objetivo de Platón es una donde los medios deben estar
controlados por sus dirigentes perfectos y editados de tal modo que el
contenido refuerce la aceptación de la propia perfección de la ciudad. Esto no
alcanza inmediatamente a una ciudad como un lugar donde un irritante como
Sócrates sería particularmente feliz. Él era después de todo demasiado incluso
para los gobernantes de la Atenas argumentativa. Lo más cerca que una ciudad
estuvo de ello fue Esparta, cuya estructura social era una de las bases para La
república, pero no fue emulada por sus vecinos, aunque en ocasiones era
admirada y en otras temida.
Mientras que los medios de comunicación atraen poco entusiasmo positivo, y
mayor precaución, el mensaje de La república se comunica ciertamente en una
estructura social muy definitiva, nuevamente una que influenció a More en
Utopía, aunque sus guardianes ideales eran artesanos y propietarios granjeros.
En la república de Platón las tentaciones específicas inherentes en la
comunicación se ven contrarrestadas por las medidas contra las tentaciones de
la riqueza y la pobreza. Prácticamente toda la propiedad es propiedad común.
La tentación del oro emerge en los gobernantes de More y Platón al cambiar su
imagen de la atracción a la contaminación. De esta forma, Sócrates sugiere que
los gobernantes dispondrán de tiempo para gobernar a los liberados de la
conspiración y la envidia que conlleva la propiedad y la adquisición.
La república es un Estado perfeccionado mantenido por la gestión cuidadosa
de los medios para tornar a la gente respetuosa con sus leyes y convertirla en
creyente de sus falsedades nobles. Es imposible imaginar a Confucio
adoptando un enfoque tan pragmático hacia los mitos, leyendas y ceremonias.
Para él, la felicidad reside en captar la virtud de la creencia en los rituales
divinos e históricos que eluden la vida individual. Platón canaliza la virtud
hacia la ciudad. Denegar algunas formas de los medios más populares, jugar
con la religión y gestionar su contenido queda justificado por la idea de que la
ciudad no puede ser mala, ya que es «completamente buena», lo que quiere
decir «sabia, valiente, moderada y justa» (Platón, 1997, 427e). Interferir con
la ley se transforma en algo innecesario es estas circunstancias, y Sócrates
parece concluir que las leyes y las constituciones son menos importantes que
la sabiduría de los gobernantes superiores, o la gestión de los medios que él
ha identificado. En una ciudad mal gobernada las leyes pasajeras no logran
nada; en una ciudad buena esto no sería necesario, ya que los ciudadanos
pueden resolverlo por sí mismos (Platón, 1997, 427a). El coraje, por ejemplo,
existe en la ciudad porque la ciudad conoce qué valores cívicos temer (en
otras palabras, respetar y preservar) debido a que «son las cosas y los tipos
de cosas que el legislador declaró como tal en el curso de su instrucción»
(Platón, 1997, 429c). Los principios de la república se asimilan mejor de este
modo, por vía de la comunicación pública al actuar como un tinte, depurando
las verdades que son difíciles de lavar (Platón, 1997, 430a). La base de la
justicia y de la prosperidad de la ciudad es la gestión de los medios para
comunicar los valores y los mitos como un estado de asuntos ideal y natural,
pero no por la imposición o el debate de las leyes: «Si Glaucon [interlocutor
de Sócrates] tiene que convencerse de la felicidad de una vida justa, necesita
que se demuestre que el control de los Guardianes puede ser natural» (Mara,
1983, p. 599).
Esta república ideal contiene entonces las secciones segmentadas de la
sociedad; las partes enfrentadas del alma se han reconciliado por hombres y
mujeres que han sido instruidos y seleccionados para las tareas de gobernar la
ciudad durante toda su vida. La música, la poesía y la ceremonia pública están
entre los recursos necesarios para sacar a los ciudadanos de la oscuridad de la
cueva, y de sus sombras e ilusiones, ayudando a conducirlos, y sobre todo sus
gobernantes legítimos, hacia la luz donde todo puede ser entendido para lo que
realmente es (Platón, 1997, 514–18), y el alma pueda alcanzar la plenitud. En
su ciudad, existe una prosperidad racional bajo el buen gobierno, un lugar para
todos y donde todos son felices en el lugar que encuentren para ellos mismos,
o hayan nacido, y quizás —quizás— eso podría incluir también a Sócrates.
Sin embargo, las consecuencias para la comunicación pública gestionada, y
por consiguiente para la sociedad, no deben ser atractivas para alguien
instruido en las ideas sobre las expresiones de opinión relativamente libres,
los mercados relativamente libres y la movilidad social relativamente libre.
Esto apoya la opinión de Popper de que cualquiera que fuese el ideal
espiritual de Platón señalaba el camino hacia el totalitarismo terrenal,
justificado para servir a lo que se percibía como un bien social absoluto.
Sócrates no parece defender tal proposición, como alguien podría hacerlo hoy,
con un mayor conocimiento teórico y práctico de la intensiva propaganda del
Estado y la gestión de los mensajes. La república plantea la posibilidad de
que los mensajes y los medios puedan coordinarse, sin ser empleados ad hoc
por gobernantes imperfectos o ciudades combatientes, pero promete de forma
consistente y repetida una ideología disciplinada para un Estado utópico
inexistente. Esta visión ha resultado atractiva a muchas personas, con
resultados desastrosos ocasionales. No es la única ocasión en la que la
comunicación pública gestionada persigue la perfección a expensas de otros
mensajes; pero ciertamente tiene que encontrarse entre las primeras.
Capítulo IV
El problema de la perfección Abu Nasr al-Farabi (c.
875–c. 950/1 dC), La ciudad ideal (c. 950)

1. Las relaciones públicas en un mundo ideal


¿Es necesaria la comunicación pública gestionada en una sociedad perfecta?
La república de Platón opina que sí, pero un argumento que podría hacerse a
su favor es que las actividades de las RR. PP. siempre se están dirigiendo
hacia su propia extinción, ya que lograr sus objetivos específicos las
convertiría en innecesarias. El lógico y filósofo del siglo XX Abu Nasr al-
Farabi (a veces conocido como Farabius en Occidente) plantea la posibilidad
de trazar el camino hacia la perfección en la sociedad humana. Su método es
menos agradable para los lectores del siglo XXI que los de Confucio, quien
buscaba un cambio interior, o los de Platón, quien estaba interesado en una
estructura de estado más secular.
Al-Farabi empleó la lógica para describir un Estado autorizado de forma
divina. Entonces, ¿qué les queda por hacer a las RR. PP. terrenales? ¿No
necesitarían existir por más tiempo? La ciudad ideal responde esta cuestión, y
la respuesta se refleja en el presente, y más tarde trata de establecer
sociedades liberadas del error.
Esta es quizás la obra más abstracta que se considera aquí, y tal vez el intento
más ambicioso de imaginar una sociedad completamente realizada. Al-Farabi
fue uno de los pocos que contaba con los medios para realizar el esfuerzo. El
astrónomo y filósofo del siglo XX Maimónides alabó su trabajo sobre la
lógica como «harina fina» y el único que merecía la pena leer (Hammond,
1947, p. XIII). Él también contribuyó a la música, alquimia, física y
psicología, viajando por gran parte de Oriente Medio, viviendo en Bagdad,
Damasco y en Alepo en la corte del Emir.
Por toda su brillantez, al-Farabi requiere perseverancia de los lectores
inclinados a las RR. PP. , y quizás incluso habría puesto a prueba a Confucio y
Platón, ya que su punto de partida era altamente —y para nosotros
dolorosamente— parcial. De igual forma que Confucio y Platón, escribió en
una ocasión que su sentimiento era políticamente inestable. Su meta tenía que
acercar los estados vulnerables a la perfección lo máximo posible. Esto es
extremadamente ambicioso comparado con la verdad y la virtud más
alcanzables de Confucio, o la verdad cívica y la justicia de Platón —que eran
suficiente ambiciosas—.
Para analizar minuciosamente y detectar una ciudad ideal, al-Farabi comienza
con la causa última de la perfección. Clasifica todas las cosas, en y después
de la existencia, desde perfecto hasta menos perfecto e imperfecto, y
finalmente llega al Estado, o la ciudad, los cuales «deben organizarse de la
misma manera: todos sus componentes deben imitar en sus acciones el
objetivo de su máximo gobernante de acuerdo con su rango» (al-Farabi, 1985,
15.6; p. 239). Tampoco puede el gobernante «ser simplemente un hombre
cualquiera» porque él —y para al-Farabi ciertamente es un Él y de forma ideal
solo uno— debe ser, por lógica, el primero en el rango de la ciudad como una
parte y también como un microcosmos del orden de las cosas en el Universo:
«(a) debería estar predispuesto para ello por su naturaleza innata, (b) debería
haber adquirido la actitud y el hábito de la voluntad para gobernar, la cual se
desarrollará en un hombre cuya naturaleza innata esté predispuesta para ello»
(al-Farabi, 1985, 15.7; p. 239). Más aún: «Este es el soberano de aquellos
sobre los que ningún otro ser humano tiene ninguna soberanía en absoluto; él
es el Imán; él es el máximo soberano de la ciudad excelente, él es el soberano
de la nación excelente, y el soberano del Estado universal» (al-Farabi, 1985,
15.11; p. 247).
Esta fe absoluta en la predisposición divina es una divergencia de La
república, la cual al menos poseía un proceso de investigación terrenal, e
incluso los reyes-sabios de Confucio, quienes eran más sabios que santos. La
ciudad ideal no resulta agradable para los demócratas seculares y/o quienes
apoyan la comunicación sin trabas. Los enfoques contemporáneos para ordenar
y clasificar, siendo igual de intensos si no más, son al menos seculares y
posiblemente científicos. La taxonomía de al-Farabi basada en la fe respetaba
el principal precepto del mundo medieval, tanto musulmán o cristiano como
europeo o asiático. La creciente Edad de la Fe tuvo mucho de las mentes de
los filósofos, después de todo. En Europa la Iglesia había estabilizado el caos
de la Edad Media, guiaba y regulaba los asuntos volátiles de los príncipes,
producía la mayoría de las más grandes obras de arte y arquitectura del
continente y en el siglo IX ayudaba a las ciudades, el comercio y las redes
financieras a recobrarse del colapso casi total del fin del Imperio Romano. El
mundo islámico también se había embarcado en algo similar, y tal vez de
mayor florecimiento. Bagdad, donde al-Farabi pasó la mayor parte de su vida
adulta, y donde escribió la mayoría de sus libros, estaba en camino de
convertirse en la mayor ciudad del planeta y atraía a académicos de todo el
mundo islámico en plena expansión.
Sin embargo, al-Farabi nos resulta más familiar de lo que podría suponerse.
Esto no quiere decir que rechazara la fe. En el primer capítulo de La ciudad
ideal describe al «Primer Existente» complemente perfecto, construido sobre
la idea de Platón en las Leyes de «la primera causa del nacimiento y
destrucción de todas las cosas» (Platón, 1997, 891e).
Sin embargo, la perfección presenta interrogantes religiosos. Algo no puede
ser completamente perfecto solo por la fe, sino porque lógicamente, en
términos de fuerza de raciocinio puro, el Primer Existente apenas podía ser
otra cosa, a pesar de la fe. Entonces, ¿cuál es el papel de la fe? ¿Establecer
los límites para lo que puede comunicarse entre el Estado y sus sujetos? Al-
Farabi parecer decirlo así.
La idea de que la perfección es algo aparte de nosotros, no parte de nosotros,
es una deducción inquietante de la que se hace eco, entre otros, el posterior
lógico Wittgenstein en Tractatus Logico-Philosophicus (completado en 1918
y publicado en 1921). Esta obra se produjo para una finalidad diferente pero
adoptó un enfoque similar. Es útil comparar ambos autores para entender
mejor la ciudad ideal, y la función desarrollada por la comunicación pública
gestionada. Wittgenstein y al-Farabi intentan eliminar al máximo la estática y
la razón con respecto a qué conocimiento somos capaces de conocer.
El principio de ambos libros demuestra el poder de ambos autores, y una
reveladora discrepancia. Wittgenstein comienza «1º El mundo es toda la
cuestión» y «1.1. El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas»
(Wittgenstein, 2001, p. 5). Wittgenstein empieza por donde nos encontramos
ahora e intenta descubrir lo que es conocido y lo que no. Después de ese
punto, Wittgenstein concluye: «7. Aquello de lo que no podemos hablar
debemos dejarlo en silencio» (Wittgenstein, 2001, p. 89). Adopta el mandato
de la Sirach, el libro del antiguo testamento divino de Joshua ben Sira, citado
pero no incluido en la liturgia judía. Aparece en la Biblia cristiana como
Eclesiastés (aunque no es aceptado por los protestantes).
Según la Sirach (3: 21–22):
21 No busques cosas que sean demasiado difíciles para ti, ni tampoco busques
aquellas cosas que estén por encima de tu fuerza.

22 Pero sobre lo que se te ha ordenado, piensa seguidamente con reverencia, porque


no es necesario que veas con tus propios ojos aquello que es secreto.
Eclesiastés, la forma bíblica cristiana de la Sirach, también declara en el
versículo 22 de la traducción del 3:21-22 del rey Jaime: «Por tanto, percibo
que no hay nada mejor que el que un hombre debiera regocijarse de su propio
trabajo, porque esa es su parte: porque, ¿quién le llevará para ver lo que será
después de él? »
Eclesiastés, Sira y su descendiente filosófico del siglo XX, Wittgenstein,
parecen por igual ver lo incognoscible como el punto culminante del esfuerzo
humano. Trescientos años después de al-Farabi, el teólogo del siglo XIII santo
Tomás de Aquino estudió su obra, que abogaba por el silencio, pero no por la
sumisión, a pesar de lo incognoscible. Declaró que existía un lugar para la
Revelación —divina o tal vez de otro modo— a la hora de ayudar a revelar un
mayor conocimiento, y buscar esta revelación era una ocupación humana
legítima (Hammond, 1947, p. 23). Wittgenstein, sin embargo, podía estar
apoyando el mandato de la Sirach. Su relación de respeto con la teología se
transmite en el Testamento como estructura de su libro.
Mientras que al-Farabi busca la revelación y la guía de lo divino inaccesible,
aliado con sus facultades de la lógica, mostraba (para nosotros) una tendencia
muy moderna a no aceptar los límites de su investigación. Comienza donde
termina Wittgenstein, y finaliza donde Wittgenstein empieza, al contemplar lo
que es incognoscible y razonar más allá, utilizando el mismo estilo
declarativo, hasta que llega al mundo, un proceso que él consideraba que
revelaría la estructura ideal de un Estado que con mayor proximidad reflejase
la perfección en el primer existente, la primera causa. Mientras que otra gran
obra literaria y filosófica de la Edad Media, la Divina Comedia de Dante, nos
transporta más allá de los asuntos humanos hasta el Paraíso, y el «neo-
medievalista» Wittgenstein lo hace hasta el límite de todo el conocimiento en
sí mismo, al-Farabi rechaza el mandato final de silencio de Wittgenstein y
prepara una guía práctica para gobernar en base de lo que se genera cuando se
trata de comprender lo incognoscible, lo incomprensible, lo inalcanzable.

2. De la perfección última a la comunicación perfectible


Para entender por qué Abu Nasr al-Farabi persiste en esta investigación, y su
conexión con nuestro tema, es importante situar su pensamiento en su propio
tiempo, y no en el nuestro. Su intento de pensar lo que implicaba el Ideal para
el Gobierno denota una fuerte influencia platónica. Su estatus es el Oriente
Próximo islámico como «el segundo profesor» (después de Aristóteles) ha
contribuido a las ideas de gobierno y por extensión a la comunicación pública.
Al-Farabi adopta la perfección incognoscible como su punto de partida, como
alfa antes que omega. Desde lo Primero, «“la cosa” que debería creerse para
ser Dios (Alá)» (al-Farabi, 1985, p. 39), el libro desciende por los ángeles,
los cuerpos celestiales, los cuerpos materiales, la materia y la forma y cómo
deberían describirse, cuerpos de materia natural y su orden de rango, las
especies, la constitución de la humanidad: el alma y el cuerpo, de hombres y
mujeres, la constitución del alma, la necesidad de asociarse y cooperar, y «lo
que es una ciudad excelente; lo que la mantiene unida» (al-Farabi, 1985, p.
47), y «lo que el primer gobernante excelente tendría que ser» (al-Farabi,
1985, p. 47).
El autor ahora es capaz de explicar cómo tiene que prepararse el gobernante
para su función, discutir las «felicidades últimas logradas por las almas de los
ciudadanos de las ciudades excelentes en el más allá» (al-Farabi, 1985, p.
49), y ofrecer explicaciones sobre las ciudades imperfectas y los principios
que conducen a la «desgracia alcanzada después de la muerte» y a las
«religiones erróneas» (al-Farabi, 1985, p. 49). Al-Farabi no ve la perfección
terrenal como el final de un asunto de la vida cívica y la participación. En la
ciudad virtuosa, la persona virtuosa «puede recibir cooperación al ejercer la
dimensión política de su virtud» (Azadpur, 2003, p. 568). El filósofo político
y clasicista Leo Strauss convirtió a al-Farabi en un racionalista, una
alternativa lógica al racionalismo moderno sin atractivo que él veía «como
alguna forma en el servicio de la conquista de la naturaleza, y, por tanto,
adoptando un objetivo esencialmente práctico» (Colmo, 1992, p. 966). Creía
que la búsqueda filosófica de la vida ideal, menos material y más atractiva, de
al-Farabi adquiría una dimensión práctica y no teórica, canalizada de alguna
forma por medio de un gobernante y no totalmente modelada bajo los reyes-
filósofos de La república de Platón. Strauss escribió de los políticos de
Aristóteles que «El hombre transciende la ciudad solo con la persecución de
la verdadera felicidad, no con la búsqueda de la felicidad sin importar cómo
sea entendida. (Strauss, 1978, p. 49).
Al-Farabi también busca la verdad, cuyo origen él localiza en la perfección y
no en la felicidad. Veremos cómo los autores posteriores, los que ayudan a
marcar el inicio de las nuevas técnicas de comunicación, rechazaron
intensamente este ideal. Después de las Analectas, La república y La ciudad
ideal, no encontraremos aquí más búsquedas de la perfectibilidad colectiva, a
excepción de Marx y Engels, a quienes les agrada equiparar el logro de la
perfección con la erradicación de la comunicación sin trabas.
La concepción de la perfección de al-Farabi no fluye de las vidas de los
sabios ancestrales, o de la inculcación de los valores en los líderes elegidos,
sino del Primer Existente absoluto, inmaculado e incomprensible. «El Primero
no existe por el bien de todo lo demás» escribe al-Farabi (1985, p. 91), sin
embargo, lleva a la existencia todo lo que existe. El Primero no necesita dos
elementos —uno para sustantificar (dar sustancia a) su “esencia”»; el otro
para crear o comunicar «por medio de lo cual el resto procede de él» (al-
Farabi, 1985, p. 93). Los humanos necesitan la comunicación, que al-Farabi
describe como una o dos cosas que nos definen. «Nuestra sustantificación es
debida a una de ellas, concretamente el pensamiento [o logos de discurso],
pero nuestra escritura a la otra, en especial al arte de escribir» (al-Farabi,
1985, p. 93).
Todo lo que procede del Primero puede organizarse en orden de rango, cada
uno un poco menos perfecto que lo anterior (al-Farabi, 1985, 2.2; p. 95). El
Primero es generoso, y «no descuida ninguna existencia por debajo de su
existencia» (al-Farabi, 1985, 2.2; p. 95). Del Primero «emana la existencia del
Segundo» (al-Farab»i, 1985, 3.1; p. 101). Del Segundo incorpóreo, pensando
en su propia esencia y en el Primero, se origina un Tercero, que «como
resultado de su sustantificación en su esencia específica» dirige a los cielos y
a las estrellas inamovibles (al-Farabi, 1985, 2.2; p. 103), conduciendo al
Cuarto, al Quinto y así sucesivamente, hasta que se alcanza el Undécimo, cada
uno sustantificado como un planeta, desde Saturno, incluido el Sol y
finalmente, con el Undécimo Existente, nuestra Luna. Con el Undécimo
Existente, nos encontramos con los existentes sublunarios que necesitan
materia «hecha de tal forma que tengan sus existentes más defectuosos al inicio
y partan de ello» (al-Farabi, 1985, 4.2; p. 107).
La materia también asciende hasta que alcance la máxima perfección posible.
Algunas formas son cuerpos naturales como el fuego, el aire, el agua, la tierra,
el vapor, las llamas, las piedras, las plantas y los animales, «los cuales
carecen de habla y de pensamiento «(al-Farabi, 1985, 4.3; p. 103). «No existe
nada después del animal dotado de habla y pensamiento que lo supere en
excelencia» (al-Farabi, 1985, 6.1; p. 113). Se trata de una excelencia
defectuosa, ya que aparte de la Primera Existencia, las diferencias entre los
niveles subordinados son «contrariedades», y la «contrariedad» es en sí
misma una deficiencia de existencia» (al-Farabi, 1985, 7.10; p. 133).

3. Superar la imperfección humana con la comunicación


unilateral
El animal dotado de habla y pensamiento, el ser humano, es el origen de la
comunicación del Estado. De acuerdo con al-Farabi, el alma humana posee
cinco facultades. La primera es la nutrición. El resto y más importante para
este tema comienza con la sensación, localizada en el corazón, que gobierna
los cinco sentidos auxiliares:
como si fuesen mensajeros de noticias, cada uno de los cuales está a cargo de un
género particular de noticia o de noticias de una provincia del reino. La facultad de
resolución es como el rey que reúne en su casa las noticias que han traído los
mensajeros de las provincias.

(al-Farabi, 1985, 10.3; p. 169)


La facultad de representación también se encuentra en el corazón (el órgano
dominante, seguido en rango por el cerebro, el hígado y el bazo), controlando
los sentidos («cosas perceptibles») y ejerciendo el juicio sobre ellos,
conectándolos y separándolos en diferentes formas para que «algunas de las
cosas imaginadas (o “representadas”) por los humanos concuerden con
aquellas percibidas por los sentidos y otras difieran de ellas» (al-Farabi,
1985, 10.4; p. 169). La facultad racional «de gobernar se extiende sobre el
resto de facultades» escribía al-Farabi (tal vez con optimismo)(al-Farabi,
1985, 10.5; p. 169); la facultad apetitiva «gracias a la cual tienen lugar el
deseo o desagrado de las cosas» (al-Farabi, 1985, 10.6; p. 171), se manifiesta
en la voluntad, y decide si conocer o hacer una cosa conocida por otros
sentidos «tiene que ser también aceptado o rechazado» (al-Farabi, 1985, 10.4;
p. 169).
El cuerpo humano guía de forma imperfecta la comunicación, al igual que
señales del Primer Existente son apenas visibles y presumiblemente basadas
en las deducciones anteriores de al-Farabi, reservando la mayoría de lo
propio para la parte eterna de nosotros después de que haya ocurrido la
destrucción corporal.
Las imperfecciones de comunicación en la obra de al-Farabi se magnifican por
la posibilidad de que podía haber puesto en duda la inmortalidad del alma, a
excepción de la idea filosófica medieval de un «intelecto activo» que, en
contraste con el «material» de recepción o «intelecto pasivo», crea el
conocimiento actual a partir del potencial inteligible de nuestro ambiente.
Ciertamente, su Primer Existente es autónomo en extremo. El reverendo Robert
Hammond, alumno de al-Farabi, examinó sus cuestiones sobre la creencia en
la inmortalidad, citando al filósofo islámico español y aristotélico Ibn Rushd
(en ocasiones conocido por su nombre latinizado de Averroes), quien dos
siglos después de La ciudad ideal hizo referencia a al-Farabi diciendo: «El
bien supremo del hombre en esta vida es alcanzar el conocimiento. Pero decir
que un hombre después de su muerte se convierte en una forma separada es un
cuento de viejas; para lo que sea que nace y muere es incapaz de convertirse
en inmortal» (Hammond, 1947, p. 37). El propio Hammon concluye que «es
difícil de hecho decir si Alfarabi [sic] creía o no en esto. Lo más probable es
que no lo hiciera» (Hammond, 1947, p. 37).
La autoridad del Estado es por consiguiente esencial para la perfección
terrenal, otorgando poder a los mejores posibles representantes morales para
interpretar cualquier señal de las existencias e intelectos no corporales
superiores. Al-Farabi adopta un orden amplio, pero para él necesario, de
existencias, intelectos, sentidos y órganos (hasta la sangre y el semen) y
alcanza su análogo en la sociedad cívica, una sociedad construida por los
propios humanos, pero haciendo uso de propiedades transmitidas por
intelectos y entes supernaturales. ¿Cuál es su propósito? Permitirnos emplear
nuestros intelectos activos y llevar el conocimiento potencial al intelecto
material (corporal) diseñado para recibirlo e interpretarlo. Conducirnos hacia
el «examen cuidadoso, la deliberación, el pensamiento práctico y un deseo de
averiguar las cosas» con la interpretación de inteligibles potenciales
«ofrecidos a él solo para que los utilice para lograr su perfección última, por
ejemplo la felicidad». La felicidad en la humanidad, y presumiblemente en la
ciudad ideal, no requerirá apoyo material, ya que ha logrado un estado
incorpóreo e inmaterial «continuamente para siempre» (al-Farabi, 1985, 13.5;
p. 207):

La felicidad es el bien que se persigue por su propio bien y nunca en ningún


momento se persigue para obtener cualquier otra cosa a través de ella, y no existe
nada más grande que obtener para el hombre más allá de ella.

(al-Farabi, 1985, 13.6; p. 207)


Cuando la felicidad permanece desconocida, las facultades pierden su
dirección y «las acciones del hombre serán todas innobles» (al-Farabi, 1985,
14.1; p. 211).

4. Las relaciones públicas en La ciudad ideal


Por tanto, a pesar de sus orígenes humanos imperfectos, la comunicación
puede ayudarnos a superar la imperfección. Es la inteligencia activa,
biológicamente a través de los sentidos, y políticamente a través de una fe
expresada de forma correcta. Los medios son los propios sentidos, y la
mayoría de las facultades humanas que nos otorga nuestra identidad y
potencial para lograr la felicidad.
¿Quién debe realizar esta comunicación? «No es imposible» que existan
personas cuya facultad de representación alcance su «perfección máxima» al
interpretar correctamente lo que les es mostrado. Un hombre así es clave para
La ciudad ideal, y «obtendrá la profecía (conocimiento supernatural) de
hechos presentes y futuros por medio de los datos que recibe, y la profecía de
cosas divinas por medio de los inteligibles que recibe» (al-Farabi, 1985, 14.9;
p. 225). De acuerdo con el orden de todas las cosas, los demás que solo ven
dichas cosas «a través de un espejo, oscuro» (1 Corinthians 13. 12) despiertos
o dormidos se ordenan por debajo de esta persona, por debajo de ellos están
aquellos que solo ven en sueños «y expresan su experiencia imitando frases,
alegorías, frases enigmáticas, “subtítulos” y sonrisas» (al-Farabi, 1985, 14.10;
p. 225). Los miembros de estos dos grupos protojungianos pueden moverse de
uno a otro, según cambia su temperamento. Existen otros «biliosos, insensatos
y dementes y similares» (al-Farabi, 1985, 14.11; p. 227) cuyo temperamento
se ha echado a perder.
Resumiendo: el mejor objetivo de al-Farabi para los humanos es la felicidad.
Sus audiencias clave se ordenan de algún modo inferior al orden universal de
las cosas: se dividen en aquellos perfectos hasta lo máximo posible; aquellos
con alguna conciencia de la felicidad; aquellos con menos conciencia; y
aquellos sin ninguna conciencia en absoluto. Dicha clase de personas, ¿cómo
va a ser gobernada, y convencida, o se le va a demostrar que está siendo
gobernada en la forma correcta?
Las sociedades son necesarias porque alcanzar la perfección humana requiere
cooperación para proporcionar las muchas cosas que necesitamos, y quizás no
es sorprendente aprender que al-Farabi ordenara a las sociedades perfectas
como lo hiciera con todo lo demás, en este caso mediante las definiciones
grande, mediano, pequeño (al-Farabi, 1985, 15.2; p. 229). Una gran sociedad
«es la unión de todas las sociedades en el mundo inhabitable» (al-Farabi,
1985, 15.2; p. 229), una sociedad mediana es la unión de una nación; una
sociedad pequeña es la unión de una ciudad. El orden se persigue hasta las
imperfectas sociedades de aldeas, barrios, calles y casas.
El problema para al-Farabi reside en resolver las dificultades de la voluntad y
la elección, y asegurar que las personas cooperen en la persecución de la
felicidad, comenzando en la ciudad y siguiendo hasta el esfuerzo cooperativo
que cubre el mundo entero. La ciudad es el punto de inicio, y aún empleando la
razón y la lógica en el camino de los órdenes superiores e inferiores, al-Farabi
compara la ciudad con el cuerpo y los órganos dominantes del cuerpo, desde
el corazón hasta el intestino, y habla de llevar a cabo «las acciones voluntarias
más nobles» posibles para cada rango, hasta que se alcancen los rangos
innobles (al-Farabi, 1985, 15.5; p. 237). El dirigente es el corazón, seguido de
rangos de personas que «desempeñan sus acciones de acuerdo a los objetivos»
de las personas en el rango anterior (al-Farabi, 1985, 15.4; p. 233), hasta que
se alcance el rango más inferior, quienes no son servidos por nadie.
El gobernante, gobernando la ciudad como el corazón lo hace con el cuerpo,
«es la parte más perfecta de la ciudad en su cualificación específica y posee lo
mejor de todo, lo que nadie más comparte con él» (al-Farabi, 1985, 15.5; p.
235). Podemos recordar los gobernantes de Platón, aislados de sus tentaciones
de lo «mejor de todo».
La perspectiva dibujada por al-Farabi revela las diferencias entre las obras de
estas páginas. Los pensadores —y ejecutores— Mill y Gandhi, argumentan
que la comunicación libre es la perfección y protección contra la tiranía de
una mayoría o minoría, e incluso ofrecen sugerencias para comunicar de una
forma más efectiva. Von Hayek explora el uso incorrecto de la comunicación
por parte del Estado ortodoxo. Al-Farabi adopta un enfoque diferente. Él
contempla la perspectiva de un Estado tan perfecto que cualquier
comunicación que sugiera lo contrario no necesita existir. Versiones de este
sueño aparecen en la república de Platón, la utopía de More y la sociedad
comunista de Marx. Platón y Confucio buscan comparativamente modos más
moderados de gestionar los medios populares de una manera más cercana. El
énfasis de al-Farabi en el orden y clasificación lógicos le conduce a una
conclusión que parece no contradictoria, una ciudad con «unas partes
coherentes bien ordenadas» (al-Farabi, 1985, 15.5; p. 237). La perfección
elimina la moderación a favor de una estricta comunicación vertical que
infunde obediencia y mantiene todos los rangos en una ciudad que camina
arduamente hacia el Gólgota de la felicidad. El ejemplo del gobernante es la
causa del ascenso de la ciudad, con cooperación voluntaria, de los rangos de
sus habitantes «y cuando una parte está fuera del orden él le proporciona los
medios para eliminar dicho desorden» (al-Farabi, 1985, 15.5; p. 236–37).
¿Cuáles son estos medios? Se describen como «las artes», y no es necesario
decir que también se ordenan para el servicio en la ciudad, «como la mayoría
de los hombres, por su propia naturaleza, han nacido para servir» (al-Farabi,
1985, 15.6; p. 239). El gobernante en la ciudad excelente no puede ser
gobernado por algún arte casual o por cualquier otro arte, ya que él es el
resultado lógico de un orden natural y divino, con los intelectos activos y
pasivos completamente desarrollados, y además ha desarrollado un «intelecto
adquirido» que yace entre ellos y es más perfecto porque está más separado de
la materia que su contraparte pasiva. «Cuando esto ocurre», se nos dice: «[E]s
este hombre quien recibe la revelación divina y el Dios todopoderoso le
concede la revelación a través de la meditación del intelecto activo» (al-
Farabi, 1985, 15.10; p. 245).
Provisto con dichas facultades formidables, es inevitable que «su arte deba ser
un arte hacia el que tiendan el resto de las artes, y por el que se esfuerzan en
todas las acciones de la ciudad excelente» (al-Farabi, 1985, 15.8; p. 241). El
gobernante posee intelecto, el regalo de la revelación, la resistencia física
para la guerra, es conocedor del camino hacia la felicidad y posee los medios
de la comunicación: [É]l debería ser un buen orador y ser capaz de despertar
la imaginación [de otras personas] al elegir las palabras adecuadas» (al-
Farabi, 1985, 15.11; p. 247).
¿Cómo, dónde y cuándo deberían decirse estas palabras y ser purificadas de la
duda y el engaño? En los dos últimos capítulos del libro, 18 y 19, al-Farabi
describe las características de las ciudades ignorantes y equivocadas, y es
evidente que se preocupa por el poder de la comunicación cívica para
embaucar o equivocar. En los capítulos del 15 al 17 establece las funciones de
la filosofía y la religión, el más allá, y en el capítulo 15 las condiciones para
las «perfectas asociaciones y los perfectos gobernantes. Una comunicación de
la ciudad ideal carece por naturaleza de fallos. El gobernante (el segundo de
los cinco o seis mejores gobernantes, cada uno excelente pero carente del
regalo y las facultades necesarias para la profecía visionaria) debería ser
físicamente fuerte, bueno en la comprensión y percepción de todo lo que se le
dice. No debería olvidar casi nada, ser muy brillante, apreciar la verdad, ser
capaz de resistir la tentación física y económica, justo, fuerte de mente y
«poseer una dicción refinada, una lengua que le permita explicar a la
perfección todo lo que está en su mente» (al-Farabi, 1985, 15.12; p. 248–49).
Él, el gobernante perfecto, debe ser un filósofo y «bueno al guiar a las
personas, por medio de su discurso, al cumplimiento de las leyes de sus
primeros soberanos así como aquellas leyes que habrá deducido en
conformidad con sus principios después de su tiempo» (al-Farabi, 1985,
15.13; p. 253). Es posible ver, entonces, un lugar para la comunicación
pública; una comunicación entre el gobernante perfecto y las personas menos
perfectas, purificadas del diálogo lo máximo posible; ni colaborativas ni
cooperativas, a excepción del sentido en el que su audiencia coopere en
obedecer y aceptarlo. Es el surgimiento de la conciencia, la comunicación
unilateral desde una versión divinamente perfecta del rey-filósofo de La
república. No es necesario siquiera ofrecer una impresión de diálogo, excepto
quizás en las cosas pequeñas. Si existe el malentendido, es debido al fallo o la
deficiencia de las personas para no comprender. Sus almas podrían estar
enfermas «y por lo tanto no escuchar en absoluto las palabras de un hombre
que las conduce por el buen camino, les enseña y endereza» (al-Farabi, 1985,
16.6; p. 271).
Dado que la mayoría de las personas en las ciudades no es perfecta, ¿qué
necesita decirles el gobernante perfecto? Ellas necesitan saber del Primer
Existente y de sus subordinados inmateriales, celestiales y naturales, del
intelecto activo, del primer gobernante de la ciudad y de «cómo tiene lugar la
revelación» y de aquellos que ocupan su lugar cuando no está disponible, y «a
continuación de la ciudad excelente y su pueblo y la felicidad que alcanzan
finalmente sus almas» (al-Farabi, 1985, 17.1; p. 279).
Dado que estos mensajes van más allá de la capacidad de la comunicación
terrestre de transmitirlos en su plenitud, el gobernante y sus tenientes deben
confiar en que sus almas estén «impresionadas como realmente lo están»» o
utilizar la religión o la filosofía para comunicar por medio de la «afinidad o la
representación simbólica» (al-Farabi, 1985, 17.2; p. 279). El autor no ofrece
una explicación de cómo esto tiene que realizarse; no existe un rango u orden
de comunicación o audiencias objetivo para los medios objetivos como existe
para todo lo demás. Walzer, en su traducción de La ciudad ideal, propone que
esto pueda interpretarse como una «demostración estricta» entre los filósofos
elegidos y entre sus seguidores, «la misma aceptación incondicional que la de
aquellos quienes obedecen los mandamientos de las Sagradas Escrituras» (al-
Farabi, 1985, Comentarios; p. 474). Walzer ofrece un extenso comentario en
esta sección del libro, escribiendo que «al-Farabi obviamente se enfoca en la
educación dentro del mundo islámico de un público filosófico de este tipo más
amplio» (al-Farabi, 1985, Comentarios; p. 475).
Siendo este el caso, es posible discernir la misma absorción de la verdad
estricta, formalizada e incondicional por aquellos en un rango inferior de los
situados en un rango superior. Para el resto, deben confiar en el entendimiento
de la representación simbólica, que es la interpretación alegórica, «el
resultado de los esfuerzos de poetas y profetas» (al-Farabi, 1985,
Comentarios; p. 475). Los recursos mitológicos y lingüísticos para este
esfuerzo son limitados, apunta Walzer, porque a diferencia de los griegos
politeístas y los romanos «existe solo una felicidad de la misma forma que
solo existe un Dios y una verdad, y solamente la filosofía proporciona la clave
para este conocimiento». Aprendiendo de los diálogos de Platón, al-Farabi
pudo establecer la secuencia en el tiempo, y «con su traducción a un lenguaje
de narración más sencillo… construyó la estructura atemporal del mundo
comprensible y aceptable para los no formados en filosofía» (al-Farabi, 1985,
Comentarios; p. 478). En otras obras, al-Farabi también menciona la habilidad
de los griegos para «imitar» o «representar» inteligibles de forma análoga
mediante la referencia a varias «cosas perceptibles» como la oscuridad, el
agua o el aire (al-Farabi, 1985, Comentarios; p. 479).
Una vez que todo el mundo sea persuadido por demostraciones estrictas o por
el simbolismo, al-Farabi afirma que no habrá ningún sometimiento a las
falacias sofísticas o a la carencia de entendimiento (al-Farabi, 1985, 17.3; p.
281). Aquellos que identifican las deficiencias en los símbolos concretos que
se les ofrecen ascenderán hacia símbolos superiores, y más cercanos a la
verdad, y posiblemente incluso adquirir sabiduría filosófica. En este sentido,
el proceso de la comunicación pública se ordena de lo más o menos perfecto,
y cierta movilidad es posible. (al-Farabi, 1985, 17.4; p. 281).
Evidentemente es responsabilidad del gobernante facilitar los ritos y
costumbres que dirijan a su pueblo hacia la perfección. Aprendemos en el
capítulo 18 que esto debe implicar devoción, para «decir que existen cosas
espirituales que gobiernan y supervisan cada nación»; para «rendir homenaje
al dios y a los existentes espirituales», para «rezar por ellos», para «cantarles
himnos de alabanza y reverencia» y lo más importante para «creer» que lo
devoto será recompensado después de la muerte (al-Farabi, 1985, 18.12; p.
305). Una vez más, como en las Analectas y en La república la comunicación
pública queda provista de palabras, líricas, ritos e imágenes que se pueden
gestionar para alcanzar una virtud percibida que supera al resto. Una vez más,
encontramos la preocupación acerca del poder que pueden ejercer las formas
imperfectas de comunicación. Al-Farabi identifica y advierte del riesgo,
inherente en toda la comunicación pública gestionada en todos los tiempos, de
la eventual incredulidad en todos los símbolos y la creencia de que no existe
la verdad en absoluto. El hombre que comunica estos símbolos podría incluso
tratarse de un impostor «que hace este tipo de declaraciones como anhelo
después de no poseer más que una posición dominante o algún otro bien como
ese» (al-Farabi, 1985, 17.6; p. 285).
Las principales diferencias de Confucio y Platón con respecto a la visión de
al-Farabi de la comunicación son políticas más que religiosas. Entre el legado
de al-Farabi los califatos podrían seguir una base intelectual para gobernar
Oriente Próximo. Ellos podrían incluir la «sublime Puerta» del «Estado
Eterno» que fue el Imperio Otomano, el cual durante siglos gestionó su
comunicación pública de forma más centralizada y efectiva que sus rivales
europeos.
Se ha descrito a Al-Farabi como alguien «con una agenda política bastante
diferente de la de una figura solitaria decidida por la supervivencia» (Frank,
1993, p. 636). La ciudad ideal es un argumento parcialmente político para la
erradicación del diálogo y el surgimiento de una comunicación, incondicional,
concentrada y unilateral, filtrada de una forma ordenada hasta los rangos
ordenados en la ciudad. Por supuesto, no se trata de las RR. PP. modernas;
apenas son unas RR. PP. como propaganda, porque un entorno perfecto no
necesita las falsedades nobles de Platón. En esta forma perfecta los mensajes
emanan directamente de los gobernantes, mientras que sus sujetos esperan
recibirlos: pasivos, sin cuestionarse nada y preparados para aprender. No
existe un elemento participativo obvio equivalente a la búsqueda de Confucio
del dao utilizando el ritual, la música y el ejemplo personal a un nivel local.
No existe un sentimiento del simposio socrático de fluidez libre, o incluso un
proceso de selección cuidadoso para las personas que gobernarán su ciudad
con la gestión del ritual, el mito, la poesía, la canción y los propios dioses.
Sin embargo, la comunicación pública gestionada de este tipo tiene que existir
en la ciudad ideal. No obstante, por mucho que él pueda o no haber creído en
su propia inmortalidad, de alguna manera esto limitó sus propuestas en
comparación con sus predecesores en estas páginas, el camino ordenado de
forma tan rígida hacia la felicidad de al-Farabi restringe la creatividad y la
autonomía en la comunicación del estado centrada en los humanos, por el bien
de sus almas. Esto fue un resultado de imaginar la perfección más allá de los
límites del conocimiento, y el error se repitió en estados posteriores
construidos en creencias utópicas. Desde el siglo X hasta el presente la
erradicación de la imperfección se transforma casi, aunque no bastante, en la
erradicación de las RR. PP. en sí mismas.
Capítulo V
RR. PP. y la subyugación de la razón. Martín
Lutero (1483–1546), Las noventa y cinco tesis (1517)

