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Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
¿Qué hace un hombre enamorado cuando su esposa le pide
un perfume? Pues crearle una perfumería.
Todo se remonta al reino de Mishnock, mi hogar. O más
exactamente, a su capital, Palkareth. Aquí fue donde mis
padres se conocieron y se enamoraron. Era tan puro y
potente ese amor que mi madre abandonó las comodidades
de una morada de grandes señores para casarse con un
plebeyo sin recursos que hacía poco tiempo había llegado a
la ciudad. Y años después un deseo suyo —un nuevo
perfume que no podía adquirir debido a la escasez de
recursos en su matrimonio— motivó a mi padre a arriesgar
todo lo que ellos tenían para instruirse como aprendiz de
perfumista e iniciar su propio negocio solo un año más
tarde, a pesar de que nadie daba un triten por él.
Siempre deseé la valentía que ambos tuvieron para
enfrentarse al mundo, pero no tuve la fortuna de heredarla.
Al menos me queda la dicha de saber que el perfume con
mi nombre es de los más vendidos de la ciudad, pero no nos
desviemos. Mis padres tuvieron la osadía de convertir el
negocio familiar en una de las perfumerías más famosas de
nuestra nación y hoy son los creadores de las fragancias de
la familia real, estatus que jamás tendrán nuestros
competidores, lo que asegura que puedan brindarnos
estabilidad económica a mis dos hermanas y a mí.
Ahora, mis hermanas… Lizzie es la mayor, la protectora y
guía, a la que recurro cuando necesito un consejo, y Mia, la
menor, tan enérgica e ingeniosa, es la que viene a mí en
busca de consejo.
Lo anterior es la parte bonita de la historia, de mi
historia. No obstante, las monedas siempre tienen dos caras
y el mal con frecuencia acecha al bien, por lo que es
momento de hablar de la guerra, la parte violenta que nadie
quiere mencionar. Comencemos.
En el pasado, el reino de Mishnock se llamaba Felraish,
hasta la fatídica noche en la que fuimos invadidos y
sometidos a las estrictas leyes de Meridoffe, el rey que en
esa época gobernaba la nación vecina y nuestra eterna
enemiga, Lacrontte. Fuimos consumidos tan rápido como un
papel en la hoguera: mis antepasados empezaron a
deambular en las calles tras ser expulsados de sus hogares,
vendiendo lo que les quedaba para conseguir comida y
soportando humillaciones públicas y privadas para
sobrevivir. Hasta que un grupo de rebeldes se armó de valor
y, liderado por Bartolomeo Mishnock, luchó para derrocar el
nefasto imperio que se había levantado sobre ellos.
Hombres y mujeres trabajaron a escondidas en una
revolución que les costó la vida a muchos: padres que
enviaban lejos a sus hijos para que no pagaran las
consecuencias que sufrían las familias de un sublevado,
personas que caminaron kilómetros en la oscuridad para
acercarse al enemigo, con el estómago vacío y pocas
armas, pero con el objetivo claro de liberar a su patria.
Después de alcanzar la victoria, Bartolomeo fue escogido
como el nuevo rey de la nueva helia y este reino fue
rebautizado con su apellido.
Actualmente, Mishnock es gobernado por los monarcas
Silas y Genevive Denavritz, quienes hacen todo lo posible
por protegernos del acecho lacrontter que hemos soportado
a través de los años y que ahora comanda su temible rey
Magnus, un hombre inmisericorde que nos tiene en vilo con
temor a un nuevo ataque. ¿Cuál es el motivo detrás de la
guerra? No lo sé. Yo conozco la historia de mi familia, pero la
del mundo más allá de las murallas del reino es una historia
que tendré que descubrir, así deba arriesgarme a mezclar
mi camino con el del enemigo.
1
MISHNOCK
HELIA 7, ESTADO TEMPORAL 5, AÑO 2
***
***
***
Tres horas han pasado y sigo encerrada. Me ha tocado ver
detrás de los barrotes cómo los familiares de los otros
prisioneros vienen por ellos mientras yo continúo aquí con
calor y zozobra.
—Voy a hacerte unas preguntas y espero que contestes
con la verdad. —Se adentra en la celda un guardia con hoja
y lápiz en mano.
Asiento, angustiada y dispuesta a mediar. Toma lugar en
el otro extremo y me observa como si tuviera en frente al
peor de los criminales.
—¿Quién es tu jefe en Lacrontte? ¿Desde cuándo estás
pasando información entre los reinos?
—Ya le he dicho que no soy una espía. —La exasperación
habla por mí—. Es una falta de respeto que me tengan aquí
encerrada sin ningún tipo de pruebas solo porque no tengo
identificación. Por cierto, deberían capturar a ese tal Faustus
que intentó propasarse conmigo. Él tendría que estar aquí y
no yo.
—¿Tienes pruebas de que intentó tocarte? Si no las
tienes, no hay nada que hacer.
—Todo un bar fue testigo —me defiendo—. Además, es lo
mismo que alego: ¿por qué estoy aquí si ustedes no tienen
pruebas? Búsqueme en los registros, me llamo Emily
Malhore. Soy hija de los perfumistas Malhore. Tengo
derechos y quiero que los hagan cumplir.
—No creo que una Malhore frecuente ese tipo de lugares.
Les venden a los grandes señores de Mishnock y a los reyes.
Tienen una reputación que mantener, por lo que le agregaré
otro cargo por intento de usurpación de identidad.
—¡Esto debe ser una broma! ¿Cómo voy a usurpar mi
propia identidad? —refuto indignada—. Mire, conozco a
Cedric Maloney, él es un soldado de la Guardia Azul y sabe
quién soy, estuvo cenando en mi casa esta noche. Por favor,
búsquelo.
—No conozco a ningún Maloney. Esta es la Guardia Civil,
señorita.
—¡Buenas noches! —Una voz varonil se escucha al otro
lado de las rejas y el oficial se levanta de inmediato.
—Esto no ha acabado aquí —advierte—. Cuando se vaya
el príncipe seguiré con el interrogatorio.
¿El príncipe? ¿Acaso logré desatarme la mala suerte de la
pierna? Él me vio esta tarde en la recaudación de
impuestos. Aunque no me recuerde, puede que haga algo
para ayudarme a salir, tal como intercedió por Nahomi.
El guardia me encierra otra vez al abandonar la celda, así
que me acerco a los barrotes para buscar la figura del
heredero y, después de pasear la vista unos segundos, lo
veo hablar con algunos oficiales, quienes le enseñan una
serie de papeles. Aunque tiene la misma vestimenta de
hace unas horas, la corona ha abandonado su cabeza y
ahora tiene en las manos un pañuelo blanco que se pasa
por el cuello con cuidado.
—¡Alteza! —lo llamo, desesperada. Sus ojos azules me
encuentran y el cabello oscuro le cae en el rostro cuando se
gira a verme—. Alteza, quisiera mostrar mi inconformidad
ante el trato que me han dado y las acusaciones que han
lanzado en mi contra porque yo no soy...
—¡Cállate, prisionera! —interrumpe el uniformado—. Eres
espía, así que no tienes derecho a dirigirle la palabra al
príncipe.
—Déjala hablar —sentencia él, caminando hacia mí—.
Veo que se la acusa de espionaje. ¿Es eso cierto?
—No, claro que no. Me trajeron aquí porque estaba en
una taberna sin identificación y solo por eso dedujeron tal
barbaridad.
—¿En una taberna? —Entrecierra los ojos, confundido.
—Es una historia larga. El asunto es que nunca
traicionaría a mi nación, sé que los lacrontter son malos y
yo jamás trabajaría para ellos. Si me ve bien quizás me
recuerde, yo estuve en la plaza con mi padre, pagando los
impuestos y usted nos ayudó cuando querían tomar a papá
como prisionero por...
—Suéltenla. —Ahora es el príncipe quien corta mi
discurso.
—Alteza, es una espía —insiste el sujeto—. No pretendo
faltarle al respeto, pero estaba en un bar con las meretrices.
—Denme la llave. A una señorita no se la trata de esta
forma —habla serio, extendiendo la mano para que el
hombre se la entregue.
Mi corazón bombea fuerte en el instante en que la toma
y comienza a abrir el cerrojo. Por fin me libraré de esta
injusticia.
—Se lo agradezco mucho, alteza. —Hago una reverencia
cuando estoy fuera—. En verdad no olvidaré esto. Prometo
enviarle un obsequio de agradecimiento —balbuceo cosas
sin sentido mientras él escucha atento mis tonterías.
—No hace falta —contesta, serio.
Gracias a la vida que no aceptó, ya que no se me ocurre
qué podría regalarle.
—Entonces me retiro. Nuevamente muchas gracias.
Creo que la vida se ha apiadado de mí y lo envió justo a
él, porque a alguien tan intimidante como el rey Silas jamás
me hubiera atrevido a pedirle ayuda. Le ofrezco una
reverencia final y corro afuera. Mi cuerpo se arropa con el
frío exterior y me basta dar un par de pasos para escuchar
que alguien me llama.
—¡Señorita! —gritan a mi espalda—, ¿hacia dónde cree
que va?
Es el príncipe.
—A intentar que no me deshereden. —Me paso las
manos por los brazos, abatida por la brisa helada—. Voy a
casa.
—Permítame llevarla. Y antes de que rechace la oferta, le
recuerdo cuán peligroso es que una joven recorra las calles
sola pasada la medianoche, así que insisto.
¿Más de medianoche? Ni siquiera vale la pena apurarme.
Seguramente papá ya me ha borrado de su testamento.
Él camina hacia un carruaje color plomo de ruedas
grandes y acabados opulentos que espera en la salida de la
central. Abre la puerta y con un gesto me invita a
adentrarme. Mi rostro se torna del color del atardecer a
medida que subo al transporte, pues, aunque quiera
rechazarlo, tiene razón. El interior de la carroza es
despampanante: tiene cortinas con borlas alargadas que
cubren las ventanas; tapicería de terciopelo color crema en
los sillones y paredes, que se siente como algodón contra la
palma de mis manos. Está decorado con un bordado de
cordoncillo dorado en el techo que forma el escudo nacional
y un bolso de correas cosido a la tela que cubre la puerta,
del que se asoma la corona de plata que suele usar. Desvío
la mirada rápidamente para que no note que he visto más
de la cuenta.
—Pecaré por curioso y acepto el señalamiento, pero me
intriga saber cómo una señorita a la que vi defender a su
padre en la plaza terminó en prisión.
—Estaba ayudando a alguien a reunirse con su alma
gemela.
—¿Y esa persona la abandonó en ese bar? —inquiere
cuando la carroza comienza a moverse.
—No creo que me haya desamparado. Yo acababa de
entrar a ese lugar, así que no le di tiempo de regresar por
mí.
—Y mientras usted luchaba tras las rejas, su amiga
estaba en los brazos de un joven.
—¿Cómo sabe que es una mujer?
—Bueno, no veo viable que un hombre le pida ayuda a
una dama para reunirse con alguien más.
—Ese comentario alguien podría tildarlo de injusto.
—¿Alguien o usted? —contraataca—. Espero que no me
juzgue con tanta facilidad. Solo hablo por experiencia.
—No lo hago. Mi juicio no es tan frágil como para
quebrarse ante esa declaración.
—Me alegra saberlo. No me gusta disculparme por dar
una opinión.
—¿Siempre es así de seguro?
—Solo si la ocasión lo amerita. Además, se me exige
convencer a los demás de que lo que digo es cierto.
—¿Aun cuando no lo sea?
