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© Karine Bernal Lobo, 2023

© Editorial Planeta Colombiana S. A., 2023


Calle 73 n.º 7-60, Bogotá
www.planetadelibros.com.co

Ilustraciones internas y de portada: © Álvaro Cardozo

Primera edición (Colombia): abril de 2023


ISBN 13: 978-628-7611-92-4
ISBN 10: 628-7611-92-8

Primera edición en formato epub: abril de 2023


ISBN: 9786287611931
Libro convertido a Epub por: Digitrans Media Services LLP
INDIA
Impreso en Colombia – Printed in Colombia

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a


un sistema informático ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier
medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros
métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los
derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual.
A todos los aventureros solitarios que convirtieron en suyo
mi mundo imaginario y dejaron atrás su país de origen y su
rutina para viajar conmigo hasta tierras lejanas de reinos
fantásticos, tradiciones peculiares e historias intensas al
abrir este libro.
NOTA DE LA AUTORA

Si te dijera que existe un mundo en el que a la vez


encuentras carruajes y aviones, ¿me creerías? Bueno, he
creado ese mundo para compartirlo contigo.
Este universo no existe dentro del nuestro, así que no
intentes ubicarlo en ninguna época histórica. Tiene un
sistema temporal diferente. Los meses son iguales a los que
conocemos y los días de la semana y las horas también. Sin
embargo, el calendario de los años es distinto. Acá el
tiempo se mide en «marcadores» que van del uno al diez.
Es decir que jamás habrá un once, pues una vez se llega al
décimo marcador, la cuenta se reinicia desde el primero.
Hay dos marcadores: uno para los años, esos lapsos de 365
días que vivimos una y otra vez, y otro para los «estados
temporales», que equivalen a diez años y marcan el paso
entre «helias», que equivalen a cien años. Entre el estado
temporal 1 y el 2 pasan diez años; y para cambiar de la
helia 1 a la 2, cien años o, lo que es igual, diez estados
temporales.
Nuestra historia inicia en la helia 7, estado temporal 5,
año 2. Lo cual equivaldría a 752 años del sistema temporal
que usas en tu día a día. Pero recuerda que este es otro
universo: uno en el que las plebeyas como Emily Malhore
son perseguidas por la mala suerte, descubren el mundo
que existe más allá de los límites que les han impuesto y se
enamoran tanto que el corazón les queda pequeño.
Algunos de ustedes ya conocen el camino hasta la frase
final, pero acá encontrarán obstáculos nuevos y escenas
iluminadoras. Para aquellos que leen por primera vez:
déjense llevar por un mundo de ocho reinos que se levantan
y vuelven a caer, que ocultan a príncipes bondadosos, reyes
violentos y mujeres que luchan por ser respetadas; disfruten
de los momentos que los harán llorar, reír, amar y, sobre
todo, que los harán soñar con tener una corona en la
cabeza.
Si ya lo tienes todo claro, permíteme estrecharte la
mano. Te invito a empacar tu equipaje y abrirle las puertas
de tu imaginación al continente Karbelob, más exactamente
al reino de Mishnock, tu hogar en estas páginas.
¡Bienvenido a la monarquía!
Contenido

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
¿Qué hace un hombre enamorado cuando su esposa le pide
un perfume? Pues crearle una perfumería.
Todo se remonta al reino de Mishnock, mi hogar. O más
exactamente, a su capital, Palkareth. Aquí fue donde mis
padres se conocieron y se enamoraron. Era tan puro y
potente ese amor que mi madre abandonó las comodidades
de una morada de grandes señores para casarse con un
plebeyo sin recursos que hacía poco tiempo había llegado a
la ciudad. Y años después un deseo suyo —un nuevo
perfume que no podía adquirir debido a la escasez de
recursos en su matrimonio— motivó a mi padre a arriesgar
todo lo que ellos tenían para instruirse como aprendiz de
perfumista e iniciar su propio negocio solo un año más
tarde, a pesar de que nadie daba un triten por él.
Siempre deseé la valentía que ambos tuvieron para
enfrentarse al mundo, pero no tuve la fortuna de heredarla.
Al menos me queda la dicha de saber que el perfume con
mi nombre es de los más vendidos de la ciudad, pero no nos
desviemos. Mis padres tuvieron la osadía de convertir el
negocio familiar en una de las perfumerías más famosas de
nuestra nación y hoy son los creadores de las fragancias de
la familia real, estatus que jamás tendrán nuestros
competidores, lo que asegura que puedan brindarnos
estabilidad económica a mis dos hermanas y a mí.
Ahora, mis hermanas… Lizzie es la mayor, la protectora y
guía, a la que recurro cuando necesito un consejo, y Mia, la
menor, tan enérgica e ingeniosa, es la que viene a mí en
busca de consejo.
Lo anterior es la parte bonita de la historia, de mi
historia. No obstante, las monedas siempre tienen dos caras
y el mal con frecuencia acecha al bien, por lo que es
momento de hablar de la guerra, la parte violenta que nadie
quiere mencionar. Comencemos.
En el pasado, el reino de Mishnock se llamaba Felraish,
hasta la fatídica noche en la que fuimos invadidos y
sometidos a las estrictas leyes de Meridoffe, el rey que en
esa época gobernaba la nación vecina y nuestra eterna
enemiga, Lacrontte. Fuimos consumidos tan rápido como un
papel en la hoguera: mis antepasados empezaron a
deambular en las calles tras ser expulsados de sus hogares,
vendiendo lo que les quedaba para conseguir comida y
soportando humillaciones públicas y privadas para
sobrevivir. Hasta que un grupo de rebeldes se armó de valor
y, liderado por Bartolomeo Mishnock, luchó para derrocar el
nefasto imperio que se había levantado sobre ellos.
Hombres y mujeres trabajaron a escondidas en una
revolución que les costó la vida a muchos: padres que
enviaban lejos a sus hijos para que no pagaran las
consecuencias que sufrían las familias de un sublevado,
personas que caminaron kilómetros en la oscuridad para
acercarse al enemigo, con el estómago vacío y pocas
armas, pero con el objetivo claro de liberar a su patria.
Después de alcanzar la victoria, Bartolomeo fue escogido
como el nuevo rey de la nueva helia y este reino fue
rebautizado con su apellido.
Actualmente, Mishnock es gobernado por los monarcas
Silas y Genevive Denavritz, quienes hacen todo lo posible
por protegernos del acecho lacrontter que hemos soportado
a través de los años y que ahora comanda su temible rey
Magnus, un hombre inmisericorde que nos tiene en vilo con
temor a un nuevo ataque. ¿Cuál es el motivo detrás de la
guerra? No lo sé. Yo conozco la historia de mi familia, pero la
del mundo más allá de las murallas del reino es una historia
que tendré que descubrir, así deba arriesgarme a mezclar
mi camino con el del enemigo.
1
MISHNOCK
HELIA 7, ESTADO TEMPORAL 5, AÑO 2

—¿Emily, me estás prestando atención? —cuestiona Rose,


chasqueando los dedos frente a mis ojos cafés.
La piel morena de quien ha sido mi mejor amiga desde la
infancia reluce bajo la luz de la habitación y su melena
caoba se mueve de lado a lado mientras me reclama.
—Lo hago —miento. Desconozco lo que ha dicho en los
últimos diez minutos.
—Entonces, ¿me acompañarás? —Su voz está llena de
entusiasmo.
—¿A dónde?
—¿Ves que no me escuchas? —se queja—. El joven que
me gusta pidió vernos y, bueno, no es posible hacerlo de
día, así que acordamos reunirnos en la noche y necesito que
me acompañes. ¿Las diez estaría bien para ti?
—¿Crees que Erick Malhore va a dejarme salir a esa
hora? Además, ¿por qué no puedes verte con él de día?
¿Qué esconde?
—Te prometo que te lo contaré todo si me acompañas.
Hazlo por tu amiga de años, la persona que más te quiere
en la vida —ruega, haciendo brillar el marrón de sus ojos—.
Sé que tu padre no va a dejarte ir, así que tendrás que
escaparte. Eso es lo que yo haré, porque mi madre tampoco
me lo permitirá.
—No lo sé, Rose Alfort. —Desvío la mirada con duda
hacia la lámpara que hay en mi mesa de noche, buscando
una respuesta en la luz amarilla que parece crear un cálido
atardecer cuando se refleja en las paredes claras de mi
habitación.
—Es el amor de mi vida. Debes ayudarme a que no se
escabulla.
—Has tenido más de mil amores de tu vida.
—Este es el verdadero, lo juro. Es un militar de Mishnock.
¿Quién soy yo para resistirme a ese uniforme azul y vino? —
insiste esperanzada—. Míralo como un favor a la nación. Yo
hago feliz a un soldado y él va motivado a pelear en la
guerra.
Camina hacia mi armario, que está a punto de reventar
debido al sinfín de vestidos que contiene, abre las puertas y
toma algunos trajes, muchos, de diversos colores y formas.
Se para frente al espejo de aquel tocador lleno de
ornamentos y empieza a probarse uno tras otro.
—Necesito que me prestes uno. Tus padres pueden
comprarte mejores vestidos que los míos y en verdad quiero
deslumbrar a mi futuro esposo.
—¿Cómo que futuro esposo?
—Hay que profetizarlo; si lo creo, se cumplirá. Por cierto,
mira —dice, se vuelve hacia mí y extiende un papel—, lo
conseguí fuera de las oficinas del periódico. Es la lista de los
mejores solteros de Palkareth.
Paso la mirada por el papel con los nombres de los
hombres y sus edades. Rose tiene una ligera obsesión por
capturar a uno de ellos y se esmera por estar presente en
todas las fiestas en las que pueda encontrar uno.
—El príncipe Stefan es el primero, aunque, bueno, está
fuera de mi rango. Demasiado inalcanzable como para
intentarlo —menciona.
Hasta donde Rose me ha contado, nunca lo ha visto en
los eventos, es un misterio con corona. Y a aquellos bailes
monárquicos a los que él sí asiste a ella jamás la invitarían.
Si han de otorgarme la suerte de alguien, ruego que no sea
la de mi amiga.
—No conozco a ninguno de esta lista —confieso después
de leer.
—Es porque no tenemos ningún título. No pertenecemos
a las altas casas de la nación, pero ahí está el hombre con el
que voy a verme mañana.
—¿Es un noble? —pregunto confundida—. Recuerdo
haber escuchado que se trataba de un militar.
—Sí, lo es. Unirse a la armada le otorgó su título y él
ahora me lo dará a mí.
Unos toques en la puerta nos sobresaltan. Escondo la
lista detrás de mi espalda como si se tratara de un
vergonzoso asunto del que nadie se debe enterar y finjo
normalidad frente a Mia, mi hermana menor, que se apoya
en el marco, observándonos con el hastío de quien es
obligado a servir como mensajero.
—Papá te espera abajo. Necesita hablar contigo y con
Liz.
—¿Podrías saludar a Rose? —la reprendo.
—Ya lo hice, incluso me enseñó la lista de los solteros.
Ahora baja, que te están esperando.
Dejo a mi amiga en la habitación y voy tras el llamado. Al
bajar las escaleras encuentro a mis padres y a mi hermana
mayor en el comedor, rodeados de un silencio sepulcral que
me alarma.
—¿Algo anda mal? —cuestiono ante la urgencia del
encuentro.
—Todo lo contrario —sostiene mamá con la emoción de
quien ha ganado un premio—. Mañana será un día atareado
para los Malhore. Tendremos una cena muy importante.
¿Cena? ¿Se interpondrá en mis planes con Rose?
—¿Hasta qué hora?
—¿No te interesa saber con quién? Creo que eso es más
relevante.
—Tienes razón, lo siento —me disculpo y tomo mi lugar
en la mesa, nerviosa.
—Inversionistas —interviene mi padre—. Vienen desde
Lacrontte, pues hasta allá ha llegado la buena fama de
nuestros perfumes.
—Increíble. Lo que todavía no entiendo es qué tenemos
que ver Liz y yo en esto —indago al notar que ella ha
permanecido en silencio.
—Es probable que alguno de ellos esté interesado en
nosotras —explica ella finalmente—. No es una cena de
negocios, sino de relaciones. Nadie vendría desde tan lejos
solo para ayudar a un negocio del reino enemigo.
Mi atención se vuelve hacia mi padre en busca de una
respuesta.
—Es una deducción. No deben alarmarse; jamás las
obligaría a hacer algo que no quisieran.
—No quiero casarme —alego asustada. Aunque estoy
segura de que aceptaría si mis padres me lo pidieran,
porque haría cualquier cosa por ellos. Quiero que siempre
me vean como una ayuda, nunca como una carga.
—Aquí nadie va a casarse —me asegura—. Los
recibiremos y veremos qué necesitan, si vienen
exclusivamente por negocios o por algo más. Y si llegaran a
decirme que invertirán a cambio de la mano de una de
ustedes, diré que no. No las voy a vender a nadie por unos
tritens.
—Aun así, es nuestro deber ponerlas al tanto para que no
se lleven una sorpresa —aclara mamá—. Ustedes son las
únicas en edad de casamiento. No lo digo solo por ser su
madre, pero las dos son hermosas.
—¿Eso es todo? ¿Ya puedo retirarme? —pregunto con un
nudo en la garganta. Me angustia imaginar un matrimonio
por conveniencia con alguien a quien no conozco y, por
ende, no amo. Para mi suerte, papá asiente.
Corro escaleras arriba, chocándome con Mia en el
camino. Su cabello oscuro cae en mi torso, mientras los ojos
cafés distintivos de todos los Malhore me observan con
curiosidad.
—¿Liz y tú van a casarse? —cuestiona con algo de
aflicción.
La tomo de la mano y la llevo hasta mi habitación, donde
Rose ya tiene puesto uno de mis vestidos. En el interior, las
cortinas ondean como pequeños fantasmas flotantes por la
brisa de la noche que se cuela por la ventana, agregando
más tensión al ambiente lleno de zozobra. Corro hasta el
marco y cierro el cristal temblorosa y con la respiración
sofocada por el raudal de ideas fatalistas que cruzan por mi
mente.
—Respóndeme —insiste.
—¡Claro que no! Papá dijo que no nos comprometería por
dinero.
—¿Vas a casarte? —pregunta mi amiga.
—¿Acaso nunca se va a terminar este tema? ¡Dije que
no! —reitero exasperada—. Mi papá no nos haría eso.
—Quizás sí sea nuestro deber aceptar. —Liz irrumpe en
mi alcoba con una expresión neutra en su rostro, pero la
conozco, sé que está escondiendo el mismo temor que
siento en este momento—. Las cosas no marchan del todo
bien en la perfumería desde que se intensificó la guerra
contra Lacrontte.
—¿Acaso no vendemos? No he escuchado a mis padres
quejarse.
—Lo hacemos, nos mantenemos a flote; sin embargo,
eso no asegura que sea así para siempre. ¿Has visto las
noticias? La frontera cada vez está más golpeada, el ejército
de Lacrontte nos sobrepasa en número y sé que en poco
tiempo ya nadie estará interesado en comprar perfumes, les
importará más abastecerse de comida ante la amenaza de
un nuevo ataque.
—No quiero quedarme sola —habla Mia.
—Debes entender que, como tus hermanas mayores,
debemos ayudar a nuestros padres, y un compromiso
supondría un alivio para ellos. Tendrían una hija menos de la
cual encargarse.
—Ustedes solamente son tres —interviene Rose—.
Además, están económicamente muy por encima del
promedio de los plebeyos. Ya quisiera tener la mitad de las
cosas que ustedes tienen. Pueden permitirse vestidos
hechos a mano, y Emily incluso tiene pendientes de plata.
—Y los tendrá que vender si la situación del reino
continúa así —dice Liz.
—Después de mis tutorías puedo buscar trabajo —
contesto—. Eso no afectará la perfumería porque ustedes
seguirán ayudando a mis padres.
—Yo también puedo conseguir uno y le daré la mitad de
mi sueldo a Emily —apoya mi amiga—. Bueno, quizás el
treinta por ciento.
—Emily, si alguno nos propone matrimonio, es necesario
que estemos abiertas a aceptar el compromiso. Espero ser
yo para que tú puedas seguir con cualquiera que sea tu
sueño.
Liz sale de la habitación, llevándose a Mia después de
ponerme una soga en el cuello, porque si de algo estoy
segura es de que no quiero casarme con nadie a quien no
ame.
—No te preocupes, podemos vender cosas en el
mercado. Mis padres y yo siempre compramos objetos en
tiendas de segunda mano, así que podríamos llevar algo
que no uses y recaudar dinero —sugiere Rose, intentando
reconfortarme—. Esto va a sonar fuera de lugar y un poco
egoísta, pero… ¿sí me acompañarás mañana a reunirme con
el amor de mi vida?
—Bien. Mañana a las diez de la noche —cedo desganada
—. Ojalá no nos arrepintamos de esto.
Quiero convencerme de que estoy haciendo algo bueno
al ir con ella y solo concentrarme en eso. Aunque lo cierto
es que la posibilidad de terminar comprometida con alguien
del reino Lacrontte no me abandona. Ellos son el enemigo,
todo lo que me enseñaron a temer y ahora los tendré en
frente como a futuros aliados, mientras ruego en silencio
que ninguno haga una propuesta que me arranque de mi
hogar. La última cosa que deseo es convertirme en una
súbdita del impiadoso rey Magnus.
2

—Ese perfume, majestad, contiene las notas florales que


usted solicitó en nuestra última reunión —explica papá a la
reina, quien nos observa en silencio desde lo alto de su
trono—. Lo que sostiene en sus manos es el resultado de
muchas pruebas.
Hoy nos encontramos en el palacio real en la
presentación semestral de perfumes para los reyes; les
enseñamos las nuevas creaciones basadas en sus gustos y
exigencias. Afortunadamente, papá es un gran vendedor,
tiene el don de la palabra, algo con lo que no cuento, y por
eso mi función aquí se limita a sostener y entregar los
objetos que me pida, mientras él se encarga de ayudar a los
reyes con su elección.
—Creo que a Silas le gustará este —dice la reina y agita
con delicadeza el frasco con líquido blanquecino antes de
ponérselo en el dorso de la muñeca, cuidando que ninguna
gota caiga sobre su traje ocre.
Siempre he admirado la presencia de la reina Genevive.
Tiene el aire angelical que le falta a su esposo, quizás es por
su estructura ósea tan fina, por la singular manera con la
que se mueve como si fuera un diente de león al viento o
por la suavidad de su tono al hablar. Todavía sigo intentando
descubrir el enigma que representa.
—Sí, sin duda este es el elegido —sonríe satisfecha,
dándoles entrada a las delgadas arrugas que le decoran los
ojos avellana.
Papá no se esmera en ocultar su emoción, y no es
reprochable, pues tenerlos como clientes es una de las
mayores razones por las que nuestra perfumería tiene tanto
prestigio en el reino.
—Lamento que Silas y Stefan no hayan podido estar
presentes, pero estoy segura de que tomé la decisión
correcta en cuanto a sus fragancias. Y, señor Malhore,
reitero que para nosotros es un placer que sea usted
nuestro perfumista de confianza. Cuando salga al pasillo un
guardia les dará su pago.
Comienzo a guardar los perfumes no seleccionados en el
maletín de papá con cuidado para que no se quiebren y se
unan a la mezcla pesada de distintos aromas en la que se
ha convertido el aire de la sala del trono, ya que ni siquiera
la brisa que entra por los inmensos ventanales ha sido
capaz de disipar las esencias. Desde madera y cítricos hasta
sándalo y miel se han adueñado de las columnas decoradas
con el escudo del reino, dejando en el olvido aquel olor a
pino que cubría el pulido suelo de mármol.
—Espero que pueda hacerle llegar mi saludo al rey —se
despide mi padre con una reverencia.
—Cuente con ello, señor Malhore, con la condición de
que igualmente le haga llegar mis afectos a su esposa.
Señorita Malhore, gracias también por venir. La última vez
que la vi era solo una niña, y mírese ahora, es toda una
jovencita hermosa. ¿Está usted casada o prometida?
—No, majestad, todavía no he entrado en el ámbito
casamentero.
—Y confío en que tampoco lo hagas pronto. —Escucho el
susurro de papá.

***

Caminamos ahora por las calles de Palkareth, dejando atrás


la opulencia de la casa real, sus altos muros cargados con
los retratos de los antiguos reyes de Mishnock, cada uno
con mirada pesada, apesadumbrada, como quien ha vivido
tormentosos momentos que jamás lo abandonan. Lucen
barbas espesas que me hacen preguntarme si debajo hubo
alguna vez una sonrisa, y una vistosa corona de rubíes, la
misma en cada retrato que pasa de monarca en monarca
hasta llegar a los implacables ojos de flamas azules del rey
Silas Denavritz, que parecen seguirme a medida que camino
por el palacio.
—Recaudación de impuestos —informa papá con algo de
desaprobación, devolviéndome a la realidad.
Dirijo mi atención hacia el frente, donde veo un grupo
numeroso de guardias marchar de manera sincronizada,
formando una línea fina por las calles. El uniforme azul y
vino se asemeja al mar teñido de sangre. Es inquietante a la
vista, más por las armas que cuelgan de sus hombros.
Avanzamos hasta la plaza donde las filas se extienden vías
abajo, claramente divididas por clase social, pues los
plebeyos no podemos mezclarnos con los grandes señores y
damas de la nación. Todos ya sostienen en sus manos una
pequeña bolsa color vino con los tritens indicados por ley
según su función dentro del reino. Los desempleados de
Mishnock deben contribuir a la monarquía por el simple
hecho de habitar la nación; sin embargo, ellos son a los que
peor tratan, pues mientras menos impuestos paguen,
menos valen. Los obreros y sirvientes que trabajan en casas
de título nobiliario van en una sola fila, junto a los
trabajadores de las plazas de mercado, los campesinos, los
herreros y los de oficios similares. Los guardias, militares,
cocineros, doncellas y cualquier otra persona que sirva en el
palacio o el reino pagan los impuestos más bajos de la
nación, pues los redimen con su trabajo. Los joyeros,
perfumistas, orfebres, floristas, músicos, tutores, sastres y
de profesiones que requieren una educación especializada
deben organizarse en otras filas. Y es aquí donde me deja
mi papá mientras va a la oficina de correos a enviarle el
dinero de los impuestos a mi abuela.
El sitio comienza a llenarse de personas. Todos bajo el
estridente sol de Palkareth, a diferencia de las filas de los
condes, vizcondes, barones y señores, que están bajo unas
gruesas carpas que los protegen de los violentos rayos. Los
duques y marqueses ni siquiera deben salir de sus casas, ya
que los recaudadores van hasta allá.
Suenan las trompetas y los guardias reales llenan el
lugar, avisando la presencia de alguno de los monarcas.
—Una reverencia para su alteza, el príncipe Stefan
Denavritz Pantresh.
La multitud hace lo pedido. Inclinan su cuerpo ante el
heredero hasta casi chocar unos con otros debido a la
cercanía.
—Pueblo de Mishnock —comienza el príncipe sobre un
escenario improvisado—, gracias a ustedes y a sus
puntuales aportes nuestra frontera seguirá segura, los
soldados recibirán el pago que merecen por su heroica
función y podremos costear mejores armas.
Papá llega a mí por la derecha y toma mi lugar en la fila,
llenando una bolsa con los tritens correspondientes.
Avanzamos lentamente, pues todos parecen tener los ojos
puestos en el monarca heredero, y no soy la excepción. El
príncipe tiene una belleza indiscutible, pero también una
manera tan extraña de dirigirse a la nación que me cuesta
conectarme con su discurso, pues luce como si hubiera
ensayado sus líneas durante días y parece más una estatua
parlante que un soberano agradecido con el reino.
—El rey Magnus no se cansará hasta repetir con nosotros
la historia que vivieron nuestros antepasados en la época de
Meridoffe y Bartolomeo. La diferencia es que ahora no
necesitamos un libertador, sino unión para vencer la
violencia de los lacrontters —declara con la mirada puesta
en el horizonte.
—Nombre, señor —pregunta el recaudador. Ni siquiera
había notado que ya estábamos en primera fila.
—Erick Malhore —responde concentrado.
—Ocupación y cantidad total de miembros de su núcleo
familiar —pide sin mirarlo—. Más le vale que no mienta,
tenemos los registros.
—Perfumista y cinco personas.
—Serían, entonces, cien tritens.
—¡¿Disculpe?! Siempre son cincuenta tritens, diez por
persona.
—Los impuestos han subido y para ustedes ahora son
veinte, así que dispóngase a pagar porque la fila es larga.
De mala gana papá toma su maletín y lo apoya sobre la
mesa para sacar los cincuenta tritens adicionales. Sabemos
bien que nos irá peor si no cumplimos lo ordenado. Pasa la
bolsa de monedas a uno de los recaudadores, quien
empieza a contarlos con rapidez y asiente al verificar que
está completo.
—Gracias por contribuir a la guerra —dice el segundo
hombre y le entrega a papá una insignia circular con
nuestro apellido grabado junto a un breve mensaje: «Cumplí
con el pago de mis impuestos», que debe ser exhibido en la
puerta de cada hogar para registrar a quienes obedecimos
la norma y diferenciarnos de los que no.
—Como si tuviera opción —susurra a medida que salimos
de la fila.
De repente, los gritos se levantan como olas del mar. Mi
padre parece notar algo que mi baja estatura no me permite
y en segundos corre hasta un grupo de guardias que llevan
a rastras a una mujer.
—Esto es un atropello, ¿por qué le hacen esto? —
cuestiona indignado.
—No ha pagado sus impuestos y la ley ordena que quien
no lo haga debe ser encarcelado.
—¡Es una anciana, por favor!
Me mezclo entre la multitud que se ha reunido y
descubro en el centro del tumulto el rostro de Nahomi, que
se ha convertido en una amiga cercana a la familia desde
hace algunos años. Vive a unos metros de mi hogar,
siempre está sola y parece que su familia la ha abandonado
a su suerte. Muchos en Palkareth la repudian, pues es una
mujer mayor que no se encuentra del todo cuerda. Lo que
ellos no saben es que es la persona más interesante que
conozco, a pesar de que la mayoría del tiempo está
divagando por las calles sin rumbo fijo y son los vecinos
quienes la obligan a regresar a su hogar cuando la noche
hace su entrada.
—Si desea que ella quede libre, debe pagar sus
impuestos —discute el soldado.
—Son cinco tritens, ¿no? —pregunta papá, rebuscando
las últimas monedas en el maletín—. Es una mujer
desempleada, por lo tanto, paga menos.
—Son treinta. Ahora es una infractora, así que su delito
sextuplica sus impuestos.
—Solamente tengo veintiocho tritens. Tuve que tomar
más dinero para completar mis impuestos.
—Son treinta tritens. Si no los tiene, le sugiero que no
obstruya el paso.
—Papá, puedo ir a casa por lo que falta —me ofrezco.
—No, no te dejaré ir sola —dice, poniéndome la mano en
el hombro para luego volverse al soldado—. Nada más
restan dos, déjelo pasar esta vez. ¡¡Es una anciana!! —
brama, frustrado—. Estoy pagando por su libertad.
—No le grite a la autoridad —ordena el uniformado—.
¿Acaso no respeta la ley? Queda usted detenido por
irrespeto a la autoridad.
—¡¿Qué?! —El grito me quema la garganta—. ¡No pueden
detener a mi padre!
Los hombres lo toman del brazo para guiarlo hasta el
resto de los ciudadanos infractores. Si el desacatar una
orden sextuplica la pena, no quiero pensar en todo lo que
debemos pagar ahora.
Papá intenta pasarme su maletín, pero antes de que
nuestras manos se toquen, un guardia me empuja lejos de
la escena. Me toma unos segundos mantener el equilibrio
tras el tropiezo y, una vez que lo consigo, me embarga la
impotencia.
—¿Qué sucede aquí? —una voz firme me detiene cuando
estoy a punto de protestar por el maltrato.
Un par de ojos azules se cruzan conmigo, confundidos y
hambrientos por saber lo que sucede. Lo reconozco de
inmediato: es el príncipe.
—Son solo infractores, alteza —explica uno de los
oficiales.
—Eso no es cierto —me atrevo a decir con la valentía y el
miedo mezclados—. Mi padre no ha hecho nada. Solo
intentaba salvar a una mujer.
—¿Cuál mujer? —pregunta el heredero, mirándome con
detenimiento.
—Nuestra amiga, a quien llevaban como a un animal.
Intentamos pagar, lo juro.
—Suéltenlos —ordena de repente, sin volverse a los
soldados—. A ambos.
Con agilidad, mi padre vuelve a mi lado con la bolsa de
tritens en la mano y en poco tiempo nos acompaña Nahomi,
quien no cesa de agradecer, y yo también quisiera hacerlo,
aunque no sé cómo iniciar siquiera. Estoy demasiado
intimidada por la atención recibida de los curiosos que
observan la escena en silencio. Tampoco ayuda la presencia
del príncipe y su incesante mirada distante que de alguna
manera resulta cálida. ¿Será alguna estrategia para parecer
agradable ante sus súbditos? Suena como una de esas
cosas que les enseñan a los monarcas.
—Emily, ¿a dónde crees que me llevaban? —inquiere
Nahomi, desconcertada—. Me gusta vivir en Palkareth, no
quiero que me lleven a otra ciudad.
—No vas a ningún lado, Naho, solo a casa. —La abrazo
para tranquilizarla.
—Esto le pertenece, alteza —comunica mi padre,
pasando las monedas a sus manos.
—No es necesario que paguen. —Su voz es neutra, como
la de un militar al ser interrogado—. Disculpen las molestias
causadas.
Levanto la mirada hacia él, quien aparta la vista cuando
nuestros ojos se encuentran.
Cruza las manos detrás de la espalda y camina con
elegancia hasta perderse en compañía de un grupo de
guardias que lo siguen hasta el otro lado de la plaza. Su
mirada intensa no abandona mi mente, y mucho menos el
gesto que tuvo con nosotros. Jamás pensé que se tomara la
molestia de acercarse para ayudar a los plebeyos. Al menos
parece que el reino quedará en buenas manos, pues jamás
se ha visto al rey Silas en una acción semejante.
—Fue una mala primera vez —dice Nahomi cuando
estamos solas.
—¿Disculpa? —Le acomodo el cabello que se le ha
despeinado por el agite.
—El príncipe. Fue una mala primera vez para ustedes,
pero no la única.

***

Cuando el reloj marca las siete, mi madre golpea la puerta


de mi habitación para informarme que los inversionistas han
llegado a casa. Liz y Mia se encuentran detrás de ella,
impolutas en un vestido café y uno violeta respectivamente
que resaltan el tono pálido de nuestra piel.
—No se preocupen, que nada malo pasará —asegura con
la sonrisa tierna que me regala desde que tengo memoria.
Me limito a asentir, pese a que por dentro estoy
muriendo de nervios de solo pensar que alguno de esos
hombres pueda hacer una propuesta que no estoy dispuesta
a aceptar.
Bajamos hacia la primera planta, donde la iluminación
hace relucir mi vestido crema, bordado con pequeñas
margaritas blancas y hojas verdes. Papá ya se encuentra en
el comedor conversando con tres hombres. Rodeamos la
mesa, tomamos lugar frente a ellos e inmediatamente me
invade la sensación de que algo esconden. El cabello canoso
del primero me lleva a pensar que tiene unos cincuenta
años, las arrugas en su piel me demuestran que ha vivido
noches largas y días cortos, la contextura robusta de su
cuerpo indica que ha tenido el dinero suficiente para
disfrutar festines, y por la mirada altiva y mezquina que nos
ofrece podría jurar que no compartía esos bufés con nadie.
El segundo es mucho más joven, posiblemente pase los
veinte; tiene piel trigueña, ojos miel y una postura erguida,
cautelosa y vigilante, cual militar. Dirige su atención hacia
cada rincón, como si quisiera grabarse con detalle el sitio en
el que se encuentra. ¿Acaso hemos dejado entrar a un
hombre de la Guardia Negra en nuestra casa? Y, finalmente,
el tercero: cabello oscuro y seco, como quien ha pasado
mucho tiempo bajo el sol, es el único que sonríe y parece
estar cómodo en esta reunión, tiene unos ojos esmeralda
que, aunque intentan reflejar buen humor, me resultan
bastante escalofriantes.
—Es un placer conocer a todas las mujeres Malhore —
saluda el último, observándonos con una mirada oscurecida.
—Buenas noches —respondo, dirigiendo mi atención a
todos los presentes.
—Sin duda es una excelente noche. —Escucho comentar
al mayor con una sonrisa inquietante—. Estoy seguro de
que valió la pena cruzar hasta la frontera enemiga.
Esta cena solo tiene un par de opciones: ser un éxito en
el que Liz y yo salgamos sin ninguna propuesta de
matrimonio, pero con una inversión segura para el negocio
familiar, o un fracaso para alguna de las dos y que nos
veamos obligadas a unir nuestra vida con el enemigo para
así tener su apoyo económico.
—Ella es mi esposa, Amanda, y estas son mis hijas, Liz,
Emily y Mia Malhore —nos presenta papá.
—¿Liz es una abreviación de Elizabeth? —pregunta el
joven de ojos miel.
—No, de Lizzie —responde ella. Es evidente que no se
siente cómoda, y no es la única.
—Creo que ahora es nuestro turno. Soy Cedric. —
Extiende su mano hacia ella—. Él es Percival. —Señala al
mayor de los tres.
—Y a mí me pueden llamar «Mercader» —dice el último.
—¿No juzga necesario que conozcamos su nombre si
vamos a hacer negocios? —interviene mi padre.
—Sabrán lo necesario, y mi nombre ahora no es urgente.
—Entonces debería empezar a explicarnos su propuesta
—dice papá mientras mamá sirve la cena.
—De acuerdo. No está de más decir que soy un
importante hombre de negocios en Lacrontte y he querido
ampliar el horizonte invirtiendo en otras naciones. ¿Y qué
mejor que comenzar con la perfumería más famosa del
reino de Mishnock?
—Como familia, agradecemos los cumplidos; no
obstante, le pediré que sea más específico.
—Por supuesto. El joven Cedric, quien es su compatriota,
nos comentó sobre su fama y creí que con una buena
inversión podríamos extender su negocio hasta Lacrontte.
—¿A su rey no le importaría tener una perfumería de un
plebeyo del reino enemigo?
—Su majestad Magnus —interviene Percival— no se
relaciona mucho con el pueblo, solo le interesa que
cumplamos sus leyes y en ninguna se prohíben las alianzas
de negocios con Mishnock.
—Entonces hablemos de inversiones.
Mientras tomo la cena, estoy atenta a cada detalle de la
conversación y casi me atraganto cuando revelan que la
cifra es de tres millones de tritens. Con ese dinero podría
comprar al menos diez casas de mi vecindario. De las
ganancias de la inversión recibiríamos el treinta por ciento,
algo que a papá no le agrada en lo absoluto.
—Estoy ofreciéndole más de lo justo. No olvide que a los
lacron-tters nos encanta el lujo y con eso debo costear el
nuevo sitio, empleados y materiales —explica el Mercader
—. Me gustaría recibir una respuesta en el menor tiempo
posible, porque no imaginan lo difícil que fue venir hasta
acá. Los permisos que se necesitan para salir del reino,
dado el caos que hay en la frontera por la guerra, se
vuelven cada vez más difíciles de conseguir.
—Lo haremos, lo pensaremos como familia —asegura
papá, dispuesto a no dejarse presionar—. No tiene que
preocuparse.
—Recuerden que las guerras destruyen la economía, y si
las cosas siguen así, nadie les prestará atención a sus
perfumes. En cambio, los grandes acaudalados de Lacrontte
no tendrán problema en gastar dinero.
—Parece que intenta manipularnos. Ya le dije que lo
pensaremos y les daremos una respuesta pronto.
—Hay algo más —interrumpe Percival, captando la
atención de todos—. El joven Cedric nos dijo que este es un
negocio familiar.
Las miradas se dirigen al moreno de ojos brillantes, quien
solamente se encoge de hombros.
—Soy su voz en Mishnock —dice con naturalidad—, debo
mantenerlos informados.
—Así que necesitaría que una Malhore se fuera conmigo
a Lacrontte para que me enseñe los secretos de la
perfumería.
—Mi esposo puede viajar y enseñarle lo necesario —
contrapone mi madre.
—Parece que no me hecho entender. Requiero a alguien
a mi lado de forma permanente, y creo que la encontré. —
Sus ojos se desvían hacia mi hermana, quien baja la cabeza
intimidada—. La señorita Liz ha captado mi atención.
—Mis hijas no están buscando un compromiso —dice
papá y veo hielo en su mirada.
—Pues deberían; los enfrentamientos se incrementan y
pronto las familias no podrán mantenerse. Y, bueno,
ustedes tienen tres hijas. En cambio, si Liz está casada con
un hombre generoso, como yo, podrá tener una vida
privilegiada y aportar a su familia con mi dinero.
—Para eso es el trato, ¿no? —inquiere mi padre—. La
sucursal en Lacrontte nos ayudará a sobrellevar la situación
aquí.
—Necesito que comprenda el trasfondo de la propuesta.
Si no hay compromiso, no habrá negocio. No crea que voy a
imponer su monopolio solo por dinero. Necesito un estímulo
superior.
—Me pregunto por qué tiene que viajar al reino enemigo
para conseguir esposa. ¿Qué reputación tiene en Lacrontte?
—La mejor, y pienso unirme con su hija para extender mi
patrimonio y renombre.
—No estamos interesados.
—¡Padre! —mi hermana levanta la voz—. Considero que
deberíamos pensarlo. Él tiene razón. La guerra cada día se
vuelve más cruda. Yo podría asegurar el futuro para todos.
Estoy dispuesta a hacerlo por mi familia.
—Liz, por favor —sentencia entre dientes, casi como una
súplica para que se detenga—. Me niego a que siquiera lo
consideres.
—No lo juzgo, señor Malhore —expresa el joven Cedric—.
Su hija es muy bonita y estoy seguro de que si el Mercader
no tuviera pareja invitaría a la segunda en línea.
—La señorita Emily es agraciada. A pesar de ello, mi
mente en estos momentos se encuentra ocupada con
alguien más —repone él.
—Y entendemos las razones. Su novia es una de las
grandes bellezas de Lacrontte —prosigue su compañero—. Y
ahora Percival se llevará consigo un encanto de Mishnock.
—Creo que es mejor que demos por terminada esta cena.
—Papá se esmera en mantener la compostura sin importar
cuán evidente es su molestia.
—Podemos irnos sin una respuesta, pero su perfumería
no se podrá mantener sin una buena inversión. El futuro de
su familia está en sus manos.
El Mercader es el primero en levantarse del comedor. Ya
ha dejado de lado la expresión amistosa con la que nos
quería convencer al principio y ahora ha adoptado un gesto
serio e irritado. El resto de sus compañeros lo siguen en
silencio. Es obvio que están molestos por no haber recibido
una respuesta positiva, y se limitan a caminar hacia la
puerta precedidos por papá, que ya no es capaz de ocultar
su mal humor.
—No soy un hombre paciente. Recuérdelo —avisa el
hombre de ojos verdes antes de abandonar la casa.
—Buenas noches —le responde mi padre y cierra la
puerta cuando dan la espalda.
Se recuesta en la madera e inhala profundamente,
tratando de poner orden a sus emociones. Clava luego la
vista en Liz, quien ya lo mira con impaciencia por hablar.
—Es una gran oportunidad —suelta ella primero.
—No tienes que aceptar nada, no es tu obligación
sacarnos adelante.
—Eso lo tengo claro, aun así puedo ayudar, y si esa es la
única manera que tengo para hacerlo, voy a asumirla. Con
todo respeto, padre, ya soy una adulta y puedo tomar mis
propias decisiones.
—¡No lo puedo creer, Lizzie Marie Malhore Lanreb!
Siempre has sido la más madura de las tres y ¿ahora me
sales con esto? ¿Es que acaso tienes deseos de casarte con
tanta urgencia?
—Soy mayor y tampoco tengo prospectos.
—Esto es inaudito. ¿Qué tengo que hacer para que te
saques esa idea de la cabeza?
Las discusiones me incomodan y más si incluyen a
miembros de mi familia. Me angustia, pues siento que cada
palabra crea pequeñas grietas en nuestra relación y no
puedo hacer nada para repararlas.
—Aceptarlo, porque voy a casarme y con eso los
ayudaré. Esa es mi decisión. —Se levanta de la mesa,
afligida—. Con su permiso, me retiro a mi habitación.
Se aleja a zancadas, dejándonos a papá, a mamá, a Mía
y a mí estupefactos.
—¡Esto es inverosímil! ¿Cómo es que una cena de
negocios terminó en una disputa familiar? —discute mi
madre—. Que tres hombres hayan acorralado a Liz de esta
manera.
—Mia, Emily —papá se dirige a nosotras—, no es un
secreto que con cada ataque la economía del reino
tambalea y se reduce. Incluso subieron los impuestos, pero
no por ello deben verse obligadas a aceptar compromisos
por conveniencia. Quiero que cuando alguna se case, lo
haga enamorada y no para ayudar a sus padres a salir de
algún apuro, ¿entendido? —habla decaído, y mi corazón se
vuelve pequeño al escucharlo—. Ese reino solo trae
problemas, caos y discordias, así que quiero que ustedes
dos se mantengan alejadas de cualquier lacrontter.
—Lo prometo —digo para sanar su agonía—. Ahora creo
que es momento de retirarme también.
Subo las escaleras para buscar a mi hermana e intentar
persuadirla. Sin importar cuán tenso esté el ambiente,
quiero escucharla, entender lo que siente más allá del
deber.
—Liz, ¿quieres hablar? —pregunto una vez la alcanzo en
su habitación.
—En realidad no hay mucho que decir. Lo hago por todos
nosotros. Necesitamos esa inversión para salir adelante.
—Hay otras formas. No te ciegues únicamente por las
promesas de un hombre que pretende engañarnos con
dinero.
—Mily, ¡basta! —Adopta una actitud seria, ruda y mueve
la puerta como si quisiera dejarme fuera—. Ya tomé la
decisión.
—De acuerdo. —Cedo al notar su terquedad—. Buenas
noches.
El camino de vuelta a mi alcoba es triste. Me preocupa
mi hermana, no quiero perderla, no quiero que se vaya al
reino enemigo con un hombre al que no ama. Sé que papá
se sentirá culpable toda la vida al ver su desdicha, y yo
también. ¿Qué puedo hacer? Quiero ayudar, encontrar una
solución con la que nadie se tenga que entregar a un
lacrontter, con la que nadie deba sacrificarse, pero, por más
que me esfuerce, nada me viene a la cabeza.
—Creí que nunca se terminaría la cena. —La voz de Rose
me asusta cuando cruzo la puerta de mi cuarto.
A duras penas la distingo en medio de la oscuridad,
iluminada escasamente con la luz de la luna que se filtra por
la ventana a su espalda. Cuando enciende la lámpara de mi
mesa de noche, la veo sentada en mi cama con las piernas
cruzadas, atándose el cabello en una coleta alta.
—¡Por mis vestidos! No te esperaba aquí. ¿Cómo
entraste?
—Por el patio. Escalé la pared y luego subí hasta tu
ventana. ¿Cómo supones que regresaremos? Debes dejarla
abierta para que podamos entrar sin hacer mucho ruido.
—En verdad no me termina de convencer esta hazaña. —
Enciendo la luz del techo para verla mejor.
—Saldrá todo bien, tampoco es como si fuéramos a
matar a alguien.
—Sí, a matar la confianza que papá ha puesto en mí.
—Te juro que no se va a enterar —afirma, mientras
camina hacia el espejo para mirarse—. Por cierto, tomé
prestados tus pendientes de plata, espero que no te
moleste. ¿Me veo bien? ¿Crees que pueda conquistarlo con
esto?
—Completamente segura de que no podrá resistirse.
Rose me saca algunos centímetros de estatura, por lo
que el atuendo rosa que ha escogido no le cubre del todo
las piernas. Me ubico a su lado para detallar mi vestido y le
sonrío al espejo tal como ella lo hace, pero esa expresión no
se refleja en mis ojos, la preocupación por la cena no
abandona mi cabeza y, aunque trato, no puedo compartir la
emoción de mi amiga por la aventura que se aproxima.
—Si este encuentro resulta bien, le pediré a mi hombre
que te presente a un militar —dice, apretándome los
hombros con euforia.
—¿Tu hombre?
—Debo profetizarlo para que se cumpla. Además, ya es
hora de que tengas tu primer novio.
—No estoy interesada.
—Revisa la lista, Emily —pide, refiriéndose al listado de
los solteros—. Puede que haya uno que llame tu atención…
que no sea el príncipe por supuesto. Ahí ya no tendrás
posibilidad, a menos que ocurra un milagro, y aquí en
Mishnock hasta el momento no ha pasado ninguno.
3

Rose me ayuda a bajar por la ventana de mi habitación y


por un momento siento que me muero cuando la gravedad
hace lo suyo y caigo al suelo.
—Por más que intente imaginarte subiendo sola, no
entiendo cómo lo lograste —confieso una vez llega a mi lado
para cruzar hasta el muro que cubre la casa, que también
debemos escalar.
—Soy muy buena trepando —se jacta mientras me ayuda
a subir—, así que tranquila, cuando volvamos te ayudaré a
entrar y luego me iré a casa.
Una vez nuestros zapatos tocan el asfalto del exterior,
corremos cuesta abajo por las calles de Palkareth con la
luna coloreando el cielo sobre nuestras cabezas. Levanto mi
vestido para no mancharlo mientras tomamos las escaleras
que dan entrada al sur de la ciudad, iluminadas por
lámparas que reposan a los costados. Recorremos varios
sitios hasta que las edificaciones se vuelven de piedra, lo
cual, junto con los balcones llenos de flores, nos anuncia la
proximidad de los lugares de fiesta en el reino.
—Debemos estar alerta a todo —me dice por encima del
bullicio, tomándome de la mano para obligarme a acelerar
el paso—. Este no es sitio para estar distraídas, Mily.
—¿A dónde vamos, exactamente? —consulto al tiempo
que rodeo un charco de agua que casi ensucia el borde de
mi falda.
—A la zona donde las personas suelen divertirse. No
tengas miedo. Conozco el camino.
—Prométeme que no nos meteremos en problemas.
—Ya estamos en problemas. Somos dos jóvenes a las
diez de la noche, fugadas de casa en medio de alcohol y
fiestas.
Nos adentramos en un callejón lleno de macetas,
dejando atrás las miradas curiosas de algunos pobladores.
Parece que nadie viviera por aquí y, en cambio, se tratara
de un sitio para esconderse. Al final, la calle se abre, dando
espacio a un círculo con una pequeña fuente en medio,
donde efectivamente hay un hombre en la oscuridad.
—Creí que no vendrías —levanta la voz cuando nos ve
arribar.
Toma a Rose de la cintura y la lleva hasta sí para besarla.
En este momento siento que estorbo, es decir, ¿a qué vine?
Esto es algo entre ellos.
—Permíteme presentarte a mi mejor amiga, Emily.
El sujeto sale por fin de las sombras densas que lo
cubrían. Con una sonrisa intento presentarme, pero el gesto
desaparece en cuanto veo su cara: ¡es uno de los tres
hombres que estuvieron en la cena con mi familia!
—Él es Cedric Maloney.
El soldado de piel morena extiende la mano y, como
esperaba, se asombra al verme. Es obvio que me reconoce;
aun así, intenta aparentar lo contrario.
—Un gusto, señorita...
—Emily Malhore. —Desconfiada, estrecho su mano—.
¿Nos hemos visto en algún lugar? —sondeo con intención de
hacerlo hablar.
—No lo creo —se limita a decir.
—¿Seguro? Su cara me resulta familiar.
—Muchos me han dicho que tengo un rostro común.
—Quizás lo has visto por ahí. Es un sargento. Es probable
que te hayas topado con él en algún anuncio real —lo
defiende Rose, totalmente ajena a la situación.
Asiento para no seguir con la discusión, aunque es obvio
que se trata del mismo.
—Emily, qué tal si nos esperas en Milicius mientras
nosotros hablamos un rato —propone, dejándome
desconcertada.
—Dijiste que no íbamos a separarnos. Además, ¿qué es
eso, alguna taberna?
—Exactamente, y no está lejos de aquí. Solo tienes que
seguir derecho y encontrarás el letrero. Será por un
momento, te lo prometo.
—Pide lo que quieras y diles que lo carguen a mi cuenta
—invita el hombre—. Basta con que digas mi nombre y ellos
te servirán.
No me muevo. No quiero dejarla con este sujeto.
Desconozco sus intenciones, podría raptarla, o cosas
peores.
—Estaré bien, Emily —habla, como si leyera mis
pensamientos—. Ve a Milicius y espérame allá.
—¿Estás segura? —insisto, y ella asiente—. Entonces,
¿para qué vine?
—Necesitaba a alguien para llegar y después
regresarme. Ahora ve, iré a buscarte en unos minutos.
Accedo, aunque esto no me gusta para nada. Me
angustia aventurarme en estas calles rodeadas de peligro
sin su compañía. En una próxima ocasión, escogeré
quedarme en casa a contar los granos de arroz que hay en
la despensa antes que volver aquí a esquivar borrachos
como si fueran hiedra venenosa. Avanzo fuera de la rotonda
hasta encontrar un edificio de fachada rocosa de la cual
cuelga un letrero de cobre que dice «Milicius». Hay dos
puertas grandes de madera oscilantes y, dudándolo un
poco, me adentro en una taberna cuyo olor principal es una
mezcla de alcohol y sudor. Hay gigantescos barriles de
cerveza, música estruendosa, techos con agujeros por
donde sin duda se filtra el agua cuando llueve y una barra
con un hombre que sirve tragos. Camino hacia allá en
medio del tumulto, algunos me observan y yo lo hago de
vuelta, lo que me permite notar que la mayoría de los
clientes son hombres y solo distingo a algunas mujeres
sentadas sobre sus piernas, riendo y tomando licor.
—¿Eres mayor de edad? —me pregunta un sujeto robusto
e intimidante, de poco cabello, barba y frente sudorosa—. Si
no lo eres, es mejor que te marches porque no quiero que la
Guardia Civil me cierre el bar por servirle alcohol a una
menor.
—Soy mayor. Tengo dieciocho.
—Demasiado preciso y sospechoso. Dime tu fecha de
nacimiento.
—Diez de septiembre de la helia 7, estado temporal 3,
año 3.
El sujeto comienza a contar, ayudándose de las manos,
desde la fecha que doy hasta el tiempo en que nos
encontramos.
—Concuerda. ¿Qué vas a pedir?
—Agua.
—Niña, aquí no servimos agua. Pide cualquier licor.
Cerveza, ron, brandi.
—No quiero ninguna de esas cosas, señor. Solo agua.
—Entonces sal de aquí, porque no puedes quedarte sin
consumir.
—Seguro ella querrá una deliciosa cerveza de raíz. —Un
hombre alto, desgarbado y de nariz aguileña rueda su
banca para acercarse a mí como un depredador—. Sírvele,
yo invito.
—No quiero cerveza, señor, y lo que consuma será
cargado en la cuenta de Cedric Maloney. No necesito que
me invite nada.
—Así que eres amiga de Maloney —señala con sorpresa
—. Veo que ha mejorado en gustos. Por cierto, me llamo
Faustus.
—Un gusto, pero prefiero estar sola.
Mi nerviosismo aumenta ante la atención. No quiero
tenerlo cerca; sin embargo, temo que me haga algo si lo
rechazo.
—No tienes que fingir ser una puritana. ¿Acaso esa es
una nueva técnica para cobrar más? —interroga, y no
entiendo a lo que se refiere—. Me convenciste, lo pagaré
porque se nota que eres nueva, no estarás muy usada.
Me levanto para irme, pero él me toma del brazo y me lo
impide.
—Así me gusta, que cooperes. Parece que las mujeres
nada más se mueven por dinero y únicamente por ello te
daré un triten más. —Me pasa ocho monedas que
inmediatamente le devuelvo indignada. Intento zafarme de
nuevo, pero me resulta imposible—. No puedes marcharte,
ya te pagué y ahora exijo que cumplas.
Las personas alrededor están demasiado ocupadas para
darse cuenta de lo que sucede. Muy alcoholizadas o
simplemente no les importa qué pueda pasar.
—Estoy segura de que se ha confundido. Yo no necesito
su dinero y tampoco estoy ofreciendo ningún tipo de
servicio. Ahora suélteme o gritaré.
—Hazlo, nadie intervendrá. Todos aquí buscamos lo
mismo y nos importan poco las mujeres como tú. Pagué por
ti, ¿entiendes eso?
Me jala con fuerza, lastimándome el brazo mientras me
lleva a la salida. Trato de agarrar el borde de la barra para
evitar que me arrastre, pero mis dedos se resbalan por la
humedad del licor derramado.
—Suéltala, asqueroso —una voz interviene y para mi
sorpresa se trata de una mujer—. Ya te ha dicho que no
quiere irse contigo.
—No te metas en esto, Shelly. Ya tienes tus clientes, deja
que ella consiga los suyos.
—Pues tampoco te quiere a ti como su proveedor —
sentencia la dama de vestido rojo, que se levanta de una
mesa cercana y se dirige hacia nosotros—. Por tu bien es
mejor que la dejes en paz, porque nosotras podemos decidir
con quién irnos y con quién no.
—Es tu competencia, ¿verdad? Nunca la he visto
trabajando contigo. ¿Te molesta que haya encontrado
clientes tan rápido? No te enfades, es igual que tú, sin valor.
—Somos mujeres, no tu maldita entretención de una
noche. Antes de tocar a una, ten presente que
responderemos todas.
—A eso vienen aquí, a buscar hombres. Esto es lo que les
gusta. —Se toca la entrepierna con orgullo y la repulsión me
invade.
—Guarda bien esa maldita cosa tuya porque voy a
cortártela si sigues creyendo que puedes pasar por encima
de nosotras. Lárgate de aquí, deja a la joven en paz y no la
ensucies con tus mugrosas ínfulas de superioridad, porque
no estás por encima de ninguna meretriz.
—Reserva tu discurso liberal para alguien a quien le
interese. Este es el mundo de los hombres.
—No vas a llevártela, Faustus —dice agarrándolo del
brazo para evitar que siga arrastrándome.
—Ya deja a esas mujeres y toma asiento, voy a invitarte
un trago —irrumpe el sujeto que atiende la barra—. No te
desgastes con las meretrices.
—Bien, pero donde te vea —me señala—, haré que me
pagues esto.
Un escalofrío me recorre la espalda al escucharlo.
Escaparme de casa fue la peor decisión que pude tomar.
—Tú también eres una basura, Ralph —escupe Shelly.
—Me vuelves a insultar y les negaré la entrada a ti y a
tus mujeres.
—Crearé mi propio bar y estarás quebrado —lo amenaza
antes de guiarme hasta la entrada—. Vete de aquí. Tu ropa
es de calidad, se nota que eres de buena familia y que no te
dedicas a esto. Y si lo estás intentando, es mejor que sepas
cómo controlar estas situaciones o van a hacer de ti cosas
peores y no siempre habrá alguien que te cuide. Si buscas
diversión, haz una fiesta con los tuyos o asiste a un baile,
porque aquí solo encontrarás hombres como el maldito de
Faustus.
—Gracias. —Mi voz es baja, nerviosa. Intento abrazarla,
pero no me lo permite.
—No me gustan las lloronas, solamente sal de aquí. —Se
da la vuelta y camina lejos de mí, sin dejar de hablar un
segundo—. Se nota que nunca te has enfrentado a la
maldad. Sigue en tu burbuja porque el mundo exterior es
una porquería.
Cuando estoy sola, apoyo las manos en las caderas y
suelto el aire que tengo reprimido. Solo quiero llegar a casa
y tomar un baño que quite la asquerosa sensación de las
manos de ese hombre. Sin embargo, antes de alcanzar la
puerta veo a soldados de uniforme azul y vino entrar al bar.
—¡Alto ahí! —Un oficial de la Guardia Civil se pone en
frente de mí para evitar que salga—. Llegó la ley,
muchachos. Nadie sale de aquí hasta que verifiquemos que
pagaron los impuestos.
Una oleada de negaciones se forma en el sitio por la
interrupción de su noche de fiesta.
—Sí, sí. —Uno de ellos camina entre las mesas—. Si
tienen dinero para estar aquí es porque ya cumplieron con
lo que la ley estipula, así que empiecen todos a sacar su
identificación.
¡No puede ser! Parece que la vida ha tomado la mala
suerte del mundo y me la ha atado a una pierna. No traigo
la identificación, no creí que la necesitaría. ¿Cómo iba a
saber que terminaría pisando una taberna?
Los oficiales comienzan a recorrer el sitio, buscando en la
lista a los morosos y tachando a aquellos que efectivamente
ya saldaron su deuda. Mientras, me quedo estática, sin
ninguna estrategia que me permita huir.
—Identificación, señorita —me exige uno y mi mente se
queda en blanco.
—La dejé en casa —es lo único que se me ocurre decir.
—¿Por qué no la porta? ¿Oculta algo? Estos bares son
frecuentados por militares y muchos lacrontters aprovechan
para infiltrarse y sacarles información a soldados ebrios o
convencerlos de conspirar contra la monarquía.
—Yo soy mishniana, oficial. Lo juro.
—No jures en vano, niña. Si lo fueras, tendrías una
identificación.
—La tengo en casa, lo digo en serio. Puedo ir a buscarla y
enseñarla.
—¿Crees que te vamos a dejar ir tan fácil? Nadie viene a
un bar sin identificación. —Se cruza de brazos para luego
dar golpes con el pie sobre el suelo—. Pero para que veas
cuán benevolente soy, te daré el beneficio de la duda.
Dame la dirección del lugar donde vives y enviaré un oficial
a buscarla.
¡Vida mía, no puedo hacer eso! Si van a casa les abrirá
alguno de mis padres y descubrirán que me he escapado. Es
imposible que me exponga de esa manera.
—Vivo sola —invento, nerviosa, lo que hace que me mire
con desconfianza.
—La máxima edad que puedo adivinar que tienes son
veinte años, y estoy seguro de que no tienes la estabilidad
económica para ser independiente. Con esa declaración
haces que mis sospechas se incrementen. No quieres
decirme tu residencia porque no tienes y eso es debido a
que no perteneces a este reino. Eres lacrontter, así que
camina porque estás detenida bajo el cargo de espionaje.
—¡¿Qué?! No puede encarcelarme basándose en su
intuición.
Parece que el mundo se me escapa. La música que
ambientaba la fiesta desaparece y es reemplazada por el
latido acelerado de mi corazón. Las luces amarillas del bar
ahora me resultan asfixiantes y en el estómago se me
implanta un vacío ante la idea de estar en un calabozo. Es
ridículo que me arresten sin tener pruebas. ¿Cómo saldré de
allá? ¿Cuándo?
El hombre me lleva afuera, donde ya espera una carreta
de jaula para transportar prisioneros. Las lámparas
callejeras titilan peleando contra la oscuridad de la noche, el
viento es fuerte y me mueve el vestido con ímpetu, como si
se tratara de una despedida, porque entre las cuatro
paredes que me esperan no podré volver a sentirlo.
—Suban todos —ordena un soldado después de sacar a
quienes deben los impuestos—. Espero que ya le hayan
pedido alguien que les avise a sus familiares para que
vayan a saldar su deuda, o se quedarán semanas tras las
rejas.
—Yo ya pagué, no debo ir a la cárcel —refuto.
—Eres espía, ese es un cargo mucho mayor —alega a
medida que me obliga a subir—. De comprobarse mi
hipótesis, pasarás toda la vida en prisión o serás ejecutada.
—¡No, espere! —Lo detengo cuando intenta cerrar la
puerta—. Por favor, vaya a mi casa y pídale a mi padre que
le dé mi identificación. Le juro que soy mishniana.
—¿Acaso no dijiste que vivías sola? —recrimina con una
ceja levantada—. Ahora súmale otro cargo a tu condena por
mentirle a un oficial.
Me cierra la puerta en la cara, haciéndome temblar ante
el impacto y callando cualquier posible defensa. En
segundos somos transportados a la central de la Guardia
Civil y guiados a una sala redonda, compuesta por un grupo
de celdas que rodean una barra dispuesta en el centro, en la
cual se mueven todos los oficiales de turno quienes hacen
nuestro papeleo.
—Oficial —me dirijo a cualquiera de ellos—, tengo
derecho a avisarle a alguien que estoy aquí.
—¿A quién? ¿A tu jefe en Lacrontte? —se burlan—. En
Mishnock los espías no tienen derecho a nada.
—Esto es injusto, no soy lacrontter ¿Cuántas veces lo
tengo que repetir? Si quiere puedo cantar la marcha del rey
—sugiero, refiriéndome al himno de Mishnock.
—¿Por qué mejor no cantas la sonata de guerra? —
replica altivo. Supongo que es el himno de Lacrontte.
En ese momento me doy cuenta de que nada de lo que
diga va a convencerlo de dejarme salir. Estoy naufragando
en aguas desconocidas sin rumbo ni brújula, y todo a causa
de una tonta identificación. Necesito hacer algo para
escapar de aquí, lo que sea.