1. Aprovechar la emoción de las masas


Hemos llegado a una obra mucho menos sutil y en gran medida pública, y
podría decirse que escrita para un tiempo mucho menos sutil, pero por una
mente tan poderosa como aquellas de los capítulos anteriores. Incluso en la
era de internet, nos asombra la velocidad de la revolución en la creencia
europea, la política, el arte, la música, la ciencia y la filosofía, los horrores de
la guerra y la persecución, y la reacción masiva ocasional, todo ello
precipitado o intensificado por el trueno de Las noventa y cinco tesis de
Martín Lutero.
Europa, y posteriormente gran parte del mundo, fue reestructurada según este
intenso acto de comunicación, y examinada como un elemento creado para la
comunicación pública, lo cual parece algo muy moderno. El estilo y los
medios que explotó y el contenido son una ruptura violenta de las estructuras
metódicas que ya hemos examinado. Aquí no existe una conversación
civilizada, un cuestionamiento cortés o un complejo triunfo de la lógica. Se
trata de un estallido argumentado con detenimiento de indignación honesta, y
no enfocado a la naturaleza general del gobierno, sino a un único tema: la
corrupción religiosa en la Iglesia católica romana, encarnada por la venta de
indulgencias que garantizan una menor penitencia en el más allá.
Las noventa y cinco tesis trata en primer lugar de la demolición de los abusos
clericales, y solo después de ello de una alternativa positiva; sin embargo
resultó una amenaza para la Iglesia aunque el fraile agustino y profesor de
universidad Martín Lutero al principio solo deseaba reformarla. Hay que tener
presente también las afirmaciones lanzadas en este libro, organizadas como
los versículos bíblicos. Es un «shock» de la comunicación pública, una
variante más fuerte del estilo declarativo seguido por al-Farabi y
posteriormente repetido por Wittgenstein. También podemos aseverar que este
documento se acerca más a las modernas RR. PP., no solo por su estilo, sino
porque es un competidor muy efectivo de los mensajes alternativos y los
medios que con anterioridad eran difíciles de contradecir. Las justificaciones
extensas o justificaciones educadas a la manera de Confucio o Platón no se
evidencian aquí. En las Tesis y en su escrito posterior «Lutero claramente
asume —y en ocasiones lo dice explícitamente— que el verdadero intermedio
entre el alma y el alma es la pasión y la experiencia compartidas que lo hacen
posible» (Haile, 1976, p. 825).
Las noventa y cinco tesis es una aseveración, un manifiesto, una razón
condensada en una serie de citas. Atrajo a las nuevas imprentas que asimismo
estaban proliferando en aquel momento, y que los estados y súperestados
como la Iglesia católica no eran capaces de controlar. Sin embargo, de forma
efectiva o no habían gestionado los medios que Confucio, Platón y al-Farabi
habían prescrito: ritos, ceremonias, canciones y el calendario ritual. «Por ello
fue la gran época, no solo del polémico escrito de Lutero, sino del
Flugschriften, los panfletos producidos de forma breve y barata y que
buscaban mediar en las controversias de la Iglesia para una audiencia amplia»
(Pettegree, 1992, 6).
Pero fue más que eso. En el despertar de las Tesis, se desmantelaron las viejas
formas de gestionar la comunicación. Los nuevos rituales, la nueva música, los
nuevos himnos y el nuevo arte se crearon al margen del control de Roma. El
propio Lutero escribió muchos de los himnos que ahora se consideran
tradicionales en la fe protestante. Además hay que tener en cuenta el propósito
de la comunicación: esto resultó ser una llamada a la gente para formar sus
propias relaciones con Dios, menos mediadas por el incorrecto uso de los
«medios», como reliquias sagradas, que hacía Roma, a lo cual ayudó el hecho
de que los disidentes ahora poseían un mayor poder de comunicación en sus
propias manos. No solo disponían de la imprenta, sino que eran más capaces
de expresar sus propios pensamientos y sentimientos. Estaban más
alfabetizados y eran en ocasiones más libres de la regulación monárquica —
con su propia regulación en ricas ciudades comerciales o las nuevas
confederaciones como los cantones suizos—. Eran artesanos independientes y
miembros artesanos que cobraban sus tarifas por sus servicios especializados,
mientras que en el campo se estaba rompiendo con lo que ahora llaman
servidumbre.
Y lo más importante, estaban preocupados. Les preocupaba la corrupción del
gobierno y la Iglesia, y se preocupaban por el bien de sus propias almas. Las
Tesis llevan a esta clase de personas al conflicto con el acceso controlado de
la autoridad al otro mundo y eventualmente despertaron una acción radical
contra el control político tradicional sobre este mundo —aunque el mismo
Lutero no llegó a ir tan lejos como esto—. Fue, en definitiva, un hecho con
muchas características de nuestra propia Revolución de la Información.
Con anterioridad, las preocupaciones con respecto a los abusos religiosos —
si llegan a expresarse— decaían o eran aniquiladas. Sin embargo, estas
preocupaciones básicamente ejercían una influencia acumulada. Los métodos
habituales seguidos, entre los que se incluye la broma satírica de los
académicos y el ensayista Erasmo, que se burlaban de los excesos suntuosos
de los príncipes, añaden que «papas, cardenales y obispos han seguido tan
diligentemente sus pasos que casi han alcanzado el comienzo de los mismos»
(Erasmus, 1511, «papas, cardenales»). Ciertos estallidos políticos o revueltas
religiosas incoherentes, inconclusas y desafortunadas tuvieron lugar de forma
ocasional, cuando tales opiniones podían expresarse con mayor fuerza, como
hizo el sacerdote John Ball de finales del siglo XIV en su perdurable pregunta
a los campesinos rebeldes: Cuando Adán cavaba y Eva hilaba, ¿quién era
entonces el caballero? (Dobson, 1970, p. 375). Más a menudo, sin embargo, la
actitud que prevalecía era divertirse o renunciar a la toleración de las
deficiencias del sistema existente, como vemos alegremente en los cuentos
obscenos de Chaucer sobre los díscolos, frailes, perdonadores y otros
oficiales caprichosos del clero en sus Cuentos de Canterbury de finales del
siglo XIV; o en esa desalentadora resignación que muestran casi todas las
almas en el Infierno y el Purgatorio de Dante halladas en su Divina comedia,
escrita a principios del siglo XIV, aunque situó a un arzobispo en el noveno y
peor círculo del Infierno. Pedro el Labrador de Langland, obra escrita en el
mismo periodo que los cuentos de Chaucer, es más indignante cuando acusa a
los perdonadores de ser la organización de párrocos que controlaban los
medios que importaban y quienes «producían un documento con el sello del
obispo y clamaban tener poder para absolver a las personas de ayunos y votos
de todo tipo»:
La gente ignorante creía en él y estaba encantada. Venían y se arrodillaban para
besar sus documentos, mientras que él, nublándoles la vista con cartas de
indulgencia arrojadas en sus rostros, ¡recogía sus anillos y joyas con su rollo de
pergamino!

(Langland, 1975, «Existía también un Perdonador»)


Pero, ¿qué sentido tenía resistir? Nuestros cuerpos eran después de todo
«carne de gusano» (Bradley, 1995, Alma y Cuerpo II). Nuestro destino y
quizás nuestra alma están más allá de nuestro control. Del poema anglosajón
ahora conocido como Resignación: «Desde el comienzo la pobreza demostró
ser mi espacio sobre la tierra para que cada año —gracias a Dios por ello—
haya sufrido más francas dificultades y temores que las que padeció otra
gente» (Bradley, 1995, Resignación). En El príncipe, Maquiavelo considera a
los campesinos u otra «gente común» como pilares necesarios y
potencialmente poderosos para la legitimidad de su Príncipe. El libro
concluyó en 1513, cuatro años después de que las tesis de Lutero fueran
clavadas en la puerta. La Utopía de Thomas More fue publicada en 1516 y
muestra una mayor sensibilidad por los que sufren en los pueblos pequeños,
desposeídos de cercados para el pastoreo de ovejas y otros estragos de los
grandes señores («sí, y algunos abades, hombres santos, sin duda) y sus
sirvientes (More, 1992, p. 28). El personaje ficticio de Utopía Raphael
Hythloday representa un reino libre de tales opresores y ampliamente
controlado por las comunidades de propietarios granjeros y artesanos
cualificados, con libertad de religión y un Príncipe comunitario.
Las noventa y cinco tesis rompió con la inercia y la distante (aunque sincera)
discusión y canalizó el descontento. Ofreció una dirección clara y redujo a
cenizas la vieja complacencia resignada en todo el norte de Europa. Solo
quedaban dos opciones. La fe que vendía penitencias tenía además que
reconstruirse desde su base o reducirse a su base y nunca reconstruirse. En
este sentido, Lutero no se asemeja a Confucio, Platón o al-Farabi. Él no
escribía para el Estado o la Iglesia y ningún ritual dirigido centralmente tenía
lugar en su propia comunicación, en sus planes para la fe y en las luchas
espirituales de los creyentes. Lutero es el predecesor de una pérdida enorme
de paciencia con el modo en que trabajaban las organizaciones. De esta forma,
también, su comunicación es muy moderna.
Las RR. PP. modernas aparecen de forma patente en el mecanismo del enfoque
de Lutero —en el estilo de manifiesto, también muy lejos de Confucio, Platón
y al-Farabi—. Luego estaban los conocidos medios de distribución,
primeramente clavando su obra en la puerta de la catedral de Wittenberg en el
este de Alemania —él pertenecía al monasterio agustino de la localidad—
donde la gente se concentraba para entrar y salir: sería sorprendente si él fuese
la única persona que hizo esto. En segundo lugar, se imprimió en masa;
ciertamente un fuga de manuscritos académicos circulaba entre algunos
privilegiados. Tampoco fue un mero panfleteo popular —conocido en aquella
época—. Lutero era un académico y sus obras estaban escritas en latín,
lenguaje que solo conocían unos pocos, pero esto se compensaba con la
elección de una catedral, el principal centro cívico para la oración, cuya
congregación y oficiales incluían a personas influyentes y consideradas y
lectoras del latín —los líderes de opinión probablemente traducirían,
imprimirían y difundirían su palabra—. Esta era la ventaja de encontrarse en
una ciudad donde se concentraban las personas educadas e interesadas en las
ideas, y capaces de discutir y organizar sus pensamientos y a ellas mismos.
John Ball agitaba a los campesinos: grandes en número pero dispersos,
analfabetos y difíciles de fusionar en una fuerza coherente. Lutero aprovechó
la nueva universidad de la ciudad, sus profesiones y mercados especializados,
su liderazgo cívico y utilizó un perturbador, impaciente, dinámico, reprimido y
concentrado descontento entre los ciudadanos que eran conscientes de su
propio mérito. Su obra encajaba con el nuevo entorno de la comunicación que
estaba emergiendo. Las Tesis no se percibían que tratasen sobre la Iglesia y el
Estado combatientes con las nuevas políticas, sino sobre la gente combatiente
con las ideas y el despertar de la emoción popular para desencadenar el
cambio. El dramaturgo alemán del siglo XX Bertolt Brecht evoca este enfoque
en su obra Lehrstücke o juegos de aprendizaje, cuyo propósito era, primero,
hacer que la gente fuese consciente de que estaba siendo oprimida; segundo,
mostrarles quiénes eran sus opresores; tercero, explicar los pasos que debían
dar para ocuparse del problema. Brecht era un comunista, pero la técnica era
también la de Lutero.
El efecto de su simple método sin duda transcendió a Brecht y quizás al mismo
Lutero. Las noventa y cinco tesis desencadenó la Reforma protestante: un
genuino movimiento de masas, internacional y violentamente radical. No se
trata únicamente de un conflicto desatado. Ello forzó la apertura de una nueva
visión de gobierno e intenciones de Dios que ocasionó que muchas personas
de ambos lados de la discusión se examinaran a sí mismos y a su sociedad más
de cerca, y finalmente empujó al catolicismo hacia una serie de brillantes
reformas y re-análisis conocidos como la Contrarreforma. En nuestro tiempo
esta obra es interesante porque podemos observar la fuerza, el intelecto
turbulento y la personalidad detrás de ella. Es la personificación de un hombre
que en su fuerza se convierte en una celebridad popular con derecho propio —
en la medida en que existieron estas personas en el siglo XVI—. Algunas de
las particularidades de su celebridad son obvias: los monumentos en su honor,
las pinturas y grabados de Lutero en cada etapa de su vida, el interés popular
en su mujer y padres; la conservación de los lugares donde vivió y trabajó; la
colección y publicación de sus obras, entre las que se incluyen las
ocasionales; la continua popularidad de sus himnos y catecismos, el uso
continuado de su apellido como primer y segundo nombre. Lutero fue
homenajeado por aquella «gente común» trabajadora y preocupada de la que
Confucio había hablado; algo que no ocurrió con Confucio en la misma medida
durante muchos años; y aparentemente tampoco ocurrió con Platón y al-Farabi.
En gran medida, Lutero se metamorfoseó en uno de los gobernantes que
mencionaba al-Farabi, contemplado casi como un profeta en Alemania y en
otros lugares. Mucho más que Marx, pero no mucho más que Gandhi o
Confucio —los otros tres pensadores que alcanzaron el mismo estatus—,
Lutero levantó una adulación popular generalizada que en cierta medida
continúa en nuestro presente. Huelga decir que también despertó el odio,
transmitido en gran magnitud por los medios.

2. El nacimiento de la gestión de conflictos potenciales


Muchas de las actividades más tardías de Lutero se preocupaban sobre el
establecimiento de los límites y el orden de los cambios que sus obras habían
realizado, y sobre la restauración de la autoridad en una esfera apropiada.
Algunos de sus escritos posteriores también reflejaban, incitaban y
revitalizaban el antisemitismo de su tiempo, contribuyendo a su legado largo,
trágico y bien conocido. Las noventa y cinco tesis y sus propuestas están
íntimamente conectadas con estas cuestiones también. Sin embargo, es su
iconoclasia lo realmente importante para la comunicación pública gestionada.
Con esta obra, clavada en una puerta, irrumpió una tormenta que aún no se ha
sosegado y que ha sido alimentada por la comunicación que liberaba. Ello es
el antecesor más significativo de una comunicación de una sola cuestión
basada en la campaña: directa, moralmente incuestionable, que utiliza la
pasión para vitalizar o distorsionar la razón. Los títulos de algunas de las
cartas, sermones, capítulos y libros posteriores de Lutero muestran esta
tendencia: Cautividad babilónica de la Iglesia (1520), Los tres muros del
romanismo (1520), Con respecto a la libertad cristiana (1526), Guerra
interna del Hijo de Dios (1535). Comentarios de Furey: «Lutero hacía uso de
los insultos para depurar siglos de desechos. La escoba que él y otros
protestantes emplearon fue violenta y severa, pero la aplicaron con entusiasmo
para rendir transparencia a la verdad de la salvación por la sola fe» (Furey,
2005, p. 472).
Este enfoque, sin embargo, no era en su totalidad la intención de Lutero en
1517. Él deseaba que Las noventa y cinco tesis fuese una «disputa» sujeta a
un debate razonado, para probar la verdad en ellas. El preámbulo de la disputa
anunciaba que las tesis tenían que ser «discutidas en Wittenberg, bajo la
presidencia del reverendo padre Martín Lutero» quien «además solicitaba que
aquellos quienes no pudieran estar presentes y debatir oralmente con nosotros,
podían hacerlo por escrito» (Lutero, 2008, Preamble).
El debate tuvo lugar, una vez que se sosegaron las palabras acaloradas y los
enfrentamientos, pero estuvo muy limitado. La Iglesia no tenía la voluntad de
discutir y a vista de muchos alemanes simplemente prefería silenciar y
amenazar. Fue la emoción, sin embargo, y no la disputa académica, lo que
condujo el movimiento y sus oponentes; su pasión por la fe, odiada por sus
adversarios, y la búsqueda de Dios sustentada en las fuerzas opuestas a través
de generaciones de conflicto, en cierto modo alcanzando un final con el tratado
de Westfalia en 1648, el cual solidificó la idea de las fronteras nacionales en
lugar de las identidades dinásticas. Detrás se encontraba la población que
podía en algún momento estar alerta de una nueva identidad basada en el
estado-nación, o la raza, o sus derechos como ciudadanos, más que en la
región, las leyes o la religión.
Anteriormente se dijo que Las noventa y cinco tesis se preocupaba por el
ataque prolongado del abuso y no —en un principio— por la construcción de
una alternativa positiva. Las audiencias de Lutero son todas mortales, pero él
escribía especialmente para aquellos que temían a la muerte, al juicio y a la
condenación. Lutero desea que su opinión popular ocasione una influencia en
el Papa y en el clero. Esta prioridad es importante, porque convierte aún más
su comunicación en una campaña pública, y en todas las herramientas y
técnicas que dicha campaña debe emplear. Lutero no solo estaba interesado en
expresar sus pensamientos en un simposio o en un grupo reducido de devotos.
Sus palabras transcendieron los círculos de intelectuales, o círculos aún más
restringidos de gobernantes, aunque las publicaciones posteriores fueron
pensadas en especial para ellos.
Este orden de prioridad queda claro en el diagnóstico que realiza Lutero de la
situación, y en su título menos conocido para las Tesis, Disputa del doctor
Martín Lutero sobre el poder y la eficacia de las indulgencias. Ello plantea
su denuncia: la forma en que la Iglesia explota un monopolio absoluto de la
comunicación —sobre todas las personas a quienes les preocupaba el tipo de
más allá del que disfrutarán o en el que sufrirán—. Para Lutero este monopolio
era un abuso tanto de Dios como de la humanidad. «Ignorantes y retorcidos son
los procederes de aquellos párrocos que, en el caso de los agonizantes,
reservan sentencias canónicas para el purgatorio» (Lutero, 2008, 10). Los
medios, incluidas las «indulgencias», fomentan los pagos de dinero como
penas canónicas (esto es, de acuerdo con lo establecido por las leyes de la
Iglesia) para el pecado, que ahora pasaba de ser una herramienta espiritual a
convertirse en una que otorgaba ganancias, abusando de las personas en su
miedo mortal. Las penas de la Iglesia no debían presentarse como una factura
a cambio de menos días en el purgatorio, sino para establecer los términos del
verdadero remordimiento. «En épocas anteriores las penas canónicas eran
impuestas no después, sino antes de la absolución, como prueba del verdadero
remordimiento» (Lutero, 2008, 12). Los cánones penitenciales no deberían
imponerse a los agonizantes, quienes se están enfrentando con la recompensa o
la sanción de Dios. «Los agonizantes son absueltos por la muerte de todas las
penas; ellos ya están muertos para las leyes canónicas, y tienen el derecho de
ser liberados de las ellas» (Lutero, 2008, 13).
La herramienta de las penas se aprovecha de la más primaria de las emociones
humanas —el temor final de la muerte, y hacer uso de la autoridad del Papa
como justificación significa «que a la mayor parte de la gente se la embauca
con la promesa indiscriminada y altisonante de la liberación del castigo»
(Lutero, 2008, 24)—. Las objeciones de Lutero, la plataforma de medios de
las Tesis, y su audiencia seleccionada tenían consecuencias similares a las que
estamos presenciando a día de hoy. Derrocarían toda la gestión existente de
los medios públicos: de alfabetización y literatura, artes visuales, ley,
arquitectura, ritual y el calendario, incluso el lenguaje tradicional de la Biblia,
y nuevas manos y mentes los reformarían. Se introducirían nuevas alternativas
en estas áreas, y se crearían nuevas legitimidades con la construcción de un
nuevo y (en muchas regiones) más accesible y colaborativo entorno de
comunicación.
Lutero como monje agustino trataba de moderar su ataque intentando separar la
causa y la gestión de la crisis (las indulgencias) del dirigente de la institución
(el papado). Una «indulgencia» originalmente remitía al castigo terrenal para
los pecados que habían sido perdonados. En tiempos de Lutero, el
procedimiento en ocasiones se corrompía al establecer el periodo de tiempo
por el que podría enviarse un alma a la casa a medio camino del purgatorio, el
reino donde los pecadores menores iban para ser purificados antes de entrar
en el Paraíso. El dueño del alma mortal podría asegurar dichas indulgencias
dudosas con la compra de cartas de perdón para pecados determinados, por
una cantidad prescripta por el juicio canónico (la ley de la Iglesia), llevado a
cabo por los oficiales del clero.
Lutero declaró que el clero sin escrúpulos estaba malinterpretando la
intención original: «con “la completa remisión de todas las penas” el papa no
quiere decir de hecho “de todas”, sino solo de aquellas impuestas por él
mismo». La Iglesia no trataba de gobernar sobre el más allá, solo sobre su
propio canon terrenal: fue esto lo que se había malinterpretado. Las Tesis
fueron un llamamiento para que el Papa corrigiese las cosas. Un año más
tarde, Lutero fue más lejos y dedicó todos sus escritos al Papa, sin buscar
destruir la Iglesia a la cual él pertenecía: «Tiene que enseñarse a los cristianos
que el Papa, en la concesión de indultos, necesita y por consiguiente desea
¡sus devotas oraciones para él más que el dinero que le traen!» (Lutero, 2008,
48).
Si el Papa conociese los abusos de los predicadores de indulgencias,
«preferiría que la Iglesia de san Pedro se redujese a cenizas antes que de se
construyera con la piel, la carne y los huesos de sus ovejas». Desde el papa
León X se buscaba el beneficio para construir una nueva basílica de San
Pedro, esta aseveración fue quizás menos aparente para los laicos, y
ciertamente indeseada para su Santidad. Devaluando los indultos se
devaluaban los medios que generaban una demanda para ellos: reliquias,
imágenes, relicarios y muchos de los rituales que los rodean. El mismo Lutero
decía:
[S]i los indultos, que se consideran algo liviano, se celebran con una campana, con
una sola procesión y ceremonia, entonces el Evangelio, que es lo más grande,
debería predicarse con centenares de campanas, centenares de procesiones y
centenares de ceremonias.
(Lutero, 2008, 55)
Fue cierto que los papas se unieron en alguna ocasión a aquellos que
vituperaban contra el abuso de las indulgencias, pero el papa León X no pudo
tolerar tales dudas expresadas de forma tan poderosa sobre sus derechos
divinos, y su impacto en el flujo de las ganancias de la Iglesia. Las Tesis
impactaron demasiado profundamente en la autoridad espiritual y terrenal del
catolicismo. En paréntesis, veremos que este error tuvo lugar en otros lugares.
Gandhi tampoco buscaba en su autobiografía —como veremos— abandonar el
Imperio británico, y dicho así, pero una vez más las autoridades fueron
incapaces de responder de forma imaginativa, y una vez más, como con Lutero,
se dejaron arrastrar por el poder de comunicación de un gran hombre y las
fuerzas sociales que había galvanizado.
Tampoco era el objetivo de Lutero derrocar la estructura social, aunque sus
argumentos presagiaban una relación más equitativa entre el sacerdote y los
laicos. Muy similar a Platón, Confucio y al-Farabi: «La ciudad de Lutero es un
dominio de paz y orden, no un reino donde los habitantes viven en una
comunidad en la que se supone que tienen que ser activos en la política y
participar en el gobierno» (Rublack, 1985, p. 19).
Nuevamente, sin embargo, la fuerza de su propia comunicación echó por tierra
esta limitación. La ciudad, que una vez más se contemplaba como la dinamo de
la polis, ya era un factor poderoso en Europa. Muchas ya eran en gran medida
autónomas, construyendo sus propias identidades y tradiciones, atrayendo a
los ambiciosos y de mentalidad independiente, y valoradas por los
gobernantes por sus ganancias y servicios. Las Tesis aceleraron esto al
cuestionar la conexión espiritual entre la autoridad cívica y religiosa: «Decir
que la cruz, engalanada con los escudos papales, que se creó [por los
predicadores de indulgencias], equivale a la Cruz de Cristo, es blasfemia»
(Lutero, 2008, 79). «Los obispos, curas y teólogos que permiten que este
discurso se difunda entre la gente, tendrán una cuenta que rendir» (Lutero,
2008, 80).
Una y otra vez, Lutero ataca la credibilidad del medio de comunicación
comúnmente utilizado por la autoridad religiosa, la carta de perdón. «Serán
condenados eternamente junto con sus maestros quienes creen asegurada su
salvación porque poseen cartas de perdón» (Lutero, 2008, 32). «Cada
representante cristiano verdaderamente tiene el derecho a la completa
remisión de sus penas y culpas, incluso sin cartas de perdón» (Lutero, 2008,
36). «Es más difícil, incluso para los teólogos más entusiastas, al mismo
tiempo elogiar la abundancia de los perdones y [la necesidad] del verdadero
remordimiento» (Lutero, 2008, 39). Y finalmente: «La seguridad de la
salvación por medio de las cartas de perdón es en vano, a pesar de que el
ecónomo, es más, a pesar de que el mismo papa, pusieran su propia alma
sobre ella» (Lutero, 2008, 52).
Lutero galvanizó las dudas de hace mucho tiempo y las concentró en su
persona. Se identificaron dos bandos: el opresor y el oprimido —uno que
creía y el otro que ponía en duda los perdones—. En el primero de ellos se
situaban aquellos cuya subsistencia amenazaba Lutero: una amplia audiencia
de personas laicas y de clérigos. Sus fortunas descansaban sobre la creencia
popular en el poder de sus medios visibles y tangibles. Esto era lo que Lutero
cuestionaba, ofreciendo en su lugar la posibilidad de una relación más
personal con Dios escrita y hablada en el lenguaje de su propio pueblo, con
menor necesidad de intermediarios.
Las reliquias, imágenes y otros materiales de comunicación desacreditados
por Lutero, además, en ocasiones eran donde la mayoría de la gente
encontraba a Dios con regularidad —las imágenes que colgaban alrededor de
sus hombros, o incrustadas en sus ropas, o colocadas en sus dedos—; los días
de fiesta donde las reliquias preciosas desfilaban en público, la promesa del
alivio del purgatorio a cambio de la compra de un documento que pocos de
ellos podía leer. Su ataque sobre tales métodos de la vida privada
inevitablemente levantó una reacción sustentada por la comunicación pública y
la fuerza de las armas.

3. Gestión de la ira
Lutero emplea otros métodos poderosos aún utilizados por la gestión efectiva
de los problemas: la repetición, la franqueza, la certeza y la simplicidad.
Nueve tesis de diez desde la cuarenta y dos y la cuarenta y cinco comienzan
con «A los cristianos se les debe enseñar» (en latín original, docendi sunt
christiani), por ejemplo, y cada una de las nueve, y otras, abordan la cuestión
con una franqueza, brevedad y simplicidad que es quizás rara cuando un
académico se decide a escribir. Obsérvese la traducción de la tesis cuarenta y
siete: «A los cristianos se les debe enseñar que la compra de perdones es una
cuestión de libre voluntad, y no de mandato» (Lutero, 2008, 47). Otra técnica
repetía el cuestionamiento asertivo, que Lutero presentaba como «el
cuestionamiento astuto de la laicidad» (Lutero, 2008, 80). Ocho de las noventa
y cinco tesis (de la ochenta y dos hasta la ochenta y nueve, ambas incluidas) se
presentan de forma consecutiva con un fuerte efecto. Por ejemplo, «Puesto que
el Papa, con sus perdones, busca la salvación de las almas más que el dinero,
¿por qué suspender las indulgencias y los perdones concedidos hasta el
momento, si tienen la misma eficacia?» (Lutero, 2008, 89). Lutero termina esta
ronda de preguntas con una afirmación: «Reprimir estos argumentos y recelos
de los laicos por la sola fuerza, y no resolverlos ofreciendo un razonamiento,
es exponer a la Iglesia y al Papa al ridículo de sus enemigos, y hacer infelices
a los cristianos» (Lutero, 2008, 90). Su reafirmación personal también se
expresa en las tres tesis que comienzan con «Decimos», para discutir los
argumentos contrarios, como en: «Decimos, por el contrario, que el perdón
papal tiene que ser capaz de eliminar el más leve de los pecados veniales,
hasta donde concierne su culpa» (Lutero, 2008, 76).
Finalmente, existe un «ellos» —otro bando, un bando descrito con suficiente
falta de claridad para que los adeptos de Lutero decidiesen por ellos mismos
quienes podrían ser «ellos »—. «Ellos» son, en general, un gran número entre
obispos, clérigos y perdonadores particularmente sacerdotales: personas
equivocadas que se sitúan entre la gente y el Papa, y corrompen la fe
vendiendo perdones engañosos, y —lo más inquietante para los compradores
— aquellos que creen que los perdones hacen algo bueno. Estos «ellos» serán
condenados eternamente, junto son sus maestros» (Lutero, 2008, 32); «no
predican ninguna doctrina cristina» (Lutero, 2008, 35); «son enemigos de
Cristo y del Papa, quien pide que la Palabra de Dios se silencie en algunas
iglesias, para que los perdones puedan ser predicados en otras» (Lutero, 2008,
53); «ahora alimento para las riquezas de los hombres» (Lutero, 2008, 66);
«permite a un hombre impío y a su enemigo comprar fuera del purgatorio el
alma pía de un amigo de Dios» (Lutero, 2008, 84).
Luego existe el «nosotros », la gente común, los laicos que hacían referencia a
quienes como hemos visto con anterioridad son engañados con la compra de
una relación con Dios por medio de los perdones, en lugar de buscarle a
través de su propia conciencia. La gente común que aparece en las Analectas,
La república y La ciudad ideal son objetos de discusión, análisis y
manipulación. Lutero adopta otro enfoque: se sitúa a él mismo junto a ellos, y
pone sus preocupaciones en el corazón de su causa, porque sus almas están en
peligro. «Se embauca a la gente con esa promesa indiscriminada y altisonante
de liberación del castigo» (Lutero, 2008, 24); no deben «pensar falsamente»
que los perdones se «prefieren a otras buenas obras de amor» (Lutero, 2008,
41); no se habla lo suficiente acerca de los «“tesoros de la Iglesia”, al margen
de los cuales el papa concede las indulgencias» (Lutero, 2008, 56);
erróneamente «ellos mismos creen en la seguridad de su salvación porque
poseen cartas de perdón» (Lutero, 2008, 32); «están obligados a salvaguardar
lo que sea necesario para sus propias familias, y en ningún caso derrocharlo
en perdones» (Lutero, 2008, 46). En palabras de Furey «su causa de esta
forma progresaba por encima de su oposición» (Furey, 2005, p. 476).
Aquí se encuentra otra de las amenazas comunes en la gestión de conflictos
potenciales, un alegato del incorrecto uso de los recursos preciosos. Lutero
condena este mal uso de la fe y el ritual, y del dinero. El dinero es un
«engatusador» de la gente empleado por los «vendedores ambulantes de
perdones» (Lutero, 2008, 51); se lleva a la gente a creer que las «almas vuelan
fuera del purgatorio» cuando de hecho «la ganancia y la avaricia» se
incrementan «en el momento en que los centavos tintinean en la bolsa de
dinero» (Lutero, 2008, 27 y 28). ¿Por qué el papa no utiliza su propio dinero
para construir San Pedro, «en lugar del dinero de los pobres creyentes»
(Lutero, 2008, 86)? La fe y el ritual quedan comprometidos porque como se
mencionó antes algunas iglesias hacían oídos sordos mientras en otras se
predicaban las indulgencias. El verdadero remordimiento se ve comprometido
por el mal uso de la oración y del ritual. Esto recuerda el deseo de Confucio
de restablecerlos como guías para la virtud, aunque Lutero desea
restablecerlos llevando a cabo acciones drásticas contra la autoridad, algo que
Confucio no recibiría con agrado. El enfoque radical de Lutero estaba
influenciado por el concepto de arrepentimiento individual, y la necesidad
para los individuos de perseguirlo, y de luchar contra sus demonios para
salvar sus almas: «El verdadero arrepentimiento busca y ama el castigo»
(Lutero, 2008, 40); nadie puede estar «seguro de que su propio
arrepentimiento es sincero» (Lutero, 2008, 30).
La brevedad, el lenguaje directo e influyente, las afirmaciones, las preguntas
directas, la repetición, la simplicidad, una opción clara a favor o en contra de
la elección, con el lado equivocado presentado como malo —y en caso de
Lutero, una blasfemia—. Se genera una fuerte relación popular con las
audiencias en masa, que se transporta a lo largo de Europa con la impresión,
el boca a boca y las rutas de transporte. Contiene todos los elementos
esenciales de la gestión de la campaña, incluyendo una conclusión resonante
en las tesis noventa y dos y noventa y tres, un Aux armes, citoyens y al menos
armes spirituelles, que es una síntesis simple, universal y dramática, y cuya
traducción necesita signos de exclamación y se asemeja a «¡HOMBRES
TRABAJADORES DE TODOS LOS PAÍSES, UNÍOS!» Al final del
Manifiesto comunista de Marx y Engels. (Marx y Engels, 1998, p. 77).

92 Lejos entonces, con todos aquellos profetas que dicen al pueblo de Cristo «Paz,
paz», y ¡no existe ninguna paz! (Lutero, 2008, 92).

93 Benditos sean todos aquellos profetas que dicen al pueblo de Cristo, «Cruz,
cruz», y ¡no existe ninguna cruz! (Lutero, 2008, 93).
Finalmente, Lutero presenta su alternativa, ser «diligente en el seguimiento de
Cristo» (Lutero, 2008, 94) por ellos mismos, y «ser confidente en entrar en el
cielo por medio de muchas tribulaciones» (Lutero, 2008, 95). Esta era la
posibilidad: una relación liberada con Dios sin la mediación de
intermediarios corruptos o distantes.
La comunicación de los problemas según Lutero tuvo el beneficio añadido de
ser la primera. Apareció en los albores de la revolución de la información con
la imprenta, y se catalizó para ayudar a incrementar la alfabetización: «El
hombre común, siempre curioso, deseaba conocer de qué trataban las
protestas. Él podría de hecho descubrir y entender por él mismo qué era
después de todo el argumento principal de la teología de Lutero» (Haile, 1976,
p. 817).
Al igual que con algunas organizaciones expuestas a un intenso criticismo
público a partir de los críticos públicos de hoy, filtradores y denunciantes
privados, las primeras respuestas de la Iglesia del siglo XVI fueron
defensivas, autoritarias, prescriptivas y amenazantes, y finalmente violentas —
como de hecho eran sus oponentes—. Debían aprender la idea de una nueva
contestación, una respuesta comunicada a los corazones y mentes utilizando
los medios de una forma diferente, y esto se expresó de una manera más
efectiva en la Contrarreforma, que se puso en marcha a mediados del siglo
XVI. Reconocía que el pueblo que Lutero había activado era una fuerza para la
comunicación que necesitaba una respuesta más reminiscente de los enfoques
conciliatorios y flexibles adoptados por la Iglesia miles de años atrás, durante
la conversión del norte de Europa. También era el reconocimiento de que unos
nuevos recursos poderosos de comunicación pública se habían difundido por
todo el continente, y posteriormente en otros lugares, y que esto afectaba a la
más organizada estructura de comunicación gestionada que la había precedido,
y en algunos casos la desacreditaba por completo. El tono de la comunicación
de Lutero adoptado en Las noventa y cinco tesis va más allá del ámbito de la
religión. Su impacto y el de sus seguidores son visibles en las relaciones
públicas seculares de hoy en día, en particular en las campañas sin ánimo de
lucro y en la gestión de conflictos potenciales. Como apunta Constance Furey
«Los insultos crueles que llenan los textos de los reformadores cristianos
pueden conmocionar incluso a un moderno lector hastiado» (Furey, 2005, p.
469). Se produjeron resultados en la comunicación inesperados e irónicos. La
separación que hacía Lutero de la Iglesia de la autoridad del Estado, y su
atractivo popular, presentaba sin duda al ateo gobierno de la Alemania
oriental una oportunidad de colaborar con la poderosa Iglesia luterana del
país, revisar su actitud oficial hacia Lutero, ofrecer una impresión de
tolerancia, fomentar el sentimiento nacional, y atraer turistas y divisas
extranjeras con la declaración del Año de Lutero en 1983 (Goeckel, 1984).
Aún el principal legado de la comunicación de Lutero es seguramente
desbloquear su dinamismo y turbulencia. Lutero planteaba nuevas
posibilidades violentas para el arte en evolución de la comunicación pública
gestionada. Junto con sus predecesores en estas páginas, situó la razón en el
centro de su argumentación, pero su estilo inflamatorio no podía contenerse.
«No fue un papa quien decretaba dispensas de los votos que podían
concederse» escribió más tarde, «pero un imbécil se cambió por un Papa, que
hizo esto decretativo; ¡así de atroz, sin sentido y ateo es esto! (Lutero, 1520, El
sacramento del Bautismo).
A lo largo de Europa los monjes abandonaron sus claustros, se ridiculizaron
los ritos sagrados, los evangélicos requisaron las iglesias, los predicadores
lanzaron sus críticas públicamente, se difundió la libertad de culto, pero no
siempre hubo tolerancia con otras formas de culto. Finalmente, Europa y
especialmente Alemania se inmiscuyeron en un conflicto armado, esporádico
al principio, pero que crecía hacia los horrores de la guerra de los Treinta
Años (1618-48) descrita por Dame Veronica Wedgewood en 1934 como «el
ejemplo más destacado de conflicto carente de sentido en la historia de
Europa» (Wedgwood, 1989, p. 526). La furia de Lutero no podía contenerse,
ni por la Iglesia, ni por el mismo Lutero. El tipo de comunicación que él
fomentaba arrebató la razón de sus manos y la transformó en pólvora.
Capítulo VI
La fuerza de la voluntad y la expansión de las RR.
PP. Carl von Clausewitz (1780–1831), De la Guerra
(1832–35)

1. Los fundamentos militares de la gestión de la


comunicación
Lutero desencadenó la Reforma, la Reforma inició la guerra de los Treinta
Años, la guerra de los Treinta Años finalizó con el tratado de Westfalia y con
el surgimiento de los estados nación, y el estado nación condujo a la
revolución, las guerras de conquista, la reacción nacionalista y a Carl von
Clausewitz. De la Guerra es un gran libro, y su amplitud y principal tema han
tenido muchas implicaciones para las relaciones públicas, así que es necesaria
una introducción.
En De la Guerra, Clausewitz expone nuevas fuerzas que requerían de la
comunicación pública gestionada. Y lo hizo en nombre del Estado establecido,
contra otros que utilizaban la comunicación para crear un Estado
revolucionario. Después de su muerte por cólera en 1831, su mujer y un grupo
de oficiales publicaron, entre 1832 y 1835, la obra en ocho volúmenes, tal
cual Clausewitz había previsto. El primer volumen estaba más o menos
completado, y los otros siete se organizaron con los papeles que había dejado.
De la Guerra no supuso un éxito inmediato. Se convirtió en lectura obligada
para los prusianos y más tarde para los oficiales alemanes, después recibió la
veneración de Helmuth von Moltke El Anciano (1800-891), que fue durante
treinta años jefe de Prusia y más tarde general alemán. Los oficiales del
Ejército imperial japonés se familiarizaron con el libro mientras recibían
adiestramiento en Alemania en la década de 1880, y aparecieron varias
traducciones japonesas que influenciaron a un ejército ya muy guiado por las
prácticas militares alemanas (Oki, 2011). Al finales del siglo XIX De la
Guerra disfrutó de una influencia política masiva en la era de la expansión
industrial e imperial, de igual forma que lo hizo su homólogo marítimo escrito
en 1890 por Mahan, La influencia del poder del mar sobre la historia, 1660-
1783. Fue un periodo en el que el cambio tecnológico y social generó ciertas
reflexiones profundas sobre la doctrina militar, y en particular sobre su
relación con la sociedad civil y política. Hoy, solo por esta razón, De la
Guerra no es una obra únicamente confinada para las audiencias militares, sin
embargo, el actual Ejército americano también manifiesta seguir los principios
de Clausewitz. Entre los estudiantes no militares de Clausewitzse se incluía
Lenin, quien le estudió en profundidad y le citó en sus escritos, entre ellos
«Socialismo y guerra», donde considera el más famoso dictamen de
Clausewitz «La guerra es meramente la continuación de la política por otros
medios». El mismo Clausewitz había escrito vívidamente sobre el tema,
diciendo: «La política es el vientre en donde se desarrolla la guerra»
(Clausewitz, 1993, p. 173).
Y más prosaicamente sobre las consecuencias: «El objeto político es la meta,
la guerra es el medio para alcanzarla, y los medios nunca pueden considerarse
de forma aislada de sus propósitos» (Clausewitz, 1993, p. 99).
Lenin respondió: «Marx siempre consideró correctamente esta posición, la
base teórica de las opiniones del significado de toda guerra acontecida. Marx
y Engels siempre miraban hacia las guerras individuales exactamente desde
esta visión» (Davis and Kohn, 1977, p. 193).
La influencia de De la Guerra sobre el principal líder de la Unión Soviética,
los ejércitos alemanes y japoneses, y las sociedades, y finalmente sobre la
Armada de EE. UU. —y posiblemente en su sociedad— es suficiente para
merecerse su inclusión aquí, muy al margen de su impacto en otros lugares.
¿Por qué? Porque Clausewitz toma los elementos necesarios y los explota con
la comunicación estratégica, y los sitúa en el centro de su doctrina. Haciendo
esto, ayudó a cambiar la relación del Estado con sus sujetos, en una forma que
incluso él no pudo anticipar, ya que sus adeptos posteriores mediaron la
comunicación entre ambos.
Una razón de la incapacidad de Clausewitz para evitar la comunicación reside
en su propia experiencia, y su opinión de que el papel de la política en la
guerra había cambiado en el transcurso de su vida. A finales del siglo XVII y
durante la mayor parte del siglo XVIII «la influencia que las personas
continuaban ejerciendo sobre la guerra, era una influencia indirecta —a través
de sus virtudes o defectos en general» (Clausewitz, 1993, libro octavo, p. 712)
—. La guerra quedó relegada a emplazar a los ejércitos profesionales pagados
con las arcas del Estado (Clausewitz, 1993, libro octavo, p. 713).
Detrás de sus fortalezas y posiciones, aseguradas por las relacionas dinásticas
complejas entre los estados, Clausewitz creía que los ejércitos «llegaron a
formar un Estado dentro de un Estado, en el que la violencia se desvanecía
gradualmente» (Clausewitz, 1993, libro octavo, p. 712), y los más grandes
entre los generales, como Federico el Grande o Gustavo Adolfo, tenían que
contentarse con éxitos limitados (Clausewitz, 1993, libro octavo, p. 714). Al
final del siglo XVIII, un Estado combatiente —como en tiempos de los
«tártaros » y «las repúblicas de la antigüedad» (Clausewitz, 1993, libro
octavo, p. 712)— de pronto necesitaba una vez más a su pueblo como parte
del esfuerzo de guerra. En la Francia revolucionaria «la guerra se convirtió en
el negocio del pueblo —un pueblo de treinta millones», quienes ahora eran
ciudadanos, no sujetos y «en lugar de gobiernos y ejércitos como hasta el
momento, el peso de la nación fue derribado por completo hacia el equilibrio
(Clausewitz, 1993, libro octavo, pp. 715–16)—, haciendo la guerra a una
mayor escala que los oponentes de Francia no fueron capaces de igualar en un
inicio (Clausewitz, 1993, libro octavo, p. 716).
Clausewitz fue testigo de cómo los ejércitos de ciudadanos franceses vencían
una y otra vez a los ejércitos profesionales de reyes y emperadores. En poco
tiempo, la guerra se convirtió de pronto en «una preocupación de los pueblos»
(Clausewitz, 1993, libro octavo, p. 716) de España, Rusia, Austria, los
estados de Alemania y Prusia, expandiendo el tamaño de sus ejércitos, su
teatro de operaciones y el capital implicado. Los pueblos ahora estaban
involucrados y «la guerra no estaba limitada por ninguna restricción
convencional» escribió Clausewitz, «se han independizado en toda su furia
elemental» (Clausewitz, 1993, libro octavo, p. 717). Claramente, la formación
profesional no era suficiente: la voluntad y los propósitos comunes, los
sentimientos de hostilidad entre naciones enteras serían esenciales en un futuro
conflicto armado, y esto también significaba añadir una perspectiva
sociopolítica a las operaciones militares:
Los teóricos son propensos a contemplar la lucha en lo abstracto como una prueba
de fortaleza sin que la emoción penetre en ella. Este es uno de los miles de errores
que ellos conscientemente cometen porque no tienen idea de las implicaciones.