—Especialmente si no lo es. Por cierto, el cochero no
sabe a dónde vamos.
—Calle Lewintong. Casa 721.
Le da las indicaciones al paje, para que este se las haga
llegar al cochero.
—Es decir que se atribuye a usted mismo el título de
mentiroso —continúo.
—No, pero debo brindar la sensación de confianza a los
demás. Es mi deber —explica con naturalidad—. El deber de
cualquier líder del mundo.
La actitud serena e inescrutable del príncipe me resulta
inquietante y al mismo tiempo fascinante. No puedo creer
que esté sentada en su carruaje hablando de frente con él.
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Querida Liz:
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Las tres Malhore nos encaminamos hasta la villa
Coldtenhew, pidiendo indicaciones a todos aquellos que
encontramos en el camino. La caminata se torna extensa y
mucho más por las paradas que debemos hacer por Mia,
quien se cansa cada medio metro. Cuando por fin llegamos,
son casi las siete de la noche y el lugar ya se encuentra
repleto de carruajes e invitados con vestidos pomposos que
nos hacen ver a nosotras como jóvenes cubiertas de
andrajos. Nos acercamos a la entrada, donde dos hombres
inspeccionan las invitaciones antes de permitir el ingreso, y
cuando por fin llega nuestro turno, uno de los señores nos
detiene.
—La invitación solo tiene un nombre —señala con voz
rígida—. ¿Quién de ustedes es la señorita Liz Malhore?
Siento que la sangre se me hiela en las venas.
Caminamos tanto para no poder ingresar.
—No voy a entrar sin ustedes —declara mi hermana.
—Oye —susurro, llevándola lejos del guardia para que no
pueda escucharnos—, hicimos todo esto para que pudieras
ver al general Peterson, así que ahora no vas a arrojar a la
basura nuestro esfuerzo. Entrarás allí y disfrutarás la noche
con Daniel.
—¿Y ustedes? —inquiere preocupada, como la hermana
mayor que es.
—No te preocupes. Regresaremos a casa, así tenga que
arrastrar a Mia todo el camino. Seguramente el general te
llevará a casa o te enviará en un carruaje, así que no debes
temer por regresar sola.
—¿Estás segura? —insiste con duda.
—Como nunca en la vida. Diviértete.
Con las piernas doloridas nos vamos de vuelta por un
camino de ripio cercado con espigas de trigo a la derecha y
kilómetros de campo verde a la izquierda, bañados con los
dorados rayos de la tarde. Mi hermana no para de quejarse,
suena como el canto molesto de un grillo por la noche,
únicamente se detiene cuando después de recorrer algunos
metros escuchamos que gritan mi nombre. Nos giramos al
llamado y quedo estupefacta al encontrar al príncipe fuera
de la villa. Me sonríe a la distancia y se acerca a nosotras
con agilidad, haciendo que mi corazón bombee mucho más
rápido.
—Alteza… digo, Stefan —suspiro más emocionada de lo
que pretendía dejar ver—. ¿Qué haces aquí afuera? ¿Este es
el evento al que te referías hace unos días?
—Bueno, es el cumpleaños de mi mejor amigo. No podía
perderme la fiesta. —Me mira como quien ha encontrado un
tesoro que ni siquiera estaba buscando—. Respondiendo a
tu pregunta: estoy aquí porque tu hermana me ha
informado que no les han permitido el ingreso y no podía
dejar que las trataran con tal irrespeto.
—Es un evento privado, así que entendemos las razones.
No nos sentimos ofendidas.
—Yo sí —replica mi hermana—. Fue un desplante
inaceptable.
—Estoy de acuerdo con la pequeña. Para repararlo,
permítanme llevarlas conmigo.
—Creí que jamás lo dirías —señala Mia, caminando de
regreso.
Nos adentramos en la fiesta, donde se nos entrega una
pequeña libreta, acompañada de una pluma, y es así como
me entero de que el evento seguirá una línea clásica. El
jardín de la villa está decorado con diminutas luces
amarillas que, extendidas como una manta, simulan ser un
cielo estrellado. Hay mesas alargadas en las que departe la
mayoría de los invitados y otras que parecen flotar solitarias
como pequeñas islas redondas. Los músicos animan la
fiesta desde las escaleras que salen de la mansión hacia el
campo de fiesta y en medio hay una pista rectangular de
madera sobre la que ya muchos bailan.
—Anótame —susurra Stefan a mi oreja al verme
distraída, refiriéndose a la libreta—, quiero ser el primero.
—¿Uno o dos? —le sigo el juego.
—¿Todos te parece demasiado?
Stefan luce como el primer rayo de luz que atraviesa las
copas de un árbol en el alba. Es cautivante. A pesar de estar
vestido de color marfil, la expresión radiante en su cara les
da color a sus palabras y movimientos.
—Debes dejar espacios para otros, de lo contrario se
creerá que estás cortejándome.
—Es lo que pretendo hacer toda la noche.
El objetivo de este tipo de bailes es el cortejo. Anotas los
nombres de aquellos jóvenes que te hayan pedido bailar y,
de esa forma, haces una lista de turnos. Mamá aún
conserva sus libretas y no hubo baile en el que no figurara
el nombre de papá.
—Luces muy hermosa esta noche. —El príncipe me adula
con la mirada y lleva las manos a la espalda mientras
caminamos sin saber que ese detalle es como una chispa en
una pastura seca.
Nos guía hasta la mesa donde se encuentra su madre,
bajo la mirada atónita y los murmullos de los invitados.
—Querida Emily —la oscuridad en los iris de la reina
Genevive se ilumina cuando se levanta para saludarme con
un beso en la mejilla—, un gusto volver a verte. ¿Quién es la
jovencita?
—Mia Malhore, majestad. Futura cuñada de su hijo.
—Ya veo —comunica sorprendida—. Un placer. Soy la
suegra de tu hermana, entonces.
¿Cómo es que esta niña no se resiste a hablar más de la
cuenta? Seguramente el carmín ya se ha adueñado de mi
piel y mucho más cuando Stefan me mira de reojo con
picardía.
—Iré a lo que he venido —informa mi hermana antes de
caminar a la zona de banquetes.
—Me siento afortunado de tenerte aquí esta noche —
confiesa Stefan mientras tomamos asiento—. Creí que iba a
ser un evento aburrido. Sé que es una fiesta en honor de
Daniel, pero debo cumplir con el protocolo y hacer lo
necesario por complacer a los demás, por lo que me
reconforta saber que eso incluye el tener que complacerte a
ti.
—Qué galán —murmura la reina Genevive—. Me alegra
saber que Atelmoff te ha enseñado algunas cosas.
—Madre, por favor. No me exponga de esa manera.
La reina me mira con complicidad, atendiendo la solicitud
de su hijo. Cuando intento agradecerle a Stefan por el
rescate, el maestro de ceremonias interrumpe para anunciar
la llegada de la familia real de Plate. En el acto, todos
dirigimos nuestra atención a la entrada, por donde caminan
los reyes Griollwerd, un despampanante Angust en un traje
verde y una inigualable Aphra, que luce el mismo atuendo
de su hermano. Las murmuraciones, señalamientos y burlas
sobre el estilo que ha adoptado la heredera de Plate se
hacen presentes; sin embargo, a ella parece no importarle.
Caminan frente a las reverencias de los invitados y,
finalmente, se dispersan entre la multitud. Los reyes van a
la mesa del monarca Silas y los hermanos vienen hasta
donde nos encontramos.
—Siempre tan coloridos e inusuales —saluda Stefan.
—¿Te gusta? —Angust presenta sus prendas con orgullo
—. Tengo uno rojo que te quedaría genial.
—Hola. —Aphra toma lugar y bebe con desespero una
copa de vino—. Odio mi vida.
—Cariño, no digas eso —pide la soberana mayor—.
¿Ocurrió algo?
—Lo que siempre ocurre en la política cuando no eres
hombre: propones algo y le restan valor porque viene de la
boca de una mujer. Puedo jurar que es la misma razón por la
que está usted en esta mesa y no en la de su esposo, así
que mejor hablemos de algo más.
—No te pongas así. —La abraza su hermano—. De todas
formas, tú no quieres ser reina.
—¿De una monarquía parlamentaria? Si eso es igual a no
ser nada. —Toma otra copa—. Me siento impotente cuando
no toman en cuenta mis estrategias para la mejora de Plate.
Estamos hundidos y prefieren desechar mi solución, aunque
sepan que es la mejor. ¿A usted el rey Silas la deja proponer
algo?
—Nunca soy invitada a las reuniones políticas, ese no es
mi lugar.
—Querida Genev… —La besa Angust en cada mejilla—.
Tu lugar es cualquiera donde quieras estar.
—Por eso me iré de casa —continúa su hermana—.
Quizás me convierta en beguina.
—¿Vas a renunciar a tu título? —pregunto sorprendida.
—Es todo lo que he soñado desde que tuve consciencia
de que era una princesa. En Cromanoff, un grupo de teatro
compró uno de mis escritos para llevarlo a las tablas. Eso es
lo único que le agrega emoción a mi vida en estos
momentos.
A unos metros veo a una joven que se acerca a la mesa.
La reconozco. Es la señorita Valentine, la que inventó ser la
pareja de Stefan. Cuando llega, hace una reverencia frente
a los nobles, pasando de mí por completo. Poco me molesta
que me ignore, pues no estoy interesada en interactuar con
una persona tan maleducada.
—Stefan, cariño —lo saluda—, vine a llevarte a la pista.
Mi querido Silas se ha puesto contento cuando le dije que te
invitaría a bailar.
Siento cómo se tensa al escucharla. Mira a la reina en
busca de ayuda y ella solo hace un gesto con la mano para
que la acompañe. ¿Lo asusta su padre? Entiendo que el rey
es intimidante, pero no creí que él también lo viera de esa
forma.
—Si me disculpas, Emily —se excusa, levantándose de la
mesa—. Espero que me permitas la siguiente pieza.
—Por supuesto —aseguro con una sonrisa.
—No te molestes, yo puedo entretenerla toda la noche —
comenta Angust.
—Vendré por ti cuando termine esta canción —insiste
Stefan, ignorándolo.
Mia regresa de la mesa de banquetes con platos
rebosantes. La brisa que da entrada a la noche pasea el olor
dulce de la mermelada que decora algunos postres y el olor
a mar de los canapés de gambas. Se sienta en el lugar que
Stefan dejó libre sin dejar de mirar a las personas que se
mueven como olas a nuestro alrededor y dejan obsequios
para Daniel, quien presenta a Liz a sus invitados.
—Se acabó la crema de chocolate, tuve que esperar a
que trajeran más —explica antes de que pueda preguntarle.
—¿Quién es esta niña que se trajo todo el banquete? —
pregunta Aphra.
—Es mi hermanita, que ha prometido comportarse —
sentencio a modo de advertencia.
—Así que eres mi cuñada —la saluda Angust—. Un gusto,
soy el futuro esposo de Emily.
—¿Quién es usted? ¿Tiene dinero? Porque solo aceptaré
que mi hermana se case con alguien de muchísimo dinero.
—Bueno, en eso me gana mi gran rival. Plate es un reino
pequeño y Mishnock está mejor económicamente, pero si
buscas a alguien de mucho poder, Stefan tampoco es el
ideal. Así que ambos perderemos el amor de nuestra
adorada.
—Hablando de él, ¿para dónde se fue? —pregunta Mia
buscándolo con la mirada.