***
Tres horas han pasado y sigo encerrada. Me ha tocado ver
detrás de los barrotes cómo los familiares de los otros
prisioneros vienen por ellos mientras yo continúo aquí con
calor y zozobra.
—Voy a hacerte unas preguntas y espero que contestes
con la verdad. —Se adentra en la celda un guardia con hoja
y lápiz en mano.
Asiento, angustiada y dispuesta a mediar. Toma lugar en
el otro extremo y me observa como si tuviera en frente al
peor de los criminales.
—¿Quién es tu jefe en Lacrontte? ¿Desde cuándo estás
pasando información entre los reinos?
—Ya le he dicho que no soy una espía. —La exasperación
habla por mí—. Es una falta de respeto que me tengan aquí
encerrada sin ningún tipo de pruebas solo porque no tengo
identificación. Por cierto, deberían capturar a ese tal Faustus
que intentó propasarse conmigo. Él tendría que estar aquí y
no yo.
—¿Tienes pruebas de que intentó tocarte? Si no las
tienes, no hay nada que hacer.
—Todo un bar fue testigo —me defiendo—. Además, es lo
mismo que alego: ¿por qué estoy aquí si ustedes no tienen
pruebas? Búsqueme en los registros, me llamo Emily
Malhore. Soy hija de los perfumistas Malhore. Tengo
derechos y quiero que los hagan cumplir.
—No creo que una Malhore frecuente ese tipo de lugares.
Les venden a los grandes señores de Mishnock y a los reyes.
Tienen una reputación que mantener, por lo que le agregaré
otro cargo por intento de usurpación de identidad.
—¡Esto debe ser una broma! ¿Cómo voy a usurpar mi
propia identidad? —refuto indignada—. Mire, conozco a
Cedric Maloney, él es un soldado de la Guardia Azul y sabe
quién soy, estuvo cenando en mi casa esta noche. Por favor,
búsquelo.
—No conozco a ningún Maloney. Esta es la Guardia Civil,
señorita.
—¡Buenas noches! —Una voz varonil se escucha al otro
lado de las rejas y el oficial se levanta de inmediato.
—Esto no ha acabado aquí —advierte—. Cuando se vaya
el príncipe seguiré con el interrogatorio.
¿El príncipe? ¿Acaso logré desatarme la mala suerte de la
pierna? Él me vio esta tarde en la recaudación de
impuestos. Aunque no me recuerde, puede que haga algo
para ayudarme a salir, tal como intercedió por Nahomi.
El guardia me encierra otra vez al abandonar la celda, así
que me acerco a los barrotes para buscar la figura del
heredero y, después de pasear la vista unos segundos, lo
veo hablar con algunos oficiales, quienes le enseñan una
serie de papeles. Aunque tiene la misma vestimenta de
hace unas horas, la corona ha abandonado su cabeza y
ahora tiene en las manos un pañuelo blanco que se pasa
por el cuello con cuidado.
—¡Alteza! —lo llamo, desesperada. Sus ojos azules me
encuentran y el cabello oscuro le cae en el rostro cuando se
gira a verme—. Alteza, quisiera mostrar mi inconformidad
ante el trato que me han dado y las acusaciones que han
lanzado en mi contra porque yo no soy...
—¡Cállate, prisionera! —interrumpe el uniformado—. Eres
espía, así que no tienes derecho a dirigirle la palabra al
príncipe.
—Déjala hablar —sentencia él, caminando hacia mí—.
Veo que se la acusa de espionaje. ¿Es eso cierto?
—No, claro que no. Me trajeron aquí porque estaba en
una taberna sin identificación y solo por eso dedujeron tal
barbaridad.
—¿En una taberna? —Entrecierra los ojos, confundido.
—Es una historia larga. El asunto es que nunca
traicionaría a mi nación, sé que los lacrontter son malos y
yo jamás trabajaría para ellos. Si me ve bien quizás me
recuerde, yo estuve en la plaza con mi padre, pagando los
impuestos y usted nos ayudó cuando querían tomar a papá
como prisionero por...
—Suéltenla. —Ahora es el príncipe quien corta mi
discurso.
—Alteza, es una espía —insiste el sujeto—. No pretendo
faltarle al respeto, pero estaba en un bar con las meretrices.
—Denme la llave. A una señorita no se la trata de esta
forma —habla serio, extendiendo la mano para que el
hombre se la entregue.
Mi corazón bombea fuerte en el instante en que la toma
y comienza a abrir el cerrojo. Por fin me libraré de esta
injusticia.
—Se lo agradezco mucho, alteza. —Hago una reverencia
cuando estoy fuera—. En verdad no olvidaré esto. Prometo
enviarle un obsequio de agradecimiento —balbuceo cosas
sin sentido mientras él escucha atento mis tonterías.
—No hace falta —contesta, serio.
Gracias a la vida que no aceptó, ya que no se me ocurre
qué podría regalarle.
—Entonces me retiro. Nuevamente muchas gracias.
Creo que la vida se ha apiadado de mí y lo envió justo a
él, porque a alguien tan intimidante como el rey Silas jamás
me hubiera atrevido a pedirle ayuda. Le ofrezco una
reverencia final y corro afuera. Mi cuerpo se arropa con el
frío exterior y me basta dar un par de pasos para escuchar
que alguien me llama.
—¡Señorita! —gritan a mi espalda—, ¿hacia dónde cree
que va?
Es el príncipe.
—A intentar que no me deshereden. —Me paso las
manos por los brazos, abatida por la brisa helada—. Voy a
casa.
—Permítame llevarla. Y antes de que rechace la oferta, le
recuerdo cuán peligroso es que una joven recorra las calles
sola pasada la medianoche, así que insisto.
¿Más de medianoche? Ni siquiera vale la pena apurarme.
Seguramente papá ya me ha borrado de su testamento.
Él camina hacia un carruaje color plomo de ruedas
grandes y acabados opulentos que espera en la salida de la
central. Abre la puerta y con un gesto me invita a
adentrarme. Mi rostro se torna del color del atardecer a
medida que subo al transporte, pues, aunque quiera
rechazarlo, tiene razón. El interior de la carroza es
despampanante: tiene cortinas con borlas alargadas que
cubren las ventanas; tapicería de terciopelo color crema en
los sillones y paredes, que se siente como algodón contra la
palma de mis manos. Está decorado con un bordado de
cordoncillo dorado en el techo que forma el escudo nacional
y un bolso de correas cosido a la tela que cubre la puerta,
del que se asoma la corona de plata que suele usar. Desvío
la mirada rápidamente para que no note que he visto más
de la cuenta.
—Pecaré por curioso y acepto el señalamiento, pero me
intriga saber cómo una señorita a la que vi defender a su
padre en la plaza terminó en prisión.
—Estaba ayudando a alguien a reunirse con su alma
gemela.
—¿Y esa persona la abandonó en ese bar? —inquiere
cuando la carroza comienza a moverse.
—No creo que me haya desamparado. Yo acababa de
entrar a ese lugar, así que no le di tiempo de regresar por
mí.
—Y mientras usted luchaba tras las rejas, su amiga
estaba en los brazos de un joven.
—¿Cómo sabe que es una mujer?
—Bueno, no veo viable que un hombre le pida ayuda a
una dama para reunirse con alguien más.
—Ese comentario alguien podría tildarlo de injusto.
—¿Alguien o usted? —contraataca—. Espero que no me
juzgue con tanta facilidad. Solo hablo por experiencia.
—No lo hago. Mi juicio no es tan frágil como para
quebrarse ante esa declaración.
—Me alegra saberlo. No me gusta disculparme por dar
una opinión.
—¿Siempre es así de seguro?
—Solo si la ocasión lo amerita. Además, se me exige
convencer a los demás de que lo que digo es cierto.
—¿Aun cuando no lo sea?
—Especialmente si no lo es. Por cierto, el cochero no
sabe a dónde vamos.
—Calle Lewintong. Casa 721.
Le da las indicaciones al paje, para que este se las haga
llegar al cochero.
—Es decir que se atribuye a usted mismo el título de
mentiroso —continúo.
—No, pero debo brindar la sensación de confianza a los
demás. Es mi deber —explica con naturalidad—. El deber de
cualquier líder del mundo.
La actitud serena e inescrutable del príncipe me resulta
inquietante y al mismo tiempo fascinante. No puedo creer
que esté sentada en su carruaje hablando de frente con él.

***

Cuando llegamos a casa, el paje abre la puerta y bajo a toda


velocidad con la impaciencia que me excava el interior.
Necesito que se marche para buscar a solas una manera de
escalar y entrar a mi habitación sin que noten la travesía.
Sin embargo, toda esperanza se diluye cuando el príncipe
desciende después de mí. No dice una palabra mientras
pasa a mi lado y avanza hasta el umbral, por lo que debo
apresurarme a alcanzarlo y evitar que toque la puerta.
—Por favor, no llame —le ruego en un susurro, como si
fuera una deidad que me concederá un milagro.
—¿Por qué no? —cuestiona en un tono alto.
—Alteza, no hable tan fuerte. —Miro de lado a lado,
pendiente de que nadie nos descubra—. Me he escapado de
casa, mis padres no saben que estoy fuera.
Levanta las cejas, sorprendido con mi declaración. Creo
que debo visitar a una de esas mujeres que predicen el
futuro para que me diga hasta cuándo me acompañará la
vergüenza que siento en este momento, porque ahora lo
único que quiero es huir de Mishnock.
—Eso explica muchas cosas. —Su expresión se vuelve
curiosa—¿Y cómo piensa entrar a casa? ¿Tiene alguna llave
de repuesto?
—Escalando. —El carmín me llena el rostro mientras
señalo la pared—. Se suponía que mi amiga me ayudaría.
—Eso quiere decir que ahora yo asumiré ese rol.
—No es necesario, alteza, puedo hacerlo sola. Soy muy
buena montando cosas —repito lo que Rose me dijo hace
unas horas.
Abre los ojos al escucharme y de inmediato capto la
manera en que ha entendido mi frase. ¿Por qué me pasan
estas cosas? Definitivamente, tengo que escapar del reino.
Creo que, si empiezo a caminar desde hoy, podré llegar en
un mes a alguna de las fronteras, e incluso ahora la idea de
haberme quedado encerrada en la celda no suena tan mal.
—Me refiero a escalar —corrijo con rapidez.
—No la he acusado de nada —asegura, pero ambos
sabemos que miente y se lo hago saber con una mirada
acusatoria—. Fue inapropiado, me disculpo. Espero que me
permita remediar mi error ayudándola a montar esa pared
—me devuelve el chiste.
—Ya ha hecho mucho por mí. Con liberarme fue
suficiente, considero que ya debe ir a descansar.
—Créame, señorita, que me espera una larga noche. Si
he ido a la central no ha sido por casualidad, tengo asuntos
pendientes de los que encargarme, y usted se convirtió en
uno de ellos.
—¡Mily! —Escucho un alarido de mujer a la distancia. Los
nervios se me ponen de punta al pensar que se trata de mi
madre, quien pudo haber descubierto mi huida, pero en dos
segundos reconozco esa voz—. ¡Por Dios, Mily! ¿Estás bien?
Temía que no pudiera encontrarte. Fui por ti a la taberna y
me dijeron que te habían llevado presa. ¿Acaso mataste a
alguien?
—Claro que no, todo fue una confusión —le respondo a
Rose con voz suave para que ella también baje el tono.
—Eso espero, porque me enojaría si mataras a alguien
sin mí.
Jadea a mi lado, apoyando las manos en las piernas para
inclinarse y tomar un poco de aire. Se toma su tiempo.
Hasta que levanta la mirada y nota quién está conmigo.
—¡Alteza! —chilla. Baja hasta el suelo en una reverencia
exagerada que me hunde más en el fango de la vergüenza
—. No lo había visto.
—Pude notarlo.
—Permítame decirle que lo amo, siempre lo veo en el
periódico o en la plaza cuando hay anuncios. Nunca me los
pierdo.
—Es necesario mantenerse informado —comenta,
descolocado ante la fanática actitud de mi amiga.
—Exactamente. Honor y gratitud —Rose recita el lema
del reino.
—Veo que es muy patriota.
—Tanto así que soy novia de un militar. Azul y vino,
siempre.
—Felicidades. —La palabra contiene una visible
incomodidad ante la escena—. Supongo que es usted la
persona que ayudará a la joven a subir el muro.
—Por supuesto, soy muy buena escaladora.
—Entonces quisiera verlas entrar. No pienso marcharme
hasta que estén dentro.
—¡Qué caballeroso! No entiendo por qué todavía está
soltero, digo, es que lo vi en la lista de hombres libres de
Mishnock.
—Nunca crea todo lo que lee, quizás tenga una novia en
secreto. O dos.
Aquel comentario me hace reír. Aun así, intento
mantenerme pétrea y prudente, algo que a Rose le cuesta.
La tomo del brazo y la llevo conmigo hasta el muro para
subir de una vez y acabar con este embarazoso encuentro.
—Veo que tenía razón —habla el príncipe una vez estoy
en la cúspide de la pared—. Es muy buena montando cosas.
—Odio montar a caballo —suelto de repente y sin ningún
sentido. ¿Por qué dije esa tontería?
Él me observa con extrañeza. Sus ojos azules brillan con
la luz de las lámparas que iluminan nuestro alrededor, como
un par de bonitas muscaris bajo los rayos del sol.
—Claro —responde desconcertado y con una sonrisa,
propia de una persona que sabe que está haciendo estragos
en otra—. Bueno, ahora que están a salvo, es momento de
retirarme.
—Si nos visita otro día, podemos ofrecerle un té —invita
Rose desde abajo—, porque como ve ahora no estamos en
condiciones.
—No hace falta. Espero que estén bien, señoritas.
Inclina la cabeza a manera de despedida y camina de
vuelta al carruaje sin mirar atrás un solo segundo. Sé que se
fue con la imagen de dos desadaptadas que se escapan de
casa a medianoche. No lo culpo, eso somos.
—¿Viste eso? Ya somos amigas de su alteza —asegura,
sacándome de mis pensamientos.
—No creo que él piense eso.
—Bueno, te informo que ya yo tengo novio, así que la
única que falta eres tú, y al parecer el príncipe ya tiene dos
novias secretas. Ahí no hay posibilidad.
Un momento. ¿Es novia de Cedric? ¿Cómo se supone que
tome esa noticia? Ese hombre que primero llega a casa con
inversionistas de Lacrontte y después finge no conocerme,
aun cuando nos acabábamos de ver. Además, el sujeto del
bar se puso muy extraño desde el momento en que
mencioné que venía de parte de Maloney. ¿Por qué? ¿A qué
se dedica realmente ese sujeto? Tengo que averiguarlo.
4

El festival que celebra la independencia de Mishnock


comienza hoy, por lo cual el orgullo patrio ha invadido la
ciudad. Todos vestimos con los colores del reino, vino y
cobalto; escuchamos la armonía de la marcha del rey en las
calles; el lema de nuestra nación cuelga en las puertas de
cada casa y el rostro envejecido de Bartolomeo Mishnock
está pintado en los banderines que decoran Palkareth.
Después de lo de anoche, me castigué y tomé la decisión
de no asistir a la fiesta nacional, aunque la gran afluencia
de compradores en la perfumería me ha hecho las cosas
fáciles, pues tuve que quedarme junto a Liz para ayudar a
nuestros padres con las ventas. Aún me parece increíble
que nadie haya notado mi aventura y agradezco que así
haya sido, pues en este momento estaríamos en mi funeral.
—¡Hola, Mily! —saluda Rose, apoyándose en la vitrina
después de entrar a la tienda y esquivar a la clientela a su
paso—. ¿Acaso no estás lista para ir al festival?
Señalo el lugar atestado de personas como respuesta
obvia a su pregunta.
—Emily, necesitamos ir, hay un desfile de soldados en el
que obviamente estará Cedric —se queja—. Y yo, como su
novia, necesito estar ahí para apoyarlo.
—Esta vez no puedo, mis padres me necesitan —explico
mientras empaco perfumes—. Conoces nuestra situación,
así que debemos aprovechar el día para vender todo lo que
podamos.
—No seas aburrida. El festival es una vez al año.
—Es porque solamente hay un 13 de mayo anualmente.
—¡Qué alegría! —El vítor de papá nos sobresalta—. Rose
vino a ayudarnos.
—No, señor Malhore, vine a sacar a su hija de aquí. Usted
siempre ha sido un padre maravilloso, y sabe que ella debe
aprovechar su juventud en un espacio recreativo como el
festival. Además, yo le pagaré sus horas de trabajo.
—¿Y cómo vas a hacer eso?
—Tengo mis métodos, señor Malhore.
—No te metas en líos, Rose Alfort. Si van a salir, deben
evitar los problemas.
—¿Eso quiere decir que podemos marcharnos?
—Regresen temprano a casa —advierte, señalándome—.
Confío en ti, Emily. Y lleven a Liz con ustedes para ver si así
conoce a alguien y desiste de la idea tonta de casarse.

***

Las tres nos desplazamos por la calle principal con el


inclemente sol de Mishnock que me hunde en una capa de
sudor debajo del vestido de gasa azul. El lugar está repleto
de personas que vienen y van, invadidas por la alegría que
ambienta la ciudad y endulzadas por el olor a miel y pan
tostado de los quecses típicos del reino.
La calle está llena de carpas coloridas con vendedores
ambulantes que ofrecen ridículos artefactos —como tazas
de té con reposabigotes o atriles plegables para poner un
pie y descansar—, hay puestos de flores con distintos tipos
de especies que gotean rocío de la mañana, artistas
callejeros que pintan en lienzos imágenes del palacio y otros
que bordan el escudo nacional en pañuelos que agitarán
cuando empiece el desfile.
—¡Miren eso! —pide Liz, señalando a un grupo de
aproximadamente quince personas que relucen en trajes
blancos como luz de luna.
Todos sostienen pancartas con los que protestan en
medio del río de gente que pasa por su lado sin prestarles
atención, pues están demasiado ocupados en buscar sitio
para ver el desfile. En sus carteles se leen las frases «La
regla número 1 de las guerras es callar a los dolientes e
ignorar a quienes sufren» y «Únete a la revolución».
Además, gritan que este festival es una farsa creada por el
Gobierno para distraer al pueblo y que se olvide de lo que
está sucediendo en la frontera.
—¿Cómo protestan en medio de la celebración de
independencia? —interviene Rose—. Si las cosas fueran tan
terribles, ya alguien se habría quejado.
—Ellos lo están haciendo —resalto.
—Pero son pocos. Seguro son partidarios de Lacrontte y
quieren arruinarnos el día. No hay que prestarles atención.
Nadie se atreve a comentar algo más y ni cómo hacerlo.
Es cierto que he crecido con los atentados que el reino
enemigo ha logrado perpetuar en Palkareth, pero jamás he
viajado a la ciudad fronteriza y sería atrevido opinar sobre
su situación cuando la desconozco. A pocos metros se
escuchan las trompetas, que avisan que los reyes se
acercan, por lo que corremos en medio de la multitud para
llegar al frente de las vallas que nos separan del desfile. Mi
hermana nos entrega nuestros pañuelos y, a pesar del
ambiente festivo, permanece imperturbable y se limita a
observar sin reflejar ningún sobresalto emocional. Los reyes
pasan frente a nosotros con sus coronas de oro y rubíes y
saludan protocolariamente. Enseguida aparece el príncipe
detrás de sus padres en un traje propio de su título: blanco
con pequeños toques de azul en los puños y el cuello. Porta
una corona de plata con gemas lapislázuli sobre su lacio
cabello negro, en contraste con la piel pálida y los iris
celestes.
Todos los miembros de la Guardia llevan flores y las
obsequian a las señoritas presentes. Rose grita, agitando su
pañuelo vinotinto en busca de Cedric Maloney, quien está
en la fila opuesta al lugar en el que nos encontramos. La
costumbre dicta que es un acto de cortejo recibir una
azucena, nuestra flor nacional, por lo que ella quiere que él
se la entregue. Sin embargo, su amado sargento,
totalmente imposibilitado, se limita a guiñarle un ojo desde
la distancia, lo que parece ser suficiente para mi amiga.
—¡¿Viste eso?! —grita sin dejar de mover su pañuelo—.
Somos el uno para el otro, Mily. Ya quiero casarme y ser una
gran señora a su lado.
El sobresalto de Rose no hizo que su hombre viniera,
pero sí logró atraer la atención de uno de los soldados que
seguían al príncipe a caballo. El sujeto se vuelve a vernos
con destellantes ojos grises y ostentosas medallas en su
uniforme. Sonriendo, le ofrece a mi hermana la flor, lo que
provoca en ella una emoción inesperada. Liz levanta su
mano con nerviosismo para recibirla sin dejar de admirar al
jinete, y es tanta la peculiaridad del momento que solo nos
damos cuenta de que hemos olvidado el resto del desfile
cuando mi amiga suspira impresionada.
—¡Su alteza!
Me vuelvo rápido para encontrar al príncipe sobre su
caballo frente a nosotras. Se inclina hacia adelante y en
completo silencio trae su mano hacia mí para tomar el
pañuelo que sostengo.
—Parece que la vida quiere que nos encontremos.
Abro los ojos con temor por la presencia de mi hermana
e intento señalarla con la mirada para que él comprenda
que no puede mencionar nada de lo que sucedió ayer. Ella
desconoce todo sobre mi fuga de anoche, y si me salvé de
una reprimenda por parte de mi padre, sé que no me
escaparé del regaño de Liz.
—¿Puedo conocer su nombre? —consulta para cambiar el
tema una vez entiende mi comportamiento.
—Emily Malhore —murmuro, concentrada en sus ojos
azules.
—Señorita Malhore, un placer conocerla. —Guarda la tela
bordada en el bolsillo de su chaqueta—. Sería tonto de mi
parte presentarme, pero aun así usted lo merece: soy Stefan
Denavritz Pantresh.
—Alteza, ¿me recuerda? —sondea Rose y el mundo se
me paraliza.
Con todo el sigilo posible, le aprieto el brazo para que se
mantenga en silencio antes de que me meta en problemas.
—Somos las jóvenes de la plaza. De la recaudación de
impuestos —intervengo con el fin de desviar la conversación
a terreno seguro.
De repente, un guardia hace acto de presencia y hace
una reverencia que captura su atención.
—Alteza, perdone la interrupción, pero sus padres lo
esperan para continuar el desfile.
Miro hacia ambos lados, topándome con los ojos de la
mayoría de los asistentes al evento, quienes, al parecer,
siguen con detalle nuestra conversación. Incluso los reyes
han detenido su carruaje y se han vuelto a contemplar el
espectáculo que ha dejado al desfile en silencio.
—Encantado, señorita Malhore —se despide asintiendo
con sutileza.
Se aleja cabalgando, acompañado del soldado que le
obsequió la flor a mi hermana y, una vez que ambos están
fuera de escena, Liz se abanica el rostro y los ojos le brillan.
—El joven se llama Daniel Peterson y es un general.
¿Creen que alguna vez volveré a verlo?
—Tranquila, solo te dio una flor, no es como si te hubiera
besado —reprende Rose con un tono de burla que
enseguida exaspera a mi hermana.
—Fue muy amable, más amable de lo que se espera de
un militar. ¿No lo crees, Mily?
—Por supuesto —asevero, como si fuera una experta,
cuando lo cierto es que mi historial de descifrar el
comportamiento de un hombre comienza y termina con
papá.

***

El desfile avanza lentamente y las trompetas siguen


sonando. Todo marcha acorde con lo esperado, hasta que,
de un momento a otro, los músicos empiezan a
desplomarse en el suelo. Los caballos se agitan con brío y
levantan con violencia las patas al ver la sangre fluir del
cuerpo de los abatidos. Una oleada de gritos de horror se
expande y, en un parpadeo, algunos jinetes toman sus
armas y disparan a sus compañeros sin ningún tipo de
piedad. Todo es confuso, caótico.
Liz me toma del brazo y me lanza al piso con ella. Rose
nos sigue con el terror escrito en el rostro. La gente intenta
huir, pero la detienen y acorralan con velocidad contra las
vallas que limitan el acceso a la calle por donde iba la
cabalgata. Numerosos hombres vestidos de negro y dorado
empiezan a aparecer y es ahí cuando por fin entiendo que
se trata de un ataque lacrontter.
Los sujetos llegan de todos lados y con arma en mano
nos hacen retroceder para evitar que abandonemos el sitio.
Rápidamente, la Guardia Azul cubre el carruaje de los
soberanos y otro grupo baja al príncipe de su caballo y lo
custodia hasta sus padres.
Mi vista se va a los tejados cercanos, donde se levantan
militares con fusiles. Tiradores, fueron ellos quienes
dispararon a los músicos.
—Debemos escapar —susurra mi hermana—. Tenemos
que encontrar la forma de salir de aquí para refugiarnos en
la perfumería.
El miedo me invade y amenaza con hacerme llorar
cuando una edificación cercana explota y afecta mi audición
por unos minutos. Ahora solo escucho un pito ensordecedor.
En cuestión de segundos empieza un enfrentamiento
armado entre ambos reinos. Las balas caen como lluvia
alrededor; los caballos tiran a sus jinetes y corren para
saltar la valla en busca de refugio. Un par de ellos golpean a
quienes se encuentran cerca de mí, creando una escena
sangrienta que me revuelve el estómago. Estamos
imposibilitados, pues la Guardia Azul no tiene cómo hacerle
frente a esta emboscada, y a pesar de que veo cómo las
tropas avanzan por la ciudad, el uniforme negro pinta cada
rincón de Palkareth. Parece que se multiplican como rayos
en una tormenta.
—¡Todos al suelo, ahora! —ordena un lacrontter que
apunta al azar con su pistola—. Estén atentos a las
instrucciones que daré a continuación porque no las
repetiré: cuando suene mi silbato tendrán tres minutos para
huir antes de que acabemos con todo lo que veamos en las
calles.
A su espalda veo cómo caen muchos de sus compañeros,
pero ellos no se inmutan. Tienen a un grupo que les sirve de
protección e intercambian disparos con la Guardia Azul para
que ninguna bala atraviese a quienes nos amenazan. Mi
corazón late rápidamente y mi cuerpo tiembla. Tomo las
manos de Liz y Rose con fuerza, esperando el momento en
que nos den la orden de correr para levantarnos.
—Es imposible que en tres minutos lleguemos a la
perfumería —dice mi hermana en voz baja—. Así que
intentemos llegar a un refugio lo antes posible.
El sonido de los estallidos me aturde. Jamás voy a
acostumbrarme a estos ataques, ni a lo insignificante que
me hacen sentir. A pesar de ello, trato de concentrarme y
buscar una salida en medio del caos. Me fijo en cómo se ha
formado el enemigo, en que cada uno cumple una función:
los tiradores derriban a nuestros soldados desde los tejados,
otros arrastran a sus militares muertos o heridos fuera de la
escena y el resto de ellos se acercan a edificaciones para
dejar en las esquinas pequeños objetos cilíndricos; los
reconozco, son explosivos. Van a hacer trizas la ciudad.
—¡Levanten armas! —La voz firme de su líder llega al
resto, quienes de manera precisa y coordinada alzan sus
rifles para dejar de apuntarnos, sin apartar en ningún
momento la mirada de nosotros.
El sujeto se lleva el silbato a la boca y lo hace sonar.
Todos corremos como estampida por las calles, donde yacen
cuerpos por doquier, sangre, fuego, casquillos de bala y
edificaciones derruidas hasta los cimientos. Los lacrontters
nos observan a medida que pasamos frente a ellos. Están
esperando a que se cumpla el tiempo indicado para abrir
fuego a todo lo que quede fuera.
—¡Les resta un minuto! —gritan segundos antes de hacer
explotar la base de la Guardia Civil.
A la distancia veo la edificación convertirse en una lluvia
de escombros y humo que se condensa en el aire y dificulta
la respiración de muchos. Justo allí estuve anoche, presa,
desesperada, y ahora, lo que ayer fue mi cárcel hoy no es
más que pedazos de concreto. Mi vida se está convirtiendo
en una serie de problemas que gradualmente se vuelven
más difíciles de superar.
Corremos con todas nuestras fuerzas para acercarnos al
refugio más próximo a nosotras. No obstante, cuando
estamos a punto de llegar, las puertas se cierran y eso solo
significa una cosa: se encuentra lleno. Giro con agonía,
registrando cada rincón en busca de otro lugar donde
escondernos. La ansiedad no me permite enfocarme, y los
soldados lacrontters ya han empezado a preparar sus
armas.
—¿Qué esperan?, ¿que las custodiemos hasta zona
segura? —increpa un caudillo enemigo—. Muévanse de una
vez.
Una bala me pasa cerca de la cabeza en el momento en
que diviso otro albergue. Me cubro las orejas con las manos
en un vago intento por protegerme. ¿Por qué hacen esto? Se
supone que los lacrontter no atacan civiles, o hasta ahora
jamás lo han hecho.
Siento que no nos queda otra opción más que rendirnos y
ubicarnos contra una pared, en espera del disparo. Un
soldado se acerca y me apunta directo a la cabeza, cierro
los ojos mientras me arrodillo. Mi hermana grita, Rose llora y
yo me limito a apretar las manos, aterrada. No quiero morir,
ni que mis padres tengan que levantarme sin alma del suelo
como si fuera un pedazo de papel destinado a la basura.
Nadie en Mishnock merece esto y aun así es todo lo que
recibimos. Odio a los lacrontters, odio a su rey y odio que de
ellos dependa mi vida.
—Déjalas en paz, Clark. —Escucho la voz de alguien—. Y
usted levántese.
No sé en qué momento he empezado a llorar, pero
cuando abro los ojos, me caen lágrimas gruesas por las
mejillas como gotas de agua sobre un cristal. Un hombre me
toma del brazo y me pone en pie con brusquedad para
luego ordenarle a su compañero que baje el arma. Este, de
mala gana, lo hace.
—Quiero divertirme —se queja.
—Ya habrá tiempo para eso —le garantiza—. Les doy diez
segundos para que lleguen a zona segura —nos avisa,
haciéndose a un lado para dejarnos pasar.
Las tres corremos hasta una edificación desde donde nos
llama uno de los nuestros. Entramos a trompicones mientras
el militar de la Guardia Azul cierra la puerta de hierro detrás
de nosotras, ocultando el último rayo de sol que de seguro
veremos en el día. El interior está repleto de personas
custodiadas por grandes paredes de hormigón reforzadas
con placas de metal. Nos perdemos en medio de la multitud
sin dejar de escuchar la ráfaga de disparos que se desata en
el exterior. Alrededor se oyen las respiraciones agitadas, el
llanto y los murmullos de un pueblo asustado y sometido
por otro que nos considera menos que la arena en sus uñas.
—No saldremos de aquí hasta que sea seguro —habla
uno de los uniformados encargados del refugio—. Así nos
tome horas o incluso días.
—¿Te encuentras bien? —me susurra Rose. Niego con la
cabeza, limpiando el rastro de mis lágrimas—. Ya estamos a
salvo, Mily.
—Por un momento pensé que íbamos a morir. ¿Imaginas
a mamá si eso hubiera pasado? Mia hubiera quedado sin
hermanas. ¿A quién buscará cuando tenga miedo en las
noches si ya no estoy?
—Escúchame. —Rose me abraza fuerte—. Lo importante
es que seguimos juntas y así seguirá siendo por muchísimos
años. Es más, cuando salgamos de aquí, porque lo haremos,
yo misma le pediré matrimonio a Cedric, así que tendrás
que acompañarme en la boda.
—¿Cómo puedes tener cabeza para pensar en eso? —
pregunto con una sonrisa triste.
—Trato de distraerte. Además, estas son las situaciones
ideales para mirar en retrospectiva tu vida. ¿Qué hemos
hecho? Si muriéramos hoy, ¿tendríamos una existencia
provechosa o digna de recordar? Yo hasta el momento no
tengo nada épico.
—¿Y casarte con ese sargento sí lo es?
—Claro, él me abrirá la puerta a la aristocracia —me
recuerda—. Tienes que pensar en grande.
—¿De qué hablan? —irrumpe mi hermana—. Es mejor
que se mantengan en silencio para que no estén sedientas
dentro de una hora. Aquí no tenemos nada.
Y tiene razón. ¿Qué haremos si tenemos que confinarnos
por días aquí? Ni siquiera hay un baño.

***

No sé cuánto tiempo ha pasado desde que estamos


encerradas, pero han sido horas agotadoras en las hemos
sido obligadas a permanecer de pie, pues no hay espacio
para sentarse en el suelo. Los gritos, explosiones y disparos
han cesado gradualmente; aunque estemos protegidos con
metal reforzado, estas paredes no aíslan el ruido por
completo. Estoy sudorosa, en realidad todos lo estamos. El
cabello se me pega a la nuca, me arden los ojos, me
tiemblan las piernas y la boca me exige al menos unas
gotas de agua. Muchas personas se desplomaron en espera
de un soplo de brisa o cualquier cosa que les recordara que
aún estaban en el plano terrenal.
—Presten todos atención —vocifera un soldado—. Uno de
nosotros saldrá a verificar que el exterior sea seguro y por
medio de dos silbidos nos hará saber que podemos salir. Si,
por el contrario, silba una vez, o ninguna, significa que
debemos permanecer encerrados por más tiempo.
¿Entendido?
Solo pocos asentimos a la explicación, aquellos que aún
luchamos por mantenernos centrados y cuerdos.
Los militares abren la puerta lo suficiente para que el
hombre asignado salga del refugio, permitiendo el ingreso
del ruido de afuera, los pasos veloces, los gritos, el olor de
la pólvora y la sangre. Nuevamente han mancillado mi
tierra.
El silbato suena de repente y atentos esperamos para
averiguar si hay un segundo llamado, que afortunadamente
aparece. La puerta se abre y las personas corren hacia ella
a empujones. Liz, Rose y yo vamos hasta la salida solo
después de que se despeja el camino y nos damos cuenta
de que la tarde ha caído. Corremos en dirección a casa con
un panorama desolador a cada paso. La Guardia Azul se
mueve de un lado a otro con los cuerpos de sus compañeros
en los brazos o con pesados escombros que quitan de la
calle. La angustia se refleja en los rostros de quienes buscan
a sus familiares desaparecidos, en los padres
desconsolados, en los niños que lloran y en los jóvenes
desorientados. Me duele el alma al ver cómo se nos obliga a
pagar las consecuencias de una guerra en la que somos
inocentes.
—¡Mis niñas! —Un grito llega a nosotras, atravesándonos
como una flecha.
Veo a mi padre a lo lejos correr hacia el lugar en el que
nos encontramos. Su rostro está manchado y su vestimenta
sucia con hollín. Abraza a Liz y luego a mí, nos besa la
cabeza, omitiendo a mi amiga en el proceso.
—Pensé que no las encontraría —suspira aliviado—. Solo
mi corazón sabe cuánto las he buscado, y a ti también Rose.
Papá nos alienta a seguirlo hasta casa y, una vez frente a
ella, entramos con rapidez. Vamos hasta su habitación, la
más alejada del exterior, en tanto él acompaña a Rose a su
hogar. Al entrar, encuentro a Mia, que llora inconsolable,
rodeada por los brazos de mi madre, quien la acompaña en
su agonía.
—No quiero vivir aquí. No quiero tener que pasar por esto
toda mi vida.
He intentado jamás guardar odio en mi corazón, pero el
rey lacrontter se ha abierto camino por sí mismo. Daría todo
por borrar el dolor de mi hermana menor y protegerla de
este miedo constante. Me gustaría tener el poder para
acabar con esta guerra, estar frente al rey Magnus y exigirle
que detenga su ira injustificada. Desearía que amara algo
con tal ímpetu que le aterrorice perderlo, para que así
entienda lo que nos hace sentir día a día.
5

Muy temprano en la mañana, papá, Liz y yo vamos rumbo a


la perfumería para verificar que todo esté en orden.
Estamos cargados de ojeras después de pasar una noche
tormentosa. Las calles se encuentran desoladas, muchas
edificaciones fueron dañadas, hay lámparas rotas y cientos
de banderines negros visten la ciudad. Se trata de la
bandera negra de Lacrontte, compuesta por dos leones
dorados que sostienen en el centro un escudo con una ele
adentro. En la parte de arriba hay una corona del mismo
color y abajo se encuentra escrito el nombre de la nación
enemiga. Es como si nos hubieran dejado un recordatorio de
quién manda y quién es el sometido.
El grito de papá me devuelve a la realidad cuando
llegamos al local. Al devolver la vista, lo encuentro de
rodillas, totalmente devastado frente al negocio familiar. La
puerta está abierta, y el aparador, quebrado. Hay frascos de
perfumes en el suelo y vitrinas volcadas. Nos han saqueado.
Se han llevado todo lo que había en el interior.
—Nuestro sustento… —Los lamentos le rasgan la
garganta como la fuerza del tiempo lo hace con la tela—. Lo
que tanto sacrificio nos tomó construir.
Flaqueo al ver una vida entera de trabajo robada en una
noche.
—Papá, levántese —ruega mi hermana, quien se
aproxima a socorrerlo.
—Tantos años. Tantos años invertidos para nada. ¿Qué
haremos ahora?
Camino dentro para terminar de llenar la vista con el
panorama lúgubre de nuestra perfumería vacía. No hay
mucho, y lo poco que quedó fue roto, ultrajado. Esa
amenaza de quedarnos sin recursos debido a la guerra se
ha cumplido y, por ende, sé que la propuesta de matrimonio
suena más fuerte en la cabeza de Liz.
Le toma a papá unos minutos encontrar la fuerza para
levantarse con brío en la mirada y, decidido a no darse por
vencido, nos pide que le ayudemos a buscar en medio del
desastre algo que todavía sirva o que sea de valor. Sin
embargo, después de mucha limpieza, no hallamos nada.
—Encontraremos una solución —levanto la voz para
reconfortarlo—. Voy a buscar un trabajo y Liz también puede
hacerlo.
—Mi amor —me mira con ojos cristalinos—, aprecio el
gesto, pero no es tan sencillo. Se requiere mucho dinero
para reconstruir este sitio.
—Podemos pedir un préstamo, ¿no?
—No creo que nos den un préstamo para reconstruir una
perfumería en medio de enfrentamientos. Saben que por el
momento no dará muchos frutos —dice con melancolía—. Si
quieren ayudarme, vayan en busca de su madre y díganle
que venga aquí. En este momento es la única persona con
la que quiero hablar.
Lo entiendo. Fueron ellos quienes crearon esto. Papá
convenció a mamá de invertir sus ahorros en una tienda de
fragancias, así que es entendible que al perderlo todo solo
quiera desahogarse con la persona que puso junto a él ese
primer cimiento.
—Iremos a buscarla. —Tomo el mando y agarro la mano
de mi hermana.
Soy capaz de leer la preocupación en su rostro cuando
salimos del local, y es cuestión de segundos para que me
diga lo que en realidad está pensando.
—Voy a casarme con ese hombre. Aceptaré la propuesta,
Emily.
—Entiendo que quieras ayudarnos, pero podemos
encontrar otra forma.
—¿Cómo? Ya papá lo dijo. Cualquier trabajo que
consigamos no será suficiente para reconstruir el negocio.
Ese acuerdo es la única esperanza que tenemos. Voy a
enviarle una carta al Mercader para que venga a reunirse
con nosotros.
—¿Cómo sabes su código postal?
—Papá tiene en su maletín la carta que este le envió. De
ahí lo tomaré.
No comento nada más hasta que llegamos a casa y me
encuentro a Rose en el umbral con una sonrisa entusiasta,
apretando en las manos el periódico de hoy.
—No creerás quién sale en el diario —vocifera alegre a
medida que subimos a mi habitación después de encargarle
a Liz la tarea de darle la noticia a mamá.
—¿El rey Lacrontte? —comento con sarcasmo, dado que
fue él quien propició el ataque.
—Tú, Emily. Estás en el periódico junto al príncipe.
Me pasa el Portal de Mishnock, nombre del diario del
reino, cuya primera plana ocupan las imágenes de las
consecuencias del atentado, fotos del ejército enemigo y
relatos de familiares que perdieron a seres queridos que
trabajaban en la Guardia Azul o Civil. Ella pasa las hojas,
hasta llegar a la última página: en un recuadro pequeño hay
una foto del príncipe hablando conmigo en el desfile. Nos
capturaron mientras nos mirábamos de frente y con toda la
población atenta alrededor. La imagen fue acompañada del
titular: «¿La primera conquista visible del príncipe?».
—No me puedo animar con esto, Rose.
—Solo intento ver el lado bonito, pero sí me importa lo
que sucedió. Esta mañana fui a ver a Cedric y estaba muy
afectado. Creo que lo enviarán a la frontera.
—No me agrada ese hombre. Estoy segura de que oculta
algo —le confieso lo que he venido pensando—. Estuvo aquí
en casa junto a unos lacrontters en una cena de negocios y
luego fingió no conocerme.
—Seguro no te recordaba. Él hace muchos negocios
aparte de ser sargento, así que con tantas caras pudo
confundirse.
—Acabábamos de vernos —recalco—. Igual, eso no
importa ahora. Han saqueado la perfumería y necesito
conseguir un trabajo para ayudar a mis padres.
—¡Mily! —La cara se le funde en total tristeza al
escucharme—. En verdad lo lamento. Y yo, que vine
solamente a hablarte de estas tonterías del príncipe. Lo
siento, si hay algo que pueda hacer, dímelo, por favor.
—¿Recuerdas que me dijiste que comprabas en tiendas
de segunda mano? —pregunto, y ella asiente—. ¿Podrías
llevarme a alguna? Voy a recoger unas cosas para ir a
venderlas.
—Amiga —suspira, como quien se conmueve al ver un
animal malherido—, odio que tengas que hacer esto, pero
cuentas conmigo. Yo también buscaré algo para vender,
aunque no iremos a esas tiendas que no pagan ni el cuarto
de lo que valen tus cosas. Tengo una mejor idea, así que
reúne todo y espérame en el mercado.
—¿El mercado está abierto tras el ataque?
—El mercado nunca deja de abrirse ni por el mismísimo
Magnus Lacrontte. Esas personas viven de lo que ganan día
a día, por lo que no pueden darse el lujo de no ir a trabajar.
—Me rodea en un abrazo—. Apresúrate, que vamos a ganar
miles de tritens, te lo prometo.

***

Mamá se fue hecha pedazos a la perfumería, Liz se llevó a


Mia a la oficina de correos y yo ahora avanzo hasta la plaza
de mercado con una bolsa llena de objetos de los que
pienso deshacerme.
—Traje mi lámpara de noche —me informa Rose,
golpeando la caja de cartón que sostiene.
—¿Con qué leerás en las noches?
—Con una vela. No te preocupes por eso.
Nos movemos en medio de los puestos, impregnándonos
en el camino con el olor de los lácteos fermentados en los
quesos, el dulce de las frutas y lo fétido de las vísceras. Al
fondo encontramos un espacio para nosotras, sobre el cual
mi amiga extiende una manta café que nos servirá como
mostrador improvisado.
—Deja que yo negocie todo. Tengo un truco que nos
ayudará. —La escucho hablar, pero mi atención está puesta
en la acera de enfrente.
—¿Nahomi? —Entrecierro los ojos, confundida al verla al
otro lado de la calle.
Voy hasta ella, atravesando el mercado. Está bajo el sol,
con el cabello castaño despeinado y la mirada fija en la
nada.
—Hola, hermosa —la saludo, pero no contesta—. ¿Qué
estás haciendo aquí?
—Estoy viendo el mar —responde tranquila. Al parecer
hoy está en uno de sus tantos desvaríos.
—Dime una cosa, cuando ocurrió el ataque de Lacrontte,
¿estuviste a salvo?
—Sí. Fueron a buscarme a casa para protegerme.
—¿Quiénes?
Por fin posa su mirada en mí. Sus ojos oscuros me
observan con la calidez de una tarde de verano.
—Los de siempre —contesta, encogiendo los hombros—.
¿Sabes? Te veo, Emily, en el mar en medio de una tormenta.
Estás en problemas.
—¿De qué hablas?
—¿Mily, te demoras? —Rose grita desde el puesto
improvisado, al tiempo que atiende a dos personas, a
quienes les está enseñando el periódico de hoy.
—Debo irme, Naho, pero si me necesitas, estoy al otro
lado de la calle.
—Aquí no hay calles, Emily. Estamos en el mar.
—Bueno, estoy al otro lado de la playa —corrijo,
siguiendo su visión.
Cuando llego, mi amiga está contando tritens. La
lámpara que trajo ya no está disponible y me pregunto
cómo hizo para venderla tan rápido. Ahora hay una mujer
que revisa la talla de los zapatos y pregunta si puede
probárselos.
—Si lo hace, tendrá que comprarlos. Ese fue el calzado
que usó en su primera cita con el príncipe.
—¿Es verdad? —me interroga la mujer, y yo quedo en
blanco.
—¿Cómo puede ponerlo en duda? —recrimina Rose—. El
periódico lo dice y ellos nunca mienten.
—De acuerdo, yo quiero tener algo de la novia del futuro
rey —sonríe entusiasmada—. ¿Cuánto por ellos?
Y es ahí cuando lo entiendo todo: Rose está utilizando la
nota en la que salgo con el príncipe para hacerles creer a
estas personas que estamos en una relación. ¿Cómo se
atreve a inventar algo así? Yo vine a ganar el dinero con
honestidad, no a robar a la gente.
—Cien tritens, porque fue un regalo del príncipe a Emily.
—Si es un regalo, ¿por qué lo venden?
—Porque necesitamos el dinero.
—Y si ella —dice y me señala— es la novia del futuro rey,
¿por qué no le pide el dinero a él?
—Somos jóvenes independientes, señora. Nos gusta
conseguir nuestro propio dinero y no depender de un
hombre. Ahora, ¿va a comprar los zapatos o no?
La mujer no luce convencida, pero aun así rebusca en su
monedero y con paciencia comienza a contar cien tritens
frente a nosotras. Esto es un auténtico robo.
—Rose, no está bien lo que estás haciendo —le susurro,
avergonzada.
—Necesitamos el dinero. Ya vendí mi lámpara por ciento
cincuenta tritens a un señor de barba blanca. Fue fácil
convencerlo con lo del diario. Todos se están creyendo la
historia.
—¿Ciento cincuenta? Eso es una estafa.
La señora me pasa las monedas, interrumpiendo nuestra
conversación. Rose le empaca los zapatos y se los entrega.
—Antes de que me reclames —alega una vez estamos
solas—, ¿recuerdas cómo consiguió Mishnock muchas de las
armas que tiene ahora? Quitándoselas a Lacrontte —repite
lo que nos han enseñado en las tutorías—. ¿Y cómo es que
Lacrontte tiene tanto terreno y riquezas? Pues invadiendo
otros reinos y quedándose con sus recursos.
—¿A dónde intentas llegar con eso?
—Quiero que entiendas que los grandes acaudalados
siempre les quitan un poco a los demás para poder
mantener o realzar su patrimonio. Nosotras no tenemos
nada y es necesario hacer estas cosas para salir de la
pobreza, porque me niego a morir siendo nadie.
Me quedo en silencio, tratando de hallarle el lado bueno
a esto. Lado que definitivamente no existe.
—¿Tienen permiso para vender? —interpela una mujer de
repente. Es la dueña del puesto adyacente.
—No. ¿Se necesita un permiso? —consulto perdida, como
una niña en un tumulto de personas.
—Por supuesto que sí. Se paga para obtenerlo. Nosotros
pagamos nuestro permiso y no es justo que vengan ustedes
a hacer dinero sin cumplir la ley.
—¡Cállese, señora! —pelea Rose—. Regrese a su negocio
y déjenos en paz. Somos amigas del príncipe, así que tenga
cuidado con cómo nos habla.
—Yo la conozco —se inmiscuye un hombre en la acera de
enfrente, justo donde estaba Nahomi, quien parece haberse
marchado—. Ella es hija de los Malhore. Sé que robaron su
perfumería y seguro por eso ahora están aquí juntándose
con el proletariado. ¿Acaso ya se cansaron de besarles los
pies a los acaudalados para que les compren sus
fragancias? —cuestiona con burla—. Me alegra que los
hayan saqueado para que aprendan un poco de humildad.
—Las noticias sí que corren rápido por Palkareth—. Estoy
harto de que vengan a preguntar si vendo el maldito
perfume Emily. Estoy cansado de bajar el precio de mis
productos porque las personas solo quieren las lociones que
hace el idiota de Erick Malhore y de tener que limitarme a
hacer réplicas de los suyos para poder vender algo.
—¡Le exijo que respete a mi padre! —levanto la voz,
enojada.
—¿Qué harás? ¿Poner una sucursal aquí en frente para
terminar de acabar con mi negocio? Oh, no pueden porque
están en quiebra.
—Es ella. —Nos señala un sujeto de barba blanca que
sostiene la lámpara de Rose. Lo acompaña un oficial de la
Guardia Civil, así que fácilmente ato cabos—. La joven que
dijo que conocía a la novia del príncipe.
—¿Quién de ustedes es Emily? —interroga el guardia.
—Yo, oficial. Soy Emily Malhore —respondo para no
generar mayores problemas.
—Pero yo fui la que inventó todo, no ella —dice mi
amiga.
—Me da igual, porque tampoco tengo tiempo que perder.
Su amiga no la refutó, y al ser ella la protagonista de la nota
en el periódico, es a quien le pondré una multa que debe
pagar máximo en una semana.
—Sería una injusticia cuando es mi culpa —reclama Rose.
—Ayer tuvimos un ataque y no puedo estar aquí
resolviendo problemas de inventos tontos por parte de
jóvenes obsesionadas con el príncipe, así que guarde
silencio antes de que le ponga una multa a usted también.
Suenan los ruidos habituales del mercado, aunque en
este pequeño rincón la sinfonía callejera es otra. Las
personas de los puestos cercanos han volcado su atención
al terrible espectáculo que ofrezco mientras murmuran o
ríen. Todos observan cómo el guardia saca una libreta del
bolsillo interior de su chaqueta, escribe la cifra que debo
pagar, arranca la hoja y me la extiende. Al leer la cantidad,
quiero desfallecer y regresar el tiempo para no haber hecho
esa idiotez. Ahora entiendo por qué Nahomi decía que
habría problemas.
—¿¡Mil tritens!? —exclamo, estupefacta—. Oficial, es
imposible que consiga tanto dinero en una semana.
—No me refute o terminará en la cárcel. Ahora retírense
y no se molesten en llevarse nada, esa mercancía queda
decomisada.
Mi amiga se resiste a marcharse, por lo que debo tomarla
del brazo para que me siga fuera del mercado.
—Bueno, al menos nos dejaron el dinero para que
compres algo para la perfumería —comenta resignada—. Es
todo tuyo. Te lo debo por hacer que terminaras en prisión.
A medida que caminamos vemos las calles repletas de
personas que vienen de la plaza central, como un rebaño
guiado por su pastor, y movidas por la curiosidad nos
acercamos a preguntar qué sucede, encontrándonos con la
espantosa noticia de que hubo un fusilamiento de once
soldados lacrontters que fueron capturados cuando
intentaban entrar a la bóveda con la reserva de oro del
reino. El pueblo camina alegre de vuelta a sus casas
después de presenciar el sangriento espectáculo, y aunque
comprendo la razón de la efusividad, no puedo compartirla.
No soy partidaria de la violencia. Aun así, entiendo que esto
es una guerra y que si hoy perdonas a tu enemigo, mañana
él no dudará en asesinarte.
Pasamos frente a la plaza donde se escucha al rey Silas,
quien se encuentra de pie en el balcón real, unos metros
arriba de las personas que aún no se han marchado y que lo
miran con devoción. Él se mueve con rigidez, como si su
cuerpo estuviera cubierto con yeso, y su mirada es dura,
orgullosa, la misma que estamos acostumbrados a verle.
—Sé que entre nosotros hay infiltrados —dice, señalando
a la plaza—, así que espero que le hagan saber a Magnus
que con Mishnock no se juega hoy ni nunca. ¡Honor y
gratitud! —se despide con el lema del reino.
—¿Podemos irnos? —pregunto asqueada por el olor
metálico de la sangre en el aire.
—Deja de ser cobarde, Mily. El mundo lo dominan
aquellos a quienes no les tiembla la mano —advierte antes
de retomar la marcha.
Nos abrimos paso hasta librarnos del gentío y
marchamos en direcciones diferentes hacia nuestras casas.
Cuando estoy a punto de llegar, veo bajar de un carruaje al
Mercader y a Percival con maletines en la mano. Han
llegado más pronto de lo que imaginé. Ambos me ven y me
sonríen con un aire de seguridad que me asusta.
—Señorita Malhore, es un placer verla —me saluda el
hombre de ojos verdes.
—Igualmente —miento, tocando el aldabón tras esconder
la multa en la bolsa de tritens.
—No imagina lo felices que nos hizo recibir la carta de su
hermana aceptando la propuesta.
—Creo que deberíamos abrir una sucursal en el reino de
Cristeners y conseguir a un soltero acaudalado para la
señorita Emily —repone Percival—. Así nos convertiremos en
la salvación completa para esta familia.
—Si algún día me caso, será porque estoy
completamente enamorada y no por librarme de una mala
situación —replico. Estos dos me ponen de mal humor.
Mi hermana es quien abre la puerta y me asombra notar
que ya tiene a la familia reunida en el comedor; no
obstante, nadie parece estar al tanto de la visita, pues
muestran su desconcierto al ver ingresar a los
inversionistas.
—Buenas tardes. Es para nosotros un placer estar aquí
nuevamente —anuncia el Mercader.
—No los esperábamos hoy —confiesa papá, sorprendido
—. Acordamos reunirnos cuando yo los llamara.
—Y nos han llamado. —Se acerca a la mesa con agilidad
—. Su hija, la señorita Liz, nos envió una carta en la que
informa que ya tiene una respuesta a nuestra oferta.
—¿Es eso cierto? —La mirada acusatoria de papá va
hacia ella.
—Lo es, papá. Ya he tomado una decisión y quiero
compartirla esta noche: acepto el trato del señor Percival
Gastrell.
—No lo hemos discutido como familia.
—No tienen por qué hacerlo. Es la mejor decisión que su
hija pudo tomar —se jacta orgulloso el recién nombrado—.
Tiene un futuro asegurado a mi lado. En Lacrontte vivirá de
la mejor manera, no le faltará nada. Por ello, hemos traído
los papeles del contrato para no quitarles mucho tiempo y
que puedan celebrar.
—No tengo nada que celebrar —susurra papá, y al
parecer soy la única que lo escucha.
¿Dónde estará Cedric Maloney y por qué ahora no los
acompaña? Recuerdo haber escuchado que fue él quien les
habló de nosotros. Es como si su función hubiera sido
captarnos para que estos dos hombres pudieran meternos
en líos, y como ya lo lograron, su trabajo aquí terminó. Me
pregunto a cuántos más les estarán haciendo lo mismo.
—¿Cómo pudieron volver si la frontera está cerrada? —
consulto a ambos sujetos.
—Nunca nos hemos marchado. Ustedes no son el único
negocio que estamos concertando.
Extiende el contrato sobre la mesa del comedor,
previamente firmado por él y por el Mercader, quien le pasa
una pluma a mi hermana para que ella cumpla su parte.
Papá la mira como suplicando que no lo haga, pero sabemos
que no hay vuelta atrás cuando ella graba su nombre en el
papel.
—Por ahora no podemos viajar a Lacrontte dada la
tensión por el ataque y por lo que pasó hoy en la plaza con
los soldados. Sin embargo, cuando las cosas mengüen,
viajaremos para inscribirnos en la ceremonia de
compromiso organizada por Aidana Lacrontte. Por el dinero
no se preocupen, costearé sus gastos.
—¿De qué se trata el evento? —interroga mi hermana
con visible incomodidad ante la mención de ese apellido.
Ella en verdad no los tolera—. ¿Quién es Aidana, la esposa
del rey Magnus?
—Es la abuela del rey y hace dos reuniones al año para
los miembros de las altas casas de la nación. Soy un barón,
señorita Malhore, y, por ende, estoy invitado. El rey asiste a
cierta hora de la noche a la ceremonia y todas las parejas
pasan ante él. Después, según la impresión que demos,
decidirá si asiste o no a nuestra boda. No hace falta decir
que convencerlo nos daría prestigio, igual que a la sucursal
de la perfumería.
Intento procesar la información, pero termino bloqueada
ante tantos detalles. Lo único que se queda en mi cabeza es
que viajaremos a Lacrontte a una ceremonia en la que
estará presente el inclemente soberano enemigo.
—¿Cuál es el siguiente paso? —interviene mamá,
preocupada.
—Deben sacar sus permisos generales de viaje, y, como
ustedes son visitantes, tendrán que pasar un filtro, así que
deben saber muy bien qué van a responder. Les harán
preguntas al azar, pero por favor no se muestren temerosos
al responder o levantarán sospechas. La realidad es que el
permiso de viaje no asegura que los vayan a dejar entrar.
Liz no comenta nada. Parece que está en un trance,
aceptando el destino que escogió. Desearía abrazarla,
porque es evidente que lo necesita. Espero que entienda
que estoy con ella y que, si llega a arrepentirse de esto, yo
misma iré a buscarla a Lacrontte o donde sea que se
encuentre.
—Voy a ser la envidia en mis tutorías cuando les diga a
todos que he viajado a Lacrontte —menciona Mia,
visiblemente emocionada. La única Malhore alegre hasta
ahora.
El Mercader empieza a darnos una lista larga de
indicaciones para el viaje: referirnos a la Guardia Negra
como «oficiales», nunca «señores», dejarles claro que no
tenemos intención de quedarnos de manera ilegal en el
reino y preparar para la ceremonia atuendos blancos, sin
ningún tipo de adorno o estampado. Eso será, sin duda, lo
más difícil para mí.
—¿Algo más? —sondea mi padre a punto de perder la
paciencia.
—Sí, les dejaré dinero para que puedan comenzar a
reconstruir su negocio aquí. —Le extiende a papá la hoja
rectangular y acartonada de un boleto de cambio en el que
reluce el titular del Banco Civil de Mishnock—. Tengo una
cuenta allí y puede ir a retirar el dinero cuando guste, pero
debe saber que, si su hija no cumple con lo pactado,
tendrán que devolverme el total de mi inversión.
—Si solo voy a ganar el cuarenta por ciento, ¿cómo voy a
devolverle el total?
—Así funcionan mis negocios. De todas formas, no debe
preocuparse porque estoy seguro de que Liz está más que
dichosa de contraer matrimonio con un hombre del nivel de
Gastrell.
Estamos en problemas. No hay que saber predecir el
futuro para intuirlo. Si esto sale mal, no hay manera de que
podamos pagar tres millones de tritens. Estaremos
acabados.
Percival acomoda su maletín en la mesa y de su interior
saca una caja de terciopelo rojo en la que reposa un aro de
plata con un vistoso diamante blanco que cumple el papel
principal de la pieza. Toma la mano de mi hermana y le
pone el anillo, sellando oficialmente lo pactado esta noche.
Ninguno de nosotros sonríe, y cómo hacerlo, si parece que
estuviéramos en un sepelio. Hasta me dan ganas de ir en
busca de flores, armar una corona fúnebre y ponerla en
medio de la sala.
—Ahora que todos estamos felices —habla papá, satírico
—, es momento de que nos dejen solos para celebrar, tal
como dijeron.
El Mercader lee claramente el mal humor de papá; aun
así, decide no comentar nada al respecto. ¿Y qué podría
decir si ya nos tiene a su merced? Ambos se limitan a
recoger sus pertenencias y salen de la casa con un aire
victorioso que me llena de impotencia.
—Papá, espero que no me reclame nada —pide Liz una
vez estamos solos.
—¿Qué podría decir si ya has firmado? En verdad ruego
que seas muy feliz con todo lo que se aproxima.
—Mírenle el lado bueno —interviene mamá, intentando
animar el ambiente—: Lizzie tendrá doble nacionalidad.
Siento un vacío en el estómago al darme cuenta de lo
mucho que ha cambiado nuestra historia en estos últimos
días y de lo frustrante que es no poder hacer nada para
remediarlo. Ni siquiera voy a comentar ante mi familia la
multa que me impusieron en el mercado o cómo se burlaron
de nuestro nombre, no vale la pena poner más peso en sus
hombros. Si hay algo en lo que Nahomi tiene razón es en
que estoy en mar abierto, en medio de una tormenta, y todo
indica que mi familia también abordó ese barco. Tengo que
encontrar una solución urgente, porque no voy a permitir
que un saqueo y dos lacrontters nos arruinen la vida.
6