(Clausewitz, 1993, libro segundo, p. 159)


«Las guerras modernas se combaten pocas veces sin el odio entre las
naciones» anotaba Clausewitz en el libro segundo, «esto sirve más o menos
como un sustituto para el odio entre los individuos» (Clausewitz, 1993, libro
segundo, p. 159). El «espíritu patriótico» de «sentimiento nacional» —
definido como «entusiasmo, fervor fanático, fe y temperamento general— de
las tropas» era uno de los cuatro «principales elementos morales» de la guerra
(Clausewitz, 1993, libro tercero, p. 218).
El editor de la edición inglesa de De la Guerra de 1909, utilizando la primera
traducción completa del coronel J. J. Graham en 1874, observó el peligro del
papel que los estados desempeñaban a la hora de desarrollar el mercado. «La
guerra entre grandes naciones es solo una cuestión de tiempo. Ninguna
conferencia de La Haya puede evitarlo» (Clausewitz y Maguire, 1909,
«Guerra entre grandes naciones»). Clausewitz consideraba las emociones
patrióticas como un activo vital, pero también una limitación; para la
subordinación de la política de estado era la única forma de «someter a la
razón» la «fuerza ciega natural» y «la trinidad paradójica» de «la violencia, el
odio y la enemistad primordiales» necesarios en la guerra (Clausewitz, 1993,
libro primero, p. 101). No podía contemplarse una guerra completamente
autónoma. Se libraría sin la razón o sin los límites impuestos por la política.
Al igual que Maquiavelo en El príncipe (1513), Clausewitz escribió sobre el
mundo como era, y no sobre cómo debería ser, al estilo de Platón y al-Farabi.
Una razón final del impacto de Clausewitz en la sociedad y en la
comunicación, aparte de la relación entre guerra y política, fue su idea sobre
la naturaleza dual de la guerra. En palabras de Peter Paret, un editor de la
edición de De la Guerra de 1993 para el lector común, Clausewitz concebía
dos tipos de conflicto, dependiendo del propósito detrás de ellos; «la guerra
se libraba con el objetivo de vencer por completo al enemigo» —de destruirle
o forzarle a aceptar los términos ofrecidos—; y la guerra sobre un territorio
específico para retenerlo como una conquista o utilizarlo como moneda de
cambio en las negociaciones de paz (Clausewitz, 1993, libro primero, p. 24).
Estos enfoques implicaban en la práctica un conocimiento táctico y
estratégico, y grados diferentes de intangibles: voluntad, liderazgo,
perseverancia, opinión pública, «el temperamento de la población del teatro
de la guerra» (Clausewitz, 1993, libro tercero, p. 216), pasión y otros que
examinamos aquí. Por ahora es suficiente con recordar que Clausewitz con
frecuencia los describió de forma colectiva en el capítulo tercero del libro
segundo como «moral»:
[L]os elementos morales se encuentran entre los más importantes en la guerra.
Constituyen el espíritu que penetra en la guerra como un todo, y que en una etapa
temprana establecen una afinidad cercana con la voluntad que mueve y conduce la
total fuerza de las masas, prácticamente fundiéndose con ella, ya que la voluntad es
en sí misma cuantía moral.

(Clausewitz, 1993, p. 216)


«Desafortunadamente» Clausewitz prosigue diciendo, «ellos no cederán el
paso al conocimiento académico» (Clausewitz, 1993, p. 216), pero «la
Historia proporciona una prueba más sólida de la importancia de los factores
morales» (Clausewitz, 1993, p. 217). Clausewitz decide examinar el tema «de
una manera incompleta e impresionista» (Clausewitz, 1993, p. 217), «para
indicar el espíritu en el cual se concibe el argumento de su libro» (Clausewitz,
1993, p. 217). Esa podría haber sido la intención, pero él (y sus editores
posteriores) regresan una y otra vez a la cuestión en cada uno de los ochos
volúmenes. Los factores morales salpican la obra, y en parte lo hacen como
oportunidades y problemas de percepción, porque la guerra posee orígenes
políticos y objetivos políticos, y un ejército debe derribar la fuerza moral de
su enemigo, que es inseparable de su resistencia material (Clausewitz, 1993,
p. 157).
La invasión, las operaciones que incrementan el sufrimiento del enemigo, y lo
más importante, el desgaste por la erosión (Clausewitz, 1993, libro primero,
p. 106) gradual de la fuerza física y moral a resistir del enemigo (Clausewitz,
1993, libro primero, p. 101) deben acabar con su esfuerzo. «Incluso una
victoria modesta» puede iniciar el proceso como una «carga eléctrica» al
sistema nervioso de las naciones derrotadas, generando dudas, desaliento y
resignación (Clausewitz, 1993, libro cuarto, p. 303).
El último punto de este preámbulo trata de recordarnos cómo una obra tan
cuidadosamente estructurada y razonada de forma cercana como De la Guerra
es en sí misma un origen para las turbulentas fuerzas emocionales que aquí se
discuten, y cómo refleja el periodo romántico que llevó a su fin las
racionalizaciones más frías de la Ilustración. Es poco probable que
Clausewitz se molestara por ello: su obra era una poderosa alternativa al
enfoque técnico, matemático e incluso geométrico de sus predecesores; el más
conocido de ellos fue el General Antoine-Henri Jomini, un suizo que sirvió a
Francia y (como Clausewitz) a Rusia. El enfoque de Clausewitz admitía y
recibía de buen agrado la turbulencia política, la oportunidad, los factores
morales mencionados con anterioridad, en particular en sus primeros cuatro
libros, en los cuales se establecieron muchos de sus principios generales.
Quizás un poco similar a al-Farabi, estructura con cuidado su libro desde lo
general a lo específico, o como él señaló, de «lo simple a lo complejo»
(Clausewitz, 1993, libro primero, p. 83).
Clausewitz abraza el Romanticismo en muchos sentidos, utilizando su energía
para rechazar o fortalecer muchos enfoques técnicos y altamente cuantitativos
de su tema. Uno no puede imaginar las estrategias de los antiguos regímenes de
Europa en la primera mitad del siglo XVIII, ni incluso aquellas durante la
guerra de los Treinta Años, escribiendo estas reflexiones, más empáticas con
Beethoven o Byron que con la visión tradicional de mando: «Debería
apuntarse entre paréntesis que las semillas de la sabiduría que van a dar sus
frutos en el intelecto se siembran menos por los estudios críticos y las
monografías aprendidas que por el conocimiento, las impresiones generales y
los destellos de intuición» (Clausewitz, 1993, p. 217).
No podría haber más de la antigua «filosofía espuria» que una batalla que
pudiera terminar una vez que se ha satisfecho el honor. Clausewitz hizo uso de
la era romántica en nombre del Estado y le otorgó su apasionada dirección,
intensidad, forma, propósito y lo que se ha probado con frecuencia ser una
terrible integridad.

2. Lo que la comunicación no es en De la Guerra


Este es un paréntesis, pero uno que debe insertarse aquí si deseamos entender
cómo Clausewitz entendía la relación entre los factores morales (o fuerza de
voluntad), los conflictos armados y la comunicación. «El comandante en jefe
no necesita un erudito historiador o un experto» («publicista» en la edición de
1909) (Clausewitz, 1993, libro segundo, p. 169) escribía Clausewitz, pero
«tiene que conocer el carácter, los hábitos de pensamiento y acción, y las
virtudes y defectos especiales» de sus tropas —él no necesita buscar la
publicidad personal, pero debe poseer un conocimiento de las personas
además de un conocimiento técnico—. Debe entender que sus soldados le
otorgan la habilidad para controlar las fuerzas morales que determinan su
efectividad.
Los comandantes han sido eruditos, o publicistas, antes y después de
Clausewitz. Julio César escribía libros en sus campañas militares. Napoleón
se publicitó a sí mismo en el Ejército de Francia y en Europa. Algunas de las
batallas en las que lucharon los aliados en la Segunda Guerra Mundial fueron
batallas de publicidad entre ellos: por ejemplo, el general Alexander (Reino
Unido) contra el general Clark (EE. UU.) en Italia. Montgomery, Patton y
MacArthur cultivaron los medios, sus ejércitos y naciones, con frecuencia con
sus propios equipos de RR. PP. La conexión entre autopublicidad y el énfasis
en los factores morales parece a pesar de ello haber escapado a Clausewitz.

3. Despertar la voluntad
En De la Guerra, la voluntad y los «factores morales» son las causas de la
comunicación, y analizaremos esto comenzado por el papel de la voluntad.
Para empezar, Clausewitz definía la guerra como «un acto de fuerza para
obligar al enemigo a realizar nuestra voluntad» (Clausewitz, 1993, libro
primero, p. 83). La fuerza de voluntad y la constancia permitirán que los
conflictos armados logren su objetivo (Clausewitz, 1993, libro tercero, p.
226).
Hoy este tipo de lenguaje nos resulta más familiar. En tiempos de Clausewitz
representaba un pensamiento fresco sobre las relaciones humanas con el arte,
la naturaleza, entre ambas, y la guerra. Es el producto de la revolución y el
romanticismo, fuerzas que Clausewitz empleó para sus teorías, una «gran
fuerza de voluntad que solo cede a regañadientes». La fuerza de voluntad es un
factor a la hora de decidir el impacto de una decisión militar en un estado de
tensión, y «se asemeja a la explosión de una mina cuidadosamente sellada»
(Clausewitz, 1993, libro tercero, p. 261).
El éxito de Francia y Rusia en resistir a la invasión y el espíritu nacional de
resistencia que despertó la dominación de Napoleón en Prusia demostraron la
potencia de la fuerza de voluntad, y su fortalecimiento unido al sentimiento
nacional. Los gobiernos sería estúpidos de no usar este recurso (Clausewitz,
1993, libro tercero, p. 258).
En este nuevo conflicto armado deben coordinarse las percepciones
nacionales: «Las pasiones que han de encenderse en la guerra deben ser ya
inherentes en las personas» (Clausewitz, 1993, libro primero, p. 101). La
voluntad es lo que dirige aquellas pasiones detrás de un objetivo político de
guerra. Los objetivos políticos «pueden obtener diversas reacciones de
distintas personas, e incluso de las mismas personas en diferentes épocas. Por
lo tanto, podemos tomar el objeto político como un estándar solo si pensamos
en la influencia que puede ejercer sobre las fuerzas que pretende movilizar»
(Clausewitz, 1993, libro primero, p. 90). Cuanto menor sea el objetivo, menor
será la pasión, las políticas y la voluntad requeridas por cada parte. En el otro
extremo «cuanto más poderosos e inspiradores sean los motivos de la guerra,
afectarán en mayor medida a las naciones beligerantes y a las tensiones más
violentas» (Clausewitz, 1993, libro primero, p. 99).
El choque de voluntades, por consiguiente, era un ingrediente esencial del
conflicto armado moderno. Nuestro esfuerzo y el poder de resistencia del
enemigo es «el producto de dos factores inseparables, concretamente, los
medios totales a su disposición y la fortaleza de su voluntad» (Clausewitz,
1993, libro primero, p. 86). La meta es acabar la guerra por medio de la
«parálisis de las fuerzas del enemigo y el control de su fuerza de voluntad»
(Clausewitz, 1993, libro cuarto, p. 270). La voluntad del enemigo podía
ponerse a prueba con diferentes actividades: resistencia prolongada,
esperando pasivamente al asalto del enemigo, desgaste, conquista del
territorio, destrucción de la fuerza militar, ocupación (véase por ejemplo
Clausewitz, 1993, libro primero, capítulo dos: «Propósitos y medios en la
guerra») y la «consideración del dominante» (pero no solo la única) de la
«aniquilación directa» (Clausewitz, 1993, libro cuarto, p. 270). La voluntad
era el objetivo, tanto como un terreno elevado o una fortaleza clave. ¿Cómo
tenía que derribarse la voluntad del enemigo?

4. «Factores morales» y comunicación gestionada


«Las [s]utilezas de lógica no motivan la voluntad humana» (Clausewitz, 1993,
libro primero, p. 87). Clausewitz creía que la voluntad podía entenderse y
predecirse (Clausewitz, 1993, libro primero, p. 87). Las claves de lo que
motivan o debilitan la voluntad son los «factores morales». Sir Michael
Howard nos recuerda que «Clausewitz estaba más preocupado por el análisis
y explicación de las diferencias» que de las similitudes entre las guerras de la
Revolución Francesa y el antiguo régimen (Howard, 1976, «Clausewitz
todavía era»). Debido a esas diferencias, como hemos visto, él creía que la
guerra «era al menos tanto una cuestión de factores políticos y morales como
de la experiencia militar (Howard, 1976, «La guerra en que insistía»).
Los factores morales y los factores políticos son inseparables, y la relación
entre ambos es de máxima importancia para comprender algunas de las
direcciones tomadas por la gestión de la comunicación. Lo que Clausewitz
describe como morales son las fuerzas que refuerzan o alteran la percepción.
La victoria requiere tres cosas: grandes pérdidas de material por parte del
enemigo, disminución de la moral y «su reconocimiento abierto de lo anterior
con el abandono de sus intenciones» (Clausewitz, 1993, libro cuarto, p. 277).
Un contribuyente vital del éxito, por ejemplo, es «la lástima y la humillación».
«Es el único elemento que afecta a la opinión pública fuera del ejército; que
impresiona a los pueblos y a los gobernantes de los dos bandos beligerantes y
de sus aliados» (Clausewitz, 1993, libro cuarto, p. 277). Después de las
guerras de la Revolución Francesa y de Napoleón, y las identidades
nacionales poderosas que despertaron y necesitaron, los intereses de la
derrota se planteaban desde los asuntos de la sucesión dinástica y los ajustes
territoriales de pueblos en ocasiones indiferentes al destino —en potencia—
del gobierno de una gran nación.
Howard muestra esto en los diarios guardados por los oficiales alemanes
durante la guerra franco-prusiana de 1870-71: «la nación francesa por
completo debe estar cansada de luchar»; «no hay una paz que no descuartice a
Francia y al gobierno francés»; «trata a los franceses como un ejército
conquistado y desmoralízalos hasta el máximo de nuestra habilidad» (Howard,
1961, p. 228). Más o menos consiguieron sus deseos, a pesar de la gran
precaución de Bismarck. De hecho el riesgo se había planteado, con ideas más
extremas sobre lo que la conquista debería significar, dando lugar a las luchas
totalitarias globales del siglo XX, los intensos conflictos locales entre los
estados modernos y la era nuclear. Estas son respuestas espantosas a las
preguntas de Clausewitz en el octavo y último volumen de De la Guerra:
¿Será esto siempre así? A partir de ahora, ¿se librará cada guerra en Europa con la
totalidad de los recursos del Estado, y por consiguiente tendrá que combatirse solo
sobre cuestiones mayores que afecten al pueblo? O, ¿veremos una separación
gradual entre gobierno y pueblo?

(Clausewitz, 1993, libro octavo, p. 717)


Una perspectiva más profunda sobre el papel de la comunicación aparece
cuando Clausewitz advierte al lector sobre los impactos no intencionados
sobre la voluntad nacional. Un abandono organizado y pacífico del campo de
batalla es por ejemplo difícil de distinguir tanto de un derrota como de una
maniobra, y «la impresión producida por lo primero, en los círculos militares
y civiles, no debería subestimarse» (Clausewitz, 1993, libro cuarto, p. 277).
Clausewitz era consciente de que la victoria era una oportunidad de
comunicación que debía aprovecharse, y si fuese necesario a expensas de la
exactitud: «Las explicaciones públicas de la batalla» generadas por el
vencedor «incluso si se adornan con unos pocos detalles añadidos, harán
percibir que la batalla es algo bastante evidente para el resto del mundo así
como que las causas eran más generales que particulares» (Clausewitz, 1993,
libro cuarto, p. 301). Los requerimientos para el cuidado de la comunicación
de estas situaciones se describen en la influyente Opinión pública (1922) de
Walter Lippmann, y sus comentarios sobre los esfuerzos cuidadosos del
Ejército francés para redactar un comunicado acerca de un crítico asalto
alemán en el asedio de Verdún en la Primera Guerra Mundial:
Dentro de pocas horas aquellas doscientas o trescientas palabras serían leídas en
todo el mundo. Perfilarían una imagen en las mentes de los hombres de lo que
estaba aconteciendo en las laderas de Verdún, y frente a esa imagen la gente se
entusiasmaría o decepcionaría. El tendero en Brest, el campesino en Lorena, el
diputado en el Palais-Bourbon, el editor en Ámsterdam o Minneapolis tenían que
mantener la esperanza, y sin embargo estar preparados para aceptar una posible
derrota sin ceder al pánico.

(Lippmann, 1997, p. 24)


Tales dilemas eran un resultado de la opinión de Clausewitz de que las guerras
modernas se luchaban entre los estados, entre las voluntades de los gobiernos
y los pueblos, así como entre los ejércitos. Si entonces los factores morales
eran mucho más esenciales para la guerra que en el pasado, de esta forma se
requiere cultivarlos por anticipado. Solo el «liderazgo osado» en guerra
contrarresta «la debilidad y el deseo de paz que envilecen a las personas en
tiempos de creciente prosperidad e incremento del comercio» (Clausewitz,
1993, libro tercero, p. 226). «Un pueblo y una nación» escribió Clausewitz
«solo pueden esperar una posición fuerte en el mundo si el carácter nacional y
la familiaridad con la guerra se fortalecen entre sí por la interacción continua»
(Clausewitz, 1993, libro tercero, p. 226).
Este objetivo conduce inevitablemente a una gestión intensa de las palabras,
las imágenes y los medios relacionados con el Estado antes y durante las
guerras para generar un «pseudoentorno» que capture una interpretación de los
hechos (Lippmann, 1997 edn, p. 24). El Alto Mando alemán de la Primera
Guerra Mundial creó la compañía cinematográfica UFA para producir
propaganda de guerra. El gobierno de EE. UU. creó el Comité de Información
Pública, o Creel Committee, para preparar y mantener la voluntad nacional
para la participación en la guerra. El Reino Unido creó una Oficina de
Propaganda de Guerra; los italianos un «Servicio P» después de la desastrosa
derrota de Caporetto en 1917. Adolf Hitler extrajo muchas de sus propias
opiniones sobre la propaganda de este conflicto, particularmente cuando los
aliados sufrieron fuertes derrotas: «La propaganda y la ingeniosa demagogia
que se utilizaban para golpear la fe en una victoria final ¡chocaban con los
corazones rotos de los frentes!» (Hitler, 1925, p. 188). Sin embargo, el Alto
Mando alemán había gestionado totalmente la voluntad nacional durante la
Primera Guerra Mundial. Cuando finalmente hizo un llamamiento para el
armisticio, debido a que el ejército estaba «al final de su atadura»: «Fue una
terrible conmoción para los políticos a quienes el máximo General nunca les
había ofrecido toda la verdad» (Lee, 2005, pp. 177–78).
Huw Strachan en la Primera Guerra Mundial se sitúa entre aquellos que
señalan la gestión continuada del factor moral después de la guerra al
encontrar un significado para la lucha que resonaba en la opinión pública:
«Cuando los británicos alzaron su Medalla de la Victoria como ejemplo para
todos aquellos que habían servido, ofrecieron una respuesta: “Para la
civilización”» (Strachan, 2005, «Cuando los británicos alzaron»). Al otro lado
del mundo, los soldados desconocidos fueron enterrados, se dedicaron
minutos de silencio y se erigieron cenotafios y monumentos locales. «El
monumento de mayor tamaño en Alemania, erigido en Tannenberg en 1927,
trompeteaba una victoria» (Strachan, 2005, « El monumento de mayor
tamaño»). En 1918 el nuevo socialista y canciller Francis Ebert había dado la
bienvenida al ejército alemán diciendo «Os saludo a vosotros que regresáis
invictos del campo de batalla» (Strachan, 2005, «Os saludo»). Las tropas
portaban coronas de laurel en sus cascos. Las nuevas fuerzas para la unidad se
habían liberado, los imperios y estados estaban colisionando en tierra, y la
voluntad nacional tenía que protegerse lo máximo posible. Sería necesario en
el futuro.

5. Guerra total, RR. PP. totales


[L]a mayoría de las cuestiones tratadas en este libro se componen en partes iguales
de causas y efectos físicos y morales. Uno podría decir que lo físico parece poco
más que la empuñadura de madera, mientras que los factores morales son el metal
precioso, la verdadera arma, la hoja finalmente afilada.

(Clausewitz, 1993, libro tercero, p. 24)


El efecto de Clausewitz en la comunicación con la sociedad ayuda a explicar
su continua relevancia. Con su escrito de 1955 sobre las guerras modernas de
la democracia, el coronel Edward M. Collins (USAAF), traductor de
Clausewitz, ofrece respuestas centradas en la comunicación a los interrogantes
de Clausewitz mencionados con anterioridad acerca del futuro de las guerras.
Como hasta el momento, Collins informó de que no había habido una
separación del gobierno con el pueblo en la guerra. Lo anterior aún necesitaba
de lo posterior: «los gobiernos autoritarios disponen ampliamente de un gran
poder para influenciar y controlar a sus ciudadanos; los gobiernos
democráticos poseen una medida de este poder» (Collins, 1955, p. 15).
El tratamiento de la emoción y la percepción que ofrece De la Guerra aún
tiene un significado para las guerras de Oriente Próximo, Afganistán o
Vietnam. Clausewitz se preocupaba de la ruptura de la moral del pueblo
enemigo: alcanzar una victoria para oprimir la voluntad del gobierno y del
pueblo enemigo —«un colapso repentino de las más ansiosas expectativas y
una completa demolición de la autoconfianza… Esto deja una vacío que se
llena con una corrosiva expansión del miedo, que completa la parálisis»
(Clausewitz, 1993, libro cuarto, p. 303)—.
Como también hemos visto, Clausewitz ofrece recomendaciones generales e
impresionistas para reforzar la voluntad popular, describiendo la necesidad
general o proporcionando problemas relacionados sin ofrecer soluciones de
comunicación. Por ejemplo: los compromisos (no necesariamente derrotas)
seguidos por las retiradas «pueden dar una muy mala impresión. No es posible
para un general en retirada anticipar el efecto moral al dar a conocer sus
intenciones» (Clausewitz, 1993, libro cuarto, p. 278).
Sin embargo, lo que él ofrece como impresiones generales y principios
rectores fueron suficientemente influyentes, debido a la enorme influencia en el
pensamiento militar que supuso De la Guerra. El énfasis de Clausewitz en los
factores morales nos lleva al surgimiento de estados altamente militarizados, a
ejércitos de ciudadanos aprovisionados por la fabricación en masa,
conducidos a la batalla por el transporte de masas. Los ciudadanos se motivan
con las ideas sobre el destino nacional manifiesto, un lugar en la gloria , el
revanchismo, la propaganda de masas y la doctrina de los principales
combatientes que hasta un nivel táctico enfatizaban la fuerza de voluntad como
cran (coraje) o élan. Desde la Primera Guerra Mundial hasta el presente, el
negocio de la guerra debe conservar la voluntad para luchar. La necesidad de
comunicar determinación y fuerza de voluntad es casi perpetuo, otro resultado
de la herencia de Clausewitz. Esto es obvio en la propaganda a gran escala,
controlada y presentada como noticias o entretenimiento, incrementando la
intolerancia a las alternativas, volatilizando la pasión popular y gestionando
con cuidado los problemas delicados (a menudo conocido como gestión de
conflictos potenciales en las RR. PP. modernas):
Habiendo creado en la mente pública una creencia de que el objetivo de la guerra es
preservar la nación y/o su forma de vida, los líderes políticos establecen sobre la
marcha corrientes que son incapaces de controlar. No pueden entonces representar
el motivo de la guerra en su verdadera luz política. Aún más, el estado de ánimo
emocional creado en el pueblo repercute en los líderes y tiende a hacer que su
actitud hacia la guerra corresponda con la imagen que ellos mismos han creado.

(Collins, 1955, p. 18)


Después de Clausewitz se vio que la gestión cercana de la comunicación
política era fundamental, pero esta dimensión política no necesariamente
preserva un papel para la razón en el conflicto armado, como él esperaba. La
conexión entre política y guerra se ha fortalecido desde que Clausewitz realizó
sus observaciones sobre las lecciones de guerra napoleónicas. Bajo las
presiones de tiempo, espacio y atención creadas por la tecnología de la
comunicación, la gestión de la emoción de ir a la guerra se destilaba en
simplificaciones —el bien contra el mal, cruzadas contra ideas peligrosas,
libertad contra tiranía—. Esto en ocasiones era primitivo, pero gracias a las
técnicas de presentación vívidas, acreditadas y dramáticas estos mensajes no
carecen de influencia incluso a día de hoy. Los primeros ejemplos de este
nuevo entendimiento fueron Moltke, y también el canciller Otto von Bismarck
famoso por preparar al pueblo alemán para la guerra en 1870 con la edición
del Telegrama Ems sobre una discusión entre el rey de Prusia y el embajador
de Francia, y con la liberación de una versión incendiaria a la prensa
internacional y a los gobiernos extranjeros, para provocar a los franceses y
desencadenar la guerra franco-prusiana que él veía como inevitable, en el
momento de su propia elección. Tuvo éxito. «Tanto en Berlín como en París
las multitudes emocionadas juntas gritaba “¡hacia el Rin!”» (Howard, 1961, p.
55).
El resultado para la comunicación fue una mayor gestión del sentimiento y la
espontaneidad por las organizaciones con mayores recursos de comunicación.
El resultado para la guerra fue que la comunicación gestionada prolongase el
poder de los políticos y los ejércitos. Muchas democracias han desarrollado
esto hasta el punto en que, de acuerdo con un estudio sociológico de gran
calado de De la Guerra: «la participación masiva de la ciudadanía significa
que a cierto nivel al menos los líderes políticos deben participar en el debate
público sobre los objetivos de la guerra» (Roxborough, 1994, p. 629).
También es verdad que la simple categorización de Clausewitz de «el pueblo»
era demasiado primitiva para su propio tiempo y ciertamente para el nuestro:
«El “pueblo” del mismo modo debe dejar de ser la masa homogénea
representada por Clausewitz, y reemplazarse en una sociología
neoclausewitzana por un recuento que se matiza en términos de clase,
organización, género, religión, región, edad, raza, etc.» (Roxborough, 1994, p.
631).
Esto parece ser lo que ocurrió. La comunicación pública de las actividades de
los gobiernos democráticos eran sensibles al matiz y pueden comprometer al
«pueblo» como un público objetivo en particular con los mensajes sobre la
unidad nacional o la defensa. Pueden conectar con, aislar, crear o estimular las
identidades del público de acuerdo con la necesidad o la creencia. La
explicación impresionista de Clausewitz del factor moral ha ayudado a crear
sociedades (algunas democráticas, algunas totalitarias) donde las opiniones
están más coordinadas y gestionadas que en ningún otro momento en la
historia. Lo que comenzó como una reacción a las emergencias nacionales
continúa en gran medida el resto del tiempo, en un mundo de perpetua
volatilidad. Probablemente su autor no esperaba este legado de De la Guerra.
Capítulo VII
RR. PP., investigación científica y misticismo
utópico. Karl Marx (1818–1883) y Frederick Engels
(1820–1895), El Manifiesto comunista (1848)

1. RR. PP. «híbridas»


El Manifiesto comunista fue el portavoz de una revolución mundial en la
comunicación pública gestionada, y un medio considerable por derecho
propio. Comprender su éxito en ambos aspectos implica el análisis del estilo y
el contenido híbrido del Manifiesto, en el que se aúnan las emociones
desatadas por la era romántica, la economía de la era industrial y el estudio y
análisis sociológico, y las pone a disposición de una causa. Esta unión de
datos, pasión y causa resultó en una forma de comunicación pública que
continúa aprovechándose en nuestros días.
El Manifiesto comunista inspiró parte de los materiales más dinámicos e
imaginativos de las RR. PP. siempre centrados en un único tema, y también
parte de los de mayor peso. Durante un corto periodo de tiempo la intensidad
del esfuerzo sobrepasó la cristiandad y el islam. Las organizaciones
propagaron los mensajes del Manifiesto con libros, panfletos, eslóganes,
películas, música, moda, periódicos y revistas, animaciones, pósteres,
deporte, aulas, arte, vajillas, novelas, ferias internacionales, muñecas rusas,
obras teatrales, arquitectura, ceremonias, trenes «agit» decorados que trajeron
gran parte de lo anterior a las comunidades rurales. Ejemplos de
personalidades como Rosa Luxemburg, Lenin, Stalin, o diseños como la hoz y
el martillo, y la «CCCP» se muestran hoy y son venerados por mucha gente
esperanzada mientras que símbolos de otras creencias totalitarias, casi igual
de crueles, no lo son. Esto no debería ser una sorpresa. El comunismo
perseguía la revolución, y la innovación y la euforia en comunicación se ven
siempre fortalecidas por esa embriagadora perspectiva, como lo habían sido
en la Reforma y en la Revolución Francesa. Los siglos XIX y XX fueron
intensamente revolucionarios. El Manifiesto comunista, las revoluciones de
1848, la Comuna de París de 1871, la Revolución de Octubre de 1917 en
Rusia, el triunfo de Mao en China y las luchas e insurgencias independentistas
de la década de 1960 celebraban y legitimaban enérgicamente la victoria que
Marx y Engels habían predicho. Al igual que Lutero (y varias comparaciones
con Las noventa y cinco tesis aparecen en este capítulo) un estilo persuasivo
atrajo a los simpatizantes de una gran audiencia que «no tenía nada que perder
salvo sus cadenas» (Marx y Engels, 1998, p. 77). Fue una llamada al
levantamiento, y bastante similar al espíritu de otros llamamientos realizados
en la era del Romanticismo. «¡ARMINIO!—todo el mundo se estremeció
como el rocío/incitados por la brisa—se levantaron, una Nación, en verdad»
(Wordsworth, 1807). «¡Sombras de los siervos! triunfan sobre tu enemigo:/
¡Grecia! cambia tus señores, tu estado es todavía el mismo;» (Byron, 1812,
Canto II, v LXXVI).
En tales ambientes de excitación se revitaliza el potencial de la comunicación
de casi cualquier objeto, básicamente expandiendo las posibilidades de
expresión de las RR. PP. a partir de la propaganda. Marx era consciente de
este término, aunque solo aparece en una ocasión en el Manifiesto, como una
crítica fugaz.
En términos de las RR. PP., el objetivo, el lenguaje y el ambiente de
comunicación del Manifiesto se sitúan en un nivel diferente de las obras
descritas aquí hasta el momento. Esta obra contempla a su audiencia desde una
nueva perspectiva, no desde las habituales estructuras sociales fijas aceptadas
por el pensamiento moderado e ilustrado, observadores temerosos de Dios.
Ello crea dos identidades colectivas y construye una con mensajes y medios
influyentes para ayudarles a tener el poder en sus propias manos con la
búsqueda de un objetivo común por medio de una serie de pasos que se podían
aplicar allí donde las condiciones eran adecuadas para la revolución. Este
acto de comunicación no depende solo de la pasión. También hace uso de los
métodos científicos de investigación y del argumento económico para
radicalizar la revolución industrial y las condiciones sociales que perfiló. El
impacto de este híbrido en la comunicación pública gestionada ha sido además
global, muy práctico y en determinadas épocas altamente efectivo.
Una razón para ello es que Marx y Engels deseaban que los lectores no solo
pensaran, sino que también sintieran, y lo hicieran de una forma enérgica. A
pesar de su razonamiento económico y sociológico, y de su crítica del
socialismo utópico, el Manifiesto predice otra utopía, pero construida sobre
un fundamento razonado científicamente, con una investigación económica y
social adherida al poderoso ataque de las condiciones sociales de modo
similar al libro primero de la Utopía de More (1516). Además expone sus
argumentos con cierto tono que evoca a Lutero en su momento de mayor
indignación y a Clausewitz en su obra más autorizada. El Manifiesto fue
escrito por dos hombres cercanos a los treinta años para la Liga Comunista
recién formada (y de corta vida), «fundada con el propósito de la educación y
la propaganda» (Schumpeter, 1949, p. 199). La obra pretende definir,
enfurecer y sobre todo derrocar, revolucionar y reconstruir la sociedad. Sus
representantes son los proletarios, aquellos trabajadores del mundo a quienes
se insta tan radicalmente a unirse al final del Manifiesto.
Las justificaciones materiales para ello podrían estudiarse con meticulosidad
—estrechamente basadas en el estudio de Engels de la industria del algodón y
las condiciones de vida en el sur de Lancashire en el Reino Unido—, pero en
su estilo el Manifiesto continúa siendo un descendiente de la era romántica y
de la agitación que suscitó el industrialismo: «Un fantasma recorre Europa: el
fantasma del comunismo» comienza (Marx y Engels, 1998, p. 33). No se trata
de un estudio mordaz de las condiciones sociales, y tampoco de una diatriba
pura, sino de una mezcla de ambos en torno a un objetivo vívido.
Se hace un llamamiento al proletariado en un estilo de exaltación similar. Ya
hemos visto que Lenin analizaba el interés de Marx en Clausewitz, y Marx y
Engels parecen haber adoptado uno de los dos tipos de conflicto armado
descrito en Sobre la guerra, aquel librado para «derrocar al enemigo» y
«dejarle políticamente indefenso y militarmente impotente» en lugar de una
guerra limitada a fines de negociación (Clausewitz, 1993, p. 77). Lenin
también sugiere que Marx coincidía con la tesis de que «la guerra no es más
que la continuación de la política por otros medios» (Clausewitz, 1993, p. 77).
En su contenido y estilo el Manifiesto comunista adapta esto a la guerra de la
política, y no necesariamente de la fuerza armada. Se utilizan los términos
militares para explicar las oportunidades políticas que han creado las nuevas
condiciones industriales:
Masas de obreros, hacinados en las fábricas, se organizan como soldados. Como
soldados rasos del ejército industrial se emplazan bajo el comandante de una
jerarquía perfecta de oficiales y sargentos. No solo son esclavos de la clase
burguesa, y del Estado burgués; están esclavizados por las máquinas todos los días y
todas las horas.