—Bailando con su amiga la señorita Valentine —musito
con la esperanza de que no comente nada más.
—No dejes que te lo roben, Emily. Eres muy lenta —dice
Mimi, haciendo que me sienta peor.
—No te preocupes, Valentine no se lo quitará —dice la
reina Genevive—. Él está muy interesado en tu hermana.
—Pues no parece —replica Mia, lo que me lleva a
golpearla debajo de la mesa, apenada—. ¿Por qué te vistes
de hombre? —le pregunta sin filtros a la princesa. ¿Por qué
mis padres la hicieron tan imprudente?
—¿Quién dijo que me visto como hombre? —responde
Aphra con paciencia.
—Pues yo. Ese traje no es lo usual.
—El pez no puede juzgar la vida en el océano cuando
solo conoce un charco.
—¿Qué significa eso?
—Eres joven, tienes tiempo de cambiar esa mentalidad.
—Le toca la punta de la nariz con la delicadeza de un colibrí.
Entiendo que mi hermana no pueda comprender la visión
que ellos tienen sobre el mundo, porque hemos sido criadas
con otros métodos, incluso yo, que soy mayor, apenas estoy
conociendo a través de los Griollwerd otras versiones del
mundo.
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Cuando veo a los guardias reales abrir las rejas doradas que
rodean el palacio, la angustia empieza a gobernarme, me
duele el tórax y se me dificulta respirar, como si estuviera
en un barco a la deriva enfrentando una tormenta. De ahí
me guían por un puente que divide la entrada de la casa
real y desde el cual puedo ver la mansión Lacrontte, de tres
pisos y colores crema, gris y blanco. Tiene varias torres,
todas coronadas con la bandera del reino y rodeadas por
grandiosas zonas verdes que forman caminos de espirales
en los que no hay ni una sola flor.
—Por favor, díganme qué piensan hacer conmigo. No soy
una espía, lo juro.
Al llegar a las escaleras del umbral, un hombre mayor se
acerca a nosotros con las manos enlazadas sobre el
estómago y un rostro inexpresivo. Es de caminar lento,
movimientos pausados y, por la manera tan atenta como
me mira, puedo apostar a que ya se ha formado una opinión
sobre mí.
—Buenas noches. ¿Qué tenemos aquí?
—La señorita es mishniana —dice el custodio—. Y tiene
un silbato de los oficiales civiles de Mishnock.
—¿Por un silbato me hacen perder el tiempo?
—Ellos dicen que soy espía —me defiendo—, y le juro
que no es así, señor…
—Modrisage. Soy Francis Modrisage, consejero del rey
Magnus Lacrontte.
—La orden real dictamina que cualquier sospechoso de
espionaje debe ser traído al palacio —discrepa el custodio.
—Pero cuando hay evidencia concreta, no por un silbato.
Aun así, investiguemos. Pasen. —Se da la vuelta y entra al
palacio. No puedo creer que vaya a pisar la morada de mi
verdugo—. ¿Cuál es su nombre, señorita?
—Emily Malhore, señor.
Intento mantener la calma aun cuando el ambiente y la
incertidumbre no me ayudan. Me muerdo el labio inferior
para no llorar y aprieto en un puño el silbato que me cuelga
del cuello, el mismo que detonó todo este teatro. Al verme,
el señor Modrisage se detiene y me pide que no tema, pero
es imposible que no lo haga. Asegura que nada va a
pasarme, que no me encarcelarán y que solo hará un
reporte para dejar constancia del suceso.
Me quedo en el corredor principal con los custodios
mientras él va por papel y pluma. Respiro profundo para
poner fin a mi agitación y miro alrededor para tratar de
disolver los trágicos pensamientos que se pasean por mi
mente como fantasmas. El palacio Lacrontte es como una
caja musical brillante llena de minuciosos detalles. Hay
múltiples candelabros que le dan vida a la estancia, además
de pequeñas estatuas doradas de figuras humanas que
sostienen lámparas, cuya luz se refleja en el piso pulido.
Hay puertas y ventanales intercalados entre las paredes
talladas. Pero es el techo el que se roba mi atención: tiene
pintado un fresco en tonos ocres, rojizos y azules que
muestra ángeles de rostros atormentados en una escena de
guerra, con lanzas, espadas y escudos frente a un público
que mira el enfrentamiento con emoción.
—Pasaremos ante el rey Magnus —el consejero me habla
de repente. No noté en qué momento regresó.
—No quiero estar frente a ese hombre, señor Modrisage.
—Le suplico como un hijo a su padre.
—No se preocupe. Seré yo quien le explique todo. Aun
así, él debe estar al tanto. Se toma muy en serio las
sospechas de espionaje, pero estoy seguro de que solo nos
tomará cinco minutos, después podrá irse.
—¿Le puedo pedir un favor? —cuestiono y acepta—.
Podrían mandar a buscar a mi padre. Está en el bazar, en
nuestro puesto de perfumes.
Imagino lo preocupado que debe estar papá al ver que
no regreso. Ya debe estar buscándome con la zozobra que le
quema el alma. Merece saber lo que ocurre. Me pide su
nombre y la ubicación de nuestro puesto en el bazar para
luego asignarles a un grupo de guardias que lo encuentren y
lo traigan al palacio. Antes de pasar frente al rey, me
informa que tendrán que cubrir mi vestido de margaritas
amarillas con otra prenda. Supongo que debido al rechazo
que siente su monarca por las flores.
Lo sigo hasta la segunda planta bajo la mirada atenta de
custodios, quienes me observan como un estudioso de los
animales a una nueva criatura. Es evidente que no están
acostumbrados a ver a extraños en esta parte del palacio.
Me siento como en una excursión por la casa real a medida
que recorro el piso de mármol que brilla bajo los faroles que
alumbran el largo y ancho pasillo hasta detenernos frente a
una puerta café con una placa encima que anuncia que se
trata de la sastrería.
—Remill, necesito tu ayuda —anuncia el señor Modrisage
cuando entra.
Se trata de un salón amplio, un taller de costura en el
que hay mesas largas, máquinas de coser enfiladas
metódicamente, paredes llenas de telas, hilos, cadenas,
botones, cierres y, además, grandes maniquíes en
diferentes esquinas que portan trajes, abrigos y capas de
hombre en un solo color: negro.
—Aquí estoy, Francis. ¿En qué puedo ayudarte? —Se
escucha una voz detrás de un biombo—. ¿Se le descosió
alguna pieza al rey? No me digas eso porque no quiero
terminar en la horca.
¿De qué habla? ¿Por qué toman a la ligera temas tan
serios como la muerte? ¿Tan acostumbrados están a ella
como nosotros en Mishnock? Si se trata de un chiste local,
me atrevo a confesar que es el peor tipo de humor que he
escuchado jamás.
—Si sales de donde estás, entenderás de que se trata.
Escuchamos unos pasos que se acercan y finalmente
aparece el sastre encargado de vestir al soberano de
Lacrontte.
—¡Por todos mis alfileres!, ¡cuántas flores! —exclama,
sorprendido, y se paraliza al verme—. ¿Acaso eres suicida?
Es un hombre delgado, con lentes redondos y cabello
negro canoso. Tiene las mangas de la camisa recogidas
hasta los codos y lleva en su muñeca una almohadilla llena
de agujas. Me mira constantemente, como si no pudiera
creer lo que ven sus ojos… Mi vestido de flores. ¿Qué le
pasa a esta gente?
—¿Pasará frente al rey? —inquiere, y Francis lo confirma
—. Ya comprendo la situación. Espera, eso quiere decir que
por fin haré algo diferente. —Se emociona de repente—.
Aguardé por este momento tantos años. Tengo muchas
ideas recopiladas, puedo hacer un vestido de gasa con un
hermoso escote de encaje y tal vez también algún accesorio
para el cabello.
—Remill, no hay tiempo para nada de eso. Está a pocos
minutos de ser llamada, solo ponle algo encima y listo.
—Entonces, ¿para qué la traes aquí? ¿Por qué
simplemente no le pusiste una sábana?
—¿Qué tienes para cubrirla? —continúa Francis,
dispuesto a no alargar el drama.
—Nada, todo lo que hay es ropa del rey Magnus. Trajes
oscuros y casacas.
—Pues ponle una de esas.
—¿Lo dices en serio? —comenta, incrédulo—. ¿Cuánto
mides, niña?
—Uno cincuenta y cuatro, señor —contesto, saliendo de
mi estupor.
El sastre me guía hacia un lado, donde hay un espejo
largo de tres lunas que dan una visión completa del cuerpo,
y me sube a una tarima circular para tomar las medidas que
necesita. Busca la capa y, cuando me la pone, siento todo el
peso de la gruesa tela en los hombros. Es más pesada de lo
que parece y batallo para mantenerme erguida. El sastre
comienza a medir y a doblar la tela hasta dejarla del largo
perfecto y luego se la lleva a la mesa para cortarla.
—¿Te resulta muy pesada para solo tenerla atada? —
pregunta cuando vuelve a medírmela.
—Como vasijas de plomo.
—De acuerdo, te pondré un gancho.
Rebusca entre los cajones y trae un broche dorado de
alas, que tiene en el centro enmarcadas las letras M y L, que
a su vez están adornadas por una corona.
—El rey odia este diseño y hay cientos de estos. Los
hicieron antes de que él los aprobara —explica, uniendo
ambos lados de la capa con el pasador.
No recuerdo haberme vestido nunca de negro, por lo que
me decepciono cuando me veo al espejo y noto que el único
toque de color existente lo da ese broche sobre mi pecho. El
nerviosismo me cosquillea en la piel como el caminar de un
grupo de hormigas al ser consciente de que me acerco de
nuevo al rey Lacrontte y su mirada de piedra.
—Solucionado. Ahora lo peor que puede pasar es que te
decapite por usar su ropa.
—¡¿Qué?! —me sobresalto e intento quitarme la capa,
pero me tiemblan las manos—. No, no quiero morir.
—No va a pasar —me asegura Francis—. Gracias por tus
comentarios, Remill.
A medida que volvemos al primer piso, me explica que
por protocolo no se usará mi nombre y será reemplazado
por el número de mi reporte, que en este caso es el treinta
y cinco. Pasamos entonces a la sala del trono. Un sitio
revestido con paredes de yeso, imponentes columnas de
mármol, cortinas de color vino que le dan un aspecto
sombrío al lugar y un trono que no puede ser de otro
material que oro macizo. Está dispuesto sobre un nivel
elevado y antecedido por escaleras. El salón tiene
ventanales arqueados en el muro derecho, por medio de los
que se cuela toda la luz de la luna llena. Camino con
desgano y solo me detengo al llegar a un escudo de
Lacrontte que está pintando en el centro de la sala. Es tanta
la belleza de este sitio que por un momento perezco olvidar
a lo que he venido.
Francis me oculta detrás de su espalda después de
entregarle el reporte al rey Magnus, quien viste uno de sus
habituales trajes negros. Algunos mechones de cabello le
caen hacia adelante mientras los demás están sostenidos
por la corona de oro y rubíes que le adorna la cabeza. Sus
pies descansan sobre el suelo y sus manos cargadas de
anillos sujetan la hoja que lee ávidamente. No negaré que
es apuesto, pero de una forma que no atrae, sino que aleja,
como una criatura majestuosa aunque peligrosa, que es
mejor admirar a distancia.
—Déjame verla —le pide a su consejero sin levantar la
vista y este se hace a un lado, exponiéndome.