Un mes ha pasado en un parpadeo. En la ciudad continúan


reparando edificaciones y calles, los reyes declararon duelo
nacional durante una semana y la Guardia Azul ahora
acordona cada perímetro de Palkareth para tratar de darles
tranquilidad a aquellos que todavía se niegan a salir de sus
casas.
La frontera fue reabierta, así que dentro de dos días
comienza nuestra travesía hacia el reino vecino y no puedo
estar más nerviosa. Cada vez que pienso en ello siento
como si el corazón se me subiera a la garganta, el
estómago me cosquillea y las palmas de las manos me
sudan. Jamás he salido de Mishnock y lo haré justo para
pisar suelo enemigo.
Me encuentro esta mañana en el apenas reconstruido
negocio familiar ayudando a arreglar los anaqueles para
llenarlos con los nuevos perfumes que papá ha creado. Hay
un ambiente de completa tranquilidad, hasta el momento
en que un Guardia Real vestido con el uniforme del palacio
cruza las puertas de la perfumería, lo que enciende en mí el
miedo de que venga a arrestarme debido a la multa de mil
tritens que no he ido a saldar.
—La familia Malhore es la propietaria de este sitio,
¿cierto? —la voz grave del hombre pregunta directamente a
mi madre.
—Está en lo correcto, somos nosotros.
—¿Se encuentra la señorita Lizzie Malhore?
—Soy yo. —Mi hermana se agita ante la mención de su
nombre.
—Permítame un instante —avisa el soldado para luego
salir apresurado de la perfumería.
Desaparece del alcance de nuestra vista y al cabo de
unos minutos vuelve acompañado de otro joven un poco
más bajo y fornido, vestido con un uniforme impecable,
lleno de medallas. El sujeto mira a Liz, y es imposible no
recordar aquellos brillantes ojos grises.
—¡General Peterson! —saluda ella con evidente
nerviosismo.
No, no, no. Esto solo significa una cosa: problemas.
—Señorita, por fin nos volvemos a ver —contesta
sonriente.
—¿Me buscaba?
—Incesantemente. Vine aquí varias veces la semana
pasada, pero siempre estaba cerrado.
—Se encontraba en reconstrucción.
—Entonces hoy es mi día de suerte.
Ambos se miran con detenimiento y en los ojos de mi
hermana aparece un brillo inusual. Alrededor se pasea un
silencio incómodo, como si estorbáramos en un encuentro
privado. Sé que a Liz le llamó la atención este hombre, y eso
se vuelve evidente para mi madre por la forma como su hija
lo detalla.
—La otra joven Malhore… —Vuelca la vista hacia mí
después de unos instantes—. El príncipe estará complacido
al saber que la he encontrado.
¿Quiere verme? Imposible. Igual, no creo que pueda
mirarlo a la cara después del bochorno que pasé en el
mercado por el invento de Rose sobre nuestra supuesta
relación. Un momento, ¿se habrá enterado de eso? De ser
así, prefiero irme a vivir a Lacrontte con Liz.
—¿Cuál príncipe? —respondo tras segundos de silencio.
¡Vida mía! ¿Por qué soy tan torpe?
—Vaya, entonces conoce a muchos príncipes. —Se ríe de
mi idiotez—. Creo que Stefan ya no estará tan feliz al saber
que no lo recuerda.
—Sí, claro que lo recuerdo.
—Pero puedo notar que no tanto como él a usted.
Imagino lo que debe pensar de mí: la loca que sacó de
prisión, que insinuó que era un mentiroso y que trepó una
pared tras escaparse como una criminal.
—Bueno, una de las razones por las que estoy acá es que
quiero invitarla a salir, señorita Lizzie —vuelve a dirigirse a
mi hermana.
—¿Disculpe? —mi madre irrumpe, confundida—.
¿Ustedes se conocen?
—Así es, señora...
—Malhore, Amanda Malhore. Soy la madre de Liz.
—Es un gusto conocerla. —Extiende una mano hacia ella
—. Permítame decirle que tiene una hija hermosa, bueno,
dos.
—Tres, querrá decir —resalta, incluyendo a Mia—. Me
gustaría saber dónde se conocieron y cuándo.
—El día del festival, en el desfile de los militares. ¿Algo
anda mal? No quiero causar problemas.
—En lo absoluto —Liz toma la vocería—. Madre, creo que
se me debe permitir hablar con él. ¿No lo cree? —inquiere,
mirándola.
—Supongo que sí. Tienes treinta minutos.
En aquel permiso está implícita una clara advertencia
que mi hermana entiende a la perfección. Cuando los dos
salen de la perfumería, mamá me mira, buscando una
explicación que yo no tengo.
—Por favor, dime que no la atrae ese hombre.
—No tengo una respuesta para eso.
—Liz tiene un anillo en la mano, una joya de compromiso.
—Solo van a hablar. Tampoco es como si se fueran a
fugar.
—Espero que tengas razón, Emily, porque no quiero
pensar en lo que pasaría si llegara a ser así.
Sus palabras resuenan en mi cabeza cuando reanudo mis
funciones, con el olor del barniz en la madera gobernando el
aire, de tal manera que empiezo a marearme y cuando creo
que ese será el único problema que tendré que sortear hoy,
una joven entra a la perfumería con un montón de hojas de
periódico. Se seca el sudor con un pañuelo antes de
acercarse a la vitrina para entregarnos a mamá y a mí un
par de pedazos de diario. No dice nada, solo asiente con la
cabeza y sale del local para continuar su recorrido. Paso la
mirada de inmediato por el que me ha tocado y me doy
cuenta de que no se trata de ningún periódico de Mishnock,
sino de Lacrontte. La noticia es de hace dos días y lleva
como titular «Brillante victoria de la Guardia Negra». Hablan
sobre un enfrentamiento entre ambas fronteras que terminó
con más de quinientos soldados mishnianos muertos y otros
cien como prisioneros. La nota viene acompañada de una
fotografía sin color de quien parece ser el rey Magnus de
espaldas frente a los miembros de su ejército, que levantan
armas como forma de celebración. De seguro esa joven era
una de las personas que estaban protestando en el festival.
Camino por inercia hacia la parte de atrás de la
perfumería, pero sin entrar a la bodega en donde está mi
padre, y ahí sigo leyendo, como si el periódico fuera algo
prohibido en el reino, y quizás lo sea. Me concentro en el
horror de la nota, en cómo se alegran de la matanza y en la
imagen del soberano Lacrontte. La espalda ancha y las
manos empuñadas como si fuera el dueño del mundo.
—¿Qué haces? —papá me asusta cuando aparece de
repente y me habla cerca del oído. Carga una caja repleta
de perfumes que seguro trae para que yo los acomode en
los estantes. La puerta de la bodega está abierta detrás de
él. ¿En qué momento llegó? Ni siquiera oí sus pasos.
Doblo el periódico e intento esconderlo como si me
hubieran descubierto con la lista de los mejores solteros de
Palkareth en las manos.
—Alguien lo dejó aquí —me excuso al verme descubierta.
—Déjame verlo. —Pone las fragancias a un lado y yo
despliego la hoja para que pueda leer—. El diario de
Mishnock no ha reportado esta noticia.
—Son pocos los ataques que muestran. Se limitan a
alabar al rey Silas, así que no creo que escriban sobre el
triunfo del enemigo.
—Me gusta que notes esas cosas, mi niña. —Me acaricia
la cabeza como a un cachorro—. ¿Recuerdas el día en que
conocimos al rey Magnus?
Aquella declaración me hiela como el invierno a los
lagos. Comienzo a buscar en cada recoveco de mi mente,
pero por más que me esfuerzo no encuentro nada.
—Imposible. Nosotros jamás hemos salido del reino o
¿me equivoco?
—No lo haces. Él vino aquí y lo vimos en una visita al
palacio. Cuando se rumoreaba que Mishnock y Lacrontte
harían acuerdos de paz —comienza a relatar la historia
como si hubiera estado esperando el momento para
contarla—. Era nuestra primera prueba de perfumes. Yo
estaba nervioso y una pequeña Emily insistió en
acompañarme. Mientras esperábamos en el pasillo a que la
reina nos atendiera, ellos llegaron para reunirse con el rey.
Nunca se me olvidará que me levanté a saludarlos y el
ahora rey Magnus, que en ese momento era un niño como
de once años, sí, esa era su edad, porque recuerdo que dijo
que en pocos días iba a cumplir doce... El asunto es que me
dejó muy claro que él era un príncipe. Ahí fue cuando
interviniste y dijiste que también eras una princesa.
—Nada de eso está en mi memoria, padre.
—No tendría por qué. Tenías solo cinco años. Usabas un
vestido morado y una corona de plástico que tu madre te
había comprado. Le enseñaste tu traje y le preguntaste si
no le parecía bonito.
No puedo creer nada de lo que me está diciendo. Es
imposible que alguna vez haya cruzado palabra con ese
hombre. Se siente como si me contara la vida de alguien
más y no algo que pasó en la mía.
—Creo que a él no le gustó —continúa—, porque
respondió algo así como que lo importante era que a ti te
gustara. Luego le tomaste la mano para que tocara tu
corona, aun cuando te había dicho que no quería hacerlo.
Su padre, atrás, se reía de la escena, pero jamás interfirió y
yo estaba muerto del susto, rogando que no lo tomaran
como una falta de respeto y terminara en prisión. No sabía
cómo reprenderte para que dejaras al príncipe en paz.
—No suena como el rey que es ahora. Parecía amable.
—Lo era, incluso no te retiró cuando lo abrazaste.
—¿Que hice qué? —cuestiono incrédula.
—Un guardia informó que la reina ya estaba lista para
recibirnos, así que nos teníamos que ir y cuando te
despediste lo abrazaste. Eras una niña muy afectuosa.
¿Qué me sucedía? Tal vez mi cabeza sabía en qué tipo de
persona se iba a convertir el rey Magnus y prefirió bloquear
el suceso para no vivir con el amargo recuerdo.
—Emily. —Liz se asoma por el arco que divide esta zona
de la parte principal del negocio. ¿Regresó tan pronto?—.
¿Puedo hablar contigo un momento?
Asiento y voy con ella sin dejar de pensar en todo lo que
papá me contó. ¿De verdad abracé a ese hombre y hablé
con él? Mi hermana me zarandea cuando me ve perdida en
mis pensamientos como quien intenta despertar a otro por
la mañana. El general no se ve por ningún lado y mi madre
en silencio nos observa a medida que salimos de la tienda.
—¿Qué ocurre? —le pregunto cuando estamos en la calle.
—Le pedí la tarde libre a mamá, pero antes debemos ir
por Mia a casa de su amiga Bessy. Debo contártelo todo,
Mily. Él es increíble —comenta fascinada, como pocas veces
la he visto—. Tenías que haber visto la manera como me
hablaba, como me miraba.
—Te gusta, ¿cierto?
—Creo que sí. Sé que está mal porque estoy
comprometida y que es descarado de mi parte decir que me
corteja, pero es justo lo que parece.
Una sonrisa nerviosa se le dibuja en la cara mientras
detalla lo que vivió con el general. No obstante, también
puedo ver en sus movimientos la angustia por el
compromiso: frota las yemas de los dedos con afán, frunce
el ceño cuando nota que se ha emocionado más de la
cuenta y traga saliva con frecuencia.
—No quiero pensar que me equivoqué, Mily, que me
apresuré. Nuestra familia necesita el dinero, así que está
bien, ¿verdad? —pregunta mordiéndose las uñas a medida
que caminamos—. Por favor, dime que hice lo correcto al
aceptar la propuesta de Percival.
—Eres la única que puede responder eso.
—Estuvo bien —asegura más para ella que para mí—.
Que Daniel me haya buscado no quiere decir que vaya a
existir algo entre nosotros, no es seguro, y necesitamos el
dinero.
—Supongo que tienes razón. —Puedo notar lo mucho que
intenta esconder su agonía—. Tengo una pregunta: ¿cómo
pudiste ocultar tu anillo? Ese diamante no es que sea muy
discreto.
—Me lo quité en un descuido de Daniel. Suena horrible,
lo sé, pero ¿qué habría podido inventarle si veía la joya?
Definitivamente, nada de esto está bien.
—Una cosa más, Emily: me invitó al palacio mañana para
una cena y pidió que te llevara.
Abro y cierro la boca tras ser incapaz de articular palabra
alguna. Inclino la cabeza y me llevo la mano al cuello,
desconcertada. Voy a volver a ver al príncipe, porque,
bueno, es su palacio y… un momento: ¿esto quiere decir
que de verdad él quiere verme? La idea se instala en mi
mente con fuerza y hace levitar mi imaginación con
distintos escenarios, aunque la realidad rápidamente me
golpea como los frutos al suelo cuando caen del árbol y
diluye cualquier emoción que pueda crear esa revelación.
—No podemos ir —concluyo por ambas.
—Quiero verlo, Emily, por favor. Así sea como una
despedida.
—Papá no nos dejará ir.
—Entonces escapémonos, busquemos una forma. Te lo
suplico.
Jamás la había visto tan desesperada. Ella siempre es la
racional, la madura que desaprueba ese tipo de
comportamientos, y ahora está rogando que nos fuguemos
para ir al palacio.
—Van a vernos, Liz. No es como si la cena fuera a las diez
de la noche, cuando nuestros padres están dormidos.
—Inventemos una excusa entonces. Digamos que vamos
a casa de tu amiga Rose para una cena. Ella seguro nos
cubrirá la espalda.
—No estás pensando con claridad. Papá conoce la
situación económica de los Alfort, es obvio que no creerá
que van a gastar dinero en una cena para nosotras.
—Entonces digamos que iremos a comer en casa de
Nahomi, que nos invitó como despedida porque me iré de
Mishnock.
—La estás usando y ella ni siquiera lo sabe.
—Estoy al tanto, pero no encuentro otra manera. En
verdad quiero ver a Daniel una vez más —insiste, afligida—.
Veámoslo como mi regalo, el último suspiro de libertad
antes de mi prisión.
Lo dudo, porque conozco las consecuencias: sé que eso
la confundirá más e ilusionará a un hombre que se muestra
genuinamente interesado en ella. Además, está el asunto
del príncipe. No sé si estoy preparada para volver a verlo,
porque cada vez que estoy cerca de él estoy metida en un
problema y no quiero más drama.
A pesar de todo, termino cediendo, porque es mi
hermana, porque quiero que esto sea algo bonito para
recordar, antes de que una su vida a un hombre que no ama
y porque debo admitir que, en el fondo, me emociona un
poco la idea de conocer más al futuro rey. Ahora tenemos
otras cosas en las que pensar, como qué haremos para que
nuestra mentira suene lo más verosímil posible ante papá o
qué usaremos para asistir a la cena. Y más importante aún:
¿dónde compro un amuleto de buena suerte para llevar al
palacio y no pasar otro incómodo momento frente al
príncipe?
7

Desde que los rayos del sol me despertaron esta mañana,


mi hermana y yo hemos estado preparando todo para esta
noche. Lo primero en la lista fue convencer a papá de que
Nahomi nos había invitado a cenar. Él no dudó demasiado,
ya que es algo que ella podría hacer como amiga de la casa
que es.
Salimos de casa una vez logramos nuestro cometido y
esperamos en una esquina ubicada tres calles arriba, pues
Daniel le informó a Liz que un carruaje pasaría por nosotras,
y no podíamos permitir que papá lo viera o estaríamos
condenadas a trabajar sin paga en la perfumería por el resto
de nuestra vida.
—Estoy muy nerviosa por lo que pueda suceder en esta
cena, Mily —avisa mi hermana, mientras aguardamos
recostadas contra un muro de ladrillo gastado, lleno de
carteles con información militar. Siento punzadas en el
corazón y unas ganas inmensas de frotarme los dedos hasta
cansarme.
—¿Estás consciente de que no debes darle falsas
ilusiones al general? Porque mañana viajamos a Lacrontte
para tu cena de compromiso.
—Lo sé, no tienes que repetirlo. Estoy más que
consciente de que esto es una despedida.
Esta vez dejó el anillo en su habitación e hizo malabares
para que nadie lo notara. No negaré que me preocupa que
esté ocultando ese detalle, pero por esta noche voy a
respaldarla.
De un momento a otro escuchamos un carruaje
acercarse y, sin importar cuán vergonzoso sea, nos
hacemos en medio de la calle y agitamos los brazos para
obligarlo a detenerse. El cochero tensa las riendas del
caballo, sorprendido por nuestra repentina aparición, y frena
a centímetros de nosotras, retando el equilibrio del paje que
se encuentra en la parte trasera.
—Somos Lizzie y Emily Malhore, las señoritas a quienes
transportarán —les informo a los dos sujetos.
—Disculpe, pero tenemos órdenes de recogerlas en la
calle Lewintong, casa 721.
—Ya estamos aquí. Les hicimos el trabajo más sencillo.
El hombre nos observa con sospecha por unos segundos
antes de ceder y pedirle al paje que abra la puerta para
dejarnos entrar. En el interior, mi hermana absorbe
fascinada cada detalle. Pasa las manos por los asientos y
levanta la cortina para mirar a través del cristal de la
ventana.
—Increíble —suspira—. Estoy viendo nuestro vecindario
desde la carroza real. Ni en mis mejores sueños pensé que
haríamos esto. ¿No te emociona?
—Por supuesto. El príncipe es muy sencillo, parece el tipo
de hombre que te llevaría en su carruaje hasta casa pasada
la medianoche —contesto irónica.
Al llegar, las altas y pesadas puertas de madera labrada
se abren para recibirnos. En el interior, una doncella nos
guía por un pasillo con pisos de porcelanato, cubierto
parcialmente con una alfombra azul. Las paredes,
impolutas, se mezclan con columnas en un corredor que no
parece tener fin y que está decorado con sillones y grandes
macetas con azucenas que le agregan un olor dulzón al aire.
Al cabo de un minuto nos detenemos frente al salón de
banquetes y, al entrar, la primera que persona que salta a
la vista es el general, que en un tono amable se dirige a
nosotras.
—Lizzie, Emily, qué alegría verlas.
A pesar de su grato saludo, es obvio que la alegría es
provocada por mi hermana, pues avanza entusiasmado
hacia ella. Luce un traje oscuro, elegante. Es la primera vez
que lo vemos sin su uniforme y he de confesar que la ropa
de civil lo hace ver mucho más joven, apuesto y menos
intimidante. En la mitad del salón hay un inmenso comedor
rectangular, con un mantel blanco y sillas con espaldar en
madera tallada. En el centro de la mesa hay un conjunto de
velas que aportan luz cálida a la estancia en contraste con
la iluminación fría de los candeleros que cuelgan del techo.
Y, justo al final de la sala, se encuentra el príncipe
Stefan.
Está de pie, con las manos apoyadas sobre el respaldo
de un asiento. Sus ojos se encuentran con los míos y de
inmediato en su rostro se dibuja una sonrisa que me acelera
el pulso. Viste un traje azul celeste con bordados en hilo de
plata y botones argentados en el borde de la chaqueta. Esta
vez no lleva corona y así el cabello le cae finamente sobre la
cara, haciéndolo ver mucho más juvenil y fresco.
—Señorita Emily.
Camina hasta mí con las manos en la espalda y se
detiene a una distancia prudente. Me sigue resultando
intimidante, no solo por su título, sino además por la
confianza en sí mismo que suele mostrar y de la que yo a
veces carezco.
—Su alteza —saludo, haciendo una reverencia.
—Por favor, llámeme Stefan —pide con voz neutra,
caballerosa—. Permítame resaltar lo hermosa que luce usted
esta noche.
—Gracias. Y, por favor, usted tampoco me trate con
tanta formalidad.
—Como desee, Emily, aunque sin duda estaré saltando
entre lo formal y lo informal constantemente.
Estira su brazo, para entrelazarlo con el mío y llevarme
hasta el comedor. Uno de los sirvientes se acerca para
separar las sillas, indicando mi lugar. Liz se sienta a mi
derecha, Daniel frente a nosotras y el príncipe en la
cabecera.
—Creímos que nunca las encontraríamos —comienza el
general— y confieso que en verdad tenía ganas de volver a
ver a Lizzie.
La sonrisa de ella ilumina más el salón. Lo mira con tanta
atención que parece que intentara grabarse su rostro para
el futuro.
—Debo admitir que también quería verlo.
Esto es muy incómodo, y no solo por el compromiso de
mi hermana, sino por el interés que está demostrando
Peterson.
—Es imposible pensar que en veintidós años no me haya
topado con usted.
—Bueno, Daniel, supongo que este era el momento
indicado —interviene el príncipe—. Y si esta es la noche
para conocerla, deberías implementar algo que te sirva de
ayuda.
—¿Un juego? —cuestiona animado.
—¿Qué propones?
—Equipos. Tú y yo haremos uno, y las señoritas, otro.
Hombres contra mujeres. Cada equipo lanzará preguntas
sobre lo que quiera saber de los demás.
—Acepto. —Liz me sorprende con aquella declaración—.
Empiecen ustedes, por favor.
—Cuéntennos, ¿a qué se debe que ninguna de las dos
tenga pareja? Porque creo que no tienen, ¿o me estoy
equivocando?
—No tenemos —se adelanta a decir— y supongo que es
porque no ha llegado la persona correcta.
No me agrada que mienta de esta manera. Me hace
sentir terriblemente culpable, a tal punto que mi apetito
amenaza con esfumarse.
—Es nuestro turno —tomo la palabra—, y me gustaría
devolverles la pregunta.
—Desde que terminé mi relación hace un año no he
estado interesado en nadie —explica Daniel.
—Y yo, aparte de las dos novias que oculto de la prensa,
tampoco he encontrado a alguien que merezca el tercer
lugar —comenta Stefan, haciendo alusión a aquello que
mencionó esa noche fuera de casa.
—Considero que nadie quiere ese sitio —bromeo,
siguiéndole el juego.
—Apuesto a que usted primero escalaría una pared a
medianoche antes que aceptar la tercera posición.
Desvío la mirada hacia mi plato al sentir en el estómago
un cosquilleo que no había experimentado antes. Parece
que ese episodio me va a perseguir toda la vida y, aunque
me avergüence, me emociona que lo recuerde.
—¿Hay algo que le guste hacer, señorita Malhore? —
pregunta el general—. Si mi percepción sobre usted no se
equivoca, parece una mujer aventurera y conozco muchos
parajes en el reino que seguramente le resultarían
interesantes. Si es que en algún momento me permite
enseñárselos.
—¿A cuál de las dos le hablas? —cuestiona el príncipe—.
Porque no creo que las hermanas estén dispuestas a
compartir al mismo hombre. Aunque quizás tengas suerte.
—No podríamos hacer eso —decimos al unísono.
Hablar al mismo tiempo sí que nos hizo sonar patéticas.
—Y usted, alteza, ¿hay algo en lo que disfrute invertir su
tiempo? —tomo la valentía para intervenir.
—Bueno, me encantan el polo y dibujar. Aunque también
hago obras sociales, como rescatar a personas de prisión.
Si así va a jugar, yo también puedo responder.
—Y a veces le gusta decir una que otra mentira para
tener al pueblo calmado —agrego, mirándolo.
—Emily —me regaña Liz, mientras el heredero ríe.
—Bueno, créame que en esta mesa no soy el único
mentiroso.
—Y pese a saber de quién se trata, sigue manteniendo
oculta su identidad. ¿Es también una de sus obras sociales?
—De mis favoritas, de hecho. —Me observa con una
sonrisa sugerente—. Mi discreción es absoluta, señorita
Malhore. ¿Quiere ponerla a prueba y confiarme un secreto?
—No sería secreto si lo digo en frente de todos.
—Eso me obliga a buscar un lugar privado en el que
pueda confesarse con plena libertad. Le aseguro que a
partir de ahora estaré pensando en uno para llevarla.
—No he aceptado ninguna invitación.
—Hágame el honor, entonces.
—Señorita Lizzie, creo que usted y yo sobramos aquí. —
Escucho el tono burlesco de Peterson.
Me paralizo al instante, con el arrebol de un amanecer en
mi rostro. No soy capaz de girar a ver a mi hermana y
espero que fuera de aquí no comente nada al respecto.
—No fue nuestra intención dejarlos fuera de la
conversación —se excusa el príncipe.
—Señorita Liz, ¿qué le parece si hacemos lo mismo? —
propone Daniel, restándole incomodidad a la situación—.
Quizás sea algo apresurado, pero dentro de unos días
tendré que viajar a la frontera para supervisar las nuevas
tropas que llegarán, así que quiero aprovechar el tiempo
que me queda en Palkareth. Por eso quisiera saber qué hará
mañana y si está disponible para un nuevo encuentro.
Liz no responde. El mutismo le cose la boca por segundos
que parecen interminables. Es evidente que pide ayuda en
silencio.
—Mañana tenemos un viaje familiar —hablo por ella.
—Comprendo. ¿Se me permite saber a dónde?
—Lacrontte, por negocios de nuestros padres.
—No sabía que los Malhore tenían negocios fuera de
Mishnock.
—Es algo nuevo —declaro, dispuesta a no revelar
demasiado.
Los sirvientes entran al salón como ángeles rescatistas.
Traen consigo un aroma a cordero, castañas asadas y setas
que impregna la atmósfera. En el transcurso de la velada,
mi copa se llena varias veces con vino tinto que me invade
la boca con un sabor ligeramente picante, especiado, y al
final de la comida presentan ante nosotros una porción de
tarta de nueces con caramelo que parece cosquillear mi
paladar. No decimos mucho mientras comemos y, aun así,
el ambiente jamás se torna tenso. Hay cierta calidez que,
por momentos, solo por momentos, parece borrar nuestros
títulos.
—¿Me concedería el honor de dar un paseo con usted? —
me invita el heredero cuando ya han retirado los platos. Se
levanta de la mesa y estira su mano hacia mí con la
delicadeza de un ruiseñor.
Automáticamente miro a Liz para saber qué hará ella
cuando yo me retire.
—No se preocupen, nosotros también caminaremos un
rato —avisa el general, al otro lado de la mesa.
Me escabullo con el príncipe, quien mantiene las manos
cruzadas detrás de su espalda mientras avanzamos por los
corredores del palacio. Optó por quitarse la chaqueta y
admito que su cuerpo delgado se ve bien bajo la camisa
blanca, más aún con ese porte recto que siempre tiene.
Caminamos por el jardín en esta noche serena, podemos
escuchar las cigarras y ver pasear las luciérnagas a la
distancia con su característica luminosidad esmeralda. Aquí
se levantan grandes paredes de arbustos y enredaderas,
caminos de flores multicolores que llevan hasta una fuente
que emite un sonido suave, relajante. Este lugar es idílico.
Me pesa en el corazón saber que, al estar escondido tras las
paredes del palacio, es probable que no vuelva a verlo.
—Gracias por venir hoy. —Él es quien rompe el silencio.
El reflejo de la luna ilumina la mitad de su rostro—. Sentí
que era el momento idóneo, pues mi madre está fuera y mi
padre está ocupado en una reunión de negocios. Sabía que
nadie nos molestaría.
—Gracias a usted por invitarnos.
—Lo habría hecho desde hace tiempo, pero ustedes son
difíciles de hallar. Y con todo lo que sucedió en el festival, mi
mente colapsó. Me alegra saber que usted y los suyos se
encuentran bien.
—No me lo recuerde. Fue horrible ver a tantos morir
frente a mí, correr para escondernos como pequeños
animales asustados y no poder hacer nada para
defendernos —confieso.
—Lamento que haya tenido que pasar por eso. No
imagina lo frustrante que fue para nosotros vernos
imposibilitados. Las tres Guardias hicieron todo lo que
estaba a su alcance, pero le aseguro que estamos
trabajando arduamente para que algo así no vuelva a
suceder —explica como el estudiante que debe excusarse
ante su maestro por sus fallas—. Aun así, espero que los
trágicos recuerdos de ese día no arruinen este encuentro y,
si me permite volver al tema inicial, admito que deseaba
volver a verla para darle a mi vida un poco de la chispa que
tiene la suya.
—¿A qué se refiere?
—Bueno, se escapa de casa, va a un bar, termina entre
rejas y luego recibe una multa.
Mi mayor temor de esta noche se ha vuelto realidad. Lo
sabe, apuesto mi jardín entero a que lo sabe. De verdad
debí comprar un amuleto para la buena suerte, porque
ahora mismo siento que se me va a caer el rostro de
vergüenza.
—¿De qué habla? —Finjo inocencia.
El príncipe sonríe tal como lo hizo aquella noche.
—Una multa por inventar que tiene una relación conmigo
y aprovecharse de ello para vender objetos a un precio
exorbitante. —Me estudia con la mirada, divertido—. Eso
decía el reporte que está junto con su expediente, señorita
Malhore.
—Usted no tenía que ver eso —me disculpo. Estoy segura
de que en este momento mi cara parece pintada con
bermellón—. Tengo trescientos tritens, con eso prometo
comenzar a pagar la deuda.
—No se preocupe: he deshecho la multa. Mejor use ese
dinero para su viaje a Lacrontte.
—Igualmente, lamento lo que hice. Saquearon la
perfumería de mis padres y estaba desesperada. Sé que no
tengo excusas, pero esa es la razón.
—Cuánto lo siento, señori... Emily —se corrige—. Si
considera que puedo ayudarla en algo, no dude en
avisarme. ¿Tienen alguna sospecha de quién pudo haber
sido?
—No lo sé, algún mishniano o un lacrontter.
—No creo que los guardias lacrontters se tomen una
perfumería, es decir, no imagino que vuelvan a su reino
cargando fragancias.
Y tiene razón, sería muy tonto que lo hicieran.
—También lo dudo. Estaban concentrados en llevarse
mejores cosas, como lo que ocurrió con los ejecutados.
—Y pudieron hacerlo. Lacrontte tomó la mitad de nuestra
reserva de oro. Ya no vale la pena intentar ocultarlo, lo han
dicho en el periódico de su reino, haciendo alarde del hurto.
A nosotros simplemente nos ha quedado mantener el
silencio para no alarmar a la nación, pero estoy seguro de
que ya se corre la voz.
¡Por mi vida entera! Si antes creía que estábamos mal,
ahora sé que nos estamos hundiendo en el fango y la única
cuerda de rescate la tiene el criminal al que se me dio por
abrazar de niña.
—Bueno, esos son asuntos del Estado que ahora no
quiero tocar. Si la invité es porque quiero conocerla, por
algo me esmeré tanto en buscarla.
—¿Cuánto? —inquiero curiosa.
—¿Me hará confesar?
—Suena como algo que una mujer querría escuchar.
Lo veo bajar la cabeza y clavar su mirada en el suelo. Su
nariz respingada y fina le da un perfil maravilloso. ¿Acaso
está nervioso?
—Cuando las cosas en el reino se calmaron un poco, le
solicité a Daniel que iniciara una pequeña búsqueda para
encontrar a la familia Malhore. En especial a una de sus
integrantes —enfatiza la última frase, devolviéndome la
mirada—. Me enteré de inmediato de que eran los
perfumistas del palacio, por lo que pedí que la buscaran en
el negocio de su familia.
—Pero estaba cerrado por la reconstrucción.
—En efecto. Si bien me resultó sencillo obtener la
dirección de su casa, no quise ser entrometido. Me resigné a
esperar, hasta el día en que Daniel trajo la noticia de que su
perfumería estaba abierta.
—Suena a obsesión —declaro en broma.
—Claro que no. Suena a ganas de verla.
Me paralizo ante el inesperado cúmulo de emociones que
me aparecen en el pecho y me agitan el corazón al
escucharlo. Mi mente parece estar en blanco, pues no se me
ocurre nada para responderle. Me siento cohibida, aunque
enardecida, con una tenue sensación que se pasea por mi
cuerpo como la brisa marina al llegar a la playa.
—¿He dicho algo que la ha contrariado? —inclina la
cabeza hacia mí como quien va a confiar un secreto.
—En lo absoluto, pero creo que cada vez que nos vemos
estoy en las peores circunstancias.
Primero la pelea en la plaza, luego mi encierro, después
el festival que terminó en ataque, ahora la multa y la
mentira que le ayudo a encubrir a mi hermana.
—Lo que he aprendido en esos encuentros es que usted
es una mujer de armas tomar y que me debe un té.
—¿Un té? —Lo miro, buscando en sus ojos el origen de
esa deuda.
—Su amiga, la joven eufórica, dijo que si estuvieran en
otras circunstancias me lo ofrecería y, bueno, aún lo estoy
esperando.
—Lamento el comportamiento de Rose.
—Es muy intimidante. Pensé que, si me quedaba unos
minutos más, ella terminaría desnudándose en plena calle.
—Era más probable que fuera usted el que quedara sin
ropa.
—¿Disculpe? —Levanta las cejas ante mi comentario.
—Es decir, ella terminaría desnudándolo —corrijo con la
mente entumecida—. Pero le aseguro que es inofensiva y es
la mejor amiga que se pueda tener. Puedo prepararle el té,
si así quiere —propongo.
—¿Me creería si le digo que tengo años de no entrar a la
cocina del palacio?
—Ciertamente no me sorprende.
Me guía de vuelta al interior y nos perdemos entre los
corredores del primer piso rumbo a la cocina como un par
de fugitivos en busca de la libertad.
—¿Me permitiría una indiscreción? —cuestiona mientras
andamos, y asiento—. ¿Puedo saber cuándo fue su última
relación?
—¿Le resultaría inconcebible si le dijera que nunca he
estado en una?
—Curioso, aunque no imposible.
—Bueno, usted está en la lista de solteros, también es
difícil creer que el heredero no tenga un prospecto.
—Le doy la razón. Ya los medios en un par de ocasiones
han insinuado que me gustan los hombres por no tener
pareja a mis veintitrés años. ¿Puede creer que se murmure
sobre la sexualidad de una persona por esa razón?
—Lo que ellos no saben es que usted mantiene una
relación secreta con dos mujeres.
—Y estoy completamente seguro de que usted también
tiene a un hombre escondido en su habitación.
—Por supuesto. Es el rey enemigo. No olvide que soy una
espía —replico, haciendo alusión al cargo que me puso la
Guardia Civil.
—Ha traicionado a su patria con el soberbio Magnus
Lacrontte, señorita, y yo que juraba que era una buena
chica.
Nuestra ruta por el pasillo se corta de manera abrupta
por una mujer de cabello negro y vestido azul que
prácticamente se estrella con nosotros cuando sale de un
camino adyacente. Se detiene mientras se arregla la
melena y con la sonrisa de quien ve a un viejo amigo le
habla al príncipe.
—Alteza, un placer volver a verlo. Ha pasado un tiempo,
¿no?
Él queda estupefacto. Es evidente lo incómodo que se
encuentra frente a ella. La observo con detalle, pues su
rostro me resulta familiar, y en pocos segundos la identifico:
es aquella dama del bar, la que me ayudó a escapar de
Faustus, el hombre que quería llevarme. Su nombre… ¿Cuál
era su nombre?
—Señora Shelly —la saluda, dándome la respuesta—.
¿Qué hace por aquí?
—Lo de siempre, trabajando —responde con un
movimiento de manos que se asemeja al vaivén de las olas.
Luego, dirige su atención a mí—. Oye, creo que te he visto,
¿no?
—Sí, en Milicius.
—Claro, eras la chica del escándalo. Veo que seguiste
con este trabajo. Ojalá hayas aprendido algunas técnicas de
autodefensa, aunque el príncipe es un caballero y estoy
segura de que no se propasará contigo. Por cierto, alteza,
me alegra ver que ahora lo esté intentando con alguien de
su edad, quizás así se sienta más cómodo.
—¿Disculpe? —Su confusión es notable y la mía también
—. ¿Tú trabajas con ella? —me pregunta.
—Claro que no. —La mujer es quien responde—. Yo no la
manejo, pero sí quisiera saber quién es tu madama porque,
hasta donde sé, soy la única que tiene negocios con el
palacio. ¿Quién te representa? —me cuestiona—. Si eres su
favorita, puedo cobijarte y hacer que trabajes para mí. Te
ofreceré más de lo que te dan. ¿Qué dices?
—Creo que hay un malentendido —logro decir.
—Prometo que te volveré una dama cortesana, igual que
la joven que se encarga del rey Silas.
¡Por todos los cielos! El rey engaña a la reina Genevive.
—No diga esas cosas frente a mí —reclama—. No me
interesa estar al tanto de las felonías que hace mi padre.
—Lo lamento. No fue mi intención molestarlo. Quiero
darle un buen trato a la chica, si es la que más le gusta.
—¿Qué es una dama cortesana? —pregunto, ignorante.
—Son las meretrices exclusivas y de alta clase. Si me
convierto en tu madama, te aseguro que tu único cliente
será su alteza.
—¿Te dedicas a esto? —cuestiona él nuevamente,
dejando a un lado a la mujer—. No voy a juzgarte, solo
quiero estar enterado.
—No —aclaro—, aun así, creo que lo mejor será que me
retire. Muchas gracias por la invitación, alteza.
Hago una reverencia corta antes de darme la vuelta para
caminar lejos de la escena, pero el príncipe me toma de la
mano y me detiene.
—Señorita Emily, disculpe si la he incomodado.
—En lo absoluto. Sin embargo, prefiero marcharme.
—Por favor, lamento si la he ofendido. Le juro que no fue
mi intención.
—¿Cuñada? —Una voz llega a nosotros en un tono
asombrado.
¡No puede ser! Necesito que alguien venga y me rescate,
porque si se trata de quien imagino, mi hermana y yo
seremos expuestas en el más cruel paredón.
—¡Emily Malhore! —habla nuevamente y es imposible
que no me vuelva a ver de quién se trata.
Percival. Lo que me faltaba.
—Señor Gastrell —saludo en un intento por sonar
calmada.
—¿Se conocen? —sondea el heredero, aún más
confundido.
Si la vida me tiene al menos un poco de piedad, que este
hombre no comente nada respecto al compromiso, por
favor.
—Por supuesto, voy a casarme con su hermana.
¿Por qué sigo esperando compasión del mundo? Debí
marcharme cuando tuve la oportunidad. ¿Ahora cómo voy a
salir de esto?
—¿Tienes más hermanas? —inquiere y sé lo que pasa por
su cabeza en este momento.
—Una. Se llama Mia, pero es la menor de las tres —
revelo, dejándome en evidencia.
—Así que usted va a casarse con Lizzie Malhore —
deduce, al tiempo que desvía su atención hacia Gastrell.
Cierro los ojos como una cobarde, en un intento de no
mirar la escena que nos ha dejado como las más grandes
mentirosas a mi hermana y a mí.
—Efectivamente. ¿Usted la conoce?
—No, aún no he tenido el placer.
A pesar de que miente para cubrirnos puedo escuchar la
decepción en su tono.
—Es muy hermosa, se parece a Emily. Seguramente le
agradaría si la viera.
La vergüenza parece derretirme como el más fuerte
fuego al metal. Esto no puede estar pasándome, no hoy ni
ahora. Sin embargo, y de un momento a otro, caigo en la
cuenta de algo.
—¿Estaba usted acostándose con esta mujer? —le
reclamo a Percival y señalo a Shelly.
—Bueno, esto es incómodo —sostiene ella—. No lo tomes
personal, a esto me dedico.
—No. Es decir… sí, pero no es como cree —balbucea
como un niño que intenta decir sus primeras palabras—. Es
como una despedida a mi soltería.
Lo peor es que ni siquiera puedo discutirle en nombre de
Liz porque ella está abajo en una cita con otro hombre.
—Quiero pedirle que por favor no le comente nada a su
hermana.
—Es usted aborrecible al pedirme que consienta su
infidelidad.
—De acuerdo, puede abrir la boca, pero tenga en cuenta
quiénes son los que perderán más aquí.
—Le ordeno que no amenace a la señorita Emily y mucho
menos en mi presencia, señor Gastrell. Si ya ha terminado
con sus indecorosas acciones, le pediré que abandone el
palacio.
—En ningún momento fue mi intención causarle
problemas, alteza.
—Pues lo hace. Y me gustaría saber por qué utiliza el
castillo como su burdel personal.
—¡Por todas mis fallas y aciertos! ¿Qué es este
escándalo?
El hombre de ojos verdes y cabello café que se hace
llamar el Mercader sale del mismo corredor acompañado de
otra mujer. ¿Qué clase de función teatral es esta?
—Alteza. —Su asombro es evidente al vernos—. Señorita
Malhore.
Esto tiene que ser una broma.
La joven que ha salido con él camina hasta pararse al
lado de Shelly. No puedo creer que también esté
acostándose con otra persona cuando en la cena dijeron
que tenía novia y, en palabras de Cedric, que era «una de
las grandes bellezas de Lacrontte».
—¿Puedo preguntar qué hace aquí? —interroga,
mirándome.
—Es mi invitada —responde el monarca y da un paso
adelante en modo protector.
—Aparte de los negocios de su padre, no sabía que
ustedes se relacionaban socialmente con la monarquía.
—Yo tampoco sabía que ustedes frecuentaban el palacio
—contesto a la defensiva.
—Se lo dijimos. Su perfumería no es el único negocio que
tenemos en Mishnock.
—¿A qué negocios se refiere? —cuestiona el heredero.
—Vamos a abrir una sucursal de su perfumería en
Lacrontte.
—¿Por eso la señorita Liz Malhore va a casarse con
Percival? ¿Eso fue parte del trato?
—¿Cómo lo sabe, alteza? Veo que es más cercano a
Emily de lo que creía.
—Y nosotros que estábamos pensando en buscarle un
prospecto en Cristeners —se burla Percival como el idiota
que es—. Aquí mismo tiene la mejor opción.
Siento tanta ira en este momento, y lo peor es que no
puedo culpar a nadie más que a mí por todo este lío. Si no
hubiera accedido a venir aquí, no tendría marcado en la
frente el título de embustera, no estaría siendo sometida a
la humillación de estos dos lacrontters y mucho menos
alentaría la atracción de un hombre inocente por una mujer
comprometida.
—Mañana viajamos a Lacrontte para la cena de
compromiso con Liz.
El príncipe suspira abatido y posa los ojos sobre mí en
busca de alguna respuesta. No soy capaz de decir nada y
simplemente bajo la cabeza. Unas pisadas suenan de
repente desde el corredor del que han salido todos,
haciendo que él se agite casi con brío.
—Shelly, si se trata de mi padre, dile que por favor no
salga. No quiero ver cómo engaña a mi madre.
La mujer obedece y camina hasta el pasadizo que al
parecer guarda las habitaciones, pero no logra perderse allí
antes de que la figura del rey Silas aparezca adusta frente a
nosotros.
—Yo hago lo que me apetece, Stefan —sentencia con
frialdad—. ¿A qué se debe esta reunión?
Sus ojos azules, inquietantes como el mar en furia, se
pasean por cada uno de los presentes.
—¿Quién es ella? —pregunta al verme.
—Le comenté en la tarde que tendría invitados. Ella es
Emily, hija de Erick Malhore.
—¡Oh, el gran perfumista de Mishnock! Escuché que su
negocio fue saqueado.
—Infortunadamente, majestad —hablo tras una
reverencia—. A pesar de ello, ya hemos arreglado la
situación.
—Menos mal. ¿Qué haría el mundo sin perfumes? —Me
observa, detallándome. Y no sé si en verdad se alegra o
está siendo sarcástico—. Su padre es un gran hombre, así
que supongo que usted también es una buena persona. Es
de mi gusto saber que Stefan tiene ese tipo de compañías.
—Muchas gracias, majestad. —Mi voz sale en un hilo. El
rey Silas es muy intimidante.
—¿Y ustedes qué? —les pregunta a los dos hombres—.
¿Traigo una mesa para sentarnos a hablar en medio del
pasillo o quieren un sofá para continuar la noche con su
elección de damas?
—Lo mejor será que nos retiremos. —El príncipe me
indica el camino, asqueado.
—Siempre tan mojigato —recrimina su padre.
—La verdad es que no puedo escuchar cómo se regocija
al serle infiel mi madre.
El rey lo mira con desdén, castigándolo por decir eso
frente a mí.
—Creo que es mejor que te largues en este momento —
le ordena a su hijo con los ojos amenazantes de una bestia
que intenta amedrentar a su víctima, y luego se vuelve
hacia mí con la mirada suavizada, típica de un gobernante
que finge amabilidad—. Señorita Malhore, opino que no está
de más comentarle que lo que escuchó aquí no puede
decirlo afuera.
—No se preocupe, majestad, no hablo de nada que no
sea de mi incumbencia.
—Es mi mayor deseo que aprendas eso de ella —le dice
con ironía a su hijo—. Un placer verla, Emily.
Nos vamos lejos de la escena sin mirarnos en ningún
momento. Él mantiene su vista al frente, aprieta los labios y
camina con los hombros tensionados. No soy capaz de leer
la emoción que lo domina, pero, sea cual sea, no puedo
culparlo.
—Lamento mucho que haya tenido que presenciar
aquello —comenta mientras volvemos al comedor.
—Créame que yo lamento más lo que ocurrió esta noche.
—Hablando de eso —se detiene a encararme—, no soy
quién para juzgarlas; por ende, no voy a señalar sus
mentiras y tampoco le comentaré nada a Daniel. Aun así,
necesito que su hermana sea sincera, porque él está
genuinamente interesado en ella y no es justo que lo
engañen de esta manera.
—No se preocupe. En verdad me esforzaré en no
causarle ninguna otra molestia. Buscaré a Liz y nos iremos.
—No malinterprete mis palabras. No le estoy pidiendo
que se vaya o que se aleje.
—Lo entendí perfectamente, pero ya es hora de partir y
prefiero dejar la visita aquí.
Asiente con calma antes de volver a caminar a mi lado
con su postura noble de las manos en la espalda. A nuestro
paso los sirvientes nos saludan con una reverencia y los
guardias nos escoltan hasta el salón del banquete, lugar en
el que encontramos a Liz y Daniel, sonriéndose como dos
enamorados.
—¿Cómo les ha ido? —pregunta Peterson con ojos
brillantes—, porque a nosotros nos fue de maravilla.
—Apuesto a que nuestra noche estuvo más entretenida
—comenta él con sarcasmo.
Le dedico a mi hermana una mirada de advertencia para
que se levante y venga hacia mí. Ella parece no entenderme
o simplemente no quiere obedecer y se mantiene pegada al
general como la maleza a un cultivo. El príncipe le pide a un
guardia que vaya en busca de alguien llamado Atelmoff,
quien minutos después aparece en la puerta. Se trata de un
hombre mayor, delgado y grácil, con unos ojos azules
encerrados dentro de una mirada vivaz, enérgica. Se mueve
con gracia y finura, a pesar de un ligero cojeo.
—Alteza —dice inclinándose en una reverencia.
—Ordena que alisten un carruaje para las señoritas.
—¿Algo más? —cuestiona, pero no llega respuesta.
Ambos se observan por unos segundos y, aunque
ninguno habla, es evidente que se comunican a través de la
mirada. El hombre asiente de repente, entendiendo algún
mensaje que por alguna razón siento que es sobre las
mujeres de la madama y su padre.
—Tienes una hermana fabulosa, Emily. —Escucho a
Daniel una vez el sirviente desaparece para acatar la orden
—. Espero volver a verlas cuando regresen de su viaje.
Escucho el suspiro decaído del monarca a mi lado ante
las ilusiones de su amigo. Esto es terrible, como una
cascada de problemas que se desborda y nos ahoga.
Necesito que Liz entienda el mensaje que le envío y se zafe
del brazo del general para marcharnos ahora mismo de aquí
y poder encontrarle una solución a todo lo que acaba de
pasar.

***

—Lo besé, es decir, él me besó y yo le correspondí —


confiesa ella, segundos después de empezar nuestro viaje
rumbo a casa.
—Prometimos que no alimentarías sus ilusiones.
—No lo hice a propósito, lo juro. Fue algo que fluyó.
—Te informo que el príncipe lo sabe todo y quiere que
seas sincera con Daniel.
—¿Por qué se lo dijiste? —reclama enojada—. Era un
secreto entre nosotras.
—Yo no abrí la boca. Percival y el Mercader estaban en el
palacio. Ellos me vieron con él y le contaron sobre el
negocio.
—¿Dices que sabía todo cuando me vio sonreír al lado de
Daniel?
—Sí. No imaginas la vergüenza que pasé esta noche.
Liz quiere echarse a llorar debido a la culpa, así que
prefiero contarle la situación en la que descubrí a su
prometido. No quiero ocultarle nada y tampoco quiero que
se mortifique por serle infiel a un hombre que hizo lo
mismo.
Nos bajamos de la carroza a pocas cuadras de la casa.
Caminamos hasta el umbral y nos tomamos unos minutos
para reponernos antes de tocar el aldabón. Papá abre la
puerta con un gesto pétreo, enojado y nos pregunta cómo
nos fue. No entiendo qué ocurre. Liz empieza a mentir sobre
lo atenta que fue Nahomi con nosotras, pero se queda en
silencio cuando vemos a nuestra amiga sentada en una de
las sillas del comedor.
Lo que faltaba.
Ella se ríe como si su presencia no significara un lío para
nosotras en este momento.
—Si me hubieran avisado, las habría cubierto —dice con
la complicidad de una abuela.
—¿Dónde estaban? —pregunta papá—. Y más les vale
que sean honestas. Como se hacía tarde y veía que no
llegaban, fui a buscarlas a casa de Nahomi y ella me recibió
en el umbral con ropa de dormir.
—En el palacio. —Esta vez soy yo quien habla.
—¿Piensan que me voy a creer eso?
—Es cierto. El príncipe nos invitó.
—¿Y para qué las invitaría si no somos nobles? Por favor,
no me sigan mintiendo.
—Hay un joven que me pretende. Un general del ejército
—explica Liz—. Y sabía que no me dejarías ir a verlo y
quería despedirme de él.
—¿A ti te gusta?
—Eso no importa ahora.
—Tienes razón. —La molestia le pinta rosetas en la cara
—. Denle las gracias a Nahomi, quien se tomó la molestia de
vestirse y acompañarme de vuelta para convencerme de
que no las castigara. Y le pedí que se quedara porque quería
ver sus caras de mentirosas cuando aparecieran por esa
puerta.
—Gracias por todo y discúlpanos por mentir con tu
nombre —hablo por ambas.
—Descuida, cariño, yo también fui joven. —Me guiña un
ojo.
—No lo esperaba de ti, Emily Ann. Jamás me has mentido
—acusa papá y siento que se me forma en el pecho una
presión dolorosa. Lo he decepcionado—. Vayan a sus
habitaciones ahora. A la medianoche tenemos que partir a
Lacrontte, pero no crean que esto lo olvidaré tan fácilmente.
Han perdido mi confianza.
Mi hermana es quien emprende la marcha primero y yo
la sigo con el corazón afligido al ver la furia en los ojos de
papá.
—No te preocupes demasiado por su enojo —murmura
cuando estamos arriba—. No olvides que eres su favorita.
—Eso no es cierto —rebato de inmediato—. Nos quiere a
todas por igual.
—Nos vemos en unas horas para el viaje. Te quiero —
responde antes de encerrarse en su habitación.
¿Por qué está comportándose así y de dónde viene ese
disparate de que soy la preferida de papá? Últimamente no
la entiendo, es como si hubieran cambiado a mi hermana
por una mujer irracional. Hoy se ha enterado de que Percival
le fue infiel, de que el príncipe está al tanto de nuestra
mentira y que debe hacer algo para frenar al general, y a
pesar de ello, lo único que hace es recriminarme por una
percepción errónea que tiene de nuestro padre.
8

Estoy somnolienta. Bueno, todos lo estamos.


Tal como papá lo informó, salimos de casa a la
medianoche en un carruaje que nos trajo hasta Menfisse, la
ciudad fronteriza con Lacrontte, en un viaje largo y agotador
que exprimió nuestras energías y nos dejó con un terrible
dolor en la espalda. Ya son las tres de la tarde, no he
dormido bien y he comido poco. Quisiera acabar esta
travesía lo más rápido posible; no obstante, este es solo el
inicio de todo lo que nos espera.
Gastrell se encuentra fuera, ya que, al ser lacrontter, no
necesita pasar la entrevista, en cambio nosotros somos
guiados hasta una sala provista de oficinas para los
extranjeros que desean entrar al reino. Los oficiales tienen
bordado en su uniforme un escudo que dice arriba «Ejército
de Lacrontte» y abajo «Guardia Negra». En el recinto hay
una bandera de Lacrontte, paredes pintadas con un par de
frases sobre lo maravilloso que es este reino y un grupo de
al menos ocho hombres vestidos con uniforme oscuro,
quienes nos piden que mantengamos nuestro permiso de
viaje en la mano.
—¿Son todos mishnianos y miembros de una misma
familia? —pregunta uno de ellos, y asentimos—. De
acuerdo, siéntense alejados uno del otro. Tienen prohibido
hablar entre ustedes. Un guardia estará vigilándolos, así que
no lo intenten. Si necesitan ir al baño, levanten la mano y
un oficial se acercará para guiarlos.
¡Por todos los cielos! Cuanto control. Tampoco es como si
fuéramos sospechosos de hurto o representáramos una
amenaza para los habitantes.
Pocos minutos después sale una mujer de una de las
puertas. Un hombre de la armada se asoma por el marco.
No sonríe, no pestañea, solo nos observa como si fuéramos
una plaga.
—¿Quién es el siguiente? —vocifera con irritación.
Papá se levanta sin dudar y ambos se encierran en la
sala. Siento calor en los pies y sé que mis zapatos no son los
responsables, muevo las piernas con ansiedad y aprieto mi
vestido para tratar de calmarme. Me sentiría culpable por
años si soy yo la que arruina el viaje.
El silencio se mantiene a medida que pasamos frente al
guardia, y ahora es mi momento de comparecer. Me pongo
de pie y voy hacia la oficina, encontrándome con la mirada
temible del oficial, quien observa cada paso que doy y los
movimientos que hago.
—Permiso de viaje —ordena antes de señalarme la silla
para que me siente.
Lo entrego mientras me acomodo. Lo revisa con cuidado,
mirando el sello grabado en la hoja con minuciosidad.
—¿Cómo se pronuncia su primer apellido? —dice después
de unos segundos.
—Reemplazando la h por el sonido de una j y sin
mencionar la e final.
—¿Es la primera vez que viene al reino?
—Sí, oficial.
—¿Cuánto tiempo va a quedarse en Lacrontte?
—Una semana.
—¿Hacia cuál ciudad viaja?
—Mirellfolw, la capital.
—¿Tiene amigos o familiares en Lacrontte?
—Sí, señor, es decir, oficial. El señor Percival Gastrell,
quien llegó con nosotros en el viaje.
—¿Dónde va a hospedarse?
—En casa del barón Gastrell.
—¿A qué vino?
—Mi hermana va a casarse y viajamos para asistir a la
ceremonia de compromiso anual de Aidana Lacrontte.
—¿Cómo se llama su hermana y con quién va a casarse?
—Lizzie Malhore, es quien acaba de pasar y se unirá en
matrimonio con el señor Percival Gastrell.
—¿El prometido de su hermana es la única persona que
conoce en el reino, o tiene usted algún amigo o novio?
—No, no conozco a nadie más.
—Muchas personas, aunque más bien debería decir
mishnianos, vienen aquí para casarse con un lacrontter,
obtener la nacionalidad y quedarse a vivir en el reino.
¿Cómo sé que usted o su hermana no harán eso?
—Ella está genuinamente enamorada del señor Percival
Gastrell y a mí no me interesa ningún lacrontter, oficial.
—Si le interesara, no me lo diría —murmura, pero logro
escucharlo—. ¿Anhela residir o trabajar en Lacrontte? —
insiste, cambiando las palabras de su pregunta anterior.
—No, oficial —reitero al ver su sospecha.
—¿Sabe cuántos mishnianos, platers, grencianos y
cristenses mienten en esta entrevista para entrar al reino y
después nadie reporta su salida?
—Desconozco la cifra, oficial.
—Miles, y me gustaría creer que usted no hará parte de
la estadística. Cuéntenme, ¿a qué se dedica en Mishnock?
—Soy estudiante y trabajo con mis padres en la
perfumería familiar, aunque en unos años pienso abrir una
floristería y vivir de ello.
—¿Tiene pensado vender flores en el reino? —pregunta
de repente con una actitud retadora, y yo niego
nuevamente—. ¿Con cuántos quinels cuenta en este
momento para gastar en el reino?
—Tengo trescientos tritens.
—Es decir, treinta quinels. ¿Y qué va a hacer con eso,
comprarse un pan?
—¿Un pan cuesta treinta quinels?
—Depende de la panadería. —Es el primer comentario
que parece hacer con humor—. Pero ese no es el tema.
Me mira con sospecha y el enojo me corroe. ¿Por qué no
confía en mí? Yo no quiero quedarme en su reino ni casarme
con ningún lacrontter para obtener su tonta ciudadanía.
Mishnock es mi patria, el lugar donde quiero vivir toda la
vida. Jamás voy a unirme en matrimonio con una persona
que se considere superior por estar al otro lado de una línea
fronteriza y que nos humille a pesar de vivir con las riquezas
que se ha llevado de mis tierras. No pienso dejar mi nación
para ser repudiada en un territorio de gente que les escupe
en la cara a los míos, que no respeta nuestra vida y que se
cree con derecho a juzgarnos por el sitio en el que nacimos.
—Aunque mencionó que se quedará en el reino por una
semana, su permiso de viaje expira en un mes, así que tiene
hasta entonces. Recuerde que si llega a exceder este
tiempo, será multada y no se le permitirá ingresar por
muchos años. Por ahora, bienvenida a Lacrontte, señorita
Malhore, reemplazando la h por el sonido de una j y sin
mencionar la e final. —Pone un sello en mi permiso de viaje,
lo cierra y me lo entrega.
Estoy segura de que jamás volveré a experimentar un
descanso similar al que siento en este instante al verlo
sellar mi documento.
—¿Cómo les fue? —pregunta Percival cuando salimos de
las oficinas y nos encaminamos a la estación de transporte.
—Nos dejaron entrar, así que creo que bien. —El tono de
papá es rudo. En verdad no lo tolera.
—¿Qué son? —Mia interrumpe, señalando un extraño
objeto que tenemos en frente.
—Son tranvías funiculares. Es el medio de transporte
usado por los plebeyos y algunos nobles en Lacrontte. Lo
vamos a usar para viajar hasta Mirellfolw.
Se trata de vagones rectangulares pintados de rojo y
dorado con el escudo Lacrontte en sus costados. Están
divididos en dos secciones: la primera tiene grandes
ventanas y filas de sillas, y la otra es una zona abierta con
barras de metal alrededor y asientos sin ninguna protección
hacia la calle.
Compramos los boletos y emprendemos un viaje de un
par de horas más hasta llegar a la capital. El clima en
Lacrontte es mucho más frío que en cualquier parte de
Mishnock. Las ciudades tienen un tinte lúgubre, con
edificaciones de tonos grises y objetos extraños como
carruajes sin caballos, kilómetros de suelo oscuro y sin
adoquines e innumerables astas que izan la bandera negra
y dorada del reino. Mirellfolw es todo lo contrario de
Palkareth: no hay colores ni flores, solo templos gigantes
con leones y águilas de piedra. En lo alto de una torre, un
reloj marca las ocho de la noche, cosa que nos hace correr a
casa de Percival para arreglarnos.
Voy con Mia hasta la alcoba que compartiremos esta
semana y me visto con el traje blanco, largo y de falda
ancha de tul que empaqué para esta noche. Tiene un escote
en forma de V, además de mangas vaporosas que inician
justo debajo de los hombros y acaban antes de llegar a las
muñecas, dejando mi clavícula descubierta. Decido atarme
el cabello con un broche y guardar mi identificación en una
bolsa. Después de ayudar a peinar a mi hermanita, nos
reunimos con el resto en la sala. Todos con atuendos
impolutos que nos hacen lucir como una familia de
fantasmas.
—Mi amiga Bessy y yo pensamos que, si haces que el rey
Magnus se enamore de ti, podrías convencerlo de que ya no
nos ataque —propone mi hermanita cuando entramos al
lugar de la ceremonia.
—Eso es tan improbable como que me dejen de gustar
las flores.
—No pierdes nada con intentarlo.
—¿Quieres que me case con un hombre tan desalmado?
—Yo no hablé de matrimonio.
Un montón de ojos se posan sobre nosotros a medida
que caminamos hasta nuestros lugares, borrando la
respuesta que había preparado para Mia. ¿Cómo a dos niñas
se les ocurren esas cosas?
Liz y Percival se dirigen hacia el otro lado del salón,
donde están las parejas que pasarán frente al rey. Ambos
ocupan el último punto en la fila destinada a los prometidos,
y el resto de nosotros vamos al sitio que nos corresponde, a
la vista de los presentes.
—Bien —dice en voz alta una señora de vestido azul
brillante sentada al frente, tiene el cabello oscuro y se
mueve con la armonía de una campana de viento—, me
alegra que ahora estemos completos, porque me avisan que
mi nieto ya llegó. Procederé a explicar rápidamente las
reglas del encuentro.
Todos en la sala se emocionan al escucharla; murmuran y
sonríen, mientras cada pareja busca a su familia con la
mirada, y estos a su vez se arreglan la ropa con esmero.
—Todos los inscritos pasarán detrás de estas cortinas. —
Señala la tela blanca que está a su espalda—. Así tendrán
un poco de privacidad. Sin embargo, nosotros podremos
escuchar su conversación, lo que ayudará a que sus
parientes estén al tanto de todo.
Un hombre con el típico uniforme del reino, peinado
perfecto y zapatos lustrados hace acto de presencia en la
sala y con postura firme se dirige a nosotros.
—Pónganse de pie e inclínense para recibir a su
majestad, el rey Magnus VI Lacrontte Hefferline —ordena, e
inmediatamente todos obedecen en cadena.
Me levanto junto con Mia e inclinamos nuestro cuerpo en
una reverencia que se extiende más de lo usual. Nos
mantenemos estáticas mientras escuchamos cómo se abren
las puertas y suenan unos pasos.
Un hombre camina en medio de la fila de sillas. No puedo
verle el rostro, pues no se me permite levantar la cabeza,
pese a ello, puedo detallar parte de su atuendo. Usa un traje
oscuro y una capa negra cuyo revés está forrado por una
tela roja. Sus botas se pierden bajo el pantalón recto que
utiliza y su mano está repleta de anillos de oro. Lo único que
alcanzo a ver cuando me yergo es el cabello rubio oscuro,
que se pierde detrás de las cortinas blancas antes
señaladas por la anfitriona del evento. Ni siquiera fue capaz
de saludar a los presentes. Me parece una total falta de
respeto de su parte.
—Parece que el rey hoy no está de buen humor —
comenta su abuela con jocosidad.
—¿Y cuándo lo ha estado? —Los murmullos sarcásticos
se extienden entre los invitados.
—Solo pasarán diez parejas, no tengo tiempo para más
—habla el soberano desde el otro lado.
Su voz es grave, profunda y autoritaria. Varonil, muy
varonil.
—Pero hay treinta parejas.
—Solamente diez, no volveré a repetirlo. Y que sea
rápido, tengo otras cosas que hacer.
La mujer sonríe. Es evidente que se encuentra apenada
por el comportamiento del rey y es muy molesto que sea su
propio nieto quien la ponga en esa situación.
—Al parecer tendremos que hacer un sorteo para elegir a
las parejas afortunadas. —Se apresura a retomar el control
—. Que sea el azar el que decida su suerte. Además, me
comprometo a asistir a las bodas de todos los que no sean
escogidos para pasar adelante.
Le pide a un guardia que escriba en papeles los números
del uno al treinta y los ponga en un pequeño cofre, para que
sea más justo. Una vez se lo entregan, comienza a sacar
nombres. Esto es ridículo, es demasiado trabajo para tratar
de impresionar a una persona.
—Según el orden en que están ahora, pasan al frente los
prometidos número veintiséis.
—Estuvo muy cerca —murmura mi madre—. Pudieron ser
Liz y Percival.
La pareja se levanta de su puesto y, tomados de la
mano, cruzan la cortina, no sin antes dirigir una mirada
temerosa a sus familiares.
—Buenas noches, majestad —se les escucha a lo lejos—,
somos Romen y Glenda de la...
—¿Les he preguntado su nombre? —interrumpe el rey a
quemarropa.
—No, majestad.
—¿Entonces por qué me lo dice?
—Lo lamento. No quisimos ofenderlo, solo queríamos
presentarnos como es debido.
—No estoy aquí para conocernos. —Su tono es duro,
amargo—. Les haré una serie de preguntas y, según lo que
me respondan, decidiré si voy o no a su matrimonio. ¿De
acuerdo? —No hay respuesta del otro lado—. Primera
pregunta: ¿en su boda habrá vino tinto o vino blanco?
—Tendremos el licor que usted desee.
—No, no es mi matrimonio. ¿Vino tinto o vino blanco?
El hombre se toma unos segundos para pensar su
respuesta y aumenta la ansiedad en cada uno de los
presentes.
—Vino blanco, majestad —contesta al fin.
—Con eso me basta para rechazarlos. Prefiero el vino
tinto sobre el blanco. Siguiente pareja.
Pero ¿que es esa tontería? Es la excusa más barata que
he escuchado.
—Le prometemos que serviremos tinto —replican de
inmediato en un intento por complacerlo.
—Iban muy bien. En verdad los vi y dije: «qué pareja
tan… tan», lo que sea que sean ustedes, pero lo arruinaron.
—Puedo escuchar la ironía en su voz. Es incapaz de decir un
halago—. Así que… siguiente pareja.
La tensión puede sentirse en cada respiración. Muchos
frotan sus manos y cierran los ojos a medida que se hacen
los sorteos. Algunas familias ya han abandonado el salón
con enojo o tristeza después de que los suyos tuvieran una
presentación infructuosa ante el rey Magnus, quien les hizo
preguntas absurdas con el único objetivo de que fallaran. Ni
siquiera yo logro escaparme del agobio: cada vez que
mencionan un número, el corazón se me acelera con la
esperanza de que sea el turno de Liz.
—Siempre es lo mismo, no sé ni por qué nos esmeramos
en venir —refunfuña la mujer que se encuentra al lado de
Mia.
—Ahora los afortunados son los prometidos número
treinta —anuncia la abuela con la vergüenza en el rostro por
el comportamiento de su nieto.
Mi hermana y el barón se levantan sin hablar ni mirarse.
Ambos caminan incómodos hacia su prueba, tanto así que
cuando él intenta rodearle la cintura ella se aparta y avanza
veloz hasta perderse detrás de las cortinas blancas,
dejándolo atrás.
—Un placer verlo, majestad. Soy Percival Gastrell y ella
es mi prometida...
—Si no le he pedido que se presente, entonces mantenga
la boca cerrada. —Le frena el discurso con desagrado—.
Dígame más bien de dónde ha sacado a esta joven. Porque
es evidente que usted le triplica la edad.
—Tampoco es tanta la diferencia. Solo la doblo en años.
—¿Qué edad tiene?
—Veintidós, señor. —Escucho por fin a Liz.
—Puede llamarme deidad, divinidad, majestad, soberano,
rey, pero nunca señor.
—No era mi intención ofenderlo.
—Aquí ya tienen un punto menos. Si llegan a tres fallas,
se van —sentencia con rudeza—. ¿Cuál es su edad, señor
Gastón?
—Soy Gastrell.
—Me da igual y sigo esperando una respuesta.
—Cincuenta y cuatro, majestad.
—Fácilmente puede ser su padre, así que mejor confiese
de dónde la sacó.
—Es de Mishnock —revela después de unos segundos de
silencio.
Los presentes nos miran por segunda vez en la noche y
los gestos despectivos no se hacen esperar. Los músculos
del cuello se me tensan y la piel se me eriza por la furia que
me causa ver la expresión en sus rostros. No somos una
peste de la que tengan que huir, solo somos personas que
nacieron en un trozo de tierra con otro nombre.
—¿En serio? ¿Una mishniana? ¿No había suficientes
mujeres aquí como para que tuviera que fijarse en una del
reino enemigo?
—El corazón no entiende de guerra ni nacionalidad,
majestad.
—Un lacrontter de verdad jamás se fijaría en una
mishniana; preferiría cortarse el brazo antes que hacer algo
semejante.
—Tampoco es como si las jóvenes de Mishnock quisieran
casarse con él —murmura mi padre, harto de escuchar las
groserías que suelta ese hombre.
—Señorita —la voz del rey interrumpe a la distancia a
papá—, ¿cuánto tiempo lleva saliendo con este cazador de
juventud?
—Un mes, majestad.
—¿Un mes y ya van a casarse? Eso suena un poco
sospechoso.
—Así es el amor en ocasiones. —Su voz comienza a
quebrarse, mostrando cierta duda al hablar.
—¿Está segura de que es amor? ¿No lo hará solamente
para obtener la ciudadanía?
—Yo lo quiero.
—Es decir que no lo ama —contraataca—. ¿Usted de
corazón desea perder su juventud al lado de este anciano?
—Es mi deber —contesta mi hermana y con esa
declaración todo se va a la basura.
—¿Por qué dice que es su deber? Sabe que tiene derecho
al libre albedrío, ¿no? Desconozco cuáles sean los deberes
establecidos por el imbécil de Silas Denavritz, pero no creo
que casarse por obligación sea uno de ellos. Ahora bien,
volveré a preguntarle y esta será su última oportunidad
para arrepentirse de algo que evidentemente no quiere
hacer. ¿Desea casarse con el anciano?
—No.
De inmediato dirijo la atención a mi papá, quien cierra
los ojos, no con angustia, sino con alivio. Acaban de
quitarnos un peso de encima a ambos.
—Lo imaginé. Salgan ambos de mi vista, y tú, regresa a
tu reino y busca a alguien de tu edad.
—Ella sí se quiere casar conmigo —persiste Gastrell.
—Usted está viejo, pero no lo suficiente como para usarlo
de excusa y decir que no ha escuchado lo que ella ha dicho,
así que cállese y lárguese de mi vista.
—Está nerviosa, por eso ha dicho semejante barbaridad.
Usted la intimida y quién soy…
Lo siguiente que se escucha en un golpe seco y fuerte
que me causa escalofríos. Estoy segura de que el rey ha
clavado sus puños sobre la mesa.
—Tiene cinco segundos para desaparecer, y ya voy en
cuatro, tres...
Percival sale a trompicones detrás de la cortina y con
zancadas llenas de odio y rabia llega a nosotros.
—¡Todos ustedes —grita y nos señala con furia—, afuera,
ahora mismo!
Nuevamente, estamos bajo la mirada de la sala entera,
que se ha sumido en un silencio sepulcral. Es de las cosas
más incomodas que he vivido. Mi hermana quiere romper en
llanto y no cesa de pedir disculpas, mientras mamá la
abraza para reconfortarla. A pesar de que se me hunde el
corazón al verla tan mal, me alegra que haya decidido
poner fin a un compromiso que nunca la haría feliz.
—Esto fue una humillación pública. Soy un barón, tengo
una reputación que mantener y su hija la dejó por los
suelos.
—Lo lamentamos como familia, aunque estoy seguro de
que podrá reponerse —defiende papá.
—No se haga el gracioso, Erick. Acordamos esta unión y
ella tiene que cumplir así usted no esté de acuerdo.
—En verdad lo siento —se excusa Liz—, pero no puedo
casarme, yo no lo amo.
—Tenemos un trato y se van a hundir si no lo cumplen.
—Todos los Malhore sabemos nadar —objeta Mia, al no
entender el contexto de la frase.
—Señor Gastrell —interviene mamá—, para nosotros lo
más importante es la felicidad de nuestras hijas, y no se
preocupe, que pagaremos la deuda.
—No se inmiscuya en este asunto. Lizzie, te voy a dar la
última oportunidad de razonar y retractarte de lo que has
dicho.
—No deseo casarme, en verdad me disculpo por las
molestias causadas.
—¿Una disculpa? ¿Crees que eso arreglará mi imagen en
Mirellfolw? —Se acerca a ella con los ojos hirvientes como la
lava de un volcán y agresivamente le arrebata el anillo de la
mano—. Me has deshonrado.
—Usted le fue infiel en Mishnock —levanto la voz al ver
su actitud—, así que no tiene derecho a reclamar honra.
El dorso de su mano impacta en mi mejilla derecha con
fuerza. Mi padre lo toma de la solapa de la camisa y lo
empuja lejos, para luego propinarle un puñetazo en la nariz.
—¿Cómo se atreve a pegarle a mi hija? —reclama
enfurecido.
Mamá suelta a Liz y viene hacia mí, Mia llora, la mejilla
me arde y un par de guardias lacrontters llegan a la escena
cuando papá intenta darle otro golpe a Gastrell, quien no
cesa de gritar que no nos permitirá quedarnos en su casa. A
decir verdad, prefiero dormir en el suelo frío de este reino
que estar un minuto más con este grotesco individuo.
—Se supone que ya debería estar aquí. —Se escucha una
voz a nuestra espalda antes de que podamos partir a buscar
el equipaje.
Me giro con el dolor palpitando en el rostro para ver de
quién se trata, aunque lo cierto es que ya mi cabeza hace
uso de mi memoria y me señala al dueño de aquel tono
militar. El rey Magnus. Está rodeado de un grupo numeroso
de guardas que no permiten ver más que algunas hebras de
su cabello mientras bajan las escaleras de la entrada al
evento.
—Creo que están una calle más abajo, por seguridad —
responde alguien de su séquito.
Gastrell se agita como si hubiera oído a su salvador y
empieza a llamarlo, pero el personal de la Guardia Civil lo
agarra del brazo para que no se le ocurra acercarse.
—Haz que venga aquí ahora o tendré que volver adentro.
Mi abuela y su ridícula cena, creí que jamás terminaría. —La
voz grave del soberano de Lacrontte retumba a pesar de la
distancia—. Francis, recuérdame por qué vine a esta
tontería.
—Usted lo ha dicho, majestad, por su abuela.
—Pues consígueme otra, porque no pienso asistir a
ninguna ceremonia de compromiso más.
Algunos de sus custodios se separan del grupo y corren
calle abajo para buscar lo que espera el rey, que para mí no
podría ser otra cosa que su transporte. Mia me jala la falda
del vestido para capturar mi atención y me susurra que es
mi momento de poner en marcha el plan que ha creado con
su amiga para conquistar al rey enemigo. Esta demente
cree que voy a acercármele a ese hombre.
—Tuve que soportar a una mishniana —continúa
hablando—. ¿Qué les pasa a los lacrontters de hoy? ¿Acaso
no recuerdan que son el enemigo?
—Eso no importa cuando hay amor.
—Francis, no me salgas con esa estupidez porque te
despido. ¿Quién cae tan bajo como para relacionarse con
alguien de ese reino?
Los oficiales nos piden que nos marchemos antes de que
el rey nos vea, bajo la excusa de que le desagrada estar
cerca de plebeyos, así que nos empujan por la espalda
como un arriero a su ganado. Percival se resiste, aunque la
lucha le dura poco cuando lo amenazan con la prisión y no
le queda otra más que obedecer como todos nosotros.
Después de buscar las maletas y dar con un hostal, papá
y yo nos aventuramos por las calles de Mirellfolw para
encontrar una casa de cambio. La ciudad está repleta de
faros y todo tipo de luminarias, tanto así que parece una
fecha festiva. Los aparadores de las tiendas por las que
pasamos parecen salidos de un cuento de fantasía. En sus
vitrinas se puede ver fina joyería, vestidos extravagantes y
la más grande colección de perfumería que haya visto en mi
vida.
—Algún día nuestro negocio será así de grande —
promete papá, mirando aquellos frascos cubiertos con
láminas de oro y pedrería.
—Somos los más famosos de Mishnock —le recuerdo
para animarlo.
—Nos falta serlo del mundo entero. Te juro que hasta el
rey Magnus usará nuestras fragancias.
La casa de cambio a la que llegamos esta más llena de lo
que esperaba. Un montón de personas están en la caja y a
mi alrededor todos cuentan sus monedas con apremio,
parece que quisieran marcharse lo más rápido posible, pues
nadie habla con nadie y lucen nerviosos.
—¿Por qué se comportan así? —le susurro a papá.
—No tengo la menor idea —musita mientras llega al
frente.
—Antes de cambiar, mire el listado, identifique su
moneda, vea a cuánto equivale un quinel, saque su cuenta
y, finalmente, díganos cuánto va a querer —habla el hombre
detrás del mostrador sin siquiera mirarnos.
Desvío la vista al letrero que señala, en el cual se
exponen las monedas de los distintos reinos junto a su valor
de canje, y vaya qué me impresiona notar cuán diferente es
cada uno y la gran variedad que existe.