(Marx y Engels, 1998, p. 43)


La característica principal del Manifiesto es bien conocida por todos. Quizás
sus repercusiones para las RR. PP. no lo son tanto, pero son inseparables del
resto. Además de divisar una oportunidad política los autores que se
encuentran entre aquellos comentaristas alertan sobre cómo la
industrialización y la urbanización cambiaron de forma drástica las
perspectivas de la comunicación de la opinión a gran escala. Ahora no solo el
Estado la podía llevar a cabo; los movimientos empresariales y sociales
podían unirse a ella. De hecho, como anota Eric Hobsbaw, el libro apareció
en un momento en que el nacionalismo, el radicalismo, el liberalismo y la
agitación urbana parecían colisionar en una manifestación espectacular de la
fuerza de voluntad popular identificada por Clausewitz y conmemorada bajo
sus propias formas por poetas como Wordsworth, Byron o Heinrich Heine.
«Por suerte [el Manifiesto] salió a la calle solo una semana o dos antes del
estallido de las revoluciones de 1848, que se difundieron como un bosque en
llamas desde París por todo el continente europeo» (Hobsbawm en Marx y
Engels, 1998, p. 4).
El fracaso de 1848 y el exilio de Marx a Londres en 1849 fueron dos señales
temporales para el éxito del Manifiesto, aunque las nuevas ediciones
continuaron apareciendo y se aceleraron desde alrededor de 1871, motivadas
por el alzamiento y caída de la Comuna de París: «Durante los siguientes
cuarenta años el Manifiesto conquistó el mundo, impulsado por el surgimiento
de los nuevos partidos obreros (socialistas), en los cuales la influencia del
marxismo se incrementó con rapidez en la década de 1880» (Hobsbawm en
Marx y Engels, 1998, p. 6).
La Revolución Rusa de 1917 aseguró que el libro se convirtiese en «un
clásico político breve» (Hobsbawm en Marx y Engels, 1998, p. 10), estudiado
por activistas serios, académicos menos serios, estudiantes muy sufridos,
cuadros militares adoctrinados, trabajadores considerados que buscaban
explicaciones para su difícil situación y perspectivas, políticos en busca de
sus ideales, ideologías o simpatizantes. La obra planteó una increíble
perspectiva de un mundo donde la injusticia, la opresión e incluso la política
podía de hecho abolirse; cambió hasta la forma en que la gente hablaba entre
sí. Los amigos se convirtieron en camaradas, los trabajadores en
proletariado, las clases se inmovilizaron en las luchas . También explicaba
los pasos por los que el cambio se iba a producir, porque se iba a producir:
estaba escrito en las leyes de la historia. Esta creencia que inevitablemente
estaba demostrada científica y lógicamente era uno de los activos del
Manifiesto, a pesar de que los mismos autores habían lidiado con ese
pronóstico poco después de la publicación en 1848, cuando quedó claro que
habían «alcanzado conclusiones excesivamente pesimistas sobre las duras
condiciones económicas de la clase trabajadora y sobrestimado el potencial
de una revolución proletaria» (Boyer, 1998, p. 169).
La «equidad de la comunicación» del Manifiesto es un elemento que
discutiblemente excede el resto de las obras aquí estudiadas, si lo definimos
por el tamaño y la diversidad cultural del pueblo que lo inspiró, el atractivo
del mensaje que contiene, sus resultados y la amplitud del daño que ocasionó.
Aquellos resultados no han sido duraderos, al menos hasta el momento: pero
es una condición de todas las grandes obras que experimentan una
reinterpretación continua para un ajuste más fino —en ocasiones ultrafino— y
una reinvención, y el Manifiesto puede mostrar el mismo potencial adaptativo.
Su mensaje sigue incorporándose a la investigación intelectual, ha
influenciado e incluso controlado muchas disciplinas académicas (ofreciendo
a los investigadores una oportunidad de pronunciarse científicamente
impenetrable, una oportunidad objetiva y subjetiva al mismo tiempo) y ha
generado investigadores comprometidos en mantener vivo lo que ellos creen
que representa.

2. Racionalismo e irracionalismo en el Manifiesto


Marx y Engels proporcionaron una orientación a los descontentos. El
paralelismo con Lutero aparece de nuevo cuando recordamos que, al igual que
con la crítica a los abusos de la Iglesia, muchos distinguidos contemporáneos
del Manifiesto también protestaban enfurecidos contra la maquinaria
industrial, y buscaban líderes para arrebatar el entendimiento de su función. El
famoso ensayista Thomas Carlyle (1795-1881), por ejemplo, fue popular entre
la izquierda y la derecha. En 1875 se quejaba de que el pago en efectivo era
«el único nexo entre el hombre y el hombre» en la sociedad industrial
capitalista y obtuvo el apoyo de Engels (Engels, 1908, «El pago en efectivo se
transformó»). Las lecturas de Carlyle de 1840 sobre El Héroe, publicado en
1841 bajo el título de On Heroes, Hero-Worship and the Heroic in History, se
lamentaban:
[É]l, que no discernía otra cosa que el Mecanismo en el Universo, ha perdido de la
forma más fatídica el secreto del Universo por completo… La «doctrina de los
motivos» le enseñará que no es nada, más o menos disfrazada, salvo un mezquino
amor de placer, miedo al dolor; ese hambre de aplausos, de efectivo, de víveres
cualesquiera que sean, es el hecho último de la vida del hombre.

(Carlyle, 1908, p. 401)


Como Carlyle y otros poetas y ensayistas de este periodo, Marx y Engels
aceptaron la realidad del mecanismo, y la «doctrina de los motivos». A
diferencia de Carlyle creían que ello presagiaba una sociedad que estaría más
en armonía que la de Clausewitz con su opinión sobre el enfrentamiento eterno
de las voluntades nacionales; más igualitaria que la de Platón, Confucio y al-
Farabi con sus reyes filósofos; más comunal que la de Lutero con su defensa
de una relación personal con Dios. Estas ideas fueron suplantadas por una
perspectiva organizada, secular, racional, material, comunal —comunista— de
la condición humana, en cierto modo reminiscente de la sociedad cooperativa
de comerciantes y granjeros en la Utopía de More. No se aprecia ningún
rastro visible de lo divino. En el prólogo a la Contribución a la crítica de la
economía política (1859) Marx reitera el mensaje del Manifiesto. Las
relaciones políticas, jurídicas y económicas entre las personas se crean por la
«producción social de su existencia» o más específicamente «las relaciones de
producción» entre las personas (Marx, 1977, «En la producción social»).
Sin embargo, Marx no pudo ignorar por completo la tentación de lo irracional.
Identificó un elemento mucho menos racional, más espiritual, en la conexión
de la sociedad con el capitalismo: su fascinación por la mercancía —en este
caso los productos terminados—. Un producto «es algo muy extraño, con
abundantes sutilezas metafísicas y reticencias teológicas» (Marx, 1990, p.
163). Marx analizó esta relación, buscando desmitificarla con la exposición de
sus características mensurables y por consiguiente (para él) más sólidas y
potencialmente politizadas. En el volumen 1 de El capital (1867) dedica una
sección a «El fetichismo de la mercancía y su secreto». «La misteriosa
naturaleza de la forma de la mercancía» podía en realidad surgir de «las
características sociales del propio trabajo de los hombres como
características objetivas de los productos del trabajo en sí mismos» (Marx,
1990, pp. 164–65). Desafortunadamente la relación que tienen los objetos
terminados entre ellos afecta la relación entre el ojo admirador y el objeto y
transciende la «determinación cuantitativa de valor» (Marx, 1990, p. 164) a
favor de otros valores análogos al «vago reino de la religión». «Llamo a esto
el fetichismo, el cual se adhiere a los productos del trabajo tan pronto como
son producidos como mercancías, y es por tanto inseparable de la producción
de mercancías» (Marx, 1990, p. 165). Por esta razón explicó divertidamente
una gráfica completa:
[N]o solo se mantiene con sus pies en la tierra, sino que en relación al resto de
mercancías, se sitúa en su cabeza, y se produce al margen de sus grotescas ideas de
cerebro seco, bastante más maravilloso que si tuviese que comenzar a bailar en su
propia voluntad libre.

(Marx, 1990, p. 165)


Quizás no es un gran paso de este análisis comprobar que allí aflorarían
mediadores de esta relación fetichista entre objeto y consumidor, designada
por los capitalistas poco dispuestos a dejarla a su suerte, pero aquí no
hallamos nada de Marx sobre un sacerdocio de la publicidad, del marketing y
de la propaganda. Para él el fetichismo de la mercancía cesa cuando la
producción material «se convierte en la producción por parte de los hombres
libremente asociados, y se encuentra bajo su conocimiento y control
programados», y solo puede ocurrir cuando cambia la percepción popular:
«Las reflexiones religiosas del mundo real pueden, en todo caso, cuando las
relaciones prácticas de la vida diaria entre el hombre y el hombre, y el hombre
y la naturaleza, presentarse generalmente ante él de una forma transparente y
racional (Marx, 1990, p. 173).
Lo que es instructivo es analizar cómo Marx, Engels y sus sucesores
posteriores aplicaron las emociones influyentes detrás del «fetichismo» —una
vaga naturaleza religiosa— para otorgar encanto al contenido de su propio
producto terminado, el Manifiesto comunista. Veremos ahora cómo se
desarrolló esto.

3. Construir una identidad apasionada


Marx y Engels guiaron a dos audiencias hacia la existencia política,
concediéndoles una identidad, una vida económica y un propósito que sustentó
al comunismo durante un siglo y medio y que continúa siendo un poderoso
agente político y económico. Ello es especialmente interesante debido a las
cualidades fetichistas de las que su análisis se hace cargo, debido a las formas
imaginativas de diferentes medios que le dieron vida, y también porque las
mismas audiencias son de algún modo fluidas y difíciles de coaccionar en la
vida real. Este problema requería flexibilidad en la comunicación pública
gestionada y en las propuestas políticas, y un desacuerdo saludable —y en
ocasiones cruel y trágico— entre los comunistas. Las diferencias aportaron
vitalidad a la comunicación con las audiencias, lo cual finalmente se fosilizó
en los últimos años del gobierno comunista en la Europa del Este.
Marx había estudiado derecho romano. A partir de los censos romanos, en
particular aquellos realizados en el periodo de la República, identificó la
categoría social más baja del proletariado. La constituían personas con hijos,
pero con poca o ninguna propiedad, que se ganaban la vida con su trabajo en
la propiedad de otros. Eran los trabajadores sin tierra que se agolparon en
Roma hasta que en siglo segundo aC «la severidad de las condiciones de
guerra fracturaron temporalmente el modo de vida del proletariado con su
maíz barato y sus juegos» (McDonald, 1939, p. 143).
Esto fue la raíz de una parte mucho más sofisticada del análisis de la audiencia
que las anteriores distinciones entre la gente común y los reyes, o el rico y el
pobre, incluso cuando se convertían en plataformas de la política, por ejemplo
de la mano del futuro primer ministro tory Benjamin Disraeli. Su explicación
de las «dos naciones» —«LOS RICOS Y LOS POBRES»— fue un elemento
central en su novela política y romántica Sybil (Disraeli, 1980, p. 95), un
superventas que vio la luz en 1845, tres años antes de el Manifiesto
comunista.
La diferencia crucial con Disraeli era que el proletariado de Marx y Engels no
tenía que considerarse a sí mismo como pobre, como digno receptor de
caridad, o como individuos en busca de la superación personal, sino como un
colectivo orgulloso y poderoso, los gobernantes naturales de una sociedad
temporalmente libre de fronteras nacionales, liberados de las «nuevas
condiciones de opresión» (Marx y Engels, 1998, p. 35) que habían crecido a
causa de las sociedades premodernas más estratificadas. Eran una clase
fortalecida por el gran sistema industrial y comercial al que estaban
destinados a hacer desaparecer.
Se denomina al proletariado de forma inmediata en la primera sección del
Manifiesto, como una identidad distinta y vital merecedora de una atención
cercana. Es un contraste interesante con los papeles que las audiencias
populares desempeñan en la mayoría de las obras analizadas con anterioridad
y que gozaban de apoyo. En el Manifiesto comunista, ellos son los dueños y
beneficiarios de la idea principal. El principio organizador para la sociedad
(aparentemente) procede directamente de ellos, no del cielo (o de una persona
o grupo más perfecto) hacia ellos.
El proletariado cumple con las condiciones de cualquier público objetivo,
incluido aquel identificado por Lutero. Para empezar, tiene un adversario
arraigado, al igual que los ciudadanos temerosos de Dios. El Manifiesto
explica en la primera sección que «dos grandes campamentos hostiles», «dos
grandes clases, se enfrentan directamente la una a la otra: burguesía y
proletariado» (Marx y Engels, 1998, p. 35). La burguesía es «el producto de
una larga trayectoria de desarrollo, de una serie de revoluciones en el modo
de producción y del intercambio». Conforme se desarrolló y aprovechó los
cambios en la comunicación, la fabricación y el comercio, subvirtió los
antiguos órdenes de gobierno y de identidad y los sustituyó por «ningún otro
nexo entre el hombre y el hombre que el vacío egoísmo, el despiadado pago en
efectivo» (Marx y Engels, 1998, p. 37). Las relaciones familiares se
transformaron en relaciones de dinero; las profesiones así como los
trabajadores se convirtieron en «sus obreros asalariados» (Marx y Engels,
1998, pp. 37–38). «El ejecutivo del estado moderno es un comité para la
gestión de los asuntos comunes de toda la burguesía» (Marx y Engels, 1998, p.
37), quien además ha «sometido al país al gobierno de los pueblos» (Marx y
Engels, 1998, p. 40), «creado enormes ciudades… y así [ha] rescatado una
considerable parte de la población de la estupidez de la vida rural» (Marx y
Engels, 1998, p. 40). Y como con el país, la burguesía «ha creado países
bárbaros y semibárbaros dependientes de los países civilizados» (Marx y
Engels, 1998, p. 40).
Marx y Engels describen el impacto de este grupo preocupado, creativamente
destructivo con un estilo apocalíptico que Lutero habría reconocido, y quizás
también nosotros que somos testigos de la fermentación de la tecnología
moderna:
Todas las relaciones inamovibles y de rápida congelación, con su séquito de
prejuicios y opiniones veneradas durante siglos, quedan rotas, todas las recién
formadas se convierten en anticuadas antes de que puedan osificarse. Todo lo sólido
se desvanece en el aire, todo lo sagrado se profana y el hombre se ve por fin
obligado a enfrentarse con los sentimientos sobrios, sus verdaderas condiciones de
vida, y sus relaciones con sus semejantes.

(Marx y Engels, 1998, pp. 38–39)


Bajo su tendencia, la cultura «es, para la inmensa mayoría, una mera
formación para actuar como una máquina» (Marx y Engels, 1998, p. 55); la
familia burguesa «encuentra su complemento en la ausencia práctica de la
familia entre el proletariado, y en la prostitución pública» (Marx y Engels,
1998, p. 56); las mujeres son «meros instrumentos de producción» (Marx y
Engels, 1998, p. 57); el matrimonio burgués «es en realidad un sistema de
esposas en común» (Marx y Engels, 1998, p. 57).
Las violentas fluctuaciones económicas («crisis comerciales») que Marx y
Engels observaban a su alrededor parecían una prueba de que la burguesía «es
como el mago, que no es capaz de controlar por más tiempo los poderes del
inframundo convocados por sus conjuros» (Marx y Engels, 1998, p. 41), y
cada crisis amenazaba el futuro de la sociedad burguesa: «Las armas con las
que la burguesía derribó al feudalismo se están volviendo en su propia contra»
(Marx y Engels, 1998, p. 42). En otras palabras, aún más condenatorias: «Su
existencia no es por más tiempo compatible con la sociedad… Lo que la
burguesía, por tanto, produce, sobre todo, es sus propios sepultureros. Su
caída y la victoria del proletariado son igualmente inevitables» (Marx y
Engels, 1998, p. 50).

4. Activar la audiencia
Crear dos bandos y «enfocar» uno de ellos como un enemigo introduce otra
dimensión militar en la comunicación del Manifiesto. Un propósito llegará
cuando la guerra civil velada entre las clases «estalle en una revolución
abierta, y donde el violento derrocamiento de la burguesía prepare las bases
para la influencia del proletariado» (Marx y Engels, 1998, p. 49). «El
derrocamiento de la supremacía de la burguesía» no puede lograrse sin que el
«proletariado se forme en una clase»; una clase que además esté organizada,
disciplinada y unificada (Marx y Engels, 1998, p. 51).
La burguesía llevó al proletariado a una existencia activa como «una clase
realmente revolucionaria» preparada para destituir al opresor. El proletariado
se compone de asalariados y del «estrato más bajo de la clase media —los
pequeños comerciantes, tenderos, comerciantes jubilados en general, artesanos
y campesinos» (Marx y Engels, 1998, p. 44), y otros conducidos
continuamente a este rango por los cambios de la producción. El capital de
este grupo es demasiado pequeño para competir con la moderna burguesía, en
especial después de la desaparición de los gremios medievales que protegían
a muchos de ellos. Esta «masa incoherente» (Marx y Engels, 1998, p. 45),
hasta el momento dispersa y desorganizada, pero ahora más urbanizada y
grande, heredaría su legado político.
La siguiente labor de Marx y Engels, después de identificar al proletariado y
conformar una personalidad para su enemigo común, fue conseguir que el
proletariado aceptase su identidad y poder, porque «con el desarrollo de la
industria el proletariado no solo aumenta en número; se concentra en masas
mayores, crece su fortaleza y dicha fuerza se hace sentir más» (Marx y Engels,
1998, p. 45).
Con la audiencia identificada, y su audiencia «enemigo», a los autores solo les
faltaba describir los pasos por los que la primera vencería a la segunda: «El
proletariado, el estrato más bajo de nuestra sociedad actual, no puede
moverse, no puede alzarse, sin que todos los estratos imperativos de la
sociedad oficial salten por los aires» (Marx y Engels, 1998, p. 49). Ocasionar
dicho acontecimiento, argumentaban, debe necesariamente implicar al verbo y
al nombre, convenientemente ambiguos, «luchar/lucha», al menos ambiguo
«revolución», y de forma ocasional la palabra totalmente inequívoca «guerra»
y posiblemente la necesidad anteriormente mencionada de «violencia», y
sobre todo «lucha».
«Luchar», «lucha», «derrocamiento» eran necesarios porque los «comunistas
de todas partes apoyan cada movimiento revolucionario contra el orden social
y político existente». Los comunistas «declaran que sus fines solo pueden
alcanzarse a través del derrocamiento por la fuerza de todas las condiciones
existentes» (Marx y Engels, 1998, p. 77), la «conquista del poder político»
(Marx y Engels, 1998, p. 51).

5. Soñar con el objetivo


Un plan así de ambicioso no puede tener éxito sin un esfuerzo considerable de
comunicación que asegure que la nueva audiencia está totalmente
comprometida con la identidad diseñada para ella, y con la lógica que fluye de
la pertenencia. Otras panaceas alternativas de la izquierda fueron ampliamente
criticadas en la sección tercera del Manifiesto como «socialismo
reaccionario» integrado por el «socialismo feudal», «socialismo de la
pequeña burguesía» («una miserable adaptación de los conservadores»),
«socialismo alemán o «verdadero» («infame y enervante»); «socialismo
conservador o burgués» y «socialismo utópico crítico» («forzado a apelar a
los sentimientos y al bolsillo de la burguesía»).
Disciplina y persuasión fueron dos elementos críticos para concentrar la
voluntad y el acuerdo común para los métodos y objetivos radicales del
Manifiesto, los cuales «no podían llevarse a cabo si no era por los medios de
la intrusión despótica en los derechos de la propiedad, y en las condiciones de
la producción burguesa» (Marx y Engels, 1998, p. 60). Marx y Engels
ofrecieron un programa cooperativo y severamente secular: abolición de la
propiedad, impuesto progresivo de la renta, abolición del impuesto de
sucesión, «confiscación de la propiedad de todos los emigrantes y rebeldes»
(Marx y Engels, 1998, p. 61), control estatal del crédito por parte de un banco
nacional, centralización estatal de la comunicación y del transporte, propiedad
estatal de las fábricas y de la tierra sobrante, todo ello sujeto a los
trabajadores y a la «creación de ejércitos industriales, especialmente para la
agricultura», una distribución de la población (presumiblemente forzada) «más
igualitaria», educación gratuita y abolición del trabajo infantil (Marx y Engels,
1998, p. 61).
¿Qué tipo de sociedad crearía esto? Una en la que «las distinciones de clase
desaparecerían» en una «asociación de toda la nación» (Marx y Engels, 1998,
p. 61). Marx y Engels evidentemente percibían que el cambio debía lograrse
nación a nación, ya que las condiciones para la revolución existían en mayor
medida en algunas naciones —como Alemania— que en otras. Sin embargo,
las luchas nacionales en diferentes países «llevan a primer plano los intereses
comunes de todo el proletariado, independientemente de toda nacionalidad»
(Marx y Engels, 1998, p. 51).
La comunicación pública gestionada es donde la naturaleza utópica del
Manifiesto se identifica aún más estrechamente con la mancomunidad
imaginada por Sir Thomas More. En su Utopía la crítica del sistema ya no es
necesaria. Bajo las nuevas condiciones colectivas del comunismo, «el poder
público perderá su carácter político»: «El poder político, propiamente dicho,
es meramente el poder organizado de una clase para oprimir a otra» (Marx y
Engels, 1998, p. 61).
Después de la revolución las clases ya no pueden existir. La burguesía ha sido
destruida, y el proletariado ya no está «obligado, por la fuerza de las
circunstancias, a organizarse como una clase» (Marx y Engels, 1998, p. 61).
Poniendo fin al antagonismo de clases con la eliminación de la oposición
también se llega al fin de las condiciones para las «clases en general» y el
proletariado, habiendo hecho su trabajo «habrá abolido por consiguiente su
propia supremacía como clase» a favor de «una asociación, en la que el libre
desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de todos»
(Marx y Engels, 1998, p. 62). El libro de Engels de 1878, Socialismo:
Utópico y Científico (extraído de un polémico escrito más extenso de 1875)
no muestra más detalles, a pesar de tener casi treinta años más para
reflexionar sobre ello; dice vagamente que al apoderarse de los medios de
producción «se le otorga su carácter socializado de libertad total para que se
solucione por sí mismo», lo que sugiere que el carácter final de este proceso
no podía aún adivinarse (Engels, 1908, «Por este acto»).
Los detalles del futuro Estado comunista no reciben apenas atención en el
Manifiesto, el cual se preocupa de cómo llegar a él y de la visión romántica
de la promesa que sostiene. Treinta años de Socialismo: Utópico y Científico
solo ofrecen más de lo mismo: «El hombre, por fin dueño de su propia forma
de organización social, se convierte al mismo tiempo en el señor de la
Naturaleza, su propio dueño, libre». Es sin embargo significativamente
evidente, que una concentración masiva de poder debe descansar en el Estado
como representante del pueblo; el poder está más concentrado porque existen
más recursos de control que en los estados imaginados por al-Farabi, Platón y
Confucio. Dicho control se intensifica con el poder de comunicación,
fabricación y transporte que el Estado tendrá a su disposición. Tampoco está
claro cómo la mayoría será representada en un gobierno que debe ser
gestionado inevitablemente por unos pocos representantes: ¿quiénes serían?,
¿cómo ejercerían un poder que se quiere que haya perdido su «naturaleza
política»? Y lo más relevante para nosotros, ¿qué habrá que comunicar en un
vacío político?, ¿creará el comunismo un Estado de pequeñas comunidades y
una comunicación local, como en el libro de More? O, ¿será un Estado en el
cual la doctrina del comunismo se replantea continuamente en cada etapa de la
vida y pasa de los líderes a la versión secular de al-Farabi? Una de las
mayores omisiones del Manifiesto es no explicar la comunicación necesaria
en un Estado donde las diferencias sociales, la propiedad privada y la política
han sido abolidas. Presumiblemente sus autores percibían que la gestión
masiva de la comunicación desaparecería también, porque surgiría un
consenso cooperativo que la haría innecesaria. Algunos pensadores aquí
analizados cometieron el mismo error.
La omisión, sin embargo, contribuye a la peculiaridad de la comunicación
revolucionaria: una energía incansable para inspirar, educar y mostrar a las
audiencias objetivo lo que deben hacer para dar lugar al comunismo; sin
embargo, una creciente falta de imaginación, la repetición obsoleta y la
desvinculación de las aspiraciones de las audiencias objetivo una vez que se
ha establecido de forma segura. Era una comunicación inspiradora para atacar
el sistema, pero perdió su mensaje cuando se reemplazó el antiguo sistema. No
obstante, la comunicación tenía que continuar porque el comunismo, como
resultó, no condujo a la abolición de la política. Un partido político llegaba al
poder en los estados comunistas sin sentirse preparado en ningún momento
para renunciar a sus privilegios o abolirlos. Para permanecer en el poder se
recurrió a las técnicas platónicas y confucianas: decidir qué literatura y poesía
no eran adecuadas, manejar el arte, el lenguaje de los ritos, e idear nuevas
ceremonias. Se cambiaron los nombres de los asentamientos y del panorama
político-social. La energía ininterrumpida del calendario se empleaba para
crear nuevos momentos rituales durante el año para sustituir a los antiguos. La
música fue tan importante para los primeros estados comunistas como lo fue
para Platón. Lenin, Stalin, Mao (y otros) «pronto comenzaron con el control de
la música “negativa” y de aquellos que la enseñaban y la producían». Como
era de esperar, la propaganda se convirtió en una de las armas más poderosas
del gobierno, ya que influenciaba las actividades de otros instrumentos.
Después del triunfo comunista en China, por ejemplo, el Departamento de
Propaganda del Estado en la década de 1950 controlaba «las actividades
culturales y literarias de la nación, y además establecía sus agendas» (Hung,
2005, p. 923).
En la URSS y en varios otros estados comunistas los fundadores eran
recordados como reyes-filósofos, y finalmente eran embalsamados y/o
consagrados para continuar su obra: Lenin en la plaza Roja, Mao en la plaza
de Tiananmén, el búlgaro Georgi Dimitrov en la plaza del Nueve de
Septiembre, el norcoreano Kim Il-Sung en el Palacio del Sol.
El vigor y la atracción en la comunicación pública gestionada del comunismo
residen en el periodo de «lucha» descrito por el Manifiesto. Marx era
consciente del término «propaganda» como una actividad motivacional
conducida por ambas partes, mientras se asume la versión comunista operada
a un nivel más alto, por la virtud de su perfección. En el volumen 1 de El
capital Marx critica el ruinoso impacto de «la propaganda de comercio libre
en el interés inglés» en Turquía (Marx, 1990, p. 912), y la aplica
peyorativamente a un rival activista socialista al tomar prestadas las ideas de
Marx sin un conocimiento general (Marx, 1990, p. 89–90). De forma
alternativa, en un ensayo anterior, profundizó sobre el mayor potencial de la
propaganda, como algo que podía aplicarse tanto directa como indirectamente:
Cuando los trabajadores comunistas se reúnen, su objetivo inmediato es la
instrucción, la propaganda, etc. Pero al mismo tiempo adquieren una nueva
necesidad —la necesidad de la sociedad— y lo que aparece como un medio se
convierte en un fin. Este desarrollo práctico puede observarse de modo más
impresionante en las reuniones de los trabajadores socialistas de Francia. Fumar,
comer y beber, etc. ya no son medios para crear vínculos entre la gente. Compañía,
asociación, conversación, que a su vez son la meta de la sociedad, son suficiente
para ellos.

(Marx, 1992, Manuscritos económicos y políticos)

6. Comunicar la lucha y sus limitaciones


La estructura y el estilo internos del Manifiesto, y su visión radical, llevan a
una gestión más estrecha de un mensaje coordinado por las organizaciones
centrales con un increíble despliegue de medios. A diario las cosas materiales
como el martillo, la hoz o la gavilla de trigo podían convertirse en elementos
de comunicación, algo de lo que Gandhi también se daría cuenta. Era una
comunicación guiada por la fuerza de la creencia popular, un tema unificado, y
las pasiones que muchos (hubo excepciones) negocios y gobiernos
tradicionales no pudieron evocar con la carencia de la ventaja de las borrosas
promesas utópicas. Se convirtió en todo sentimiento y forma de los medios,
«el arte a las órdenes de la doctrina» (Perris, 1983, p. 1). Bernays señaló el
impacto del Manifiesto en la opinión pública. En 1952 avisaba de que «para
combatir el comunismo, las técnicas de las relaciones públicas del partido
comunista debían recibir el estudio minucioso de todos aquellos interesados
en preservar la democracia» (Bernays, 1980, «At the outbreak of»).
El tono y las técnicas utilizados en el Manifiesto inciden aún más
profundamente. Sus mensajes dispararon la idea romántica de que la lucha era
un fin en sí misma. La lucha excitaba el alma, encarnaba lo que tenía la
intención de estar vivo e inyectaba una energía infatigable al noble propósito.
Era una comunicación de la certeza, de una sola causa, organizando nuevos
medios y mensajes detrás de un principio. Este legado toma valor hoy en las
campañas populares de un solo problema, e incluso algunas corporaciones
ofrecen variaciones creativas sobre las certezas de la fe comercial. Pero, ¿qué
hay que hacer o decir una vez que la causa es victoriosa, y se ha establecido e
institucionalizado? El silencio sobre esta cuestión es el gran fallo de
comunicación del Manifiesto.
Capítulo VIII
Protegerse contra el puffing. John Stuart Mill
(1806–73), Sobre la libertad (1859)

1. Publicidad para la mayoría, por la mayoría


Sobre la libertad, al igual que Las noventa y cinco tesis y el Manifiesto
comunista, ha perfilado las ideas sobre la libertad. Podemos encontrar
admiradores en torno al espectro político. El Partido Demócrata Liberal del
Reino Unido reivindica al propio autor. En 2009 el Grupo de Historia
Demócrata Liberal votó a Mill como el más gran liberal británico de la
historia después de un debate (Grupo de Historia Demócrata Liberal, 2009).
Cada presidente entrante del partido se presenta con una copia de Sobre la
libertad. En otro lugar, el liberal clásico Friedrich von Hayek veneró el «gran
ensayo»(Hayek, 2007, «It overlooks the») de Mill en El camino hacia la
servidumbre, aunque habría tenido poca compasión con los demócratas
liberales, especialmente cuando le molestaba la apropiación por parte de la
izquierda del término «liberal», moviéndose de un liberalismo clásico hacia el
estatismo, confundiendo deliberadamente el significado para ganar ventaja
política. Gertrude Himmelfarb, historiador de la Inglaterra victoriana, y un
conservador más tradicional, escribió sobre el «Otro Mill»: «Él nos ha
mostrado que un liberal no puede ser completamente un liberal, pero en
ocasiones debe ser un mejor tory que los propios tories» (Himmelfarb, 2006,
p. 120). El propio Mill, un creyente tanto del liberalismo económico como del
social, empleó tres términos en el parlamento comprometidos con la «defensa
del liberalismo avanzado» (Mill, 1981, «The same idea»). Además una vez en
su vida se describió a sí mismo como un «socialista» durante un largo periodo
a la anterior versión oficial británica de compromiso para nacionalizar los
medios de producción (Mill, 1981, «I then reckoned chimerical»).
¿Qué atrae a sus diversos admiradores? El editor de la edición de 2007 de El
camino hacia la servidumbre de la Universidad de Chicago opinaba que
Sobre la libertad «defendía la libertad del individuo a pesar del control
político y social». Esta visión es correcta y apoyada por muchas de las
opiniones de Mill sobre la libertad de expresión, lo que también significaba
libertad de censura. Las libertades que Mill deseaba manaban de las ruinas de
la antigua comunicación pública gestionada, que había aparecido en las
anteriores obras aquí estudiadas:

Las comunidades de la antigüedad se creían ellas mismas con derecho a practicar, y


los filósofos de antaño lo consintieron, la regulación de toda parte de la conducta
privada por medio de la autoridad pública, en el lugar en que el Estado tenía un
profundo interés en la total disciplina corporal y mental de cada uno de sus
ciudadanos.

(Mill, 1977b, «The ancient commonwealths»)


¿Qué diferencia a Sobre la libertad, no solo de Confucio, Platón o al-Farabi
sino de Marx, Engels y Clausewitz? Marx y Engels habían identificado al
proletariado como el producto de unas condiciones industriales modernas. En
los ensayos, artículos y posterior libro Utilitarismo de Mill, el principal punto
era que aquellas condiciones permitían «la formación y propagación de una
opinión pública» (Mill, 1985, «In the ancient»). «En política es casi una
trivialidad decir que la opinión pública ahora gobierna el mundo» declaró
(Mill, 1977b, «In sober truth»); comentando «el completo establecimiento, en
este y en otros países libres, de la procedencia de la opinión pública en el
Estado» (Mill, 1977b, «A more powerful»). Por esa razón —a pesar de ello
un triunfo para la libertad— Mill temía que la opinión pública se estuviese
estandarizando al ser comunicada por los medios de masas y recibida sin
sentido crítico, generando una nación donde «deja de ser un apoyo social para
la inconformidad» (Mill, 1977b, «A more powerful»).
Es la primera obra estudiada aquí después de Lutero que conecta la libertad
individual con la comunicación pública. Manifiesta que la misma
comunicación pública es libertad, o al menos está íntimamente vinculada con
ella, y debe estar disponible para todos. Mill intentó equilibrar las
necesidades de libertad de expresión con los derechos de las minorías y
desviar una inminente amenaza para la libertad en la era del crecimiento de la
democracia y de una presión popular: «La disposición de la humanidad, ya sea
como gobernantes o como conciudadanos, para imponer sus propias opiniones
e inclinaciones como una norma de conducta en los demás» (Mill, 1977b,
«The disposition of »).
El derecho a la libertad de expresión es «constitutivo de la sociedad libre de
Mill» —un ideal fundado en su concepción de los requisitos previos para la
prosperidad de la humanidad—» (Jacobson, 2000, pp. 277–78). Esto es algo
innovador, comparado con los controles sobre la gestión de la percepción que
la mayoría de nuestras obras anteriores proponían implícita o explícitamente.
Sobre la libertad defiende su causa en un estilo escrito bastante comedido que
tiene poco en común con las efusivas afirmaciones románticas del Manifiesto
comunista, o incluso con ciertas partes de Sobre la guerra. Aquí John Mill
estuvo influenciado por su padre James, un escocés filósofo, utilitarista,
historiador y fundador de la economía clásica junto con Adam Smith y David
Ricardo, entre otros. En vivas palabras de Bertrand Russell, James «era
totalmente opuesto a toda forma de romanticismo. Creía que la política podía
gobernarse por la razón, y esperaba que las opiniones de los hombres
estuviesen determinadas por el peso de la evidencia» (Russell, 1961, p. 743).
Marx estaba más interesado en James que en John, y tenía sus sospechas con
respecto al último. El capital (volumen 1, 1867) reconocía los méritos del
hijo (entre otros) por aspirar «a ser algo más que un mero sofista y sicofanta
de las clases gobernantes» lo que sin embargo generó no más que un
«sincretismo superficial», «una declaración de bancarrota por parte de la
economía burguesa» (Marx, 1990, p. 98).
Sobre la libertad aparece poco después de la muerte de la esposa de J. S. Mill
y de su compañera intelectual Harriet, y algunos años después de la crisis
intelectual que lo alejó de las panaceas más mordaces del utilitarismo. En el
capítulo introductorio se rinde homenaje a la defensa absoluta de las
libertades en la era del industrialismo, el urbanismo y la comunicación de
masas: «libertad de pensamiento y sentimiento», «libertad de gustos y
ocupaciones», libertad de reunirse y unirse «para cualquier propósito que no
implique daño a los demás» (Mill, 1977b, «But there is a sphere»). Estas
definiciones, combinando acciones públicas y satisfacciones emocionales,
abrían la puerta a una perspectiva novedosa de la comunicación pública y su
gestión:
La libertad de expresar y publicar opiniones puede parecer caer bajo un principio
diferente, ya que pertenece a esa parte de la conducta de un individuo que preocupa
a otras personas; pero, siendo casi tan importante como la propia libertad de
pensamiento, y descansando en una gran medida sobre las mismas razones, es
prácticamente inseparable de ella.

(Mill, 1977b, «The liberty of expressing»)


2. El ciudadano como comunicador
Es evidente que aún nos encontramos en el ámbito de las relaciones de
comunicación con el gobierno. A veces parece que los grandes pensadores no
contemplan de otra forma la gestión de la comunicación, hasta que llegamos a
Gandhi y Von Hayek. Sin embargo, como economista clásico y como filósofo,
Mill no puede dividir por completo su pensamiento entre los sectores de
voluntariado y de negocios y su propia relación con la comunicación.
Comenzamos a rastrear la creciente habilidad mostrada por las organizaciones
sin ánimo de lucro en la gestión de la nueva versión de la comunicación en el
ámbito público. Era un producto y una causa de ese dinamismo observado por
Marx y Engels, que estaba rompiendo las rígidas audiencias identificadas por
los pensadores premodernos. Mill manifestaba que «tan pronto como la
humanidad haya logrado la capacidad de ser guiada hacia su propia
superación por la convicción o la persuasión (un largo periodo desde que se
alcanzó en todos los países de los que necesitamos ocuparnos aquí)» la
compulsión y la regulación conforme se practicaban en los Estados antiguos y
posteriores «ya no es admisible como un medio para su propio bien, y solo es
justificable para la seguridad de los demás» (Mill, 1977b, «Until then, there»).
Las condiciones de comunicación han cambiado. La humanidad se ha
«transformado para ser capaz de mejorarse por el debate libre e igualitario».
Esta opinión pública secular y energética debilitaba los enfoques de la
antigüedad, pero no necesariamente encerraba a las personas en las audiencias
industriales modernas que Marx y Engels intentaron definir. Un paralelismo
más cercano al pensamiento de Mill sobre esto era la disolución religiosa que
Lutero activó. Otro es el sociólogo francés Gustave Le Bon (1841-1931), en
su famoso análisis La multitud: un estudio de la mente popular. Le Bon
reconocía una «burguesía frívola» en la cima, y un «ejército de proletarios» en
la base, pero al mismo tiempo:
Los trabajadores ya no desean seguir siendo trabajadores, o los campesinos seguir
siendo campesinos, mientras que la mayoría de los miembros humildes de la clase
media no admiten la posibilidad de una carrera para sus hijos que no sea la de
funcionarios pagados por el Estado.

(Le Bon, 2001, p. 54)


«Desde lo alto hasta la base de la pirámide social, desde el empleado más
humilde hasta el profesor y el prefecto, la inmensa masa de personas dotadas
de diplomas asedian las profesiones»(Le Bon, 2001, p. 54). Es una estampida
hacia las aspiraciones personales y no colectivas, creando audiencias de un
estilo diferente de mentalidad para el proletariado y la burguesía, las
audiencias de consumidores, subordinados, padres, asuntos nacionales y
demás. Según se combina el romanticismo con la era del consumidor,
finalmente los individuos persiguen «por ellos mismos» las aspiraciones
materiales y espirituales. Carl Jung y Von Hayek responden a esta forma de
modernismo, que John Updike definió como «una inseguridad nueva entre los
siglos, una conciencia de ser nuevo». Mill también la reconoció: «De él
mismo, de su propio cuerpo y mente, el individuo es soberano» (Mill, 1977b,
«Over himself»).
Para el individuo soberano, Mill citó América, una sociedad con una mínima
intervención gubernamental: «dejadles sin gobierno, cada uno de los
americanos es capaz de improvisar uno», manifestaba de forma optimista,
consciente de las divisiones internas del país, mientras las perspectivas de
América eran más esperanzadoras que las de la Europa continental. «Ninguna
burocracia puede esperar crear un pueblo como este, hacer o deshacer
cualquier cosa que a ellos no les guste» (Mill, 1977b, «A very different
spectacle»).