Alzo la capa para no tropezar y doblo las rodillas en una
reverencia. El soberano de Lacrontte por fin levanta la
cabeza y sus ojos verdes me atraviesan. Son como
esmeraldas filosas y brillantes. Me observa por unos
segundos y temo que me recuerde y cumpla con la
amenaza que lanzó en el palacio de Mishnock, pero luego
entiendo que afortunadamente no me detalla a mí, sino que
se fija en el atuendo que tengo puesto.
—Buenas noches, majestad. Mi nombre es Em…
—Francis —me interrumpe con la delicadeza de un hacha
para desviar su atención hacia el señor Modrisage—, ¿qué
tiene puesto esta mujer?
—Una capa, majestad —responde imperturbable.
—¿Pasaste de consejero a bufón del palacio? —le reclama
con calma, pero con la voz plagada de ironía—. ¿Por qué
está usando una de mis prendas?
—Necesitábamos cubrirla con algo y solo pudimos darle
una de sus capas debido al poco tiempo del que
disponíamos.
—¿Acaso estaba desnuda?
—Peor: ¡tenía un vestido de flores amarillas!
Me sigue resultando ridícula su aversión a las flores.
¿Qué le sucedió para que las aborrezca de una manera tan
drástica y absurda?
—Mas vale que esto no vuelva a suceder. —Cierra los
ojos y se masajea la sien, cansado—. Vayamos al grano,
acusada número treinta y cinco. ¿De dónde saco ese
silbato?
—Fue un obsequio.
—¿Tengo que preguntar de quién o me lo va a decir?
—Un amigo de la Guardia Civil de Mishnock.
—¿Y a usted le pareció buena idea viajar a territorio
enemigo con eso?
—No creí que causara problemas.
—Pues ya ve que se equivocó. Francis, tráemelo.
Le pide a Francis que le lleve el silbato, así que me lo
quito del cuello y se lo entrego. El rey saca un pañuelo de su
bolsillo y con él lo agarra para estudiarlo. ¿Por qué no
permite que me marche y ya? Se suponía que esto solo era
algo de rutina.
—La dejaré ir, acusada, porque no hay suficiente material
para hacer una acusación formal —dice después de un rato
y la sensación de alivio me invade como una marea fuerte
—, pero esto me lo quedo.
—¡No! —digo más alto de lo que pretendía.
Francis me regaña con la mirada al ver mi irrespetuosa
negativa. ¿Qué más podía hacer? No quiero perder el
silbato, ya se ha convertido en un símbolo de valentía para
mí después de lo que ocurrió con Faustus. Puede que sea
por las palabras del joven Willy al entregármelo, «estaré a
un silbido de distancia», pues cuando lo aprieto siento que,
de necesitarlo, alguien vendrá en apoyo.
—¿Disculpe? —Levanta una ceja al escucharme—. El que
no se quiera deshacer de él aumenta las sospechas sobre
usted.
—Es algo especial para mí, no podría explicarle por qué,
pero no me resistiría a perderlo si no fuera importante.
No quiero tocar el tema de lo que sucedió esa noche,
porque solo de pensarlo me atormenta, como las pesadillas
a un niño. Además, estoy segura de que eso no es algo que
él quiera escuchar.
—Le daré cualquier otra cosa, como este pasador. —Me
señalo el pecho para negociar.
—Ese broche es mío.
—Pero a usted no le gusta. —Siento las miradas de los
guardias que custodian la sala del trono, algunos tratan de
ocultar su sorpresa ante mi osadía y otros la demuestran
con naturalidad.
—Aun así, no deja de ser mío. A propósito, ¿quién le
reveló esa información? ¿Fue Remill?
—No —miento para no meterlo en problemas. Me agradó
y no quiero que lo despidan por hablar de más.
—¿Entonces?
—Soy vidente.
—No me diga —se burla de mi idiotez—. Así que puede
adivinar cosas, ¡qué coincidencia!, porque a mí me
encantan las adivinanzas. Parece que nos vamos a llevar
muy bien, número treinta y cinco.
Por un momento creo que va a reírse, que no puede estar
diciendo algo así en serio, pero vaya que soy ingenua
porque ese rostro lleno de maldad no se suaviza nunca. Su
mirada, a pesar de ser fría y dura como el yeso, brilla como
turmalinas recién pulidas. Parece que tiene algo en mente
que lo divierte y que se escapa de mi comprensión.
—De acuerdo. Esto es suyo si logra sorprenderme con
algo que usted no tendría por qué saber. —Alarga el silbato
en mi dirección. Parece que lo va a lanzar al piso, pero no,
solo lo sostiene de la cadena y las luces de la sala del trono
iluminan el pedazo de aluminio como si se mofara de mí.
Es evidente que no me cree, y cómo lo haría si es la
mentira más tonta que se me pudo ocurrir; sin embargo,
una idea me llega a la cabeza con la velocidad de una bala.
—Adivinaré los ingredientes de su perfume.
—¿Seguirá con lo de la clarividencia? —cuestiona, y sé
que no le ha causado ni una pizca de gracia mi plan, pues el
placer que había en su mirada por verme expuesta
desaparece.
—¿Teme que pueda acertar?
—Está bien. —Confiado, se recuesta sobre el respaldar—.
Dígame las notas.
Me quedo un momento en silencio para que crea que
estoy pensando.
—Bergamota. Bergamota Calabria, para ser exacta.
Esperaba ver sorpresa en su rostro, y lo que sucede es lo
contrario: se queda impávido. Quería que demostrara algo
de asombro, algún sentimiento, pues empiezo a creer que
solo es capaz de sentir enojo y proyectar indiferencia.
—¿Y qué más? —exige con la misma actitud
imperturbable.
Me quedo sin recursos. Papá no me contó cuáles eran los
demás ingredientes, pero recuerdo haberle escuchado decir
que quizás contenía cedro. Aunque también mencionó que
no estaba seguro de que se tratara de eso, así que me
decido por algo más genérico y seguro. Cualquier error
podría costarme la vida.
—Madera —respondo, confiando en que eso sirva para
engañarlo.
—¿De qué tipo? —contraataca.
Aun cuando sus expresiones no reflejan nada, me parece
que está disfrutando al ver cómo me quedo en silencio,
pues en realidad no tengo idea de cuál puede ser.
—Parece que se le agotó la imaginación y a mí un poco la
paciencia, acusada. Retírese y ya no me haga perder el
tiempo, porque una de las cosas que más odio es que
intenten verme la cara de estúpido.
Se acabó mi oportunidad.
Resignada, me reverencio para marcharme y cuando
desvío la mirada hacia la puerta veo a Francis caminar hasta
un guardia que se encuentra allí. No sé muy bien lo que
hacen ni escucho lo que conversan, pero noto cómo le
pasan el frasco de perfume que Ellen y Ellie nos llevaron
esta tarde y una hoja de papel que me paraliza cual estatua.
—Majestad —interviene, desdoblando la hoja—, los
guardias han encontrado al padre de la acusada y este les
ha dado una nota que quiere que le leamos. —Se acerca y le
devuelve el frasco con los restos de su fragancia—. ¿Tengo
su autorización para leerla? —cuestiona y el rey asiente.
No, no, por favor, que no sea lo que estoy pensando,
porque si ya el cielo me había enviado una soga para salir
de la arena movediza, eso le daría un sablazo y me
terminaría de hundir.
—Buenas noches, majestad —inicia—. Quiero decirle que
si hay alguien que merece estar en juicio, soy yo. Mi hija no
aceptó replicar su perfume, sino que fue una decisión propia
y, de verdad, lo lamento. No quería que las cosas llegaran a
esta instancia, por eso le regreso la muestra, para rogarle
que me tome a mí en el lugar de mi hija.
¿Por qué ha dicho eso? Ha empeorado la situación para
ambos. Eso era lo último que necesitábamos. Ahora no solo
estaré metida en un lío, sino que él también.
—Esto tiene que ser una broma—recalca el rey Magnus,
anonadado tras escuchar el mensaje de mi padre.
Un atisbo de sonrisa aparece en su rostro, pero
desaparece en milésimas de segundo. Aquella acción fugaz
me permitió ver dos hoyuelos en sus mejillas. Todo sucedió
tan rápido que no estoy segura de si fueron reales o si toda
la presión y la angustia me están haciendo ver cosas.
—Debo darles mérito por algo. —Se pasa las manos
enfundadas de anillos por la barbilla mientras me mira—.
Nunca me había entretenido tanto con un reporte de
sospecha de espionaje. ¿Por qué tiene estas cosas? —dice,
refiriéndose al perfume—. ¿También hurgan en la basura?
Mi indignación se hace presente con la furia del fuego
que se mezcla con el alcohol, pero antes de seguir
contestando impertinencias, empiezo a relatarle lo que
sucedió esta mañana porque no pienso ser la única
involucrada en este lío y, sobre todo, necesito salir viva de
aquí.
—¿Sabe cuál es una de las premisas en las que creo
fervientemente, acusada? Sacrifica a otros para salvarte a ti
mismo, así que haremos un trato. Me dirá quién les vendió a
esas jóvenes el perfume mientras Francis va en busca de
ellas y yo le devolveré su amado silbato. Debe haber un
sentenciado. Usted o alguien más, me tiene sin cuidado, lo
único importante es impartir justicia.
—Dijeron que era el encargado de la basura del palacio,
pero no puedo asegurarlo. ¿Lo va a asesinar? —me atrevo a
preguntar—. No quiero que le haga nada, majestad.
—Eso no es de su incumbencia —sentencia y empieza a
bajar las escaleras del trono—. Desaparezca de mi vista si
no quiere que la incluya en la sentencia.
Se detiene frente a mí, obligándome a elevar la cabeza
para mirarlo a los ojos. Tras unos segundos le pide a uno de
sus guardias un par de guantes que se apresuran a traerle:
son dos piezas de cuero negro que se ajustan
perfectamente a sus manos.
—Es usted exasperante y esas son cosas que no tolero
de nadie, ¡mucho menos de una mishniana! Así que le
sugiero que acate esta orden sin rechistar.
El rey Magnus se ajusta los guantes, abriendo y cerrando
los puños, para después abrochar el botón que adorna el
cuero a la altura de sus muñecas.
—¿Puedo tocarla? —pregunta de repente y mis ojos se
abren ante el cambio de tema.
Parece que me ve el pecho, seguramente mira el broche
que sostiene la capa. No va a dejar que me marche con él y
la verdad es que no me importa. Que lo tome y listo. Lo
único que quiero es salir de aquí, así que asiento para
acabar de una vez con todo esto.
Su mano izquierda sube hasta mi cabeza y me levanta el
mentón mientras lleva la derecha a mi cuello y lo presiona,
apretándolo con suavidad. Percibo el frío del cuero contra mi
piel a medida que afirma su agarre y el miedo amenaza con
derrumbarme cual avalancha en la ladera de una montaña.
Esto no fue lo que pensé que ocurriría. Me clavo las uñas en
las palmas para infundirme valor en espera de lo que parece
inevitable: que cierre por completo la mano y me corte el
aire, pero esto nunca sucede y, para mi sorpresa, soy capaz
de respirar con total libertad.
—Si no quiere que lo próximo que sienta contra su cuello
sea la soga que la condena a una muerte pública en el
coliseo de Lacrontte, será mejor que respete la autoridad
que represento y obedezca de una maldita vez mis órdenes
—dice despacio, suave, aunque letal.
Levanta el silbato sin soltarme, ofreciéndomelo. Los
dedos me pican mientras extiendo la mano para tomarlo.