¿A CUÁNTO EQUIVALE UN QUINEL EN SU MONEDA?


3 CRONNERS
5 VIELLES
7 FIORNES
10 TRITENS
12 CALERS
15 GRENERS
17 PLATINES

No conozco la mayoría de los nombres en la lista, solo sé


que el triten es de Mishnock y que necesitamos diez para
obtener un quinel.
—Nunca los había visto por aquí. ¿Son nuevos? ¿Llegaron
hoy? —sondea uno de los sujetos.
—Sí, hace unas horas —informa papá, sacando las
monedas de su bolsillo.
—¿Qué tal la caminata? Es dura la primera vez. Ya yo lo
he hecho un par de veces, por lo que tengo práctica.
—¿Caminata?
—Por el bosque Ewan, ¿o acaso pagaron viaje para entrar
con más comodidad?
—Cállate, Emmel, pueden ser soldados infiltrados de la
Guardia Civil.
—Dudo que lo sean, este tiene cara de setenta años.
—Tengo cincuenta —se defiende papá— y soy mishniano.
—Pero eres ilegal, o ¿no?
—No, vine por negocios.
—De seguro eres un noble de Mishnock.
—¿Cómo entraron al bosque Ewan si está prohibido para
civiles? —cuestiono intrigada.
—Miren la inocencia de una niña adinerada —se burla, y
el resto de los presentes ríen. ¿Qué les sucede?—. Cómo
odio a los millonarios.
—No les hagas caso —habla otro hombre a nuestra
izquierda—. Lo hacemos de manera ilegal. Le pagamos a un
guía que tiene tratos con los guardias que custodian el
bosque, así que nos dejan entrar. Y bueno, caminamos días
enteros hasta llegar a la frontera de este reino.
—¿Es difícil? Me refiero a cruzar —interrogo, fascinada
por la historia.
—Es la parte más complicada, porque burlar al ejército
lacron-tter es casi imposible. A algunos los atrapan y los
devuelven a Mishnock, otros son acribillados, y ni hablar de
los que ni siquiera alcanzan a llegar y se quedan a medio
camino del bosque porque no pueden dar un paso más.
—Todo ese sufrimiento para llegar aquí.
—Este es el reino de las oportunidades. Solo hay que
saber adaptarse y tener mucha paciencia, porque a los
lacrontters les han enseñado a detestar a los mishnianos y
la prensa es la principal alentadora de ese odio.
Toma un diario que reposa en el mostrador y nos lo pasa.
Es el Lacrontte Global, que hoy tiene como titular «El rey lo
hizo de nuevo»:

DESPUÉS DE TODOS ESTOS AÑOS, ENTERARNOS DE UN NUEVO ATAQUE


COMANDADO POR NUESTRO SOBERANO AL REINO ENEMIGO ES TAN HABITUAL
COMO CAMINAR HASTA CASA.

DESDE QUE EL REY MAGNUS VI INICIÓ SU MANDATO, LACRONTTE PARECE


TENER CAMINO LIBRE POR MISHNOCK; SIN EMBARGO, ESTA VEZ NO SOLO
LOGRAMOS RECALCARLES NUESTRA SOBERANÍA, SINO TAMBIÉN HURTAR LA
MITAD DE LA RESERVA DE ORO DE LA YA CASI VENCIDA NACIÓN DEL SUR.

AHORA ES SENSATO PREGUNTARSE QUÉ SIGNIFICA ESTO PARA NOSOTROS.


SENCILLO: LOS IMPUESTOS NO SUBIRÁN, NUESTRO CAPITAL AUMENTARÁ Y, SI
TENEMOS SUERTE, PARTE DE ESE DINERO SE INVERTIRÁ EN PLANES Y
ESTRATEGIAS QUE AYUDEN A MEJORAR LAS DEFICIENCIAS DE LA NACIÓN.
¿SALUD PÚBLICA? ES UN SUEÑO PARA MUCHOS Y ESPERAMOS QUE LA
CORONA LO CONVIERTA EN UNA REALIDAD CON LO RECIÉN OBTENIDO.
POR EL MOMENTO QUEDA ABIERTA UNA DUDA: ¿QUÉ REINO VIENE AHORA:
PLATE O GRENCOWCK? PODEMOS APOSTAR A QUE EL GOBIERNO NO SE
DETENDRÁ HASTA BAJAR LA BANDERA DE CADA PUEBLO ADVERSARIO Y
EXTENDERLA COMO ALFOMBRA A NUESTROS PIES.

—Demasiado halagador para un periódico que se supone


que debe ser imparcial, ¿no? —comenta papá cuando
terminamos de leer.
—Es el único periódico que entra a la casa real, por ello
escriben todo lo que el rey quiere leer.
De repente, vemos por el ventanal del local que empieza
a crearse afuera un tumulto de uniformados que parecen
aves caídas del cielo tras una descarga eléctrica. Su
presencia pone a todos los que están adentro en alerta,
incluyendo al hombre con el que habla papá. ¿Qué está
pasando ahora?
—La Guardia Civil. —Escucho decir a alguien antes de
que las luces del local se apaguen y todos empiecen a
agacharse y esconderse como pequeños ratones.
Una luz fuerte me ilumina el rostro, por lo que debo
levantar la mano para cubrirme. Entrecierro los ojos para
distinguir al uniformado que sostiene la lámpara, pero me
es imposible. Alguien toca el cristal y grita que abran la
puerta o clausurarán el sitio.
—Ni se te ocurra —le pide alguien al hombre detrás del
mostrador.
—Lo siento. Tienen que entender que este negocio es el
sustento de mi familia.
Se oyen los pasos a medida que se acerca a la entrada,
pero es detenido antes de llegar por quienes aún se
encuentran agachados. Cae al suelo y las manos de los
demás lo agarran. Es todo muy caótico, como cuando se
intenta poner barricadas desesperadamente a la orilla de un
río a punto de desbordarse.
—Voy a contar hasta tres —se escucha nuevamente
desde afuera—, de otra forma tiraremos la puerta.
—Van a entrar y de eso no van a salvarse. Déjenme
abrirles antes de que causen daños que me costarán más
de lo que gano aquí.
—¡No cruzamos ese maldito bosque para acabar allá otra
vez!
Patean la puerta con fuerza antes de que alguien más
pueda replicar. Mi padre me esconde detrás suyo para
protegerme de los vidrios rotos que vuelan por el lugar. Me
arrodillo y me cubro las orejas con las manos cuando los
guardias entran y empiezan a cazar entre gritos a los que
estamos dentro como si fuéramos venados.
Algunos hombres corren hacia la parte de atrás, al
parecer buscando otra salida, pero cuando las luces vuelven
a encenderse, me doy cuenta de que ya han sido devueltos
al centro por los custodios de Lacrontte. Muchos otros saltan
por la ventana rota, clavándose pedazos de vidrio en las
piernas o brazos y forcejeando afuera con los uniformados
que luchan por no dejarlos ir.
—Nadie intente un movimiento estúpido porque tenemos
orden de disparar a quien quiera escapar. Quiero que todos
los presentes se arrodillen contra la pared con las manos
sobre la cabeza.
Ahogo un grito cuando veo a un oficial apuntarle a papá
mientras le ordena que obedezca. Él, a pesar de todo, se
muestra tranquilo. Dobla sus rodillas y me susurra que
levante las manos. Las pulsaciones de mi corazón se
intensifican y el miedo me nubla la mente. No quiero que lo
hieran, no soportaría ver a mi padre morir.
Los guardias comienzan a preguntar por nuestras
identificaciones y ellos mismos las toman después de
indicarles dónde están. Cuando llega mi turno, el
uniformado agarra mi bolso y saca el cartón color vino que
cubre nuestro permiso de viaje firmado y sellado por la
Guardia en la frontera. Lo revisan en detalle por unos
segundos mientras veo a sus compañeros sacar esposados
a un grupo de hombres que lloran de rabia y pelean para no
ser devueltos a sus reinos de origen, o puede que quizás
corran un destino peor, dado el historial violento de los
lacrontters.
—Levántese, señorita. Por ahora puede irse —dice el
uniformado al devolverme el papel.
No quiero volver a pisar este reino, ni por todos los
tritens del mundo. Esta noche ha sido una pesadilla dirigida
por el enemigo, en la que pasé de un viaje familiar a estar
frente a militares que rastrean como sabuesos a quienes no
tengan una identificación que diga Lacrontte como lugar de
nacimiento. A decir verdad, prefiero mi vida aburrida antes
que soportar la presión en el pecho, esperando que no me
humillen o me hieran.
9

Ayer fue uno de los días más horribles de mi vida y hoy


parece que será igual o peor. Después de salir de la casa de
cambio, regresamos al hostal agotados y tan nerviosos
como si hubiéramos presenciado una masacre. Papá me
pidió no contar nada, especialmente a mamá para no
angustiarla, por lo que me esmeré en ocultar mis manos
temblorosas cuando llegamos y me fui a dormir aún con el
pulso acelerado.
Al amanecer nos embarcamos en el tortuoso viaje de
regreso a Mishnock, que nos tomó todo el día y horas del
siguiente, sin saber que al llegar el Mercader nos estaría
esperando en el umbral, como un cazador tras su presa.
—Buenas noches, familia Malhore —nos saluda fríamente
mientras bajamos del carruaje—. Tardaron más de lo que
creí.
—No esperábamos verlo esta noche —dice papá,
entregándole las llaves a mi madre para que abra la puerta
—. Son casi las dos de la mañana.
—Necesitaba hablar urgentemente con ustedes sobre la
manera y el plazo que tienen para devolverme el dinero.
¿Puedo pasar?
—No. Lo que quiera decirnos puede hacerlo aquí —
repone papá con vehemencia.
—Como desee. —La molestia en el tono del Mercader es
clara—. Percival me envió una carta en la que me informa
que la señorita Liz dejó muy claro frente al rey que no
quería casarse.
—Es cierto, ya no habrá boda.
—Siendo así, tienen un mes para saldar su deuda. De
otra forma, vendré a cobrarles a mi manera.
—¿Cómo pretende que en un mes consigamos tres
millones de tritens?
—Ese no es mi problema. Si no llega a tener el dinero
listo, me veré obligado a saquear de nuevo su perfumería.
Me quema el pecho, mis músculos se tensan y el corazón
me golpetea de prisa al escuchar cómo, con tal descaro,
revela su bajeza. Mamá detiene a papá cuando, iracundo,
intenta abalanzarse sobre el Mercader, quien da pasos atrás
con mofa, disfrutando lo que causa.
—¿Fue usted quien nos robó? ¿Cómo se atrevió a
hacerlo?
—Tienen un mes a partir de hoy. De otra forma,
prenderemos fuego no solo a su perfumería, sino también a
esta casa. —Se mira las uñas con parsimonia—. Sé que
nadie quiere llegar a esos extremos. Ya conocen mi
dirección de correo, así que cuando lo tengan, no duden en
escribirme.
—Tendrá el dinero para abrir la perfumería que tanto
anhela.
—¿En verdad cree que yo quiero vender fragancias de
mishnianos en Lacrontte? Lo consideré más inteligente,
señor Malhore; eso es solo una fachada. —Sonríe como un
villano al revelar su plan—. No les quito más tiempo, que
tengan buena noche y no olviden que el reloj ya avanza en
su contra.
No se molesta en ocultar la satisfacción que experimenta
tras soltar la amenaza. Inclina la cabeza hacia el frente
como despedida y se aleja calle abajo con la sombra de su
cuerpo siguiéndoles el paso a sus pisadas fuertes, como las
de un león que ruge después de haber acabado con su
víctima.
—¿Qué vamos a hacer? —La angustia de mamá se
extiende hasta cada uno de nosotros a medida que
entramos en casa—. Podemos vender mis joyas o lo que
haga falta para no perder nuestro hogar.
—No, no te desharás de nada, Amanda. Él no le hará
nada a esta casa, lo prometo —responde papá, agobiado—.
Iré a la perfumería. Ustedes mejor vayan a dormir.
—Es de madrugada. ¿Qué harás a esta hora? —Mamá no
puede ocultar la sorpresa.
—Necesito reflexionar y ese es mi lugar seguro. Les
garantizo que voy a encontrar una solución.
Nadie refuta. Nos limitamos a ver cómo papá toma su
abrigo y sale de casa. Desearía tener mucho dinero y
arreglar esto de una vez, pero el mundo es injusto: algunos
deben estar debajo para ser la base de la riqueza de otros, y
ahora somos nosotros uno de los tantos cimientos con los
que el Mercader asegura su fortuna. El caos se ha
convertido en una avalancha que tumba puertas y
ventanas, que arrasa con nuestra casa y nos hunde, nos
sepulta.
Mamá se va a la cocina en silencio, con ojos rojos y
hombros caídos, Liz le sigue el paso como si su compañía
pudiera reconfortarla, y yo me voy con Mia hasta la
habitación. Voy hecha pedazos, a pesar de cuán fuerte
intente verme. Me río en la cara de los que dicen que el
dinero no es tan importante, porque en este momento el
dinero es el único salvavidas que podría rescatarnos.
***

No he dormido nada. Me mantuve en vela hasta que fue


tiempo de levantarme y arreglarme para ir a tutorías. Bajo a
desayunar en compañía de mi hermana menor y en el
comedor encontramos a mamá, que parece una flor de
pétalos marchitos.
—Buenos días, niñas. —Nos sirve el desayuno con los
ojos hinchados—. ¿Cómo amanecieron?
La puerta se abre antes de que podamos responder, y
papá, agotado, entra en escena. Deja su abrigo de lado y
toma asiento en el comedor, frente a nosotras. No puedo
creer que haya pasado toda la madrugada en la perfumería.
Si pudiera ponerlo en los libros, lo haría, para que siempre
sea recordado como el ejemplo perfecto de lo que es ser un
padre.
—Buenos días.
—¿Qué estuviste haciendo toda la noche, Erick? —le
pregunta mamá mientras le sirve una taza de café.
—Perfumes. Comencé a trabajar en dos fragancias
nuevas, a las que les haré mucha publicidad: pagaré
anuncios en el periódico, repartiré volantes y lo que haga
falta.
—Con la venta de dos perfumes no reuniremos tres
millones de tritens en un mes. Permíteme ayudar con mis
joyas.
—He dicho que no. Lo estuve pensando y voy a pedirle
un préstamo al rey Silas. Tenemos negocios con él y sabe
que pagaremos. Además, es la única persona que puede
prestarnos al menos dos millones. Hoy mismo pediré una
cita.
Mamá se limita a asentir, aceptando el plan de papá, al
igual que nosotras.
Mia y yo desayunamos rápido para luego huir rumbo al
edificio de tutorías, en un intento por dejar atrás la tensión
en el ambiente. Hoy está soleado, con una fila de nubes en
el cielo que parecen marcar un camino que me lleva lejos
de casa. Quiero creer que los textos de historia que el señor
Field nos hace leer cada mañana podrán distraerme de las
preocupaciones que se me pegan al cuello como el salitre a
la pared de los pozos de agua salada, pero lo cierto es que,
por más interesante que esté el capítulo, seguiré buscando
en mi mente una forma de conseguir dinero.
Dejo a Mia en su salón mientras come quecses, los
pequeños cubos de pan tostado con miel típicos de
Mishnock. Después me dirijo a la segunda planta, al lugar
de mis clases. Un salón pequeño de ladrillos blancos,
estantes con libros y un solo ventanal que da vista al patio
del edificio. Allí encuentro a Rose, que abre los ojos en señal
de sorpresa al verme.
—Te imaginaba aún en Lacrontte, ¿qué haces aquí?
—Historia larga que prefiero no contar —aviso mientras
tomo sitio.
—¡Miren qué hermoso! Ya está reunido el dúo de
estafadoras de Palkareth: la que se ha acostado con media
ciudad y su amiga, la que no es capaz de conseguir nada
por sí sola y tiene que inventar ser la novia del príncipe.
Las palabras de Phetia Tielsong, nuestra compañera, nos
llegan como dardos a los oídos. Ella es como un ave
carroñera que se esconde bajo el rostro de una tierna joven
de mejillas rosadas que se asemejan a un par de peonías.
—¿Cómo se enteró? —le pregunto a Rose en un susurro.
—No lo sé. Quizás su papá le dijo, ya sabes que es jefe
de la Guardia Civil.
Todos en Palkareth tienen una imagen errada de mi
amiga, lo cual a mí me tiene sin cuidado: ha sido mi
compañera toda la vida y los rumores tontos no harán que
me separe de ella.
—Confiésanos, Emily, ¿qué se siente fingir ser novia del
príncipe, que ni en mil años te haría caso?
—¿Que no le hace caso? —replica Rose, indignada—. La
invitó a cenar en su palacio. ¿No crees que eso es fijarse lo
suficiente en ella?
—Solo quiere molestarnos, no le des lo que quiere —le
digo.
—Todos a sus lugares. —La voz del señor Field nos
sorprende. Deja sobre su escritorio el maletín del que
siempre saca lo que para mí es su más grande método de
tortura: ejercicios de matemáticas—. Señorita Malhore —me
mira, incrédulo—, según el permiso que su padre presentó,
usted estaría ausente por una semana debido a un viaje a
Lacrontte. ¿Qué hace aquí?
—Extrañaba mucho mi patria, al parecer —contesto sin
saber bien qué decir.
—Seguramente no los dejaron ingresar. —Escucho a la
insoportable a mi espalda.
—Cuando le dé la palabra puede hablar, señorita
Tielsong, antes no. Joven Malhore, ¿volverá a ausentarse
pronto? —pregunta, y niego con la cabeza—. De acuerdo.
Me alegra que esté aquí para poder explicarles a todos en
qué consistirá el proyecto final.
Se pasea por la sala con la mirada intimidante que
siempre trae consigo. Sus gruesos lentes esconden unos
ojos negros, profundos y cargados de ojeras. Tiene nariz
aguileña, cabello corto, complexión delgada y postura
encorvada con la que da la impresión de estar cansado todo
el tiempo.
—Como saben, quedan pocos meses para que culminen
totalmente su ciclo de tutorías y pensé que no habría nada
mejor para cerrarlo que un proyecto basado en los distintos
reinos. Fue una gran idea que se me ocurrió anoche.
—Como si no lo hicieran todos los años —murmura mi
amiga.
En efecto, cada año el proyecto final consiste en asignar
una nación a cada estudiante para que realice una
investigación exhaustiva sobre esta. Liz hizo el suyo sobre
Cristeners.
—Ya he designado el reino que tendrá cada uno de
ustedes y no está de más aclarar que quiero un informe
detallado, ilustraciones, historias, estadísticas y mucho más.
¿Entendido? —Comienza a repartir las naciones,
repitiéndolas entre los estudiantes, pues no hay veintiséis
reinos para todos—. Emily Malhore, su nación es Mishnock.
—No me parece justo que le toque esa —reclama Phetia.
—Al señor Field no le interesa lo que a ti te parezca, así
que guarda silencio —discute Rose.
—¿Cuál es la causa de su discrepancia? —cuestiona el
tutor.
—Ella conoce al príncipe Stefan y eso le daría ventaja
sobre el resto que tiene que leer e investigar, a ella
únicamente le restaría preguntarle cualquier cosa.
¿Ahora sí cree que lo conozco?
—Eso también es investigación, se llama entrevista —me
defiendo.
—Todos deberíamos tener las mismas posibilidades y no
creo que nadie aquí se pueda reunir en privado con los
demás soberanos. Por ejemplo, se me asignó Lacrontte y sé
que el rey Magnus no me concederá un espacio para
hacerle preguntas sobre su pueblo.
—No tengo problema en cambiar. Puedo hacer el
proyecto sobre cualquier reino —le digo.
—De acuerdo, entonces toma Lacrontte, de ese modo
veremos quién lo hace mejor. Espero que no inventes ser la
novia del rey Magnus para poder acercarte a él.
Ella en verdad me desagrada mucho. Ruego que el día
que lave su ropa llueva y no pueda secarla.
El resto de la mañana se pasa entre indirectas de Phetia
y muchas más tareas por parte del señor Field, que escribe
y borra en el pizarrón sobre poesía épica y sobre las
relaciones internacionales del reino, hasta que por fin acaba
el horario.
—Señorita Alfort, necesito hablar con usted a solas —la
llama el maestro cuando caminamos hacia la puerta.
—¿Sobre qué? —Se detiene, sosteniéndome de la mano
para que aguarde con ella.
—Prefiero comentárselo en privado.
—Puede hablar frente a Emily, es mi amiga.
—De acuerdo. Señorita Alfort, se registra que sus padres
deben tres meses de tutorías y esto hace imposible que
usted siga recibiendo clases.
—Ya voy a terminar el curso. Me gradúo este año. No me
puede pedir que lo abandone cuando solo restan un par de
meses. ¿Qué puedo hacer?
—Buscar el dinero y pagar.
—Es injusto. No tengo cómo hacerlo.
—Lamentablemente, eso no es nuestro asunto. La
educación es privada, señorita Alfort.
—Tampoco es como si necesitara su certificado de
tutorías.
—Lo necesita. Es requisito para dedicarse a algún oficio.
—¿Qué oficio? ¿Un maestro que predica el amor por su
profesión, pero cuando una estudiante no tiene cómo pagar
las clases la desecha sin darle importancia?
—Tengo cuentas que pagar. No me atribuya la culpa por
un deber que sus padres no son capaces de suplir.
—No se le ocurra hablar de ellos así. Si no conoce
nuestra situación, entonces cállese la estúpida boca.
—No se moleste en venir mañana. Se ha ganado una
suspensión por ese comportamiento.
—Púdranse usted y su escuela, señor Field.
Sale a trompicones del salón, resoplando indignada por
el trato al que ha sido sometida.
—Busque mejores compañías, señorita Malhore —dice
cuando estamos solos—. Sus padres se esfuerzan en darle
lo mejor, no lo arruine departiendo con esa clase de
jovencitas.
Prefiero reservarme cualquier comentario para no iniciar
una discusión, pues un educador no debería referirse a sus
estudiantes de esa manera. Salgo al pasillo para ir en busca
de Mia, encontrándome con el río de personas que bajan las
escaleras con presura tras finalizar la jornada. El ambiente
está impregnado de un olor a sudor mezclado con el aroma
del extracto de verbena con el que limpian el piso, que
ahora está resbaloso. Afuera del edificio encontramos a
Rose, que no para de despotricar sobre lo insufrible que es
el señor Field.
—Necesito que me acompañes a un sitio sin Mia.
—¿Por qué no puedo ir? —discrepa ella— ¿Verán a sus
novios? ¿Harán cosas indebidas?
—Yo no tengo novio, Mimi —le recuerdo.
—¿Entonces harán cosas indebidas?
—Esa cabeza tuya vuela mucho para tener diez años. Es
mejor que no preguntes ni imagines ese tipo de cosas.
—Denme una respuesta o las acusaré con mamá.
—Te daré siete tritens si te quedas callada —propone
Rose.
—Que sean quince.
—Tenemos un trato. Ahora, si te pregunta, simplemente
respóndele que estamos en la biblioteca haciendo un
trabajo.
Nos apresuramos y la dejamos en casa sin que nadie lo
note, para luego adentrarnos en el norte de la ciudad, muy
lejos de nuestra calle. Escaparme de mis padres ahora
parece una parte esencial de mi rutina.
El sol me azota en el camino y siento que me derrito cual
chocolate en la palma de la mano. Esto parece una travesía
interminable, hasta que llegamos a la zona noble de
Palkareth y nos detenemos frente a una casa colosal con
molduras de yeso que parecen bordadas en un lienzo. Cada
línea y cada curva es tan perfecta que podría quedarme a
detallarlas durante horas. Tiene, además, cumbreras mucho
más altas que cualquier vivienda de mi vecindario y torres
de mármol en la entrada que solo recuerdo haber visto en
Lacrontte.
—Aquí vive mi Cedric —me hace saber mientras llama a
la puerta.
—No se te ocurra dejarme sola como la vez pasada.
—Hoy estarás dentro de la casa, lo prometo, y solo será
un momento. Una cosa más: serás tú quien hable,
preséntate y di que vienes de parte de la perfumería.
—¿Para eso me pediste que viniera contigo?
—Después te explico. Nada más hazlo.
El personal que atiende la vivienda nos recibe y, después
de anunciarme como si fuera yo quien viniera a ver al oficial
Maloney de parte de los Malhore, nos deja pasar. Me limpio
el sudor del cuello y de la frente a medida que entramos a
la sala decorada con muebles azules y tapetes teselados.
Tiene los mismos revestimientos de yeso de afuera, solo
que ahora los ornamentos decoran las esquinas de los
techos.
—Mi suegra es muy clasista —murmura cuando la
doncella va en busca de su novio—. Me odia por ser pobre.
En cambio, tu apellido tiene renombre.
—Esa es una excusa muy rebuscada. Sé sincera.
—Bien, pero lo primero sí es cierto. El asunto es que
tengo prohibida la entrada, así que, si inventábamos que
veníamos de parte de tu padre o de la perfumería, no
tendrían por qué negarme el ingreso, ya que solo soy tu
acompañante.
—Eso suena a que estamos metidas en problemas.
—No si mi suegra no me ve.
El chico de piel bronceada baja las escaleras unos
minutos después con ropa informal y sin ningún tipo de
calzado.
—Señorita Malhore, un placer tenerla por aquí. —Me
extiende la mano, ignorando completamente a Rose,
mientras la mujer que abrió la puerta se mantiene a nuestro
lado y observa a mi amiga con desconfianza. ¿Qué le
ocurre? Ni que Rose tuviera en la mano una soga y sedantes
para secuestrar a Maloney—. Glena, ve a la panadería por
algo recién hecho.
—No puedo retirarme si la señorita Alfort se encuentra
aquí, son órdenes de su madre.
—Mi visita es con la joven Malhore y debo atenderla
como se merece, así que necesito brindarle algo de comer y
ella quiere pan, pan dulce para ser específico. ¿Cierto,
señorita Malhore?
Miro a Rose por un par de segundos, no muy convencida
de lo que harán una vez la doncella se retire. Al final,
asiento, aunque todavía con duda. A la mujer no le queda
otra opción más que marcharse, y es ahí cuando Rose
aprovecha y se abalanza sobre él. Bueno, al parecer sí
quiere secuestrarlo.
—No me toques. —La esquiva cuando intenta abrazarlo
—. ¿A qué has venido?
—A verte, es obvio.
—Mi madre está en la huerta, sabes que ella te detesta y
Glena puede informarle cuando regrese.
—Entonces no perdamos el tiempo que tenemos y vamos
a tu habitación.
La actitud de él es distante y grosera hacia ella, por lo
que me pasmo como un cervatillo cuando le da a Rose un
beso rápido de repente.
—Ya regresamos —él se gira a verme—, puedes sentarte
donde quieras.
Suben a la segunda planta, casi desnudándose en cada
escalón. ¿Por qué Rose siempre me hace estas cosas?
Seguro estaré aquí quién sabe hasta cuándo, rodeada por
los lujos de una familia ajena, cuando debería estar
buscando un trabajo para que no quemen mi hogar.
—¡Hola! —Una mujer de cabello corto oscuro y muy
parecida a Cedric entra por las puertas de cristal que
parecen conducir al patio y se acerca a mí con cautela—. Te
he visto en la perfumería de los Malhore. ¿Eres una de las
hijas de Erick y Amanda?
—Sí, señora…
—Maloney. Fevia Maloney. —Me extiende la mano—.
¿Viniste a cobrarme? Porque si es así, yo había quedado con
tu padre en que le pagaría cuando tuviera el dinero. No
comprendo la razón para enviarte, si yo siempre saldo mis
deudas con él.
—No he venido a cobrarle, señora Maloney.
—¿Entonces? —Contrae el ceño, buscando una
explicación.
—Su hijo Cedric es…
—¿Eres novia de mi Cedric? —Me interrumpe con
emoción mientras se sienta a mi lado—. ¡Por todos los
cielos! Siempre tuve fe en que conseguiría a una buena
muchacha. —Da palmadas en el aire, entusiasmada—.
¿Desde cuándo son novios? Avísales a tus padres que los
invito a cenar mañana. De ser así, Erick no tendría razón
para cobrarme porque somos familia.
—No soy novia de Cedric, señora Maloney.
Su gesto decae. Toda la historia que armó en su cabeza
se derrumba al escucharme.
—¿Entonces qué ocurre? ¿Mi hijo te hizo algo? ¿Te debe
dinero?
—No, yo vine a traerle un perfume que compró.
La puerta principal se abre de la nada. Se trata de la
doncella con la cesta repleta de pan y algunas gotas de
sudor que le recorren el rostro. No me sorprendería que
haya corrido hasta la panadería para volver lo más pronto
posible. Impaciente, comienza a buscar a Rose, moviendo la
cabeza en todas las direcciones y al no encontrarla expone
mi mentira con una pregunta.
—¿Dónde está?
—¿Dónde está quién? —cuestiona la madre de Cedric.
—La señorita Alfort era su acompañante, pero dijeron
que quien venía a ver al joven Cedric era ella. —Me señala.
Bueno, fue una buena charla con la señora Fevia
mientras duró la calma.
—¿Ayudaste a entrar a esa mujer a mi casa? —reclama
indignada. Se levanta y va furiosa escaleras arriba—. No lo
puedo creer. ¿Cómo se atrevió a meterla bajo mis narices?
Me apresuro a ir tras ella, apenada por los problemas que
estoy causando y con temor de que pueda hacerle daño a
Rose. En el segundo piso se detiene frente a una de las
tantas puertas blancas y con ira toma el pomo,
encontrándose con lo evidente: está asegurado.
—¡Abre la puerta, Cedric Maloney, antes de que yo
misma te asesine!
Comienza a golpear la madera con fuerza. Sin embargo,
ni siquiera con su rabieta consigue una respuesta del otro
lado. Entre gritos, le pide la llave a su doncella, que corre a
traerla, y con las manos temblorosas logra abrir. Dentro,
encontramos a Cedric y a Rose, que se visten con prisa. La
señora Maloney da zancadas hasta su hijo y le da una
sonora bofetada.
—¡Me das asco! ¿Cómo te atreves a caer tan bajo?
Quiero que se largue de mi casa en este instante. —Pasa las
manos por su cabello, casi rugiendo como una leona, y
apunta a mi amiga—: No te quiero cerca de Cedric. Donde
vuelva a verte aquí, juro que hago que vayas a prisión.
—No me amenace. Su hijo ya está grande para tomar sus
decisiones y yo no lo he obligado a nada.
—Ella y yo no tenemos ningún tipo de relación —apela
Cedric, ganándose la atención de todas.
—Las náuseas que me produce pensar en lo que has
hecho con esta mujer me sobrepasan. Yo no te crie así.
—Aunque le moleste, yo valgo tanto como su hijo. —Rose
va hasta ella, encarándola.
—Por supuesto que no y tampoco te atrevas a dar un
paso más hacia mí. Solo lárgate. Y sobre ti —se gira a verme
—, tu padre estará al tanto de las amistades que tienes,
porque estoy segura de que Erick no permitiría que te juntes
con alguien así. Eres bienvenida aquí. Ella no.
—No se preocupe, señora Maloney —contesto, indignada
—. Mi padre conoce a Rose y, más importante aún, la
respeta.
Tomo a mi amiga del brazo y la arrastro conmigo cuando
pretende alegar. No volveré a un lugar donde tratan a una
persona de esa manera únicamente por su condición
económica. Me niego hacerle eso alguien que amo y que me
ama de vuelta.
—Esa mujer te detesta —comento cuando estamos fuera
—. No deberías arriesgarte a venir por Cedric.
—Lo sé y aun así no me importa. Ella no nos va a
separar. Es el hombre que quiero y el que me ayudará a
obtener una mejor posición social. ¿Se te olvida cómo me
trató el señor Field por no tener dinero para pagar sus
estúpidos meses de tutorías? No quiero volver a ser
humillada por ser pobre.
—Entiende que así Cedric siga contigo, esa mujer nunca
te va a aceptar y te hará la vida imposible siempre. No es
justo que tengas que aguantar eso por un hombre.
—Lo dices porque no has tenido que pasar por todo lo
que yo he vivido. Muchas veces no he tenido nada que
comer, y estoy cansada de eso.
—¿Por qué no me has contado esas cosas? Soy tu amiga,
puedo ayudarte.
—Porque es humillante.
Me parece que el corazón se me encoge al escuchar lo
que me ha ocultado. Hubiera podido llevarle comida, o
buscar una solución entre las dos, tal como ella se esforzó
por mí cuando la necesité.
—Cedric me dio dinero. Con eso pagaré los malditos
meses que le debo al señor Field. ¿Entiendes por qué me
aferro a él? Me dará todo lo que necesito, por eso no me
importa tener que aguantar algunos insultos de su madre.
—Rose, yo lo siento tanto por…
—No, no te atrevas a sentir lástima. Solo vayamos a casa
y olvidémonos de esto.
Caminamos hasta separarnos en la calle Lewintong, cada
quien yendo a su destino. Me siento tan cansada que una
vez llego a mi habitación y toco el colchón, me quedo
dormida, buscando aquel sueño perdido por el viaje y el
drama familiar. El problema es que mi mala suerte sigue y
de inmediato siento unos golpes y pasos que avanzan hacia
mí, interrumpiendo mi descanso.
—¡Emily, despierta! —La voz de Mia retumba en mi
cabeza.
La vida no me da tregua. Voy a enloquecer.
—El príncipe está en la sala —susurra.
—¿Qué? —es lo único que logro articular. Mi cabeza aún
no está activa.
—¿Ahora no escuchas, Mily? El príncipe está en nuestra
casa, está preguntando por ti y tú luces como un
espantapájaros.
Salto de la cama, pero las piernas se me enredan en las
cobijas y me envían directamente al piso.
—Confirmado. Eres un espantapájaros torpe.
—¡Cállate! —Le lanzo una almohada que le da justo en la
cara.
—¡Ah, y ahora también eres violenta!
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me dormí?
—No lo sé, no tengo la tarea de contabilizar tus minutos
de sueño. Si te sirve de algo, ya son las cuatro de la tarde.
Creo que me pasé un poco con la hora.
—¿Qué hace aquí? ¿Le dijiste que estoy? No puedo verlo,
Mimi.
—¿Por qué no? Ustedes son novios y las parejas se
visitan. Además, mamá fue quien lo recibió y me pidió que
viniera por ti, ya no podemos fingir que no estás.
—Ya basta de decir que es mi novio.
Sin otra opción, corro al cuarto de baño para asearme y
cepillar mi cabello en un intento por lucir decente de forma
natural. Cuando me miro al espejo, el reflejo no parece el de
una persona que ha estado en prisión. Bajo las escaleras
para encontrarme con el príncipe. Lo encuentro en el sillón
en el que suele sentarse mi padre por las mañanas, con un
guardia a cada lado. Tiene en sus manos una taza de té,
que seguro le dio mi madre. Mira la taza con sospecha,
removiendo con una cuchara el contenido en busca de algo
extraño. ¿Acaso piensa que podemos envenenarlo? Aclaro la
garganta con delicadeza para llamar su atención y lo logro.
Se levanta al notar que lo miro y toma, como de costumbre,
su postura erguida.
—Señorita Malhore, quería sorprenderla, pero el
sorprendido fui yo. —Sonríe apenado mientras deja la taza
en la mesa adyacente—. Tiene usted una casa hermosa.
Pasea la mirada por todo el espacio, desde los muebles
cafés que están junto a la puerta y el gran ventanal hasta la
mesa llena de recuadros familiares que hay del otro lado de
la pared.
—Alteza. —Le ofrezco una reverencia.
—Creí que esos formalismos estaban extintos entre
nosotros.
—Después de lo que sucedió esa noche, prefiero
retomarlos. Le mentí.
—¿Se comporta de esa manera por una mentira?
Entonces yo diré alguna para estar en la misma posición.
Siempre uso los perfumes que su padre presenta para
nosotros en el palacio.
—¿No lo hace? —cuestiono sorprendida.
—No utilizo perfumes. No me gustan.
—¿No considera osado revelar aquello en casa de
perfumistas?
—A veces hay que atreverse un poco.
—Tengo una pregunta: ¿cómo supo que ya habíamos
regresado de Lacrontte?
—Vi a su padre en el palacio esta mañana.
La cita que iba a solicitar con el rey, claro.
—¿Le incomoda mi visita? —Frunce el ceño con duda.
—No, solo que no estaba preparada para darle la cara.
—Puede conservar su rostro, no es mi intención
quitárselo —bromea, y admito que me cuesta entender su
chiste. Sabe bien cómo aligerar el momento—. Luce
espléndida esta tarde.
Si supiera todo lo que hice para verme medianamente
bien antes de bajar a su encuentro.
—Gracias, alteza.
—¿Alteza? Creo que ese no es mi nombre. Si desea que
la llame Emily, espero el mismo trato.
—Stefan.
Como un pájaro que cae del cielo irrumpe Mia y se
acerca a la mesa que se encuentra a un lado del sillón.
¿Ahora qué piensa hacer? Ruego para que no se le ocurra
abrir la boca para soltar una de sus imprudentes
intervenciones.
—Lo mejor es que me lleve esto —informa Mia a medida
que toma un florero de porcelana—, y así evitar que me lo
lance a la cabeza como hizo arriba con una almohada.
Desvío la mirada como mecanismo de defensa en el
momento en que veo al príncipe apretar los labios para no
reírse del comentario, haciendo que el calor brote de mi piel
y se aloje en mis mejillas.
—Así que es aficionada a lanzarles cosas a las personas.
—Por favor, disculpe esa interrupción.
—Prometo no volver a mencionarlo si acepta una
invitación. Aunque será muy aburrido si lo comparamos con
sus exóticos pasatiempos. Aun así, me gustaría que me
acompañara a un juego de polo en la tarde.
—Si vuelvo a pisar los pasillos del palacio solo pensaré en
aquella noche.
—El juego tendrá lugar en los jardines. Le aseguro que no
tendrá que enfrentarse a los corredores.
—Tiene un buen poder de persuasión.
—Siempre que algo me interesa.
—Creo que alguna vez mencioné que no me gustan los
caballos.
—Es un buen día para no ser un caballo, entonces.
—¿Alguna vez algo se le escapa?
—No, no he sido educado para eso. —Me mira
directamente a los ojos, cautivante—. La invitación se
extiende también a su hermana Liz. El general Peterson
estará allí y creo que ambos se deben una conversación.
—Ella ya no está comprometida.
—Estoy al tanto. El Mercader lo ha comentado. De otra
forma, no le pediría que la llevase, ya que eso implicaría
ponerla en una posición incómoda y esa no es mi intención.
Lo que sí desearía es aplacar la intensidad de Daniel, que no
ha parado de hablar de su hermana en estos días.
—Todo sea por ayudar a un amigo.
—Seis de la tarde, señorita… Emily —se corrige—. A esa
hora pasará un carruaje por ambas.
—¡Mira, mamá, otro espantapájaros! —grita Mia desde el
otro lado de la estancia.
El heredero y yo giramos de inmediato para encontrarnos
con Liz envuelta en una bata de baño, el cabello mojado y
goteando a los costados. Abre los ojos de par en par al ver
al príncipe en la sala e intenta regresar por la escalera para
huir, pero se detiene cuando se da cuenta de que es
demasiado tarde. Mi hermana siempre intenta mostrarse
elegante y esto claramente se sale de su línea.
—Buenas tardes, señorita Malhore —saluda el príncipe,
esforzándose por mantener la compostura.
—Alteza, bienvenido.
—Me alegra volver a verla, justo la estaba mencionando.
—¿Disculpe?
—Me gustaría que asistiera con su hermana esta tarde al
palacio. Prometo que le tendré un obsequio.
—¿Un obsequio? No es necesario.
—Es un regalo cualquiera llamado Daniel Peterson.
El rostro de Liz se ilumina al escuchar el nombre del
general. Su mirada se desvía hacia mí y luego va hasta
mamá. Ya no es capaz de ocultar lo mucho que le gusta, se
lee en su mirada, en sus expresiones. ¿Seré yo igual de
evidente cuando llegue mi momento?
—Antes de que intenten excusarse, les informo que he
pedido la autorización de su madre y ella ya aceptó —
comenta Stefan.
—Hay que seguir con la vida —dice mamá, encogiéndose
de hombros—. Libérense del revuelo al menos por unas
horas.
—Le pondré un moño en la coronilla —bromea el
príncipe, refiriéndose a su amigo.
—De preferencia, rojo —remata Liz con una enorme
sonrisa.

***

La despedida de Stefan es más larga de lo que esperaba, ya


que debe besar cuatro manos de mujeres Malhore y media
docena más de señoras que se acercan a saludarlo. La
entrada se ha convertido en una pequeña plaza de personas
incrédulas que clavan sus ojos en él como si fuera el único
pez del mar. Más guardias esperan fuera para flanquearlo
hasta su carruaje, resguardándolo de las damas que pululan
a su alrededor y lanzan una ronda de preguntas indiscretas
en las cuales me incluyen. Mi naturaleza tranquila no
soporta ser el centro de miradas o murmuraciones por lo
que no negaré que me encuentro algo incómoda.
—Señorita espantapájaros —me habla mientras el paje le
abre la puerta—, intentaré hacer mi mejor esfuerzo en el
juego de polo y, si tengo suerte, ansío que me permita
enseñarle algunos trucos para que no les tema a los
equinos.
—¿Por qué me llama de esa manera?
—¿Vamos a fingir demencia? —Sonríe con burla—. Su
hermana mencionó que Liz era el otro espantapájaros, por
lo que apuesto a que el primero era usted, o ¿me equivoco?
Asiento, apenada. ¿En qué momento la confianza creció
tanto entre nosotros? Es absurdo tener al futuro rey en casa
y que se sume a las burlas que mi hermana me hace. Se
siente como una de esas cosas que ocurren solo una vez en
la vida.
—Me agrada mucho esa pequeña, aunque he de confesar
que no es mi Malhore favorita.
—¿Ya tiene su preferida?
—Sin lugar a dudas, y puedo apostar que ya usted eligió
a uno de los herederos Denavritz como su predilecto.
Espere… el único soy yo. Qué afortunado.
Un burbujeo me recorre el estómago, las manos y los
pies, como un banco de peces que nadan rápido a lo largo
de un río y crean pequeñas ondas en el agua. Las orejas y
las mejillas se me acaloran y sonrío nerviosa, luchando por
mantenerle la mirada y ocultar de alguna manera la
sensación de efervescencia que me cosquillea en la nuca y
me baja por la espalda.
—Quién pensaría que el príncipe de Mishnock es tan
sagaz.
—Por favor, guárdame el secreto. Hasta las seis,
espantapájaros.
Me gusta, es decir, me gusta la manera en que me mira,
como si sus ojos pudieran sonreír. El saber que quiere verme
y que viene en persona a invitarme me produce un
hormigueo suave en la piel, como el de una pluma al rozar
el cuerpo.
Mi mente vuela rápido cuando lo veo partir. Quiero verme
perfecta, vibrante, como una flor cuando recién abre sus
pétalos. ¿Cómo me voy a peinar? ¿Qué vestido usaré? Y lo
único importante: ¿qué nos espera cuando volvamos a
reunirnos?
10

Al llegar las seis de la tarde se estaciona un carruaje real


frente a mi casa y el paje abre la puerta para nosotras,
invitándonos a abordar. Afuera el cielo está despejado,
como si las nubes hubieran huido para no manchar con su
blanco las tonalidades amarillas y anaranjadas que pintan el
atardecer. Las flores en los jardines delanteros del
vecindario bailan como los holanes de un vestido al caminar
entre las corrientes de aire, y es esa misma brisa la que se
cuela por las ventanas de la carroza y nos mueve el cabello
con tal fuerza que nos vemos obligadas a atarlos con un
lazo.
A medida que avanzamos, mi hermana se frota los
brazos emocionada, mientras yo me aliso la falda en un
intento por distraer mi mente y erradicar el cosquilleo que
siento bajo la piel al saber que veré otra vez al príncipe.
Cuando llegamos al palacio, los guardias nos llevan hasta
los establos, donde un campo abierto ha sido adecuado
para el juego. Me siento perdida en medio de este mar de
rostros desconocidos y miradas lejanas. El lugar está lleno
de mesas y carpas blancas que rodean la pista y protegen
de los rayos de la tarde a los nobles de Palkareth. Además,
se escucha una rítmica melodía de flautas y violines que
tocan los músicos desde un escenario de madera. Se
respiran la canela, la miel y el jengibre que destilan los
largos bufés que se encuentran a un costado y se aprecia a
los meseros que van con platos y copas.
—Las hermanas Malhore.
El general Peterson se acerca a nosotras como un
salvador de sonrisa entusiasta y actitud tranquila, poco
propia de un militar. Los ojos grises le brillan cuando su
mirada se une a la de mi hermana y noto de inmediato un
ligero roce de manos entre ellos.
—No creí volver a encontrarlas tan pronto. Supuse que su
viaje sería más extenso. —Habla en plural, pero es obvio
que se dirige exclusivamente a ella.
—Y yo tenía entendido que en este momento ya usted
estaría en la frontera, tal como lo dijo en la cena —responde
ella.
—Tengo un viaje pronto, aunque no es importante
mencionarlo ahora. Mejor cuéntenme cómo les fue en
Lacrontte.
—Depende de cómo miremos el asunto —comento por lo
bajo.
—Muy bien, en mi concepto. —Liz controla la situación—.
¿Tú jugarás polo?
—Solo si apuestas por mí.
—¿Se hacen apuestas?
—Por supuesto. Es una tradición apostar por alguno de
los dos equipos que se enfrentan en el juego, tanto así que
no se recibe solamente dinero, sino también objetos
valiosos e incluso propiedades —explica con una emoción
casi tangible.
—Quién diría que el palacio en su interior es una casa de
apuestas —digo asombrada una vez más por todo lo que se
oculta aquí.
—Lo hacemos para volver el juego más entretenido.
Stefan es nuestro jugador estrella y estoy seguro de que te
ha invitado para presumir de sus habilidades.
—No da la impresión de ser alguien presumido.
—En la conquista siempre intentas mostrar tus mejores
aspectos. Eso te hará más atractivo a los ojos de la otra
persona.
—¿Insinúas que él está…? Bueno, tú sabes.
—¿Acaso no es obvio? Aparte de los militares que se
encuentran cuidando el evento, ustedes son las únicas dos
plebeyas presentes.
Me cuesta creerlo o, más bien, me niego a hacerlo. Es
raro que, después de darse cuenta de lo mentirosa que fui,
el príncipe se interese en mí. Aun así, me haría mucha
ilusión si fuera cierto, porque en el fondo él tampoco me es
indiferente.
Una fila de caballos con las colas trenzadas sale de
repente a la pista, y entre los jinetes reconozco a Stefan,
que con el uniforme de polo luce como el joven amigable y
accesible que muestra ser en ocasiones. Daniel grita su
nombre y este se vuelve en nuestra dirección. Sus ojos me
hallan de inmediato y sonríe a la distancia mientras baja del
animal para venir al encuentro. En la mano sostiene un
taco, que luego extiende hacia mí para que agarre el otro
extremo. Cuando lo tomo, levanta el brazo y me hace girar
como a una bailarina en una caja musical.
—Luce hermosa, señorita espantapájaros.
—¿Cuándo va a dejar de llamarme así? —indago una vez
regreso a la posición inicial.
—Creo que ahora, porque ciertamente no se ve como
uno.
—Gracias. —Le ofrezco una reverencia.
—Por favor, no haga ese tipo de cosas, a menos que sea
estrictamente necesario. Señorita Liz —se gira hacia mi
hermana—, le he fallado, no le he puesto el moño rojo.
—¿Soy un obsequio? —inquiere Daniel.
—Estaba exhausto de escucharte hablar de ella y pensé
que la única manera de librarme de eso era reuniéndolos.
—Bien, entonces prefiero que nos retiremos para que Liz
pueda abrir su regalo —dice Daniel sonrojándose.
—Podrías haber omitido los detalles —contesta el
príncipe.
—No es lo que supones, pervertido.
—Venga conmigo —invita el príncipe cuando estamos
solos—. Quiero presentarle a alguien.
Caminamos en medio de los presentes, hasta llegar a
una de las mesas donde reposan los reyes Denavritz
acompañados de una familia de pelirrojos que discuten
entre sí. Deduzco que se trata de los soberanos por sus
coronas y atuendos elegantes, además de los guardias
reales vestidos de blanco y rojo, lo cual indica que son sus
custodios personales.
—Emily, ellos son Handrus y Seiona Griollwerd, reyes de
Plate, y sus hijos, los mellizos Angust y Aphra.
Los dos jóvenes de cabello cobrizo, ojos negros y
llamativas pecas en el rostro me dedican su atención.
Tienen una mirada divertida, casi pícara, como si hubieran
estado esperando que alguien llegara para hacer
travesuras. Me regalan la sonrisa más grande que hasta el
momento le he visto a algún noble, se levantan de sus
puestos y me saludan con un par de besos en las mejillas. Él
usa una camisa blanca con volantes y mangas abultadas.
Un traje tan elegante como extravagante que viene
acompañado de un pantalón oscuro. Lo que en realidad me
sorprende es que su hermana está vestida igual.
—Hola —habla el joven. Su voz es enérgica, entusiasta—.
Soy el amor de tu vida, pero por ahora me presento como
Angust Griollwerd, pintor de tiempo completo y príncipe
heredero en mis ratos libres.
—Soy Emily Malhore, estudiante y… creo que eso es todo
—me presento, tratando de imitar su discurso.
—Yo soy Aphra, escritora de aventuras épicas y poesías
hil…
—Eres princesa de Plate y punto —la interrumpe su
padre.
Nunca había visto a una mujer vestir algo diferente de un
vestido y mucho menos imaginé verlo en una heredera real.
¿Qué se sentirá llevar algo tan liviano? Debería probarme
alguno de mi padre y descubrirlo.
—¿Podemos saber qué lugar ocupa en la vida del
príncipe? —pregunta la reina Seiona.
—Soy su amiga —contesto nerviosa.
—Eso quiere decir que continúas soltero, Stefan.
—Por el momento. —Me mira de reojo.
—Señorita Emily —dice la reina Genevive con una sonrisa
—, nos volvemos a ver.
Se pone de pie y se ajusta los guantes blancos antes de
alisar el vestido rosa que porta. Es como una flor de cerezo,
hermosa y delicada. Se inclina hacia mí y me abraza,
impregnándome del olor a naranjo de su perfume. Lo
reconozco enseguida. Es la fragancia que eligió en nuestra
última presentación en el palacio. Detrás de ella, su
majestad parece desaprobar el gesto de cercanía que su
esposa tiene conmigo, pues la mira con reproche y desdén.
—La hija de Erick, ¿no? —pregunta el rey Silas, cuando se
da cuenta de que lo he visto—. ¿Cuántos perfumes ha
traído?
—¿Disculpe? No sabía que debía traer algo.
—Padre, no —interviene Stefan entre dientes.
—Todos los que estamos aquí vamos a apostar algo, y si
su familia es perfumista, supongo que trajo perfumes. Eso
no es una ofensa, a menos que a ella la avergüence.
—En verdad lo lamento, majestad, no estaba al tanto.
—Eso quiere decir que no apostará nada.
—¿Por qué tiene que comportarse de esa manera? —le
reclama su hijo.
—¿Vas a apedrearme por preguntar por un par de
fragancias?
—Lo mejor será que nos retiremos.
Me toma de la mano para llevarme lejos, pero su madre
nos detiene antes de partir.
—Hijo, permíteme invitarla a que se quede con nosotros,
así al menos podré remediar el mal rato que la estamos
haciendo pasar.
—¿Crees que esta es la mesa que le corresponde? —
inquiere el rey de Plate.
—Su lugar será en cualquier mesa a la que yo la invite,
querido Handrus. Entonces, ¿se queda?
Stefan me mira, preguntándome en silencio si deseo
quedarme con ellos. No hay forma en que yo pueda
sentirme cómoda aquí y como puedo se lo advierto con la
mirada.
—¡Stef! —grita una voz chillona al fondo, robando
nuestra atención. Todos giramos en la misma dirección y
veo a una chica de cabello trenzado y ojos tan oscuros como
los de un gorrión que lleva un pomposo vestido color
salmón y corre hacia nosotros—. Te he estado buscando en
cada rincón. En tu habitación, en la oficina, en los establos y
en cada pasillo. Pensé que te escondías de mí.
—Jamás haría eso.
—Lo sé. Soy demasiado especial para ti.
Lo rodea en un abrazo fuerte y apoya la cabeza sobre su
pecho hasta que nota mi presencia. Vaya, ni en un año
podría imaginar tener ese nivel de confianza con él. ¿Será
su amiga o alguna familiar?
—Mi querida señorita Valentine, siempre es un gusto
tenerla cerca —comenta el rey, ahora sí cortés—. ¿Vino su
padre con usted?
—No. Papá está en Lacrontte por negocios. —Camina
hasta la reina y la aprieta fuerte contra sí—. Mi querida.
—Valentine, tenía mucho tiempo sin verte.
—Estuve aquí ayer.
—Lo sé.
—¿Quién es? —pregunta al príncipe, señalándome.
—Emily Malhore. —Le extiendo la mano.
—¡Oh, cariño, un placer! —saluda, dándome besos por
toda la cara—. Soy la señorita Valentine Russo, para servirte
a ti y a tu comarca. Deberíamos sentarnos juntas para
disfrutar el juego. Las amigas de Stefan son mis amigas.
—Muchas gracias, pero prefiero declinar.
—Insisto, corazón. Entre chicas la pasaremos mejor.
Su actitud es arrolladora. No parece una mala persona.
Es amable y creería que tiene mi edad. Puede ser mejor
compañía que el rey, que únicamente abre la boca para
hacer comentarios venenosos.
—Mi hermano y yo invitamos a Emily a sentarse con
nosotros. —Se adelanta la princesa de Plate como una
heroína—. Esta es una mesa de adultos y alguien joven no
nos caería mal. Claro, solo si ella quiere.
—Creo que no es mala idea —Stefan la secunda—. Liz y
Daniel tardarán en aparecer y no quiero que estés sola por
ahí.
Acepto porque no sé qué otra cosa podría hacer. Un
mesero pone una silla para mí y tomo lugar. Desde esta
posición tengo una vista privilegiada de cada rincón del
patio y puedo ver cómo la joven Russo arrastra del brazo al
príncipe hasta la cancha para el inicio del primer tiempo de
juego.
—¿Hace cuánto sales con Stefan? —me pregunta Angust.
—No salimos, apenas nos estamos conociendo.
—Es decir, ¿nunca lo has besado? —cuestiona, y yo niego
—. Un punto para mí.
—No caigas en sus mentiras; mi hermano consigue novia
cada fin de semana —acusa su hermana.
—Eso no es cierto —se defiende—. Bueno, sí lo es, pero
prometo serte fiel de lunes a viernes; los dos días restantes
sí requiero mi libertad.
—¿Puedo preguntarles algo indiscreto? —intervengo para
desvelar aquello que sigue en mi mente desde que los vi, y
para mi fortuna, asienten—. ¿Qué se siente usar pantalón?
¿En Plate las damas los usan?
—Ojalá lo hicieran —contesta ella—. Tienes que
probarlos. Son extremadamente cómodos y es una injusticia
que tachen de incorrecta a una mujer que los lleva.
—Si alguien me viera con uno, me tacharía de loca.
—Loco es quien emplea su cordura para crear e imponer
reglas absurdas. Como esa o la de los perfumes. ¿No te
parece arbitrario que alguien les haya puesto género a los
olores?
—Así le enseñaron a papá. Olores suaves y dulces son
femeninos y los fuertes son masculinos.
—¿Y quién lo instruyó? ¿Una momia? —inquiere Angust
—. Yo soy suave como el algodón y Aphra es dura como el
yeso.
Los mellizos son como dos perlas de mar, fascinantes,
aunque difíciles de encontrar. Son distintos de cualquier
persona que conozco, ven el mundo de otra forma y no se
comportan como se espera de un par de herederos. Lo
curioso es que parece ser de familia, ya que sus padres
demuestran tener una línea de pensamiento similar.
—¿Conoce Plate, señorita Malhore? —se suma a la
conversación la reina Seiona.
—No, majestad. El único lugar al que he viajado es a
Lacrontte.
—¿Su padre tiene franquicias de la perfumería allá?
—Claro que no —interviene el rey Silas—. Su fama no
cruza la frontera de Mishnock.
—Solo fue un viaje familiar. —Omito su despectivo
comentario—. Conocimos el palacio.
—¿Y viste al rey Magnus? —cuestiona Angust—. Es muy
apuesto. Claro, no tanto como yo.
—Deja de hacer ese tipo de comentario sobre otro varón
—le advierte su padre—. Un hombre no se puede referir a
otro de esa manera.
—Es de las cosas más tontas que le he oído, padre. Yo le
daría un beso si tuviera la oportunidad.
—¡No vuelvas a decir algo así! —gruñe como un oso—. Si
no corriges esa actitud, lo haré yo. Ya tienes veinticinco
años, compórtate como tal.
El príncipe Griollwerd no le da importancia a la
reprimenda de su padre. Parece tan acostumbrado que
prefiere sonreír antes que refutar.
—Ahí viene la que te quiere robar a Stefan. —Señala
Angust con la cabeza, en la misma actitud divertida.
Veo a la señorita Russo pelear con su vestido a medida
que sube hacia nosotros. Se para frente a la mesa y me
invita a irme con ella. Insiste sin importar cuánto decline yo,
por lo que al final la sigo para ser cordial. Me lleva hasta su
sitio, donde nos espera una chica morena de cabello
ondulado que luce como si fuera la princesa de algún reino
lejano.
—¿Tú qué pintas aquí? —me pregunta la señorita
Valentine, cambiando su actitud agradable por un tono
autoritario.
—¿Disculpe? —inquiero confundida.
—Soy la futura reina de Mishnock, y ¿tú quién eres?
Mi corazón sufre un colapso. ¿Stefan me mintió cuando
dijo que no tenía pareja? Juro que, aunque traté de no
hacerme ilusiones, algo dentro de mí cae en picada y se
quiebra cual jarrón contra el suelo.
—Soy amiga del príncipe.
—Claro, recuerda tu título. Solo eres su amiga.
—Cálmate un poco, Val —media la otra joven, tomándola
de los hombros.
—Me he esforzado mucho para estar en la vida de Stefan
y tener una relación con él, así que no puedo permitir que
se me escape ahora. Lo entiendes, ¿verdad?
No sé qué decir. Yo no venía a discutir por el príncipe y
mucho menos con su novia. No sabía que las señoritas eran
tan agresivas.
—Lo comprendo. No tiene que preocuparse por mí.
—No me desagradas, Emily. —Me da palmadas en la
espalda—. Y si ya cada una conoce su posición, no hay
razón para llevarnos mal.
Ceder a su ahínco fue lo peor que pude hacer. Continúa
hablando, pero prefiero ignorarla y mejor concentrarme en
el juego de polo que ya va en su segundo periodo, aunque
parece que ni siquiera eso podré hacer, pues la otra joven
decide platicar.
—Creo que no me he presentado, soy Amadea Maloney.
No puede ser. Ese apellido.
—¿Hermana de Cedric Maloney?
—¿Conoces a ese tonto?
—Es novio de mi mejor amiga.
—¿Phetia Tielsong? Mujer, tienes que conseguir mejores
amistades.
Imposible. ¿La insoportable de las tutorías?
—¿Phetia es novia de Cedric?
—¿Entonces de qué novia hablas? Es la única que le
conozco y la detesto. Me da igual que sea tu amiga.
Esto lo tiene que saber Rose. Ya sabía yo que ese hombre
no le convenía.
—Disculpe la interrupción. —Un guardia se hace a
nuestro lado y nos saluda inclinando la cabeza—. ¿Quién de
ustedes es la señorita Malhore?
—Soy yo —contesto ilusionada, esperando que me ayude
a librarme de la chica Russo—. ¿Qué sucede?
—El señor Erick Malhore la busca. —Señala detrás de mí
—. Dice ser su padre.
Me giro y lo veo a lo lejos. Está dentro del palacio,
asomado por el cristal de uno de los inmensos ventanales.
Carga su maletín y tiene una expresión entristecida que
intenta ocultar bajo una sonrisa cuando me llama con un
sutil movimiento de manos. La luz del atardecer que golpea
el vitral lo ilumina, creando una pintura colorida que cae a
sus pies. ¿Acaso ya se reunió con el rey Silas? Busco a su
majestad con la mirada y lo encuentro en la misma mesa
con los reyes de Griollwerd y su esposa. No parece haberse
movido de ahí.
—Ve tranquila. Le diremos a Stefan que el permiso que te
dio papá ya expiró.
La mofa de la llamada señorita es venenosa. Ella es igual
o peor que Phetia.
—Me retiraré un momento. Gracias por su nada hipócrita
amabilidad —le devuelvo la burla.
Cruzo la zona del campo hasta llegar a él, dejando atrás
la música, el ajetreo y las risas.
—Cariño, ¿qué haces aquí? —indaga papá después de
abrazarme.
—El príncipe me invitó.
—No sabía que eran tan cercanos.
—A veces ni yo misma me lo creo. Dígame usted, ¿ya
tuvo la reunión para pedir el préstamo?
—El rey ni siquiera se presentó y esta fue la hora que se
me designó. Envió a su consejero y al final el hombre dijo
que se había negado porque sus negocios con el Mercader
no le permiten ayudar a quienes tienen deudas con él. No
me sorprende, la verdad.
—Entonces, ¿qué haremos?
—Vender perfumes. Necesitaré mucha ayuda en el
negocio, ¿vienes conmigo?
Cuando le confieso que estoy con Liz, la cara le cambia
drásticamente.
—¿El hombre que mencionaron aquella noche tiene algo
que ver? —cuestiona, y lo confirmo—. ¿Existe algo entre
ellos?
—Eso debería preguntárselo a ella.
Me pide que la busque. Es notable el miedo que siente
ante la idea de que vuelva a equivocarse de prospecto. Lo
que desconoce es que Daniel es diferente. A ella sí la atrae,
su acercamiento es genuino y su edad es similar.
Salgo y busco a mi hermana. Me cuesta hallarla en medio
del agite por el juego de polo, pues todos están pendientes
y eufóricos por saber si perderán o no lo que apostaron. Al
final, la veo: se encuentra en una de las mesas más
alejadas del campo, en compañía de Peterson. Me acerco e
interrumpo su conversación para explicar lo que sucede, y
aunque querría que fuera Liz la única en levantarse, él
insiste en venir con nosotras.
—Señor Malhore —saluda a papá con un apretón de
manos cuando estamos frente a él—, es un placer
conocerlo. Soy Daniel Peterson. General. Y si usted me lo
permite, prospecto de su hija.
—Aunque preferiría que ninguna de mis hijas fuera
cortejada, me alegra saber que usted tuvo la decencia de
esperar hasta que Liz rompiera su compromiso. Eso
demuestra que es un caballero.
Bueno, todo había estado muy calmado para ser un día
de mi vida. ¿Por qué tuvo que decir eso?
Daniel sube las cejas y mira a mi hermana, que de
inmediato aparta el rostro, cual niña después de un
escarmiento.
—Gracias por el reconocimiento, señor. Yo solo trato de
ser un hombre honesto y aprecio que a mi alrededor
también lo sean. —Oculta nuestra mentira, a pesar de la
evidente indirecta—. Cumplí con mi deber de traerlas hasta
su padre —me habla solo a mí, como si Liz hubiera
desaparecido—, ahora es momento de retirarme.
—Gracias por todo. —Liz lo toma del brazo cuando se
mueve—. Espero que podamos hablar pronto.
—Estaré bastante ocupado, señorita Malhore. Tenga un
buen día. —Su tono vuelve a ser militar.
Se zafa con disimulo y marcha lejos de nosotros.
—Por la actitud que tomó supongo que no sabía nada. —
Es papá quien rompe el silencio.
—Solo vámonos —dice mi hermana.
Liz toma la delantera por el corredor mientras nosotros la
seguimos. Está enojada, no sé si con papá o consigo misma,
pero la fuerza de su marcha y la tensión de sus hombros
dan cuenta de lo que siente. A nuestra espalda se oye el
rechinar de unas pisadas cuando se resbalan en el suelo
pulido. Liz se detiene, esperanzada de que sea Daniel quien
haya regresado para permitirse una plática; sin embargo, el
autor de la prisa no es su militar, es el príncipe. Está
despeinado, con las botas manchadas del verdín y con
líneas de sudor que le bajan por el cuello y que intenta
quitarse con un pañuelo.
—Buenas tardes a todos… o noches, mejor —saluda,
mirándome—. Acabó el tercer tiempo y no la vi. ¿Se
marcha?
—Sí. Debí despedirme, lo siento.
—No, no se disculpe. ¿Por qué se van tan pronto? Señor
Malhore —dirige la vista hacia papá—, usted también está
invitado.
—Es muy amable, alteza, aun así, debo retirarme.
Sus ojos vuelven a mí, decaídos. Es un descarado. No
quiere que me vaya cuando su prometida debe estar ahí
afuera, esperándolo.
—Alteza —aparece un custodio tan agitado como llegó él
hace un rato—, disculpe la interrupción. Tengo un mensaje
urgente de parte del rey. —Sin quitarnos o, más bien, sin
quitarme la mirada en ningún momento, el príncipe le indica
con la mano que hable—. Ya va a iniciar el cuarto tiempo y
su padre solicita su presencia.
—Dile que no estaré disponible, que pidan un cambio de
jugador.
—Usted es la estrella —le recuerdo.
—Y usted es mi invitada. Si no hay manera de que se
quede, entonces pienso acompañarla hasta la salida,
mandarle a preparar un carruaje y esperar hasta el
momento en que esté listo. Si me lo permite, por supuesto.
—Es su palacio, puede hacerlo.
—No. Lo haré solo si así lo quiere.
Aprieto mi vestido, molesta. No me atrevo a volverme y
ver la cara de papá o de Liz. Me gustaría que no estuvieran
aquí para poder hablar con libertad y pedirle a Stefan que
deje de cultivar un interés en una mujer cuando tiene un
compromiso con otra, pero, dadas las circunstancias, solo
me resta fingir calma.
—Adelante —acepto, sin abandonar la seriedad.
Al escucharme, una sonrisa le adorna los labios por
primera vez desde que apareció. No hay duda de que es un
vil desvergonzado.
—Entonces, déjenme guiarlos.
Pasa a mi lado y nuestros dedos se rozan. Me enoja que
el contacto me provoque una sensación de electricidad, un
hormigueo que debo aprender a erradicar, pues él está
comprometido con la señorita Valentine y no es correcto
guardar tales emociones por un hombre que tiene pareja. Lo
mejor de ahora en adelante será tomar distancia, porque
existe una atracción que, aunque sea leve, está ahí y no voy
a fallarles a mis principios tonteando con un hombre
comprometido.
11