3. El ciudadano como audiencia objetivo


Es ahora cuando observamos las contradicciones con las que Mill batallaba, y
los problemas para la comunicación pública gestionada. Al principio Mill
parecía terminante: «Todos los intentos del Estado para influenciar en las
conclusiones de sus ciudadanos sobre los temas en disputa son funestos»
(Mill, 1977b, «All attempts by»); o: «El tiempo, es de esperar, que transcurra
cuando no sea necesaria ninguna defensa de la “libertad de prensa”»(Mill,
1977b, «The time, it is»); y nuevamente: «Rechazo el derecho de las personas
a ejercitar dicha coacción, tanto por ellos mismos como por el gobierno»
(Mill, 1977b, «But I deny»). ¿Ha localizado un pensador destacado al fin esa
sociedad tan buscada, en la cual la comunicación gestionada y controlada es
innecesaria, esta vez porque un ciudadano completamente realizado puede
gestionarla por sí mismo? A diferencia de Marx y Engels, Mill no escatima en
los detalles de dicha sociedad en el capítulo quinto y último de Sobre la
libertad, «Aplicaciones». Algunos de estos detalles le preocupan, en especial
la posibilidad de que una verdadera democracia, con sufragio universal,
pudiera aportar poder absoluto a una gran clase única, «similar a las
tendencias, prejuicios y modos de pensamiento en general, y una clase que no
sea la más cultivada» (Mill, 1977c, «But even in this»).
Este comentario lo podemos encontrar en su ensayo de 1861 «Consideraciones
sobre el Gobierno representativo», y plantea algo que el académico de historia
intelectual Joseph Hamburger debatía en su último trabajo, John Stuart Mill
sobre la libertad y el control (1999): «Mill estaba tan preocupado por
implementar varios mecanismos de control social como lo estaba por
salvaguardar y proteger las libertades individuales» (cita en Wiland, 2001, p.
637). Hamburger concluía que el liberalismo de Mill «se vio disminuido por
otro, obviamente incompatible con la creencia en la necesidad de someter y
controlar el egoísmo inherente de la naturaleza humana con la imposición de
orden y autoridad en él» (Hamburger, 1999, «From his more»). ¿Hay alguna
evidencia de ello, visto desde la perspectiva de la gestión o incluso del
control de la percepción pública?; y ¿qué se dice sobre la evolución de las
relaciones públicas?
Mill caracterizaba a la mayoría potencialmente tiránica como un amplio grupo
único y no bien educado, cuyos miembros están bastante menos ennoblecidos
por las bendiciones de la libertad de lo que sus anteriores comentarios podían
insinuar. En su Autobiografía de 1873 escribió sobre «la masa inculta que
ahora forma las masas de trabajadores» y las limitaciones de sus empleadores,
que impedían la transformación social (Mill, 1981, «We saw clearly»).
También estaba preocupado por el surgimiento de un fenómeno de masas, y su
nuevo poder en la era industrial, cultivado por la presión popular, y su efecto
sobre el individuo. Estas cuestiones inquietaban a los comentaristas del siglo
XIX y los llenaban de temor o esperanza. Marx y Engels habían mostrado sus
reacciones. Otros pensaban en este tipo de multitud, entre los que se incluyen
Carlyle, Le Bon, el filósofo Søren Kierkegaard, el novelista Edgar Allan Poe e
incluso en cierta ocasión Sir Arthur Conan Doyle, autor de Sherlock Holmes.
Una breve pieza de Kierkegaard (1813–55) «La multitud es la falsedad»
(1847) originalmente iba a ser una dedicatoria para otro ensayo, pero se
amplió a una obra breve:
Una multitud —no esta o aquella, una ahora viva o muerta hace tiempo, una
multitud de humildes o nobles, de ricos y pobres, etc., pero en su mismo concepto—
es la falsedad, ya que es una multitud que tanto representa al solo individuo
completamente impenitente e irresponsable, como debilita su responsabilidad
convirtiéndola en una fracción de su decisión.

(Kierkegaard, 2009, «A crowd—not this»)


De aquí en adelante, los pensadores de este libro deben resolver la relación
de comunicación entre lo individual y lo colectivo. En «Civilización» (1836),
uno de sus primeros ensayos, Mill debatía con «poca atención» (Mill, 1977a,
«But here presents») la ramificación del aumento de la civilización
ocasionada por el crecimiento de la población y lo urbano, el poder de la
multitud sobre la opinión pública, cuando sea que una idea se implementase
con éxito en el liderazgo de lo colectivo:
Ha habido muchas demandas en los últimos años, del crecimiento, tanto en el
mundo del comercio como en el intelectual, de la charlatanería, y especialmente del
puffing; pero nadie parece haber observado que estos son los frutos inevitables de la
inmensa competencia.

(Mill, 1977a, «There has been»)


El puffing, un término para la publicidad excesiva y distorsionada, crea «un
estado de sociedad donde toda voz que no se alce en un tono exagerado se
pierde en el barullo». «El individuo acaba tan perdido entre la multitud que
aunque depende más y más de la opinión, es cada vez menos propenso a
defender la opinión bien fundamentada» (Mill, 1977a, «But here presents»).
En los asuntos cívicos y de negocios: «Por primera vez, las artes para atraer la
atención pública forman una parte necesaria de las cualificaciones incluso de
las deseadas: y la habilidad en ello va más allá de cualquier otro atributo para
asegurar el éxito» (Mill, 1977a, «But here presents»).
Mill insertó un largo pasaje de un artículo escrito en 1832 (Mill, 1984), en el
cual manifestaba que el poder de las masas «corrompe la misma fuente del
perfeccionamiento de la opinión pública». La literatura y la alfabetización de
las masas producían una menor cantidad de libros de calidad que eran leídos
con minuciosidad o en ocasiones «una gran parte de los negocios se tramita
ahora a través de la prensa, y es necesario conocer lo que se está
imprimiendo, si se desea conocer lo que está aconteciendo» (Mill, 1977a,
«This is a reading age»).
Estos temas nos resultan familiares, y quizás no menos verdaderos dada su
exageración: «qué sorpresa que los periódicos los transmitan antes que ellos»,
«Nada se lee ahora con detenimiento, o dos veces»; «no quien habla con más
sabiduría, sino quien habla con más frecuencia, es quien consigue la
influencia» (Mill, 1977a, «This is a reading age»), «Los males son que el
individuo se pierde y se convierte en un impotente entre la multitud, y que la
naturaleza del individuo en sí misma se relaja y se enerva». ¿El remedio?
«Una combinación mejor y más perfecta entre los individuos» e «instituciones
nacionales, formas de política, calculadas para estimular la naturaleza del
individuo» (Mill, 1977a, «The evils are»).
Himmelfarb dice con razón que «Civilización» presagia Sobre la libertad
(Himmelfarb, 2006, p. 105). El resto del ensayo propone reformas de las
universidades para cumplir con las nuevas condiciones. Una reflexión más
amplia del problema y la solución es el propósito de Sobre la libertad. Debe
haber un nuevo enfoque de la opinión pública que debe comunicarse,
especialmente cuando Mill se preocupa profundamente sobre el papel de la
literatura en la vida pública, y la habilidad de lo público para distinguir el
bien del mal. En Sobre la libertad, escrito más de veinte años después de
«Civilización», Mill reitera que en esta audiencia liberada, más culta y
democratizada no puede confiarse para que se reforme a sí misma: «pocos
creen necesario tomar alguna precaución contra su propia falibilidad». Los
gobernantes absolutos tienen confianza en sus opiniones porque rara vez se los
contradice; el resto de nosotros estamos seguros «solo de sus opiniones
conforme son compartidas por todos los que les rodean, o por aquellos a
quienes habitualmente se les concede autoridad (Mill, 1977b, «Unfortunately
for the good»). Hoy en día estos pueden incluir avalistas, grupos de activistas
y terceras partes de expertos ahora esenciales para la reputación y la gestión
de las campañas de asuntos, y para muchas marcas corporativas y actividades
de responsabilidad social.
Otro momento fascinante de curiosidad es cuando Mill se pregunta así mismo
cómo «cientos de miles de personas» podían creer en «el excepcional
fenómeno del mormonismo», «y haberlo convertido en los cimientos de una
sociedad, en la era de los periódicos, el ferrocarril y el telégrafo eléctrico»
(Mill, 1977b, «Much might be said»). Aquí Mill parece esperar que el
aumento de la velocidad y los volúmenes de información incrementarían la
sabiduría y la razón —una esperanza en ocasiones expresada cuando aparece
un nuevo medio de comunicación, ya sea la prensa escrita, el ferrocarril, la
televisión o internet—. También sospecha que su esperanza puede que no se
realice. Nada de esto anula el derecho de la Iglesia mormona a existir, por
muy raro que parezca. Cuando la mayoría se siente infalible, como Mill
observó que ocurría en oposición al mormonismo, su prensa utilizará «el
lenguaje de la persecución total», con «poca consideración comúnmente hacia
la libertad humana» (Mill, 1977b, «I cannot refrain»). Según el individuo
crece más libre, las masas con ideas afines crecen más poderosas, y la frase
empleada veintitrés años antes en «Civilización» se repite en Sobre la
libertad: «En el presente los individuos están perdidos entre la multitud»
(Mill, 1977b, «In sober truth»). Mill deseaba que la multitud entendiera las
condiciones necesarias para su libertad. Hasta que eso ocurrió, temió que la
coacción del Gobierno siguiese al yugo de la opinión» (Mill, 1977b, «In
England, from») una vez la mayoría aprendiera «a sentir el poder del gobierno
como su poder, o las opiniones del gobierno como sus opiniones». Marx y
Engels reconocieron y acogieron la masa como el proletariado; Mill la veía
como cualquier mayoría intolerantemente convencida de que su opinión
representaba la verdad. En su momento, Sobre la libertad temió el poder de
esa masa: «Rechazo el derecho de las personas a ejercer tal coacción, tanto
por ellos mismos como por el gobierno» (Mill, 1977b, «Let us suppose,
therefore»).
Hamburger opina de esto que «la inclusión del tema de la coacción indica que
el título promete más de lo que el autor estaba preparado para permitir»
(Hamburger, 1999, «The title (and much…»).

4. Publicidad adecuada para los Estados en libertad


En Sobre la libertad la opinión pública es el ámbito donde se pone a prueba
la libertad. Sin embargo, no está claro lo que Mill consideraba que era la
opinión pública, o cómo funcionaba. Estos aspectos no eran tan importantes
para él como lo que dicha opinión pública estaba ocasionando: la destrucción
de la individualidad, haciendo que las personas se adapten. El paralelismo
que dibujó respecto a la opinión pública estaba relacionado con la inactividad
creada por la opresión de toda individualidad en la China del siglo XIX: «y a
menos que la individualidad sea capaz de reafirmarse con éxito contra este
yugo» Europa «tenderá a convertirse en otra China» (Mill, 1977b, «We have a
warning«) y «[E]l público, con la más perfecta indiferencia, pasará por alto el
placer o la conveniencia de aquellos cuya conducta censuran, y considerando
solo sus propias preferencias» (Mill, 1977b, «But the strongest»).
Mill por consiguiente se preocupaba sobre lo que él mismo describió en un
artículo como «el gran logro de la era actual que era la difusión del
conocimiento superficial» (Mill, 1986a, «I am unable to»). En Sobre la
libertad se preocupaba sobre las personas cuyo «pensamiento es creado para
ellas por personas como ellas mismas, que se dirigen a ellas o hablan en su
nombre, de improviso, a través de los periódicos» (Mill, 1977b, «In sober
truth»). Le preocupaba que:
Aquellos cuyas opiniones se hagan llamar opinión pública, no son siempre la misma
clase de público… [E]n América, son la población blanca en su totalidad; en
Inglaterra, mayormente la clase media. Pero son siempre un caos, esto es, una
mediocridad colectiva.

(Mill, 1977b, «In sober truth»)


«[L]a masa es productora de daños» (Mill, 1977a, «This is a reading age»),
pero ¿cómo podría la opinión pública perfilarse con honestidad? Mill
respaldaba la «publicidad», como opuesta al puffing. La publicidad adecuada
—«la luz de la publicidad» (Mill, 1981, «Saturated as the book»; Mill, 1977c,
«Instead of the functions»)— era esencial para la libertad al permitir que las
personas informadas presentasen al público los abusos o las opiniones. Los
escritos de Mill distinguían entre «puffing» y «publicidad». Mill escribió
extensamente para los periódicos, en los cuales solía —como ha hecho el
intento aquí— describir el linaje ancestral de la publicidad, por ejemplo
venerando la «publicidad sin límites» de la vida política de Atenas, y su
virtud como «un gobierno de publicidad ilimitada». En los asuntos
contemporáneos valoraba el papel que la publicidad desempeñaba en la
divulgación de los abusos de la ley, el maltrato a las mujeres y niños, y a otros
miembros marginales de la sociedad, y se manifestaba satisfecho por ejemplo
de que la «publicidad de la investigación» ofrezca cierta protección a los
lunáticos que se enfrentan a la posibilidad del encarcelamiento de la mano de
jurados «estúpidos y crédulos» (Mill, 1986b, cartas 380, 391, 395, 396, 407).
Mill utilizaba la publicidad para intentar reformar la opinión pública, y de
forma más concienzuda que las obras examinadas hasta el momento.
¿Cuáles son sus propósitos? Los encontramos principalmente (aunque no solo)
en el capítulo quinto de Sobre la libertad, «Aplicaciones», el cual parece una
decepción, como una reacción desconsiderada al discurso impresionista en
Sobre la guerra sobre la fuerza de voluntad y el factor moral, o a las vagas
promesas de el Manifiesto comunista. Hamburger observa que «donde
podríamos esperar detalles, él [Mill] nos dice que solo habrá los suficientes
para “iluminar los principios, más que para seguirlos hasta sus
consecuencias”» (Hamburger, 1999, «There are repeated»). Sin embargo,
Mill, al igual que Clausewitz, era incapaz de resistirse a ofrecer más detalles
de los que se esperaban de él. No disponía de un conocimiento de la
comunicación pública a gran escala y estratégicamente planificada, pero no
podía evitar el tema. Mill toma dos posiciones: proponer una sociedad con
limitaciones en la opinión pública mayoritaria; y instruir a los individuos para
resistir a la opinión recibida por medio del puffing o de la prensa
sensacionalista.

4.1. Limitar la opinión popular


¿Qué persuasión es permisible para las mayorías que viven en libertad y
contemplan las opiniones de la minoría impopular? Mill tenía dos máximas.
Primero: «Consejo, instrucción, persuasión y evasión» (Mill, 1977b, «The
maxims are»), y segundo, someter a los individuos inconformistas cuyas
opiniones son «perjudiciales para el interés del resto» para «el castigo social
o legal, si la sociedad es de la opinión de que el uno o el otro son un requisito
para su protección» (Mill, 1977b, «The maxims are»).
Las consecuencias son evidentes. En el caso de la última máxima: «Los actos
perjudiciales para el resto requieren un tratamiento totalmente diferente»
(Mill, 1977b, «What I contend»). Además: «Las disposiciones que conducen a
ellos son propiamente inmorales» (Mill, 1977b, «What I contend»). Si existe
un riesgo para un individuo o el público, «el caso se extrae fuera del terreno
de la libertad, y se sitúa en el de la moralidad y la ley» (Mill, 1977b,
«Whenever, in short»).
La primera máxima cubre un área más gris: una persona que no hace mal a
nadie, pero que «puede actuar de tal forma que nos obligue a juzgarla», en
parte para evitar que parezca ridícula, así que «se le está haciendo un servicio
para advertirla de antemano». Tampoco estamos «obligados a buscar su
sociedad». Nosotros, la mayoría, podemos «prevenir al resto sobre ella» y
«ofrecer a los demás una preferencia sobre ella en las funciones buenas
opcionales, excepto a aquellos que tienden hacia el perfeccionamiento de
dicha persona» (Mill, 1977b, «I do not mean that»). «En estos modos
diferentes una persona puede sufrir sanciones muy graves en manos de otros,
por fallos que solo le conciernen a ella» (Mill, 1977b, «I do not mean that»).

4.2. Comunicar la individualidad


Puesto que más vale prevenir que curar, Mill siguió a Confucio y Platón en
busca de los ciudadanos más reflexivos y profundiza en el contenido de su
anterior ensayo «Civilización» para adoctrinar a los ciudadanos en la libertad
y protegerlos contra la presión de los medios y la estandarización de la
opinión. A los ojos del siglo XXI, gran parte de esto se asemeja a un
llamamiento para una mayor alfabetización de los medios. La educación en la
actualidad, advertía Mill, promueve la asimilación y da acceso a los
estudiantes «a las existencias generales de hechos y sentimientos», al igual que
hizo la comunicación más rápida y el surgimiento de la manufactura, y sobre
todo «el ascenso de la opinión pública en el Estado» (Mill, 1977b, «What is it
that»). La asimilación significa que las personas:
[A]hora leen las mismas cosas, escuchan las mismas cosas, ven las mismas cosas,
van a los mismos lugares, dirigen sus esperanzas y miedos hacia los mismos objetos,
tienen los mismos derechos y libertades, y los mismos medios para reivindicarlos.

(Mill, 1977b, «What is it that»)


El individualismo y la educación fueron los baluartes contra la presión
popular: la educación, porque la sociedad tiene «absoluto poder sobre ellos
[los individuos más débiles] durante toda la primera parte de su existencia».
El individualismo importaba porque la sociedad es la única culpable si
«permite crecer a un número considerable de sus miembros como simples
niños»:
[C]uando las opiniones de las masas de hombres mediocres de cualquier parte se
convierten o se están convirtiendo en el poder dominante, el contrapeso y correctivo
para esa tendencia sería la individualidad cada vez más pronunciada de aquellos que
se sitúan en las más altas eminencias del pensamiento.

(Mill, 1977b, «I am not countenancing»)

4.3. «Proteger» al individuo


La individualidad era «uno de los elementos del bienestar» de acuerdo al
título del capítulo tercero de Sobre la libertad, y los ejemplos de
independencia individual deben fomentarse y publicitarse. «Es deber de los
gobiernos, y de los individuos, formar las opiniones más verdaderas posibles;
formarlas cuidadosamente» (Mill, 1977a, «The objection likely»). «Los
individuos excepcionales, en lugar de ser disuadidos, deben ser estimulados
para actuar de forma diferente a como lo hacen las masas» escribía Mill,
aunque «no son solo las personas de clara superioridad mental las que tienen
derecho a continuar con su propia vida a su manera» (Mill, 1977b, «I have
said that»). Para derrumbar «la tiranía de la opinión», «las personas deben ser
excéntricas» y «que solo haya unos pocos que se atrevan a ser excéntricos
marca el principal peligro del momento» (Mill, 1977b, «In sober truth»). Mill
consideraba a Sócrates(Mill, 1977b, «Mankind can hardly») como una célebre
víctima de la opinión mayoritaria (aunque el Sócrates representado en La
república muestra poco interés en la protección del individuo de la opinión
pública gestionada).
Las variedades de carácter eran esenciales. La espontaneidad y originalidad
individuales deben valorarse, no siendo en la actualidad «parte del ideal de
los reformadores morales y sociales» y «más bien ellos las contemplaban con
celos», como una «obstrucción problemática y quizás subversiva» para sus
planes (Mill, 1977b, «In maintaining this»), lo cual era ciertamente el caso de
Platón, al-Farabi, Marx y Engels. En un pasaje potencialmente engañoso, Mill
escribía: «Las facultades humanas de percepción, juicio, sentimiento
discriminatorio, actividad mental e incluso preferencia moral se ejercitan solo
a la hora de elegir. Aquel quien lo hace todo porque es la costumbre, no elige»
(Mill, 1977b, «Little, however, as people»).
Mill no estaba diciendo que la costumbre debiera ser siempre depuesta. La
costumbre era una valiosa guía para la experiencia, pero debía ser evaluada e
interpretada, y no copiada automáticamente. La persona que simplemente sigue
la opinión pública, «que permite al mundo, o a su parte de él, elegir su plan de
vida por sí misma, no tiene necesidad de ninguna otra facultad que la de la
imitación simiesca» (Mill, 1977b, «He who lets»); «no dispone de ningún
carácter, no más carácter que el de una máquina de vapor» (Mill, 1977b, «One
whose desires»). «La naturaleza humana no es una máquina» (Mill, 1977b,
«Human nature is»). Sobre la libertad hace muchas afirmaciones como estas;
suficientes para que Milton Friedman lo incluyera en la lista de sus cinco
libros libertarios favoritos en 2002: «La declaración más concisa y clara del
principio libertario» (Ebenstein, 2012, «Essay Ten»).

4.4. Educación
El individualismo debe preservarse y protegerse contra la gestión de la
opinión pública. La educación obligatoria fue la manera de hacerlo, no la
libertad en sí misma sino una condición previa para ella (Mill, 1977b, «These
are not questions»). Educar a las personas para ser individuos evitaba la
alternativa a un sistema legal originalmente designado como una protección,
pero que se metamorfoseaba en una importante limitación de la libertad. La
generación actual «es perfectamente capaz de convertir a la generación
naciente en un todo, tan buena como ella misma, y un poco mejor» (Mill,
1977b, «But I cannot consent»).
Con la habilidad de educar, y con el poder que la sabiduría recibida ejercía
sobre las mentes más débiles, «no dejemos que la sociedad pretenda necesitar,
además de esto, el poder para dictar órdenes y hacer cumplir la obediencia
(Mill, 1977b, «The existing generation is master»)». «¿No es casi un axioma
obvio» que el Estado «debería requerir y hacer obligatoria» la educación de
sus ciudadanos? (Mill, 1977b, «Is it not almost»). El sistema educativo
necesita una reforma. La educación del Estado «es un mero ardid para modelar
a las personas para que sean exactamente iguales las unas a las otras» y «el
molde en el cual se conforman es aquel que satisface el poder predominante en
el gobierno» ya sea la monarquía, la Iglesia, la aristocracia o «la mayoría de
la generación existente» (Mill, 1977b, «A general State»). «Todos los intentos
del Estado para influir en las conclusiones de sus ciudadanos sobre los temas
a debate son funestos» (Mill, 1977b, «All attempts by»). Si debiera existir la
educación del Estado, debería ser «una entre muchos experimentos
conflictivos, llevados a cabo con el propósito del ejemplo y el estímulo, para
mantener a los demás en un cierto estándar de excelencia» (Mill, 1977b, «A
general State»).
Los exámenes públicos no deberían evaluar si el estudiante ha asimilado los
valores de la mayoría, sino si «una persona posee el conocimiento requerido
para llegar a sus propias conclusiones, sobre diferentes temas de los que
merece la pena ocuparse» (Mill, 1977b, «All attempts by»). Es parte de la
«educación política de las personas libres» exponerlas a las influencias fuera
de la familia, a los intereses comunes y a la gestión de las preocupaciones
conjuntas, «habituarlas a actuar desde los motivos públicos o semipúblicos» y
«guiar su conducta por medio de los objetivos que las unen» en lugar de
aislarlas (Mill, 1977b, «The second objection»).
El ensayo «Civilización» de Mill se centraba en las universidades, para lograr
«la regeneración del carácter individual entre nuestras clases ilustradas y
opulentas» (Mill, 1977a, «These things must bide»). Abogaba más por los
clásicos y la lógica, y no tanto por la formación «en el negocio del mundo»,
cuyo conocimiento empírico propio de las personas educadas no se adquiriría
nunca fácilmente, y más críticamente (Mill, 1977a, «We would have
classics»):
[L]a piedra angular de una educación tenía la intención de formar grandes mentes…
es considerar en lo sucesivo la mayor cantidad posible de poder intelectual, e inspirar
el más intenso amor a la verdad: y esto sin una partícula de consideración hacia los
resultados a los cuales el ejercicio de ese poder puede conducir.

(Mill, 1977a, «The very corner-stone»)


La publicidad exagerada, la opinión pública, la presión mayoritaria y la
conformidad del gobierno: Mill identificó varios ingredientes de una
revolución de la comunicación que destruían la libertad. Los ciudadanos
deben ser capaces de estar por encima del bullicio comercial y político,
juzgarlo independientemente y establecer sus demandas en conflicto de forma
proporcional. Ciento cincuenta años más tarde, ¿puede decirse que esto se ha
conseguido?
Sobre la libertad proponía un completo sistema social que resistiese
rotundamente ante el puffing y las presiones sociales de la publicidad. Debe
decirse que existen muchas omisiones, sin duda debido al momento en que fue
escrita la obra. Con razón Hamburger y Himmelfarb la ven en parte como un
intento de controlar a la mayoría, cuyas consecuencias a largo plazo para la
unidad y la cooperación social eran secundarias a la tarea principal. Mill supo
ver los cambios que se avecinaban sobre la opinión pública, pero no cómo la
gestión de la comunicación iba evolucionando, o en cómo de compleja y
creativa se transformaría, empezando por la América que él admiraba, quizás
para superar la extrema individualidad de los ciudadanos que Mill veneraba.
Vio el nacimiento de las poderosas plataformas mediáticas y la receptividad
de una población mucho más culta para una opinión organizada y comunicada;
pero no el increíble volumen de una comunicación gestionada difícil de
resistir para el más individual de los individuos. El ensayo fue después de
todo una propuesta para resistir sin utilizar la comunicación pública
gestionada.
Sobre la libertad se preocupa por los efectos de la comunicación popular
sobre nosotros como individuos y no como miembros de un grupo.
Seguramente esta preocupación se justifica hoy cuando los individuos se
reúnen en grupos y se categorizan, organizan, fusionan y reconstituyen, y donde
el equilibrio numérico de las minorías y mayorías es explotado por los
profesionales de las RR. PP. Las ideas de Mill sobre la protección de la
sociedad contra estas actividades nos ayudan a observar hacia dónde
conducirían las propuestas generales de Sobre la libertad. Se acerca a un
ideal en el que la comunicación pública gestionada está al menos supervisada
y el individualismo educado. ¿Qué ocurre sin embargo si los más educados
utilizan la «publicidad exagerada» para alcanzar sus objetivos? ¿Puede, por
ejemplo, el «uno por ciento» subvertir las percepciones del noventa y nueve
por ciento? Mill fija los límites sobre lo que la mayoría puede hacer, pero no
sobre lo que los individuos deberían hacer para comunicar de forma justa la
opinión. En Sobre la libertad Mill suponía que adoctrinar el individualismo
entre «el rebaño» abordaría este problema. Las personas instruidas serían más
exigentes, imparciales y virtuosas en su publicidad. A diferencia de Confucio,
Platón y al-Farabi Mill no se pregunta qué ocurriría si los individuos
finalmente no fuesen así.
Capítulo IX
¿Gestión de campaña moderna? Mohandas
(Mahatma) Ghandi (1869–1948), Autobiografía:
historia de mis experiencias con la verdad (1925–
1929)

1. Gandhi y las RR. PP.: movilizar el simbolismo


¿Es posible que un libro incluido en una lista de los libros más espirituales del
siglo XX sea también una guía para las RR. PP.? Dicha lista fue creada por un
panel para el USA Today y Harpers San Francisco y naturalmente tiene su
propio valor práctico para las RR. PP., pero el lector no podría esperar la
inclusión de una obra tan atenta a los mecanismos de la comunicación
gestionada, y con una comprensión tan moderna del tema (USA Today, 1999).
Debe recordarse una vez más que la espiritualidad no puede ignorar las
funcionalidades operativas.
La Autobiografía de Gandhi apareció en entregas semanales entre 1925 y
1929 y se publicó primeramente en dos volúmenes, en 1927 y 1929, durante su
retiro temporal de la vida pública. Se trata de una enriquecedora fusión entre
espiritualidad, política, dietética, su comportamiento hacia su esposa, el
celibato y una aproximación al ritual y a la fe más acorde a las Analectas que
a La república, todo ello equivalente a una lucha por el autocontrol de un
Gandhi que batallaba tanto contra las tentaciones personales como contra la
injusticia social en Sudáfrica y la India. Es una mezcla de enfoques
enfrentados quizás debido a su origen como artículos. Partes de esta obra son
tan francas como las afligidas Confesiones de san Agustín; tan serenas como
ciertos fragmentos de las Analectas; tan razonadas como Sobre la libertad y
tan turbulentas como Lutero o el Manifiesto comunista. Todos estos elementos
son evidentes en la Introducción de Gandhi, en la cual escribe:
Espero informar al lector de todos mis fallos y errores… Porque es una tortura
ininterrumpida para mí el estar aún tan lejos de Él, quien, como bien sé, gobierna
cada aliento de mi vida, y cuyo hijo soy.

(Gandhi, 2008, «I hope and pray that»)


Gandhi mostró un conocimiento más sólido de la publicidad:
Fue capaz de despertar la conciencia política de tres cientos veinte millones de
personas, mientras que muchos políticos y patriotas, dotados quizás de mayor
capacidad de inteligencia, fracasaron en llegar a las masas, salvo una pequeña
fracción.

(Motvani, 1930, p. 574)


Esto fue el juicio de un observador contemporáneo de la India, en un
fascinante artículo académico sobre la «propaganda» de Gandhi (una frase
multifunción para toda la comunicación pública gestionada, con frecuencia
utilizada en aquel tiempo por la publicidad gubernamental y no gubernamental,
como ya se ha descrito en este libro). La compañía británica del nodo
Movietone tomó sus alertas sobre la publicidad cuando una de sus filiales
visitó su ashram indio en 1931 y se convirtió posiblemente en el primer canal
mediático que grabó su voz. Gandhi es entrevistado por un periodista
americano quien —señal banal del estatus de celebridad—se interesa
principalmente por la elección de la indumentaria de Gandhi si asistiese a la
Conferencia Británica-India en Londres. Sentado en el suelo, vestido con un
dhoti, en un momento dado abriendo y leyendo una carta, se le pregunta a
Gandhi si llevaría la vestimenta tradicional india para visitar al rey. Gandhi de
forma vacilante y escueta responde: «Cualquier otra forma de vestir sería más
descortés hacia él, porque sería artificial» (British Movietone, 1931, 2:43).
Gandhi ya había escrito en la Autobiografía: «mi timidez constitucional no ha
sido ninguna desventaja. De hecho, veo que, por el contrario, ha jugado a mi
favor» (Gandhi, 2008, «I must say that»). Una de esas ventajas, «economía de
palabras», fue ciertamente adecuada para la era de los nodos, las entrevistas
de radio y los reportajes de prensa.
La Autobiografía contempla los temas planteados en el nodo, todos los cuales
dan lugar a la figura del Mahatma «un innovador técnico de la publicidad de
masas». Al mismo tiempo, el poder espiritual de Gandhi se asemeja a
Confucio cuando se señala que «En muchos hogares indios pueden verse las
imágenes de Krishna y de Gandhi colgadas una al lado de la otra». Entre sus
«experiencias» se encuentran los temas de la verdad, la autenticidad, la
espiritualidad, la sinceridad, la búsqueda de lo Divino, conjunto que equivale
a un esteticismo medieval combinado con un uso más moderno de las técnicas
de la campaña pública. La Autobiografía es en parte autobiográfica, en parte
análisis social y en parte una guía para la organización de la opinión popular.
Ninguna de las partes se entiende sin las otras dos, lo cual hoy es una
característica de la campaña basada en las RR. PP. además de ser el objetivo
de otras RR. PP. Su propósito es asegurar que un mensaje sea asimilado por
las creencias y emociones de las audiencias objetivo, y si es posible conectar
el más pequeño de los clientes, productos o causas a los valores sociales
universales. Esto es lo que Gandhi logró, tema tras tema, campaña tras
campaña, mostrando un talento para la movilización de la campaña que pocos
han igualado. Gandhi, además, se convirtió él mismo en el mensaje,
manejándolo para encarnarlo hasta tal punto que alcanzó un fuerte grado de
espiritualidad que añadía autenticidad a sus campañas. La explicación
estrictamente económica de Marx para el verdadero fetichismo de la
mercancía desconcierta a Gandhi, cuyo valor se ha prestado para una edición
especial de lujo de una pluma Montblanc, junto con otros artículos de
prestidigitación, que clama, «una zona de lógica divina y de mercado». Y sin
embargo lo que parece evidente e inevitable para el estudiante de relaciones
públicas puede no serlo para otros. Gandhi hizo simbólico por sí mismo el uso
de elementos del día a día: el dhoti, la rueca, la sal. «Él quería», señalaba un
contemporáneo, «tornar la ira reprimida por la nación contra los agentes de la
tiranía hacia las cosas que perpetuaban su esclavitud» (Motvani, 1930, p.
577).
Las RR. PP. simbólicas de Gandhi se complicaban con su espiritualidad y sus
técnicas se han convertido en un modelo para muchas campañas posteriores:
«El examen breve de la acción no violenta revela que la comunicación es
esencial para su efectividad» (Martin & Varney, 2003, p. 213), y la
comunicación no permanecerá dentro de los límites prescritos o preferidos
sino que alejará la causa y a los participantes de su intención original, si esto
es la voluntad de las audiencias y la tecnología de la comunicación. Así pasó
con Gandhi y las ideas que él desarrolló y que más tarde incluyó en su
Autobiografía.
Para comprender lo que Gandhi tiene que decir sobre las RR. PP. —y estamos
entrando en algo reconocible como RR. PP. modernas— es esencial entender
lo que su enfoque nos recuerda sobre las RR. PP. en general, concretamente
aquello en donde las organizaciones encuentran un mundo más amplio,
mayores esperanzas, miedos y en ambos casos sentimientos de individualidad
y comunidad. El centro de la función no puede expresarse con estadísticas,
modelos académicos contraproducentes, y con micromedidas o con el
funcionamiento de un software o una red social. Estas son herramientas
ocasionalmente importantes y pasajeras. Gandhi sabía que conectar con la
humanidad requería humanidad, y algo más profundo todavía. En Los orígenes
del conocimiento y la imaginación (1979) una serie de lecturas republicadas
por Yale, el matemático y biólogo Jacob Bronowski sugería:
[N]osotros no desearíamos como seres vivos hacer ciencia o matemáticas si se nos
prohibiese de este modo pensar sobre nosotros mismos, hablar sobre nosotros
mismos y comparar nuestros sentimientos desde el interior con lo que suponemos
que otras personas sienten por medio de lo que solo vemos desde fuera.

(Bronowski, 1979, p. 98)


Si esta opinión tiene validez para las matemáticas de alto nivel, cuánto más
válida es para las RR. PP. «de más bajo nivel». No es válida para excluir la
automención o la inseguridad, o la referencia a la emoción en el campo en que
depende de ella, con el argumento de que a diferencia de, por ejemplo, el
átomo de Trevelyan (véase capítulo uno), son «científicamente» difíciles de
aislar. El lugar de estas fuerzas en los estudios académicos de las RR. PP. aún
no se ha analizado suficientemente. Un modo efectivo de hacerlo puede ser
estudiar la historia de los movimientos, de las aspiraciones sociales y de las
ideas para la organización de la sociedad. Gandhi se ocupaba de las tres, y
esta es una de las razones de su eficacia como comunicador público y como
organizador de intensas campañas de comunicación. En los últimos años las
RR. PP. han florecido detrás del creciente interés de la sociedad en este y
otros tipos de interés propio, con más formas de expresarlo.
Estos son aspectos más amplios de la obra de Gandhi que deben registrarse
aquí por su relevancia para sus actividades de RR. PP. Durante muchos años,
casi hasta la publicación de la Autobiografía, Gandhi no perseguía la
independencia de la India del Imperio Británico, sino la independencia dentro
de ella. Gandhi escribió de sus años en Sudáfrica: «Nunca he conocido a
alguien que estime tanta lealtad como lo hice yo para la Constitución
Británica. Ahora puedo ver que mi amor hacia la verdad estaba en la raíz de
esta lealtad» (Gandhi, 2008, «Hardly ever have I»). Existían muchos aspectos
que Gandhi valoraba en la relación entre el Reino Unido y la India, y con más
imaginación que las generaciones de oficiales del imperio, vio el potencial de
una comunidad global de estados independientes dentro de un marco común.
Varias de estas decisiones formativas se tomaron después de la lectura de
autores británicos —Apología del vegetarianismo (1886) de Henry Salt,
Hasta que esto dure (1860) de John Ruskin—, que Gandhi percibía que
conectaban la obra pública para el bien mayor con el conocimiento de que «la
vida del mar y el timón o de la tierra y del artesano, es la vida que merece la
pena vivir» (Gandhi, 2008, «I believe that I discovered»).
Gandhi intentaba fusionar este último punto con su vida y obra, hilando,
viviendo y trabajando en ashrams, transmitiendo una personalidad
espiritualmente sincera que añadía efectividad a sus RR. PP. En segundo lugar,
Gandhi desarrolló su talento para las campañas de problemas a gran escala en
diferentes países para diferentes problemas: vegetarianismo en el Reino
Unido, el trato de los trabajadores indios en Sudáfrica, y el estatus de los
intocables en la India, y con cada campaña escalaba posiciones con respecto a
la anterior. En cada etapa Gandhi aprendía lecciones muy valiosas sobre la
organización de la publicidad, que incluía el panfleteo y las relaciones con la
presa, planificación de eventos y la inversión de sus actividades en una
sinceridad personal que para algunos transcendió los asuntos de este mundo y
le convirtió en una figura conocida internacionalmente. Ambos factores, el
activismo imperial y el de la comunidad local, enseñaron a Gandhi el valor de
las campañas que eran locales y globales, al igual que muchas campañas de
gestión de conflictos potenciales lo son hoy, lo cual finalmente sobrepasó al
mismo imperialismo. La Autobiografía se redactó antes de que sus campañas
de desobediencia civil de 1930 llamaran sobre él la atención mundial. Entre
1924 y 1929 Gandhi se centró en actividades locales no globales. «Gandhi se
retiró del ámbito político, enfatizando las bases de un trabajo constructivo, en
lugar de una acción dramática directa» (Chabot y Duyvendak, 2002, p. 710).
El libro mezcla valores locales y globales con el trayecto espiritual del autor.
Existe material más que suficiente para unas RR. PP. cínicas, por ejemplo, en
la Introducción: «para mí, la verdad es el principio soberano, que incluye
muchos otros principios» —la verdad en la palabra, en el pensamiento, la
«verdad relativa a nuestra concepción» y «la verdad absoluta, el principio
eterno, eso es Dios» (Gandhi, 2008, «If I had only»). Es difícil imaginar una
guía de las RR. PP. del siglo XXI que sea tan atrevida, o con tanto amor
propio. No está claro si Gandhi alcanzó por completo la Verdad, pero muchos
al menos creen que estuvo muy cerca de ello. Esta aspiración debe tenerse en
cuenta, ya que informa de la explicación de Gandhi «de varias aplicaciones
prácticas de estos principios» (Gandhi, 2008, «If I had only»)que merecen la
atención, porque él ahonda en los detalles de la individualidad defendida por
Mill, reconoce su valiosa espiritualidad, que el anterior utilitarista de Mill no
hacía, y demuestra cómo la espiritualidad que motivaba a los individuos puede
cooperar como un gran grupo para traer el cambio. La autobiografía de Gandhi
explica la forma de hacer campaña como una unión de individuos autónomos,
más que (a diferencia de Marx y Engels) subsumir la individualidad en una
masa monolítica para una causa común. Es la defensa de las RR. PP. para la
era del interés propio, una era de mecanización donde sus habitantes —
intencionadamente o no— buscan un centro espiritual. Balaram compara las
canciones, las oraciones, la indumentaria, la adopción de la rueca como un
símbolo de independencia, y otras características de Gandhi con aquellas
atribuidas a la deidad Krishna: «Incuestionablemente, la popularidad de
Gandhi entre las masas es atribuible en gran medida a su utilización de los
símbolos y las figuras retóricas que tienen su origen en la mitología y en la
cultura popular de la India» (Balaram, 1989, p. 72).
Esto eran RR. PP. poderosas —y debe enfatizarse para cualquier lector no
especialista que vincular su nombre con dicha función tampoco es cínico o
peyorativo— y más participativas que en ninguna otra técnica anterior, aunque
esas técnicas aún permanecen en uso. La campaña de la rueca vino a
simbolizar la autosuficiencia de la India y la independencia frente a las
fábricas británicas, y buscaba suministrar ruecas que generasen empleo. Fue
dirigida en comunidad para y por los campesinos utilizando una «propaganda
intensa», en gran medida educacional. El ashram de Gandhi se convirtió en
«una verdadera institución para hilanderos, tejedores y cardadores» (Motvani,
1930, p. 576). Se organizaron concursos y hogueras con ropa fabricada en el
extranjero, y se pidió a la gente adinerada que «regalara sus prendas
extranjeras» (Motvani, 1930, p. 576). «No había», declara Motvani, «una
“malicia”» adscrita a la propaganda de Gandhi (Motvani, 1930, p. 576). Esto
debe decirse claramente por más de una razón, porque también nos recuerda la
tendencia bien conocida y peligrosa entre los no profesionales de hoy a
separar cualquier actividad de comunicación pública con la que estén de
acuerdo de las actividades con las que están en desacuerdo, y describir a estas
últimas como meras «relaciones públicas» o «propaganda» sin darse cuenta
de que las RR. PP. están dirigiendo todas las actividades de comunicación a
las que están expuestos. (Martin y Varney, 2003, pp. 213, 230).