Sus guantes vuelven a rozar mi piel cuando se aleja
apresurado como quien se ha quemado en una hoguera.
Quiero discutir cuando me libera, pero sé que ya he
abusado de mi suerte al jugar con la paciencia de este
hombre y no quiero que se arrepienta de dejarme ir.
Cruzo la puerta con la misma desesperación de quien
lucha por encontrar la salida de un laberinto. Afuera veo a
papá y me lanzo a sus brazos como si no lo hubiera visto en
años, cargando el mismo sentimiento que me ha perseguido
estos días, el miedo. Inhalo y exhalo agitada. No sé cómo
me he librado del rey Magnus y tampoco quiero dedicarme
a averiguarlo. Salgo del palacio aún con el peso de mil rocas
en los hombros. Me llevo las manos al cuello para
masajearlo y entonces lo noto: el broche y la capa se han
quedado conmigo como si aquello de lo que debo
mantenerme alejada me estuviera persiguiendo.
20
***
Anoche volvimos al hostal pasada la medianoche, así que
hoy luchamos contra las sábanas para levantarnos. En esta
mañana el sol sigue resguardado detrás de unas oscuras
nubes. Valentine está pagando la cuenta en la recepción
mientras Amadea y yo sacamos el equipaje al exterior.
—¡¿Cómo que no podemos comprar boletos de regreso?!
Necesitamos volver a Mishnock hoy.
Aquel comentario me hace correr hasta ella, asustada
por lo que he escuchado. El pánico me recorre las venas y
más le vale que esté bromeando si no quiere que me
desmaye en medio del pasillo.
—¿Qué sucede? —apenas me sale la voz.
—Dicen que la frontera está cerrada porque están
pasando un cargamento de armas y nadie puede salir o
entrar del reino hasta mañana.
El corazón se me acelera y siento los latidos en cada
rincón del cuerpo al tiempo que se me revuelve el estómago
y mi campo de visión se vuelve negro. No, no, no. Esto no
puede estar pasando. ¡Sabía que no debía venir! Estaré en
problemas si no salgo de Lacrontte dentro de una hora.
—¿Qué vamos a hacer, Valentine? ¡Sabes que no puedo
quedarme!
Mi amiga me da un apretón de manos con el que intenta
tranquilizarme, pero solo se encuentra con mis palmas
sudadas por la angustia.
—¿No hay ninguna manera de salir del reino? —le
pregunta al hombre que está detrás del mostrador.
—Sí, con un permiso especial otorgado por el rey, que
tendrían que haber conseguido con anticipación.
Lo que faltaba. El rey no querrá ayudarnos. De nuevo
estoy metida en problemas, en un foso profundo que yo
misma cavé. ¿Y si trato de contactar a Stefan de alguna
forma para que nos ayude? Puedo enviarle una carta,
aunque es obvio que la misiva no le llegará hoy. ¿Por qué
me pasan estas cosas a mí?
—Tendremos que solicitar una audiencia con el rey para
pedir el permiso —concluye Valentine, suspirando.
—Ya he tenido muchos roces con ese hombre. No quiero
volver a verlo.
—Seguramente ni se acordará de ti. Además, no
perdemos nada con intentarlo.
En parte tiene razón. Que el rey me recuerde es algo
muy fantasioso. Debe ver muchas caras todos los días como
para grabarse la mía, que vio durante menos de media hora
la noche de la sospecha de espionaje, y ayer, así que
supongo que no es tan mala idea ir hasta allá por ayuda.
Caminamos hacia el norte de la ciudad, dejando atrás
todo el comercio del centro. Nunca había sentido tanto frío
en mi vida. La delgada lluvia que cae sobre la ciudad no
ayuda a que mi ánimo mejore mientras avanzamos al
palacio de Lacrontte, arrastrando las maletas por las calles
de Mirellfolw bajo la mirada curiosa de los habitantes. Los
tranvías atraviesan las calles repletas de personas, y vemos
fuentes, parques, iglesias y toda clase de edificios lujosos
que acompañan nuestro andar hasta la esperada calle real.
La vía está marcada con un letrero cromado y todo parece
cada vez más elegante. Los muros en Mishnock por lo
general son de calicanto; en cambio, aquí las casas son
monumentales y armonizan entre sí, hasta el punto de
resultar hipnóticas. Tienen un revestimiento ordenado de
piedra o ladrillo, múltiples ventanas con molduras en forma
de arcos, techos altos en los que se aprecia más de una
chimenea y arbustos de estilo topiario. Acá hay mayor
presencia militar, por lo que no me es difícil deducir que
estamos en el vecindario de los nobles del reino.
Avanzamos hasta una rotonda gigante, cubierta con un
césped perfectamente cortado, la cual divide la calle en dos
caminos de entrada y salida. En medio de la glorieta se alza
una estatua de oro que muestra a un hombre montado a
caballo y que sostiene en alto una bandera.
—Ese es Meridoffe Lacrontte, el rey que una vez nos
invadió —explica Valentine al verme concentrada en la
escultura.
—No puedo creer que le hagan un monumento a alguien
que le hizo tanto daño a un pueblo inocente —exclamo
incrédula.
—Es su ídolo. Así como nosotros le rendimos honor a
Bartolomeo Mishnock por liberarnos, ellos honran a quien
los engrandeció con todo lo que nos quitó.
Rodeamos el sitio y llegamos al nombrado puente de
armas. Se trata de una estructura kilométrica con arcos y
torres que conduce al palacio. Debajo alberga un canal por
el que pasan veleros, goletas, botes y pontones. Todo el
trayecto está iluminado por bombillas y el muro que
custodia la vía de transeúntes está lleno de placas de metal
marcadas con diferentes nombres.
—Philippe y Nicolle Lacrontte, primeros reyes de
Lacrontte —leo en la primera placa.
—Son todos los soberanos que ha tenido la nación —
indica Amadea.
A medida que caminamos, nos topamos con más
menciones hasta llegar a Magnus VI Lacrontte Hefferline, el
único que no está acompañado por el nombre de una mujer.
Salimos del puente y, en pocos minutos, llegamos al tan
espeluznante palacio, el lugar que refugia a mi verdugo.
—Lo siento, señoritas, sin cita no pueden pasar. Además,
los domingos no tienen permitida la entrada los turistas —
dice un guardia, que nos detiene cuando llegamos a las
rejas, con el uniforme oscuro de la Guardia Real de
Lacrontte, de pantalón negro con un listón de color dorado a
los costados y una chaqueta que le llega hasta la mitad del
muslo. Sobre ella tiene un cinturón a la altura de la cintura y
el nombre de la Guardia Real bordado en el pecho, que los
diferencia de la Guardia Negra, quienes tienen un abrigo
más corto con charretera dorada en la parte de los hombros
y un quepis negro con el escudo al frente en color oro.
—No somos turistas. Llame al señor Francis y dígale que
Valentine Russo, su sobrina, está aquí —dice mi amiga con
su voz más autoritaria.
El guardia nos mira con sospecha; sin embargo, Valentine
se mantiene tan estoica que al final lo convence y el
hombre envía a un compañero en su búsqueda. Después de
unos minutos en los que no paro de crear escenarios
catastróficos en mi cabeza, aparece el consejero real.
—Buenas tardes, sobrina. No esperaba verla por aquí —la
saluda con un gesto pétreo y Val deja de lado los rodeos,
contándole que necesitamos un permiso para salir de
Lacrontte—. Su majestad está en una reunión con otro rey,
así que no puede atenderlas.
—Lo esperaremos —digo rápidamente, desesperada—.
De verdad necesitamos ese permiso. Hoy.
Francis nos observa por unos segundos y, como si no
quisiera lidiar con las quejas, nos lleva hasta su oficina,
donde nos pide los datos y redacta la autorización para que
al rey Magnus solo le reste firmarla. Nos advierte que será
difícil convencerlo, pero no tenemos opción. Anota nuestros
nombres en una agenda gris que luego pone sobre su
escritorio y, tras eso, sale del lugar, dejándonos solas. En
ese momento acordamos que yo no iré con ellas porque, por
alguna razón, cada vez que estoy cerca del amargado
monarca todo termina mal.
Tras unos minutos aparece el señor Modrisage y se lleva
a Amadea y Valentine. El problema es que no pasa mucho
antes de que vengan por mí y me guíen también hasta la
sala del trono. El rey ha convocado a «la otra mujer del
grupo que pide el permiso»… y soy yo. Parece que los
problemas me persiguen y no soy lo suficientemente rápida
como para esquivarlos.
—Al menos hoy no tiene un vestido de flores —dice
Modrisage mientras estamos de camino—, pues se nos
prohibió darle la ropa del rey a alguien más bajo la amenaza
de perder nuestras cabezas.
Las puertas dobles se abren. Noto de inmediato la cara
de preocupación de mis amigas y el entrecejo fruncido del
rey, quien seguro ya está buscando en su cabeza algún
recuerdo que me incluya.
—¿Es usted la de la fiesta de anoche? ¿Con la que
Gregorie me quería obligar a bailar? —pregunta lo inevitable
y yo se lo confirmo después de hacer una reverencia—. No
me sorprende enterarme de que usted es mishniana, una
pueblerina de ojos cafés. ¿Por qué no quería entrar?
Deseo gritarle que no quería verlo, pero lo único que
lograré con eso es que niegue nuestra petición, así que opto
por permanecer en silencio.
—¿No hablará? De acuerdo. Les decía a sus compañeras
que no me gusta atender a nadie después de una reunión
larga, así que tienen cinco minutos para presentar su caso
—concluye con un brillo curioso en los ojos.
—Nuestros padres nos matarán si no llegamos hoy —
expone Valentine de inmediato.
—Envíenles una carta explicando por qué llegarán
mañana… A menos que ni siquiera sepan que están aquí —
insinúa el rey Magnus, adivinando nuestros motivos.
Nuestro silencio es la respuesta que necesita—. Con mayor
razón las dejaré aquí hasta que se abra la frontera.
—Concédanos el permiso y no tendrá que lidiar más con
nosotras, ¿no tiene cosas más importantes que hacer? —
estallo, olvidando los filtros y los títulos reales.
—Tiene razón —me responde, imperturbable—,
continuaré con lo importante, así que ustedes tendrán que
esperar.
El soberano está a punto de esbozar una sonrisa de
satisfacción, pero Valentine se lleva mi atención con el
codazo que me pega al ver que he empeorado la situación.
Es cierto, no debí decir nada, solo que hay algo en la actitud
del rey que no soporto y que me hace olvidar todo a mi
alrededor. Llegaremos tarde a Mishnock y seremos… bueno,
yo seré castigada.
Nos hacen movernos hasta la esquina del salón mientras
pasan a un hombre que trabajaba de cocinero en la
frontera, acusado de enviar cartas con información militar a
altos mandos de la Guardia Azul. Él jura jamás haber
conspirado contra el ejército de Lacrontte, pero el problema,
y para su mala suerte, es que ya tienen como prueba unas
cartas que descubrieron a medio quemar en las calderas de
la base del ejército lacrontter y otras que guardaba en sacos
de arroz en la cocina, que serían las que enviaría al otro
lado de la línea fronteriza. Así que al sujeto solo le queda
suplicar por su vida. Se arrodilla y ruega ser enviado a
prisión y no a la horca.
El rey Magnus lo mira desde el trono con satisfacción,
como si le complaciera ver su desespero y disfrutara las
lágrimas que ruedan por las mejillas del supuesto espía, y,
burlándose de su agonía, le propone una dinámica para
ayudarlo a salvarse de la muerte.