—¡Señorita Malhore! —me gritan.


Levanto la cabeza, desconcertada y encuentro a mi tutor
junto a la puerta, mirándome con desaprobación. El señor
Field lleva hablando toda la mañana, pero mi mente sigue
puesta en lo que sucedió ayer en el palacio y, por supuesto,
en la deuda familiar, por lo que no he logrado anotar nada
de la clase. Como si fuera poco, hoy mi única compañía no
está, pues, aunque Rose trajo el dinero para pagar los
meses de retraso, le prohibieron la entrada debido a la
suspensión. La extraño como nunca.
—¿Se encuentra usted en Palkareth o su mente está en
otra ciudad?
—Aquí —replico dubitativa.
—¿Segura? Yo creo que usted se encuentra aún en
Lacrontte. Aterrice, ya está en Palkareth.
—Lo interesante de la imaginación es que puede llevarte
a cualquier lugar sin necesidad de moverte un centímetro,
señor Field.
—Se encuentra muy poética esta mañana. Me pregunto
si sabe de lo que hemos estado hablando toda la clase.
¿Acaso le parece aburrida la tutoría?
—Nunca nada será aburrido si tiene el público indicado.
—Deje la lírica a un lado, señorita Malhore. Si es verdad
que estuvo tan atenta, entonces será capaz de responder la
pregunta que le he formulado.
—Puede repetirla, por favor —pido, perdida.
—Lo imaginé —dice con una sonrisa de suficiencia—.
¿Qué tipo de monarquía rige en Lacrontte, en qué consiste y
en qué se diferencia de la nuestra?
¡Vida mía! ¿De qué me está hablando?
Intento concentrarme y recordar lo aprendido. Hay tres
tipos de monarquías, la de Mishnock es bigubernamental, y
siempre nos han dicho que el régimen del reino enemigo es
el peor de todos, así que debe ser…
—Absolutista —respondo por descarte.
—Respondió una de tres preguntas, continúe.
—Consiste en que el rey tiene el poder absoluto.
—Profundice, para que no suene como redundancia.
—Quiere decir que no hay división de poderes. El
monarca ostenta los poderes ejecutivo, legislativo y judicial,
razón por la cual ejerce su voluntad sin rendirle cuentas a
nadie. En conclusión, su palabra es la primera y la última.
Phetia es quien contesta.
—Excelente, señorita Tielsong. El único detalle es que no
le he dado la palabra. —Me señala—. Continuamos con
usted, joven Malhore. Falta la última pregunta.
Miro hacia abajo como si la porcelana de cuadros de
colores café y crema que cubre el piso tuviera la respuesta.
Pongo las manos a los costados de mi escritorio cuando por
fin me atrevo a levantar la vista para enfrentar los ojos
cansados del señor Field.
—Se diferencia de la nuestra en que esta es una
monarquía bigubernamental, por ende, sí hay división de
poderes, pero no totalmente. El rey y la reina Denavritz
tienen la facultad de ejercer el poder ejecutivo y parte del
legislativo y el judicial; sin embargo, no de forma completa,
ya que existe un parlamento que se encarga en su mayoría
de los dos últimos.
—En síntesis.
—Los reyes tienen voz y voto dentro de los poderes
legislativo y judicial, aun así, no cuentan con el control
absoluto de ellos. Por eso es bigubernamental, pues
combina dos modelos de monarquías: la absolutista y la
constitucional.
—Mencione un reino con el tipo de monarquía
constitucional.
—¿Cristeners…? —respondo con duda.
—¿Por qué desconfía de sus conocimientos si conoce la
respuesta? Debe confiar en su criterio. ¿Cuántas personas
incultas no venden su vago cocimiento como un credo
solamente por la confianza que transmiten al hablar? En
cambio, usted sabe del tema, pero duda. Es irrespetuoso
con usted misma, señorita Malhore —declara con rigidez,
volviendo a su escritorio—. Pueden guardar sus cosas y
retirarse, hemos acabado la jornada.
Mientras mis compañeros se escapan por la puerta azul,
Phetia va como un colibrí de flor en flor, tocando cada uno
de los cuadros que hay en la pared izquierda para acercarse
con cuidado al tutor, quien se encuentra frente al gran
tablero negro.
—Señor Field, estoy desesperada —habla con
dramatismo—. No encuentro información sobre Lacrontte.
He recorrido las librerías de Palkareth y no hay nada, salvo
lo que ya sabemos.
—Bueno, le quedan las librerías de Lacrontte —responde
sin siquiera mirarla.
—Es usted el tutor, debe ayudarnos.
—Ya lo hice. —Toma el borrador y elimina con él lo que
escribió—. Ahora retírese, necesito hablar con su
compañera.
El polvo blanco acumulado en el fieltro se extiende por el
aire cuando lo golpea contra la esquina inferior del pizarrón.
Creo que busca asfixiarme por no prestarle atención en
clase. Suena a algo que él sin duda haría.
—Lo lamento —se excusa al escucharme toser—, la
costumbre.
—¿Sobre qué desea conversar? —Agito las manos en el
aire para ahuyentar el polvo.
—Su amiga, la señorita Alfort —explica, después de
seguir con la mirada a Phetia para asegurarse de que no se
quede a oír la conversación—. Cuando inició el año escolar
nos manifestó que su familia se había cambiado de
residencia y nos proporcionó entonces una nueva dirección
a la cual hemos enviado múltiples misivas, que jamás han
respondido.
—Imposible, yo lo sabría. Rose sigue viviendo en la
misma casa desde que nos conocimos a los cinco años.
¿Necesita que yo les dé el aviso?
—No, requiero que me confirme si esta es la dirección de
su casa o no.
Se aproxima a su escritorio lleno de manchas oscuras
como resultado de las incontables veces en que ha volcado
por accidente su tintero. Hay pilas de papel, libros y una
campanilla que toca cada vez que hay cambio de clases.
Abre una de las gavetas y revuelve su interior en busca de
algo.
—Todos estos meses hemos enviado correos a sus padres
para que sufraguen las tutorías que no habían cubierto y
parece que nunca les llega la información o simplemente
omiten el pedido.
Me pasa una hoja en la cual se lee «Calle Relheg, casa
403», pero ella vive en el 932 de mi vecindario. ¿Qué hago?
Si Rose ocultó su lugar de vivienda es por alguna una razón
importante. ¿Debería encubrirla?
—No recuerdo su dirección —miento.
—Espero que no se ofenda, pero me resulta imposible
creerle. Sé cuán unidas son y no esperará que piense que
nunca la ha visitado.
—Lo he hecho, solo que desconozco el número exacto de
su domicilio.
—Eso quiere decir que sí vive en Relheg.
Vuelvo a dudar, porque ni siquiera sé dónde queda ese
sitio.
—Sí, es decir, no estoy segura.
—Siento que me miente, señorita Malhore.
—Intentaré ir a su casa y le confirmaré el dato. —Me
levanto y voy a la puerta, temerosa de que pueda ver la
mentira en mi cara—. Ya debo retirarme, mi hermanita debe
estar esperando que pase por ella a su salón. Buenas
tardes, señor Field.
Salgo del edificio de tutorías con Mia de la mano y con un
extraño escalofrío. ¿Qué oculta Rose? ¿Por qué mintió y ni
siquiera yo sé algo al respecto?
Cuando pisamos el asfalto exterior, me detengo en seco
al reconocer al príncipe Stefan de pie sobre la calle junto a
sus custodios. Docenas de personas forman un círculo
alrededor, manteniendo cierta distancia como muestra de
respeto.
—Vino por ti, Mily —asegura mi hermana mientras me
jala del brazo.
Su mirada recae sobre mí y todos se giran a verme. Se
abre espacio entre la gente y llega hasta nosotras,
convirtiéndonos en el centro de atracción. Está vestido con
uno de sus habituales trajes, esta vez gris, tan protocolario
que dista de su rostro amable y comportamiento sencillo.
—Señoritas —nos saluda con una inclinación de cabeza
que hace que el cabello azabache le caiga en la frente.
—¿Está aquí por mi hermana? —se adelanta Mia.
—No puede estar más acertada.
—Es porque es su novia, ¿verdad? —Se vuelve hacia sus
compañeras sin permitirle al príncipe responder—. ¿Ven?
Les dije que él era mi cuñado y no me creyeron. ¿Cierto que
sí lo es? —Regresa su atención a Stefan—. Dígaselo.
La vergüenza me carcome. ¿Por qué no puede
permanecer callada al menos dos minutos?
—¿A qué debemos su presencia por aquí? —sondeo para
cambiar el tema.
—Ya la pequeña Malhore lo ha respondido. Por usted. —
Una sonrisa discreta aparece mientras habla—. Parece que
encuentro cierta fascinación en tenerla cerca.
—Aparte de ello, ¿hay algún otro motivo? —Me mantengo
imperturbable, intentando no dejarme llevar por su
palabrería.
—En realidad sí, deseo hablar con su padre en un lugar
diferente a la perfumería, por lo cual pensé en su casa. No
quería llegar de sorpresa y se me ocurrió que una buena
estrategia sería presentarme en compañía de ustedes para
no resultar tan invasor.
—¿Lo intimida mi padre?
—Un poco, sí.
—No es tan malo —interviene Mia—. Yo le hablaré bien
de usted para que lo acepte en la familia si nos lleva en el
carruaje.
—Por supuesto, es todo suyo.
Subimos al coche bajo la vista de todos, y antes de que
la puerta se cierre por completo, veo una mirada que resalta
sobre las demás: viene del rostro enojado de Phetia
Tielsong. No pienso negar que me llena de satisfacción
saber que tendrá que reservarse cualquier burla de ahora
en adelante. Aspiro a que después de esto por fin me deje
en paz. El viaje a casa resulta silencioso. El príncipe y yo nos
miramos algunas veces, pero ninguno dice una palabra,
supongo que nos sentimos intimidados por Mia, quien nos
observa de manera intercalada. No digo una sola palabra,
pues la molestia sigue dominándome cada vez que recuerdo
que me ocultó su relación.
—Mañana todos me envidiarán porque viajé en la carroza
del príncipe —comenta Mimi mientras entramos a casa—.
Buenas tardes, familia. Ya estoy aquí para hacerlos felices.
En la mesa del comedor se encuentran mis padres,
rodeados por la diversidad de flores que toman del jardín
para llenar los jarrones que hay en la sala y colorear con sus
tonos la estancia. Tienen frente a ellos un plato de pollo con
verduras y copas de vino, cuyo olor dulzón a ciruelas es fácil
de reconocer. Ambos se levantan al ver al heredero y con
una reverencia tratan de ocultar su sorpresa.
—Alteza, no esperábamos verlo aquí —dice mamá.
—Fue por nosotras a la tutoría —explica mi hermana—,
porque es novio de Emily.
—¿Es eso cierto? —nos pregunta mamá.
—En lo absoluto, madre, son solo inventos infantiles que
no deben repetirse. El príncipe tiene pareja, así que no debe
preocuparse.
Inmediatamente siento los ojos de Stefan sobre mí. Si
cree que no estoy al tanto y que puede engañarme con su
amabilidad, está muy equivocado. No pienso interferir en
una relación de ninguna manera.
—¿A qué debemos el honor? —Ahora es papá quien
interviene.
—Me gustaría hablar con usted en privado.
—Puede hacerlo frente a todos.
—Si así lo prefiere… Sé que ayer usted estuvo en el
palacio para una cita que tenía con mi padre y que él no se
presentó.
—¿Cómo lo sabe?
—Quien lo atendió fue Atelmoff Klemwood, el consejero
real. Él me puso al tanto de la situación y por eso estoy
aquí. Dentro de unas horas emprenderé un viaje y no quiero
marcharme sin ofrecerles mi ayuda. —Saca de su chaqueta
un volante de pago que le pasa a papá—. Son dos millones
de tritens que espero que lo ayuden a saldar su deuda con
el señor Heinrich.
—¿Así se apellida el Mercader? —sondea papá, y él lo
confirma—. Es un gesto muy generoso de su parte, alteza,
pero no queremos que tenga problemas con su majestad.
—No lo sabrá. Eso es parte de mi patrimonio como
heredero.
—Prometo que se los devolveremos lo antes posible,
entonces.
—¿Devolver? Nunca hablé de un préstamo.
—Es imposible que aceptemos tanto dinero como regalo.
—Comprendo su orgullo y si lo pone de esa forma, le
pediré que lo vea como una inversión. Creo en su negocio,
es la perfumería con mayor prestigio en Palkareth y no
quiero que acabe de esta manera. Por favor, acepte y
cerremos el trato. —Le ofrece la mano.
—Está bien, aunque… igual, procuraré pagárselos.
Mamá suspira aliviada, Mia no deja de sonreír y yo no
puedo concebir la idea de que el príncipe le haya ofrecido a
nuestra familia dos millones de tritens no reembolsables. No
sé en qué momento mi vida cambió de tal manera que
ahora al heredero se le hace normal visitarnos y a nosotros
recibirlo, aunque lo que más me cuesta asimilar es que sea
yo sea la razón por la cual lo vemos tan seguido sentado en
nuestra sala y no solo en el balcón real de la plaza cuando
da sus discursos.
—Ahora, si usted me lo permite, me gustaría que me
dejara hablar con Emily a solas.
—Los únicos lugares privados en esta casa son las
habitaciones, y entenderá que no puedo dejarlo subir con mi
hija.
—Acepto sus reglas.
—Iremos arriba y ustedes tendrán este espacio para
conversar.
Toda mi familia sube, cumpliendo su parte del trato, y
una vez estamos solos, el príncipe dispara sin tapujos.
—¿Puedo hacerle una pregunta directa y esperar total
franqueza de su parte?
—Es lo mínimo que le debo tras lo que ha hecho.
—Usted a mí no me debe nada, así que no está obligada
a hacerlo por el préstamo. Simplemente, quiero saber por
qué inventó que yo tenía pareja.
—Aquí la pregunta más bien es por qué me ocultó a su
prometida —replico molesta ante su desfachatez.
—¿A quién? —Abre los ojos de par en par, confundido.
—La señorita Valentine me dijo que ella era la futura
reina.
Stefan se ríe, haciéndome enojar aún más, no solo con
él, sino también conmigo misma, porque aunque quiero
mantenerme seria frente a su descaro, una chispeante
sensación me recorre la piel cuando escucho su risa.
—No recuerdo haberle propuesto matrimonio.
—Entonces, ¿ por qué dijo ella eso?
—No lo sé, quizás quiso importunarla. Ella siempre me ha
mostrado su interés, solo que no he podido corresponderle.
—Le ruego que no intente engañarme.
—Desde que nos conocemos, jamás le he mentido, ¿por
qué comenzaría a hacerlo ahora?
No sé si creerle, pero supongo que tampoco debería
confiar ciegamente en una persona que acabo de conocer.
¡Por todos los cielos! Le estoy reclamando por cosas que no
me competen. ¡Qué vergüenza!
—Considero que una dama que vaya por ahí
autoproclamándose reina no podría ser mi tipo de mujer —
asegura, sereno—. ¿He resuelto todas sus dudas?
—Disculpe el interrogatorio. —Bajo la mirada, apenada.
—Me alegra que pregunte. No sería de mi agrado que
pensara que estoy comprometido, cuando mis intenciones
con usted son otras.
Levanto la vista de golpe para descubrir que me mira
fijamente. Se dibuja en la esquina de su boca una sonrisa y
el rubor me sube por el rostro a paso apresurado,
dejándome expuesta. Aún no me adapto a la idea de que el
príncipe me esté cortejando; es más, no me acostumbro a
saber que le atraigo a un hombre porque nunca me he
esmerado en coquetear. Toda mi vida me he encerrado en
una burbuja en la que esas cosas no tienen cabida, no es
algo a lo que le haya dado importancia. Sabía que en un
futuro sucedería y estaba dispuesta a esperar
pacientemente, pero jamás creí que ese momento llegaría
tan pronto.
—¿Quiere algo de tomar? Creo que no he sido muy
hospitalaria —propongo para desviar la atención.
—Le ruego que no intente huir de mí, y si quiere hablar
de algo más, hágamelo saber, que mi intención nunca será
incomodarla.
—No recibo bien los halagos.
—Aún no le he dicho ninguno.
—¿Pretende hacerlo? Si es así, le rogaré que lo descarte.
—Tendré que hacer un esfuerzo grande porque se me
ocurren muchos cuando la veo.
—Admito que no deja de sorprenderme su elocuencia —
confieso, reprimiendo una sonrisa.
—De acuerdo. Disparemos en otra dirección. Puede
intervenir con cualquier otro tema.
—¿Sobre lo que sea? —pregunto, y asiente.
Pienso en algo que sirva como cambio de tema. Solo hay
una cosa que lo involucra y que funcionaría para aligerar el
coqueteo: la migración masiva de mishnianos a Lacrontte.
Aunque no sé qué tan oportuno sea mencionarlo.
—¿Puedo ser sincera?
—Es mi mayor deseo.
—A veces siento que la monarquía nos oculta muchas
cosas.
—Bueno, hay cosas que es mejor no revelar porque
únicamente causarían pánico social y, como una vez le
comenté, nuestro compromiso es proporcionar paz.
—No quiero juzgarlo…
—Si dice pero ya lo está haciendo —se adelanta,
interrumpiéndome.
—Entonces lo sustituiré por sin embargo.
Ríe con una naturalidad que poco le he visto, y he de
confesar que luce mucho mejor con ese gesto.
—Cuando viajé a Lacrontte, me enteré de que muchos
mishnianos usan el bosque Ewan como ruta para llegar al
reino enemigo y se comenta que ustedes están al tanto de
la situación.
—Lo estamos y, aunque nos esforzamos, no es algo que
podamos controlar. Vivimos en medio de una guerra que
nos marchita cada día y de la que muchos quieren huir.
Nuestro ejército no da abasto, por lo que no podemos dejar
militares fuera del campo de batalla para cuidar un bosque.
Suena irresponsable, lo sé, aunque… —Se queda callado,
como si hubiera hablado de más—. Lo siento. Ese no es un
tema que pueda tocar ahora. Aun así, podemos pactar algo
—toma mi mano y la cubre con la suya—: prometo
mantenerla informada de todo aquello que pueda revelar,
bajo la condición de que se lo reserve para usted misma.
—¿Es decir que no podré luchar contra algo que me
parece injusto?
—Puedes hacerlo a través de mí, estaré encantado de
luchar por ti.
Me tutea, por fin.
—¿Hasta qué punto?
—El que decidas. Estoy dispuesto a meterme en todo tipo
de problemas.
—¿Crees que vale la pena arriesgarte por mí?
Me tomo la libertad de hablarle sin formalidades
también.
—Tendremos que averiguarlo.
Intento mantenerme calmada, a pesar del descontrol que
me causa la proximidad en la que nos encontramos. Me
esmero por ocultarlo, pero no puedo negar que Stefan me
gusta mucho más de lo que debería, y eso me intimida un
poco.
—¿He dicho algo que te ha disgustado? —inquiere ante
mi silencio.
—Que me atemoriza.
—Permíteme entonces aligerarte la carga.
—No soy capaz de preguntarlo.
—Presiento que sé de qué se trata.
—Entonces, por favor, no me expongas.
—¿Por qué te asusta? Pensé que era muy obvio. Tal
parece que tengo que esforzarme un poco más.
Nunca he sentido algo parecido por nadie, no sé cómo
reaccionar, qué decir ni cómo comportarme. Encuentro
fascinante este momento.
—Pretendo cortejarte hasta donde me lo permitas.
Eso, sin duda, es algo que quería escuchar en algún
punto de mi vida. Lo que no esperaba era que viniera de su
parte, es decir, nunca le he atraído a ningún joven y ahora
le gusto justamente al príncipe.
—Gracias —respondo con torpeza.
—¿Gracias? —Sus carcajadas resuenan en cada esquina
—. Bueno, eso no era lo que esperaba escuchar.
—Lo siento, desconozco cómo debo comportarme en esta
situación.
—¿En cuál? ¿La de gustarle a alguien? Yo tampoco.
—Tú les has gustado a muchas personas.
—No a alguien que a mí también me atraiga.
—¿Estás asegurando que eres de mi interés?
—¿Y no lo soy?
—Pueden tildarte de soberbio o vanidoso.
—Quizás confiado. Lo cierto es que me estoy jugando
todas mis opciones.
—¿Y si nos equivocamos? Es decir, no soy del total
agrado de tu padre.
—Aprenderemos a sortear su actitud. No nos hundamos
antes de haber zarpado. El éxito conlleva decisiones
grandes con riesgos desconocidos.
—Ya conocemos los nuestros: triunfar o fracasar.
—Sigue siendo incierto. No te devanes la cabeza
pensando en ello, por ahora solo aclárame una duda:
¿serías capaz de disculpar un arrebato de mi parte?
—¿Es demasiado descabellado?
—Eso no responde mi pregunta.
—No lo sé, depende de qué se trate, es decir, si es algo
demasi…
Se me cortan las palabras en el aire cuando lo veo
acercarse, tomar mi nuca y acabar con el espacio entre
nosotros al posar sus labios sobre los míos. El beso es dulce,
pero arrebatador, rápido y peligroso. Siento adrenalina por
el temor de ser descubiertos. Se mueve con agilidad contra
mi boca, llevándome a su ritmo. Cierro los ojos,
experimentando, viviendo y adaptándome a la acción.
Siento una y mil cosas, el cosquilleo en el estómago y las
caricias de sus dedos en la parte trasera de mi cuello, que
me erizan la piel. Mi primer beso. ¿Es así como
generalmente se siente? Porque sinceramente parece que
voy a desfallecer entre sus manos.
—¿Eres capaz de disculparme por esto? —pregunta una
vez se separa, manteniendo su frente unida a la mía.
—No tengo remedio.
—Puedes abofetearme por tal atrevimiento.
—Sería hipócrita de mi parte cuando yo también lo he
disfrutado.
Me observa, me detalla. A pesar de que sus iris han
desaparecido tras la dilatación de sus pupilas, aquellos ojos
siguen siendo brillantes y profundos.
—Definitivamente, eres hermosa —comenta de repente.
Unos pasos resuenan en la escalera e instintivamente
nos soltamos de las manos, sobresaltados. Es papá quien
baja y se reúne con nosotros en el primer piso.
—Lamento interrumpirlos. Ya es momento de volver a la
perfumería y debo atravesar la sala para llegar a la puerta.
—Lo entiendo perfectamente —contesta el príncipe—.
Pienso que es momento de retirarme también. Fue un gusto
estar aquí esta tarde.
—No fue mi intención arruinar su conversación. Aunque
quizás sí… un poco.
—No se preocupe, creo que tuvimos el tiempo suficiente.
Además, le aseguro que no será la última vez que me vea
por aquí.
—¿Algún asunto en especial? —pregunta papá.
—Espero no sonar atrevido, pero sí, tiene nombre propio.
—¿Amanda Malhore, mi esposa? —inquiere, dispuesto a
no permitir que me incluya en esa frase.
—Su descendiente.
—Oh, entiendo: Lizzie.
—Le rogaré que no me haga las cosas más difíciles.
—Es mi deber como padre ejercer cierta presión sobre los
pretendientes de mis hijas y en este momento estoy en una
posición social que me pone en desventaja: es usted el
príncipe y yo su súbdito, por lo que intento usar lo que
tengo a la mano.
—Emily Malhore, ese es el nombre que no deja de
rondarme la cabeza.
—Es un nombre muy bonito, por eso se lo pusimos.
Stefan ríe, decidido a no dejarse intimidar por mi padre.
—¿Es usted muy sobreprotector? —le pregunta
francamente.
—En este momento no me importa su título de heredero
y lo estoy tratando como a un igual para que entienda a qué
se enfrenta si hace sufrir a mi hija. ¿Qué opina?
—Que puede ir preso por la manera en la que me está
hablando, pero eso no es lo que diré porque necesito que
me permita visitar a Emily. No lo tome como una amenaza.
—Sonó como una.
—Me disculpo, señor Malhore, no pretendo hacerle daño
a su hija, lo juro.
—Eso no es algo que usted pueda asegurar. Ni siquiera
sabe qué comerá mañana, como tampoco puede predecir
que todo saldrá bien entre ustedes.
—Parece que dudar viene de familia —dice, mirándome.
—Emily es la luz de mis ojos y no quiero que un corazón
roto apague su brillo.
—Puedo jurar que su hija es capaz de enfrentarse a una
decepción amorosa si se diera el caso. Confíe en la fortaleza
que en poco tiempo le he podido conocer.
—No confío en la mía si llegan a hacerle daño y no crea
que es una amenaza.
—Sonó como una —le devuelve la frase.
—Una llana advertencia de un padre. Puedo apostar a
que el rey Silas lo protegería igual.
—Sin duda —dice con tristeza—. Entonces, ¿cuento con
su aprobación?
—La última palabra la tiene mi hija.
Ambos se giran a mirarme y me siento en el paredón.
¡Por todas las flores del mundo, qué posición tan incómoda!
—Lo deseo, padre.
—¿En qué sentido? —tantea con sospecha, tergiversando
mi respuesta.
—Papá, por favor —ruego entre dientes, completamente
avergonzada.
—De acuerdo. Tienen mi aprobación.
Mamá baja las escaleras de repente como si estuviera
escuchando la conversación y esperara el momento
oportuno para irrumpir. Al menos puedo decir que su
presencia me salva de alguna pregunta incómoda. Saluda al
príncipe y abre la puerta para marcharse con papá hacia la
perfumería.
—¿Nahomi? —pregunta mamá cuando pisa la entrada—.
¿Qué haces aquí?
—Estoy esperando a que Emily regrese de sus tutorías.
La voz de mi anciana amiga se escucha desde el otro
lado. Se encuentra sentada en el umbral, mirando hacia la
nada, tan arreglada como siempre.
—Ya está en casa, son casi las dos de la tarde.
—Alteza. —Se levanta al ver a Stefan—. Ha crecido
mucho.
—Bueno, supongo que es parte del desarrollo de un ser
humano.
—¿Ya se casó? —le pregunta.
—No ha llegado el momento.
—Entonces ya su padre dijo que no.
—¿Es tu abuela? —Se gira hacia mí sorprendido y niego
con la cabeza—. Porque es muy peculiar.
—Es una gran persona, solo que vive a su manera.
—Interesante. —Va hacia su carruaje, pero se detiene en
el primer escalón de abordaje y me susurra—: ¿Me permites
darte un beso de despedida?
—Puedo sentir los ojos de mis padres en la espalda, no lo
considero conveniente por ahora.
—De acuerdo, nos vemos luego, señorita espantapájaros.
Señores Malhore, ¿desean que los lleve a algún lugar?
—No se preocupe, nos gusta caminar hasta la perfumería
—explica mi madre.
—Insisto, por favor.
—Creo que es buena idea, puedo preguntarle algunas
cosas en el camino —interviene papá—. ¿Es posible
agredirlo si alguna respuesta no me gusta?
—Todo es posible en esta vida, señor Malhore.
Finalmente, suben y la carroza avanza lejos de mi calle,
dejando a su paso solo el recuerdo de aquel beso robado en
la sala.
—Emily, ¿crees que eres infiel? —me pregunta Nahomi,
devolviéndome a la realidad mientras pasa al interior.
—¿Infiel? Por supuesto que no.
—Yo opino que lo has sido.
—No tengo novio o quizás sí, bueno, no lo sé, así que no
habría razón para serle desleal a alguien.
—Él no dijo que no por ti, se negó por su padre —insiste,
sentándose en el sillón.
—¿De qué estás hablando?
—El príncipe no va a casarse —reafirma—. Quince de
agosto, Emily.
—Hoy es veintiuno de julio, Nahomi.
Está desvariando más que nunca.
—El quince de agosto el amor de tu vida te verá a los
ojos finalmente.
—¿Te encuentras bien? ¿Tomaste o comiste algo extraño?
—Escúchame, no te reencontrarás con él, aunque
algunos digan que debe ser así, y ¿sabes por qué?
—¿Quiénes dicen? ¿Escuchas voces? —inquiero
preocupada.
—Reencontrarse es volver a reunirse con una persona,
pero él ya no es el mismo que una vez viste. Tendrás que
conocerlo de nuevo. ¿Estás lista para eso?
¿Qué se supone que responda a eso? Nahomi necesita
ayuda.
—Voy a prepararte un té. ¿Quieres dormir? Parece que no
lo has hecho.
—Quince de agosto, Emily. No lo olvides. Quince de
agosto.
12

Después de los extraños comentarios que hizo ayer, no


permití que Nahomi pasara la noche sola en su casa, por lo
que compartí con ella mi habitación. No se veía bien y no
paraba de repetir que el quince de agosto me reencontraría
con el supuesto amor de mi vida.
Al regresar de tutorías la encuentro en el sofá, vestida
con la ropa de mamá y con el cabello gris recogido con una
de mis cintas. Las arrugas en las comisuras de sus labios
aparecen mientras le sonríe a Liz con la ternura propia de
una abuela y el color caramelo de sus ojos brilla como hojas
secas mojadas con la lluvia. ¿Por qué observa con tanta
devoción a mi hermana?
—Nahomi —pregunta Liz después de soportar su mirada
más tiempo del prudente—, ¿sucede algo? —Ella niega con
la cabeza—. Siempre me he preguntado cómo te apellidas.
—¿Para qué quieres saber eso?
—Curiosidad. Es decir, vives sola en una casa gigante, no
tienes hijos o familia y desde que conociste a Mily pasas el
fin de año con nosotros.
—Vengo de muy lejos. Nací cerca del mar y ahí quiero
morir.
—¿En qué lugar, específicamente?
—Te lo diría, pero van a llamar a la puerta y prefiero no
empezar algo que van a interrumpir.
Unos golpes en la madera cumplen su predicción. A
veces me asusta un poco.
—¿Cómo sabías eso? —indaga mi hermana mientras voy
a la entrada para abrir. No responde, solo se encoge de
hombros.
—Buenas tardes —saluda un joven de cabello café rizado
y ojos miel—. Oficial Willy Mernels.
—¿Qué desea? —Me asusto. Viste el típico uniforme de la
Guardia Civil, con quienes no quiero problemas.
—Vengo con un mensaje para la señorita Liz Malhore, de
parte del general Daniel Peterson.
Mi hermana trastabilla al levantarse y corre hasta la
puerta para recibir al joven que sirve de mensajero.
—Soy yo. ¿Qué tiene que decirme?
Él le entrega dos sobres, ambos firmados a mano y con
un sello personal.
—Todo lo que necesita saber está dentro. Igualmente, le
informo que se me pidió aguardar mientras usted lee,
debido a que quizás quiera enviar una nota en respuesta.
—De acuerdo, pase —lo invita, emocionada.
El militar camina al interior y se mantiene estático cerca
a la puerta mientras Liz rasga el sobre con urgencia. Lo que
encuentra es una invitación a la fiesta de cumpleaños de
Daniel, que tendrá lugar dentro de unas semanas, y en el
otro envoltorio, un boleto de cambio junto a una carta.
—¿Viniste desde tan lejos para entregar el correo? —le
pregunta Nahomi.
—La base no está muy lejos de aquí, mi señora.
—Oh, ya entiendo. —Le guiña un ojo como si entendiera
algo—. ¿Cómo te llamas, niño?
—Willy, mi señora.
—Yo tuve un novio que se llamaba igual. ¿De casualidad
no eres tú?
—No lo creo —responde secamente.
—Pienso que eres tú. ¿Ahora eres novio de Emily?
—No conozco a nadie con ese nombre.
—Es la que te abrió la puerta. ¿Acaso se te olvidan las
cosas?
—No estaba al tanto del nombre de la señorita.
—Naho, déjalo —medio para salvar al desconocido—.
Solo vino a entregar algo.
—Así que todavía no son amigos. —Se gira hacia él—.
¿Has ido al mar de Hilffman?
—Allí no hay mar, mi señora —contesta con la paciencia
propia de un militar.
—Claro que sí. Yo estuve ahí la semana pasada. Puedes
sentarte.
—No se me permite. Siempre debo estar en guardia.
—Aquí no se encuentra ninguno de tus superiores.
¿Acaso eres nuevo? Ellos son los únicos que cumplen
estrictamente las reglas.
—Llevo un año. Aun así, prefiero obedecer, aunque nadie
me esté viendo.
—¿Puedo preguntar dónde está el general? —mi hermana
irrumpe la conversación.
—En una base militar cerca de la frontera.
—Por favor, entréguele esto. —Le extiende un papel
doblado—. ¿Sabe cuándo volverá?
—No tengo esa información, señorita. ¿Algo más? —
pregunta, y ella niega con la cabeza—. Entonces, que
tengan un buen día.
Se despide de Nahomi con una leve venia antes de salir
de la casa. Acto seguido, Liz se desborda entre gritos a
medida que salta como si estuviera sobre su colchón.
—Creí que estábamos mal, que todavía seguía enojado
por lo del juego de polo, pero, escuchen esto:

Querida Liz:

Nada me gustaría más que estuvieras conmigo en una


noche tan importante para mí como la de mi cumpleaños.
Hablé con Stefan y él me explicó las razones de tu
compromiso. Tenemos que resolver ese asunto y darnos la
oportunidad de mediar por el bien de ambos, pues no quiero
que se pierda tan fácil lo que hemos construido.
Puedes canjear el boleto en el banco, ya todo está
preparado. Te darán el dinero necesario para que puedas
alquilar un carruaje y venir hasta Coldtenhew. Si no tienes
dónde quedarte después de la fiesta, no te preocupes, el
evento tendrá lugar en una villa que cuenta con múltiples
habitaciones para invitados y, por supuesto, una queda
reservada para ti.
Irremediablemente interesado,

DANIEL PETERSON CRETT

—A veces, por más disposición que tengan los amantes, hay


obstáculos que no pueden vencer —declara Nahomi.
—¿Lo dices por algo en concreto? —Liz guarda la hoja
para mirarla.
—Experiencia. Se aprende viviendo y observando.
—¿Alguna vez te casaste, Naho? —Me acerco a ella.
—Por supuesto. Tuve una gran familia.
—¿Y qué les pasó?
—Se los llevó el mar. —¿Murieron ahogados? ¿A eso hará
referencia? Quisiera ahondar en su pasado, pero sus ojos
cristalinos y nostálgicos me advierten que es hora de
detenerme—. Tuve una hija y tú me la recuerdas: sus ojos
eran como el chocolate, dulces y oscuros, podía ver todo a
través de ellos. —Se queda en silencio unos segundos, baja
la cabeza y junta las manos para luego levantarse con la
fuerza de un cañón que apunta al cielo como si la pena no
la hubiera invadido—. Creo que el momento de partir ha
llegado.
Me resulta intrigante su amor por el mar, a pesar de que
le arrebató a su familia. Supongo que por eso es donde se
pierde su mente, quizás así puede revivir sus mejores
recuerdos; al fin de cuentas, ha insinuado algunas veces
que es posible sentir la energía de los demás.
La acompaño a la puerta con el propósito de llevarla a su
casa, pero solo es cuestión de pisar el umbral para ver a
Rose venir en nuestra dirección con libros en las manos y
una capota que la protege de la violenta luz del día.
—¿A dónde vas? —grita a la distancia, apresurando el
paso—. No te vayas, vine a visitarte.
Nahomi me toca el brazo y me da unas palmadas suaves
que se traducen en despedida. Decide marcharse sola, a
pesar de que insisto en llevarla. Vigilo su camino hasta que
la pierdo de vista. Rose llega por mi izquierda y me sigue a
la sala, donde mi hermana continúa admirando la carta de
Daniel.
—Hola, Liz, justo a ti te buscaba —la saluda—. Necesito
que me prestes tu investigación sobre Cristeners y a cambio
le traje a Emily todos los libros sobre Lacrontte qué encontré
en la biblioteca.
Deja a un lado del comedor tres textos color vino con un
grabado en el lomo que ostenta el nombre del reino
enemigo.
—Lo imaginé desde de que Emily comentó que te había
tocado ese —contesta mi hermana, molesta por la presencia
de Alfort.
No es un secreto para nadie que a mi hermana no le
agrada Rose, por ser una mujer que se deja llevar por las
habladurías y que no se queda callada. Esto muchas veces
ha resultado una pesadilla, ya que me obligan a tomar
bando en sus pleitos. Necesito que ambas dejen de lanzarse
flechas o terminarán por atravesarme.
—¿Estás sola en casa? —pregunta cuando mi hermana va
en busca de su proyecto y yo asiento—. Excelente, así te
puedo contar que fue de gran ayuda no ir estos dos días a
clases porque pude despedirme de mi Cedric.
—¿Despedirte? ¿Terminaron?
—Claro que no. Ya se fue a la frontera. Recuerda que es
un militar.
—Ay, Rose, no sé cómo decirte esto sin que lo tomes mal,
pero debo contártelo.
—Si es algo malo sobre Cedric, prefiero no saberlo —dice,
deshaciendo el nudo que sujeta su capota.
—¿Cómo no vas a querer? Es necesario para que
entiendas el tipo de hombre que tienes a tu lado —insisto—.
Conocí a su hermana y me dijo que la novia de Cedric es
Phetia.
—¿Tielsong? —Entrecierra los ojos y arruga la frente—.
¿En verdad crees que él se fijaría en ella? No creo que
siquiera se conozcan.
—No estoy segura, Rose. Su padre es jefe de la Guardia
Civil.
—Eso no tiene nada que ver —continúa incrédula, como
si esperara que en cualquier momento yo dijera que se trata
de una broma—. La Guardia Civil y la Guardia Azul son dos
entidades diferentes.
¿Cómo puede cegarse de esa forma? Nunca le he
mentido, y aunque Cedric no me agrade, sabe que sería
incapaz de inventar algo para separarlos.
—Aquí lo importante es que te está usando, porque te
esconde de su familia y a ella sí la presenta como su pareja.
—Lo siento, Emily, pero eso no es verdad. Él me adora.
—Aquí está. —El regreso de Liz nos interrumpe—. Me
habría gustado que a Emily le tocara investigar sobre
Cristeners para así no tener que facilitarte un trabajo que
deberías esforzarte en hacer sola.
—¿Te cuesta tanto ayudar sin criticar? —Rose se defiende
del ataque.
—No. Me gusta llamar las cosas por su nombre y tú eres
una oportunista. No me cabe en la cabeza que Emily sea tu
amiga.
—Eso no es de tu incumbencia.
—Ni siquiera le has devuelto sus aretes de plata y
comienzo a pensar que nunca lo harás.
—¿Me estás llamando ladrona?
—Es lo que pareces.
—Basta, Liz, estás cruzando la línea —le advierto.
—Si no los he devuelto, es porque se me olvidó traerlos.
Eso no significa que vaya a quedarme con ellos, así que
exijo que me respetes —replica Rose crispándose.
—Se le brinda respeto a quien se lo merece y tú no te lo
has ganado.
—Me irrita que te juzgues una santa cuando casi te
desmayas en el desfile porque un general te dio una
estúpida flor.
—¿En serio vas a hablar de reputación? ¿Tú, Rose Alfort?
No creo siquiera que conozcas esa palabra.
—Deténganse ambas —pido exasperada.
Me paro en medio al ver que se acercan con la intención
de golpearse. ¿En verdad pretenden irse a las manos?
—Creo que mejor me voy, nos vemos después —informa
mi amiga.
Para no hacer el lío más grande, acepto su despedida. La
llevo hasta la puerta y, bajo el marco, vuelvo a preguntarle
por alguna vacante a la que pueda aspirar y la respuesta
que me da no era la que esperaba escuchar: Milicius.
—¿El bar? No, ahí está ese hombre Faustus y no quiero
encontrármelo nunca. Intentó propasarse conmigo —
susurro.
—¿Que hizo qué? —Abre los ojos e inclina su cuerpo
hacia atrás—. Es un maldito idiota. Cuando lo vea le torceré
de un golpe la nariz de águila que tiene, te lo juro. No tenía
por qué faltarte al respeto y lo va a pagar.
—Tú también deberías mantenerte alejada de él, Rose.
Podría vengarse.
—A mí no va a hacerme nada. Y tranquila, nada te pasará
si eres mesera. Podemos ir en la noche para que te den un
espacio.
—Antes de que te vayas, ¿podrías decirme cuál es la
calle por si me animo a ir?
—Relheg, pero no vayas sin mí. Es muy peligroso, y lo
sabes.
¡Por todas las flores del mundo! Ese es el sitio de la
dirección que el señor Field me pasó ayer. ¿Por qué dijo que
su casa quedaba allí si es consciente de lo peligroso que es
y de la mala reputación que tiene ese lugar? ¿Qué esconde
ahí o a quién?
13

Han pasado semanas y el príncipe todavía no ha regresado


de su viaje. La ciudad se ha quedado en manos de la reina
Genevive, la única integrante de la familia real que no partió
con el rey y los Griollwerd. En este tiempo las ventas de la
perfumería se han incrementado, y es que aquella aparición
en el periódico, en la que me relacionaban con el príncipe,
ha hecho que las personas se interesen en comprar el
perfume con mi nombre, para ver si así obtienen un poco de
la suerte que ellos creen que tengo.
—Mily, abre la puerta —la voz de Liz suena urgente del
otro lado de mi habitación—. ¿Estás vestida? ¿Puedo pasar?
En estos días mi hermana ha ahorrado todo su pago de la
perfumería para comprarle un obsequio al general Peterson,
incluso fue a cambiar su boleto para costear el viaje y ahora
lo único que le falta es la aprobación de papá, que no se ha
atrevido a pedir.
—Mañana es la fiesta de Daniel. Dime que se te ocurrió
algo para que me dejen ir.
—¿Por qué esperaste hasta el último día?
—Porque si me dice que no, lloraré desde hoy y no desde
los días anteriores —suspira, lanzándose a mi cama.
—¿Tienes alguna idea que no incluya mentir?
—Ninguna. ¿Qué podría decir para que no piense que voy
a quedarme toda la noche en un lugar que no conoce y con
un hombre al que apenas distingue?
Juro que he intentado idear una estrategia para ayudarla.
No es mi culpa que nada me haya llegado a la cabeza.
—Así que quieres ir a ver a tu general.
Liz se levanta de golpe y yo me giro hacia la puerta,
sorprendida por la voz infiltrada. Mia está de pie en el marco
con una mirada traviesa que transmite terror.
—¿Por qué escuchas conversaciones ajenas? —le reclama
—. Eso es de muy mala educación.
—¿Dónde es la dichosa celebración? —pregunta,
omitiendo la reprimenda.
—En Coldtenhew, pero no me cambies el tema.
—Si mis diez años de vida no me fallan y las múltiples
visitas me dan la respuesta, estoy muy segura de que una
vez la abuela Clarise nos dijo que la villa Coldtenhew está a
quince minutos de su pueblo.
Liz y yo nos miramos considerando la posibilidad. ¿Es
una idea brillante o una locura?
—Explícate —ordena Liz, reavivando la esperanza.
—Podemos decirle a papá que queremos visitar a la
abuela y luego, cuando estemos allá, nos fugamos a la
fiesta.
—¿Nos fugamos? —Liz levanta una ceja al ver que Mia se
incluye.
—Yo fui la de la idea, así que deben llevarme. De otra
forma, le diré a papá.
—Yo ni siquiera iré, la invitación fue solo para Liz —le
recuerdo.
—Entonces no pienso ayudarlas y saben que me
necesitan para convencer a papá.
—Papá sospecharía si de un momento a otro queremos ir
a casa de la abuela —razono lo evidente.
—Claro que no, y más si soy yo quien se lo pide. Además,
no se va a negar a que visitemos a su madre: ha pasado
todos estos días pidiéndonos que no nos preocupemos por
la deuda familiar y eso en verdad nos ayudaría a olvidarnos
del problema.
Mia baja las escaleras para dirigirse a la sala, donde
nuestros padres ya se preparan para marcharse a la
perfumería. Liz y yo aguardamos arriba, al pie de los
escalones, pendientes de lo que sucederá, mirando cómo
ella se detiene frente a él con un gesto triste y los ojos
brillosos.
—Papá —inicia con la actitud más lastimera que he visto
—, extraño a la abuela y me gustaría que por favor me
dejara ir a verla.
—¡Hija! —suspira mamá conmovida ante la petición,
mientras papá la mira con desconfianza—, eso es hermoso.
—¿Desde cuándo extrañas a tu abuela? —cuestiona él
con sospecha.
—Bueno… —agacha la cabeza—, tenemos mucho tiempo
de no ir a visitarla.
—Es cierto, Erick —apoya mamá—. Es tu madre,
debemos ir a verla.
—De acuerdo. Viajaremos a fin de mes.
Veo a Liz palidecer a mi lado ante el fallido plan, por lo
que decido convertirme en la mejor actriz que haya nacido
en Mishnock.
—Hagámoslo ya. Viajemos mañana. Todo este lío nos
está causando mucha tristeza y nos haría bien pasar el fin
de semana con la abuela.
—¿Mañana? —cuestiona confundido—. No podemos
marcharnos de la nada. Tengo responsabilidades.
—Podemos ir solo las tres y así ustedes siguen a cargo de
la perfumería.
—Niñas, en este momento no puedo pagar un viaje,
tendríamos que alquilar carruajes y no cuento con ese
dinero.
—Tengo dinero guardado, puedo pagar un viaje con eso.
—Yo también tengo unos ahorros —Liz me apoya—. Y sé
que me alcanzarán para costear el carruaje de regreso.
—Volveremos el domingo por la noche y el lunes por la
mañana estaremos listas para ir a las tutorías —aseguro
para que no dude de nuestra idea.
—¿Por qué tanto afán? —replica desconfiado.
—Extrañan a su abuela, Erick —nos apoya mamá,
inocente—. Nada más serán dos días y sabes que mi
querida suegra las cuidará bien.
Él continua con la duda, mirándonos con ojos
entrecerrados, hasta que finalmente cede por los nuevos
ruegos de Mia.
—Está bien, viajarán mañana al amanecer.
Usar a la abuela Clarise como excusa me hace sentir
culpable. Espero que este sacrificio valga la pena y no
terminemos en graves problemas.

***

El carruaje que alquilamos nos espera fuera de casa muy


temprano en la mañana. Papá nos ayuda a subir el equipaje.
—Pórtense bien, niñas —nos pide mamá después de
arrastrar a una Mia somnolienta hasta su asiento—. No sean
un dolor de cabeza para su abuela y obedézcanla. Díganle
que la extrañamos y que iremos a verla cuando podamos.
Mi madre y la abuela tienen una relación muy estrecha,
pues la abuela fue quien la ayudó, protegió y acogió cuando
se fue de su casa en malos términos con sus padres ante la
negativa de estos a emparentarse con Erick Malhore, quien
en ese entonces era un plebeyo sin ningún futuro brillante.
Y aunque mamá no era una gran acaudalada, sus padres
tenían cierto renombre, les habían otorgado el título de
«señores», y no pensaban permitir que su única hija se
casara con alguien económicamente inferior. Sin embargo,
mamá lo amaba, lo ama, y no estaba dispuesta a dejarlo por
más que se opusieran. Desde entonces no ha vuelto a ver a
su familia y ellos se olvidaron por completo de ella.
—Las amo —se despide papá—. Tengan un buen viaje y,
por favor, envíen una carta cuando lleguen.
El miedo de que por algún motivo las maletas se abran y
se descubran los vestidos de fiesta que escondimos debajo
de la ropa de campo no desaparece hasta que nos alejamos
en la carroza.
El viaje hasta casa de la abuela resulta largo y agotador,
aún más porque Liz no deja de hablar del general Peterson
durante todo el camino. Al llegar, me duele la espalda como
si hubiera cargado una estatua de alabastro por horas. Mia
se lanza al pastizal con dramatismo y Liz corre a bajar el
equipaje, pendiente de que el elegante vestido que ha
traído no se quede en el carruaje. La abuela Clarise se
encuentra en el portillo celeste junto a sus múltiples
plantas, consternada al vernos llegar. Su vivienda está
rodeada por pequeños muros de mampostería y un camino
de piedritas blancas bordeadas de flores amarillas, las
cuales dan paso al umbral.
—Mis niñas Malhore —saluda, dándonos un sonoro beso a
las tres—. No esperaba verlas aquí. ¿Van a quedarse
muchos días? ¿Cómo están sus padres y las cosas en
Palkareth?
La abuela Clarise es robusta, con el cabello como ondas
de agua clara, sonrisa maternal y una mirada apacible en
los ojos cansados, caídos tras años de amaneceres. Su
gesto añorante es un claro reflejo de la soledad que la
acompaña y de lo mucho que nos extraña.
—Solo por el fin de semana —comienzo a responder las
preguntas—. Ellos se encuentran bien y la ciudad está un
poco agitada.
Nos adentramos en la casa mientras ella comienza a
proponer planes para estos dos días, haciéndome sentir
todavía peor por haberla tomado como excusa. El interior es
acogedor. En la sala hay un comedor campestre, con un
mantel de cuadros rojos y blancos, acompañado por unas
sillas de madera oscura. La cocina está iluminada por la luz
natural que entra por la ventana frente al fregadero,
rodeado de estantes pequeños, tazas coloridas y cortinas de
flores y encaje. Podría quedarme aquí toda la vida sin
extrañar el ajetreo de Palkareth.
—Hay tantas cosas que podemos hacer. ¿Recuerdas que
querías aprender a bordar, Liz? Podemos seguir con las
clases esta misma tarde. Y para ti, Emily, tengo una nueva
receta de galletas que podemos preparar en la noche.
Seguramente va a gustarte.
—Ay, abuelita, no creo que podamos hacer todo eso hoy
—inicia Mia, imprudente—, porque hay un grupo de
personas que se irán a una fiesta en la noche.
En el rostro de mi abuela se evidencia la confusión. Nos
mira buscando una explicación que tarda en llegar ante el
enojo de Liz por la revelación inapropiada.
—¿Hay algo que quieran decirme? —pregunta
finalmente.
—Por favor, no te enojes —inicia Liz contra el paredón—.
Hay un chico que me atrae y hoy es su fiesta de
cumpleaños. Sabía que papá no me permitiría venir, así que
nos pareció buena idea visitarte para salir desde aquí.
—¿Es decir que no pasarán tiempo conmigo?
—Claro que sí, pero será mañana. Esta noche quiero ir al
evento.
—¿Quieres? Debes decir queremos —corrige Mia—. El
trato consiste en que iremos todas.
—¡El amor es tan precioso! —suspira la abuela con ojos
brillantes—. No puedo creer que hayan crecido tan rápido y
ahora piensen en parejas. ¿Puedo saber cómo se llama?
Necesito toda la información.
—Daniel Peterson, es un general de la Guardia Azul. —Su
voz denota orgullo cuando lo nombra.
—¡Un general de la armada! Suena a que es alguien muy
varonil. ¿Y tú, Emily, tienes un prospecto del que quieras
hablar?
Sonrío y las mejillas se me enrojecen al recordar a Stefan
y ese beso que nos dimos a escondidas en casa.
—El príncipe. —Mi voz es tímida, apenada.
—¡¿El príncipe heredero de Mishnock?! ¡¿Stefan
Denavritz Pantresh?!
Asiento, pues se me hace imposible responder con
palabras. Para mí también es una locura pensar que
empiezo a relacionarme con él.
—Yo también fui joven y un gran acaudalado me
pretendió. Aun así, escogí a su abuelo, que en paz
descanse. Si no, muy seguramente viviría en una mansión
en Palkareth.
—Entonces, ¿nos dejarás ir a la fiesta del general? —
pregunta Liz, entusiasmada.
—Por supuesto. ¿A qué hora van a regresar?
—¿Diez de la noche está bien?
—Las once me parece una hora perfecta. —Guiña el ojo
con complicidad.