2. Clarificar una identidad


Un principio práctico vino a unir el todo en el mundo de los asuntos públicos y
galvanizó las audiencias alrededor del planeta. Ello se describe en el capítulo
veinticuatro de la Autobiografía, en un pasaje que arroja luz incidental sobre
otras habilidades de las RR. PP. de Gandhi. El principio en sí mismo se
desarrolló durante sus campañas en Sudáfrica y fue conocido en castellano
como «resistencia pasiva», pero Gandhi percibía que este término «se
interpretaba tan estrictamente que suponía ser un arma de la debilidad, que
podía caracterizarse por el odio y que podía finalmente manifestarse como
violencia» (Gandhi, 2008, «Events were so shaping»). Reconocer el poder de
una frase para clarificar, simplificar, caracterizar y motivar, «estaba claro que
la población india debía acuñar una nueva palabra para designar su lucha».
Gandhi no podía él mismo pensar en una y demostrando su ingenio para la
publicidad organizó un concurso en un periódico para la mejor sugerencia. La
elección final, ligeramente modificada por Gandhi, fue satygraha o como él lo
tradujo «firmeza en la Verdad» (Gandhi, 2008, «As a result Maganlal»). El
término y las técnicas que representaban se difundieron por la India y por
otros movimientos internacionales, conforme Gandhi continuó aplicándolo
como parte de sus experimentos con la verdad en la vida privada y pública,
incorporando la causa, la búsqueda espiritual, la comunicación moderna y las
aspiraciones individuales.
Gandhi también se benefició de las oportunidades de la comunicación global
presentadas por el Imperio Británico, en parte originadas por el simple hecho
de que una campaña pública contra una injusticia en un lugar del Imperio en
ocasiones tenía que atraer la atención de otras zonas. Una de sus primeras
campañas fue contra un impuesto sobre los trabajadores indios contratados y
traídos a Sudáfrica para trabajar en las plantaciones de azúcar de caña. Estos
trabajadores se asentaron en el país una vez que finalizaron sus contratos y se
convirtieron en unos competidores comerciales muy eficientes con los locales
europeos. Muchas de sus campañas locales presentaban bastantes
ramificaciones imperiales, que atraían la publicidad del Reino Unido, de la
India y de cualquier parte del Imperio, así como de Sudáfrica. La campaña de
privación de derechos civiles en Natal enseñó a Gandhi que «la agitación
sostenida era esencial para generar una impresión en la Secretaría de Estado
de las Colonias», lo que resultó en la creación del Congreso Indio de Natal
para conducirla. (Gandhi, 2008, «Practice as a lawyer»).

3. Gandhi y las RR. PP. como «obra pública»


Gandhi con frecuencia describía sus actividades de campaña jurídico-civil
como una «obra pública», lo que viene a decir que era una versión
intensificada de la publicidad en prensa de Mill para educar a la opinión
pública, en un inicio con el nacimiento de actividades educativas en grupos
como la Sociedad Vegetariana en el Reino Unido, a la cual pertenecía Gandhi,
y —casi en el mismo periodo— las campañas públicas contra los plutócratas
de la «Edad Dorada» de América. Se intensificó conforme la obra de Gandhi
se transformaba en más política, bien defendiendo el vegetarianismo en el
barrio de Bayswater en Londres, bien la comunidad india en Natal, o más
tarde la independencia de la India. La «obra pública» le ayudó a desarrollar
características operativas que se asemejaban a las RR. PP. de hoy en día
basadas en los problemas de organizaciones sin ánimo de lucro. Detentaba
objetivos legales que necesitaban las relaciones de prensa. También se trataba
de algo educativo, que necesitaba las iniciativas de la comunidad y de la
industria editorial. Detentaba requerimientos legislativos y políticos, que
fueron socorridos con la estimulación de la movilización de masas por medio
de peticiones, giras de conferencias, la cobertura de los medios de los eventos
organizados. Las campañas de Gandhi publicitaban a sus líderes y enfatizaban
los simples principios que ayudaban a proporcionar al movimiento una clara
identidad que podía promoverse y distribuirse enérgicamente, parte del
proceso ya descrito por el cual Gandhi en su vida adquirió un estatus casi
divino entre algunas audiencias. Confucio solo experimentó esta apoteosis
póstumamente, y fue solo porque sus seguidores carecían de una forma rápida
y extensa de difundir su mensaje. La espiritualidad más terrenal de Lutero
atrajo una atención similar, aunque no se culminó tanto o se gestionó tan
cuidadosamente.
Gandhi aprendió el valor de las actividades publicitarias a gran escala en
Sudáfrica. La protesta local de la India por la exclusión de Sudáfrica del
proyecto de ley para el sufragio de Natal en 1894 condujo a una «petición
monstruosa» que permitió a los activistas llevar el mensaje a los pueblos de
toda la provincia, y se utilizó como un vehículo publicitario en la India,
además de en Sudáfrica. Gandhi: «envié copias a todos los periódicos y
publicistas que conocía» en la India; otras copias «se enviaron a los
periodistas y publicistas de Inglaterra que representaban a los diferentes
partidos. El London Times apoyó nuestras demandas» (Gandhi, 2008, «The
petition was at last»). Aquí, al igual que se mostrará en otros puntos, Gandhi
se dio cuenta de que el valor de un problema de las RR. PP. iba más allá de su
función aparente. Ese problema podía ser además material como una petición,
o inmaterial como el satygraha. La petición, por ejemplo, disponía de
múltiples ventajas para la comunicación: influenciaba a las audiencias
políticas y no políticas; el acto de prepararla podía publicitarse y reportar su
progreso creaba oportunidades de comunicación; la labor de distribuirla
generaba aún más y difundía el mensaje a audiencias más lejanas y canales de
medios si se manejaban bien las noticias y su distribución. Las nuevas
audiencias podrían movilizarse y las nuevas presiones se situaron sobre los
responsables de tomar decisiones clave.
Gandhi fundó el Congreso Indio de Natal en 1894 para organizar un intento de
obra pública, y la Autobiografía ofrece consejos que todavía hoy son útiles,
primero sobre la gestión de los fondos y después sobre la ayuda y la reunión
de las audiencias objetivo en encuentros, medios de comunicación y mediante
un pequeño archivo para construir una agenda común y una identidad política.
«La tercera característica del Congreso fue la propaganda», que en este caso
alcanzó a las audiencias internacionales, y consistía en «informar a los
ingleses en Sudáfrica y en Inglaterra y a las personas en la India con el estado
real de cosas en Natal» (Gandhi, 2008, «The third feature»). El Congreso
también tuvo cuidado de comunicar en la voz de sus audiencias: «Es notable el
uso de los idiomas tradicionales y los dialectos locales en su propaganda»
(Pandey, 1975, p. 207).
Gandhi gestionó gran parte de su vida privada y pública en términos de este
impacto en la reputación pública. Mostró más conciencia, que la mayoría de
personajes públicos, de la autodisciplina que esto requería. Lo cual siguió una
lección primaria: Gandhi había perdido una estimación muy incorrecta de la
rentabilidad de la Opinión India y aprendió «que un trabajador público no
debería hacer declaraciones de las que no se había asegurado». Era una
mezcla de principio, autocuestionamiento y conciencia política que condujo a
Gandhi a modificar su forma de vestir en Sudáfrica «para hacerlo más acorde
con el de los trabajadores contratados». Al regresar a la India, Gandhi
«invirtió en un gorro de cachemira de ocho a diez annas. Alguien vestido de
aquella forma seguro que pasaría como un hombre pobre» (Gandhi, 2008,
«During the Satygraha»). Una vez más, espiritualidad, Realpolitik y sinceridad
personal intensificaron el impacto de su comunicación pública.

3.1. Folletos, cartas e investigación


Gandhi no era un orador público preparado; en ocasiones otros leían sus
discursos por él. Su talento estaba en la escritura. Él y aquellos que trabajaban
con él redactaron muchos escritos para sus campañas, y una vez más entendió
su gran potencial como herramientas de publicidad. Estos escritos eran
normalmente su primer paso al afrontar cualquier tema. El lanzamiento del
Congreso de Natal fue seguido en 1895 por dos escritos, «Un llamamiento a
todos los británicos de Sudáfrica» y «El sufragio de la India, un reclamo».
Uno de los documentos más efectivos que describía las condiciones de
Sudáfrica fue escrito y autopublicado en la India en 1896, y más tarde se
convirtió popularmente en el «folleto verde», debido a su cubierta. Gandhi
recordó que: «Se habían impreso y (con ayuda de los estudiantes) remitido
diez mil copias a todos los periódicos y líderes de cada partido en la India»
(Gandhi, 2008, «I went straight to Rajkot»). Aparte de ser cubierto por los
periódicos de la India, fue recogido por la agencia de noticias Reuters y una
versión de tres líneas se envió por cable a Londres y de allí a Sudáfrica. La
reacción ciertamente le expuso al reto de gestionar el incremento de los
volúmenes de información a alta velocidad, porque el cable de Reuters actuó
como el telegrama Ems de Bismarck, y creó «una edición en miniatura, pero
exagerada, de la imagen que había dibujado del trato dado a los indios en
Natal, y que no estaba en mis palabras» (Gandhi, 2008, «I went straight to
Rajkot»).
La venta de folletos recibió la ayuda de la publicidad para las apariciones en
público del autor y los discursos siguiendo los pasos de los eventos
relacionados. Uno de ellos fue la paliza que recibió un sirviente indio en
Durban, Sudáfrica, por su dueño europeo. Se imprimió el discurso de Gandhi
sobre la salvajada en Madras y «al cierre del encuentro hubo una proliferación
de «folletos verdes» que llevó a una segunda edición revisada que «se vendió
como churros» (Gandhi, 2008, «I next proceeded to Madras»).
Las cartas a la prensa se utilizaron también para publicitar las posiciones de
Gandhi, por ejemplo sobre el abandono de las víctimas de la Plaga Negra por
parte de la municipalidad de Johannesburgo. Eso podía ser peligrosamente
contraproducente. Cuando regresó al sur de Natal a tiempo para la apertura del
nuevo Parlamento, Gandhi lo anunció a la prensa de la India y llegó casi a un
linchamiento en Durban.
El valor de la investigación es bien conocido en las RR. PP. de hoy en día. Los
partidos del Congreso de Natal y de la India, fomentados por Gandhi, hicieron
un uso excelente de las indagaciones como un medio para atraer la ayuda y
publicitar los abusos, conforme la investigación proseguía y finalmente se
denunciaba. En la India Gandhi llevó a cabo una investigación sobre el
impuesto a los granjeros índigos. El Congreso realizó una investigación no
oficial de la masacre de Jallianwala Bagh (Amritsar) en 1920, que extendió el
problema a la competencia de la administración colonial para comprobar el
abuso, y construyó la reputación del Partido del Congreso desde una
organización que «se reuniría tres días al año y luego se iría a dormir» a otra
que llevaría a la India hacia la Independencia (Gandhi, 2008, «I made friends
with»). «[U]na riada de folletos nacionalistas, panfletos, carteles y cosas
similares» aparecieron después del lanzamiento de la campaña de
desobediencia civil al Congreso, comenzando con la marcha de la sal de
Gandhi en 1930, un año después de que se publicara el segundo y último
volumen de la Autobiografía (Pandey, 1975, p. 211).

3.2. Relaciones con los medios


Con los medios para estimular a la acción (y comunicación) a un gran número
de personas analfabetas, casi no es necesario decir que la prensa no era «la
única, ni siquiera la principal, agencia empleada por el congreso para los
propósitos de propaganda o movilización» (Pandey, 1975, p. 206). Dicho esto,
el episodio de la entrevista del nodo de Movietone muestra que Gandhi
conocía las ventajas nacionales y globales de trabajar con los medios y que
controló o utilizó su timidez para proyectar simplicidad, fuerza, autenticidad y
simpatía. Una frase que aparece en la Autobiografía de Gandhi bien podría
haber sido escrita por Mill: «La prensa escrita es un gran poder, pero solo
como un torrente de agua desencadenado que sumerge todos los campos y
devasta los cultivos, aún así una pluma incontrolada no sirve sino para
destruir» (Gandhi, 2008, «In the very first month»). «Lo útil y lo inútil deben,
como el bien y el mal, por lo general ir juntos» concluye Gandhi, nuevamente
en el humor de Mill, «y el hombre debe elegir» (Gandhi, 2008, «In the very
first»). La Autobiografía describe sus contactos en desarrollo con los
periodistas y editores de los asuntos de Sudáfrica, entre quienes parecía
convertirse en «conocido», reuniéndose por ejemplo con el representante del
Daily Telegraph en el Bengal Club de Calcuta, quien entonces descubre lo que
Gandhi sin duda anticipaba o sospechaba, que a los indios no se les permitía
la entrada en el salón del Club (Gandhi, 2008, «From Madras I proceeded»).
Los contactos de Gandhi con las oficinas de la prensa tenían diferentes grados
de éxito (según lo que el editor de The Bangabasi, uno de los periódicos más
respetados y nacionalistas de la India, le dijo a Gandhi, «No hay fin para la
cantidad de visitantes como usted. Será mejor que se vaya» [Gandhi, 2008, «I
saw that my task»]). Los encuentros con los editores anglo-indios fueron más
productivos. Uno de ellos, el editor de The Englishman, otorgó a Gandhi
espacio en su oficina y la libertad de publicar su editorial sobre el problema
de Natal. El editor de The Madras Standard «me invitaba con frecuencia a su
oficina y me orientaba» y «ponía las columnas de The Madras Standard
enteramente a mi disposición, y yo libremente hacía uso de la oferta». Los
representantes de The Hindu «también fueron muy empáticos» (Gandhi, 2008,
«The greatest help»). No es que Gandhi limitase su trabajo en los medios a los
periódicos y lectores con los que empatizaba con más facilidad.
Imaginativamente, «deseaba garantizar la ayuda a cada partido» y por esta
razón se reunió con el editor de The Pioneer, quien «prometió mencionar
cualquier cosa en el periódico que pudiera escribir» sobre Sudáfrica,
añadiendo «que no podía prometer respaldar todas las demandas de la India».
«Es suficiente», contestó Gandhi con prudencia, «con que estudie la cuestión y
la discuta en su periódico». La publicidad podía ser útil en su propio derecho,
cualquiera que fuese el punto de vista (Gandhi, 2008, «I took a room»).
Hay una sorprendente vigilancia sobre la gestión de Gandhi de la temperatura
y el tono de la cobertura pública. Uno de los primeros actos de satygraha en
la India fue en 1917 y 1919, sobre la negativa a pagar impuestos por parte de
los campesinos que se morían de hambre en el distrito de Champaran en Bihar
y que fueron obligados por los plantadores a cultivar índigo en lugar de
alimentos. Gandhi se dio cuenta de que esto debía tratarse de forma separada
de los problemas de la independencia de la India, para evitar que el Gobierno
cambiara su neutralidad por una hostilidad activa: «Así escribí a los editores
de los principales periódicos pidiéndoles que no dificultasen el envío a los
reporteros, cuando debiera remitirles lo que fuera que pudiera ser necesario
para la publicación y mantenerles informados» (Gandhi, 2008, «Indeed the
situation in»), y entonces «envió a los líderes y a los principales periódicos
informes ocasionales, no para su publicación, sino meramente para su
información» (Gandhi, 2008, «In such a delicate»). Problema a problema,
campaña a campaña la comunicación que acumulativamente apunta a un
objetivo compartido y general continúa siendo una técnica popular.
En Sudáfrica Gandhi controlaba y ayudaba a fundar el periódico Indian
Opinion fundado en 1904. «Satygraha habría sido probablemente imposible
sin el Indian Opinion» reflexionaba (Gandhi, 2008, «But after all these
years»). Más tarde en la India llegó a ser editor del Young Indian y
Navagjivan. No incluía anuncios en estos periódicos, un paso «que les ha
ayudado en gran medida a mantener su independencia» y por supuesto «me ha
permitido airear mis opiniones libremente y centrarme en las personas»
(Gandhi, 2008, «From the very start»). Las actividades del Congreso Indio
después de 1930 generaron muchos periódicos de corta vida para la causa,
nuevamente «con frecuencia en el dialecto rural de una región, más que el
khari boli de la población educada de las ciudades. No existía otra forma de
hablar a las masas» (Pandey, 1975, p. 216). Esto es una evidencia
considerable de filtrar las audiencias como «cultivadores hermanos» (Pandey,
1975, p. 222), un método, si no directamente sugerido por Gandhi, ciertamente
evolucionado porque adoptó y publicitó los símbolos populares del pobre. «El
servicio del pobre», escribió, «ha sido mi deseo de corazón, y siempre me he
arrojado entre los pobres, lo que ha permitido identificarme con ellos»
(Gandhi, 2008, «The heart’s earnest»). Revitalizó la publicidad del Congreso
Indio; y comenzó a dirigirse a audiencias hasta entonces desatendidas: «Otras
publicaciones seleccionaban otros grupos, por ejemplo tenderos, lavadores,
barberos, en un caso, y trabajadores de las fábricas, en otro» (Pandey, 1975, p.
216).
«Debo reducirme a cero» escribió Gandhi casi al final de la Autobiografía
(Gandhi, 2008, «The experiences and experiments»). Lamentaba su fallo al
hacerlo y su fallo fue ciertamente aparente en sus campañas, que lo
convirtieron en una personalidad global. La atención que atrajo fue parcial
debido a su lucha tan publicitada por la pureza personal y el ahimsa, o la no
violencia en todas sus formas, no solo política. Sus campañas públicas al final
fueron santificadas por la encarnación personal de su obra pública. Para
mucha gente, esa búsqueda personal de la verdad validó su búsqueda propia
de la verdad por medio de la no violencia. Hoy, Gandhi continúa siendo «la
figura más prominente en esta tradición» (Martin y Varney, 2003, p. 214). La
Autobiografía es una guía para la conciencia social de las RR. PP. de nuestros
días y para una filosofía de comunicación que muchas organizaciones
comerciales, políticas y sin ánimo de lucro buscan reproducir. El enfoque
identifica una causa que instintivamente se cree ser genuina porque sus
representantes parecen tener sinceras convicciones, parecen ser
incorruptibles. Ellos también han creado una organización claramente
identificable para conducir sus campañas, con la definición de una serie de
objetivos simples alrededor de un valor universal. Son capaces de relacionar
esos objetivos con los eventos locales, las personas o los problemas, para
respaldar su causa con la investigación, con expresiones no violentas de
disidencia, y publicitarlo con el uso creativo de los medios. La Autobiografía
describe todas estas facetas de unas RR. PP. modernas basadas en los
problemas, que inspiraron a muchos imitadores, algunos más genuinos que
otros. Posiblemente el mundo de la comunicación se encuentra ahora en una
distracción asfixiante debido a estas actividades, adoptadas pero no
reinventadas por las nuevas tecnologías. Es posible que un nuevo Gandhi,
buscando cambiar al individuo y la sociedad, revitalice una vez más las RR.
PP.
Capítulo X
Aceptar y temer las RR.PP. Friedrich von Hayek
(1899–1992), Camino de servidumbre (1944)

1. “Propaganda” en el Camino de servidumbre


En el Camino de servidumbre la preocupación de Mill de la influencia sobre
la publicidad de la mayoría se convierte en la preocupación de Hayek de la
influencia sobre la mayoría de la publicidad. “Esto es un libro político”,
escribió el economista Hayek en su prólogo original. Era político porque
recordaba la opinión pública en tiempo de guerra sobre las virtudes del
liberalismo clásico y su lugar en la política de postguerra, y no solo en la
economía política. La idea principal del libro, en palabras claras de un
revisor, negaba que los alemanes fuesen por naturaleza “viciosos” y rastreó
“el crecimiento del totalitarismo volviendo al crecimiento insidioso de las
filosofías en las que la necesidad de “planificar”, en su connotación moderna,
tenía sus raíces (Fisher, 1944, p. 415).
Esta fue la razón genuina del interés de Hayek en la “propaganda” como él,
Gandhi, Bernays y muchos otros llamaban a la comunicación pública
gestionada, antes de que la palabra se reservase solo para propósitos más
oscuros. Gran parte de Camino de servidumbre, tanto como texto o subtexto,
lucha contra el efecto que ciertos tipos de comunicación pública a gran escala
estaba teniendo sobre la opinión, y la necesidad de mensajes alternativos. Su
mentor, el economista austríaco Ludwig von Mises (1881-1973), que había
sido clave para guiar a Hayek hacia el socialismo democrático, también puede
haberle influenciado en esto. Mises había escrito una “Crítica de la doctrina
de la fuerza” en su liberalismo, en la tradición clásica (1927): “Quienquiera
que desee ver el mundo gobernado según sus propias ideas debe luchar por la
dominación sobre las mentes de los hombres” añadiendo “Los hombres no
pueden ser felices en contra de su voluntad”. El verdadero liberalismo,
escribió, debe “evitar todo engaño de la propaganda” (Mises, 1927, apéndice,
sección 2). Entonces, ¿qué es lo que ella podía hacer, y qué contaba como
“engaño”?
Hayek estaba más abierto a la propaganda; de hecho él deseaba hacerla y
escribió al Ministerio Británico de Información en el estallido de la guerra de
1939: “ofreciéndose para ayudar con cualquier campaña de propaganda que
pudiera dirigirse a los países de habla alemana”. Presentó una serie de
propuestas para la entrega del mensaje, basadas en una interpretación histórica
del pensamiento y la política alemanes. En la introducción de la edición de
2007 de Camino de servidumbre, Caldwell comenta que la oferta fue
rechazada “educadamente pero con firmeza” —y ciertamente sin esperarse,
dado que este enfoque resurgió más tarde en la propaganda aliada (Hayek,
2007, “Hayek had sent”).
Hayek confirió pensamiento a lo que se consideraba válido para la
propaganda, y qué mensajes merecía la pena comunicar, y sus opiniones
condujeron a Camino de servidumbre. Un interés en las formas “obvias” y
“sutiles” de propaganda por parte del enemigo inmediato, la Alemania nazi,
como “una de sus principales armas” aparece a lo largo de Camino de
servidumbre (Hayek, 2007, “It is still more”). Hayek criticaba la “ineficacia
fatua de la mayoría de la propaganda británica” y se preocupaba por lo que
esto implicaba: “Aquellos que la dirigen parecen haber perdido su propia fe
en los valores peculiares de la civilización inglesa o ser completamente
ignorantes de los principales puntos en los que difiere de la de los demás”
(Hayek, 2007, “Nowhere is the loss”).
El contra del mensaje del Reino Unido de “que estaban luchando por la
libertad para moldear nuestra vida de acuerdo con nuestras ideas” aun siendo
importante, no era “suficiente para darnos la creencia firme que necesitamos”
(Hayek, 2007, “We know that we”). Este interés en la gestión de la
comunicación despertó otras dos preguntas en Hayek —¿qué deberían ser esas
firmes creencias? y, ¿quién más amenazaba la libertad al oponerse a ellas,
olvidarlas o pasarlas por alto? A él le inquietaba el futuro de la libertad de
mercado clásica de la sociedad liberal en el clima de comunicación que se
había creado, así que sus respuestas fueron, primero, creer en el liberalismo
económico y, segundo, que la amenaza a la libertad procedía de todos los
partidarios de la intervención del Estado en la economía. Económicamente
hablando, los nacionalsocialistas, los comunistas y los socialistas parecían
iguales. Una postura que encontramos en su libro es que el nazismo, en
palabras de un crítico, “tiene sus raíces en las enseñanzas y doctrinas de los
socialistas alemanes” (Hoselitz, 1945, p. 929). Además culpó a los
“intelectuales de izquierdas” en el Reino Unido, quienes “parecían haberse
convertido en casi incapaces de ver ningún bien en las características de las
instituciones y tradiciones inglesas” (Hayek, 2007, “The Left intelligentsia”).
Hayek añadió a otros en la Hoja de Cargo, dedicando el libro a “Los
socialistas de todos los partidos”. Esto evidentemente incluía a los capitalistas
monopolistas que cooperaban con el Estado para proteger y hacer crecer sus
posiciones, influenciando la opinión pública “al permitir que otros grupos
participen en sus ganancias… o, y quizás incluso con mayor frecuencia, al
persuadirles de que la formación de monopolios era de interés público”
(Hayek, 2007, “In some measure”).
El austríaco Hayek, en su exilio voluntario había visto el proceso que se
desarrolló poco a poco en Alemania: el debilitamiento de la libre economía
por parte de la izquierda, conduciendo a un debilitamiento del respeto público
por las instituciones libres, conduciendo al nacimiento de un colectivismo
nacional extremo, y como él después recordaba había gente que “creía
seriamente que el Nacionalsocialismo era una reacción capitalista contra el
socialismo” (Hayek, 2007, “A very special situation”). ¿Había caído el Reino
Unido involuntariamente en este error y por ello se había embarcado hacia el
mismo camino? “No los persuadiremos [a los alemanes] siguiéndolos hasta la
mitad del camino que conduce al totalitarismo” y finalmente debilitaremos
nuestra propia libertad al tomar prestadas las ideas alemanas sobre “el
socialismo de Estado, Realpolitik, planificación ‘científica’, o
corporativismo” (Hayek, 2007, “We shall not delude”).
Estas fueron las razones para este libro: argumentar contra la fuente estatista y
colectivista de lo que él llamó “propaganda totalitaria” (cuyos métodos aún
aparecen en las RR.PP. o en especial en las RR.PP. de problemas o de asuntos
públicos), que buscaba continuar esta amenaza estatista y colectivista para la
libertad en el periodo de posguerra. “Durante más de medio siglo”, había
escrito en 1935:
La creencia de que la regulación deliberada de todos los asuntos sociales debe
necesariamente tener más éxito que la interacción aleatoria de individuos
independientes ha ganado terreno constantemente hasta que a día de hoy apenas
existe un grupo político en el mundo que no desee la dirección central de la mayoría
de las actividades humanas al servicio de un objetivo u otro.

(Hayek, 1963, capítulo 1, sección 1)


Hayek deseaba una alternativa, un cuerpo sustancial de la propaganda,
cuidadosamente argumentado, inteligentemente argumentado, y también
polémico. Él escribió para influir en la propaganda británica en tiempos de
guerra, pero también para influenciar a los británicos y más tarde a la opinión
mundial informada. Él no escribió un manifiesto, ni tampoco para instar con
sus opiniones a un gran grupo amorfo como hizo Mill para publicitar sus
puntos de vista a los individuos pensantes. Compartía con Mill y Mises una
preocupación sobre el poder de la masa, de la adaptación de la opinión
mayoritaria sobre la expresión individual, y la forma en que sus percepciones
se alteraban. La mentalidad anticapitalista (1956) de Mises se quejaba de la
meticulosidad por la cual se había alcanzado la “dominación sobre las mentes
de los hombres”, como en una sección titulada con provocación “El fanatismo
de los literatos”: “La tremenda máquina de la propaganda ‘progresista’ y el
adoctrinamiento han tenido éxito en el refuerzo de sus tabús. La ortodoxia
intolerante de las escuelas ‘heterodoxas’ sedicentes domina el escenario”
(Mises, 1956, capítulo 3, sección 5).
No fue con gusto que Hayek coincidiese con esto y con Mill: “La gran mayoría
raramente es capaz de pensar de forma independiente, en la mayoría de las
cuestiones acepta las opiniones que encuentra ya elaboradas y estará
igualmente contenta si nacieron o fueron persuadidas por un conjunto u otro de
creencias” (Hayek, 2007, “Probably it is true”). Sin embargo, Hayek añadió,
“Ello ciertamente no justifica la presunción de un grupo de personas para
demandar el derecho de determinar qué personas deberían pensar o creer”
(Hayek, 2007, “Probably it is true”). Marx y Engels podrían clamar que la
“burguesía” capitalista estuviese haciendo exactamente eso. Hayek mientras
tanto se refería a los partidarios del socialismo, o del control económico del
Estado, aunque, como se verá, sus restricciones, al igual que en Sobre la
libertad y no en El manifiesto comunista, se ampliaron a cualquier grupo que
intentaba apoderarse del control de los motores de la propaganda. “En tanto
que la disidencia no se suprima”, Hayek continuaba, “siempre habrá alguien
que indagará sobre las ideas que gobiernan a sus contemporáneos y pondrá
nuevas ideas para poner a prueba el argumento y la propaganda” (Hayek,
2007, “Probably it is true”). “Propaganda”, para utilizarla en la forma en la
que hacía con frecuencia la generación de Hayek, era un medio legítimo para
probar el terreno en una sociedad individualista, que se hacía eco de la
defensa de la publicidad de Mill, en oposición a la “publicidad exagerada”.
Camino de servidumbre fue escrito entre 1940 y 1943, conducido por la
preocupación de Hayek de que la guerra estaba siendo utilizada para hacer
propaganda del colectivismo económico y por consiguiente proporcionaba una
amenaza para la libertad económica y personal. Para Hayek, el fracaso y la
amenaza del colectivismo miraron de frente a los aliados, adoptando la forma
del enemigo, y también —controvertidamente para la época— de su aliado
soviético. En el caso de los nazis, sus predecesores socialistas ya habían
ayudado a debilitar la creencia pública en la libertad individual.
Aparte de Alemania, el intento de Hayek de resucitar al público británico
hacia las bases económicas para sus libertades estuvo motivado por la
preocupación de que como economistas estuviesen ocupados con la labores
oficiales de la guerra, “la opinión pública en estos problemas es en una
alarmante mayoría guiada por aficionados, por personas que tienen un hacha
para agarrarse al poder o una panacea favorita para venderla” (Hayek, 2007,
“If in spite of”). Esto fue la fuente del “engaño” del que Mises había
advertido. Una lucha de comunicación estaba en progreso, en donde las
palabras popular y virtuoso habían sido elegidas por un bando, vaciadas de su
significado y convirtiéndolas en virtudes simplemente a fuerza de repetirlas
con frecuencia, apoyadas por frases seudotécnicas. Mises se había quejado
cerca de cincuenta años antes “del fervor de la propaganda de los partidos
antiliberales, que dieron la vuelta a los hechos”. Hayek fue cuidadoso a la
hora de aprisionar las palabras mal utilizadas entre comillas: “científico”,
“progresista” se empleaban, al igual que Marx había hecho, para crear una
idea falaz y seudocientífica de que una sociedad planificada era “inevitable”
(quizás la palabra que más disgustaba a Hayek, por lo que vio como su efecto
de mala muerte en la libertad humana y un impacto opresivo sobre el debate).
Mientras escribía Camino de servidumbre, Hayek también había desarrollado
argumentos en La contrarrevolución de la ciencia (1941, más desarrollada en
1952) analizando al primer socialista y sociólogo francés, el conde de Saint-
Simon (1760-1825), y a través de su legado inquisitorio sobre la validez de
aplicar los métodos científicos a las ciencias sociales, y por último a la
política social. Hayek debatía sobre un pasaje del influyente Saint-Simon en
Léon Halévy (1802–1883) que subrayaba la dirección que su escrito estaba
tomando en Camino de servidumbre:
[Halévy] ve que el tiempo se aproxima cuando el “arte de movilizar a las masas”
esté tan perfectamente desarrollado que el pintor, el músico y el poeta “poseerán el
poder de agradar y de movilizar con la misma certeza con la que el matemático
resuelve un problema de geometría o el químico analiza cualquier sustancia.
Entonces, solo el lado moral de la sociedad será establecido con firmeza”.

(Hayek, 1941, p. 137)


“El arte de los ministros de propaganda modernos habría sido totalmente
apreciado e incluso fue anticipado por Saint-Simon”, concluyó Hayek. Para él,
las visiones estatistas eran quimeras conjuradas en la realidad por la dirección
inteligente de la opinión pública, a través de la cual:
Los hechos y las teorías deben así convertirse en no solo el objeto de una doctrina
oficial, sino en las opiniones sobre los valores. Y el conjunto de instrumentos para la
difusión del conocimiento —las escuelas, y la prensa, la radio y las imágenes
emotivas— será utilizado exclusivamente para difundir estas opiniones.

(Hayek, 2007, “Facts and theories”)


Él describe este cóctel de propaganda, utopismo, ciencias sociales y análisis
científicos poco apropiados como “cientismo”, introduciendo el término en
Cientismo y el estudio de la sociedad, que apareció en dos partes en 1942 y
1943. El éxito de las “disciplinas físicas y biológicas” y la aplicación del
término ciencia a estas atrajeron a imitadores en otros campos inadecuados
para sus métodos. “Con ello la tiranía inició lo que los métodos y las técnicas
de las ciencias, en el sentido estricto de la palabra, habían ejercitado desde
entonces sobre otras materias” (Hayek, 1942, p. 268).
En Camino de servidumbre enfatiza la consecuencia de este cambio: “un
completo abandono de la tradición individualista que ha dado lugar a la
civilización occidental” (Hayek, 2007, “All we are here”).
El cientismo, una versión deformada y politizada de la investigación
científica, estaba modificando la opinión pública al dominar la propaganda en
tiempo de guerra. Al igual que Mill se había preocupado sobre la tendencia de
los medios populares a generar una conformidad de opinión, ya sea
inconscientemente o no, Hayek también reconoció este poder. “‘Planificar’ u
‘organizar’ el crecimiento de la mente, o, para el caso, el progreso en general,
es una contradicción de términos” (Hayek, 2007, “This interaction of
individuals”). Fue con esta parte del pensamiento de Hayek, y no con su visión
sobre la economía, con la que estaba de acuerdo el escritor socialista de otra
época George Orwell en su breve reseña de Camino de servidumbre escrito
cuatro años antes de su propio asalto sobre la gestión centralizada de la
comunicación de masas en 1984. La reseña de Orwell enunciaba:
No puede decirse con frecuencia —en todo caso, no se dice casi con la suficiente
frecuencia— que el colectivismo no es inherentemente democrático, pero, por el
contrario, ofrece a la minoría tiránica tales facultades nunca imaginadas por los
inquisidores españoles.

(Orwell, 1944)
Orwell no creía que la libertad económica condujese a la libertad personal.
Hayek, sin embargo, deseaba replantear el caso para el aspecto económico de
la libertad personal. Hayek sencillamente comprendía la meticulosidad con la
que las plataformas mediáticas tradicionales y no tradicionales podían
organizarse en torno a un único tema, dejando poco espacio para que el
individuo respirase. Esto se expresa con fuerza en los primeros párrafos del
capítulo once, “El fin de la verdad”: “El efecto de la propaganda en los países
totalitarios es diferente no solo en magnitud sino en clase de aquella
propaganda elaborada para fines distintos por las agencias independientes y
rivales” (Hayek, 2007, “This is, of course”).
Hoy lo primero podría verse como propaganda, y lo último como RR.PP.,
aunque esto fue un caso menos claro. La diferencia aceptada por muchos en la
época, y que permanece relevante, no reside en el nombre, sino en la opinión
de que “lo que es verdaderamente vicioso no es la propaganda, sino un
monopolio de esta”, un mensaje atribuido a muchos pero original del ferviente
y exitoso propagandista Napoleón Bonaparte (Holtman, 1950, p. i), cuyas
técnicas diversas aún merecen su estudio (Bernays, 1980; Hanley, 2005;
Holtman, 1950; Leith, 1965).
Aceptando con cautela por un momento que las diferencias entre los dos
términos propaganda y RR.PP. ahora se han bifurcado lo suficiente para
mostrar más características diferentes, puede decirse que Hayek había
estudiado lo suficiente el primer término para comprender su poder potencial
sobre el segundo. Una nota a pie de página en el capítulo recordaba al lector
la coordinación nazi de todas las actividades para reforzar el mensaje de su
legitimidad, y por tanto del “Gleichschaltung de todas las mentes” (Hayek,
2007, “This is, of course”).
Para Hayek, la conexión entre libertad de comunicación, libertad económica y
libertad personal es clara. Al igual que Mill, deseaba defender el potencial
humano para la espontaneidad, en contra de la idea de que: “Cada actividad
debe derivar su justificación de un propósito social común” (Hayek, 2007, “It
is entirely in”). Gleichschaltung, tanto nazi, socialista o comunista, para él
significaba que: “No debe darse ninguna actividad espontánea y no dirigida,
porque podría producir resultados que no pueden pronosticarse y que el plan
no contempla” (Hayek, 2007, “It is entirely in”).
Según Hayek, los partidarios del estatismo creían que la coordinación de la
opinión estaba ocurriendo de todas formas, por lo que “deberíamos utilizar
este poder deliberadamente para tornar los pensamientos de la gente hacia lo
que creemos que es la dirección deseable” (Hayek, 2007, “The desire to
force”). Hayek dice de la primera suposición que “con probabilidad es
suficientemente cierta”. Se expande sobre un tema que hemos visto
desarrollarse en Marx y Engels, Mill, Carlyle, Lippmann y en otros autores
mencionados anteriormente, entre los que se incluyen el novelista Edgar Allen
Poe (1809-1849) en su breve relato del siglo XIX “El hombre de la multitud”
(1840) sobre el ansia de la gente aislada por formar parte de la masa urbana, o
“Winesburg, Ohio” (1919) de Sherwood Anderson (1876-1941) ocho años
más tarde, recordando una conformidad de la opinión en propagación en los
distritos rurales en la década de 1890. Hayek se compadecía:
No existe una libertad real de pensamiento en nuestra sociedad, según se dice,
porque las opiniones y los gustos de las masas están moldeados por la propaganda,
los anuncios, el ejemplo de las clases superiores, y otros factores ambientales que
inevitablemente fuerzan el pensamiento de la gente hacia gastados surcos.

(Hayek, 2007, “The desire to force”)


Sin embargo, continuaba, y este es un punto que se reitera una y otra vez en
Camino de servidumbre: “Esto muestra una completa confusión de
pensamiento al sugerirlo, porque bajo cualquier clase de sistema la mayoría
de la gente sigue el liderazgo de alguien, sin ser relevante si todo el mundo
tiene que seguir al mismo líder” (Hayek, 2007, “Probably it is true).
Finalmente, Hayek identificaba un resultado más de la comunicación
monopolizada por el Estado. Quizás es uno de los problemas más duraderos
en los Estados postotalitarios, de amoralidad social, o “el espíritu de
completo cinismo en relación con la verdad que engendra, la pérdida del
sentido de incluso el significado de la verdad” (Hayek, 2007, “The general
intellectual”).
El mal uso de la propaganda, entonces, ocupa gran parte del Camino de
servidumbre. Una defensa a su favor podría estar en que esto era una
preocupación tan grande para Hayek como el futuro para el liberalismo
clásico, ya que es posible ver la comunicación pública ocupando su lugar
junto con la supuesta tesis principal del libro, o la tesis para la cual se
recuerda más. Muchos análisis de este libro tienen poco que decir sobre el
tema. La comunicación es una vez más esencial pero aparentemente invisible,
sin ninguna intención del autor. Al menos una reacción al libro en The Modern
Language Journal, por Sheila Kragness, entonces una estudiante de
doctorado, prestó al tema una atención sostenida: “A qué nivel dicho mal uso
del lenguaje es típico de la ideología totalitaria no siempre se aprecia por
completo. La situación se describe en Camino de servidumbre” (Kragness,
1945, p. 521).

2. El problema de la “audiencia”
Hayek no descuida las audiencias objetivo. Sabía que la propaganda las
necesitaba, incluida la suya propia, pero batalló con las implicaciones para la
libertad individual. Buscaba al individuo, temía pero no sabía cómo sortear a
las “masas” colectivas cultivadas en el socialismo, y su conocimiento limitado
de las RR.PP. le frenó a considerar cómo conectar con grupos alternativos que
no eran ni tan pequeños como el individuo ni tan grandes como las “masas”.

2.1. Buscar al individuo


Hayek se une a Mill, Lutero, Gandhi y Jung a la hora de dirigir
ostensiblemente su mensaje a los individuos en lugar de a las agrupaciones
más amplias elegidas por Confucio, Platón, Al-Farabi, Clausewitz, Marx y
Engels.
“Esta interacción de individuos, en posesión de un conocimiento diferente y de
puntos de vista diferentes, es lo que constituye la vida del pensamiento”
concluía (Hayek, 2007, “This interaction of”). Sin embargo, Hayek percibía la
existencia, aunque inútil, del enorme público preferido por sus oponentes —
aquel conocido, temido, deseado, aceptado y gestionado como las “masas”.
Desde el siglo XIX hemos visto cómo este grupo presentaba a las personas
razonadas con preguntas apremiantes. ¿Debería contenerse o emanciparse?
Para Marx y Engels por supuesto las “masas de trabajadores, hacinadas en la
fábrica” eran los agentes inevitables de la revolución (Marx y Engels, 1998, p.
43). Oswald Spengler ocupaba una posición más nacionalista, todavía
socialista pero declarada no nacionalsocialista. En su gran obra La
decadencia de occidente, el historiador alemán temía, junto con Mill, la
susceptibilidad de las masas libres del siglo XX ya que “en segundo plano,
inadvertidas, las nuevas fuerzas están luchando unas con otras por la
adquisición de la prensa” (Spengler, 1926, “In the contests of”). “Hoy un
demócrata de la vieja escuela exigiría, no la libertad para la prensa, sino la
libertad desde la prensa” (Spengler, 1926, “In preparation for”). Spengler
pasó por alto otras técnicas publicitarias, y una vez más junto con los
pensadores aquí analizados amplia o enteramente descuidó los avances en los
campos de lo comercial o lo no político en general. Quizás debido a esta
pérdida de perspectiva, declaró que la masa siempre existía para ser
conducida por alguien:
Ningún domador tiene a sus animales más bajo su poder. Da rienda suelta a la gente
como lectores de masas y avanzará por las calles y se arrojará sobre el objetivo
indicado, aterrorizando y rompiendo ventanas; un toque para los empleados de presa
y se volverá silenciosa y regresará a casa.