—¿Ve a esas jóvenes detrás de usted? —Nos señala y el
hombre asiente desenfrenadamente, como si su cuello fuera
un resorte que moviera su cabeza de arriba abajo—. Una de
ellas es mi amante. Si adivina cuál es, lo dejaré ir.
Eso es una broma cruel e injusta. ¿Cómo puede jugar así
con las ilusiones de este señor, presentándole una salida
inexistente? El sujeto señala rápido a Amadea, con manos
temblorosas, ansioso por acertar. Para aumentar su regocijo,
el monarca de Lacrontte le da una oportunidad más para
escoger tras decirle que ha errado. El hombre vuelve a
equivocarse al apuntar hacia Valentine.
—Parece que su destino siempre fue la horca. —
Repiquetea con los dedos sobre el brazo de su trono,
divirtiéndose—. Alguien sáquelo de aquí porque no me
gusta hablar con los muertos.
Les pide a los guardias que lo saquen de la sala, pero,
antes de que lo hagan, él se levanta y corre hacia mí hasta
postrarse a mis pies, como si yo fuera el ángel que puede
salvarlo. Me pide que interceda por él. Admito que a veces
me cuesta entender las cosas y este es uno de esos casos.
Él cree que soy la amante del rey, pues yo era la última
opción. Le pide al monarca de Lacrontte que me escuche y
yo me quedo en blanco. ¿Qué se supone que debo hacer?
Me siento turbada, como si tuviera una daga que apuntara
directamente a mi espalda. Nada de lo que diga servirá,
todo esto es un engaño.
—Esa es una excelente idea —habla el rey con un tono
burlesco y luego imposta la voz—. Querida amante, dime
qué harás para convencerme de que no mate a este sujeto.
Todas las miradas se posan sobre mí, incluso las de los
guardias. ¡Estoy harta de sus juegos! ¿En qué momento
terminé aquí de nuevo?
—¿Pedirle que tenga piedad con él? —respondo lo único
que se me pasa por la mente
—¿Piedad? ¿Es acaso algo que venden en el mercado?
Porque no entiendo de qué me estás hablando. Sabes que
me gustan las cosas más originales. —Sigue el juego como
si de verdad tuviéramos algo—. Propón algo que me genere
tanta felicidad que después me dé igual dejar a un hombre
sin su sentencia.
Intento pensar en algo y ninguna idea me llega. No sé
qué decir o qué hacer. Los segundos pasan lentos y
Valentine me sugiere en un susurro que prometa que me
someteré a sus deseos sin discrepar. ¡Me niego a decir eso!
Esto es una ridiculez. El acusado toma entonces la palabra y
vocifera que bailaré para él.
—Yo jamás haría eso para usted —me niego de
inmediato, hastiada de este teatro.
—No le estoy pidiendo que lo haga. No es algo que me
apetezca ver.
¿Qué le pasa a este hombre? ¿Primero me pide que le
siga el juego y luego me insulta?
—Es usted un grosero —digo lo más suave que se me
ocurre porque aún no olvido que necesitamos ese permiso.
—¿Por qué? ¿La sinceridad ahora es un crimen? ¿O acaso
usted está mintiendo con respecto a sus ganas de bailar
para mí? —se burla de mi contradicción. Estoy a punto de
replicar de nuevo, pero el rey se yergue en su trono y
entonces declara—: Se ha equivocado, acusado. No tengo
amantes y nunca las tendré. No me gusta rebajar a nadie
para que ocupe ese papel y mucho menos estaría con
alguien que permite que le otorguen esa posición. —Me
mira con desdén—. Dicho esto, queda sentenciado a la
horca. Puede retirarse —concluye con frialdad.
Los guardias se mueven para sacar de la sala al hombre
que patalea, suplica y se desgarra la garganta con gritos
mientras el rey Magnus continúa tan sereno y cruel como
siempre. Tras unos minutos de silencio en los que parece
que nadie volverá a hablar, Valentine da un paso al frente e
interviene.
—Entonces, ¿firmará nuestra salida, majestad? Cuanto
más rápido dé la autorización, más rápido nos iremos y le
juro que no nos volverá a ver.
—La próxima vez que las vea por aquí, las enviaré a un
calabozo —dice mientras firma el permiso.
El rey le extiende el papel a Francis, quien luego nos lo
da a nosotras.
Podría hacerle una reverencia al cielo por salvarme
nuevamente de este hombre, pero me la reservo. ¿Cuándo
dejaré de meterme en problemas en los que termino frente
a él como si fuera un metal atraído por un imán? Empiezo a
pensar en todo el tiempo que perdimos y en el poco que nos
queda para volver a casa, ¿y si no llegamos a tiempo? ¿Y si
mis padres descubren que les he mentido? Debemos
marcharnos de aquí cuanto antes.
—Pueblerina —me llama por enésima vez,
interrumpiendo mis pensamientos—, le recomiendo que
tome agua, pues quizás no ha notado que su rostro está
completamente enrojecido. Me pregunto si es a causa de la
vergüenza o si se trata de algo más —suelta con un tono
que deja claro a qué se refiere—. No me gustaría que se
hiciera ilusiones y pensara que puedo estar interesado en
usted.
—Tiene novio, majestad —contesta Amadea por mí, tan
imprudente como Mia.
—Entonces esperemos que ese novio la sonroje de la
misma manera.
¡Por mis vestidos! El desprecio que siento por este
hombre podría llenar océanos y crear unos nuevos. Por
fortuna, el señor Modrisage se mueve rápido, como si
intuyera que esta situación puede explotar en cualquier
momento de seguir así.
—Las acompañaré a la salida, señoritas. Majestad —se
despide con una inclinación. Cuando atravesamos las
puertas y ya no hay peligro de que el rey nos escuche, dice
—: Váyanse pronto si quieren llegar a tiempo. Muéstrenle
este permiso a cualquier oficial que les bloquee el paso y,
señorita —me mira—, deje de meterse en problemas o
tendremos que asignarle un calabozo permanente en el
palacio.
Finalmente volvemos a las calles de la ciudad y puedo
respirar tranquila por primera vez en lo que se ha sentido
como años.
—Eso estuvo intenso —comenta Amadea con emoción—.
Emily, ¡pude sentir el odio y el deseo!
—El único deseo que siento por el rey de Lacrontte es el
de ahorcarlo —espeto, harta de todo lo que tiene que ver
con ese hombre.
—De acuerdo, ya no discutan —media Valentine—.
Vamos por agua para que te calmes, porque de verdad
estás coloradísima, y luego salgamos de aquí.
26
***
Rose pasará por mí a las siete, así que lo primero que hago
al volver a casa es pedirle permiso directamente a mamá,
quien me confiesa que papá estos últimos días no ha estado
demasiado de acuerdo con mi amistad con Rose. Escuchar
aquello me sienta fatal y se lo hago saber, le recuerdo que
ella la conoce y sabe que no es una mala persona. Es mi
amiga de la infancia. Al final me permite ir, pero no sin
antes darme una clara advertencia.
—No permitas que te influencie para hacer algo que tú
no quieras o que nosotros juzguemos como indebido. Y no
tomes… Bueno, quizás una o dos copas, porque si te
excedes vas a terminar castigada. O, ¿sabes qué? Mejor no
te compraré las glicinas que pediste para el jardín —dice
mientras arregla las colchas—. Aunque puede que te
compre una, pero solo una y eso no se vería tan bonito. De
ti depende que tengas más.
—Descuida, regresaré aún más sobria que recién
levantada en la mañana.
Corro hasta mi habitación para cambiarme y me visto
rápido con un infalible vestido de flores. Me recojo el cabello
en un moño bajo y me perfumo detrás de las orejas. Cuando
llego abajo, Liz y Mia están en la sala, pero es a mi hermana
mayor a quien le interesa saber a dónde voy.
—¿Saldrás con esa niña Russo? Veo que ahora tienes
amigos nobles.
—¿Te da envidia? —le pregunta Mia, pues incluso ella ha
notado su tono ácido, mientras hace tareas.
—Por supuesto que no. —Intenta disimular su actitud—.
Es sencillamente una observación. Haz silencio y sigue
escribiendo.
En ese momento tocan la puerta y, cuando la abro, veo
que es Rose, vestida con un traje blanco bellísimo, que brilla
gracias a la pedrería que lo decora.
—No creí que la fiesta fuera tan elegante —comento y
miro mi propio vestido, preguntándome si cumplo con su
expectativa.
—Estás perfecta. Soy yo la que debe resaltar,
¿entiendes? Para llamar la atención de Cedric.
—¿Cedric? ¿La fiesta es en casa de Cedric? —Me
desanimo de inmediato, mientras cierro la puerta, y ella
asiente—. ¿Por qué sigues empeñada con él si lo que
quieres es dinero para huir de aquí?
—Porque me gusta en serio. Y quiero pasar todos los días
que me resten en Palkareth a su lado. Estoy segura de que
cuando parta de aquí no volveré a verlo. Cedric me hace
sentir como a una joven cualquiera. Con él me olvido de que
soy la meretriz del rey, mi rabia por la sociedad se esfuma y
mis problemas desaparecen.
—Eso suena a que lo quieres.
—No, es un capricho y nada más. Uno que tengo muy
controlado. Es un alivio, no una necesidad. Así que vamos,
que esta noche nos divertiremos.
Caminamos hasta la mansión de los Maloney, donde nos
topamos con una fila de carruajes. Y a pesar de la cantidad
es curioso que no se escuche música. Cuando ingresamos a
la sala, nos damos cuenta de que todo está muy tranquilo
para ser una celebración. No hay decoración, ni comida, ni
luces ni nadie por aquí, solo un perchero con muchos
abrigos que dan cuenta de la presencia de un gentío y el
sonido de la brisa que se filtra por las ventanas y mueve las
cortinas.
—¿Acaso ya se acabó la fiesta o cambiaron la fecha? —
inquiero mientras caminamos por la sala completamente
vacía. ¿Dónde están todas las personas que vinieron en los
carruajes que hay afuera?
Rose se encoge de hombros y seguimos avanzando por
la casa. Definitivamente hay un evento, solo que no lo
hemos encontrado. Recorremos varias estancias sin éxito y
estamos a punto de desistir cuando escuchamos una serie
de aplausos que provienen del patio de la mansión, así que
vamos hacia allá. El lugar está iluminado por al menos una
docena de lámparas que caen elegantes desde la parte alta
de la arboleda que rodea el lugar. El viento que acompaña la
noche golpea con suavidad la iluminación, haciendo que
visos de luz destellen muy por encima de las personas que
se encuentran sentadas en sillas blancas y que miran hacia
donde hay un invernadero de cristal. Afuera de él está la
señora Fevia Maloney, quien se dirige a sus invitados.
—Es uno de los días más felices de mi vida, pero no me
corresponde a mí tener la palabra, sino a mi queridísimo hijo
—dice, señalando a Cedric, quien está tomado de la mano
con Phetia y sonríe por el discurso de su madre.
Un mesero se aproxima a nosotras y Rose toma un par
de copas que se bebe de un tirón. Cuando la reprendo con
la mirada, se justifica bajo la excusa de que necesita tomar
valor para descubrir qué es lo que pasa aquí.
Maloney lleva al centro a Phetia, quien mira hacia atrás
nerviosa, justo al sitio donde están sus padres. Su novio se
ubica frente a ella, se arrodilla sin dejar de mirarla a los ojos
y saca una cajita de su bolsillo bajo las exclamaciones de
asombro de los invitados. ¡No puede ser!