***
Las tres Malhore nos encaminamos hasta la villa
Coldtenhew, pidiendo indicaciones a todos aquellos que
encontramos en el camino. La caminata se torna extensa y
mucho más por las paradas que debemos hacer por Mia,
quien se cansa cada medio metro. Cuando por fin llegamos,
son casi las siete de la noche y el lugar ya se encuentra
repleto de carruajes e invitados con vestidos pomposos que
nos hacen ver a nosotras como jóvenes cubiertas de
andrajos. Nos acercamos a la entrada, donde dos hombres
inspeccionan las invitaciones antes de permitir el ingreso, y
cuando por fin llega nuestro turno, uno de los señores nos
detiene.
—La invitación solo tiene un nombre —señala con voz
rígida—. ¿Quién de ustedes es la señorita Liz Malhore?
Siento que la sangre se me hiela en las venas.
Caminamos tanto para no poder ingresar.
—No voy a entrar sin ustedes —declara mi hermana.
—Oye —susurro, llevándola lejos del guardia para que no
pueda escucharnos—, hicimos todo esto para que pudieras
ver al general Peterson, así que ahora no vas a arrojar a la
basura nuestro esfuerzo. Entrarás allí y disfrutarás la noche
con Daniel.
—¿Y ustedes? —inquiere preocupada, como la hermana
mayor que es.
—No te preocupes. Regresaremos a casa, así tenga que
arrastrar a Mia todo el camino. Seguramente el general te
llevará a casa o te enviará en un carruaje, así que no debes
temer por regresar sola.
—¿Estás segura? —insiste con duda.
—Como nunca en la vida. Diviértete.
Con las piernas doloridas nos vamos de vuelta por un
camino de ripio cercado con espigas de trigo a la derecha y
kilómetros de campo verde a la izquierda, bañados con los
dorados rayos de la tarde. Mi hermana no para de quejarse,
suena como el canto molesto de un grillo por la noche,
únicamente se detiene cuando después de recorrer algunos
metros escuchamos que gritan mi nombre. Nos giramos al
llamado y quedo estupefacta al encontrar al príncipe fuera
de la villa. Me sonríe a la distancia y se acerca a nosotras
con agilidad, haciendo que mi corazón bombee mucho más
rápido.
—Alteza… digo, Stefan —suspiro más emocionada de lo
que pretendía dejar ver—. ¿Qué haces aquí afuera? ¿Este es
el evento al que te referías hace unos días?
—Bueno, es el cumpleaños de mi mejor amigo. No podía
perderme la fiesta. —Me mira como quien ha encontrado un
tesoro que ni siquiera estaba buscando—. Respondiendo a
tu pregunta: estoy aquí porque tu hermana me ha
informado que no les han permitido el ingreso y no podía
dejar que las trataran con tal irrespeto.
—Es un evento privado, así que entendemos las razones.
No nos sentimos ofendidas.
—Yo sí —replica mi hermana—. Fue un desplante
inaceptable.
—Estoy de acuerdo con la pequeña. Para repararlo,
permítanme llevarlas conmigo.
—Creí que jamás lo dirías —señala Mia, caminando de
regreso.
Nos adentramos en la fiesta, donde se nos entrega una
pequeña libreta, acompañada de una pluma, y es así como
me entero de que el evento seguirá una línea clásica. El
jardín de la villa está decorado con diminutas luces
amarillas que, extendidas como una manta, simulan ser un
cielo estrellado. Hay mesas alargadas en las que departe la
mayoría de los invitados y otras que parecen flotar solitarias
como pequeñas islas redondas. Los músicos animan la
fiesta desde las escaleras que salen de la mansión hacia el
campo de fiesta y en medio hay una pista rectangular de
madera sobre la que ya muchos bailan.
—Anótame —susurra Stefan a mi oreja al verme
distraída, refiriéndose a la libreta—, quiero ser el primero.
—¿Uno o dos? —le sigo el juego.
—¿Todos te parece demasiado?
Stefan luce como el primer rayo de luz que atraviesa las
copas de un árbol en el alba. Es cautivante. A pesar de estar
vestido de color marfil, la expresión radiante en su cara les
da color a sus palabras y movimientos.
—Debes dejar espacios para otros, de lo contrario se
creerá que estás cortejándome.
—Es lo que pretendo hacer toda la noche.
El objetivo de este tipo de bailes es el cortejo. Anotas los
nombres de aquellos jóvenes que te hayan pedido bailar y,
de esa forma, haces una lista de turnos. Mamá aún
conserva sus libretas y no hubo baile en el que no figurara
el nombre de papá.
—Luces muy hermosa esta noche. —El príncipe me adula
con la mirada y lleva las manos a la espalda mientras
caminamos sin saber que ese detalle es como una chispa en
una pastura seca.
Nos guía hasta la mesa donde se encuentra su madre,
bajo la mirada atónita y los murmullos de los invitados.
—Querida Emily —la oscuridad en los iris de la reina
Genevive se ilumina cuando se levanta para saludarme con
un beso en la mejilla—, un gusto volver a verte. ¿Quién es la
jovencita?
—Mia Malhore, majestad. Futura cuñada de su hijo.
—Ya veo —comunica sorprendida—. Un placer. Soy la
suegra de tu hermana, entonces.
¿Cómo es que esta niña no se resiste a hablar más de la
cuenta? Seguramente el carmín ya se ha adueñado de mi
piel y mucho más cuando Stefan me mira de reojo con
picardía.
—Iré a lo que he venido —informa mi hermana antes de
caminar a la zona de banquetes.
—Me siento afortunado de tenerte aquí esta noche —
confiesa Stefan mientras tomamos asiento—. Creí que iba a
ser un evento aburrido. Sé que es una fiesta en honor de
Daniel, pero debo cumplir con el protocolo y hacer lo
necesario por complacer a los demás, por lo que me
reconforta saber que eso incluye el tener que complacerte a
ti.
—Qué galán —murmura la reina Genevive—. Me alegra
saber que Atelmoff te ha enseñado algunas cosas.
—Madre, por favor. No me exponga de esa manera.
La reina me mira con complicidad, atendiendo la solicitud
de su hijo. Cuando intento agradecerle a Stefan por el
rescate, el maestro de ceremonias interrumpe para anunciar
la llegada de la familia real de Plate. En el acto, todos
dirigimos nuestra atención a la entrada, por donde caminan
los reyes Griollwerd, un despampanante Angust en un traje
verde y una inigualable Aphra, que luce el mismo atuendo
de su hermano. Las murmuraciones, señalamientos y burlas
sobre el estilo que ha adoptado la heredera de Plate se
hacen presentes; sin embargo, a ella parece no importarle.
Caminan frente a las reverencias de los invitados y,
finalmente, se dispersan entre la multitud. Los reyes van a
la mesa del monarca Silas y los hermanos vienen hasta
donde nos encontramos.
—Siempre tan coloridos e inusuales —saluda Stefan.
—¿Te gusta? —Angust presenta sus prendas con orgullo
—. Tengo uno rojo que te quedaría genial.
—Hola. —Aphra toma lugar y bebe con desespero una
copa de vino—. Odio mi vida.
—Cariño, no digas eso —pide la soberana mayor—.
¿Ocurrió algo?
—Lo que siempre ocurre en la política cuando no eres
hombre: propones algo y le restan valor porque viene de la
boca de una mujer. Puedo jurar que es la misma razón por la
que está usted en esta mesa y no en la de su esposo, así
que mejor hablemos de algo más.
—No te pongas así. —La abraza su hermano—. De todas
formas, tú no quieres ser reina.
—¿De una monarquía parlamentaria? Si eso es igual a no
ser nada. —Toma otra copa—. Me siento impotente cuando
no toman en cuenta mis estrategias para la mejora de Plate.
Estamos hundidos y prefieren desechar mi solución, aunque
sepan que es la mejor. ¿A usted el rey Silas la deja proponer
algo?
—Nunca soy invitada a las reuniones políticas, ese no es
mi lugar.
—Querida Genev… —La besa Angust en cada mejilla—.
Tu lugar es cualquiera donde quieras estar.
—Por eso me iré de casa —continúa su hermana—.
Quizás me convierta en beguina.
—¿Vas a renunciar a tu título? —pregunto sorprendida.
—Es todo lo que he soñado desde que tuve consciencia
de que era una princesa. En Cromanoff, un grupo de teatro
compró uno de mis escritos para llevarlo a las tablas. Eso es
lo único que le agrega emoción a mi vida en estos
momentos.
A unos metros veo a una joven que se acerca a la mesa.
La reconozco. Es la señorita Valentine, la que inventó ser la
pareja de Stefan. Cuando llega, hace una reverencia frente
a los nobles, pasando de mí por completo. Poco me molesta
que me ignore, pues no estoy interesada en interactuar con
una persona tan maleducada.
—Stefan, cariño —lo saluda—, vine a llevarte a la pista.
Mi querido Silas se ha puesto contento cuando le dije que te
invitaría a bailar.
Siento cómo se tensa al escucharla. Mira a la reina en
busca de ayuda y ella solo hace un gesto con la mano para
que la acompañe. ¿Lo asusta su padre? Entiendo que el rey
es intimidante, pero no creí que él también lo viera de esa
forma.
—Si me disculpas, Emily —se excusa, levantándose de la
mesa—. Espero que me permitas la siguiente pieza.
—Por supuesto —aseguro con una sonrisa.
—No te molestes, yo puedo entretenerla toda la noche —
comenta Angust.
—Vendré por ti cuando termine esta canción —insiste
Stefan, ignorándolo.
Mia regresa de la mesa de banquetes con platos
rebosantes. La brisa que da entrada a la noche pasea el olor
dulce de la mermelada que decora algunos postres y el olor
a mar de los canapés de gambas. Se sienta en el lugar que
Stefan dejó libre sin dejar de mirar a las personas que se
mueven como olas a nuestro alrededor y dejan obsequios
para Daniel, quien presenta a Liz a sus invitados.
—Se acabó la crema de chocolate, tuve que esperar a
que trajeran más —explica antes de que pueda preguntarle.
—¿Quién es esta niña que se trajo todo el banquete? —
pregunta Aphra.
—Es mi hermanita, que ha prometido comportarse —
sentencio a modo de advertencia.
—Así que eres mi cuñada —la saluda Angust—. Un gusto,
soy el futuro esposo de Emily.
—¿Quién es usted? ¿Tiene dinero? Porque solo aceptaré
que mi hermana se case con alguien de muchísimo dinero.
—Bueno, en eso me gana mi gran rival. Plate es un reino
pequeño y Mishnock está mejor económicamente, pero si
buscas a alguien de mucho poder, Stefan tampoco es el
ideal. Así que ambos perderemos el amor de nuestra
adorada.
—Hablando de él, ¿para dónde se fue? —pregunta Mia
buscándolo con la mirada.
—Bailando con su amiga la señorita Valentine —musito
con la esperanza de que no comente nada más.
—No dejes que te lo roben, Emily. Eres muy lenta —dice
Mimi, haciendo que me sienta peor.
—No te preocupes, Valentine no se lo quitará —dice la
reina Genevive—. Él está muy interesado en tu hermana.
—Pues no parece —replica Mia, lo que me lleva a
golpearla debajo de la mesa, apenada—. ¿Por qué te vistes
de hombre? —le pregunta sin filtros a la princesa. ¿Por qué
mis padres la hicieron tan imprudente?
—¿Quién dijo que me visto como hombre? —responde
Aphra con paciencia.
—Pues yo. Ese traje no es lo usual.
—El pez no puede juzgar la vida en el océano cuando
solo conoce un charco.
—¿Qué significa eso?
—Eres joven, tienes tiempo de cambiar esa mentalidad.
—Le toca la punta de la nariz con la delicadeza de un colibrí.
Entiendo que mi hermana no pueda comprender la visión
que ellos tienen sobre el mundo, porque hemos sido criadas
con otros métodos, incluso yo, que soy mayor, apenas estoy
conociendo a través de los Griollwerd otras versiones del
mundo.

***

Pasa el tiempo y junto a él las piezas de baile, pero Stefan


no regresa. Después de que por fin logró escapar de la
señorita Valentine, siguió bailando con muchas otras
jóvenes. La reina y los príncipes de Plate se marchan
cuando los solicitan en la mesa de monarcas y rápidamente
su compañía es reemplazada por el señor de cabello oscuro
y ojos azules al que presentaron como Atelmoff.
—Buenas noches, señoritas. —Se acomoda en la silla a
mi lado—. Así que es usted la mujer que se ha colado en los
sueños del príncipe.
—¿Cómo? —El desconcierto me consume.
—Stefan me ha enviado para hacerle compañía mientras
él regresa. —Evade mi pregunta.
—Muchas gracias. Aunque no debió molestarse.
—¡Ay, no sea tímida! Soy asesor, amigo y confidente de
Stefan. Ya lo he escuchado hablar mucho sobre usted.
Sonrío nerviosa y evito mirarlo.
—Malhore es su apellido, ¿cierto, Emily? —arremete de
nuevo, y yo asiento—. Atelmoff Klemwood. —Me extiende la
mano—. Para los allegados, Amoff, y para los enemigos
también.
—¿Tiene usted enemigos?
—La pobreza. —Saca una pequeña libreta del bolsillo
interno de su chaqueta y empieza a anotar cosas—. Bueno,
ya tiene un amigo en el palacio. Si alguna vez desea ver al
príncipe, puedo ayudarla a entrar a escondidas hasta su
habitación. También conozco muchos secretos que pueden
servir para conquistarlo, los cuales puedo revelar por una
módica suma de dinero.
Es evidente que Atelmoff se comporta como si nada
estuviera sucediendo e intenta aligerar el ambiente para
que olvide el descuido de Stefan, pero yo soy incapaz de
ignorar la escena.
—Mily, ¿cuándo nos vamos? —pregunta Mia en un tono
agudo—. Ya tengo sueño.
—Por favor no se vayan, la noche es joven y Stefan
desea hablar con usted. Justo por eso estoy aquí, soy su
distracción para que aguarde por él. Tenga presente que es
en extremo amable y no se niega a la propuesta de nadie: si
lo invitan mil mujeres, con todas ellas bailará. Puede verlo
usted misma.
—Considero innecesario quedarme. Mi hermanita está
cansada y yo soy su responsable. El príncipe y yo podemos
hablar cualquier otro día.
—Insisto, Emily. En verdad está interesado en tener un
momento con usted.
La canción acaba y lo veo sentarse en la mesa real,
donde ya los Griollwerd y sus padres se despiden. Esperar
más no vale la pena. No me molesta que comparta su
tiempo con otros, lo que me afecta es que ni un segundo en
su reloj lleva mi nombre.
—Mia, aguarda aquí. Le avisaré a Liz que nos vamos. —
Me levanto, haciendo caso omiso a los pedidos del
consejero real.
Mi hermana mayor está en la mesa justo al lado de la de
los monarcas, por lo que debo adoptar una actitud de
fingida tranquilidad antes de acercarme.
—Buenas noches —saludo al llegar.
—¡Emily! —Se sorprende Liz, haciendo que Stefan me
encuentre. Siento su mirada sobre mí y por el rabillo del ojo
veo movimiento; aun así, decido ignorar lo que sea que esté
haciendo—. ¡Por mi vida! Discúlpame no haber estado con
ustedes más tiempo en la fiesta, es que estuve ocupada con
los Peterson.
—Descuida, no hay problema. Solo venía a informarte
que ya nos vamos. No te preocupes, tú puedes quedarte.
—No, por favor. No me dejen sola aquí.
—Mia quiere dormir.
—Puedes dejarla en una alcoba —propone el general—.
Yo mismo las llevaré y luego puedes venir a sentarte con
nosotros.
El príncipe me llama cuando nos movemos después de
aceptar, creando un golpeteo en mi pecho, pero me
escabullo rápido con Daniel hasta una de las habitaciones
de la villa porque no quiero hablar con él ni escuchar sus
explicaciones. Dejo a Mia en la cama para que descanse. Sin
embargo, mi intento de fuga es en vano, pues cuando salgo,
ya me está esperando en la puerta.
—¿Por qué huyes de mí? —pregunta, apoyado en la
pared exterior.
—Usted lo ha hecho primero.
—¿Volvimos a las formalidades?
—Lo considero necesario.
—Parece que cada día damos un paso adelante y dos
atrás.
—Hola, Stefan —saluda Mia a mi espalda—. ¿Por fin
recordaste que mi hermana existe?
—Veo que no solo te he dado la peor imagen, sino que he
manchado también mi nombre con tu hermana.
—No debe preocuparse, alteza —suelto con indiferencia
—. ¿Algo más que quiera decir? Porque quisiera retirarme a
descansar.
—¿En verdad estás enojada conmigo?
¿Cómo no estarlo? Sale y me invita a quedarme. Quizás
idealicé demasiado el gesto y solo era cortesía, pero no. Yo
no soy tonta. Ha demostrado interés y he creído en su
palabrería, por eso ahora su comportamiento distante me
pesa, me molesta.
—¿Tienes aún tu libreta? —pregunta, y se la entrego.
Escribe rápidamente su nombre en la primera hoja y me la
devuelve—. Eso significa que me debes un baile.
—Será en otro momento. Ahora debo ir a descansar.
—Sal y habla con él, porque con sus murmuraciones no
me dejan dormir —protesta mi hermana.
—Por favor. —Aprovecha él para insistir.
Iniciamos una caminata a unos metros de la alcoba. Los
invitados han empezado a escasear, dejando espacios
vacíos en las mesas. En lo alto del cielo la luna lucha por
brillar por encima de las luces cálidas del jardín, que ahora
titilan. La brisa que mueve mi cabello como una cometa en
el aire es fresca y la hierba me pica en la piel de los tobillos.
Nos sentamos en el césped de la villa en completo silencio
y, aunque no comenta nada, puedo sentir su mirada sobre
mí.
—Debo empezar diciendo que soy un completo idiota.
—«Lo eres», pienso, pero no lo digo—. Mi comportamiento
fue inaceptable y es que… Bueno, no tengo excusa. Solo
debo expresarte cuánto lo siento.
—No tiene por qué disculparse.
—Claro que debo. Fui yo quien pidió que te quedaras
para luego hacerte a un lado. En verdad lo lamento. El
asunto es que debía mostrarme educado e interesado en los
amigos de la familia y, por ende, en sus hijas, por eso bailé
con distintas damas.
—No se castigue. Admito que me distraje un rato con la
compañía que me envió.
—¿Compañía? No he enviado a nadie. ¿De qué me
hablas?
—Atelmoff, dijo que venía de tu parte. —Y de repente
vuelvo al tono de confianza. Es inevitable.
El príncipe sonríe apenado. Baja la cabeza y hurga en el
pasto, arrancando pedazos verdes con un gesto de
incredulidad. Es increíble verlo cuando deja de ser el
monarca seguro que es ante los demás y me enseña su lado
más natural, como si fuera un niño tímido que trata de
desviar la atención de sí mismo.
—Lo hizo para ayudarme y yo lo he dejado en evidencia.
Reitero mis disculpas. Él pensó en algo para hacerte sentir
cómoda en mi ausencia y, sin importar cuánto me apene,
debo confesar que no fue mi idea. —Su declaración me
embarga en la decepción absoluta, porque a pesar de todo
me había parecido un buen detalle—. Puedo sentir tu
rechazo. Mereces mi atención y estoy dispuesto a
brindártela.
—No pretendo sonar exagerada, pero esta noche no
demostraste lo que predicas. Solo recordaste que estaba
aquí cuando me viste acercarme a la mesa.
—Me disculparé cuantas veces haga falta, porque me
importas muchísimo, Emily Malhore.
Se inclina con cautela, sin dejar de mirarme. El azul de
sus ojos me recuerda a las flores muscari: atrayentes e
intensas. Pone las manos en mis hombros y se acerca
despacio. Por un segundo pienso que va a besarme, pero
entonces sus labios caen en mi mejilla, muy cerca de mi
boca.
—El cielo está hermoso —contesto para desviar la
atención de mi rostro, que seguramente parece pintado con
bermellón.
Levanta la cabeza, haciendo que su cabello oscuro caiga
hacia atrás. Su mirada se ilumina, mientras contempla la
inmensidad que reposa sobre nosotros.
—Sin duda. Aun así, no puedo fijarme en el cielo mientras
tú estés a mi lado.
—¿Se atreve a afirmar que ha encontrado algo más
majestuoso que el firmamento? De escucharlo, los
estudiosos de las estrellas estarían muy enojados.
—Estoy seguro de que si estuvieran en mi posición, no
encontrarían argumento alguno para objetar.
Quiero reprimir el desenfreno de emociones que Stefan
me causa, como si fuera una tormenta que, a pesar del
miedo que provocan los rayos y las centellas, disfrutas ver
por la ventana. Y aunque intento no ser tan obvia, lo cierto
es que mi mente ya me grita lo mucho que me gusta este
hombre.
—¿Nos encontramos en buenos términos, Emily? —
pregunta ante mi silencio—. Debo continuar el viaje con mi
padre y no me gustaría irme sin saber si he reparado mi
error.
—Me complace informarle, entonces, que puede viajar
tranquilo.
—No creo poder llevar una vida tranquila después de
conocerte.
Las palabras se me atascan en la garganta debido a los
estruendos, pasos, disparos y gritos que comenzamos a
escuchar de repente. El príncipe es el primero en
reaccionar, mirando a cada lado. Se levanta e intenta
protegerme con su cuerpo. No entiendo qué pasa, lo único
cierto es que el escándalo me abruma, me asusta y me
hace pensar en mis hermanas. Lo que sea que esté
ocurriendo tengo que enfrentarlo con ellas.
—Necesito ir por Mia.
—Aún no sabemos qué sucede, no es buena idea que te
muevas.
Intento protestar, pero los reclamos se desvanecen en el
momento en que veo a sujetos con el uniforme negro y
dorado del ejército de Lacrontte entrar con armas en las
manos.
¡Por mi vida! Esto no puede estar pasando ahora.
14

Los hombres avanzan y se despliegan por todo el lugar.


Apuntan a los invitados que aún están presentes y les
disparan a los guardias mishnianos. En cuestión de
segundos se desata un enfrentamiento violento que me
hiela la sangre. La gente se tira al suelo, los lacrontters
gritan incesantemente el nombre del rey Silas, preguntando
dónde está, pero nadie sabe darles una respuesta. Soy
testigo de cómo el lugar es acordonado por fuera y por
dentro. Algunos lacrontters vuelcan mesas mientras buscan
en cada rincón, otros van hasta las habitaciones, tiran las
puertas y sacan a quienes están dentro. La mano empieza a
temblarme cuando pienso en la manera de ir por Mia. Ella
es una niña y no quiero que le hagan daño. Estas cosas la
asustan y debo estar a su lado para que entienda que no
permitiré que la lastimen.
—Tenemos que salir de aquí —susurra Stefan, tomando
mi mano para ayudar a levantarme.
—No puedo dejar a mis hermanas aquí.
—Pensaremos en algo cuando estemos afuera. Lo mejor
es huir y buscar ayuda.
Se gira para hallar alguna salida alterna, pero nos atrapa
la mirada de un soldado enemigo, que grita mientras se
acerca.
—Si se mueven un centímetro voy a dispararles —
amenaza a la distancia—. ¡Encontré al príncipe Stefan! —
vocifera a sus compañeros, quienes también se acercan—.
¿Dónde está su padre? —pregunta y nos apunta.
—Se ha ido hace más de una hora, y antes de que
pregunten hacia dónde, les digo que no lo sé.
—Tiene tres segundos para darme una ubicación o nos
llevaremos como rehenes a todos lo que aquí se
encuentran.
—Aunque quisiera hacerlo, no puedo. No tengo la menor
idea de dónde está.
—Esa no es la respuesta que el rey Magnus quiere
escuchar.
—Pues es la única respuesta que tengo. Si necesitan
llevarse a alguien, aquí estoy yo, no hay por qué involucrar
inocentes. En este momento soy el premio mayor.
—El rey Magnus no nos ha enviado por usted, vino él
mismo por los reyes y no se piensa mover hasta tenerlos en
sus manos. Camine, lo llevaré frente al rey. Tú —señala a un
compañero—, vigílala a ella. Nadie puede salir de aquí.
—Por favor, señor, permítame ir en busca de mi
hermana. Solamente tiene diez años y se va a asustar si ve
a alguien armado —ruego sin pensar.
—No podemos autorizar ningún movimiento. Le aseguro
que a su hermana no le ocurrirá nada si coopera.
—Ya me tienen a mí. Ellas no representan ningún peligro
—interviene Stefan al notar que el hombre duda ante mi
pedido—. Solo busca protegerla, no van a escaparse.
Los hombres del ejército continúan sacando personas de
las alcobas y es así como de un momento a otro aparece Liz
envuelta en una sábana blanca, acompañada de un Daniel
sin camisa. Ambos se arrodillan en el césped junto al resto,
como si fueran unos criminales que pretendían escapar de
la justicia. La ira me consume como las flamas a la leña.
¿Cómo supieron de esta fiesta y que el rey Silas estaría
aquí? ¿Cómo lograron entrar al reino? No entiendo nada.
—Se lo ruego —insisto nuevamente—. Será un momento.
Entiendo que deben cumplir órdenes, pero me asusta
pensar que le pueden poner una mano encima a mi
hermanita.
—Le doy un minuto para que vaya por ella —autoriza al
fin—. Un oficial la custodiará, así que no intente pasarse de
lista.
El hombre me permite levantarme después de aceptar
sus términos y uno de sus compañeros me escolta a la
habitación donde Mia dormía. Al entrar, la encuentro
asustada en un rincón de la alcoba. Con duda se levanta y
camina tras de mí, toma mi mano con fuerza mientras el
hombre nos apunta, guiándonos hasta el centro del lugar,
donde ya todos están sometidos. Nos arrodillamos y vemos
cómo ellos se pasean por delante y por detrás, vigilándonos.
Son demasiados para contarlos, quizás ochenta, aunque
pueden ser más. Hacen crujir el suelo con las pisadas de
plomo de sus botas oscuras. Me recuerdan a una pantera al
acecho por la mirada felina, concentrada, y la agilidad de
sus movimientos. Parece que ya conocieran a fondo este
sitio, como si tuvieran un mapa de la villa grabado en la
cabeza y lo siguieran al pie de la letra.
—Denme el reporte. —Vuelvo a escuchar aquella voz
grave y rasgada que se asemeja a un rugido.
—Negativo, majestad —responde uno de los militares
enemigos—. El objetivo no se encuentra aquí, al parecer se
fue mucho antes de nuestra llegada.
—Siempre huyendo como la rata que es.
Lo veo caminar nuevamente con una casaca negra que
le cubre el rostro a los costados por lo que no logro
detallarlo. No obstante, su voz lo dice todo. Se trata del rey
Magnus Lacrontte. Se para en medio del jardín y se lleva las
manos a la cabeza para bajar la capucha, dejando al
descubierto el cabello rubio que brilla bajo los faroles como
el sol al tocar el agua. Un hombre con algunos centímetros
de estatura menos aparece detrás de él, tiene el pelo más
claro y una mirada que, a pesar de no ser dura, tampoco es
gentil. Sonríe como si estuviera escuchando el mejor de los
chistes mientras estudia su alrededor con el mismo orgullo
con el que un pintor ve el resultado de su obra en el lienzo.
Lo reconozco, lo he visto algunas veces en el periódico: es
el rey Gregorie Fulhenor, rey de Cromanoff.
—Qué bonita fiesta, me pregunto por qué no me
invitaron —comenta de forma ácida el soberano de
Lacrontte.
—A ti no te gusta juntarte con los plebeyos —le responde
su acompañante.
—Ah, es cierto, pero hubiera podido hacer uso de mi
humildad y rodearme del proletariado solo para celebrar…
Espera, ¿qué estamos celebrando?
—El cumpleaños del general Daniel Peterson.
—Qué increíble. —Puedo escuchar el sarcasmo en su voz
—. ¿Y dónde está el homenajeado? Creo que es mi deber
darle un regalo.
—A tu izquierda, primo.
El rey Magnus gira hacia donde se encuentra Daniel,
justo al lado de mi hermana, quien carga un gesto de
angustia y vergüenza en el rostro. ¿Qué está tramando
ahora? La vista se me distorsiona por el mareo que me
causa la tensión, mientras ruego en silencio que no le haga
daño al general y mucho menos se le ocurra tocar a Liz.
—Peterson, al parecer ha tenido una noche mágica —
comenta con burla al verlo sin camisa y con Liz cubierta
únicamente por la tela blanca—. Señorita, como se llame,
vaya a vestirse, por favor, ¿o acaso ese es el estilo de ropa
que utilizan las mishnianas hoy en día?
Es evidente que no la recuerda y no podría estar más
aliviada.
—Lo dudo. Más bien parece que hemos interrumpido una
velada romántica —dice su primo.
—Lo siento tanto, general. —Se lleva las manos al pecho
con una lástima actuada—. Detesto que me interrumpan en
esos momentos. ¿Tú también, Fulhenor? —le pregunta a su
aliado.
—Es de las peores cosas que pueden sucederme.
—Por ello, dejemos que la joven se ponga algo de ropa.
—Chasquea los dedos hacia uno de sus guardias, quien
ayuda a levantar a mi hermana y la custodia hasta la
habitación. Daniel intenta levantarse, pero es devuelto al
suelo por otro lacrontter, que lo mantiene sometido—. No te
preocupes, Peterson. Él no le hará nada, en mi Guardia
están prohibidas ese tipo de inhumanidades y, si llegase a
ocurrir, le volaríamos la cabeza. Es más, dejaría que tú
mismo lo hicieras como muestra de mi buen corazón.
—Gracias —responde el general con ironía.
—Cada vez que necesites un favor, ya que estás
sometido a mi voluntad y cualquier paso en falso podría
hacer que te dé un disparo, puedes pedirme ayuda —replica
en la misma tónica—. Por cierto, supe que los reyes de Plate
estuvieron aquí. ¿Son un nuevo enemigo que agregar a mi
lista?
—Creo que los Griollwerd ya estaban en tu lista negra,
Magnus —le responde el monarca Fulhenor.
—Ah, ¿sí?
—Bueno, para ti todos son enemigos, ¿no?
—Tienes razón, Gregorie. Por eso eres mi Lacrontte
favorito. —Lo apunta—. ¿Denavritz? ¿Dónde está mi buen
amigo Denavritz?
—Lo hemos capturado para usted, majestad —habla un
guardia, poniéndoselo enfrente.
—¿Por qué haces esto, Magnus? Era la fiesta de Daniel,
no había razón para arruinarla de esta manera —le reclama
Stefan.
—Diría que lo siento, pero no soy un hombre mentiroso.
—¿Qué es lo que quieres? Ya te han dicho que mis padres
no están. Rey Gregorie, usted es el más sensato de los dos,
aquí hay personas inocentes que no merecen vivir esta
pesadilla.
—No me desagradas. Sin embargo, tampoco me importa
demasiado lo que digas —respondeel rey Gregorie—. Primo,
podemos llevarnos a todos para presionar a Silas.
—No creo que aquí haya alguien importante por quien el
anciano quiera luchar, y todos sabemos que si me llevo a
Denavritz le estaría haciendo un favor. Y tú —se inclina para
mirarlo fijamente—, ¿entregarías a tu padre a cambio de
alguien?
—No hay nadie que me importe lo suficiente.
—Es decir que sí existe la posibilidad, solo que ese
alguien aún no ha llegado a ese nivel de importancia —
deduce con audacia—. ¿Está aquí?
Stefan no responde a las provocaciones del rey Magnus.
Se limita a enfrentarlo con mirada de yeso, como la de un
soldado que ve la muerte acercarse y aun así decide pelear.
—¿Cómo es? —insiste—. Dame una descripción física,
intentaré adivinar.
—Tiene cabeza y dos ojos.
—Cuando lo encontré estaba acompañado de una joven
—anuncia el guardia que nos descubrió.
Mi corazón comienza a bombear fuerte, el miedo me
embarga ante la posibilidad de que me rapten y me lleven a
Lacrontte.
—Era solo una sirvienta —defiende Stefan.
—No estaba vestida como una —asegura el sujeto.
—Ofrece otro tipo de servicios.
—Ya veo que no puedes conseguir algo por tu propia
cuenta. Esta fiesta estuvo más animada de lo que creí.
Liz regresa vestida en compañía de su custodio, quien
inmediatamente retoma su posición.
—Tú, ven aquí. —Señala al hombre.
Otro de sus soldados le pasa un arma y con esta el rey
Magnus le apunta a su propio soldado. ¿Acaso está loco?
—¿Te hizo algo? —pregunta a mi hermana—. Puedes
decirlo, es el momento.
—No, señor.
—No me digas «señor», lo detesto. Ese título es tan
simple que cualquiera puede ocuparlo. Ahora bien, ¿cerró
los ojos mientras te vestías?
—Se dio la espalda, majestad.
—Es que eres un imbécil, ¿cómo das la espalda? Pudo
haberte golpeado con algo en la habitación —le grita a su
guardia.
—Solo quise darle su privacidad —se defiende el soldado.
Lo veo respirar profundo, para contener su furia. Se
vuelve hacia Daniel, aún con el arma en la mano y dirige el
cañón ahora al piso.
—Parece que no vamos a volar cabezas… por ahora.
Considero apropiado implementar algún juego para reponer
la ausencia del idiota mayor, es decir, tu padre, Denavritz —
dice mirando a Stefan como un halcón a su víctima.
—Propongo tiro blanco —dice el rey Gregorie.
—Es una excelente idea. Necesitamos un blanco, ¿quién
podría ser?
Busca una víctima entre la multitud y se detiene una vez
sus ojos caen sobre Daniel.
—Nadie más idóneo que el homenajeado. El general será
nuestro blanco, y como yo soy el invitado, por regla de
cortesía se me permite disparar primero. Daniel Peterson,
pase al frente por favor.
Uno de los soldados lo hostiga, empujándolo con la punta
del rifle para que se levante y se arrodille frente al rey. Una
vez lo hace, el rey lo mira como si se tratara de un
pordiosero a la vez que lo señala con el cañón. Magnus
Lacrontte significa muerte, destrucción. Eso es lo que por
años nos han enseñado en tutorías y, a pesar de haber
vivido tantos ataques, me faltaba verlo en acción para que
el concepto que rodea su nombre nunca se me olvide.
—Hagamos este juego un poco más entretenido para
darte a ti la oportunidad de salir ganador. —Daniel no
responde, solo lo observa con la indignación de quien ha
sido despojado de todo y aun así se le exige ser feliz—. Voy
a pensar en un número y si adivinas cuál es, te disparo,
pero si fallas, tienes la oportunidad de dispararme a mí.
¿Ves lo fácil que es? Porque de tantos números tú nada más
tienes que errar en uno, en cambio, puedes librarte
escogiendo cualquier otro. ¿Entendiste las reglas del juego?
Si es así, responde: «Lo comprendí, rey Magnus».
—Lo comprendí, rey Magnus —repite Peterson de mala
gana.
—De acuerdo, entonces escoge un número del uno al
uno.
El rey Gregorie ríe al escucharlo. Es una completa burla
lo que ha hecho.
—Uno —responde, al no tener otra opción.
Puedo ver la preocupación en el rostro de Liz. Tiene el
ceño fruncido y su cuerpo tiembla. ¿Cómo alguien puede ser
tan frío para que no le importe acabar con la vida de una
persona frente a sus seres queridos?
—¿Quién lo diría? Has acertado.
—Magnus, por favor, detente —interviene Stefan—. Aquí
se encuentra su novia. ¿Cómo crees que se sentirá al ver
que le disparas?
—Sencillo. Que desvíe la atención de la escena. —Abre
los brazos como el águila sus alas después de capturar a su
presa—. En la vida hay solución para todo.
—Deberíamos tenerla en cuenta, primo, por si
necesitamos presionar al general.
—Es una buena opción. Aun así, prefiero esperar a que el
interés amoroso de Denavritz se vuelva más importante
para él. Eso me resultaría más estimulante.
Levanta la pistola y apunta al pecho del general sin
ningún tipo de piedad frente a los pedidos de Stefan, pero,
para sorpresa de todos, le dispara justo en un hombro.
—Exactamente donde lo quería. Merezco un fuerte
aplauso, ¿no lo creen?
Todos obedecen al instante y aunque intento negarme a
hacerlo, el cañón del arma que sostiene el guardia a cargo
de nosotros me obliga a unirme al teatro. El rey Magnus se
acerca luego a Daniel y le mete la mano en la herida. Él
cierra los ojos, sufriendo por los movimientos bruscos de su
verdugo, quien, al parecer, busca la bala, y una vez la
obtiene, la saca y se la lanza en el rostro.
—Feliz cumpleaños, general.
—¡Es usted despreciable! —El grito de indignación de Liz
me eriza la piel.
¿Por qué tuvo que intervenir justo ahora? ¿Acaso no ve
frente a quién estamos?
—Yo le permití que fuera a cambiarse y así me lo
agradece —comenta indignado—. Si va a insultarme,
esfuércese un poco para la próxima ocasión.
—¡Lo odio!
—Alguien anote, por favor. —Se gira hacia su personal—.
Debo llamar al boticario y solicitarle unas gotas para
conciliar el sueño, porque después de saber que una
mishniana promedio me odia, no podré dormir.
—¿Va a hacerle algo? —pregunta Mia en voz baja,
aterrorizada.
—No, claro que no. —Lucho por mantener la calma—.
Cierra los ojos por un momento, yo te diré cuando abrirlos,
¿sí? —pido, y ella obedece.
—¿Por qué se aprovecha de inocentes? —le reclama Liz
nuevamente.
—Lo mejor será que cierre la boca en este instante,
porque no tengo demasiada paciencia para perderla con
usted. —Se acerca a ella y la mira desde arriba.
—¿O qué? ¿Me golpeará?
—No está dentro de mis aficiones golpear mujeres, pero
sí disparar. Le juro por todo el oro que poseo que, si dice
una palabra más, la próxima bala que dispare esta noche
será para usted. —Entrega a uno de sus guardias el arma
con la que hirió a Daniel y comienza a pasearse por la mesa
de banquetes, detallando la comida, la torre de copas de
champaña y los jarrones con flores. Toma una de las
margaritas y la aprieta hasta deshacerla con los dedos
como si fuera barro pegajoso—. Debes mejorar el menú
para próximas fiestas si quieres que asista —le habla a
Peterson—, no hay nada aquí, al menos nada que valga la
pena.
—Dígame qué quiere que sirva, así lo tendré en cuenta —
contesta entre dientes, soportando el dolor mientras la
herida convierte su pecho en un mapa del color del
uniforme de nuestro ejército.
—La cabeza de Silas y Genevive, si no es mucho pedir.
—¿No le interesa también la de Stefan?
Se gira a mirarlo, dudando.
—No mucho —sonríe—. Ahora, de vuelta a lo importante,
ustedes acabaron con la vida de once soldados del ejército
lacrontter y esas familias piden venganza, así que, como
forma de pagarles lo que ustedes les han hecho, me llevaré
a todos los custodios mishnianos que aún quedan en pie.
¿Cuántos tenemos?
—Solamente veintiséis.
—Esperaba más. Aun así, supongo que peor sería no
llevar nada. Buenas noches a todos, no les quito más
tiempo para que sigan celebrando. En un próximo evento,
por favor no duden en invitarme. No vendré, pero me
resultará más fácil ubicarlos en caso de querer secuestrar a
otros soldados. Tengan un poco de consideración conmigo.
—¿Qué piensas hacer con ellos? —interroga Stefan.
—¿Qué crees? Supongo que voy a venderlos en el bazar
de Lacrontte o, mejor aún, dejaré que el pueblo decida la
manera como morirán. Sí, eso es lo justo.
—Por favor, déjalos. Tienen familia, Magnus.
—Rey Magnus para ti —sentencia subiendo la voz—.
¿Crees que los once soldados que ustedes asesinaron no
tenían familia? Esto es una guerra y cada pecado se paga
con uno peor. Que tengan una excelente noche.
—¡General! —grita el rey Gregorie—, no le importa si me
llevo algunos de sus obsequios, ¿verdad?
No responde, el dolor lo consume. Su ego ha sido
pisoteado frente a sus seres queridos en el día de su
cumpleaños. Yo no podría resistir con tanta fortaleza. A la
primera amenaza de armas de fuego me habría deshecho
como el papel en el agua. El soberano de Cromanoff se
acerca a la mesa y toma algunas cajas, las sacude en el aire
para saber su peso, pega la oreja para intentar adivinar a
través del sonido de qué se trata y, pasados un par de
segundos, escoge una. Luego les dice a los guardias que
tomen todo.
Caminan en retirada, llevándose a los soldados que
tomaron como prisioneros y dejando un panorama tétrico:
las bombillas reventadas, el olor a alcohol de las botellas
rotas que ahora nutre la tierra, las huellas de sangre sobre
los manteles que amenazan con volar por los aires debido a
la brisa, que ha dejado de ser fresca para convertirse en
gélida, igual a la que sentí al visitar el reino enemigo. Odio
aguantar ataques como si fueran parte de mi rutina,
acostumbrarme a la muerte y solo agradecer que nunca
llame a mi puerta, darme cuenta de lo tonta que soy al
esperar que las cosas cambien y tener que hacerme la
valiente mientras transito ríos de sangre. Detesto sentir
alivio cuando estos hombres dejan de apuntarnos y
marchan tras su líder, porque no debería ser así. Mi vida no
tendría que pender de un hilo gastado que está en poder de
alguien más, en vez de pertenecerme.
Los padres del general y Liz corren hacia él para
socorrerlo y es entonces cuando él se permite quejarse
hasta las lágrimas.
—¡Maldito Magnus Lacrontte y toda su generación! —Un
alarido desgarra su garganta.
—Quédate aquí, Mimi, y mantén los ojos cerrados —
ordeno mientras me levanto.
Stefan revolotea por el lugar en busca de ayuda, pero no
hay nada ni nadie en los alrededores. Se han llevado a
todos los guardias y solo aquellos que han sido acribillados
yacen en el suelo, como un recordatorio de lo vivido. Intento
no mirar a medida que avanzo. Escucho al príncipe ordenar
a los meseros que los arrastren lejos del centro. Está
desesperado, agobiado, y yo también. Mi corazón late fuerte
ante la bruma. Necesito salir de aquí cuanto antes, no soy
capaz de sentir un minuto más el olor a pólvora o pisar la
sangre derramada. Me asquea y me aterroriza. Voy tras mi
hermana mayor, manteniendo en mi campo de visión a Mia,
quien aún está de rodillas, con el rostro cubierto con las
palmas. Liz está a un lado de Daniel, atormentada al verlo
herido. Me aproximo para levantarla del suelo, pero me
detiene en el momento en que toco su hombro.
—Dame un segundo, ¿sí? —Aleja mi mano como quien
rechaza una limosna.
—Debemos marcharnos.
—Lo mejor será que ustedes se vayan solas —dice sin
volverse—. Fue nuestra primera noche, Emily, sabes de qué
hablo y no voy a dejarlo desamparado.
—No quiero dejarte aquí, ¿qué sucedería si los lacrontters
regresan? Ese hombre ya te amenazó.
—Ese no es ni siquiera un hombre. Es una aberración que
no conoce la piedad.
—Justo por eso debemos retirarnos. Te tiene entre ojos,
no quiero que nada te pase.
—Iré en la mañana. Debo estar con él, entiéndeme.
Los familiares de Daniel ponen en pie las mesas tiradas y
levantan al general para acomodarlo sobre una de ellas
como una camilla improvisada. Liz corre para no apartarse
ni un segundo de su lado y es cuando entiendo que nada de
lo que le diga la hará cambiar de opinión. Va a quedarse y la
respeto por ello, aun cuando no quiero que lo haga. Ese
hombre o alguien de su tropa podría volver para terminar lo
que ha empezado y jamás me perdonaría que le sucediera
algo por dejarla sola aquí.
Debo buscar la forma de regresar con Mia, y a pesar de
que me atemoriza encontrarme a los soldados lacrontters
en el camino, también pienso en la abuela y en lo
preocupada que debe estar en este momento.
—Emily —me llama Stefan—, considero que lo más
apropiado es que se queden aquí esta noche. No contamos
con guardias que las guíen hasta casa, así que lo prudente
será que aguarden en la villa por seguridad.
—Mi abuela…
—Estoy seguro de que entenderá. Hazme caso. Los
lacrontters siguen allí afuera y ya sabemos de lo que son
capaces.
Siempre me he regido por la premisa de no guardar
rencores, pero Magnus Lacrontte y los suyos encabezan el
listado de los seres que más desprecio. Nuestro reino
tambalea a la orilla de un abismo y aunque todo el pueblo
corra en dirección contraria para evitar caer, si no hacemos
algo eficaz para detener a su ejército, hasta el aleteo de una
mariposa podría echarnos cuesta abajo. ¿Cuándo decidirá el
rey Silas tomar acciones contundentes y no solo escapar en
cada enfrentamiento?
—Nos quedaremos hasta el amanecer.
15

Liz y yo estamos oficialmente castigadas desde que


regresamos de casa de la abuela. Durante nuestra ausencia,
ella corrió agobiada a la oficina de correos para informarle a
papá que no habíamos regresado en toda la noche. Así que
cuando llegamos de vuelta a Palkareth, nuestro engaño fue
desmantelado y no hubo manera en que pudiéramos
salvarnos de la reprimenda. Quisiera decir que me pasé la
noche preocupada al recibir mi primer castigo, pero no, algo
más ocupó mi mente, recordando lo que habíamos vivido.
Comencé a pensar en cómo mis lágrimas han ido
desapareciendo después de ver caer a mi pueblo tantas
veces. Entendí que, sin importar cuánto temo los ataques,
puedo recorrer con normalidad las calles al día siguiente,
porque he sido tan expuesta a la violencia que he aprendido
a adaptarme a ella. A pesar de despreciarla tanto, ya no me
traumatiza como antes o como le pasa a Mia.
Han pasado días desde el rapto de guardias en la fiesta
del general Peterson y desde entonces las familias y
allegados de los secuestrados han levantado sus voces en
protesta, exigiéndole al Gobierno que actúe para rescatar a
sus seres queridos. Todos sentimos la desesperación e ira de
esas personas, e incluso personas ajenas a los soldados se
han sumado a su causa para aumentar la presión. En este
tiempo no he visto a Stefan. El pueblo, el periódico y hasta
mi tutor los acusan de huir para no dar respuesta a las
peticiones de justicia que se hacen en las manifestaciones.
—¿Cuántas casas nos faltan? —pregunta Rose, quien me
acompaña a vender los perfumes que se me asignaron
como parte del castigo impuesto por papá. En dos días se
cumple el mes de plazo que tenemos para pagar la deuda y
aún nos falta una cuarta parte del dinero, por lo que
debemos recoger todo lo que podamos hoy.
—Faltan un par de casas solamente. La de los Russo y
una a la que no eres invitada.
—¿Los Maloney? —Brinca emocionada.
—Sí, aunque te advierto que esperes fuera. No quiero
meterme en más problemas. La señora Fevia fue a quejarse
con papá porque te ayudé a entrar.
De repente me vuelvo de forma brusca y detengo el
paso, pues siento algo extraño en la espalda, como si
alguien me observara. Barro la calle con la mirada, pero no
parece haber nada más que carruajes que se mueven a
gran velocidad.
—¿Ocurre algo? —cuestiona mi amiga, mientras se gira
al ver mi comportamiento, y yo niego con la cabeza,
restándole importancia a aquella sensación. Quizás el
cansancio me está haciendo imaginar cosas—. En fin, sabes
bien que Cedric regresó para contribuir con el control en las
marchas y por eso no lo he visto. Esta puede ser mi
oportunidad, si es que está en casa.
Arribamos a la calle noble de Palkareth, con las viviendas
de estilo palaciego de las que podría salir un futuro rey de
Mishnock. Toco la puerta de mi destino y una doncella de
rostro aniñado, ojos de gato y sonrisa nula es quien nos
recibe. Se apoya en el marco y suspira, como si estuviera
cansada de atender visitantes.
—La señora Russo, por favor. Dígale que venimos de
parte de la perfumería Malhore.
—La baronesa —me corrige— no se encuentra en casa en
este momento.
—¿Hay alguien más con quien pueda hablar?
—Su hija.
Necesitamos hacer las últimas ventas del día a como dé
lugar y si no está la madre, tendré que convencer a la
primogénita de comprar.
—Está bien por mí. Le dejaré el recado a ella.
Nos hace pasar a la sala, donde casi resbalo con la
porcelana pulida del piso. Caminamos hasta el sillón de
cuero color crema en el que nos piden aguardar y que
chirría cada vez que nos movemos. El sol que pasa por los
ventanales nos golpea el rostro. Acomodo la canasta con los
perfumes en mis piernas después de rechazar el
ofrecimiento de la doncella de dejarla en la mesa labrada
que hay frente a nosotras y que está decorada con dos
jarrones de cristal llenos de lavandas que aromatizan el aire.
—Señorita Valentine —hablo, intentando ocultar mi
desagrado cuando la veo bajar las escaleras y llegar hasta
nosotras.
—¡Elisa! No creí volver a verte —saluda un tanto
despectiva.
—Es de humanos equivocarse —replico, dispuesta a no
dejarme intimidar—. Y soy Emily.
—¿Has venido a visitarme? —Omite mi corrección—.
Bueno, eres amiga de mi futuro esposo, supongo que
debemos conocernos mejor.
—No, mis intereses aquí son otros. Volveré cuando esté
su madre.
—¿Eres la futura esposa de quién? —pregunta Rose.
—Del príncipe Stefan Denavritz. —El orgullo resplandece
en su voz.
—Él es novio de Emily.
La mujer me mira de inmediato, confundida o enojada,
no logro descifrarlo. Ladea la cabeza y empieza a golpear el
suelo con su zapato, esperando una confirmación de mi
parte. ¿Cómo se le ocurre decir eso? Necesito salir corriendo
de aquí para no soportar los reclamos injustificados que,
estoy segura, se avecinan.
—¿Eres su pareja? —me pregunta, enarcando una ceja.
—Sé que usted no lo es —refuto. Se equivoca si cree que
su presión me doblegará.
—¿Qué te hace creer eso?
—Él me lo ha dicho y no creo que Stefan sea mentiroso.
—Bien, no lo soy, pero tú tampoco, o ¿sí?
—Nos estamos conociendo.
—¿Te atrae? —interroga.
—No tengo por qué contestarle eso.
—Es decir que sí te atrae —afirma con una sonrisa—. ¿Tú
le gustas?
—Se han besado. ¿Usted qué cree? —interviene Rose,
revelando una confidencia.
—¿Eso es cierto? —me pregunta directamente.
—No tendría por qué haberse enterado, pero sí, es
verdad.
Suspira profundo, pasando las manos por su vestido
repetidas veces, como quien busca espantar un millón de
hormigas que corren de arriba abajo.
—No me gusta perder.
—Esto no es un desafío.
—Entonces, ¿por qué me siento como una perdedora?
—Señorita Valentine, yo no he venido a esto.
—Le ofrezco una disculpa. —Arregla su cabello, aun
cuando está perfectamente peinado—. Conozco a Stefan
desde hace mucho tiempo, su padre y el mío tienen
negocios, para mí era obvio que debíamos relacionarnos. No
había nadie más idóneo, aunque tú no tienes la culpa,
supongo.
La joven se acomoda en el sofá frente a nosotras, al
parecer abatida por la información revelada.
—No era mi intención incomodarla. Solo venía a ofrecerle
un producto a su madre, pero, al estar ausente, he
solicitado una reunión con su hija sin saber que era usted.
—De acuerdo, te creo. No hay en tu rostro malicia
alguna. Deja el perfume en la mesa, porque supongo que
eso vienes a ofrecer.
—Está en lo correcto. Son las nuevas creaciones del gran
perfumista Erick Malhore —comienzo a recitar el parlamento
promocional que llevo repitiendo todo el día.
—Dime el precio, lo pagaré para que te retires cuanto
antes, por favor —corta mi discurso sin una pizca de
prudencia.
—No es necesario, señorita.
—Sí es necesario, tus padres lo necesitan —murmura mi
amiga. Saca el perfume de mi cesta y lo deja en el tablero
del mueble—. ¿No desea dos?
—Díganme el valor y listo.
—Doscientos tritens.
La señorita Valentine se para, camina hasta la puerta de
lo que parece una oficina y, después de perderse de vista
unos segundos, trae un volante de cambio por la cifra
indicada, firmado por el barón Dominic Russo.
—Muchas gracias por su compra, señorita Russo. Reitero
mis disculpas por las molestias causadas.
—Espera —llama cuando nos acercamos a la puerta—,
discúlpame por mi actitud.
—Despreocúpese y nuevamente muchas gracias.
—¿Te gustaría venir algún día a cenar? —pregunta de la
nada, sorprendiéndome.
—¿Disculpe?
—Creo que debo redimirme y en mi familia siempre se
pagan las afrentas con una cena. ¿El jueves te parece bien?
¿Qué le pasa a esta mujer? Un día pretende humillarme y
ahora me invita a comer. La disculpa es suficiente.
—No lo sé, quizás no sea conveniente —respondo con
palabras entrecortadas.
—¿Por qué no? Puedes traer a tu amiga, yo también
invitaré a una, Amadea, no sé si la recuerdes. Así nos
sentiremos más cómodas.
—De acuerdo, aceptamos —se adelanta Rose por mí.
—Excelente, nos vemos el jueves.
Asiento con la cabeza, aunque me cuesta trabajo. No
puedo creer que Rose haya accedido sin tenerme en cuenta.
Me exaspera que se apropie de decisiones que me
corresponden únicamente a mí.
—¿Por fin iremos a visitar a Cedric? —inquiere al salir.
Le doy una mirada de advertencia para que deje el tema
ahí. No vamos a verlo a él, esto es un negocio con su
madre, pero ni siquiera debemos esforzarnos en llamar a la
puerta, pues cuando nos acercamos vemos al sargento
Maloney bajar de un carruaje acompañado de Phetia
Tielsong e, inmediatamente, a Rose se le desfigura el rostro.
Toma impulso y corre hasta ellos con enojo. Sus pasos son
como impactos de piedra sobre cristal delgado: violentos y
letales. Al llegar, lo toma del brazo y lo obliga a encararla
con un movimiento brusco.
—¡¿Qué se supone que haces con ella?! —La escucho
gritar a distancia.
Me aproximo con rapidez para evitar que haga alguna
tontería que pueda meterla en problemas. Al llegar me dan
la bienvenida el rostro pálido de Cedric y una Phetia
consumida en furia.
—No me digas que te has metido con esta mujer. —
Phetia lo empuja, molesta.
—Ni siquiera la conozco —asegura él—. Solo la he visto
cuando acompaña a Emily, la amiga de Amadea. Quizás se
encaprichó conmigo. Lo único seguro es que jamás te he
sido infiel.
—¿No pudiste inventar algo mejor? —protesta Rose con
una sonrisa incrédula ante sus mentiras.
—¡Cállate de una vez! Y es mejor que desistas de este
comportamiento infantil y de los intentos de dañar mi
relación con tus fantasías de niña enamorada. Nunca hemos
tenido nada y jamás lo vamos a tener —continúa él,
escudándose en mentiras.
—¡¿Cómo te atreves?! —reclamo, indignada por su
descaro al negarla—. Eso no es cierto. Compórtate como un
hombre y admítelo.
—Ya déjalo, Emily —me detiene ella con repentina calma.
Agarra un frasco de la cesta y se lo extiende—. Trajimos los
diez perfumes que nos pidió, serían dos mil tritens.
Es mucho más de lo que pensábamos vender. Rose
claramente juega a sacarle dinero con la ventaja que le
otorga el miedo de Cedric por ser descubierto frente a su
novia.
—Esos perfumes cuestan cien tritens. Mi padre compró
uno. No pretendan estafar a mi novio.
—Estos son otros, cariño —media él.
Mi amiga no puede ocultar la cara de asco que le
produce escuchar aquel apodo, pero se mantiene en
silencio, procesando la escena, al igual que yo. Cedric entra
a casa, deja la puerta abierta y sube las escaleras para huir
a su habitación. Phetia parecía calmada; sin embargo, una
vez su novio se pierde de vista, ruge.
—Ni se te ocurra meterte con Cedric, trepadora.
—Yo puedo enredarme con quien me plazca.
—Estás obsesionada con él, es obvio. Él nunca te hará
caso.
—¿Qué te hace pensar que no? —la reta.
—Es casto. Ambos estamos esperando hasta el
matrimonio.
Rose ríe en carcajadas agudas que retumban entre los
edificios como campanadas de la iglesia, lo que aumenta la
ira de Phetia.
—Eres muy inocente para estar con alguien como Cedric,
Phetia.
—No lo conoces.
—Y al parecer tú tampoco. No hay razón para llevarnos
mal. Al fin de cuentas, la mano que te acaricia las mejillas
es la misma que ha tocado la mía.
—¡Eres una furcia!
—Me ofendería, pero siempre he pensado que ese insulto
suena muy elegante.
La mano de Phetia se mueve antes de que alguien pueda
reaccionar y en un segundo ya ha tomado a Rose del
cabello, sometiéndola con rudeza e intentando enviarla al
suelo. No puedo creer que se pongan a pelear por ese
idiota. Trato de separarlas hasta que oigo el quiebre de unos
vidrios, siento el olor almizclado de un perfume y veo
sangre y un líquido ámbar que se deslizan por el cabello de
Phetia junto con pequeñas esquirlas que caen al suelo. Rose
le ha quebrado el frasco en la cabeza.
—¿Qué has hecho? —cuestiono alarmada.
La joven Tielsong suelta su agarre y se separa, tocándose
la cabeza con afán para palpar su herida. Sus ojos son
brillantes, acuosos.
—¡Eres una salvaje! ¡Has intentado asesinarme! Mi padre
es jefe de la Guardia Civil, ¿lo olvidas? Te juro que iras a
prisión por esto.
—Tú me agrediste primero.
Sus manos están manchadas de sangre, está asustada,
yo lo estaría. Corre hacia casa de los Maloney y grita por
ayuda. La doncella sale al rescate. Cuando Cedric regresa,
llamado por el alboroto, camina a pasos agigantados hasta
nosotras y enfrenta a Rose como un animal salvaje.
—¡Lárgate! —brama, dándole el volante de pago—. No
quiero volver a verte.
—Púdrete, Maloney.
—Pues mira qué casualidad, porque te deseo lo mismo.
No responde, la ha herido lo suficiente como para dejarla
sin palabras. Maloney es un idiota. Desearía que perdiera lo
que tanto lo enorgullece: su puesto en la Guardia Azul, y así
ver qué otra cosa usaría para deslumbrar a las mujeres y
luego jugar con ellas a su antojo. Tomo a Rose de la mano y
la obligo a alejarnos del lugar. Espero que Phetia también se
dé cuenta de que ese hombre no vale la pena.
—¿Quieres un abrazo? —propongo al ver su tristeza
cuando ya hemos avanzado.
—Quiero dinero. Es lo que necesito y lo voy a conseguir.
—Su aflicción se convierte en odio—. Cedric va a pagarme
esto, lo juro. Escribe lo que te digo, Emily, lo verás
sufriendo. Dejaré a un lado mi apellido si no cumplo mi
propósito.
—¿Qué vamos a hacer? Phetia va a denunciarte con su
padre.
—No lo sé. Creo que voy a esconderme por algunos días
mientras pienso cómo resolver esta situación.
—¿A dónde irás? ¿Tienes familia afuera? Puedes ir a casa
de mi abuela Clarise, si quieres.
—No voy a salir de Palkareth. Lo resolveré aquí, ya verás.
Ni Tielsong ni su padre podrán tocarme una hebra.
—¿Por qué estás tan segura? Es el jefe de la Guardia
Civil.
—Y yo soy Rose Alfort. Nací para grandes cosas, Emily —
asegura, confiada—. Es mejor que no sepas nada, así si te
interrogan no tendrás que mentir. No te ofendas, pero eres
muy blanda, te doblegarían muy fácil y terminarías dando
mi ubicación.
—Nunca te traicionaría.
—Desde este momento no me has visto más. Dile eso a
cualquiera que te lo pregunte.
—¿Incluso a tus padres?
—Especialmente a ellos.

***

Desde ayer no he visto a Rose ni he sabido nada de ella.