(Spengler, 1926, “In the contests of”)

2.2. Atrapado por las “masas”


Hayek reaccionó en contra de la predicción de Spengler de la “decadencia
inevitable” del liberalismo tradicional previa a “una nueva era de cesarismo”
tan poderosamente como él reaccionó contra el estatismo (Hayek, 2007,
capítulo 12, nota 27 del editor). El cesarismo de Spengler significaba el poder
de un dictador ejercitado a través de instituciones políticas dóciles y
moribundas. Por lo que respecta a Hayek, el cesarismo abrazó el marxismo.
Citó con aprobación la declaración de un escritor británico de que “en lo
esencial” el marxismo “es fascismo y nacionalsocialismo” (Hayek, 2007, “Mr
Eastman’s case”). La coincidencia de Hayek con Mill sobre la tiranía de la
mayoría sin embargo quería decir que él no podía librarse de la idea de las
masas como una audiencia guiada por la comunicación pública gestionada.
Aceptó su realidad actual y la temió: “tal grupo numeroso y sólido con
opiniones bastante homogéneas no es probable que esté formado por los
mejores elementos sino más bien por los peores de toda sociedad” porque “si
deseamos encontrar un alto grado de uniformidad y similitud de opinión,
tenemos que descender hasta las regiones con inferiores estándares morales e
intelectuales donde prevalecen los gustos más primitivos y ‘comunes’”
(Hayek, 2007, “There are three”).
Los comentarios de Hayek sobre la susceptibilidad de las masas a la
propaganda y a la publicidad fueron registrados con anterioridad. Apreciaba
que la masa era un obstáculo para la libertad, “un retoño bárbaro” creado por
los socialistas para proporcionar una audiencia para “la aceptación general de
una Weltanschauung común, de un conjunto definitivo de valores” (Hayek,
2007, “Socialists, the cultivated”). Las observaciones de Hayek apoyan el
consejo de Bernays a las democracias occidentales de estudiar las RR.PP.
comunistas: “Fue en estos esfuerzos para generar un movimiento de masas
apoyado por dicha visión única del mundo donde los socialistas primero
crearon la mayoría de los instrumentos de adoctrinamiento de los que los nazis
y fascistas había hecho el mismo uso” (Hayek, 2007, “Socialists, the
cultivated”).
La “masa” justificaba un partido político. El primero fue el socialista, con una
práctica integral, o totalitaria, de la comunicación dirigida a la estandarización
de la percepción, la opinión y la acción, un partido que “abraza todas las
actividades del individuo desde la cuna hasta la sepultura, que demanda guiar
sus opiniones en todo, y que se deleita en hacer de todos los problemas las
preguntas de la Weltanschauung del partido” (Hayek, 2007, “In Germany and
Italy”).
Al igual que otros pensadores de este libro, Hayek tenía que identificar sus
audiencias para que él o sus oponentes pudieran movilizarlas o debilitarlas, y
por el momento las percepciones de sus oponentes sobre aquellas audiencias
estaban prevaleciendo. Una vez se ha identificado y aceptado una audiencia (o
audiencias), la propaganda objetivo puede acelerarse y se coordina con mayor
facilidad, hecho demostrado por el uso de las masas, “normalmente los
trabajadores industriales con mayor destreza” según Hayek, haciéndose eco de
la identificación del proletariado de Marx y Engels: “El movimiento”,
escribió Hayek, “se preocupa inmediatamente del estatus de un grupo en
particular, y su objetivo es elevar dicho estatus a otros grupos” (Hayek, 2007,
“So long as the”).
Hayek parece haber aceptado que la audiencia objetivo del socialismo era
demasiado simplista. Identificar la masa, o el proletariado, como uno de solo
dos públicos clave estuvo comprometido (y quedó obsoleto) por aquellas
aspiraciones individuales descritas por Le Bon (ver capítulo siete), o por las
audiencias más pequeñas que se “ignoraban” y que no podían agruparse en el
blanco político creado por los socialistas. Fueron el “ejército incontable de
oficinistas y mecanógrafos, administrativos y maestros, comerciantes y
pequeños funcionarios, y rangos de profesiones inferiores” (Hayek, 2007,
“Socialist theory and”). Algunos de ellos proporcionaron un liderazgo para los
socialistas, en verdad, pero la ideología socialista y el mensaje socialista no
se habían elaborado para este, o estos, grupos. Al final, sin embargo, Hayek no
podía erradicar la perspectiva de sus oponentes y aceptó la realidad del
espectro que habían planteado. “Si se necesita un grupo numeroso, con
suficiente fuerza como para imponer sus visiones sobre los valores de la vida
en el resto”, escribió, “serán aquellos que formen la ‘masa’ en el sentido
peyorativo del término, el menos original e independiente, quienes serán
capaces de poner el peso de sus cifras detrás de sus ideales particulares”
(Hayek, 2007, “In the first instance”).

2.3. Pasar por alto las alternativas


¿Necesitaba Hayek aceptar las audiencias objetivo de su oponente en sus
propios términos? La invalidez de establecer dos grandes audiencias e
identificarlas como amigas o enemigas fue denunciada por Bernays cuando
listó algunas de las muchas identidades alternativas de América: las
asociaciones de comercio, publicaciones sin ánimo de lucro y comerciales, y
citó la lista satírica de Life Magazine sobre los públicos alternativos de
EE.UU. (“the Colonial Dames, the Masons, Kiwanis and Rotarians, the K of C,
the Elks”, etc.) para un británico alabando a América por no tener una clase
superior o inferior. “Es extremadamente difícil darse cuenta de cuántas y cómo
de diversas son las divisiones en nuestra sociedad”, escribió en 1928,
refiriéndose a lo comercial, lo racial, lo religioso, lo económico y otras
subdivisiones que distraen a las personas de verse a sí mismas como una
“masa” politizada (Bernays, 2005, “It is extremely”). Mises estaba más seguro
de la supervivencia de la propiedad privada frente al ataque de todos lados,
incluido “el resentimiento de las masas —profundamente arraigado en la
envidia instintiva” (Mises, 1927, capítulo 2, sección 3).
Hayek estaba limitado por su conocimiento restringido de la “propaganda” y
su metamorfosis hacia las “relaciones públicas” del sector privado, que le
habría ayudado a desarrollar la propaganda antisocialista que hizo uso de las
clasificaciones más precisas de Bernays. Quizás él podría haber eludido su
preocupación acerca de las masas si hubiese prestado más atención al mundo
de asociaciones y comunidades privadas y no gubernamentales donde la
mayoría de la gente obstinadamente tiende a pasar el resto de su vida. Él no lo
hizo, sin embargo, y por esta razón utilizó ampliamente —y con temor de Mill
y Spengler— las identidades de audiencia empleadas por sus oponentes
politizados, incluso pasando por alto la fuerza del proceso de creación de
audiencias en un mercado libre. La nueva prosperidad había creado nuevas
identidades junto con las anteriores que sobrevivían: un resultado inesperado
de la destrucción continua de las relaciones sociales “fijas, congeladas”
narradas por Marx y Engels, una tendencia destructiva que El manifiesto
comunista aplicaba a todo excepto a su supuestamente monolítica audiencia
objetivo.

3. Las RR.PP. y el destino del individuo


Camino de servidumbre debe su existencia a las ideas de Hayek sobre la
comunicación en los asuntos públicos. Él continúa la trayectoria que se inició
con Lutero, en la que los intelectuales públicos se encontraban enfrentándose,
más y más, a la necesidad de comprometer a un gran número de personas, para
desarrollar los mensajes que ayudaban a este proceso, y para comprender
algunas de las técnicas utilizadas en la comunicación de masas. Esta
comprensión era incompleta debido a un entendimiento incompleto de la
maquinaria publicitaria en expansión. Los pensadores del siglo XIX con
frecuencia la temían, en lugar de aplicarla como una herramienta técnica —
quizás porque también era un producto de las experiencias radicalmente
desestabilizadoras de la industrialización, urbanización y agitación social.
Hayek tampoco comprendió el verdadero alcance del proceso, pero en general
fue menos desconfiado de la propaganda. Le desagradaban las formas en que
algunos de sus más efectivos practicantes, particularmente los Estados
totalitarios, convertían el arte y las ciencias sociales en “las fábricas más
fértiles de los mitos oficiales que los gobernantes utilizan para guiar las
mentes y las voluntades de sus sujetos” (Hayek, 2007, “This applies even”).
Estaba preocupado por el mal uso —o el repropósito— de las palabras clave
en una escala industrial para cambiar la percepción. Presentó el supuesto para
una base sólida de opinión sustantiva en la que construir un ejemplo y un
futuro; y la necesidad de que esa opinión fuese técnica, basada en un
argumento minucioso pero no demasiado técnico ni oscuro. Mostró una
conciencia de que la emoción podía dirigirse erróneamente, manipularse con
razonamiento y pensamiento independiente extraído de una campaña de
comunicación pública —la antítesis de la experiencia de Gandhi.
Sin embargo, Hayek estaba dispuesto a utilizar las técnicas publicitarias para
enviar su propio mensaje; el cual no buscaba empujar a los grupos hacia un
conjunto particular de principios aprobados por el Estado, sino que instaba a
los individuos a realizar libremente sus elecciones sobre la dirección de su
economía y por consiguiente de las interacciones sociales. Fue la expresión
práctica y libertaria de los principios liberales clásicos de Mill en el entorno
público. Las RR.PP. de hoy algunas veces tratan de hacer sentir a los
integrantes de las audiencias su individualidad; mucho más que Gandhi, aún
menos Hayek. Por otra parte, esto también podía remitir a individuos hacia una
dirección determinada en nombre de sus clientes, utilizando programas de
comunicación gestionada que son más completos que nunca antes en la
historia. Los fabricantes prosaicos de cosméticos, cereales para el desayuno,
campañas ambientales o medicinas deben desarrollar sus mensajes para guiar
a las audiencias identificadas como objetivo hacia ciertas opiniones sobre los
problemas sociales, o visiones particulares acerca de cómo debería
experimentarse la vida, percibirse la autoestima, criarse a los hijos.
Estas actividades de las RR.PP. no son estrictamente totalitarias ya que los
mensajes alternativos existen, pero son totalitarias en la medida en que buscan
crear, en ocasiones en vivo detalle, una opinión de por vida (desde la cuna
hasta la tumba) del mundo más allá del producto inmediato. Hayek tenía razón
sobre el poder de la propaganda moderna (o RR.PP.) para distribuir tsunamis
de información en torno a dichos temas coordinados, pero se centraba en el
Estado. ¿Debería haber vuelto sus armas en contra de otros objetivos? A
diferencia de Bernays, quien estaba sacando provecho del proceso, Hayek no
se preguntaba si la misma tendencia se estaba desarrollando en algún otro
lugar de la sociedad, o si estaba afectando demasiado a las percepciones del
sistema de gobierno y economía. Las circunstancias imperiosas de la época en
que escribía probablemente le frenaron a considerar esta versión comercial de
la propaganda en cualquier caso. La propaganda era para él un asunto político,
y no corporativo.
Un logro de Camino de servidumbre es plantear cuestiones más importantes
sobre la aceptación de las RR.PP. por parte de la sociedad: quizás las mayores
preguntas de todas. ¿Puede un individuo alguna vez cortar los lazos de las
RR.PP.? ¿Qué les ocurre a las personas cuando las organizaciones pliegan su
individualidad en la personalidad colectiva de una audiencia determinada?
¿Pueden incluso las organizaciones mejor intencionadas evitar crear
identidades colectivas, y puede esa identidad colectiva resistir los intentos de
las RR.PP. de gestionar sus percepciones y acciones de una forma incluso más
cuidadosa? La idea de las RR.PP. provistas para incluir auténticamente tal
organismo complejo como el individuo autónomo permanece fuera de alcance,
y si es posible para las organizaciones lograrlo en este mundo. ¿Puede la
comunicación colectivamente dirigida comprometerse con el individuo
completamente realizado? Jung, a quien analizaremos a continuación,
consideró esta cuestión.
Capítulo XI
La elección de las RR.PP.: crear audiencias o
descubrir individuos. Carl Jung (1875-1961), The
Undiscovered Self (1957)

1. Amenaza de las RR.PP. para la psique


Cada una de las obras en este libro acepta la maleabilidad de la naturaleza
humana como un hecho. En ocasiones se ha contemplado como algo bueno, o
al menos como una realidad que puede utilizarse para promover una idea o
causa. Sin embargo, esto no es así en The Undiscovered Self. El autor y
psicólogo Carl Jung se une a Mill en advertir que nuestra individualidad está
en peligro. Ofrece resistencia a la maleabilidad, pero su enfoque difiere del de
Mill y posiblemente traza un curso diferente para las RR.PP. del futuro.
¿Por qué elegir esta entre todas las obras de Jung? ¿Por qué Jung en particular,
entre las muchas conexiones registradas entre RR.PP. y psicología? Debido a,
podría contestarse, la forma en que se exploran las conexiones en este ensayo,
enriquecida por una pieza extraída de su recopilación de obras de 1950 y que
se titula Símbolos y la interpretación de los sueños (cada ensayo se señala de
forma abreviada en las siguientes referencias como Undiscovered o
Símbolos).
The Undiscovered Self ciertamente no es un ensayo práctico; no es De la
guerra, La ciudad ideal o La República. Ni siquiera Sobre la libertad o
Autobiografía de mis experimentos con la verdad. No se aplica en absoluto
salvo en el campo de la psicología. Lo que sí hace es plantear los problemas a
los que aún se enfrentan las RR.PP., con sus herramientas persuasivas en
aumento y más organizaciones que tratan de utilizarlas. Estos problemas
incluyen la relación entre las emociones y las ideologías, también debatida por
Hayek; el supuesto para una dimensión espiritual que abarque las esferas
públicas y privadas de acción demostradas por Gandhi; la relación dificultosa
entre las masas, la comunicación pública y la autonomía individual, debatida
por Gandhi y Hayek.
Se ha descrito a The Undiscovered Self como uno de los tres o cuatro escritos
más importantes de Jung que se ocupan de la política (Odajnyk, 1973, p. 142).
Su preocupación es limitada y consultar otros trabajos, incluyendo Símbolos y
la interpretación de los sueños, es necesario para resaltar las ideas en este
ensayo. La falta de síntesis además nos dificulta la labor. La colaboradora
autobiográfica de Jung nos recuerda que “Jung nunca manifestó ninguna
disposición de ofrecer un resumen de sus ideas —ni por hablado ni por
escrito”. Jung explicaba: “Tendría que omitir toda mi evidencia y confiar en un
tipo de declaración categórica que no haría que mis resultados fuesen más
fáciles de entender” (Jaffé en Jung, 1989, “The chapter entitled”). Además,
percibía que “la última definición no era posible. [Jung] creyó conveniente
dejar que los elementos inexplicables que siempre se mantenían cerca de las
realidades psíquicas siguiesen siendo un enigma o misterio” (Jung, 1989, “The
short glossary”).
El pensamiento de Jung sobre la comunicación pública se desarrolló en su
obra posterior cuando sus reflexiones sobre la política, la religión, la vida
pública y la individualidad motivaron otras reflexiones sobre el papel de las
RR.PP. (o “propaganda” como él las llamaba, al igual que su contemporáneo
Hayek). Al hacer esto, Jung cuestiona muchas fuerzas que habían definido el
papel de las RR.PP. desde principios del siglo XX. The Undiscovered Self no
trata de los “negocios” ni de la “estrategia de las RR.PP.”, sino de las RR.PP.,
porque las RR.PP. median la frontera en la que las organizaciones se
encuentran con la sociedad, y las RR.PP. buscan respetar y comprender la
autonomía de sus audiencias objetivo. Jung contribuye a estos temas porque ha
afectado a nuestra visión de nosotros mismos, y a la preservación de nuestra
individualidad de las fuerzas externas que se infiltran en el pensamiento
consciente y el comportamiento. Para Mill, Marx y Engels esto ocurría porque
la industrialización había dejado a los individuos susceptibles a las
influencias de las masas, lo cual se temía en Sobre la libertad y Camino de
servidumbre, no siempre por las mismas razones, y que El manifiesto
comunista gestionaba para un bien mayor. Gandhi buscaba fusionar
individualidad y ética en su campaña de comunicación. Jung se preocupaba
sobre esta cuestión también, como observador más que como participante. Una
observación de Kafka en 1917 quizás nos ayude a comprender los temores de
Jung: “La naturaleza humana, esencialmente cambiable, inestable como el
polvo, puede sobrevivir sin limitación; si se ata a sí misma pronto comienza a
desgarrarse de sus ataduras, hasta que rompe todo en pedazos, el muro, las
cadenas y su mismo yo” (Kafka, 1971, “The Great Wall of China”).
Al final de su vida Jung repitió sus propios temores a la naturaleza humana,
que aparecieron póstumamente en Memoria, sueños, reflexiones (1963). El
hombre “está fatalmente discapacitado por la debilidad de su consciente y el
correspondiente miedo del inconsciente”, sus “comienzos” “viven con él como
el sustrato constante de su existencia, y su consciencia está tan moldeada por
ellos como por el mundo físico que le rodea” (Jung, 1989, “The Word
happens”). Mientras tanto, los métodos psicológicos estaban fracasando en
promover “el valioso sentimiento de individualidad” y en llevar la
consciencia e inconsciencia individual hacia la armonía (Jung, 1989, “The
Word happens”).
El Estado y los negocios estaban utilizando otros métodos psicológicos para
perturbar la individualidad y generar lealtad. Edward Bernays, un sobrino de
Sigmund Freud, compañero de Jung, no vaciló en hacerlo en nombre de sus
clientes, incorporando las ciencias sociales en general a sus técnicas, y
publicitando con éxito el hecho. Él describió la evolución de sus ideas en
Relaciones públicas (1952): “Había estado expuesto en casa a
descubrimientos sobre la mente y el comportamiento individual y colectivo”
(Bernays, 1980, “I was thus”). Las posibilidades cristalizaron al comienzo de
la carrera de Bernays, cuando trabajó con el Creel Committee, establecido en
1917 (año del ya mencionado ensayo de Kafka) para “impulsar en todas partes
un mejor conocimiento de los objetivos de guerra y los ideales de los Estados
Unidos” (Bernays, 1980, “I worked with”). Bernays lo describió como un
“punto de inflexión” que le alertaba del poder de las RR.PP. sobre las
“agencias de prensa” tradicionales y también reconocía su interés en la
psicología. En Relaciones públicas recomendaba las lecturas de su tío sobre
el psicoanálisis: “El estudio consciente de estos hallazgos y otros publicados
es ahora imperativo para el hombre de la publicidad” (Bernays, 1980, “Our
total behavior”).
Cinco años después de Relaciones públicas Jung publicó The Undiscovered
Self, que sugería una relación muy diferente entre psicoanálisis y RR.PP. En El
hombre moderno en busca de un alma (1933) Jung coincidía con Freud en las
terribles tensiones que se estaban colocando sobre hombres y mujeres: en la
psique, entre lo material y lo inmaterial, lo luminoso y lo sombreado
(sentimientos no registrados por el consciente). Todos estos problemas se
manifestaban en la creciente brecha entre nuestro consciente e inconsciente —
ya que “casi la mitad de nuestras vidas pasa en un estado más o menos
inconsciente” (Jung, 2011, “The view that dreams”). La mente “se ha
convertido en un vertedero para el rechazo moral y en una fuente de miedo”
(Jung, 1990, Símbolos, p. 606), escribía Jung, aunque él percibía que el
enfoque de Freud en la libido sexual no contaría toda la verdad. Para Jung, la
psique y la perturbación psicológica señalaban un ansia ancestral por la
nutrición espiritual, a través del contacto con sus símbolos.
Estas necesidades estaban amenazadas por varios desarrollos modernos,
incluida la práctica de la misma psicología que sobreenfatizaba los estándares
colectivos y los contenidos conscientes sobre la individualidad y el
irracionalismo (Jung, 1990, Undiscovered, p. 562). Inevitablemente surgieron
preguntas sobre la comunicación pública gestionada en la sociedad consciente,
sus audiencias objetivo elegidas y las palabras y los símbolos que desplegaba.
Jung adoptó la misma posición de Mill y Hayek, que fue una perspectiva
política más que una comercial, argumentando en el mismo ensayo que “en la
medida en que la sociedad está compuesta por seres humanos
desindividualizados, está completamente a merced de los individualistas
despiadados” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 535), destruyendo la reflexión y
abriendo el camino para el autoritarismo (Jung, 1990, Undiscovered, p. 489).
Más especialmente, la “arremetida desde el exterior” estaba cambiando la
relación psicólogo-paciente:
La situación psíquica del individuo está muy amenazada en nuestros días por la
publicidad, la propaganda y otros consejos y sugerencias bien intencionados que por
una vez en su vida se le podría ofrecer al paciente una relación que no repita de
forma nauseabunda “deberías”, “debes” y similares confesiones de impotencia.

(Jung, 1990, Undiscovered, p. 534)


El remedio consciente de la acción de masas, descrito en la Autobiografía de
Gandhi y en El manifiesto comunista, es para Jung parte del problema del
inconsciente: “Un millón de ceros juntos desafortunadamente no sumarán uno.
Finalmente todo depende de la cualidad del individuo, pero nuestra era de
poca visión de futuro piensa solo en términos de grandes números y
organizaciones de masas” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 535).
The Undiscovered Self es un consejo para los psicólogos en busca de la
salvación del yo de sus pacientes del peligro de la masa, de qué manera “el
individuo se convierte en moral y espiritualmente inferior” (Jung, 1990,
Undiscovered, p. 536). Como parte de su recuperación Jung busca comprender
el impacto de la “propaganda” en el individuo como un individuo y como un
miembro de una audiencia más amplia —pero no necesariamente la “masa”
monolítica temida por Mill y Hayek, y empleada por Clausewitz o Marx y
Engels. Jung parecía sugerir que crear una audiencia puede ser peligroso, sea
cual sea la forma que adopte: “Dejarla [la sociedad] unirse en grupos y
organizaciones tanto como desee —es esta agrupación y la extinción resultante
de la personalidad individual lo que la hacen sucumbir tan fácilmente a un
dictador” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 535).
Uno de sus colaboradores escribió: “Jung declaró explícitamente su lealtad a
la historia” (Jaffé en Jung, 1989, “Jung explicitly declared”), habiendo
descubierto que “la psique genera de manera espontánea imágenes con
contenido religioso, que es por naturaleza religiosa” (Jung, 1989, “Jung was
led”). Las agencias mejor posicionadas para rescatar la individualidad son
por consiguiente las iglesias, pero ellas se subscribieron a la tentación de ver
al pueblo como comunidades o grupos y no como personas. “A ellas no les
molesta demasiado su función real de ayudar a que el individuo alcance una
metanoia, una renovación del espíritu” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 536).
En consecuencia, la renovación se transformaba en una de la tareas de las que
el mismo Jung se hizo cargo, aun creyendo que la religión estaba mejor
provista para actuar para “contrarrestar la mentalidad de la masa”, “mantener
el equilibrio psíquico” y comprobar “la creencia colectiva definitiva” (Jung,
1990, capítulo 2); mejor provista que él y ciertamente mejor provista que el
Estado, el cual “concedía al individuo un derecho de existir solo en la medida
en que este es una función del Estado” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 510).
Otra amenaza para la psique individual con implicaciones para la
comunicación pública era la perversión de la emoción humana al dominar la
irracionalidad sobre la vida consciente, la irracionalidad que unía el
consciente con el inconsciente. “A través del entendimiento científico, nuestro
mundo se ha convertido en deshumanizado” (Jung, 1990, Símbolos, p. 585).
Esto no es un rechazo a la investigación científica, sino un comentario sobre
uno de sus resultados, ese daño se estaba haciendo inevitablemente al “mundo
interior real del hombre” cuando “al menos la superficie de nuestro mundo
parece estar purificada de todas las supersticiones y mezclas irracionales”
(Jung, 1990, Símbolos, p. 587). Jung también tenía opiniones sobre la forma en
que los últimos fragmentos de lo irracional y emocional en la vida pública
estaban siendo distorsionados por la comunicación. Como se demostrará, la
conformidad científica representaba una “enorme pérdida” que fue
“compensada por los símbolos de nuestros sueños” (Jung, 1990, Símbolos, p.
585), pero por razones de “equilibrio mental y salud fisiológica” era “mucho
mejor para el consciente y el inconsciente estar conectados y moverse en
líneas paralelas que ser disociados” (Jung, 1990, Símbolos, p. 475).
El camino de Jung para resucitar lo individual no involucraba a la economía
(aunque se habría equiparado presumiblemente al menos en cierto modo al
enfoque individualista de Hayek), o la acción colectiva ética
(presumiblemente porque él la consideraba difícil de encontrar en un líder
ético capaz de proteger la individualidad). Retrocedió al espíritu de la edad,
como los pensadores destacados tienen costumbre hacer, con su dependencia
excesiva del racionalismo, y la relegación de la filosofía a “un ejercicio
exclusivamente intelectual y académico” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 550).
Las perturbaciones en el equilibrio psíquico del individuo generaban una
“ruptura insoportable” entre nuestros mundos interior y exterior que “no podía
simplemente ser reemplazada por una nueva configuración racional” (Jung,
1990, Undiscovered, p. 549).

2. La Palabra
Uno de los principales contribuyentes a este estado de asuntos era una
consecuencia de la propaganda —el poder de ciertas palabras sobre otros, y
el tipo de organizaciones que las controlaban. El peso de la comunicación de
masas era racionalista, material y servía a una Weltanschauung defectuosa
centrada en promover la identidad colectiva, en los grupos en lugar de en los
individuos, en la materialidad y no en la espiritualidad y en una sociedad
dirigida por el Estado. Ahora dependía en gran medida del equilibrio de los
líderes de la sociedad. Se estaba generando una crisis que amenazaba “la
sangre, el fuego y la radiactividad” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 561).
Cuando se rompe con el acceso a lo divino, algo llamado “sociedad se eleva
al rango de un principio ético supremo” para ser dirigida por el Estado, “el
dador inagotable de todo bien” y:
la creencia en la palabra se convierte en credulidad, y la misma palabra… en capaz
de toda decepción… Con la credulidad llegan la propaganda y la publicidad para
embaucar a los ciudadanos con intrigas y compromisos políticos, y la mentira
alcanza proporciones nunca antes conocidas en la historia de la palabra.

(Jung, 1990, Undiscovered, p. 554)


Para Jung y sus seguidores, cualquier cosa que tomase nuestra individualidad
en evolución y la devolviese al colectivo gestionado de donde procedía es
necesariamente dañina. En El hombre y sus símbolos (1964) de Jung, una obra
publicada con carácter póstumo, la psicóloga suiza Marie-Louise von Franz
analiza la amenaza a las “actividades secretas del inconsciente”. “A través de
estos lazos del inconsciente aquellos que son los unos para los otros se juntan.
Esta es una razón por la que los intentos de influir en la gente por parte de la
publicidad y la propaganda política son destructivos, incluso cuando están
inspirados en motivos idealistas” (Jung y Franz, 1968, “All activities and”).
Jung es quizás más popularmente conocido por su trabajo sobre el significado
psicológico de los símbolos en nuestros sueños y en las horas en que se está
despierto, las representaciones colectivas que golpean el comienzo de la
conciencia humana, pero las palabras también le interesaban, en particular el
simbolismo del arquetipo de “Palabra”. La Palabra de Jung era el logos
cristiano, la Palabra de Dios, numinosa y misteriosa, que resuena en nuestro
inconsciente porque “pertenece a la economía de un individuo viviente” (Jung,
1990, Símbolos, p. 589).
Sin embargo, el Estado del siglo XX estaba creando nuevas “Palabras”,
ofreciendo arquetipos seculares o idealizaciones para veneración de la
humanidad. Este desarrollo, asistido por la comunicación pública gestionada,
provocó que Jung debatiera en el mismo ensayo que “Hemos despojado de su
misterio y numinosidad a todas las cosas” (Jung, 1990, Símbolos, p. 582). La
Palabra “se ha convertido en nuestros días en una fuente de sospecha y
desconfianza de todos contra todos”, convirtiéndola en “un eslogan infernal
capaz de toda decepción” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 554).
“A través de la parcialidad la psique se desintegra y pierde su capacidad para
la cognición”, y la desconexión entre la palabra y lo divino convierte a las
organizaciones en personificadas y divinas, según utilizan el poder de la
palabra (y el poder de los símbolos) para sus propios propósitos, separando a
los ciudadanos de sus fundamentos (Jung, 1990, Undiscovered, p. 557).
Los individuos constantemente se enfrentan a las condiciones de existencia
alteradas y a la necesidad de adaptarse, y la combinación de su “capacidad de
aprendizaje” y la “alineación progresiva” ya descrita generaban una mayor
fuente de “perturbaciones psíquicas y dificultades” (Jung, 1990,
Undiscovered, p. 557).

3. Audiencias objetivo para las palabras vacías


“El poder sofocante de las masas desfila ante nuestros ojos en una forma u otra
cada día en los periódicos” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 539). La
observación de Jung es una reminiscencia de Mill, salvo por que Mill se
preocupaba de la política pública y Jung de la esencia interior de nuestra
individualidad, aunque hemos visto que Mill hacía una breve mención de esto
cuando esperaba que las excentricidades individuales fuesen respetadas y
fomentadas en la sociedad y particularmente por la prensa. En opinión de Jung,
esta esperanza no se estaba realizando. Los periódicos y la propaganda
generalmente perpetuaban las palabras vacías al hacer lo que la publicidad
debe hacer para ganarse la vida. Las palabras vacías de verdadero (y llenas
de falso) contenido espiritual no podían conectar la conciencia individual con
su sombra inconsciente. En su lugar, amenazaban a los individuos como
miembros de grupos nuevos o existentes que servían a los propósitos de la
organización, especialmente al “Estado dictador y a la religión confesional”
(Jung, 1990, Undiscovered, p. 516).
Una palabra, idea y audiencia problemáticas era la “comunidad”, de lo que
tienen mucho las RR.PP. de hoy. Jung observaba con escepticismo su uso en la
vida pública. Bajo el comunismo y la religión, la palabra se había escindido
de la necesidad individual natural de las ataduras de la comunidad (Jung,
1990, Undiscovered, p. 511) y “penetra tanto en las gargantas de la gente que
tiene el efecto contrario al deseado: inspira una divisiva desconfianza” (Jung,
1990, Undiscovered, p. 516). Esto se escribió en el despertar del fallido
levantamiento húngaro, que puede además haber influenciado la observación
de Jung de que “El ideal comunal piensa sin su receptor, pasando por alto lo
individual del ser humano, quien al final reivindicará sus demandas” (Jung,
1990, Undiscovered, p. 516).
En general, el “Estado dictador” (no está claro aquí si Jung quería decir todos
los estados o solo los estados comunistas) y la religión (nuevamente sin
ninguna mención de los negocios): “ponen bastante énfasis en particular en la
idea de comunidad”, “robando al individuo sus derechos” al “privarla de las
bases metafísicas de su existencia” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 515).
“Comunidad” —o la forma en que era utilizada— “es una ayuda indispensable
en la organización de las masas” porque “la esperanza de o la creencia en una
‘experiencia comunal’ compensa la dolorosa carencia de cohesión” (Jung,
1990, Undiscovered, p. 516).
Esta observación también estaba dirigida a las iglesias. Jung creía que el
individuo y el grupo debían coexistir, pero percibía un desequilibrio que
reprime la autotransformación espiritual causada por las consecuencias
universales de una propaganda masiva dirigida a bandazos hacia lo comunal.
Jung hoy podría estar considerando la parte que las grandes corporaciones
desempeñaban en esta situación, incrementando el número “de un grupo
colectivamente emocionado y gobernado por los juicios afectivos y las
fantasías del deseo” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 490).
El punto de conexión de Jung en que “cuanto más grande sea la multitud más
insignificante se convierte el individuo” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 503) se
vuelve a enfatizar en su parte-escrita, parte-registrada y editada de Memorias,
sueños, reflexiones donde recordaba que “Entre 1918 y 1920, empecé a
comprender que el objetivo del desarrollo psíquico es el yo” (Jung, 1989,
“During those years”). Ese “camino al centro” se lograba por la
individualización o transformación interior que permitía a un individuo
“diferenciarse a sí mismo del resto y mantenerse por su propio pie. Todas las
identidades colectivas, como los miembros en las organizaciones, apoyan los
‘ismos’ y demás, interfieren en el cumplimiento de su función” (Jung, 1989,
“The secret society”), porque pueden gestionar y limitar la individualidad,
crean “mentalidades de masas” y obstruyen lo personal, único compromiso
con inconsciente de la metanoia o renovación espiritual a través de las
“imágenes internas” de los sueños.
Jung describió el impacto de su percepción: “Di con esta tormenta de lava y el
calor de sus llamas remodeló mi vida” (Jung, 1989, “It has taken me”). La
palabra externa no estaba permitiendo que ocurriese este proceso, y eso es lo
que llevó a Jung a conectar el papel desempeñado por la comunicación
pública gestionada en torno a las identidades grupales. Al final de su vida
prestó una atención cercana a la parte desempeñada por el colectivo: “La
psicoterapia hasta ahora ha tomado este asunto muy poco en cuenta” (Jung,
1989, “A collective problem”). El conocimiento más detallado de Jung sobre
esto aparece en Memorias, sueños, reflexiones y se cita aquí en su totalidad:

Un problema colectivo, aunque no reconocido como tal, siempre aparece como un


problema personal, y en los supuestos individuales puede dar la impresión de que
algo está fuera de lugar en el ámbito de la psique personal. La esfera personal está
de hecho perturbada, pero tales perturbaciones no necesitan ser primarias; bien
pueden ser secundarias, la consecuencia de un cambio insoportable en la atmósfera
social. La causa de esta perturbación no tiene, por consiguiente, que buscarse en
torno a lo personal, sino más bien en la situación colectiva.

(Jung, 1989, “A collective problem”)


Si las RR.PP. ayudan a dejar a un lado al individuo “en favor de las unidades
anónimas que se apilan en formaciones de masas” (Jung, 1990, Undiscovered,
p. 499); o a persuadir a los individuos para encomendar su identidad a una
audiencia, tanto si es comercial, racial, política o cualquier otra, entonces los
profesionales de las RR.PP. deben —si Jung tiene razón— reconocer que el
compromiso, la interacción y la conversación con las personas como
audiencias, por cualquiera que sea el motivo, podría dañar la autonomía del
individuo. Si esto es algo malo puede encontrarse entre las principales
cuestiones de las RR.PP., pero si está sucediendo o no es la primera de ellas.
Las reflexiones de Jung sobre lo colectivo son, entonces, un punto de partida
obligatorio para considerar el efecto de las RR.PP. en la sociedad. Puede
añadirse una observación de Franz en El hombre y sus símbolos:
Los intentos de influenciar a la opinión pública por medio de los periódicos, la radio,
la televisión y la publicidad se basan en dos factores. Por un lado, confían en
técnicas de muestreo que revelan la tendencia de la “opinión” o los “deseos” —esto
es, las actitudes colectivas. Por otro lado, expresan los prejuicios, las proyecciones y
los complejos inconscientes (principalmente el complejo de poder) de aquellos que
manipulan la opinión pública.

(Jung y Franz, 1968, “Attempts to influence”)


La propaganda posee los medios para cultivar la psique colectiva, debilitar lo
individual hasta que “lo único que importe sea el movimiento ciego de las
masas” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 515). Jung describía la “acción
‘mágica’” de “orquestas, banderas, desfiles y manifestaciones monstruosas”
(Jung, 1990, Undiscovered, p. 513). Maquiavelo hizo lo mismo en El príncipe
(1513) con la diferencia de que Maquiavelo los utiliza como herramientas
para legitimar el poder y Jung los critica como herramientas para estimular los
sentimientos colectivos de seguridad con el Estado como su “principio
supremo”: “la magia tiene sobre todo un efecto psicológico cuya importancia
no debería subestimarse” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 512).
La psique individual, con su sed inherente de individualización, sufre daños
pero es demasiado resistente para producir un éxito permanente para la
propaganda colectiva: “Todos los movimientos de masas, como uno podría
esperar, se deslizan con mayor facilidad por un plano inclinado formado por
un gran número de personas” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 537). Sin
embargo, el yo interior, aunque ignorado, no puede cambiar su naturaleza. La
vida exterior del hombre en un movimiento “no puede otorgarle como un
regalo algo que puede ganar él mismo solo con esfuerzo y sufrimiento” (Jung,
1990, Undiscovered, p. 537). Franz, reflejando la opinión de Jung sobre la
ineficacia a largo plazo de la propaganda comunista, decidió que “Ningún
intento deliberado para influir en el inconsciente ha generado aún resultados
significativos, y parece que el inconsciente de masas preserva su autonomía
justo tanto como el inconsciente individual” (Jung y Franz, 1968, “If a man”).
Parece cierto que por ahora no desistirán nuestros esfuerzos de colectivizar lo
individual, y se intensificarán conforme las organizaciones perciban que
pueden y deben exigir más compromiso en más áreas de actividad y creencia
por parte de las audiencias que han identificado. En esta situación, “el
individuo se combina con la masa y así se vuelve obsoleto” (Jung, 1990,
Undiscovered, p. 501); “poniendo el toque final a su despotenciación social”
(Jung, 1990, Undiscovered, p. 512) al definir la vida individual como la
persecución de los objetivos materiales establecidos por la política social y
económica (Jung, 1990, Undiscovered, p. 499).
En este contexto reside el peligro de contemplar los problemas de la
humanidad únicamente como problemas del mundo consciente, conduciendo a
“un movimiento de masas que pretende ser el triunfador de los oprimidos”. Si
logra el éxito, el movimiento crea los problemas en los que “surgen las
condiciones políticas y sociales que traen de vuelta las mismas enfermedades
en una forma alterada” porque “la raíz del mal [el inconsciente del individuo]
está intacta” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 558). Jung sacó estas conclusiones
siendo testigo de los regímenes nazi y comunista en Europa, y del impacto
perturbador de la propaganda de masas, con palabras y símbolos despojados
de sus significados innatos y personificados en un líder o movimiento.

4. El objetivo de las RR.PP.: audiencias crédulas


“La credulidad es uno de nuestros peores enemigos” (Jung, 1990,
Undiscovered, p. 555). Es un rasgo natural, y ha aparecido en otros lugares en
este libro, para atribuir los pecados de la sociedad a la credulidad, pero con
Jung se trata del tercer lado en el triángulo cuyos otros dos lados son la
Palabra mal utilizada y la propaganda de masas.
La credulidad es la meta del Estado, y de los estados totalitarios más que del
resto:
Cualquiera que haya aprendido alguna vez a someterse absolutamente a una creencia
colectiva y a renunciar a su derecho eterno de libertad y al no menos eterno del
deber de la responsabilidad individual persistirá en esta actitud, y podrá marchar con
la misma credulidad y con la misma falta de criticismo en la dirección contraria.