—Phetia, amor —dice al abrir la caja—, desde que nos
conocimos esa maravillosa tarde de abril te convertiste en
todo mi universo. Eres y serás la única mujer que me hace
sonreír, rabiar y emocionarme. Tienes todo mi corazón y en
él estará grabado tu rostro hasta que sea viejo y muera. Por
eso, esta noche quiero saber si tu corazón también puede
ser mío y confesarte que me harías el hombre más feliz de
todo Mishnock si aceptaras ser mi esposa. ¿Te casarías
conmigo?
De inmediato me giro para ver a Rose, que ha palidecido
al escuchar la propuesta. Tiene los ojos muy abiertos y se le
escapa un jadeo. Aun así, se recupera rápido y muestra un
semblante decidido.
—¡No es posible que esto sea cierto! —exclama, enojada,
caminando entre la gente.
—¿Qué vas a hacer? —Voy tras ella y le agarro la mano,
pero se zafa sin problemas y llega veloz al centro.
—Espero que estés bromeando. ¡Más te vale que así sea,
Cedric Maloney! —grita.
Primero todo es confusión, hasta que la ira se apodera de
los Maloney. Sin embargo, es la madre quien camina hacia
ella para sacarla de escena.
—¡¿Cómo te atreves a venir aquí después de enviar a
prisión a mi hijo?! —le reclama, sujetándola del brazo—.
Señor Tielsong, usted es el jefe de la Guardia Civil,
encarcélela. —Se gira a buscar al padre de Phetia.
—Él no puede hacerme nada y usted tampoco —escupe
Rose antes de soltarse con brío—. Tengo más poder que
todos los que están aquí.
—¿Por qué siempre quieres llamar la atención? —Phetia
discute, iracunda—. ¡Esta es mi noche, mi novio, mi familia!
¿No te cansas de querer arruinarlo todo?
—Esto no es contigo, así que cierra la boca.
La respiración se me atora en la garganta mientras
presencio la discusión. Sé que debo convencer a Rose de
marcharnos, pero es tanta la tensión que no sé cómo
intervenir sin agravar la pelea.
—Me ha pedido que me case con él, así que más te vale
que superes la obsesión que tienes con mi novio —dice y
toma de la mano a Cedric.
—¿Tuyo? —se burla—. Está lejos de ser exclusivamente
de alguien.
Esto es patético. Completamente patético. Cedric no vale
ni medio triten. Ambas deberían dejarlo de una vez.
—Señorita, retírese. —Daniel surge del público—. Ya se lo
han pedido por las buenas, no me obligue a usar la fuerza.
—Camina, Cedric, debemos hablar. Es mi última
advertencia —dice Rose, ignorando a Daniel.
—¡Estás loca! ¡Muy mal de la cabeza! Déjame en paz, no
tengo nada que hablar contigo. Mi vida está aquí, con
Phetia.
—Estoy embarazada y es tuyo —suelta de repente.
El asombro, incluyendo el mío, se expande con
velocidad, igual que los murmullos, los gestos de
indignación y las miradas llenas de juicios. No, Rose no
puede estar embarazada. Me lo habría dicho, ¿no? Somos
amigas. Es mentira, debe haberlo inventado. Si estuviera
embarazada, no se habría tomado las dos copas que se
bebió hace un momento.
—Dime que no es cierto. ¡Maldita sea, Cedric, no pudiste
caer tan bajo! —le reclama su madre, iracunda—. Es una
meretriz, una cualquiera.
El jadeo es colectivo. Algunos se levantan de sus puestos
mientras otros se tapan la boca con la mano, asombrados.
Las mujeres abren sus abanicos de mano para ocultar el
rostro mientras murmuran y los hombres miran al jefe
Tielsong, no sé si buscando su reacción a la escena o
esperando que imponga su ley y nos saque de aquí. No lo
hace. Para él, Rose es intocable.
—¡¿Te acostaste con ella?! —grita Phetia, empujándolo
con lágrimas en los ojos.
—Claro que no —miente, pero es incapaz de sostenerle la
mirada—. Sabes cuán obsesionada está conmigo.
—¡Deja de fingir de una maldita vez! Hasta tu madre nos
encontró. ¿Creíste que era célibe? —le pregunta a Phetia—.
Por favor, no seas ingenua. Tiene más experiencia de la que
tendrás en toda tu vida. Estoy esperando un hijo suyo y, a
menos que quieras ser madrastra, es mejor que no te cases
con él.
Cedric toma del brazo a mi amiga y la arrastra dentro de
la casa. Yo los sigo como puedo escaleras arriba, pendiente
de que no le haga daño. Si algo llega a pasar, quiero que
Rose me tenga como testigo. Los dos discuten a gritos y
Cedric insiste en que nos larguemos de su casa.
—¿Y nuestro bebé? ¿Tampoco tiene derecho? —continúa
ella con lo que estoy segura de que es una mentira—.
Debes responder por él.
—¡Deja de decir estupideces! ¿Crees que soy tan
descuidado como para embarazar a una mujer como tú?
Siempre he sido precavido y lo sabes. Mejor pregúntales a
todos los hombres con los que te acuestas y busca entre
ellos al padre, ¡yo nunca me rebajaría a tener un hijo
contigo!
—¡Eres un maldito idiota! ¡Una escoria completa! —Le
apunta al pecho con el índice, iracunda.
—¿Por qué habría de creerte? Eres una meretriz. Después
de salir de mi cama pudiste haberte acostado con diez
sujetos más.
—¿Cómo puedes hablarle así? —intervengo, asqueada
por su actitud—. Ten un poco de respeto.
—Seremos padres te guste o no, Cedric Maloney —dice
Rose con una calma fría.
De repente Cedric levanta la mano para golpearla y temo
por Rose, así que, sin pensarlo mucho, voy hasta él y le
empujo el brazo. El hombre trastabilla, pero no se cae. El
rostro se le transforma por el enojo y, antes de que pueda
reaccionar, me propina un puñetazo en la cara que me
envía al suelo. La escena se desenfoca por un momento y
luego una punzada horrible de dolor me atraviesa la cabeza.
—¡Eres un salvaje! ¿Cómo te atreves a pegarle? —Rose le
reclama mientras yo intento recuperar mis sentidos—. A
Emily no la tocas, idiota. Te voy a matar, lo juro.
Me toco la nariz y noto los dedos llenos de sangre.
Empiezo a respirar más fuerte, aunque eso solo me genera
más dolor. Me limpio la mano en el vestido, pero pronto
siento cómo me sale mucha más sangre de la nariz.
—¡Quedas suspendido indefinidamente y sin paga! —El
grito llega desde la derecha. Es Daniel. El alivio me invade
al ver que interfiere en esta bochornosa escena y me
satisface escuchar los reclamos de Cedric al recibir su
castigo.
—¡¿Qué?! No me puede hacer esto, general. Ella me
atacó primero.
—No discrepe, Maloney. Es mejor que sea de esta forma
y no que lo suspenda definitivamente. Le aviso que se lo
contaré a Stefan.
—¿Qué tiene que ver el príncipe en esto? —inquiere,
ofuscado.
—Emily es su novia —declara, tomándolo por sorpresa.
Cedric se sienta en las escaleras, derrotado, porque
entiende las implicaciones de todo ahora. En medio del
dolor, lo que más me enfurece es que solo al enterarse de
mi relación muestre algo de arrepentimiento, incluso de
temor. Es un estúpido. Alzo la cabeza y descubro a varias
personas en la sala. Amadea, su madre, el barón Russo,
Valentine e incluso sus hermanos menores están aquí. Me
siento tan humillada que quiero llorar. Me levanto cuando
veo a Val acercarse y la detengo antes de que pueda
hacerlo. Voy hasta la salida y, una vez afuera, me es casi
imposible reprimir las lágrimas.
—¿A dónde vas? —grita Rose mientras avanzo hacia mi
hogar—. Debemos ir al hospital.
—¡Ahora no, Rose! —la encaro, frustrada. He llegado al
límite—. No quiero hablar contigo en este momento.
Le dejo claro que solo quiero volver a mi casa y dejar
atrás todo lo que acaba de ocurrir. Mientras me muevo, el
sabor metálico de la sangre me invade la boca. Trato de
limpiarla, pero me duele tanto que decido dejarla así.
—¡Emily! —Daniel sale corriendo para alcanzarme—.
Debemos revisar el golpe. No puedes llegar en ese estado
con tus padres. Permíteme acompañarte.
—¡Ahora no, Daniel, en serio! —Las piernas me flaquean
debido a la ira. Estoy muy cansada de los problemas, los
dramas y el caos a mi alrededor—. Lo único que quiero
hacer es estar con mi familia. No quiero hospitales o
médicos. Estoy bien, lo juro. Simplemente déjenme
tranquila.
Continúo mi camino y siento cómo ambos me siguen. Al
llegar, es el general quien llama a la puerta y, para su mala
o buena suerte, mi hermana nos recibe. Ella empieza a
reclamarle y él se defiende, busca remediar el problema del
compromiso por el que Liz dejó de hablarle y le recuerda
que, en su momento, él le dio la oportunidad de explicarse
cuando supo de su boda con Percival. Entro sin dar
demasiadas explicaciones, pues solo quiero quitarme este
vestido y darme una ducha que me ayude a no sentirme tan
estúpida. El punzante dolor que me dejó el golpe de Cedric
continúa ahí, pero no es nada comparado con la furia que
me genera la situación.
—Emily, manchaste el vestido —dice Mia al verme. Le
pregunto dónde está mamá y subo a su habitación cuando
me da la respuesta.
Entro sin tocar y la encuentro en su cama, haciendo un
bordado, que deja a un lado para correr hacia mí cuando me
ve.
—¿Qué te pasó, mi niña? —Me toma el rostro con
delicadeza—. Vamos al hospital, déjame tomar mi cartera.
Me abrazo a su cintura cuando intenta moverse,
bloqueándole el paso, y entonces me permito llorar con
fuerza. Dejo que la carga de todo lo que ha sucedido estos
días y la de esta misma noche se desborden fuera de mí.
—Mamá, me siento como una idiota.
—¿Por qué, cariño? —Sus brazos me envuelven con una
calidez que apacigua el dolor.
—No lo sé. Siempre estoy metida en problemas y ya me
cansé. Siento que todo lo que hago me lleva de un lío a otro.
¿Crees que soy una tonta?
—Por supuesto que no, mi amor. Eres una jovencita noble
e inteligente. Si quieres, podemos discutir eso en el camino,
pero debemos ir en busca de un médico. Estás sangrando
mucho.
Me niego nuevamente porque la indignación me pesa
más que el dolor. Todo lo que he vivido este año con
Faustus, el rey de Lacrontte, el rey Silas, la humillación de
los Wifantere y ahora esto me han dejado en el límite. Ya no
puedo más. No quiero ir a ningún lado, solo quiero que ella
me cure e irme a la cama.
—Quizás estoy exagerando, pero poco me importa.
—Las emociones no se exageran, se sienten y nadie
tiene derecho a juzgarte ni a demeritar tu estado de ánimo,
así no lo compartan.
Mamá busca los implementos necesarios para curarme y
me limpia la herida mientras yo lleno la habitación con
quejidos. Después de eso, adormecida, pues llorar siempre
me produce sueño, vuelvo a mi alcoba, donde encuentro a
Rose sentada y jugando con las manos, nerviosa.