Hoy tampoco asistió a clases, y me alegra, pues en la
puerta del edificio de tutorías ya me estaba esperando el
jefe Tielsong para interrogarme y, a pesar de que dije justo
lo que habíamos acordado, no me creyó del todo. La verdad,
me atemorizan las consecuencias que ese acto impulsivo
pueda traerle, pero me asusta más la determinación de
vengarse que le vi en la mirada. No parecía ella, era más
como un jaguar dispuesto a esperar el momento idóneo
para clavar sus colmillos en la presa.
Hoy estoy a cargo de la perfumería con papá, quien
continúa trabajando sin descanso en la bodega para cumplir
con la demanda de fragancias que él mismo se esmeró en
conseguir. Nahomi es quien me hace compañía al frente,
aunque más son las veces que se pierde en su cabeza que
las que habla conmigo.
—Se dice que ya llegó tu novio. —Menciona el rumor que
circula en Palkareth, después de permanecer minutos en
silencio.
Y es cierto. También se comenta que el rey Silas y los
Griollwerd no lo acompañaron de vuelta. Ahora las personas
han comenzado a aglomerarse a las afueras del palacio
para obtener una respuesta o, al menos, lograr que
escuchen sus quejas. No quiero pensar que el rey está
huyendo de los reclamos de un pueblo herido por una
guerra a la que él no ha sabido hacerle frente, pero es lo
que parece, porque es su responsabilidad regresar,
escuchar a su gente, buscar una solución y no solo usar su
poder para acostarse con mujeres que no son su esposa.
—Él no es mi pareja. —Le doy una mirada desaprobatoria
mientras organizo perfumes detrás del mostrador.
—El amor está cerca, mi niña. Es un presentimiento de
anciana.
—No eres una anciana.
—Tampoco soy una joven doncella. Prométeme que no te
olvidarás de mí y que me llevarás al mar de Hilffman
cuando el palacio sea tu hogar.
Otra vez con lo del inexistente mar de Hilffman.
De repente, un trío de guardias se para fuera del local y
un carruaje real se estaciona en nuestra calle, lo cual indica
que una persona importante se acerca. Mi corazón da un
vuelco, como el de un niño que acaba de recibir el obsequio
que tanto ha esperado. No voy a ocultarlo: lo único que
deseo es que sea Stefan. El paje abre la puerta de la carroza
y de esta se baja un muy imponente Atelmoff que diluye la
esperanza de que se tratara del príncipe cual pintura en
aguarrás.
—Atelmoff. —Intento esconder mi decepción mientras
cruza las puertas de la perfumería.
—Señorita. —Inclina la cabeza como saludo.
Nahomi vuelve a la realidad en un instante y se levanta
de su lugar apresurada, observando atónita al caballero que
poco a poco se acerca a mí.
—Señora —le lanza un beso con las manos.
Ella lo mira, más bien lo detalla, como si fuera una gema
majestuosa de escaso hallazgo. Atelmoff es un hombre muy
galante, por lo que no se me hace extraño que le parezca
atractivo.
—¿No habla? —me pregunta en un susurro cuando llega
a la vitrina.
—Al parecer ha quedado absorta con su belleza.
—La entiendo. ¿Quién no? Y antes de que pregunte cómo
he estado, confieso que mi vida es excelente. Vivo en el
palacio, ¿qué más puedo pedir?
—Me alegra. Entonces, espero no ser indiscreta, pero
quisiera saber a qué se debe su visita.
—Asuntos del trabajo. Estoy aquí porque el príncipe
quiere verla y me ha enviado a buscarla.
Mi sonrisa desaparece.
—Me da vergüenza decir esto, pero no puedo ir, estoy
castigada.
—No parece el tipo de chica que se mete en problemas.
—Últimamente, salto de inconveniente en inconveniente.
—¿Hay alguna manera en que pueda ayudarla a obtener
el permiso?
—Convenciendo a mi padre. Está en el taller, al fondo de
la perfumería.
—Soy muy buen persuasor. Veamos si puedo con él.
Voy en busca de papá y lo pongo delante de Atelmoff,
quien con una sonrisa intenta convencerlo de dejarme ir al
palacio, pero él se mantiene en la misma posición. Estoy
castigada y no tengo derecho a ninguna salida social.
—¿Y si le digo que es una orden del palacio? No puede ir
en contra de los monarcas —insiste el hombre de ojos
azules.
—Si lo pone en esos términos, mucho menos va a lograr
que acepte.
—Prometo que yo mismo se la traeré a la hora que usted
disponga.
—Erick, no seas tan rígido. Emily merece ver al amor de
su vida —interviene Nahomi, quien se había mantenido al
margen.
—Si me haces pensar que mi hija va a estar en una
situación romántica con un hombre, es aún peor.
—Solo la reprenderá, nada más. Puedes estar tranquilo —
contesta ella.
—¿Por qué Stefan tendría que reprender a Emily?
—No le ponga cuidado, papá. Es uno más de sus
desvaríos. Por favor, prometo que me comportaré y llegaré
temprano.
—Bien, tienes hasta las siete, ni un minuto más, pero sí
todos los minutos menos que quieras.
Mi corazón parece galopar como un caballo enfurecido y
de inmediato mi mente viaja hacia las frases de Nahomi:
«15 de agosto, el amor de tu vida te verá a los ojos». Era a
esto a lo que se refería. Hoy veré al príncipe.
16

La aglomeración de personas a las afueras del palacio


continúa y aunque aún son pocas, se mantienen en pie bajo
el inclemente sol. El carruaje nos lleva hasta la entrada
trasera, justo por los jardines, y desde ahí avanzamos por
los corredores sin interrupciones. Mis manos muestran un
ligero temblor, acompañado de un vacío en el estómago por
saber que estoy a pocos metros de verlo nuevamente.
¿Estará el príncipe tan emocionado como yo?
—Tranquila. Stefan está más nervioso —dice Atelmoff al
ver las reacciones de mi cuerpo.
—¿Cómo puede asegurar eso?
—Espero que me permitas tutearte. Lo cierto es que no
ha parado de hablar de ti. —Detiene el paso un segundo y
reflexiona—. Yo no debería estar diciéndote esto.
Noto que la presencia de guardias se ha intensificado. Si
antes los custodios eran como árboles al lado de un camino,
ahora parece que el palacio se hubiera convertido en un
completo bosque. Ascendemos hacia la segunda planta y
paramos frente a una puerta de caoba tallada. Haber
llegado hasta aquí me causa conflicto, pues sé que un
plebeyo tiene prohibido adentrarse en estas zonas.
—¿Qué es este lugar?
—La habitación de Stefan —responde con naturalidad.
—No, no, no. —Retrocedo dos pasos—. No voy a entrar
ahí. Es un sitio muy personal.
—Él lo ha pedido.
—De ninguna manera. Es una libertad que no pienso
atribuirme.
Mamá no me ha dado consejos sobre cómo manejar esta
situación, pero estoy segura de que la norma general sería:
«Jamás entrar a la habitación del heredero». La mano de
Atelmoff aparece de repente sobre mi espalda y con
suavidad me empuja lo suficiente como para hacerme
trastabillar y avanzar hacia dentro. Mis pasos son torpes y la
boca se me seca en segundos cuando lo veo sentado en la
silla de su escritorio, mirándome directamente a la cara.
—¡Emily! —dice con una gran sonrisa al notar mi
presencia.
Se levanta a tropezones y se acerca aceleradamente
para luego detenerse a pocos centímetros de tocarme e
intentar recomponerse del arrebato acomodándose sin
necesidad la camisa. Mi cuerpo vuelve a ebullir al notar que
lo pongo tan nervioso como él a mí.
—Ruego que me disculpe por tal comportamiento —
clama, apenado por el sobresalto que ha fallado en ocultar.
—¿Estás emocionado? —pregunto, enlazando los dedos
delante de mi cuerpo.
—Incluso más de lo evidente. Luces hermosa, por cierto.
—Debo decir lo mismo de ti.
—¿Eso fue un halago? Creo que debo registrarlo en los
libros de historia.
—Ahórrale la vergüenza a Mia de tener que estudiar
cómo su hermana adulaba al príncipe —le sigo el juego—.
¿Cómo estuvo tu viaje?
—La mayor parte del tiempo fue una pesadilla. Por lo
general los asuntos del reino son así. Sin embargo, y si no te
causa demasiada molestia, me gustaría hablar de cualquier
otra cosa. De nosotros, por ejemplo.
—¿Ya está confirmado que hay un nosotros?
—¿No es obvio? Aunque de ser necesario, estoy
dispuesto a hacer un comunicado en la plaza para
anunciarlo.
—Prefiero la privacidad.
—¿Cómo la de una cena? Estuve pensando en ello. Sé
que mi padre no es el ser más amable, pero cuando regrese,
quiero invitar a tu familia a cenar al palacio. Claro, solo si
así lo deseas.
Confirmar lo nuestro delante de nuestros padres. Eso es
lo que significa. Me atemoriza la idea, no voy a negarlo. Y es
que cómo se supone que le haga frente a esto cuando
apenas estoy acostumbrándome a estar en una relación.
—No quiero imaginar las preguntas que hará papá.
—Estaré preparado para responderlas.
—Acepto entonces. Todo parece indicar que ya
superamos la etapa del cortejo.
—En lo absoluto. Tengo pensado seguir haciéndolo.
Me acerca a su cuerpo y me rodea la cintura con sus
manos. Su rostro busca lugar entre la curva que forma mi
cuello y baja lentamente para acariciarme con la punta de
su nariz, haciendo que el calor de mi cuerpo se eleve como
solo él puede provocarlo. Siento su respiración cálida
recorrerme la piel. Continúa su excursión dándome un fugaz
beso en el hombro y mi piel responde a su atención
erizándose al instante. En un movimiento bien calculado,
toma mi rostro entre sus manos y pone sus labios en los
míos con suavidad. Reafirma su agarre en mi cintura, como
si temiera que fuera a escaparme, y en cuestión de
segundos su beso pasa de ser lento a salvaje, en un intento
por dejar una marca, reclamar su derecho a ser el único que
puede poseerlos. No sé si es correcto, pero me gusta la
devoción que no teme mostrar y que, aunque me
avergüence admitirlo, me enardece.
—Alteza, la visita lo espera. —Escuchamos un fuerte
llamado en la puerta que nos obliga a separarnos.
¿Una visita? ¿En este momento? Solo puede ser la
persona más inoportuna del mundo.
—Claro, comprendo. —Su cuerpo se pone rígido—. No
creí que llegaría tan pronto. Emily, ¿podrías quedarte con
Atelmoff unos instantes?
—Por supuesto —acepto, al ver su incomodidad.
—Mandaré a un guardia para que te lleve con él. Por
cierto, si ves algo o a alguien inusual en los corredores del
palacio, no te asustes, todo está controlado. Lo prometo.
—¿A qué te refieres?
—Tenemos visitantes que han llegado de incógnito, así
que si te topas con uno, te rogaré que guardes discreción y
que no le digas a nadie lo que veas aquí dentro.
—Lo prometo —aseguro mientras me invade la sensación
de que algo no anda bien.

***

Una vez que el príncipe se marcha, un guardia me guía


hacia un pasillo donde Atelmoff me espera. En el camino
comprendo a qué se refería Stefan: el palacio está habitado
por hombres como estatuas negras que cubren cada pasillo.
Aquel escudo bordado en hilos dorados les enmarca el
pecho y representa a los despiadados seres que frecuentan
las pesadillas de la mayoría de los mishnianos: el ejército
lacrontter. A medida que paso delante de ellos me examinan
con cuidado, como si intentaran descifrar si represento una
amenaza o no. Me intimidan, no lo niego. Cada vez que he
estado cerca de algún miembro de la Guardia enemiga un
arma me apunta a la cabeza, y verlos aquí, en alerta, a
pesar de estar tranquilos, me genera una presión en el
pecho que solo siento como un mal augurio. Otra cosa que
noto mientras camino es el perfecto equilibrio de la
exhibición: por cada lacrontter hay un guardia mishniano y
ningún soldado mira al otro o siquiera se rozan, pues
mantienen mínimos centímetros de distancia entre ellos.
Todos tienen la atención al frente, rectos y vigilantes.
—Nos volvemos a ver —saluda Atelmoff cuando llego a él
—. Por la palidez en tu cara, supongo que ya viste a
nuestros huéspedes.
—¿Por qué están aquí? ¿No les aterra que puedan
atacarnos?
—Pusimos reglas para hacer este encuentro posible. Solo
la mitad de cada guardia tiene armas.
Mi expresión debe indicarle que no entendí nada, pues
profundiza su explicación.
—Están formados por parejas y en cada una solamente
un hombre tiene un arma. Si en el primer par el solado
mishniano tiene una pistola, en el segundo es el lacrontter
quien la porta.
—Sigue sin parecerme seguro.
—Fue difícil ponernos de acuerdo con el ejército de
Magnus, pero, como te comenté, tengo un gran poder de
persuasión.
—¿Y si nos atacan desde afuera? Es posible que tengan
soldados listos para atacar.
—Esa posibilidad ya fue evaluada. El palacio está
cerrado, nadie puede salir ni entrar y en los alrededores se
ubicó la misma cantidad de hombres de ambos reinos
vestidos de guardias reales mishnianos para no levantar las
sospechas del pueblo, pues, como imaginarás, nadie puede
saber que están aquí.
—No confío en ellos.
—Ellos tampoco en nosotros. Hicieron un barrido previo
por todo el castillo. Revisaron hasta debajo de las alfombras
para descartar que tuviéramos hombres escondidos.
—Eso quiere decir que el rey Magnus está aquí, ¿cierto?
—Así es. Debe estar reunido con Stefan en este
momento. Es una de las razones por las que estás conmigo:
no puedes salir del palacio hasta que los lacrontters hayan
partido.
No estoy tranquila sabiendo que ese sujeto se encuentra
cerca. Es una bestia hecha persona, un ave de rapiña
hambrienta que no sabes cuándo descenderá del cielo para
atraparte en sus garras.
—Magnus es bastante paranoico. —Ríe como si recordara
el motivo de aquella conclusión—. Exigió que la reina
estuviera presente por si intentan incendiar el palacio, para
que de esa forma no se queme únicamente él, sino también
ella y Stefan. Dos cabezas por la suya. Es bastante peculiar.
—No creo que esa sea la palabra que lo define. Es
despreciable.
Atelmoff ríe a carcajadas, como si hubiera dicho lo más
tonto del mundo.
—Querida, no te lo había dicho. Te ves hermosa hoy —
halaga para cambiar el tema.
—Debo decir lo mismo de ti. —Bajo la guardia. Es
imposible no hacerlo, pues su humor es ligero. Es de ese
tipo de personas que te hacen sentir cómoda en cualquier
situación o momento.
—Basta. —Golpea mi hombro suavemente, juguetón,
olvidándose de lo que hemos venido hablando—. Aunque es
cierto.
—¿Viajaste con Stefan? —Trato de seguir el rumbo de su
conversación.
—Por supuesto. Soy su mano derecha, estoy con él en
casi todo momento.
—¿En casi todos?
—Claro, cuando se está duchando prefiero dejarlo solo.
—¿Es posible hacerte una pregunta indiscreta? —digo
entre risas leves.
—Todas las que se te ocurran.
—Cuando pasó lo del ataque en la fiesta de Daniel, no
estabas ahí, ¿cierto?
—Así es. Me había marchado con el rey Silas. Soy el
consejero real, así que es mi deber seguirlo. —Me gustaría
preguntar más, pero no quiero inmiscuirme en asuntos que
no me conciernen—. Parece que te mueres por saber algo
más —añade, como si leyera mis pensamientos.
—Bueno, es que entonces no entiendo qué haces aquí si
el rey sigue en Rihelmont.
—Stefan me necesita para cumplir la tarea que se le ha
asignado. Incluso mandarte a llamar fue mi idea para
ayudar a calmar sus nervios. Lo que no creí fue que Magnus
llegaría tan rápido a interrumpir su momento.
Seguramente parezco una indiscreta, así que prefiero
permanecer en silencio y aguardar.

***

—¿Crees que aún se tarden? —consulto después de ver el


sol ponerse, dando entrada al anochecer.
—Lo más probable es que la reunión haya terminado. Ve
a buscarlo, debe estar en la oficina de la izquierda. Si ves
que no hay guardias en la puerta, es porque ya se ha
acabado; de lo contrario, no se te ocurra acercarte.
—¿Cuál es exactamente? —pregunto ante la existencia
de montones de oficinas.
—La cuarta puerta.
Asiento y me levanto hacia la dirección que me ha
indicado. Al llegar, noto que, efectivamente, no hay ningún
custodio afuera, así que, presa de la impaciencia, abro la
puerta para entrar a paso ligero, pero me detengo cuando
mis ojos se cruzan con los de alguien más. Un hombre
joven, caucásico, de cabello rubio oscuro, labios rojizos,
pómulos pronunciados y llamativos iris esmeralda me
observa con una expresión indescifrable entre enojo y
fastidio. Es atractivo, aunque intimidante y me resulta
imposible sostenerle la mirada. Siento que mi cuerpo arde
bajo sus ávidos ojos. Está recostado, con las manos
reposadas en los brazos de la silla, tranquilo, y yo, sin
embargo, siento como si hubiera entrado a una cueva de
víboras. Su mirada es gélida y su porte transmite firmeza,
seguridad. Ardo mientras busco alguna palabra que me
salve de su ataque silencioso.
—Disculpe, señor —susurro, haciendo una torpe
reverencia.
Él no responde, se limita a mirarme en blanco, como
quien mira a un animal insignificante. Lo detallo en silencio
y con rapidez: el traje negro, ese tono de cabello, los anillos
y sus facciones marcadas arrojan en mi cabeza a una sola
persona. Estoy segura de que se trata del rey Magnus
Lacrontte. A su espalda se encuentra un grupo de sus
guardias personales, pero no hay rastro de Stefan o de la
reina Genevive, e incluso ningún soldado mishniano lo
vigila. Salgo a paso apresurado sin darle la espalda, cierro la
puerta a trompicones y, una vez me vuelvo, choco con un
pecho firme que me sostiene de los brazos. De la boca me
sale una gran cantidad de aire, por el alivio que me causa
ver al príncipe, que me sonríe.
—Estaba buscándote —asegura con suavidad.
—Yo hacía lo mismo. Debo irme.
—Por favor, espérame un momento. Tengo que avisarle
al rey Magnus que la salida ya se encuentra despejada.
Después de eso podremos hablar.
Me lleva hacia un sofá en el pasillo antes de perderse en
la oficina de la que minutos más tarde sale el rey enemigo.
Al verme, camina hacia mí, mientras mis pensamientos
ebullen y las manos se me humedecen. Se inclina para
encararme y entonces sus labios se mueven.
—Antes de entrar a un sitio, debes llamar a la puerta…
señorita. —Su tono es firme, dominante.
Su fragancia me invade los sentidos. Es un olor
penetrante y fino que me recuerda la tierra, la madera y el
musgo, y me resulta altamente seductor.
—Lo siento, majestad. No fue mi intención incomodarlo
—balbuceo con un hilo de voz.
—Ten más respeto por la persona que tienes enfrente y
no te atrevas a dirigirme la palabra si yo no te la he
concedido. —Abro y cierro la boca, como un pez luchando
por su vida. Conozco su carácter y lo último que deseo es
terminar mi vida en este pasillo—. Si estuviéramos en
Lacrontte, ya te habría enviado a la horca por tal
atrevimiento.
—¿Me está amenazando? —Soy una marinera inexperta
enfrentándose a su primera tormenta.
—¿Crees acaso que estoy jugando?
—No, y por eso es un alivio para mí que no estemos en
Lacrontte.
Mi boca está fuera de control y suelto esa tontería sin
pensar en las consecuencias. Estoy presa bajo sus ojos
verdes, que se oscurecen debido a la ira reprimida.
—Insolente, eso es lo que eres. Por tu bien es mejor que
no intentes hacerte la graciosa conmigo.
—No era mi intención…
—¿Acaso debo repetirte que únicamente puedes
dirigirme la palabra cuando yo te la conceda? Soy un rey, no
tu maldito amante.
Su aliento roza mi rostro, no como una acaricia, más bien
como un viento amenazante, de esos que te arropan en las
noches lúgubres y tenebrosas.
—¿Sucede algo, majestad? —La voz de Stefan llega
desde atrás.
Estoy tan acorralada que ni siquiera soy capaz de
moverme para buscarlo con la mirada y rogarle que me
rescate. Me hallo petrificada, respirando exclusivamente el
aroma que desprende el cuerpo del hombre que tengo
enfrente. El rey al que me han enseñado a odiar y temer
toda mi vida.
—¿Quién es esta mujer? —pregunta sin dejar de
mirarme.
—Es la costurera del palacio —inventa para proteger mi
identidad.
—Deberías enseñarles modales a tus sirvientes, porque
es evidente que no tiene ni una pizca de decencia. Aunque,
¿qué se puede esperar de ti si eres un maldito Denavritz?
—Estás invadiendo su espacio personal. Quizás por ello
ha tomado esa actitud. —Stefan trata de defenderme.
El rey Magnus sabe que estoy asustada, puedo verlo en
sus ojos, así como noto el placer que le causa infundir terror.
—No durarías ni siquiera un día entero en Lacrontte, y no
por tu osadía, porque veo que la tienes, sino porque yo
mismo me encargaría de acabar contigo —me susurra
prepotente—. No tolero a nadie con este nivel de
desfachatez.
Se yergue por fin, plantándose fastuoso y
concediéndome la posibilidad de respirar con libertad. Si no
lo hacía en los próximos segundos, hubiera comenzado a
temblar.
—No quiero que ninguno de tus hombres se atreva a
seguirme porque te garantizo que responderé
violentamente —advierte a Stefan.
—Yo siempre cumplo mi palabra, majestad.
Se echa a andar con sus guardias creando un escudo
humano delante y detrás de él. Su capa golpea el piso
bruscamente ante la contundencia de sus pasos, que
resuenan en el mármol.
—Emily, estás pálida. —Stefan se sienta a mi lado, me
toma el rostro para examinarlo—. ¿Qué te ha dicho?
—Nada, solo se despidió —miento sin tener motivo.
Me siento débil por el enfrentamiento silencioso al que
fui sometida. El corazón me late fuerte y amenaza con dejar
mi pecho en cualquier instante.
—¿Segura? Confía en mí, por favor. Sé sincera y dime si
te ha hecho algo.
—Estoy bien, solamente un poco aturdida por tenerlo tan
cerca.
No puedo creer que tuve a centímetros a la persona más
sanguinaria y cruel, aquella que ha cometido tantas
atrocidades. Al que vi dispararle a Daniel y ultrajar su
orgullo con vehemencia.
—De acuerdo, vamos. —Intenta levantarme.
—¿Qué hacía aquí si es el enemigo?
—Buscaba mediar. Mi padre se ha quedado en Rihelmont
debido a la ira de los pobladores. Me ha dejado a cargo de
la situación, pues ahora no tiene tiempo de enfrentar los
reclamos del pueblo. Hay asuntos más importantes para él.
—Espero que no te ofendas, pero ¿qué puede ser más
crucial que responder a la angustia de un pueblo que llora el
rapto de sus seres queridos?
—La economía. Sabes que Lacrontte se llevó la mitad de
nuestro oro y él está buscando alguna forma para aplacar la
crisis.
—¿Qué tiene que ver Rihelmont en esto? Es solo una
ciudad mísera por las consecuencias de la guerra. Allí nada
más hay bases militares.
—Grandes bases militares —corrige—. Por ahora no
puedo contarte demasiado, es algo que sabrás en su
momento.
—¿Están pensando en atacar a Lacrontte para recuperar
el oro? —pregunto con el sentimiento propio de una víctima
al ver que se acerca su cazador. Es el único plan que tiene
sentido en mi cabeza.
—Por supuesto que no —se defiende, aunque sus ojos
dicen otra cosa—. Aquí lo único cierto es que me he reunido
con el rey Magnus para intentar negociar por la vida de los
guardias que se ha llevado. Estoy intentando solucionar el
problema que aqueja a la ciudad, por eso él estuvo aquí.
—¿Y has podido llegar a un acuerdo con él?
—No —confiesa decaído—. He fallado. Es imposible
mediar con Magnus, pero también es mi culpa no haber
podido persuadirlo. Quería que le diera a mi madre a
cambio de los veintiséis soldados. Es terco, se enfrascó en
esa posición y, por más que yo proponía otras opciones,
siempre volvía a lo mismo. Es la cabeza de mi madre o
nada. Entenderás por qué no pude pactar nada. Ahora debo
planear cómo le daré la noticia al pueblo, así que lo mejor
será que te envíe en un carruaje hasta tu casa. —Me da un
beso casto en los labios—. Buenas noches.
17

La luna colorea el cielo de Palkareth y las preocupaciones


adornan mi cabeza mientras camino hacia Milicius, el lugar
al que juré jamás volver en busca de una vacante, pero al
que tuve que recurrir después de pasar toda la tarde
buscando trabajo en otros lugares. Nos reunimos con el
Mercader por la mañana y, a pesar de que mi madre ofreció
sus joyas como método de pago para completar el dinero
que nos hacía falta, no pudimos llegar a ningún acuerdo.
Amenazó con llevarse a Liz como forma de pago, y por
fortuna apareció Daniel para detener su ataque de locura.
Yo no entendía qué hacía el general ahí hasta que Mia me
reveló un gran secreto: mi padre había escuchado por
accidente cómo Mía le contaba a mamá la manera en la que
sacaron a mi hermana en la villa y por ello papá lo mandó a
llamar. No quiero imaginar la conversación que tuvieron
esos dos.
Me desconecto de mis pensamientos cuando la música
me retumba en los oídos a medida que me acerco al bar y,
una vez mis ojos se posan sobre aquella placa de metal con
el nombre Milicius, siento un sacudón en el cuerpo. Cruzo
las puertas de madera con cautela, vigilando que Faustus no
se encuentre escondido en un rincón; para mi buena suerte,
parece ausente esta noche. Me aproximo a la barra donde
aquel hombre que Rose llamó Ralph me recibe como la
primera vez.
—Si no tienes dieciocho, es mejor que salgas de aquí.
—Los tengo, el mes próximo será mi cumpleaños número
diecinueve.
—Bien. —Se pasa un pañuelo sucio por la frente llena de
sudor y marcada por las líneas de expresión naturales de la
edad—. ¿Qué te sirvo?
—Un trabajo con buena paga, por favor.
El hombre me observa con amargura, procesando lo que
he dicho. Se queda a la espera de que pida algo de tomar y
que aquella respuesta sea solo una broma, pero me
mantengo inmóvil, debo ser fuerte para lograr lo que quiero.
—No busco personal ahora, y menos mujeres.
—¿Por qué no? Yo podría ayudarle a organizar su negocio.
Ayudaré a limpiarlo, a tomar pedidos… Lo que requiera.
—¡Porque no! ¿Va a tomar algo? De no ser así, le pediré
que se retire.
—Por favor, señor. En verdad lo necesito —insisto—.
Vengo de parte de Rose Alfort. Ella es mi amiga y usted la
conoce. Le aseguro que estaré disponible en cualquier
horario, piénselo bien.
—Última advertencia —dice impaciente—. Le sirvo algo o
se va. Nadie se queda sin consumir.
—De acuerdo, me voy, pero antes dígame dónde puedo
conseguir un empleo —intento, al confirmar que aquí no
lograré nada.
—Así que necesitas un trabajo —grita una voz familiar
desde la distancia.
Giro y busco entre las personas que se mueven ebrias en
sus sillas como las hojas de un árbol contra el viento, entre
quienes levantan sus jarras llenas de cerveza y los que
hacen apuestas con cartas sobre el suelo. Para mi sorpresa,
la intervención no viene del interior del bar, sino desde la
puerta de entrada. Se trata de la mujer de cabello negro y
mirada oscura a la que recuerdo como Shelly, quien me
salvó de Faustus y a quien luego encontré en el palacio.
—Sí, señorita. ¿Sabe de alguna vacante? —Mi esperanza
se reaviva como una chispa mientras camina hacia mí.
—Mi ofrecimiento sigue en pie, con todos los beneficios
que mencioné.
—Lo siento, pero no soy meretriz, todo fue una confusión
en el palacio.
—Entonces, ¿qué quieres hacer?
—No lo sé. Trabajaré en lo que me sea posible. Conozco
mucho sobre flores y perfumes. Tengo experiencia en
ventas.
—Eso no nos deja muchas opciones. Aun así, te ayudaré.
¿Recuerdas cuando te dije que este era un mundo dominado
por hombres? —cuestiona, y asiento—. Jamás dejará de
serlo y por eso las mujeres debemos ayudarnos tanto como
podamos.
Vuelve hacia la puerta del bar sin molestarse en mirar a
los hombres que la llaman incesantemente.
—¿A dónde vamos? —consulto una vez echo a andar tras
ella.
—A casa. Probablemente, alguna de mis chicas tenga un
cliente florista, perfumista o que necesite vendedoras. No
hay que descartar nada.
El borde de su vestido verde está manchado por la
suciedad de la calle sobre la que se arrastra. Vacilo entre
advertirle o levantarlo yo misma, pero me bloqueo en el
proceso cuando se vuelve a mirarme.
—¿Me recuerdas tu nombre, niña?
—Soy Emily. Y usted es la señorita Shelly…
—Brecshart. Shelly Brecshart, y por favor no me digas
«señorita».
—Lo siento. ¿«Señora» está bien para usted?
—Madama Brecshart me agrada más.
Llegamos rápidamente a una casa de ladrillo rojo, con
ventanas circulares y dos ramilletes de lavandas a cada lado
de la puerta. Me agrada, es decir, todo lo que tenga flores
me gusta.
—Ha llegado la reina de este palacio —vocifera cuando
cruzamos la entrada.
Para mi sorpresa, el interior es gigante. La sala parece
infinita, los objetos que la decoran simulan tener gran valor,
aunque basta con observarlos con cuidado para saber que
no lo tienen. El lugar está lleno de mujeres que van y
vienen. Unas son jóvenes, como Liz, y otras un tanto
mayores, como Shelly. Usan vestidos similares, con olanes,
y llevan corsés y cintas negras como gargantillas. Algunas
tienen el cabello lacio y otras tienen ondas, pero todas
tienen algo en común: portan al lado derecho del pecho una
camelia que combina con el labial rojo.
—¿Nueva compañera? —pregunta una—. ¿Puedo
instruirla?
—No trabajará con nosotras, pero necesita nuestra
ayuda. Reúne a las chicas que estén disponibles, por favor.
El sitio huele a alcohol, tanto que siento que podría
embriagarme con solo respirar. Hay luces cálidas en el techo
que me recuerdan mi estancia en las celdas de la base
central. Parece que con ellas quisieran ocultar a los hombres
que se mueven por aquí y camuflan sus conversaciones con
la música que toca en un rincón un joven con un laúd.
—Nos hacemos llamar Las Temerarias de Mishnock —
avisa Shelly al ver mi estupefacción.
—Es un buen nombre —adulo, y soy sincera al hacerlo.
—El mejor, querrás decir.
Algunas chicas comienzan a aglomerarse en un rincón de
la sala, tomando asiento en el sofá o en las múltiples sillas
dispuestas en la estancia.
—No estamos todas, pero serán suficientes —inicia la
madama—. Les presento a…
—¡¿Qué haces aquí, Emily?! —alguien pregunta en un
grito que me causa escalofríos.
La sala entera se vuelve hasta una de las alcobas que
componen la casona y de la cual sale alguien muy familiar
para mí.
—¿Rose?
Me pasmo al verla caminar con naturalidad hacia
nosotras. Es la única que usa una bata de dormir y, por su
aspecto desaliñado, parece que alguien acaba de
despertarla.
—¿Se conocen? —cuestiona Shelly.
—Sí, es mi mejor amiga —comento en voz baja, aún
conmocionada—. ¿Aquí es donde has estado estos días? —le
pregunto directamente.
—¿Por qué has venido? ¿Cómo entraste a este sitio?
—Yo la invité —explica la madama—. ¿Algún problema?
—Ella no debería estar aquí —advierte Rose.
—¿Trabajas con Shelly? —inquiero confundida.
—Creo que deberían hablar en privado —propone la
señora Brecshart—. Vayan a tu habitación, Rose.
Ella no lo piensa dos veces. Se da la vuelta y se apresura
de mala gana al lugar del que ha salido. Me mantengo
impávida, aún procesando lo que acaba de ocurrir, hasta
que un grito me hace despertar.
—¿Vas a venir o no? —llama, apoyada en el marco de la
puerta de su habitación… ¿Su propia habitación?
—Buenas noches a todas —me despido antes de
retirarme a la alcoba.
—No debiste venir a esta casa —me reprocha cuando
llego a ella, cerrando la puerta con seguro—. ¿Qué haces
aquí? ¿Cómo conoces a Shelly?
—En el bar, me rescató de Faustus cuando intentó
llevarme, tal como te conté. Y, bueno, ahora iba a ayudarme
a conseguir un trabajo. —Me mira como si dudara entre
creerme o no. Al final solo asiente—. ¿Y tú desde cuándo
trabajas con la madama?
—¿Acaso importa?
—No seas hostil, solo quiero estar al tanto, porque
parece que no conozco a mi amiga.
—Eso no es relevante. Aquí lo indispensable es que no le
digas a nadie. ¿Entendiste?
—Nunca revelaré nada que no quieras que se sepa. Lo
único que busco es entender la situación.
—No hay nada que comprender. —Se pasa las manos por
la cabeza tan rápido que lo único que hace es despeinarse
más—. Comencé con esto porque necesitaba dinero, las
deudas estaban consumiendo a mi familia, la herrería de
papá es mísera y no aporta lo suficiente. Mamá ya no sabía
cómo alargar los pocos tritens que nos quedaban. Estaba
harta de comer avena o sopas que prácticamente eran agua
con sal. Eso no era vida y debía hacer algo por mi cuenta.
Pero tú qué vas a saber de eso. Nunca vas a entender todo
lo que he vivido.
—Te comprendo, en verdad lo hago.
—Entonces, ¿por qué te sorprendiste al verme aquí?
—Porque no esperaba encontrarte, pero no porque te
juzgue. Llevo casi tres días sin saber de ti, y que aparecieras
de repente me asombró. Mi reacción hubiera sido la misma
sin importar el lugar, lo juro.
—No mientas. Te desconcertó ver a lo que me dedico.
—¿Por qué quieres hacerme quedar como la villana?
—Estás exagerando. No todo se trata de ti.
Paso por alto aquel comentario amargo debido a la duda
que me golpea como un vendaval. Me avergüenza hacer la
pregunta; no obstante, necesito saberlo. Necesito entender
si por eso la gran señora Maloney la trataba de esa manera
y si por ello también aguantaba los desplantes de su hijo.
—Cuando Cedric te daba dinero era por…
—¡Cállate, no se te ocurra insinuarlo!
—Solo es una duda, no te ofendas.
—Me molesta porque conozco tu mentalidad moralista.
Tu visión de una vida rosa y lo juzgona que eres.
—¿Por qué me hablas así?
—No lo sé. —Se sienta en la cama, decaída como un ave
con un ala herida—. Supongo que no quería que lo supieras.
Esta es una parte de mi vida que deseaba reservar
exclusivamente para mí.
—¿Te avergüenzas?
—No, pero muchas personas sí. ¿Crees que Cedric me
tomaría en serio si le cuento esto? —discute más con ella
que conmigo.
—Maloney es un tonto que no te merece. Eres demasiado
valiosa para estar con ese idiota.
—Entonces el mundo entero es una idiotez, porque
muchos piensan que son superiores solo por la labor que
desempeñan, su origen o su color de piel, y eso siempre me
deja en desventaja —habla con la furia de un volcán—. La
vida no es de ensueño, la mayoría del tiempo es una
pesadilla.
—Esas personas de las que hablas no valen la pena.
—Es tan fácil decirlo cuando no lo vives, ¿verdad? —
recrimina molesta—. Imagina lo difícil que es pedir un
trabajo y que te digan que no pueden contratarte porque
detrás del mostrador se ve mejor alguien de piel clara. Una
sarta de estupideces que tengo que aguantar cada día. —
Intento decir algo, pero ella levanta un dedo y me calla. Sus
ojos negros, acuosos, semejantes al reflejo de la luna sobre
el agua, arden en furia y se le marca la mandíbula al
intentar contener la ira—. ¿Sabes cuántos hombres vienen
aquí buscándome, Emily? Hombres que jamás me mirarían
en público por temor a la crítica o el señalamiento, porque
les da vergüenza admitir que les gusta alguien como yo, y
eso es lo que más odio. Tener que venderme como un
espécimen extraño, cuando soy una mujer como cualquier
otra. Esos sujetos salen de aquí y regresan a sus casas con
sus esposas e hijos a mantener una vida perfecta, trabajos
ideales que les brindan tranquilidad y el respeto de la
sociedad. Lo odio. Odio que me quieran hacer sentir que no
valgo nada. Pero ¿sabes qué disfruto en medio de mi
desdicha? Poder rechazarlos. Darme el lujo de verles la cara
indignada cuando les digo que no, presenciar cómo le
ruegan a Shelly para que me persuada. Me hace sentir
increíblemente poderosa y esa es la sensación que quiero
experimentar toda mi vida.
Cada palabra que dice duele más que la anterior, quiebra
mi fortaleza. Ella no merece pasar por eso; en realidad,
nadie lo merece. Su mirada demuestra tenacidad, fiereza,
pese a las lágrimas que se le acumulan en el borde de los
ojos. Me acerco despacio y la abrazo. Sus lamentos caen
sobre mi hombro como la lluvia en un campo, mientras me
rodea, estremeciéndose de dolor e impotencia.
—Te quiero, Rose. Eres la persona más valiente que
conozco —susurro con sinceridad.
—No tendría que serlo si la sociedad no me obligara a
seguir en pie.
—Podemos denunciar a todas esas personas que te han
negado un trabajo. Puede que, si buscamos a otros a los
que les haya pasado lo mismo, ellos también testifiquen.
—Una sanción no les cambiará la mentalidad, solo hará
que nos odien más.
—Lo importante es que pagarán. Verán las
consecuencias que trae segregar a alguien.
—Ahora no puedo hacer nada de eso. —Se levanta y seca
sus lágrimas, haciendo apremio de su orgullo—. ¿Recuerdas
que golpeé a alguien? A un caucásico. Tengo todas las de
perder si no pienso bien mis movimientos.
—Ese día afirmaste que ni Phetia ni sus padres podrían
tocarte un pelo, ¿a qué te referías con eso?
—Lo verás en su momento. Por ahora, lo mejor será que
no vengas a visitarme. Si frecuentas este sitio, las personas
sospecharán y podrían encontrarme.
—Si así lo quieres, acataré, pero sabes que puedo
ayudarte aun a la distancia. Nada más envía una carta,
puede ser a nombre de Shelly y yo sabré que se trata de ti.
—Lo que haré no puede involucrarte, Emily.
—Bien. Convenceré a Liz para que me dé su proyecto, lo
terminaré por ti y le diré al señor Field que estás enferma.
Por cierto, él me habló de una dirección nueva que le diste
al empezar el año, ¿es la de esta casa?
—¡Por Dios! —Camina de un lado a otro alarmada—.
Tengo que quitársela.
—Yo lo haré por ti.
—No, sería demasiado sospechoso. La Guardia Civil no ha
venido aquí aún, eso quiere decir que no la ha entregado.
Necesito hacerlo esta noche, ¿sabes dónde la tiene?
—En el escritorio del salón de clases. Nada asegura que
todavía esté allí.
—Estará. Si no, buscaré la forma de obtenerla, así tenga
que entrar a su casa.
—¿Por qué le diste esa dirección?
—Mis padres no saben que sigo yendo a clases. Cuando
comenzó este año, me dijeron que no podían pagar las
tutorías, así que yo misma me inscribí con el dinero que
gano y me inventé un trabajo. Ya entenderás por qué no
podía poner mi dirección.
—Sigo sin entender. Con el trabajo del que les hablaste,
podías haber justificado el pago de las tutorías.
—Ellos están convencidos de que trabajo durante el día,
por lo que no tendría tiempo de estudiar. Eso explicaría por
qué en ocasiones llevo tanto dinero. Yo soy quien ha pagado
todo este año, Emily, el arriendo, la comida, los impuestos y
mis gastos personales. Por eso casi nunca tengo dinero, lo
que gano se va en la casa. Pero no pienses que soy
estúpida, también estoy ahorrando para irme de Mishnock a
Lacrontte o Cromanoff. No me quedaré en este reino de
miseria. Te dije que saldría adelante, seré la mujer más
exitosa que jamás hayas conocido y lo voy a lograr, aunque
tenga que pasar por encima de todos.
—Prometo visitarte cuando lo consigas. Siempre seré tu
amiga, Rose. Podrás contar conmigo eternamente.
—¿Cuál es tu sueño, Emily? —pregunta, omitiendo mi
comentario.
—Ser florista.
—Esa es la diferencia entre ambas: tú sueñas con algo
común como vender flores, mientras que yo pienso en
grande, en gobernar naciones, en tener un pueblo a mis
pies que me idolatre, y te juro por mi vida que voy a
conseguirlo.
—No hay sueños ordinarios o sencillos, hay sueños y
punto. Que desees ser soberana equivale a que yo desee
tener una floristería, porque es mi meta y no es más grande
o pequeña que la tuya.
—Como digas. Por el momento, lo más sensato que es te
marches, es muy tarde y debes volver sola.
Tiene razón. Me despido de ella en un abrazo que no
quisiera que acabara y vuelvo a la sala, donde ya las chicas
se han dispersado y solamente quedan algunas
merodeando o hablando con distintos sujetos.
—Niña Malhore —me llama Shelly cuando estoy cerca de
la puerta. Me giro hacia ella. Está recostada sobre una barra
de lo que parece ser la cocina—, espero que hayas podido
entender a Rose.
—Siempre lo hago. Es una de las personas a las que más
amo en la vida.
—Respecto al trabajo que me pediste. Lo comenté con
las chicas y una conoce a un joyero al que puede persuadir
de darte trabajo. Dijiste que tenías experiencia en ventas,
¿verdad? —cuestiona y asiento—. Pues ven aquí mañana a
esta misma hora y ella te presentará con él.
¡Una cosa buena, por fin una cosa buena! Empiezo a
agradecerle después de aceptar la cita. ¿Debería tener una
carta de recomendación? ¿Y es válida si quien la hace es mi
padre? Varias preguntas se pasean por mi cabeza mientras
salgo de la casona y me encamino calle arriba con el aire
gélido que me golpea el cuerpo. Mi vestido se mueve y
amenaza con exponer más de lo debido, por lo cual lo
aprieto fuertemente para evitar que se levante. Paso frente
a Milicius, que sigue atestado de personas que beben y
cantan como si fuera una fecha festiva. Hay hombres con
trajes de la Guardia Azul sentados fuera y todos parecen
haber perdido la consciencia gracias al alcohol. Ignoro sus
comentarios a medida que avanzo, intentando salir con
rapidez, hasta que de repente me tiran del pelo con
violencia, tumbándome hacia atrás.
—Te dije que te haría pagar el desplante que me hiciste.
—La voz me hace temblar, pues la reconozco de inmediato.
Siento que caigo en una pesadilla que pensaba que había
acabado—. ¿Crees que se me olvidó que pagué por algo que
aún no me has dado?
—Faustus. —Mi voz no responde cuando pronuncio su
nombre.
—Lo sabía. —Me rodea la cintura con el brazo libre—. Así
como yo no te he olvidado, tú a mí tampoco.
Lo rasguño con la intención de liberarme aunque
sobrepase mi fuerza, pero rápidamente me atrapa y me
arrastra por la calle. Pataleo, lucho con el corazón
acelerado, con la respiración quemando mi pecho y con los
ojos inundados, pero, tal como pasó una vez, todos
alrededor están demasiado ebrios para reaccionar.
—No entiendo a qué se debe tanta resistencia, ya debes
estar acostumbrada —me susurra al oído y es entonces
cuando tomo el valor de gritar.
Clamo por ayuda tan alto como puedo, rogando,
implorando que mi voz despierte a alguien de su trance. Lo
golpeo y forcejeo, dispuesta a toda costa a no permitir que
me lleve, que me ultraje o me toque. Miro con horror e
impotencia alrededor. Todos están tan perdidos en su
mundo que por más que levante mi voz nadie se percata de
mi miedo. Cuando por fin logro que una de esas miradas
desorientadas se cruce con la mía, Faustus lo ahuyenta.
—Ni se te ocurra intervenir. Esto es algo entre nosotros.
—Lo señala amenazante.
El sujeto se preocupa, duda, se mueve un poco, pero al
final decide no actuar y me parte el corazón comprender
que no hará nada para ayudarme.
—Por favor, señor —suplico en vano, pues él decide
girarse, aparentando no haber visto nada.
—Será rápido, ya verás.
Cierro los ojos presa del miedo sin dejar de gritar un solo
instante, guardando hasta el último momento la esperanza
de que alguien me escuche. Lanza mi cuerpo al suelo y en
medio de mi turbación siento que sus manos se alejan. Lo
escucho quejarse a mi espalda, rabiar, pero no me detengo
a inspeccionar, sino todo lo contrario, me muevo
apoyándome en las rodillas. Quiero correr, pero antes de
alejarme, me agarra la pierna izquierda con fuerza para
evitar que escape. Desesperada, me giro para intentar
patearlo y es entonces cuando veo a otro hombre sobre él,
forcejeando.
—Ella es una meretriz, no hay que defenderla. —Pelea
con el sujeto, que ahora lo somete en el piso.
—Suéltela o tendré que dispararle —amenaza el otro,
ignorando su comentario.
La luz que sale de Milicius ilumina escasamente su rostro.
Lo reconozco. Es el soldado que le llevó la carta de Daniel a
mi hermana hace unas semanas.
—Yo pagué por sus servicios, ahora tiene que cumplirme.
—No es cierto —balbuceo en mi defensa—. Yo solo iba a
casa y él me tomó sin autorización. Lo juro, solo quiero
llegar con mi familia.
—Le creo —asegura, y la tranquilidad vuelve a mi cuerpo.
Faustus todavía me mantiene agarrada del tobillo, pero a
la segunda advertencia del soldado decide soltarme. Me
impulso con las piernas para alejarme. Mis latidos
desbocados dan cuenta del terror que siento, la boca seca y
el dolor en la garganta demuestran cuánto he luchado para
que alguien notara mi presencia.
—Está libre, ahora suéltame —protesta Faustus. Su cara
está contra el pavimento, sometido bajo la rodilla del joven
que lo mantiene doblegado—. ¿Quién te crees? Soy un
veterano de la Guardia Azul, niño.
—De ser así, señor, esta no es la manera en que se
comporta un exmilitar. Me presento, Willy Mernels, miembro
de la Guardia Civil. —Su voz es firme, marcial.
—Claro. Eres solo un peón más. Me debes respeto.
Ustedes solamente cuidan la ciudad; yo luché en la frontera.
Anda, quítate si tienes consideración por los héroes de tu
patria.
—No se atreva a llamarse de esa forma después de lo
que intentaba hacer —acusa el chico con ira y me mira
fijamente con ojos preocupados—. ¿Le ha hecho algo,
señorita?
—No, llegaste a tiempo. —Mi respiración está agitada y
mi voz sale débil a medida que me pongo en pie.
—Levántese —le ordena a Faustus—. Debe ir a rendir
cuentas por intento de secuestro.
—E intento de violación —añado, haciendo uso de todo
mi valor para decir aquellas palabras.
El rostro de Willy se tiñe de asombro al escucharme.
Parece que dirá algo, pero de su boca no sale ningún sonido.
Obliga a Faustus a levantarse, aunque opone resistencia.
Por fortuna, su contextura delgada y su ebriedad lo hacen
blanco fácil para Mernels, quien lo supera ágilmente.
—Nada iba a suceder. No exageres, como si jamás lo
hubieras hecho, ramera.
Mi mano empuñada va directamente a su nariz, con el
brío de un caballo salvaje, aprovechando el estado inmóvil
en el que se encuentra. Después nos encaminamos hasta la
base civil, donde rápidamente se nos toma la declaración.
Debo seguir teniendo la inocencia de un cachorro para
pensar que las leyes de Mishnock iban a admitir mi
denuncia de agresión sexual contra Faustus, pues lo único
que hizo el guardia fue registrarlo como intento de
secuestro, a pesar de suplicar para que me creyeran y de
tener a uno de los suyos como testigo.
***

No sé cuánto tiempo ha pasado, pero las lágrimas no paran.


Estoy sentada en el otro extremo de la sala con las piernas
pegadas al pecho y la cabeza gacha mientras suelto entre
jadeos toda la impotencia que siento. Hace unos minutos un
guardia fue enviado hasta casa para traer a mi padre, pues
me niego a irme si no es él quien me acompaña. No me
siento segura en las calles que me vieron crecer, en la
ciudad que es mi hogar y todo por culpa de un hombre que
cree tener derecho sobre mí. Willy se ha quedado conmigo
en cada momento y pese a que Faustus está en uno de los
calabozos, yo no siento que haya habido justicia. Odio este
sistema. Odio que un guardia civil tenga que aprobar un
caso para que sea llevado ante los jueces.
—Señorita, no pierda la fe. En el tribunal lo gritaremos,
obligaremos a los jueces a investigar para que se den
cuenta de que fue más grave que un intento de secuestro —
dice el oficial Mernels mientras me entrega un cuenco de
madera con agua, que yo rechazo—. Yo tengo tres
hermanas y no imagino cómo me pondría si algo así les
sucediera.
—No me escuchan y no me siento protegida.
—Recibirá el respaldo que merece. Seguramente el
tribunal pedirá que se investigue su caso a fondo. —Su tono
es tranquilo. Aun así, no soy capaz de calmarme.
—¿Y si no? ¿Si jamás me oyen y ese hombre queda
impune? ¿Cómo me voy a sentir segura ahora? Nunca más
volveré a caminar sola.
—Lo hará, se repondrá y adaptará. —Se quita el silbato
que descansa en su cuello, atado a una cuerda negra, y me
lo extiende—. Mire, se lo obsequio.
—¿Para qué quiero eso?
—Digamos que siempre estaré a un silbido de distancia y
si no lo estoy, seguramente alguien más sí. Tiene un sonido
característico y algún guardia civil que esté por la zona
vendrá en su rescate, o cualquier otra persona.
Sonríe, intentando animarme. Es educado y muy
caballeroso. Se esmera en mantener cierta distancia entre
nosotros, aunque nunca aparta su mirada de mí, atento a
cualquier cosa que pueda necesitar.
—Muchas gracias. —Lo tomo con cuidado—. ¿Seguro que
no lo necesita, Willy? ¿Lo puedo llamar solo Willy?
—Por supuesto, y no se preocupe, en la base me darán
otro.
—¿Dónde está mi niña? —Escucho la voz que tanto
anhelaba oír.
Corro a los brazos de papá cuando lo veo cruzar la puerta
e inmediatamente mis lágrimas mojan su camisa. Me abrazo
con fuerza a su cintura, escondiendo mi rostro en su pecho
como si volviera a ser esa niña que temía no verlo más cada
vez que salía. Ruego en silencio que me proteja, que no
permita que nadie me lastime, que pelee por mí.
—¿Qué te hicieron, mi amor? —susurra, acariciándome el
cabello.
—Papá, yo solo quería llegar a casa.
Willy toma el liderazgo y le explica los hechos ante mi
imposibilidad de hablar. Papá se mueve agresivo hasta el
recibidor, donde comienza a gritarle al oficial que admitan
mi segunda acusación, cosa que no sucede.
—Yo no tuve una hija para que alguien más se creyera
con derecho a tocarla sin su consentimiento —reclama
iracundo, haciendo que las venas en su cuello salten debido
al esfuerzo de su garganta.
—Si vuelve a gritar, le juro que usted acompañará al
acusado en uno de los calabozos. Limítese a saber que la
audiencia será el próximo martes a las nueve de la mañana,
así que por favor sean puntuales —le responde el guardia,
ignorando el reclamo de papá.
—¿Se está burlando de nosotros? —cuestiona molesto—.
¿Del dolor de mi hija?
Papá se lanza para tomar al hombre del cuello y
golpearlo. Sin embargo, Willy lo detiene antes de que
cometa tal tontería y le aconseja volver a casa, pues
lamentablemente así es el procedimiento. ¿Cómo pueden
llamarle «justicia» a algo que no lo es?
Camino anclada del brazo de mi padre, aún sin poder
controlar mis lágrimas. Él me brinda su abrigo mientras la
noche nos guía, decepcionados y afligidos. Mamá nos
espera en el umbral y corre a abrazarme cuando nos ve
llegar. Lo sabe, supongo que el soldado que enviaron hace
un rato lo dijo en frente de ambos. Ella no me dice nada y
tampoco es necesario, simplemente me lleva hasta su
habitación, porque sabe bien qué es lo que necesito, casi
como si leyera mi mente. Me meto bajo las cobijas en la
cama de mis padres, en completo silencio. Mia se abraza a
mi derecha, Liz a mi izquierda y papá y mamá en cada
punta. Todos dispuestos a confortarme. El refuerzo Malhore
es algo que desde hace mucho tiempo había dejado de
solicitar. La última vez que usé este recurso fue cuando
tenía once años en una noche de tormentas, y hoy estoy
aquí, de vuelta, con una turbación mucho peor. Este
instante me recuerda que no estoy desamparada, que hay
un soporte que me mantendrá en pie cuando no tenga
fuerzas, por lo que me permito llorar una vez más, no solo
por mí, sino también por todas aquellas personas que han
pasado su dolor solas, en silencio.
18

Estos días han sido difíciles mientras intento reponerme de


lo sucedido, lo cual no me ha resultado sencillo. Falté a
clases por tres días: no quise salir de casa ni un segundo y
solamente me quedé en el jardín, esperando el valor que
me habían arrebatado esa noche. Hasta que una mañana
tomé la decisión de no permitir que Faustus controlara mi
vida aun a la distancia y me arriesgué a hacer algo que me
ayudara a sentirme mejor conmigo misma, que me diera
coraje, y eso fue hablar. Quería quedarme en silencio, no lo
negaré, deseaba olvidar ese suceso y actuar como si nunca
hubiera pasado, pero habría sido injusto conmigo. Quería
hacer por todos lo que la justicia no había hecho por mí, así
que practiqué con mamá un discurso sobre mi vivencia y le
pedí permiso al señor Field para recitarlo en clase. Me
habría gustado que Rose estuviera presente para que viera
mi fortaleza, que no soy la joven débil que ella piensa.
Hablar me ayudó, y a pesar de que al principio al tutor no le
pareció buena idea, ya que no quería alarmar a los demás
con lo que él consideraba un caso aislado, mamá lo
convenció de lo contrario. Y cuando estuve ahí, frente a la
clase, relatando cada minuto de ese momento, me sentí con
la fuerza del sol de verano, aguerrida y útil porque mi
testimonio podría ser de ayuda para alguien de la sala.
Y ahora es jueves y me encuentro aquí, de pie en el
umbral de la casa de la señorita Valentine, con las manos
cosquilleándome nerviosamente mientras toco el aldabón.
Liz me acompañó hasta la calle de nobles y a partir de ahí
caminé hacia la vivienda por mi cuenta. Admito que recorrer
ese pequeño trayecto me dio miedo, pero también me hizo
creer que, a pesar de todo, podría volver a intentarlo.
—Bienvenida. Ya la señorita Valentine la espera —informa
la doncella que abre la puerta.
Toma el abrigo que traigo para después guiarme hasta el
comedor, donde se encuentra la joven Russo, junto a una
mujer que parece ser su madre y dos niños.
—Emily, es un placer volver a verte —saluda con una
sonrisa—. ¿Ves? Ahora sí he recordado tu nombre. Te
presento a mis dos hermanos, Thomas —señala a un
pequeño que levanta la mirada al escuchar su mención y
que de inmediato la devuelve al plato frente a él— y Taded.
—Este último inclina la cabeza en un gesto amable—.
Madre, permíteme presentarte a la señorita Malhore —
continúa Valentine—. Emily, ella es la baronesa Anabella
Russo.
—Hola, Emily. —Curva los labios con una expresión
agradable—. Creo que nunca te he visto. ¿Cuál es el título
de tu familia?
—Soy plebeya, baronesa.
—Es hija de los perfumistas, mamá. —Su hija me rescata
del incómodo momento que crea la mujer debido a la
expresión desdeñosa que aparece en su rostro—. He visto
varios frascos vacíos de los perfumes que hacen sus padres
en tu tocador.
—Pues algo tengo que usar —replica caprichosa.
Me siento a la mesa, al lado del hermano que me han
presentado como Taded, admirando con disimulo la alacena
de madera blanca que está en un rincón de la estancia, el
espejo de marco labrado que hay en la pared frente a mí y
en el que veo lo pálida que luzco en contraste con el papel
tapiz que hay tras de mí.
—Escuché que tienen una deuda grandísima con el
Mercader —menciona la mujer.
—Ya la hemos saldado casi en su totalidad.
—Madre, esos no son temas que deban tocarse.
—Solo digo que hay que tener cuidado… Puede tomar
algo de aquí para pagar el adeudo.
—Yo jamás haría eso —me defiendo.
—Eso lo sabremos cuando te vayas y verifiquemos que
no hace falta nada en la casa. —Se levanta—. Llévame la
comida a mi habitación —le ordena a su doncella—. Y
sírvele mucho a la invitada, seguramente jamás ha probado
platillos similares.
Se retira de la mesa, pavoneándose como toda una
señora de las altas casas: presumida y déspota. Solo quiere
llamar la atención. Es insoportable.
—Discúlpala, por favor. Es la edad. —La vergüenza
inunda las mejillas de la señorita Valentine.
—¿Desde cuándo eres amiga de Valentine? Jamás te
había visto y ella no recibe muchas visitas —habla el niño
amable.
—Tan solo somos conocidas.
—¿No somos amigas? Yo creía que sí —interviene ella,
ladeando la cabeza mientras me observa con la ternura de
un cervatillo.
—Bueno, sí lo somos. Es decir, no sabía que nos
llevábamos bien.
—Ahora lo sabes. Tocando otro tema, ¿no venías con una
acompañante?
—No pudo asistir, tenía algunas co…
—También podemos ser amigos si quieres —irrumpe su
hermano—. Soy bueno para guardar secretos.
—No lo eres —se queja el otro, el mayor, quien no ha
hablado hasta ahora—. Y no interrumpas a las personas
cuando hablan, es de muy mala educación.
—¿La he ofendido, señorita amiga de mi hermana? —
pregunta preocupado, y niego—. ¿Lo ves, Thomas? No ha
pasado nada.
—Al menos apréndete su nombre si quieres que sea tu
amiga. Se llama Emily, es hija de perfumistas, no
consideraba a Valentine como su allegada hasta que ella la
obligó a hacerlo. Se ha quedado observando los artilugios
de la casa por un tiempo mayor al promedio, lo cual
significa una de dos cosas: está detectando qué puede
robarse o quedó maravillada debido a que nunca ha visto
algo semejante, ya que es una plebeya y no tiene acceso a
ese tipo de cosas.
—¿Por qué siempre te comportas como un hombre
mayor? —se queja su hermana—. Tienes once años.
—Ya lo ha dicho el rey Magnus y es buen momento para
citarlo: «La edad no define tu inteligencia».
—¿Vas a empezar a hablar del rey Lacrontte? —reclama
Taded—. Eres muy aburrido.
¡Por todas las flores del mundo! Nunca había presenciado
tantas discusiones en una simple cena, ¿serán acaso
familiares del Mercader, el experto en arruinar reuniones?
Después de terminar la comida en medio de una riña
incesante, Valentine me lleva a su habitación, un mundo
diferente para mí. Las paredes están pintadas de lila y se
iluminan como una amatista por la luz de la lámpara
enjaulada que hay en el techo. Una enorme cama cubierta
por un mosquitero blanco se adueña del lugar y sábanas en
tonos pastel la visten por completo. Una alfombra mullida
de terciopelo descansa a los pies de un baúl de madera café
y un tocador repleto de cremas, joyas, perfumes y cosas sin
sentido termina el conjunto.
—¿Te gusta leer? Tengo libros increíbles. Aunque también
puedo enseñarte las cosas extrañas que traigo de mis viajes
mientras esperamos a Amadea —propone, descalzándose.
—¿Viaja mucho? —pregunto intrigada. No conozco a
muchas personas que puedan permitírselo.
—Por supuesto, tanto que ya Palkareth me resulta
aburrida. La vida en otros parajes es extraordinaria. Se
siente como si fueras un escalador expectante por descubrir
lo que hay en la cima de la montaña.
Ahora me siento más pobre de lo que soy.
—¿A qué se dedica su padre, señorita Valentine? —La
intriga me gana: quiero saber qué les permite darse tantos
lujos.
—Dejémonos de formalidades, somos amigas. Dime Val,
si quieres. Papá es banquero. Él guarda las riquezas de
muchos nobles de Mishnock y las del rey Silas. Tenemos
sedes en cada esquina de Mishnock y algunas pocas en
Lacrontte. Pronto lo ascenderán a conde. Mamá muere por
que llegué ese día. ¿Y tu familia, qué tal? —Habla tan rápido
que no me permite intervenir—. Si oficializas tu relación con
Stefan, serás princesa y tus familiares se convertirán en
nobles. Tienes el futuro asegurado.
—No es algo que nos importe demasiado, es decir, el
conseguir un título.
—Eso nunca está de más. —Se emociona como si
imaginara esa posibilidad siendo suya—. Al tener un rango
pueden invitarte a las mejores fiestas, incluso fuera de
Mishnock. He asistido a algunas en Lacrontte y Cromanoff,
también he visitado los viñedos de Cristeners. Podría
invitarte al próximo evento, ¿irías?
—Siempre y cuando tenga el permiso de mis padres.
—¿Aun si es fuera del reino?
—Bueno, ahí la situación se complica un poco. No nos es
tan fácil permitirnos un viaje de un momento a otro.
—¿Por trabajo? —cuestiona, quitando los broches que
sostenían su peinado, y yo asiento—. ¿Es decir que irán al
bazar de Lacrontte este fin de semana?
¿Bazar de Lacrontte? Sacudo la cabeza como lo haría un
niño ante su sonajero, mientras recorro cada recoveco de mi
mente en busca de algo que me recuerde dónde he
escuchado sobre ese evento.
—Es una feria para artesanos, orfebres y todo tipo de
creadores de cualquier reino, se pueden dar a conocer y
conseguir contratos extranjeros. Fue creado por la exreina
Elizabeth, la madre de Magnus. ¿En verdad no sabías nada?
—No, pero me alegra saberlo. Se lo diré a papá, quizás
logremos ir.
¡Por supuesto! En el cumpleaños de Daniel, el rey
Lacrontte bufó que vendería en un bazar a los guardias
mishnianos que se llevaba. Debe ser el mismo.
—¿Necesitas quién los financie? —dice emocionada,
como si un plan se hubiera creado en su mente.
—¿Disculpa?
—Lo que escuchaste. Muchas personas que asisten al
bazar tienen un patrocinador. Papá habla de eso todo el
tiempo. —Me toma de las manos y me lleva hasta la cama
con ella—. Cuando no pueden costear el precio del viaje o
necesitan comprar gran cantidad de materiales para
producir sus objetos, buscan a alguien que los apoye
económicamente, y este, a su vez, también se beneficia.
Puedo decirle a papá que los financie, él jamás me dirá que
no, soy su niña.
Ir a ese bazar en Lacrontte nos ayudaría a reunir el
dinero restante de la deuda, pero falta solo un día y no creo
que podamos hacer los perfumes necesarios para abastecer
la demanda del público al que enfrentaremos.
—Coméntalo esta noche con tu papá, y si acepta, haré
que mañana mismo se reúnan para pactar. Mi padre no dirá
que no, solo debes convencer al tuyo.
—De acuerdo. Gracias por el aviso.
—Ahora, ¿puedo sincerarme contigo, respecto a algo que
tiene que ver con Stefan? —duda, mordiéndose las uñas—.
No sé cómo decírtelo, porque es evidente que eres una
joven amable.
—Dilo, no te preocupes.
—No le agradas ni un poco al rey Silas. —Cierra los ojos,
como si la avergonzara revelar aquello—. Cuando en la
fiesta de Daniel invité a bailar a Stefan y no lo solté por un
buen rato, fue porque su padre me pidió que lo hiciera. Yo
no pretendía interrumpir, pero… Bueno, no tengo excusa, fui
su cómplice, al fin de cuentas.
Lo imaginaba. La manera cómo me habla y las indirectas
llenas de sarcasmo que lanza sobre nuestro negocio familiar
son claras. Es obvio que no le caigo en gracia por mi
posición social.
—Stefan es un caballero muy protector —continúa—.
Seguramente no dejará que su padre te haga daño.
—¿Acaso el rey te ha dicho algo de lo que deba
preocuparme?
—No, no. No estoy insinuando eso, solo digo que Stefan
siempre estará de tu parte.
El sonido de la perilla de la puerta nos sobresalta.
Cuando la puerta se abre, la luz blanca de la habitación
brilla sobre la piel morena de Amadea, quien luce fresca en
un camisón de dormir amarillo.
—¿Preparadas para pasar toda la noche despiertas? —
pregunta, adentrándose.
—Esperen, ¿vamos a pasar la noche aquí?
—Claro, ¿no te lo habían dicho?
—Mi padre vendrá por mí a las diez. Creí que únicamente
era una cena.
—¿A las diez? Pero si ya son las ocho y cuarenta.
—Quédate, yo prometo enviarte en uno de los carruajes
de la familia —propone Valentine viendo mi expresión.
—Paso por esta vez. Tampoco traje ropa de cama o
cepillo de dientes. No estoy preparada para pasar la noche.
Será en otra ocasión.
Amadea se acomoda a mi lado, jugando con los cojines
de la cama. Parece a punto de explotar en palabras,
sedienta de información.
—De acuerdo, entonces aprovechemos el tiempo que nos
queda. Emily, eres amiga de la chica Alfort, ¿no es así?
—¿Ocurre algo con ella? —respondo a cambio.
—La odio. Desde que le reventó un perfume en la cabeza
a Phetia, mamá la trata mejor que a mí, la convirtió en su
consentida y me desplazó.
—Espera —pide Valentine—, ¿tu hermano tiene dos
novias?
—No me sorprendería si tuviera más de dos. Es un
mujeriego empedernido. Por cierto, ¿supieron lo del último
ataque de Lacrontte en la fiesta del general Peterson?
El estómago me da un vuelco de inmediato al notar el
rumbo que lleva la conversación. Intento hablar de otra
cosa para no tener que revivir esa noche, sobre los
príncipes de Plate, por ejemplo. Pero ellas le restan
importancia y continúan narrando un suceso que les resulta
mucho más interesante.
—Sí, en la sastrería dijeron que el rey Magnus sacó a su
amante completamente desnuda porque la encontró
pasando la noche con Daniel —susurra Valentine con
emoción.
Detesto saber que el nombre de mi hermana está en
boca de toda Palkareth y como si eso no fuera lo
suficientemente malo, le han otorgado el título de amante
del rey Lacrontte.
—Val, ¿sabes que esa mujer de la que hablas es la
hermana de Emily?
Ella palidece y me mira como una niña a la que han
descubierto jugando con las joyas de su madre. Los ojos
quieren abandonar sus órbitas mientras agacha la cabeza,
apenada.
—Ella no es amante del rey Magnus. Lo odia más que a
cualquier otra persona en el mundo y tampoco estaba
completamente desnuda —la defiendo—. Ser pareja de ese
hombre sería lo último que mi hermana haría, lo aborrece
incluso más que yo. Y sabe que unir su vida a él es
condenarse a un calvario sin salida.
Todavía recuerdo la cacería en la que convirtió la villa, la
sangre que cubría el pastizal como vino tinto derramado y
los cuerpos de inocentes asesinados por su ejército, que
debí esquivar como si se trataran de obstáculos en un
camino y no de personas.
—Magnus no es tan malo —dice Amadea como si lo
conociera—. ¿No te parece absolutamente precioso, Emily?
—¿Las atrae a pesar del daño que le ha hecho a nuestro
pueblo?
—No es tan grave. Jamás he sufrido por causa de un
lacrontter.
—Pero muchos otros sí.
—Las opiniones se construyen con base en experiencias.
A mí no me ha dado motivos para odiarlo, así que me sigue
gustando.
Cada quien vive en su propia burbuja, que tarde o
temprano será reventada, quizás no con la misma aguja,
pero lo que resultará en común es el dolor que sentiremos
al caer a una realidad que no estábamos preparados para
enfrentar. Se cree que es el rey quien lleva el peso de su
pueblo, pero considero que los proletarios, como nos
llaman, somos los que cargamos con la mayor parte y a
quienes nos resulta más difícil reparar la suela gastada de
nuestros zapatos tras recorrer un camino sin oportunidades.
—¿Tu hermano está en la línea directa de fuego? —
pregunto a Amadea.
—Claro que no. De ser así ya le hubiéramos pedido que
se retirara. No permitiremos que la guerra afecte a nuestra
familia.
Verídico. ¿Por qué habría de preocuparse el pájaro si el
mar está contaminado y por qué habría de molestarse el
pez en pensar que la lluvia torrencial no les permite a las
aves buscar comida?
—¿Y no te duelen las personas que pierden a sus
familiares?
—Magnus no asesina inocentes. Todos los que mueren
son soldados que se ofrecieron a batallar.
Omito su comentario al notar que será una pérdida de
tiempo tratar hacerlas entrar en razón. Pasa la noche y
seguimos variando los temas hasta que papá viene a
recogerme. Debo admitir que nunca hubiera imaginado que
me llevaría tan bien con estas chicas después del mal rato
que me hicieron pasar en el juego de polo. Valentine y yo
salimos a la calle y el frío me abraza haciéndome tiritar un
poco. Dejamos a Amadea en la habitación, mientras me
reúno con mi padre en el umbral.
—Señor Malhore. —Le extiende la mano—. Tiene una hija
estupenda. No dude en escribirnos si se decide. Ya tenga
por hecho que cuenta con un patrocinador.
Él asiente, extrañado, pero no comenta nada al respecto
y simplemente se despide como si hubiera entendido el
mensaje. Al caminar, le cuento lo que sé sobre el bazar y el
plan de Valentine para financiar nuestro viaje. Al principio se
resiste, exponiendo las dudas que yo también tuve, y
cuando creo haberlo convencido de que se arriesgue a ir
con mamá, me toma por sorpresa al pedirme que sea yo
quien lo acompañe mientras espero el juicio contra Faustus.
—Quiero que entiendas que después de la frontera hay
más vida, hay más mundo, en el que obviamente habrá
maldad y quiero que estés preparada para enfrentar lo que
sea.
Tiene razón, siempre la tiene.
—¿Eso quiere decir que iremos al bazar de Lacrontte?
La emoción es notable en mi voz y en el apretón que le
doy a su mano. Con esas ventas podremos pagar la deuda,
quitarnos esa carga de encima y continuar con nuestro
ritmo de vida normal.
—Solo si el barón Russo acepta patrocinarnos.