(Jung, 1990, Undiscovered, p. 523)


Jung buscaba una sociedad donde la credulidad estaba dominada, lo espiritual,
las dimensiones inconscientes de la Palabra eran restauradas, la vida interior
del individuo respetada y estimulada. En un mundo así “el valor de una
comunidad depende de la importancia espiritual y moral de los individuos que
la componen” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 516). Ludwig von Mises afirmó:
“Precisará muchos años de autoeducación hasta que el sujeto pueda él mismo
transformarse en el ciudadano” (Mises, 1985, “The propensity of”). Ni Hayek
ni Jung habrían discrepado con esto, aunque Jung podría haber modificado las
últimas cinco palabras para decir “identificarse a sí mismo como el
individuo”.
Para alcanzar esto, una nueva relación con la Palabra era necesaria. Una nueva
relación con la Palabra requería un nuevo enfoque de la propaganda, con su
tendencia a contemplar a las personas en grupos o masas para el Estado o a
confundir los credos confesionales a dirigir. Con la propaganda y la creación
de audiencias colectivas maleables llegó el poder para dirigir las palabras
que tenían importancia dondequiera que se tuviera la voluntad de hacerlo. Esto
no podría ocurrir sin el conocimiento de la psicología. Esto es un problema
para Jung, al igual que lo fue para Hayek, porque no consideró la contribución
de los negocios en este proceso, salvo por el comentario ordinario de que “el
significado de la vida no se explica exhaustivamente con las actividades
comerciales, ni tampoco tu cuenta bancaria da respuesta al profundo deseo del
corazón humano” (Jung, 1990, Símbolos, p. 604).
Hemos visto cómo muestra menos dudas sobre el daño perpetuado por los
Estados: “La revolución comunista había degradado al hombre bastante más
de lo que lo había hecho la psicología colectiva democrática” (Jung, 1990,
Undiscovered, p. 559). Los Estados reclamaban su atención cuando meditaba
sobre la propaganda, y los estudiosos de Jung perpetúan esta perspectiva. En
2001, cuando el sector privado de las RR.PP. estaba avanzando hacia la era
digital, Jung: Una muy breve introducción emplazó al menos a los expertos
de las RR.PP. en una lista de ocupaciones dominada por los “tipos de
sentimientos extravertidos” (Stevens, 2001, “Extraverted feeling types”) pero
aún podía discutir el alcance amplio y profundo de las actividades de la
comunicación pública al relacionarlo con el “uso habilidoso de la
propaganda” de Hitler contra los judíos (Stevens, 2001, “Shadow projection
can”).
Odajnyk plantea que la “orientación secular y organizacional de la pos-
Ilustración” significa que “las psicosis de masas normalmente aparecen como
movimientos políticos” (Odajnyk, 1973, p. 67), pero pasar por alto el sector
privado de las RR.PP. es con seguridad una seria omisión en el estudio de
Jung. En época de The Undiscovered Self la capacidad de los negocios de
conectar con las audiencias era comparable con la del Estado. La Palabra
también reside en las manos de las corporaciones, las marcas y los productos,
y en algunos casos más que en los gobiernos. En su lugar, Jung se había
concentrado en la psique de la Guerra Fría, la tiranía psicológica ejercitada
por el comunismo y su inherente fragilidad, a pesar de la propaganda opresiva,
como mostró el levantamiento de 1956 en Hungría.
Jung no deseaba como Mill que los humanos se lanzasen hacia la algarabía del
debate público; o que se mezclasen con el colectivo en una campaña pública
con fuerte dimensión espiritual, como Gandhi; aún menos ofrecer
recomendaciones para la reestructuración a gran escala de la sociedad por
medio de la comunicación de masas, como Marx y Engels, y la mayoría de las
primeras obras exploradas aquí. Jung deseaba que el individuo “sirviese como
su propio grupo, consistiendo en una variedad de opiniones y tendencias —
que no necesariamente tienen que marchar en la misma dirección” (Jung, 1989,
“Nevertheless it may”). Bernays en 1928 aplicó los principios de la
psicología de masas, y la “observación directa de la mentalidad grupal”,
diciendo que “Los propagandistas modernos estudian sistemática y
objetivamente el material con el que él está trabajando conforme al
laboratorio” (Bernays, 2005, “The modern propagandist”). Jung defendía un
despertar mucho más personal, una relación diferente con el grupo, la religión
y el Estado, por medio de la apertura de las áreas de investigación donde los
métodos científicos tradicionales no podían entrar sin degenerar en el
“cientismo” criticado por Hayek.
Jung escribió (y la cursiva es suya): “La resistencia a la masa organizada
puede llevarse a cabo solo por el hombre que esté tan bien organizado en su
individualidad como la misma masa” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 540). Él
estimulaba al individuo a no buscar una “meta indivisa” sino a aceptar los
“continuos empujones” de los componentes de la psique, y “un cierto grado de
disociación” (Jung, 1990, Undiscovered, p. 540). En opiniones posteriores de
Jung acerca de la comunicación, no formulada en detalle durante su vida,
existen seguramente posibilidades para construir una relación más fuerte,
profunda, rica, saludable entre las RR.PP. y los individuos que componen las
audiencias, las cuales hoy pueden estar más fragmentadas y ser más fluidas
gracias a los nuevos medios a nuestra disposición.
Capítulo XII
El futuro de las RR.PP. ¿Irracional o racional?
¿Mágico o científico? ¿Individual o colectivo?
“En mi principio está mi final”, dijo T. S. Eliot, y el final es un lugar útil para
recordarnos el propósito indicado al principio. La comunicación es el acto
comunal de explicar, aprender y compartir percepciones, y las obras en este
libro se crearon para compartir una visión de la sociedad, para explicar cómo
esa sociedad tenía que alcanzarse, para sostener su legitimidad y sobrevivir a
sus errores. No es de extrañar, aunque sea inevitable, que la comunicación
pública gestionada esté presente en cada caso.
¿Podría Confucio haber defendido un Estado virtuoso sin contemplar la
necesidad de gestionar las ceremonias, las canciones, la vestimenta, los ritos y
la poesía pública? ¿Era la República de Platón viable sin una mentira noble
para presentar los eventos públicamente gestionados? ¿Originó una fuente del
poder futuro de las RR.PP. en la volátil variedad de Lutero de las pasiones, el
lenguaje conciso y sarcástico, la razón, las apelaciones al alma individual y a
la comunicación pública? ¿Podría Clausewitz haber moldeado las políticas y
la propaganda del Estado, militarmente, y las organizaciones que lo apoyaban
sin entender la importancia de gestionar la fuerza de voluntad?
Desde finales del siglo XIX la comunicación gestionada atrajo una atención
más cercana. Marx y Engels identificaron o imaginaron dos grandes audiencias
y las enfrentaron en una batalla comunicativa una contra la otra. A Mill le
preocupaba el futuro de la individualidad en una era de la comunicación de
masas, y abogaba por un Estado donde la publicidad y la individualidad
pudieran coexistir. Gandhi dio lugar a una síntesis de lo individual y lo
colectivo, utilizando las campañas públicas y la publicidad. Hayek
comprendió las técnicas empleadas para influir en la opinión de masas, y
buscaba redirigirlas contra el colectivismo a través de un cambio en su
contenido. Jung más que ninguno de los demás se preocupaba por dicha
comunicación, ya que según se convertía en más sistemática y extensa, no solo
influenciaba la política pública y la libertad política sino que dañaba aquello
que tenía la intención de ser humano.
Solo Al-Farabi, escribiendo en el siglo X, buscaba una sociedad
perfeccionada sin muchos de los engaños que acompañan a la comunicación
pública gestionada, describiendo un lugar libre de tales distracciones, que en
este sentido al menos podía ser la sociedad soñada, pero no detallada, por El
manifiesto comunista. Lo que queda, por desgracia, es la comunicación
dirigida por una fuente que protege la Perfección y a la que no puede
contradecirse, una versión de la observación de Albert Camus sobre “el
evangelio predicado por los regímenes totalitarios en forma de monólogo
dictado desde una montaña solitaria” (Camus, 1956, “There is, in fact”).
Quizás el ruido, el calor y el polvo de las RR.PP. en rivalidad es lo mejor que
la sociedad puede hacer en este momento, mostrar que es libre —
presumiblemente mientras la rivalidad sea protegida, y la individualidad
estimulada sin importar los medios y avances bioquímicos que surjan para
limitar a una o a ambas.
Debido a que estas ideas han tenido dicho afecto fundamental en las
sociedades humanas que han tratado de construir, han afectado, directa o (de
forma no menos poderosa) indirectamente, a la función ahora llamada RR.PP.
Han afectado a los medios que han sido seleccionados y gestionados, las
audiencias con las que tienen que trabajar, el equilibrio entre las apelaciones
al sentimiento colectivo e individual, la intensidad del control ejercido sobre
la discrepancia, el tono y el contenido de los mensajes. No niego por un
momento que otros pensadores fuesen igualmente o casi tan influyentes. Las
RR.PP. deben analizarlos para conocerse mejor a sí mismas, y de lo que son
capaces.
Las obras, creo, también revelan los cambios en nuestra visión sobre la
sociedad que luego afectaron a nuestra visión de las RR.PP. Hemos visto que
dos factores son importantes en el terreno de lo público donde estos
pensadores intervenían: la propia idea y la efectividad de su comunicación.
Inicialmente, la idea estaba en que casi todos los individuos no eran
inherentemente adecuados para conducir a una política sofisticada y una
organización necesaria y a una guía que los contuviese. Lutero proclamaba una
ruptura violenta con esa visión del mundo: ahora el individuo debe batallar
con la conciencia, la tentación y la fortuna y utilizar la comunicación de forma
más personal y agresiva. La era de la razón, la Ilustración y la mayor parte del
Romanticismo y la revolución liberaron el potencial cívico de la personalidad
individual, mientras los Estados luchaban por colectivizar esa energía y
canalizarla para sus propios propósitos. Como se desarrolló poco a poco, las
organizaciones privadas, tanto comerciales como sin ánimo de lucro,
aprendieron las técnicas para sí mismas y las elevaron a nuevos niveles de
creatividad e intensidad. Los pensadores, quizás demasiado concentrados en
la parte concerniente al gobierno en este desarrollo, empezaron a buscar
espacios donde la individualidad pudiera recuperarse. Esta tensión entre lo
individual y lo colectivo aún está evolucionando en la estrategia de las
RR.PP.; y el énfasis sobre lo colectivo todavía no ha sido desbancado de su
posición dominante a pesar de los nuevos instrumentos. Sin embargo, el deseo
de la conexión individual, el sentimiento persistente de que la individualidad
signifique autenticidad, debe eventualmente, y con seguridad, conducir a una
relación en esencia modificada entre las organizaciones y las personas, con las
RR.PP. como un mediador más creativo, quizás menos científico (o
“cientístico”). Pocas, si acaso alguna, de las últimas obras tuvieron mucho
tiempo para lo que vieron como una sobreaplicación del método científico en
el despertar de los sentimientos de sus audiencias seleccionadas. Muchas son
famosas porque hablaban de lo espiritual de la humanidad, las cualidades
emocionales: extrayendo nuestra autonomía, percepción y su poder de
razonamiento de esas fuentes. Aún no estamos libres de las fuentes de
inspiración de la era romántica.
Es necesario reconocer el temor que muchos de estos trabajos mostraron hacia
la comunicación pública gestionada. Esto fue una razón considerable
escondida en su visión de su poder, un poder que o bien tenía que ser
censurado y supervisado, dirigido incondicionalmente hacia el objetivo
último, o dispuesto en las manos de los individuos que estuviesen
intelectualmente equipados para utilizarlo de forma apropiada. Estas
preocupaciones son visibles en las recomendaciones de La República para
gestionar los mensajes y los medios clave, y en el temor de Hayek de la
susceptibilidad individual hacia la propaganda exhaustiva para la intervención
del Estado.
¿Tienen razón estas últimas obras de preocuparse sobre la gestión “científica”
de la comunicación pública y su efecto sobre la individualidad? Por lo que
respecta a las RR.PP., la pregunta suscita otras cuestiones familiares: ¿hacen
las técnicas de las RR.PP. que las personas sean más libres o más impotentes,
prósperas o más pobres? ¿Hacen las RR.PP. que las personas estén mejor
informadas, o las entretienen y las distraen de la verdad, o las sobreinforman
hasta el punto de entregar a otros su capacidad de decisión? ¿No son las
diferencias entre la visión moderna de las “RR.PP.” (gestión de la información
en un ambiente competitivo) y la “propaganda” (gestión de la información en
un ambiente de monopolio) más que diferencias ocasionales de técnica o
contenido? ¿Tienen estas obras algo que decir sobre estas cuestiones?
Sin duda los orígenes de las RR.PP. descansan en un ambiente de monopolio
para la comunicación, y tuvieron que pasar miles de años hasta que se avanzó
hacia un ambiente competitivo. Ambos escenarios causaron una preocupación
para muchos de los pensadores, bajo el argumento de que uno u otro podría
impedir a la sociedad o a los individuos alcanzar su meta: la armonía, la
virtud, la perfección, la emancipación, la libertad o el autoconocimiento. Las
soluciones en estas obras o bien implican un monopolio benigno de la
comunicación gestionada, o bien preparan al individuo para funcionar con
mayor integridad, educación o autonomía psicológica en un marco de
monopolio o de comunicación competitiva.
Tampoco hay ninguna duda de que las técnicas sean intercambiables. El
servicio de noticias Russia Today se construye aparentemente del modo de
cualquier otro servicio global pero también se lo ha conocido como un
“ambicioso intento de crear una nueva propaganda postsoviética global del
imperio” (Harding, 2009). Hannah Arendt escribió en Los orígenes del
totalitarismo (1951) que los nazis “aprendieron de la publicidad de los
negocios americanos” aunque ella percibía que esta similitud estaba en
números rojos: “Los hombres de negocios normalmente no se hacen pasar por
profetas y no demuestran constantemente la exactitud de sus predicciones”
(Arendt, 1973, “Propaganda is indeed”).
Arendt habla con verdad, aunque su interpretación es incompleta, y
característica de esa tendencia entre los no especialistas de ver la
comunicación pública en términos políticos, expresada en actividades
multimedia dirigidas para o en contra de un Estado o una sociedad. La
“propaganda” se convirtió en algo peyorativo, y asociada con el monopolio de
comunicación del Estado, y el resto se ha transformado en la publicidad o
RR.PP. No por completo, porque incluso en las democracias oímos
habitualmente expresiones como “propaganda de partido político” o
“propaganda corporativa”, que sugieren que la comunicación pública es
“propaganda” cuando no estamos de acuerdo con ella. Nuestra costumbre de
ignorar las definiciones definitivas provoca que el significado de RR.PP. se
nos escape de las manos. Quizás la visión más realista es la descripción de
Kevin Moloney de RR.PP. como “propaganda débil” (Moloney, 2006, p. 13),
aunque incluso esta distinción podría haber confundido a muchos de nuestros
pensadores evaluados.
La expresión “relaciones públicas” apenas ha escapado a las críticas, aunque
originalmente fue estimulada por Bernays como una alternativa a la
“propaganda”, que fue cayendo hacia el desprestigio. Cuando iba a imprimirse
este libro, una nueva publicación propuso que cualquier reticencia a creer en
“las relaciones públicas” como una disciplina era debida a su “fracaso al
demostrar adecuadamente el acoplamiento de la ‘verdad’ con el coraje y la
sabiduría”. Kritin Demetrious sugiere que la “comunicación pública” encaja
mejor con la propagación de esas virtudes por ciertas organizaciones sin
ánimo de lucro. Se presentan los casos y los criterios para separar la nueva
expresión de las inclinaciones tecnocráticas, desagradables y corporativas de
las “RR.PP.” y forjar una alternativa ética adecuada al homo sapiens, en lugar
de al homo habilis.
Hay algo para esto que se hace eco de la descripción de Gandhi de sus propias
actividades como “obra pública” (aunque también estaba cómodo con
“propaganda”) con su inyección de comunidad y espiritualidad interior, y su
reivindicación de la virtud. Sin embargo, renombrarla tiene problemas. Sugerí
en el capítulo 1 que un nombre es en ocasiones una distracción inútil. También
es vulnerable: si la elección de un grupo tiene éxito, es decir, se convierte en
“buena” o “auténtica”, será adoptada por el resto de los grupos. Esto le
ocurrió a la propaganda, a las relaciones públicas, al marxismo y (para
desesperación de Hayek) al liberalismo. No hay razón para creer que no
continuará pasando, sin embargo los creadores ofendidos protegen
apasionadamente una identidad escogida. Todos los significados están
comprometidos por el tiempo. Merece la pena recordar que Confucio, Platón,
Al-Farabi, Lutero y (casi) Clausewitz no le otorgaron ningún nombre a esta
actividad, aún menos uno común. A pesar de ello, compartieron una actividad
común, y una al menos tan importante para ellos como para nosotros. Con
nombre o sin nombre, es cierto que las herramientas y los principios que
conducen a lo que actualmente se conoce como RR.PP. continuarán
evolucionando y subdividiéndose y que los profesionales de todo el mundo las
tomarán prestado y se basarán en las obras de otros.
Sería absurdo ignorar las implicaciones para las RR.PP. de las obras que
hemos analizado, porque toda comunicación pública gestionada comparte una
estructura definida por la identificación de la audiencia, la preparación del
mensaje, la fijación de objetivos, la estrategia global, las tácticas específicas
para la entrega y el tiempo. Dentro de esta estructura, tanto si es llamada
propaganda o RR.PP., se siguen los pasos para modificar el comportamiento
humano. Todas estas obras consideran dicha estructura y la profesión de las
RR.PP. y también el mundo académico en general debe considerar sus
conclusiones. Es bajo este marco común en que la persuasión poderosa y
creativa emerge para envolver a la sociedad. Una comprensión más
sofisticada de este proceso es tan esencial para nosotros como lo fue para los
diez personajes presentados en este libro.
¿Nos hacen las RR.PP. más libres y mejor provistos para “participar” como se
nos insta constantemente, o esclavos de las percepciones ejecutadas tanto por
todos los efectos especiales de las RR.PP. de los que una fuente puede hacer
uso como por los números de personas que aceptan el punto de vista de esa
fuente? No importa demasiado si se nos invita a creer o a respaldar un
producto, una causa o una política. El propósito puede no ser el tema en sí
mismo, e incluso el tipo de RR.PP., o propaganda, es irrelevante en
comparación con la elección que se nos presenta. Cuando elegimos sobre la
base de lo que se ha comunicado, ¿lo estamos haciendo libremente o hemos
sido conducidos a una cierta dirección por el contenido y la “apariencia” de la
información, o por nuestro deseo de pertenecer o creer en una fuente más que
en otra? Podemos llevar más lejos este enigma: cuando nos unimos a este
proceso, permaneciendo bajo los “muros del sonido” (Moore, 1996, p. 4) de
las RR.PP., ¿estamos entregando nuestra capacidad para meditar las cosas en
nuestra propia forma y cediéndola a las perspectivas de las organizaciones?
Es hora de que nosotros como individuos —no como audiencias— analicemos
nuestro “gobierno invisible, que es el verdadero poder de gobierno de nuestro
país” (Bernays, 2005, “In theory, every”), cualquiera que sea nuestro país.
Subestimar la habilidad de Bernays para convertir una expresión y talento para
la autopublicidad es algo desafiante y preocupante en esta observación. Las
técnicas de que disponen ahora las RR.PP. hacen necesario este análisis, creo,
muy apremiante de hecho.
Los individuos deben estar más “ilustrados en las RR.PP.”. Necesitamos una
compresión más profunda de sus métodos y del papel que desempeñan. Esto
podría implicar el aprendizaje (y para algunos el reaprendizaje) sobre cómo
distinguir los medios del mensaje (en sí mismo un fragmento de la
alfabetización que precisa: el entendimiento de la simple multiplicidad de las
organizaciones activas, la compresión de sus enfoques creativos y de una
estrategia global es más valorable). También podría implicar el aprendizaje de
no contemplar un tipo de RR.PP. como informacional y condenar al resto como
propagandista simplemente porque nos gustan o disgustan las organizaciones
responsables. Un leve aprendizaje no necesita promover el miedo y la
aversión de la práctica en sí misma. Ello puede incluso ayudar a las personas
a no desestimarlo, para las RR.PP. no es insignificante; de hecho, es muy
significativo. A través de nuestros pensadores podemos rastrear la extensión
de su alcance en nuestras vidas en la ciudad, la nación, el campo, las familias,
los gobernantes y los plebeyos, en la música y la poesía, la literatura, las
ciencias, la política, la religión, el comercio y la conciencia, en la guerra y la
paz, en la esencia de nuestra espiritualidad e individualidad. No puede ser
algo no deseado, incluso en una utopía. Es interesante que la palabra utopía
fuese creada por sir Thomas More del griego ‘ningún lugar’ o ‘ningún sitio’,
pero no hay ningún lugar en que las RR.PP. no puedan existir. Otra palabra del
griego clásico relacionada, sin embargo, significa ‘buen lugar’ y cualquier
lugar que niegue o incluso controle la comunicación pública no puede
fácilmente caer en esa categoría.
Los pensadores aquí no tenían ninguna duda acerca de la importancia de este
tema. No pretendían que fuese una atracción secundaria para ser despachada
en unas pocas frases. Sin embargo, se confirió seriedad a los problemas y las
oportunidades planteadas por la comunicación pública gestionada, y su
impacto inevitable en la sociedad y el individuo.
También hemos visto lo prácticos que fueron. Confucio y Platón propusieron
formas para transmitir los mensajes correctos con los medios gestionados por
el Estado. Al-Farabi canalizó la comunicación perfeccionada, sin poderse
contradecir, a través de un líder perfecto o un grupo de líderes casi perfectos.
Incluso en su Mundo la perfección tenía que percibirse de forma colectiva,
para desalentar el caos terrenal y aproximarnos poco a poco a la Verdad
Divina. Lutero perturbada dicha comunicación centrada en la organización,
disponiendo los medios a la oportunidad de todos. Clausewitz instaba al
Estado guerrero a cultivar la voluntad de hacer la guerra entre sus ciudadanos.
Marx y Engels ofrecían una guía para la propaganda de combate en la lucha
colectiva contra la burguesía y en particular reconocían la importancia de la
audiencia objetivo. Mill reconocía la publicidad y el puffing como un
problema central de la libertad individual, y gran parte de Sobre la libertad
trata de hacer frente a estas actividades. Gandhi ofrecía un consejo detallado y
espiritual sobre la circulación de las campañas de las RR.PP. de problemas.
Hayek intentó construir una propaganda alternativa a la propaganda estatista.
Jung describió su amenaza a lo individual. Su trabajo sobre la Palabra y sobre
las audiencias objetivo colectivizadas aparece a lo largo de sus escritos
posteriores. Ninguno de estos escritores se comportó como si el tema no
existiese, ninguno fue tan ingenuo como para suprimirlo de la sociedad y de
sus mentes. No hay ninguna ambivalencia entre ellos acerca de su realidad.
Todos, incluyendo a Jung, podrían haber aceptado el comienzo provocativo de
Propaganda de Bernays (eliminando en algunos casos las dos últimas
palabras): “La manipulación consciente e inteligente de los hábitos
organizados y las opiniones de las masas es un elemento importante en la
sociedad democrática” (Bernays, 2005, “The conscious and”).
¿Es esa actividad buena o mala? Nuevamente, estas obras parecen tratarla
como inevitable, y debido a que es inevitable, debe ser manejada con cuidado.
Podría ser peligrosa, o podría ser útil. Al menos se debería dar cuenta de su
importancia.
¿Qué temían de la comunicación pública inapropiada? Un grupo de pensadores
temía el caos, el colapso moral y la caída del Estado, que solo protegía al
individuo de sí mismo. Otro grupo temía el control y la subyugación de los
grupos y los individuos. Para el primer grupo la comunicación pública tenía
que controlarse para impedir el derrumbamiento; las personas debían escuchar
solo la música y la poesía adecuadas, asistir a los rituales adecuados y recibir
el conocimiento solo en boca de las personas adecuadas que gestionarían de
forma ideal cualquier otro tipo de medios. Este grupo incluía a Confucio,
Platón, Al-Farabi, Clausewitz (siempre y cuando los asuntos militares
estuviesen implicados), Marx y Engels. Para el grupo restante, el derecho a
utilizar la publicidad era una responsabilidad cívica, al igual que lo era el
deber de utilizarla en la forma apropiada —y “de la forma apropiada”
significa política, económica, personal, piadosa, cuestionable y éticamente. El
uso comercial de esta herramienta potente no les interesa en particular, aunque
un análisis más profundo de las estrategias de comunicación corporativa puede
haberles conducido a unas conclusiones ligeramente diferentes y en el caso de
nuestro último pensador, Jung, se puede decir que esto estaba ocurriendo.
Únicamente Marx y Engels ofrecieron sus percepciones de la contribución que
este proceso hizo al capitalismo, y sus tendencias creativas, destructivas y
compulsivas.
A partir de Marx y Engels en adelante, observamos cierta preocupación
conforme la comunicación pública crecía en volumen, cantidad y en las
plataformas mediáticas de las que hacía uso. Encontramos un alarmismo sobre
el destino del individuo —el destino de su economía y de las libertades
políticas, o de su bienestar espiritual y psicológico. La idea de subordinar una
razón a cualquier cosa que pasase como colectivamente importante en los
medios no es nada atractiva para Mill, Hayek y Jung en particular, como lo fue
para Lutero sobre un único problema. Este alarmismo se relaciona con el
despliegue de un método científico codificado para empaquetar la
información, gestionar las audiencias y justificar posiciones, y por supuesto
las disciplinas académicas peligrosas contempladas como “habilidades
blandas” con frecuencia sucumbían a la misma tentación. Por lo que respecta a
las RR.PP., Hayek se enfurece contra la manipulación fraudulenta de la
información, Jung contra su impacto de muerte en la psique. Gandhi prefería un
enfoque diferente en general, incluso cuando Bernays desarrolló su carrera
construyendo la credibilidad de las RR.PP. sobre las demandas “científicas”,
especialmente extraídas de la psicología. Clausewitz, testigo del romanticismo
y la revolución, con su énfasis en la fuerza de la voluntad y la emoción, y su
crítica de un enfoque técnico generalizado de su propia disciplina, sin
embargo muestra señales de que puede haber simpatizado con tal punto de
vista.
De esta forma, el problema de la comunicación pública gestionada —no el
derecho para hablar libremente o no— se convierte en el centro de la
autonomía y virtud humanas. Nuestros pensadores no siempre confían en la
capacidad de la “gente común” (prestado de Confucio) para decir algo que
merezca la pena ser escuchado, a menos que ellos hubiesen recibido una
preparación de antemano por parte del Estado o mediante la autorreflexión.
Aquí habría sido fácil escribir “felicidad humana” en lugar de autonomía o
virtud, pero estas obras no están muy interesadas en ese tema. Para ellas la
felicidad era un conducto vacío, el saldo a favor de otros, temas más valiosos
—libertad de elección o consciente, respeto por la estructura del Estado y la
estabilidad bajo el mismo, el cultivo de la creencia y la virtud, el equilibrio
de nuestra vida personal y comunal y pensamiento, el estudio privado y la
meditación. Básicamente la felicidad debe experimentarse individualmente, y
está más allá de las promesas de la comunicación pública gestionada. Incluso
Marx y Engels parecen adoptar este punto de vista, cuando imaginan un mundo
posrevolucionario donde la política es innecesaria y las verdaderas relaciones
entre las personas pueden florecer sin la mediación (esa parte de su agenda, al
menos, podría haber atraído a Hayek, el libertario que creía que sus métodos
lograrían esto, en lugar de la sociedad estatista que le preocupaba).
¿Cuál era la relación entre las RR.PP. y la verdad? Si las RR.PP. no eran más
que una función mecánica, esta pregunta no sería relevante, pero estas obras
reconocían que las actividades de las RR.PP. tienen vida propia, y no pueden
dirigirse tan fácilmente por una mano dirigente, como un martillo o el pincel
de un artista. Al-Farabi, Gandhi y Lutero creían absolutamente que la verdad
podía alcanzarse, al menos por algunos, y solo después de un profundo
despertar interior, y que la comunicación pública gestionada podía acercarte o
alejarte de ella. Confucio y Platón concebían la verdad como un Estado
virtuoso guiado por individuos virtuosos de mediana edad (o en su época,
mediana edad tardía) con habitantes virtuosos que habían sido preparados por
los medios gestionados para valorar su política. En El manifiesto comunista
la verdad es una meta que los autores son incapaces de describir, pero que
debe alcanzarse con la activación de un vasto grupo por medio de la
propaganda creativa y disciplinada. La verdad de Clausewitz es la realidad de
una rivalidad militar, la inevitabilidad de la guerra y la necesidad de preparar
a los Estados nación para luchar hasta el final. Las verdades de Mill, Hayek y
Jung están de algún modo más matizadas, y descansan en una creencia de que
la imperfección humana debe en ocasiones tolerarse, de que la autonomía
individual —tanto de la personalidad, libertad económica y en los asuntos
privados, o el bienestar psicológico— debe preservarse a pesar de las
técnicas publicitarias intensas y vociferantes empleadas por el Estado, o por
las personas reivindicando hablar para audiencias inmensas que realmente no
existen u obstruyen el desarrollo individual. Estas obras, en tanto no dudan del
poder de las técnicas de las RR.PP., no pueden aceptar la naturaleza de la
verdad, solo que sus versiones de ella se están reteniendo y la gestión de los
medios debe, por consiguiente, modificarse.
Para que el cambio suceda, deben crearse las audiencias o al menos
identificarse, mostrando qué medios utilizar y señalando cómo utilizarlos de la
forma apropiada. Naturalmente, las percepciones de las audiencias en estas
obras en ocasiones difieren en gran medida de la nuestra propia, porque sus
soluciones y problemas reflejaban su propia experiencia histórica. Platón
deseaba lograr la polis, solo para los mismos ciudadanos que podían acordar
una división de audiencias nuevas y claramente definidas y para los
gobernantes junto con las líneas propuestas en La República. Estas divisiones
implicaban ciertas responsabilidades sobre la gestión de los medios. Confucio
situó esa responsabilidad en las manos de los gobernantes y los caballeros que
les servían desde el centro o desde regiones periféricas. Era la
responsabilidad del resto escuchar, aprender y asimilar, y aquellos que lo
hacían, y demostraban algún talento, podían elevar su rango. Al-Farabi lo
situaba todo en manos de una persona, o como mucho en un grupo reducido de
personas que eran casi pero no tan buenas como la Persona. Sus audiencias
eran las Perfeccionadas y las Imperfectas. Marx y Engels, con sus grandes
audiencias de burgueses y proletarios, eran de algún modo un retroceso a su
visión del mundo, en la que insistían a pesar de luchar con las gradaciones
basadas en la economía entre subgrupos, y con la gente que deseaba verse por
completo de otra forma, incluso en los Estados comunistas. Esta novedosa
contrariedad es quizás el mejor aliado de las RR.PP. y mantiene la alerta a las
nuevas ideas y a los nuevos medios en lugar de degenerar en una repetición
obsoleta de técnicas y mensajes. Lutero también creó dos bandos de forma
clara, el individuo honesto y la Iglesia corrupta, ofreciendo una evidencia de
su realidad. Para Clausewitz las audiencias además eran muy simples —un
gobierno que motiva y los ciudadanos nacionales motivados; habiendo visto lo
que los revolucionarios franceses y Napoleón podían hacer, estaba
evidentemente convencido del poder de la comunicación de los Estados
nación, y su alcance. En este sentido, la sutiliza se le escapó al igual que a
Marx y a Engels. Mill, Gandhi, Hayek y Jung adoptaron nuevamente un
enfoque más complejo, en relación con el conocimiento en aumento acerca de
la función que las técnicas de las RR.PP. estaban desempeñando en la vida
pública. Gandhi mostró cómo los individuos podían dirigir de forma colectiva
esas técnicas contra el Estado, y los otros tres se preocuparon acerca del
modo en que el Estado, y quienes lo apoyaban, las dirigían al individuo. Todas
estas obras, que consideraban la vida pública, no fueron escritas simplemente
para una audiencia en particular, sino que eran manuales para mostrar cómo
aquellos en el poder deberían gestionar su propia comunicación entre
múltiples audiencias.
Estos “manuales” contenían instrucciones sobre qué medios debían utilizarse y
cómo. Invariablemente, proponían unos medios que prefiriesen a sus
audiencias objetivo. Confucio y Platón se centraron en las canciones, las
ceremonias, los mitos, el lenguaje, la música, las oraciones, y de acuerdo con
los orígenes del ritual de cada medio. Platón fue un poco más lejos —si puede
decirse lejos— al defender la necesidad de una “noble mentira” para
comunicar. Podemos imaginar la reacción de Confucio ante esto. Al-Farabi
imaginó la asimilación acrítica de la sabiduría por medio del boca a boca, ya
que la perfección no requiere ningún instrumento. Lutero atacó poderosamente
la deshonrada condición de los medios religiosos y demostró las
posibilidades de una controversia impresa contra la reliquia hecha pedazos.
Clausewitz en De la guerra anticipa una campaña para suscitar la fuerza de
voluntad individual que demostró ser tan global como el propio conflicto
armado moderno. Marx y Engels concibieron un proceso similar, una
combinación de Lutero y Clausewitz, dirigido en nombre de los trabajadores
del mundo. Mill únicamente se concentró en la prensa popular, cuya
circulación de masas parecía eliminar al resto de las plataformas mediáticas.
Gandhi explicó cómo podía utilizarse una combinación de técnicas, que
incluían la búsqueda sustancial de publicaciones, eventos en vivo, cartas,
panfletos, entrevistas y relaciones con los medios en general pensados para
personificar un esfuerzo sincero, inteligente y colectivo. Hayek y Jung se
percataron de la intensificación de las técnicas de las RR.PP. y algunas de las
formas en que ellos podían emplearlas. Sus recomendaciones iban a restaurar
el papel del individuo en ese proceso, y una conciencia que podría batallar
con las tendencias aisladas, no humanas, deshumanizadas, no saludables de las
RR.PP.
¿No es esto lo que está ocurriendo ahora? ¿Ha relevado la era de la
información los instrumentos de la persuasión de masas al individuo? ¿Pueden
ahora los individuos defender productos, servicios e ideas con el mismo poder
que las organizaciones? ¿Ofrecen las obras presentadas aquí una guía para el
futuro? ¿Hay suficiente conocimiento sobre ellas para llevarnos tan lejos?
Jung, Hayek y Gandhi están totalmente seguros de que hay algo en nosotros que
persiste para reafirmar su singularidad psicológica, económica y espiritual, y
esto impide un completo acuerdo con todas las tendencias colectivas. En
ocasiones somos “el gato que camina solo” (parafraseando la historia de
Kipling) por más que no deseemos quedarnos fuera. En la Era de la
Información, esto es con seguridad un atributo esencial. Si la “verdad” y la
“autenticidad” significan algo, deben implicar ciertamente algo que los
individuos deberían experimentar con ellos mismos, más allá de las
insistencias de la comunicación estratégica. En medio del ruido del terreno de
lo público, el despliegue de las nuevas tecnologías, los dispositivos de
seguimiento y las dinámicas de grupo diseñadas para que un mensaje masivo
se perciba como personal, los motores de la comunicación son hasta el
momento incapaces de llegar hasta “la minúscula voz calmada” de nuestro
propio yo. Jung quizás podría describir ese lugar como una combinación de
nuestro centro espiritual y experiencia de vida única, Gandhi como nuestro
instinto para generar nuestra propia relación con la Voluntad Divina, Hayek
como nuestro deseo de libertad. Podríamos recordar que esta voz fue
escuchada en los Reyes 1, 19 después del fuego, el viento y el terremoto: una
analogía apropiada para lo que queda después de que hayan pasado el sonido
y la furia de las RR.PP. Dondequiera que se posicionen los comunicadores en
este asunto, la labor del individuo es evitar el destino de Parsons en 1984 de
Orwell, un creyente acrítico de la comunicación a él dirigida, finalmente
traicionado por su propio hijo cuando dejó escapar un momento de
escepticismo. Debemos tener cuidado de aplicar este principio de
individualidad a los productos, servicios o causas que estamos predispuestos
a apoyar, así como aquellos a los que nos oponemos. Las RR.PP. que son
capaces de trabajar con dicho principio, sin embargo, deberían ser muy
poderosas de hecho, y podrían ser además más veraces, auténticas y
liberadoras.
¿Se está aplicando el principio de individualidad hoy en día a las RR.PP., o a
la propaganda, o a la comunicación estratégica, o a lo que sea que podríamos
llamar a esta función invisible ahora o en el futuro? Las RR.PP. son una fuerza
muy sólida. Los autores de las obras en este libro examinan la fortaleza de sus
elementos constitutivos. También hemos visto que muchas percibían que la
mayoría de la gente era incapaz de hacer algo productivo con ella, algo que
condujese a un buen estilo de vida permanente. Incluso Mill desconfiaba de la
expresión colectiva del poder de masas que llegaba a buen término en su
época, aunque comprendió la necesidad de preservarse la individualidad y
que la publicidad de masas podía ser una fuerza para el bien. Marx y Engels
no dudaban de ella, siempre y cuando se utilizase de la forma apropiada.
Clausewitz recomendaba que el gobierno nacional tomase el control de las
nuevas pasiones desatadas por el surgimiento de los pueblos que Confucio,
Platón y Al-Farabi habrían mantenido pasiva y firmemente en su lugar, aunque
fuese solo por su propio bien. En las Analectas ya lo hemos visto registrado:
“El Maestro dijo: ‘Si las personas excelentes gestionasen el Estado durante
cientos de años, entonces ciertamente podrían vencer la crueldad y acabar con
las ejecuciones’ —¡la verdad que hay en este dicho!” (Slingerland, 2003,
13.11).
Si los individuos aprendiesen a utilizar las herramientas que emplean las
RR.PP. organizacionales, dado que la tecnología ya les está permitiendo
hacerlo, el resultado podría ser con certeza indeseable. Podría haber, sin
embargo, unos pocos lugares donde una “minúscula voz calmada” pueda
hacerse oír por sí misma. Winston Smith en 1984 es forzado a embutirse en un
pequeño rincón en su pequeño apartamento para escapar de las cámaras y la
radio siempre en funcionamiento, y las sesiones de propaganda en el lugar de
trabajo. ¿Nos encontraremos a nosotros mismos en el mismo rincón,
conducidos allí no solo por las grandes organizaciones, sino también por otros
individuos que trabajan intensamente sus alianzas? No solo es importante
retener el control sobre nuestra información personal, sino además poder
pasar completamente desapercibidos, ser dejados en paz de vez en cuando y
“caminar solos”, en la creencia de que esta libertad es una gran parte de lo que
somos. Dos versos del poema “Gran Guerra” de Wilfred Owen me vienen a la
mente:

Soy el fantasma del escalón de Shadwell.


A lo largo del embarcadero de la casa flotante,
Y a través de la cavernosa casa de matanza
Soy la sombra que allí camina.
Aún mi carne es firme y fresca,
Y mis ojos tumultuosos como las gemas
De lunas y lámparas en pleno Támesis
Cuando el polvo navega titubeando río abajo.

Aquellos pensadores que abordaron los medios de comunicación a comienzos


de la era industrial lo hicieron sin duda en la línea de que el individuo debía
prepararse para ello, de que la luz de la publicidad podría ser útil, y de que
ello ofrecía alternativas a las fuentes tradicionales de autoridad en la
comunicación pública. Esas alternativas han proliferado: organizaciones sin
ánimo de lucro y negocios, celebridades, comunidades locales se están
haciendo escuchar junto a las fuentes tradicionales de los Estados y de las
religiones organizadas. La gente puede publicitar las cosas que le agradan, o a
las que se opone, desde los helados hasta las teocracias. La siguiente etapa en
este proceso parecería ser una mayor intervención por los mismos individuos,
la “gente común” que es de esperar esté a la altura de las esperanzas de Mill,
más que de los temores de Platón.
La siguiente etapa: aunque la humanidad aún no está allí. Mientras nosotros
como individuos somos capaces de desarrollar nuestra propia voz, aún somos
incapaces de proteger su pequeñez y silencio. No para nosotros mismos, o
nuestros descendientes. Las áreas de nuestras vidas que una vez habrían
pasado inadvertidas ahora son un foco para las RR.PP.: nuestro consciente
privado, nuestras relaciones, el lazo alrededor de la reputación de un producto
y de la autoestima personal. Las organizaciones, según compiten, penetran
hondamente en nosotros para generar profundas conexiones por medio de las
audiencias objetivo grandes o pequeñas, los problemas, la responsabilidad
social corporativa, la gestión de la reputación y el resto de las actividades
especialistas de las RR.PP. Es verdad que nosotros también podemos hacer lo
mismo a otros, gracias a las redes sociales, que adoptarán formas más vívidas,
atractivas y personales en el futuro. ¿Podemos confiar en nosotros mismos en
que lo haremos de forma responsable? Se trata, sin embargo, de las grandes
organizaciones que continúan disponiendo de los recursos y el tiempo para
coordinar campañas amplias, a largo plazo y consistentes —otra faceta de la
realidad, o sueño, de las RR.PP., que fluye inalterada desde el pasado hacia el
presente.

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