—Sé que dijiste que no querías hablar conmigo, pero a
mí también me humillaron esta noche y te necesito —habla
cuando entro—. Eres mi única amiga, Mily. Lamento lo que
te he hecho pasar estos últimos meses. Lamento no ser la
compañera que te mereces y cada problema en el que te he
metido. De verdad lo siento mucho.
Me siento culpable por haberle gritado. No estuvo bien,
esa no soy yo. No me gusta lastimar a los demás, y menos a
quienes amo.
—Descuida, comprendo también por lo que has pasado
—le digo con honestidad, aunque sin ánimo, para que no se
atribuya toda la culpa.
—Hay algo que quiero contarte y es urgente que lo
sepas. —Su tono es bajo, tiene los hombros caídos y la
mirada acuosa. En su rostro está marcado un miedo que
parece atormentarla y le impide hablar, como si tuviera algo
atorado en la garganta.
—¿De qué se trata? —Me siento frente a ella.
—Lo que dije en casa de Cedric es cierto. Estoy
embarazada —suelta y se me acelera el corazón.
Todo a mi alrededor desaparece mientras proceso la
noticia. El mundo se detiene y sé que en el suyo tuvo que
haber pasado lo mismo. ¿No estaba mintiendo? Pero ¿y las
copas? Conozco a Rose, estoy al tanto de sus planes para el
futuro, de lo que quiere para su vida, y no creo que un bebé
en estos momentos sea algo que ella desee.
—¿Es de Maloney? —inquiero, pese a que en el fondo sé
cuál es la respuesta. Como cortesana solo puede mantener
relaciones con un hombre y ese es el rey Silas. Rose rompe
la regla, a costa de su vida, por estar con quien considera el
hombre de su vida, así ahora se niegue a aceptarlo.
—No —dice y sacude la cabeza.
Me recuesto sin cuidado en el espaldar. Siento el peso de
aquella revelación e imagino todos los escenarios posibles.
Esto es serio. El rey nunca permitirá que esto llegue a buen
término ni que salga a la luz.
—Sé que estoy en problemas y no sé qué hacer para
solucionarlos. —Se le corta la voz, angustiada. Ya no puede
aguantar las ganas de llorar y deja que las lágrimas fluyan
por sus mejillas. A pesar de que intenta borrarlas con las
manos, salen a borbotones.
—¿A quién más se lo contaste?
—Por ahora a ti… y a la fiesta entera.
—¿Y Shelly? Ella debería saberlo. Es tu madama y seguro
sabe cómo guiarte, aconsejarte.
—Me matará.
—Ella es la persona más solidaria que conozco, Rose. No
te va a dar la espalda. Prometo acompañarte para que
hables con ella, podemos ir mañana temprano. Sabes que
cuentas conmigo para cualquier decisión que tomes. Yo
siempre estaré ahí, no lo olvides.
—Eres demasiado buena para este mundo lleno de
basura, Emily —murmura en medio del llanto que ya no
puede controlar y la abrazo, compartiendo sus penas y
olvidándome de las mías por un momento.
28
***
***
***
***
DOMINIC RUSSO
***
***
***
***
El cielo está despejado y no se ve nada más que la luna,
que se alza como dueña indiscutible del firmamento. El
número de soldados ha disminuido desde hace un par de
horas. Tengo hambre, mucho frío y temo que el amargado
haya salido por la puerta principal y yo me haya quedado
sola esperándolo. Sin embargo, después de un tiempo,
cuando ya todos los lacrontters se han ido, el rey Magnus
por fin sale del palacio completamente solo y con un arma
en la mano. Es el último en salir.
—¿Qué hace aquí? —pregunta, contrariado, al verme—.
¿Por qué no está en el punto de encuentro? —Me encojo de
hombros porque no tengo la fuerza para responder o
discutir—. Camine, no hay tiempo que perder. Ya todos van
adelante.
—¿Por qué se ha quedado de último si es el rey? —
inquiero mientras bajamos la colina y nos adentramos en las
profundidades del bosque.
—Porque eso es lo que hace un líder. Es el primero en
llegar y el último en irse. Un buen rey no puede dejar atrás
a ninguno de sus hombres, debe velar por ellos. Y eso es lo
que hago. —No me mira mientras habla, solo avanza
erguido y orgulloso.
Andamos por aproximadamente una hora, siguiendo las
lámparas que han dejado para señalar el sendero y que
vamos apagando a medida que pasamos. Continuamos
hasta un gran campo abierto que desemboca en un camino
que han despojado de árboles.
—¿Dónde están todos? —pregunta, desconcertado, como
un niño que se ha alejado demasiado de sus padres, y gira
con los brazos abiertos—. Este era el punto de encuentro. —
Veo que el rey camina de un lado a otro, buscando algo, a
alguien, pero no hay nada. Estamos solos—. ¡El maldito de
Gregorie nos dejó! ¡Se fueron sin nosotros! —exclama y
siento que el mundo se cae a mi alrededor. Esto no puede
ser cierto—. ¡Nos abandonaron a nuestra suerte! ¡Juro que
voy a matarlo cuando lleguemos a Lacrontte!
—¿Y cómo se supone que haremos eso? —pregunto en
voz baja, pues no quiero exaltarlo más.
—No tengo la menor idea, Naford, no tengo ni la menor
idea…
39
***
***
***
***
Mi niña:
ERICK
Aún no les he contado que terminé con Stefan, pero creo
que lo intuyen.
—¿Aphra todavía sigue en la casa? —le pregunto a
Atelmoff.
—Así es. Nadie ha podido sacarla de allí.
Si yo he sufrido la pérdida de Shelly, Aphra no está ni
cerca de recuperarse por la de su hermano. Se ha peleado
con su padre y ha renunciado oficialmente a su título como
princesa. Su pena es tal que no permitió que se llevaran el
cuerpo de Angust para Ingrest, la capital de Plate. Ella
misma contrató a unos sepultureros para que enterraran a
su gemelo ahí, en el patio de la casa, donde también reposa
Shelly.
—No puedo creer que la madama esté… ya no esté —
digo con un hilo de voz, incapaz de pronunciar aquella
palabra.
—Me perdí de muchas cosas esa noche —murmura Rose,
aliviada por no haberlo atestiguado todo.
—¡Silas va a pagar! —bramo sin que me importe la
presencia de su consejero real—. Es lo que Shelly querría y
debemos seguir con esto en su nombre y en el de todas las
que ya no están.
Atelmoff nos da una mirada comprensiva y toma mi
mano en señal de apoyo, pero no dice nada sino hasta
segundos después, como si hubiera estado batallando entre
hablar o no. Nos informa que Plate ha cortado lazos con
Mishnock y se rumora que quieren atacar el reino en busca
de venganza por la muerte de Angust. Es obvio para mí que
los reyes Griollwerd no tienen un ejército para tal hazaña,
así que la única manera de hacer eso es contar con la ayuda
de alguien más. Si el matrimonio de Aphra y Lorian ahora es
historia, podemos descartar a Cristeners. Mi mente empieza
a trabajar rápido para armar una teoría lógica con lo que sé
de política, hasta que el consejero real frena mis
pensamientos y me da la respuesta: Aldous Sigourney, el
asqueroso rey de Grencowck a quien le robamos el oro.
Cuando finalmente llegamos a la casa de la playa, una de
las últimas Temerarias está en el patio, despidiéndose de
Shelly. Ha puesto algunas flores encima de la placa con su
nombre y la tristeza embarga su expresión. Junto a ella está
su equipaje, esperándola para cuando se marche por
siempre.
—Necesito hablar contigo —me dice Aphra después de
salir de la cocina con los ojos hinchados, como ya es
habitual en ella. Nos ha prohibido que le preguntemos cómo
está, así que dejo a Rose en el sillón en compañía de
Atelmoff y voy con ella hasta su habitación—. Me marcharé
—anuncia, cerrando la puerta—. Mi madre ha venido esta
mañana a visitarme. Sé que vendrá recurrentemente y no
quiero verla.
—Es tu madre, se preocupa por ti —intento mediar.
—Cuando tuvo la oportunidad no lo hizo. —Se limpia las
lágrimas con el dorso de la mano—. Me ha contado que el
Parlamento está presionando a papá por la… —Se le quiebra
la voz—. Si ya no está Angust, soy yo la que sigue.
—Pero tú renunciaste —comento lo obvio.
—Eso al final no les importará. Ella me propuso volver y
le dije que lo pensaría, algo que no haré. Se lo prometí a mi
hermano, seré libre como lo teníamos planeado —habla con
decisión—. Si me quedo, ellos volverán a casarme y no
puedo permitirlo. No sé a dónde ir, no tengo un destino fijo
porque no quiero que me encuentren. Creo que viajaré sin
rumbo y escribiré en cualquier lugar. Eso sí, no venderé la
casa, así que puedes visitar a tu amiga cuando desees —me
asegura y me da un toque cariñoso en el brazo.
Se levanta de golpe de la cama y se mueve
frenéticamente por la habitación, tomando ropa y dejándola
a un lado. Parece que quiere mantenerse ocupada para no
pensar en nada.
—¿Estás bien? —Hago la pregunta prohibida y ella rompe
a llorar. Se sienta en el borde de la cama mientras niega con
la cabeza.
—Nadie lo entenderá nunca, Emily —solloza—. Angust
era más que mi hermano. Vine al mundo con él, era mi otra
mitad, mi compañero de vida, y me lo han arrebatado. Ha
muerto una parte de mi cuerpo, de mi mente, de mis
emociones. —La voz se le quiebra en esas últimas palabras
y voy hasta ella para darle un abrazo fuerte, que lo único
que logra es aumentar sus lágrimas—. Odio a Silas y a mis
padres por no permitirnos ser lo que queríamos. Lo único
que Angust conoció fue la vida limitada que teníamos y me
duele muchísimo que no haya alcanzado sus sueños. Angust
está en cada rincón y en cada cuadro. No imaginas lo
doloroso que es mirarme al espejo y verlo en mí, en mi
rostro, en mi cabello y hasta en la última peca de mi cuerpo.
Soy un recuerdo constante de lo que perdí. —Mis palabras
sobran. Solo la dejo llorar entre mis brazos, transmitiéndole
la fuerza que me queda—. Soy consciente de que tú
también perdiste a Shelly y no quiero sonar egoísta, pero
esto es muy diferente.
—Lo sé y lo entiendo —le aseguro, acariciándole el pelo.
—Por favor, no le digas esto a nadie y mucho menos a
Atelmoff —me pide—. Me marcharé esta noche. Ustedes
pueden quedarse el tiempo que lo necesiten. —Entonces se
levanta y se aleja—. Les dejaré una copia de las llaves.
—Nosotros también nos iremos, de hecho. Pensamos
hacerlo por la mañana.
—Entiendo —responde, cabizbaja—. ¿Volverán a
Mishnock?
Comprendo que hace la pregunta más por Rose que por
mí.
—Silas se ha marchado de Palkareth, y si no la asesinó
cuando tuvo la oportunidad, no creo que lo haga ahora —
digo intentando convencerme a mí misma de que es lo
mejor.
—Eso quiere decir que esto es un adiós.
—¿Alguna vez nos volveremos a ver?
—Espero que sí. Puedes ir a cualquiera de los teatros en
los que se haya presentado mi obra. —La miro, confundida
—. Digo, si necesitas enviarme un recado, déjalo con el
director y él me lo hará llegar.
—Adiós entonces, escritora Aphra.
—Hasta pronto, florista Emily.
46
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WILLY MERNELS
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Backstage
Ocampo, Angie
9786280001869
422 Páginas