***

Valentine tenía razón. Su padre aceptó financiarnos. Costeó


los gastos de nuestro viaje y de la estancia en el reino
enemigo y con un poco de influencia ayudó a que la
renovación de nuestros permisos de viaje estuviera lista
para el viernes al final del día. Entonces, mi padre y yo
emprendimos el largo camino hasta Mirellfolw, el lugar al
que había prometido no volver jamás.
Organizamos nuestro puesto lo más rápido posible, pues
llegamos retrasados a la inauguración y nos perdimos el
discurso de apertura del rey. Lacrontte ha implementado un
sistema que consiste en pintarles a los visitantes la palma
de la mano con el color predominante de su reino para
clasificarnos y ubicarnos como si fuéramos una peste que se
debe vigilar para que no se salga de control. Así que un
oficial nos deja las palmas de un azul oscuro.
Estamos en nuestro puesto, en medio de los muchos
otros que adornan hoy el centro de la ciudad bajo una
inmensa carpa blanca. La ubicación de las tiendas crea
caminos delgados como los de un laberinto. Algunos
vendedores hablan fuerte para atraer clientes y otros los
toman de la mano para llevarlos a sus puestos casi por
obligación. Las personas tropiezan con mesas y letreros
colgantes de baja altura mientras recorren el sitio cual
banco de peces en un estrecho de mar, percibiendo los
diversos olores de comida, esencias y perfumes que se
mezclan en el ambiente.
—Hola, soy Ellen y ella es mi amiga Ellie —saluda una
rubia de mirada de gacela, quien se acerca a la mesa junto
con una joven de cabello castaño y de mejillas de conejo—.
Necesito que hagan una fragancia para mí.
Su acompañante saca de una pequeña bolsa de
terciopelo rojo un envase cuadrado de vidrio transparente
cubierto con delgadas láminas doradas y cristales blancos
incrustados en el frente. En su interior aún hay un poco de
líquido ámbar. Noto que es una loción masculina cuando me
lo acercan.
—¿Necesita una fragancia parecida a esta? —inquiere
papá, recibiéndolo.
—No, requiero que tenga el mismo olor, que la repliquen.
¿Pueden tenerlo para mañana?
—Lo siento, pero nuestro negocio crea fragancias
originales, no copias de trabajos de otros perfumistas.
Aquellas piedras y el metal de protección dan cuenta de
lo costoso que es aquel perfume. Debe pertenecer a un
duque o a alguien de mayor rango y, sinceramente, lo
último que queremos es meternos en problemas.
—¿Se hacen llamar perfumistas y no son capaces de
hacerlo? —Cruza las manos en el pecho, molesta—. Pagaré
lo que me pidan. El hombre que lo hacía murió y es un
regalo para mi padre, que es quien lo usa.
—¿Son de la nobleza? —les pregunta y ellas niegan con
la cabeza—. Entonces, ¿de dónde sacaron esto? Mis años de
experiencia me dicen que un frasco tan lujoso solo lo puede
comprar un noble.
—Está bien. Les diremos la verdad. —Se inclina sobre la
mesa como si fuera a decir el más grande secreto de Estado
—. Mi tío tiene un amigo que conoce al hermano de la novia
del sobrino del hombre que saca la basura en el palacio
real.
La expresión en su rostro me dice que espera alguna
reacción de asombro de nuestra parte ante lo que considera
una gran hazaña, así que se la ofrezco, aunque no entiendo
el contexto.
—¿Ahora comprenden lo increíble que es? —me
pregunta, orgullosa.
—Tienen muy buenas influencias —digo con un tinte
irónico.
—Eso no es todo —continúa, complacida por mi
respuesta—. En ocasiones ese encargado se queda con
algunos de los artículos en desuso.
—Te refieres a la basura.
—No, son artículos en desuso y los vende a bajo costo.
Ese perfume que tienes en la mano es nada más y nada
menos que los restos de la loción que usa el mismísimo rey
Magnus VI. ¿Ven lo magnífico que sería que ustedes se
convirtieran en los artífices de la réplica de la fragancia de
su majestad?
Papá vuelve a negarse y ellas a insistir hasta que lo
hacen dudar. Él empieza a hacer pruebas con la fragancia,
rocía un poco sobre la cara interna de su muñeca para que
el flujo de la sangre aumente la temperatura y las notas se
intensifiquen. Tarda algunos minutos antes de nombrar los
primeros ingredientes que puede identificar.
—Bergamota, puede ser de tipo Calabria, y quizás cedro,
pero no estoy seguro. Creo que es algo más, un ingrediente
que nunca he utilizado.
Las dos jóvenes continúan negociando hasta que
obtienen la respuesta que querían escuchar. Papá toma el
pedido por una cantidad estimada de mil quinels. Cuando
oigo la cifra pienso en que con eso hubiéramos podido
comprar suministros para poner otro puesto de perfumes
igual a este al otro extremo del bazar. Solo espero que al
hacer esto no terminemos en prisión.

***

La tarde pasa rápido y las ventas no han parado ni un


segundo. Me duelen los pies por todo el tiempo que he
estado parada y agradezco cuando el sol empieza a caer,
pues eso indica que se acercan las últimas horas de
comercio por hoy. Papá sigue concentrado en el perfume del
rey Magnus y está con lista en mano dispuesto a comprar lo
que necesita para elaborarlo. Le pido que me compre las
semillas de las flores típicas de Lacrontte para agregarlas a
mi jardín y es ahí cuando me cambia el rumbo de la
conversación.
—Creo que es mejor que vayas tú, mi niña, y así escoges
todo lo que quieres.
—No quiero caminar por ahí sola. Me da miedo que
vuelva a ocurrir lo que… bueno, usted sabe a lo que me
refiero. —No soy capaz de mencionarlo sin que un escalofrío
me recorra la espalda.
—Emily, recuerda lo que te dije cuando me propusiste
volver aquí. No quiero que seas una joven con miedos que
se rinde sin intentarlo. —Me toma de los hombros para
encararme—. Hazlo paso a paso y empieza por buscar
semillas en algunos de los puestos. Y si no están, regresa.
No pido que te alejes mucho, nada más explora los locales
del evento.
Dudo que pueda hacerlo, porque los recuerdos de esa
noche siguen cegándome como la neblina en la madrugada.
Me toco el cabello por reflejo y, aun cuando nadie lo está
jalando, siento que podrían hacerlo en cualquier momento y
eso me llena de angustia, como si una flecha me
atravesara.
—No dejes morir a esa niña valiente que sé que eres —
pide cuanto nota mi indecisión.
Intento revivir el valor que tuve para hablar frente a la
clase, cuando les transmití un mensaje de lucha que yo
misma debo creer. Si no lo hago, no estaría siendo fiel a las
palabras que expresé.
—Puedo hacerlo —recito más para mí que para él.
—Confía. El sitio está lleno de personas y más de una te
ayudará si llegas a necesitarlo. —Me abraza y ese simple
tacto desvanece el peso en mi espalda—. No permitas que
el mundo te consuma, eres tú quien debe ir y dominarlo.
Asiento enérgica y tomo el silbato que me obsequió el
joven Willy. Lo agarro con fuerza, esperando que me
transmita la valentía que por momentos se me escapa.
Parece como si fuera a enfrentarme contra un oso
hambriento. Confrontaré mis miedos internos. Comienzo a
pasear por el bazar, admirando la belleza de los diferentes
puestos, donde veo orfebrería, joyería, cuadros, tejidos,
comida típica de distintos reinos, como los quecses de
Mishnock, y plantas medicinales, como la quina; sin
embargo, por más que busco, no encuentro ninguna
floristería. Parece que nadie con ese oficio se animó a venir
a Lacrontte.
Me acerco a uno de los tantos guardias que custodian el
evento para saber dónde puedo comprar semillas de flores.
En un momento estoy haciendo la pregunta y en el otro
varios de ellos me rodean como si hubiera insultado a una
nación entera. Uno de ellos me grita que estoy infringiendo
la ley 7021. ¿Solo por preguntar dónde conseguir semillas?
Este tiene que ser el chiste principal de la obra de un bufón.
El guardia me toma del brazo e intenta moverme para que
vaya con ellos a la base civil, pero me congelo porque
empiezo a revivir esa noche en mi cabeza. Vuelvo a ver a
Faustus arrastrarme como un caimán que lleva a su presa
hasta el fondo del pantano, otra vez escucho sus insultos y
mis suplicas desesperadas. No voy a ir con ningún hombre a
ningún lado, así sea la autoridad.
—Quiero ver a mi padre, necesito informarle sobre esto
—pido con la voz baja como una brisa ligera cuando quisiera
sonar como un ventarrón—. Tengo derechos.
—Sus derechos los determinamos nosotros y en este
momento es una prisionera que no tiene autorizado nada.
—¿Prisionera? —replico, desconcertada—. Eso no es
justo. No entiendo de qué me están acusando, díganme
cómo los ofendí.
Nadie me responde y el miedo renace. Empiezo a
hiperventilar y espero a que, tal como dijo papá, alguien
intervenga, pero nadie lo hace. En cambio, cada uno de los
presentes se hace a un lado, permitiendo que me lleven
fuera del bazar. En minutos llegamos a una base de paredes
blancas y luz fría que podría enloquecer a cualquiera. Varios
guardias están reunidos detrás de una barra de concreto en
la que un aviso pintado dice «Guardia Civil de Lacrontte».
Me piden mi identificación para hacer el papeleo, pero me
resisto a dar cualquier dato. No van a encarcelarme o
ficharme sin decirme qué hice mal.
—En Lacrontte las flores están prohibidas, señorita —
explica uno de ellos al ver mi resistencia—. El rey así lo
exige y nosotros cumplimos.
—Eso es ridículo. Son solo plantas. Es decir, son
necesarias para el proceso de polinización. Entonces, ¿cómo
van a tener árboles?
—¿Cree que somos estúpidos? Claro que hay flora, pero
son cultivos controlados. Muchos lacrontters tienen jardines,
lo que no pueden hacer es decorar sus fachadas con flores.
Mi cara debe mostrarles lo absurdo que me suena
aquello, pues su actitud se vuelve aún más seria cuando
ven que quiero reír. No voy a dormir en un calabozo por
esto. Me niego. Les pido que vayan por mi padre. Él es el
único que puede ayudarme a buscar una salida, pero se
niegan, así que sin otra alternativa hago sonar el silbato que
llevo en el cuello. Es ahí cuando las cosas empeoran, pues
al ver el escudo grabado a un costado del objeto me acusan
de sospecha de espionaje. ¡No, otra vez no con la ilógica
acusación de que soy espía!
—Camine. Tendremos que ir al palacio, esto es un delito
del que se encarga el rey.
Quiero echarme a correr, quiero gritar y, si es posible,
desaparecer.
Este reino solo me trae problemas.
19

Cuando veo a los guardias reales abrir las rejas doradas que
rodean el palacio, la angustia empieza a gobernarme, me
duele el tórax y se me dificulta respirar, como si estuviera
en un barco a la deriva enfrentando una tormenta. De ahí
me guían por un puente que divide la entrada de la casa
real y desde el cual puedo ver la mansión Lacrontte, de tres
pisos y colores crema, gris y blanco. Tiene varias torres,
todas coronadas con la bandera del reino y rodeadas por
grandiosas zonas verdes que forman caminos de espirales
en los que no hay ni una sola flor.
—Por favor, díganme qué piensan hacer conmigo. No soy
una espía, lo juro.
Al llegar a las escaleras del umbral, un hombre mayor se
acerca a nosotros con las manos enlazadas sobre el
estómago y un rostro inexpresivo. Es de caminar lento,
movimientos pausados y, por la manera tan atenta como
me mira, puedo apostar a que ya se ha formado una opinión
sobre mí.
—Buenas noches. ¿Qué tenemos aquí?
—La señorita es mishniana —dice el custodio—. Y tiene
un silbato de los oficiales civiles de Mishnock.
—¿Por un silbato me hacen perder el tiempo?
—Ellos dicen que soy espía —me defiendo—, y le juro
que no es así, señor…
—Modrisage. Soy Francis Modrisage, consejero del rey
Magnus Lacrontte.
—La orden real dictamina que cualquier sospechoso de
espionaje debe ser traído al palacio —discrepa el custodio.
—Pero cuando hay evidencia concreta, no por un silbato.
Aun así, investiguemos. Pasen. —Se da la vuelta y entra al
palacio. No puedo creer que vaya a pisar la morada de mi
verdugo—. ¿Cuál es su nombre, señorita?
—Emily Malhore, señor.
Intento mantener la calma aun cuando el ambiente y la
incertidumbre no me ayudan. Me muerdo el labio inferior
para no llorar y aprieto en un puño el silbato que me cuelga
del cuello, el mismo que detonó todo este teatro. Al verme,
el señor Modrisage se detiene y me pide que no tema, pero
es imposible que no lo haga. Asegura que nada va a
pasarme, que no me encarcelarán y que solo hará un
reporte para dejar constancia del suceso.
Me quedo en el corredor principal con los custodios
mientras él va por papel y pluma. Respiro profundo para
poner fin a mi agitación y miro alrededor para tratar de
disolver los trágicos pensamientos que se pasean por mi
mente como fantasmas. El palacio Lacrontte es como una
caja musical brillante llena de minuciosos detalles. Hay
múltiples candelabros que le dan vida a la estancia, además
de pequeñas estatuas doradas de figuras humanas que
sostienen lámparas, cuya luz se refleja en el piso pulido.
Hay puertas y ventanales intercalados entre las paredes
talladas. Pero es el techo el que se roba mi atención: tiene
pintado un fresco en tonos ocres, rojizos y azules que
muestra ángeles de rostros atormentados en una escena de
guerra, con lanzas, espadas y escudos frente a un público
que mira el enfrentamiento con emoción.
—Pasaremos ante el rey Magnus —el consejero me habla
de repente. No noté en qué momento regresó.
—No quiero estar frente a ese hombre, señor Modrisage.
—Le suplico como un hijo a su padre.
—No se preocupe. Seré yo quien le explique todo. Aun
así, él debe estar al tanto. Se toma muy en serio las
sospechas de espionaje, pero estoy seguro de que solo nos
tomará cinco minutos, después podrá irse.
—¿Le puedo pedir un favor? —cuestiono y acepta—.
Podrían mandar a buscar a mi padre. Está en el bazar, en
nuestro puesto de perfumes.
Imagino lo preocupado que debe estar papá al ver que
no regreso. Ya debe estar buscándome con la zozobra que le
quema el alma. Merece saber lo que ocurre. Me pide su
nombre y la ubicación de nuestro puesto en el bazar para
luego asignarles a un grupo de guardias que lo encuentren y
lo traigan al palacio. Antes de pasar frente al rey, me
informa que tendrán que cubrir mi vestido de margaritas
amarillas con otra prenda. Supongo que debido al rechazo
que siente su monarca por las flores.
Lo sigo hasta la segunda planta bajo la mirada atenta de
custodios, quienes me observan como un estudioso de los
animales a una nueva criatura. Es evidente que no están
acostumbrados a ver a extraños en esta parte del palacio.
Me siento como en una excursión por la casa real a medida
que recorro el piso de mármol que brilla bajo los faroles que
alumbran el largo y ancho pasillo hasta detenernos frente a
una puerta café con una placa encima que anuncia que se
trata de la sastrería.
—Remill, necesito tu ayuda —anuncia el señor Modrisage
cuando entra.
Se trata de un salón amplio, un taller de costura en el
que hay mesas largas, máquinas de coser enfiladas
metódicamente, paredes llenas de telas, hilos, cadenas,
botones, cierres y, además, grandes maniquíes en
diferentes esquinas que portan trajes, abrigos y capas de
hombre en un solo color: negro.
—Aquí estoy, Francis. ¿En qué puedo ayudarte? —Se
escucha una voz detrás de un biombo—. ¿Se le descosió
alguna pieza al rey? No me digas eso porque no quiero
terminar en la horca.
¿De qué habla? ¿Por qué toman a la ligera temas tan
serios como la muerte? ¿Tan acostumbrados están a ella
como nosotros en Mishnock? Si se trata de un chiste local,
me atrevo a confesar que es el peor tipo de humor que he
escuchado jamás.
—Si sales de donde estás, entenderás de que se trata.
Escuchamos unos pasos que se acercan y finalmente
aparece el sastre encargado de vestir al soberano de
Lacrontte.
—¡Por todos mis alfileres!, ¡cuántas flores! —exclama,
sorprendido, y se paraliza al verme—. ¿Acaso eres suicida?
Es un hombre delgado, con lentes redondos y cabello
negro canoso. Tiene las mangas de la camisa recogidas
hasta los codos y lleva en su muñeca una almohadilla llena
de agujas. Me mira constantemente, como si no pudiera
creer lo que ven sus ojos… Mi vestido de flores. ¿Qué le
pasa a esta gente?
—¿Pasará frente al rey? —inquiere, y Francis lo confirma
—. Ya comprendo la situación. Espera, eso quiere decir que
por fin haré algo diferente. —Se emociona de repente—.
Aguardé por este momento tantos años. Tengo muchas
ideas recopiladas, puedo hacer un vestido de gasa con un
hermoso escote de encaje y tal vez también algún accesorio
para el cabello.
—Remill, no hay tiempo para nada de eso. Está a pocos
minutos de ser llamada, solo ponle algo encima y listo.
—Entonces, ¿para qué la traes aquí? ¿Por qué
simplemente no le pusiste una sábana?
—¿Qué tienes para cubrirla? —continúa Francis,
dispuesto a no alargar el drama.
—Nada, todo lo que hay es ropa del rey Magnus. Trajes
oscuros y casacas.
—Pues ponle una de esas.
—¿Lo dices en serio? —comenta, incrédulo—. ¿Cuánto
mides, niña?
—Uno cincuenta y cuatro, señor —contesto, saliendo de
mi estupor.
El sastre me guía hacia un lado, donde hay un espejo
largo de tres lunas que dan una visión completa del cuerpo,
y me sube a una tarima circular para tomar las medidas que
necesita. Busca la capa y, cuando me la pone, siento todo el
peso de la gruesa tela en los hombros. Es más pesada de lo
que parece y batallo para mantenerme erguida. El sastre
comienza a medir y a doblar la tela hasta dejarla del largo
perfecto y luego se la lleva a la mesa para cortarla.
—¿Te resulta muy pesada para solo tenerla atada? —
pregunta cuando vuelve a medírmela.
—Como vasijas de plomo.
—De acuerdo, te pondré un gancho.
Rebusca entre los cajones y trae un broche dorado de
alas, que tiene en el centro enmarcadas las letras M y L, que
a su vez están adornadas por una corona.
—El rey odia este diseño y hay cientos de estos. Los
hicieron antes de que él los aprobara —explica, uniendo
ambos lados de la capa con el pasador.
No recuerdo haberme vestido nunca de negro, por lo que
me decepciono cuando me veo al espejo y noto que el único
toque de color existente lo da ese broche sobre mi pecho. El
nerviosismo me cosquillea en la piel como el caminar de un
grupo de hormigas al ser consciente de que me acerco de
nuevo al rey Lacrontte y su mirada de piedra.
—Solucionado. Ahora lo peor que puede pasar es que te
decapite por usar su ropa.
—¡¿Qué?! —me sobresalto e intento quitarme la capa,
pero me tiemblan las manos—. No, no quiero morir.
—No va a pasar —me asegura Francis—. Gracias por tus
comentarios, Remill.
A medida que volvemos al primer piso, me explica que
por protocolo no se usará mi nombre y será reemplazado
por el número de mi reporte, que en este caso es el treinta
y cinco. Pasamos entonces a la sala del trono. Un sitio
revestido con paredes de yeso, imponentes columnas de
mármol, cortinas de color vino que le dan un aspecto
sombrío al lugar y un trono que no puede ser de otro
material que oro macizo. Está dispuesto sobre un nivel
elevado y antecedido por escaleras. El salón tiene
ventanales arqueados en el muro derecho, por medio de los
que se cuela toda la luz de la luna llena. Camino con
desgano y solo me detengo al llegar a un escudo de
Lacrontte que está pintando en el centro de la sala. Es tanta
la belleza de este sitio que por un momento perezco olvidar
a lo que he venido.
Francis me oculta detrás de su espalda después de
entregarle el reporte al rey Magnus, quien viste uno de sus
habituales trajes negros. Algunos mechones de cabello le
caen hacia adelante mientras los demás están sostenidos
por la corona de oro y rubíes que le adorna la cabeza. Sus
pies descansan sobre el suelo y sus manos cargadas de
anillos sujetan la hoja que lee ávidamente. No negaré que
es apuesto, pero de una forma que no atrae, sino que aleja,
como una criatura majestuosa aunque peligrosa, que es
mejor admirar a distancia.
—Déjame verla —le pide a su consejero sin levantar la
vista y este se hace a un lado, exponiéndome.
Alzo la capa para no tropezar y doblo las rodillas en una
reverencia. El soberano de Lacrontte por fin levanta la
cabeza y sus ojos verdes me atraviesan. Son como
esmeraldas filosas y brillantes. Me observa por unos
segundos y temo que me recuerde y cumpla con la
amenaza que lanzó en el palacio de Mishnock, pero luego
entiendo que afortunadamente no me detalla a mí, sino que
se fija en el atuendo que tengo puesto.
—Buenas noches, majestad. Mi nombre es Em…
—Francis —me interrumpe con la delicadeza de un hacha
para desviar su atención hacia el señor Modrisage—, ¿qué
tiene puesto esta mujer?
—Una capa, majestad —responde imperturbable.
—¿Pasaste de consejero a bufón del palacio? —le reclama
con calma, pero con la voz plagada de ironía—. ¿Por qué
está usando una de mis prendas?
—Necesitábamos cubrirla con algo y solo pudimos darle
una de sus capas debido al poco tiempo del que
disponíamos.
—¿Acaso estaba desnuda?
—Peor: ¡tenía un vestido de flores amarillas!
Me sigue resultando ridícula su aversión a las flores.
¿Qué le sucedió para que las aborrezca de una manera tan
drástica y absurda?
—Mas vale que esto no vuelva a suceder. —Cierra los
ojos y se masajea la sien, cansado—. Vayamos al grano,
acusada número treinta y cinco. ¿De dónde saco ese
silbato?
—Fue un obsequio.
—¿Tengo que preguntar de quién o me lo va a decir?
—Un amigo de la Guardia Civil de Mishnock.
—¿Y a usted le pareció buena idea viajar a territorio
enemigo con eso?
—No creí que causara problemas.
—Pues ya ve que se equivocó. Francis, tráemelo.
Le pide a Francis que le lleve el silbato, así que me lo
quito del cuello y se lo entrego. El rey saca un pañuelo de su
bolsillo y con él lo agarra para estudiarlo. ¿Por qué no
permite que me marche y ya? Se suponía que esto solo era
algo de rutina.
—La dejaré ir, acusada, porque no hay suficiente material
para hacer una acusación formal —dice después de un rato
y la sensación de alivio me invade como una marea fuerte
—, pero esto me lo quedo.
—¡No! —digo más alto de lo que pretendía.
Francis me regaña con la mirada al ver mi irrespetuosa
negativa. ¿Qué más podía hacer? No quiero perder el
silbato, ya se ha convertido en un símbolo de valentía para
mí después de lo que ocurrió con Faustus. Puede que sea
por las palabras del joven Willy al entregármelo, «estaré a
un silbido de distancia», pues cuando lo aprieto siento que,
de necesitarlo, alguien vendrá en apoyo.
—¿Disculpe? —Levanta una ceja al escucharme—. El que
no se quiera deshacer de él aumenta las sospechas sobre
usted.
—Es algo especial para mí, no podría explicarle por qué,
pero no me resistiría a perderlo si no fuera importante.
No quiero tocar el tema de lo que sucedió esa noche,
porque solo de pensarlo me atormenta, como las pesadillas
a un niño. Además, estoy segura de que eso no es algo que
él quiera escuchar.
—Le daré cualquier otra cosa, como este pasador. —Me
señalo el pecho para negociar.
—Ese broche es mío.
—Pero a usted no le gusta. —Siento las miradas de los
guardias que custodian la sala del trono, algunos tratan de
ocultar su sorpresa ante mi osadía y otros la demuestran
con naturalidad.
—Aun así, no deja de ser mío. A propósito, ¿quién le
reveló esa información? ¿Fue Remill?
—No —miento para no meterlo en problemas. Me agradó
y no quiero que lo despidan por hablar de más.
—¿Entonces?
—Soy vidente.
—No me diga —se burla de mi idiotez—. Así que puede
adivinar cosas, ¡qué coincidencia!, porque a mí me
encantan las adivinanzas. Parece que nos vamos a llevar
muy bien, número treinta y cinco.
Por un momento creo que va a reírse, que no puede estar
diciendo algo así en serio, pero vaya que soy ingenua
porque ese rostro lleno de maldad no se suaviza nunca. Su
mirada, a pesar de ser fría y dura como el yeso, brilla como
turmalinas recién pulidas. Parece que tiene algo en mente
que lo divierte y que se escapa de mi comprensión.
—De acuerdo. Esto es suyo si logra sorprenderme con
algo que usted no tendría por qué saber. —Alarga el silbato
en mi dirección. Parece que lo va a lanzar al piso, pero no,
solo lo sostiene de la cadena y las luces de la sala del trono
iluminan el pedazo de aluminio como si se mofara de mí.
Es evidente que no me cree, y cómo lo haría si es la
mentira más tonta que se me pudo ocurrir; sin embargo,
una idea me llega a la cabeza con la velocidad de una bala.
—Adivinaré los ingredientes de su perfume.
—¿Seguirá con lo de la clarividencia? —cuestiona, y sé
que no le ha causado ni una pizca de gracia mi plan, pues el
placer que había en su mirada por verme expuesta
desaparece.
—¿Teme que pueda acertar?
—Está bien. —Confiado, se recuesta sobre el respaldar—.
Dígame las notas.
Me quedo un momento en silencio para que crea que
estoy pensando.
—Bergamota. Bergamota Calabria, para ser exacta.
Esperaba ver sorpresa en su rostro, y lo que sucede es lo
contrario: se queda impávido. Quería que demostrara algo
de asombro, algún sentimiento, pues empiezo a creer que
solo es capaz de sentir enojo y proyectar indiferencia.
—¿Y qué más? —exige con la misma actitud
imperturbable.
Me quedo sin recursos. Papá no me contó cuáles eran los
demás ingredientes, pero recuerdo haberle escuchado decir
que quizás contenía cedro. Aunque también mencionó que
no estaba seguro de que se tratara de eso, así que me
decido por algo más genérico y seguro. Cualquier error
podría costarme la vida.
—Madera —respondo, confiando en que eso sirva para
engañarlo.
—¿De qué tipo? —contraataca.
Aun cuando sus expresiones no reflejan nada, me parece
que está disfrutando al ver cómo me quedo en silencio,
pues en realidad no tengo idea de cuál puede ser.
—Parece que se le agotó la imaginación y a mí un poco la
paciencia, acusada. Retírese y ya no me haga perder el
tiempo, porque una de las cosas que más odio es que
intenten verme la cara de estúpido.
Se acabó mi oportunidad.
Resignada, me reverencio para marcharme y cuando
desvío la mirada hacia la puerta veo a Francis caminar hasta
un guardia que se encuentra allí. No sé muy bien lo que
hacen ni escucho lo que conversan, pero noto cómo le
pasan el frasco de perfume que Ellen y Ellie nos llevaron
esta tarde y una hoja de papel que me paraliza cual estatua.
—Majestad —interviene, desdoblando la hoja—, los
guardias han encontrado al padre de la acusada y este les
ha dado una nota que quiere que le leamos. —Se acerca y le
devuelve el frasco con los restos de su fragancia—. ¿Tengo
su autorización para leerla? —cuestiona y el rey asiente.
No, no, por favor, que no sea lo que estoy pensando,
porque si ya el cielo me había enviado una soga para salir
de la arena movediza, eso le daría un sablazo y me
terminaría de hundir.
—Buenas noches, majestad —inicia—. Quiero decirle que
si hay alguien que merece estar en juicio, soy yo. Mi hija no
aceptó replicar su perfume, sino que fue una decisión propia
y, de verdad, lo lamento. No quería que las cosas llegaran a
esta instancia, por eso le regreso la muestra, para rogarle
que me tome a mí en el lugar de mi hija.
¿Por qué ha dicho eso? Ha empeorado la situación para
ambos. Eso era lo último que necesitábamos. Ahora no solo
estaré metida en un lío, sino que él también.
—Esto tiene que ser una broma—recalca el rey Magnus,
anonadado tras escuchar el mensaje de mi padre.
Un atisbo de sonrisa aparece en su rostro, pero
desaparece en milésimas de segundo. Aquella acción fugaz
me permitió ver dos hoyuelos en sus mejillas. Todo sucedió
tan rápido que no estoy segura de si fueron reales o si toda
la presión y la angustia me están haciendo ver cosas.
—Debo darles mérito por algo. —Se pasa las manos
enfundadas de anillos por la barbilla mientras me mira—.
Nunca me había entretenido tanto con un reporte de
sospecha de espionaje. ¿Por qué tiene estas cosas? —dice,
refiriéndose al perfume—. ¿También hurgan en la basura?
Mi indignación se hace presente con la furia del fuego
que se mezcla con el alcohol, pero antes de seguir
contestando impertinencias, empiezo a relatarle lo que
sucedió esta mañana porque no pienso ser la única
involucrada en este lío y, sobre todo, necesito salir viva de
aquí.
—¿Sabe cuál es una de las premisas en las que creo
fervientemente, acusada? Sacrifica a otros para salvarte a ti
mismo, así que haremos un trato. Me dirá quién les vendió a
esas jóvenes el perfume mientras Francis va en busca de
ellas y yo le devolveré su amado silbato. Debe haber un
sentenciado. Usted o alguien más, me tiene sin cuidado, lo
único importante es impartir justicia.
—Dijeron que era el encargado de la basura del palacio,
pero no puedo asegurarlo. ¿Lo va a asesinar? —me atrevo a
preguntar—. No quiero que le haga nada, majestad.
—Eso no es de su incumbencia —sentencia y empieza a
bajar las escaleras del trono—. Desaparezca de mi vista si
no quiere que la incluya en la sentencia.
Se detiene frente a mí, obligándome a elevar la cabeza
para mirarlo a los ojos. Tras unos segundos le pide a uno de
sus guardias un par de guantes que se apresuran a traerle:
son dos piezas de cuero negro que se ajustan
perfectamente a sus manos.
—Es usted exasperante y esas son cosas que no tolero
de nadie, ¡mucho menos de una mishniana! Así que le
sugiero que acate esta orden sin rechistar.
El rey Magnus se ajusta los guantes, abriendo y cerrando
los puños, para después abrochar el botón que adorna el
cuero a la altura de sus muñecas.
—¿Puedo tocarla? —pregunta de repente y mis ojos se
abren ante el cambio de tema.
Parece que me ve el pecho, seguramente mira el broche
que sostiene la capa. No va a dejar que me marche con él y
la verdad es que no me importa. Que lo tome y listo. Lo
único que quiero es salir de aquí, así que asiento para
acabar de una vez con todo esto.
Su mano izquierda sube hasta mi cabeza y me levanta el
mentón mientras lleva la derecha a mi cuello y lo presiona,
apretándolo con suavidad. Percibo el frío del cuero contra mi
piel a medida que afirma su agarre y el miedo amenaza con
derrumbarme cual avalancha en la ladera de una montaña.
Esto no fue lo que pensé que ocurriría. Me clavo las uñas en
las palmas para infundirme valor en espera de lo que parece
inevitable: que cierre por completo la mano y me corte el
aire, pero esto nunca sucede y, para mi sorpresa, soy capaz
de respirar con total libertad.
—Si no quiere que lo próximo que sienta contra su cuello
sea la soga que la condena a una muerte pública en el
coliseo de Lacrontte, será mejor que respete la autoridad
que represento y obedezca de una maldita vez mis órdenes
—dice despacio, suave, aunque letal.
Levanta el silbato sin soltarme, ofreciéndomelo. Los
dedos me pican mientras extiendo la mano para tomarlo.
Sus guantes vuelven a rozar mi piel cuando se aleja
apresurado como quien se ha quemado en una hoguera.
Quiero discutir cuando me libera, pero sé que ya he
abusado de mi suerte al jugar con la paciencia de este
hombre y no quiero que se arrepienta de dejarme ir.
Cruzo la puerta con la misma desesperación de quien
lucha por encontrar la salida de un laberinto. Afuera veo a
papá y me lanzo a sus brazos como si no lo hubiera visto en
años, cargando el mismo sentimiento que me ha perseguido
estos días, el miedo. Inhalo y exhalo agitada. No sé cómo
me he librado del rey Magnus y tampoco quiero dedicarme
a averiguarlo. Salgo del palacio aún con el peso de mil rocas
en los hombros. Me llevo las manos al cuello para
masajearlo y entonces lo noto: el broche y la capa se han
quedado conmigo como si aquello de lo que debo
mantenerme alejada me estuviera persiguiendo.
20

Mi vida se ha convertido en una especie de caldero


humeante en el que hierven los problemas, la zozobra, las
injusticias y el peligro, que logré apagar al salir ilesa de las
garras del enemigo. No soy capaz de describir la sensación
de paz que tuve al cruzar la frontera, pues, a pesar de que
vivo en una nación en guerra, prefiero sortear mi
supervivencia aquí que en tierras extrañas.
Estoy en mi habitación con Valentine, quien se quedó en
casa al terminar la reunión que tuvimos con su padre sobre
los resultados del bazar de Lacrontte y en la que reclamó su
parte de las ganancias. Además, acordamos que él se
encontraría con el Mercader para entregarle el dinero
restante.
—Este lugar es primaveral —elogia Valentine al entrar a
mi habitación—. Al parecer te gustan mucho los colores
pastel.
La señorita Russo recorre mi alcoba con la mirada, desde
la alfombra floral que oculta la mayor parte del piso,
pasando por la acolchonada silla azul a un lado de mi cama
y el caótico tocador blanco al que ahora le faltan muchas de
las cosas que vendí en el mercado con Rose, hasta
detenerse en mi mesa de noche para admirar mi pequeña
colección de bolas de cristal. Debo confesar que no es
desagradable pasar tiempo con ella, el problema es que mi
mente está centrada en resolver el asunto del juicio, en
buscar más testigos que puedan hacer peso en el tribunal.
—¿Estudiaste danza clásica? —pregunta por la bailarina
que está en el interior de una pieza.
—No, fue algo que siempre quise hacer cuando era niña,
pero mis padres no podían costearme las clases.
Recuerdo cuando descubrí el ballet. Tenía cuatro años y
por la ventana de nuestra recién inaugurada perfumería vi
pasar a un par de niñas tomadas de la mano de su madre
con unas faldas esponjosas de color rosa que me
recordaban al papel de las magdalenas. Había olvidado el
suceso hasta que un día, recorriendo las calles con mamá,
vi de nuevo a aquellas niñas bailar en un salón y me quedé
observándolas a través del cristal. En ese momento no lo
supe, pero mamá me veía unos pasos atrás y le pidió a papá
que me inscribiera en las clases. El problema era que
apenas estaba comenzando el negocio familiar y solo
teníamos lo justo para vivir. Aun así, él fue a la academia a
pedir plazos largos para pagar las lecciones, con tan mala
suerte que la directora no aceptó.
Fue triste, aunque el ballet me llevó a algo que amo más.
Un día, volví a quedarme en la ventana mirando lo que se
me había escapado. La brisa soplaba fuerte y levantó mi
vestido, así que, cuando desvié la vista para acomodarlo,
encontré un sembrado de margaritas que crecía en medio
del asfalto. Me acerqué para tocarlas, eran suaves como mi
piel y coloridas como un atardecer. Fue allí cuando me
enamoré. Me despedí de la danza y fijé mi atención en lo
que tenía a mi alrededor: flores. Especialmente, las de
cerezo, porque me recuerdan a las bailarinas.
—Puedo enseñarte si quieres. Tomé clases por muchos
años y las odiaba. Todavía recuerdo los conceptos y
movimientos básicos. —La propuesta me enternece—. Pero
si no quieres, está bien.
Vaya, quizás una de esas niñas a las que miraba desde la
calle era Valentine.
—Muchas gracias, aunque creo que ya desistí.
—No pasa nada. Mejor cuéntame cómo te fue en
Lacrontte. —Se sienta en el banco del tocador, dejando
atrás la colección.
La joven que tengo enfrente dista de la muchacha
antipática que conocí en el juego de polo y, sinceramente,
ahora sí me agrada. Parece que haber ido a esa cena de
redención valió la pena, pues da la impresión de ser una
buena amiga. Recuerdo lo que se vino conmigo, así que voy
por la maleta que he dejado guardada a un lado del armario
y saco la capa que nunca me pidieron devolver.
—¿Una capa? —Mira la prenda sin entender nada—. ¿Qué
tiene de especial?
—Le pertenecía al rey Magnus y me la han obsequiado a
mí.
—¡¿Estás bromeando?! —Se levanta de golpe y salta a
tomar la prenda—. ¿Cómo la conseguiste?
Le cuento la historia y mi idea de regalársela por lo
mucho que le gusta ese hombre y también como
agradecimiento por convencer a su padre de financiarnos
para ir al bazar.
—¡No puedo creer que tenga algo del rey Magnus! Nunca
lo lavaré. Casi siento como si él me tocara.
Cuando Valentine menciona esa palabra el recuerdo de
su mano sobre mi cuello vuelve a mi memoria. La forma en
la que me miraba desde arriba es algo que jamás podré
olvidar. A pesar de todo y del destello de sus ojos verdes en
ese recuerdo, hay algo más en el fondo de mi mente, un
suceso al que sé que tendré que enfrentarme mañana.
—Val, si te pido me acompañes a un lugar, ¿vendrías?
—Por supuesto, para eso están las amigas. ¿A dónde?
—Se trata de un sitio que seguramente nunca has
visitado.
Tras la conversación, Val deja la prenda guardada en mi
armario y emprendemos el camino hasta el reconstruido
edificio de piedra caliza con ventanucos de marcos cobalto
de la base central de la Guardia Civil, donde preguntamos
por Willy y allí nos dicen que se encuentra unas calles más
arriba, patrullando esa zona.
Caminamos hasta el sitio y lo encuentro sin problemas.
Está de pie en la acera, creando una línea de guardia junto
a varios hombres más que mantienen cierta distancia entre
sí.
—Hola —lo saludo cuando llegamos a él.
—Emily, no esperaba verte por aquí. ¿Sucede algo?
—¿Puedes hablar? Es decir, ¿no te regañan si nos ven
aquí?
—Diría que no, el peligro ya pasó. Solo aguardamos un
poco más por protocolo.
—¿Protocolo de qué?
—El rey y los Griollwerd han regresado del viaje a
Rihelmont.
—Hola, Mernels —lo saluda Valentine con los ojos
brillantes y una sonrisa gigante, leyendo el apellido en su
placa—. Emily ha olvidado presentarnos, pero eso no
importa.
—Eso parece. Un gusto, ¿señorita…?
—Russo, aunque me puedes decir Val. —Se pone de
puntillas y le da un beso en la mejilla—. ¿Eres amigo de Em?
Yo también, deberíamos salir un día los tres, ¿no les parece?
—Presenta a una, Mernels, no te quedes ambas para ti —
habla uno de sus compañeros.
Willy sonríe, incómodo. Parece que no está acostumbrado
a recibir mucha atención.
—¿Me necesitan para algo? —cuestiona, intentando no
desvelar sus emociones.
—¿Será posible que nos acompañes a la calle Relheg?
—¿Volverás a Milicius? —inquiere, levantando las cejas.
—No, pero hay algo ahí que necesito visitar. Puede que
nos ayude mañana en el tribunal.
—Denme media hora, que es cuando acaba mi turno, y
voy con ustedes.
Valentine y yo vamos a la acera contraria y nos sentamos
a esperar. Vemos cómo pasan algunas personas y cómo los
guardias siguen patrullando la zona. Noto que mi
acompañante no le ha quitado los ojos de encima a Willy.
—¿Por qué lo miras tanto? —pregunto en un susurro.
—Es muy guapo. Podría ser mi próximo novio. ¿Tiene
pareja?
—No lo sé, no lo conozco demasiado.
—¿Crees que es muy pronto para invitarlo a salir? Porque
ya estoy imaginando cómo caminaríamos por la plaza, con
los brazos entrelazados, mientras uso un vestido que
combine con su uniforme. Nos veríamos muy bien juntos.
Cuando Willy acaba su turno nos dirigimos hacia Relheg,
y Valentine le echa vistazos ocasionales a quien ahora ve
como su objetivo durante todo el camino. Él lo nota y, con la
mirada, me pide una explicación con la que no cuento.
—¿Tienes novia? —le pregunta ella al cabo de un rato.
—No, señorita.
—¡Qué bien! —suelta con una emoción que no se esmera
en ocultar—. Es decir, qué mal si tu deseo es tener una,
pero también es bueno si no lo deseas.
—A decir verdad, no quiero estar en una relación por el
momento.
—Qué mal entonces. —Baja la cabeza con la mirada
triste, cual cría después de una reprimenda.
—¿Le parece? —cuestiona Willy.
—No me hagas caso —murmura e intenta cambiar el
tema—. ¿Dónde vives?
—Calle Ulliel, cerca al bosque Ewan. ¿La conoce?
Ni siquiera yo había escuchado de ese lugar. No está
cerca de mi vecindario y mucho menos de la calle noble
donde vive Valentine.
—No, pero podría. ¿Me estás invitando? —Mueve las
pestañas, casi cómica, parece un abanico de mano en un
día de calor.
Willy desvía su mirada para encontrarse con la mía y veo
que no está preparado para la actitud arrolladora de
Valentine.
—¿Quiere ir? —dice él después de unos segundos de
incómodo silencio, pero la pregunta es casi una formalidad.
—Está bien, ya que insistes. ¿Cuándo? ¿Mañana te
parece bien? ¿Te gusta el vino? Papá tiene unos muy
buenos, traídos de Cristeners.
—No sé nada sobre licores, señorita.
—Oh, entiendo. Yo podría enseñarte. ¿Te gusta el blanco
o el tinto? —interroga con entusiasmo, pero rápidamente se
da cuenta de su error—. Cierto, no eres un conocedor.
Llevaré blanco, espero que no te importe.
Finalmente llegamos a la casona de madama Brecshart y
el desconcierto en los rostros de mis acompañantes es
notorio. Valentine se muestra totalmente perdida, y la
comprendo, porque hace un tiempo yo me habría sentido
igual.
—¿En qué puedo ayudarlas? —dice la mujer que abre la
puerta, arrugando el rostro por la luz que le da directamente
—. En este momento no estamos trabajando.
—Necesito a la señora Shelly, por favor. Dígale que es de
parte de Emily Malhore.
—Está durmiendo y detesta que la despierten.
—Es urgente. Necesito hablar con ella.
—Mira, niña, si la madama me grita tendrás que pagarme
cincuenta tritens. Es más, ¡págalo desde ahora! Si no me
grita, te los devolveré.
—Te daré setenta —interviene Valentine, molesta por su
actitud—. Solo ve y llámala.
Ella acepta movida por el dinero y se pierde al interior sin
permitirnos entrar. Aguardamos allí hasta que aparece
Shelly envuelta en un albornoz de tela violeta que resalta su
cabello negro.
—¿Qué basura es tan urgente? —se queja mientras se
frota los ojos—. ¡Emily! —exclama al verme—. No pensé
volver a verte por aquí. ¿Aún no consigues trabajo?
—Vengo a pedirte ayuda con algo, pero no tiene que ver
con el empleo, sino con un problema con el mundo de los
hombres.
—Has traído a uno contigo. —Señala a Willy con la
cabeza—. Espera, no me digas, él es la excepción.
—Fue quien me salvó.
—¿De qué? —pregunta con curiosidad y nos deja pasar
para escuchar la historia.
—De ser agredida sexualmente por Faustus.
Odio tener que volver a narrar los eventos de esa noche,
pero no voy a detenerme hasta que se haga justicia. Y para
eso la necesito en el juzgado. Ya me defendió una vez de
ese sujeto y puede que su testimonio incline la balanza a mi
favor en el tribunal.
—¿Así que quieres que me presente en el juicio? Bien,
puedes contar conmigo, pero te aconsejo que estudies
mucho y te prepares para convertirte en tu propia defensora
y no permitir que tu dolor sea olvidado. Si refutan, tú
respóndeles con argumentos, pues lamentablemente la
única manera de ganar es llenando cualquier vacío en su
discurso. Y eso solo lo harás si sabes cómo demostrarles
que están equivocados.
—Lo haré, lo prometo. —El agradecimiento que tengo con
esta mujer podría llenar un océano—. Gracias por todo,
Shelly. De verdad, gracias.
La realidad es que no cualquier persona se arriesga por ti
y se toma el tiempo de ir al tribunal a testificar a tu favor;
que ella lo haga me llena el alma.
—Algo más —dice y me saca de mis reflexiones—. Tienes
algunas influencias y es momento de usarlas. Tu novio es el
príncipe, ¿no? Cuéntaselo para que intervenga, después de
todo es una autoridad en el reino.
—No he querido decírselo, es mi caso, mi tormento, y no
quiero que se resuelva porque cuento con la ayuda del
futuro rey. ¿Qué pasaría si no lo conociera? ¿No se haría
justicia?
—Soy consciente de que no debería ser necesario tener
algún contacto de alto rango para que se cumpla la ley,
pero no nos mintamos: el mundo funciona de esa forma y es
mejor aprovechar esa ventaja. A propósito, ¿ellos qué
representan en la situación?
—Soy su testigo principal —responde Willy, quien ha
preferido mantenerse en pie—. Yo detuve a Faustus esa
noche.
—Te daría las gracias, pero por tu atuendo veo que eres
un oficial y ese es tu deber. ¿Y tú, niña? —se dirige a
Valentine.
—¿No le agrada el género masculino? —pregunta ella.
—No odio a los hombres, pero sí detesto a toda aquella
persona que le reste valor a otra.
—Es decir que también le molestan las damas.
—Yo soy meretriz, niña. Cuando voy a la plaza de
mercado a comprar comida, ¿quiénes crees que murmuran
a mi alrededor? ¿Los hombres o las mujeres?
—No lo sé. Nunca he ido a un mercado.
—Las mujeres. Y es porque vivimos en un mundo de
hombres cuyos pilares están sostenidos por algunas
mujeres con ideales erróneos sobre sí mismas y las demás.
La puerta principal se abre, interrumpiéndonos. Veo
entrar a Rose a la casona con un elegante vestido y una
gargantilla de plata en el cuello. ¿De dónde viene? ¿Por qué
salió si se supone debe estar escondida de la Guardia Civil?
Su mirada cae sobre nosotros y su cara de enojo da cuenta
de la molestia que le causa verme aquí cuando habíamos
quedado en que no volvería.
—¿Por qué viniste, Emily? Te pedí que no lo hicieras —me
reclama, dando un portazo.
—No estoy aquí por ti. Es un asunto personal.
—¿Personal? —Se acerca, mientras se quita los guantes
blancos—. ¿Desde cuándo tienes ese tipo de asuntos?
—Señorita —Willy se yergue como un solado al ser
condecorado. Le regala una sonrisa y le ofrece la mano, que
ella rechaza—. Soy el guardia Mernels, un placer.
Los ojos de mi compañero brillan cuando aprecian el
rostro de mi amiga de infancia.
—Rose, un gusto volver a verte, ¿me recuerdas? —le dice
Valentine para romper la tensión o desviar la atención que
el joven ha puesto en otra chica.
—Si no eres relevante en mi vida, es posible que te
olvide con facilidad.
—Qué extraño, tú tampoco eres nadie para mí y aun así
te saludo por educación. Pero no importa, me presento, soy
la mejor amiga de Emily.
—¿La mejor amiga? —se mofa—. No me digas, ¿desde
cuándo?
—¿Ahora sí te resulto importante?
—Conozco a Emily desde que éramos niñas y sé todo
sobre ella. —Cruza los brazos sobre su pecho y habla con
amargura—. No puedes aparecer de la nada y
autoproclamarte la persona más cercana a ella, es una
completa ridiculez.
Siento tanta pena viendo esta escena. ¿Por qué se
comporta así? Nunca nadie le quitará su lugar. Es mi
primera y mejor amiga.
—No creí que fueras una amiga celosa, Rose —comenta
Shelly con un tono de burla antes de volverse hacia mí—.
Emily, aprendamos de tu amiga. Nuestra chica aquí
presente —la señala— supo aprovechar sus influencias y
con ellas hizo que el mismísimo Charles Tielsong pusiera
tras las rejas a su yerno.
Quedo estupefacta, como el día en que encontré a Rose
aquí. ¿De qué están hablando? ¿Cuáles influencias?
—Te dije que los Tielsong no me tocarían un pelo y que
Cedric pagaría por lo que me hizo. Y soy una mujer de
palabra —informa Rose con el orgullo de quien ha
enfrentado una guerra y ha salido victorioso.
—¿Maloney? ¿Desde cuándo? —sondea Valentine,
preocupada.
—No me digas, ¿lo conoces? —La Madama ríe con cierta
satisfacción—. Es mi culpa. Debí imaginarlo desde que
dijiste que no habías pisado un mercado.
Me siento completamente perdida y parece que nos pasa
lo mismo a todos. ¿Por qué el jefe de la Guardia Civil le
obedece a Rose como si ella tuviera poder sobre él? ¿Acaso
el jefe Tielsong era uno de sus clientes y ella lo chantajeó
con revelárselo a su esposa? ¿O es algo mucho más grande
que no alcanzo a imaginar?
21

Después de lo de ayer, Rose se ha mantenido alejada. No sé


si está enojada, ruego que no, porque no hice nada para
ganarme su molestia. Por la tarde, la vi pasar con sus
padres frente a mi casa con total normalidad. No se
detuvieron, supongo que se debió a lo mucho que tenían
que hablar como familia. Yo aproveché para ir a la biblioteca
y tomé el único libro que encontré sobre delitos sexuales.
Allí, además, tuve que soportar el gesto desaprobatorio de
la bibliotecaria cuando lo pedí, pero por fin estoy en mi
habitación, leyendo cuidadosamente, tal como me lo
aconsejó la madama; sin embargo, mi hermana mayor no
deja que me concentre, ya que no para de dar vueltas de un
lado a otro sin decir palabra.
—Me estás asustando —le advierto cuando se asoma por
la ventana de mi habitación como si buscara a alguien.
—No hagas mucho ruido, pueden escucharnos.
—¿Quiénes?
—Nuestros padres o, peor, Mia. Daniel me pidió que te
diera un mensaje.
—¿Qué sucede, Liz?
—Cuando todos se duerman, baja a la sala y espera junto
a la ventana. El príncipe vendrá a verte.
El corazón se me acelera porque no tenía pensado verlo
hoy, mucho menos a esta hora, pero sería mentira decir que
la idea me desagrada. Lo extraño más de lo que creía y de
lo que estoy dispuesta a revelarle a mi hermana.
—¿Le dijiste a Daniel lo que ocurrió? —Me agito como
una bandera en medio de una tempestad—. No quiero que
se entere por nadie que no sea yo.
—¿De verdad quieres decírselo? Creo que fue suficiente
con desahogarte en las tutorías, ¿no?
¿Lo dice en serio? Puedo decirle a quien quiera y las
veces que necesite para poder retirar las dagas que esa
noche me clavó en el cuerpo.
—Estás siendo insensible, Liz. Es mi decisión y necesito
que él lo sepa.
A pesar de lo mucho que me cuesta aceptarlo, Shelly
tiene razón, debo decírselo. No quiero que Faustus quede en
libertad y si Stefan puede ayudarme a que me escuchen y
admitan mi segunda acusación, estoy dispuesta a
intentarlo.
—De acuerdo, como desees. Puedes estar tranquila
porque no se lo he dicho a nadie.
Me da unas palmadas en el hombro antes de retirarse y,
cuando estoy sola, voy directo a mi tocador para
arreglarme. Me peino, me pongo perfume, me cambio los
pendientes y me aliso el vestido para que recupere su
forma. Estoy nerviosa y miro a todos lados, como si alguien
estuviera vigilándome, mientras espero el momento
adecuado. Después de un rato, cuando creo que todos
duermen, bajo las escaleras y me siento junto a la ventana
sin saber qué hacer a continuación.
Tras unos minutos, oigo en el cristal un golpeteo suave
que me sobresalta. Muevo con cuidado las cortinas y veo a
quien he estado esperando. Abro la puerta sigilosamente y
me reúno con él en la oscuridad de la noche.
—Señorita espantapájaros. —Me sostiene de la cintura y
me planta un beso que hace que el corazón me palpite tan
rápido como el aleteo de un colibrí. Creo que jamás voy a
acostumbrarme a la sensación de burbujas que estallan en
mi estómago cada vez que me toca—. Te extrañaba tanto.
—Yo también. ¿Cómo es que has venido sin tus guardias?
—Me escapé, necesitaba verte —afirma, tomándome de
la mano—. Vamos.
—¿A dónde?
—A un lugar donde nadie nos interrumpa.
Avanzamos en medio de la noche fría y la adrenalina me
recorre a medida que veo mi casa desaparecer. Lo que está
haciendo Stefan me dibuja una sonrisa. Se escapó del
palacio para verme, vino hasta la puerta de mi casa sin
guardias y sin carruajes solo para estar conmigo.
—¿Dónde es ese sitio, Stefan? —cuestiono, curiosa.
—Ya lo verás. —Su mirada resplandece como los candiles
que iluminan las aceras.
Nuestra caminata continúa por unos quince minutos
más. A pesar de ser de noche, las flores que visten los
pórticos, los banderines en lo alto de algunos negocios y los
últimos carruajes que pasean por ahí se distinguen bajo la
luz de las farolas. Hay personas que todavía merodean las
calles, algunas se recuestan en las bancas del parque Atark
y otros se menean ebrios, apoyándose en las paredes para
no caer.
Nos aventuramos lejos del centro hacia las afueras de la
ciudad, aproximándonos a nuestro propio rincón de
Palkareth, lo curioso es que, a medida que avanzamos,
empiezo a sentir que me observan. Noto los ojos de alguien
en mi espalda, pero nunca encuentro nada las veces que
me giro a comprobarlo.
—¿Algo va mal? —Stefan se preocupa al ver mi
inquietud.
—¿No sientes como si alguien nos vigilara?
Se vuelve, paseando su mirada por el camino desolado e
iluminado por las lámparas públicas, pero él tampoco
encuentra nada.
—¿Has sentido eso antes? —pregunta, alarmado.
—Una vez, mientras caminaba con Rose me sentí
observada, pero jamás supe quién me estaba mirando.
—¿Alguien ha intentado hacerte daño? —Su rostro se
desfigura y detiene el paso. Me suelta de la mano y me
toma las mejillas, buscando la respuesta en mis ojos.
—No. Bueno… hay algo que quiero contarte. No aquí, por
supuesto. Prefiero esperar a llegar al lugar al que iremos.
—De acuerdo. Sea lo que sea, siempre debes tener
cuidado, no confíes en nadie. El enemigo está en donde
menos lo crees.
¿A qué se debe esa advertencia? Sí, sé que Lacrontte es
capaz de hacer tambalear nuestras murallas, pero ese no es
un enemigo directo para mí. Es evidente que se refiere a
alguien más. ¿Qué sabe él que yo ignore?
—Sé más específico.
—Solo cuídate, por favor.
Asiento sin saber qué decir y miro alrededor en un
intento por ubicar el punto en el que estamos. Las calles
adoquinadas se llenan levemente de arena, la brisa corre
con más fuerza, arropándonos con aire puro, fresco. Las
aceras empiezan a perderse y puñados de hierba aparecen
en medio del cemento, es como si estuviéramos cerca del…
—¿Vamos al bosque Ewan? —cuestiono al unir las piezas.
—Has arruinado la sorpresa. —Sonríe como un niño al
que le han descubierto las travesuras.
La entrada al bosque Ewan está prohibida y siempre hay
soldados custodiando la zona, aunque se dice que son los
mismos que, al parecer, se puede sobornar para pasar
ilegalmente a Lacrontte. Los únicos autorizados para entrar
al bosque son los miembros de la familia real.
Uno de los militares que custodia la entrada nos mira
amenazador cuando nos acercamos y nos detiene con una
mano en alto una vez estamos frente a las rejas.
—El bosque está prohibido para civiles —pronuncia con
aburrimiento, como si repitiera las mismas palabras varias
veces cada día.
No me sorprende su actitud, pues las sombras de la
noche ocultan el rostro del príncipe y seguramente no lo ha
distinguido.
—Mucho gusto, joven —lo saluda Stefan en un tono
amistoso—. Permítame presentarme, soy el príncipe Stefan
Denavritz Pantresh, futuro rey de Mishnock.
Solo nos toma un segundo ver que el soldado palidece y
no sabe qué hacer o decir. La oscuridad nos sigue
camuflando el rostro, así que el hombre levanta una
lámpara y comprueba nuestras identidades. Al notar su
grave error, se dobla en una torpe reverencia con la que
intenta enmendar su falta de respeto y empieza a soltar
disculpas a borbotones.
—Aquí no ha pasado nada si usted se excusa con mi
novia —comenta, señalándome—, quien desde este
momento cuenta con el mismo derecho de entrar aquí que
yo.
La sensación chispeante parecida a la que produce el
champán en la boca y que solo él sabe encender aparece en
mi interior al escuchar la mención del noviazgo entre
ambos. Desvío la mirada hacia Stefan con una sonrisa en los
labios más grande que el mismísimo bosque.
Después, nos adentramos en las profundidades del
bosque Ewan hasta detenernos en un claro bañado con un
riachuelo y bordeado con pequeñas piedras blancas. La luz
de la luna se filtra por las copas de los árboles y los troncos
a un lado del lugar sirven para recostarse. Stefan me invita
a sentarme frente al agua clara, se quita su abrigo y me lo
pone en los hombros para aplacar el frío que me cala los
huesos. Me rodea en un abrazo, acomodándome entre sus
piernas de manera protectora. Es como si supiera el
tormento que navega por mi mente y quisiera disiparlo.
Recuesto la cabeza en su pecho y me aferro a su cuerpo
que, poco a poco, me hace sentir segura, cómoda. El olor
natural de su piel me resulta tranquilizante. Es la primera
vez que estoy en una posición como esta con un hombre y
no podría imaginar a una persona más idónea para abrirme
con libertad. Él me hace experimentar emociones nuevas a
las que apenas empiezo a adaptarme.
—Este sitio es hermoso —confieso en voz baja mientras
alargo la pierna y toco el agua hasta hacer remolinos con el
pie. El lago es frío, pero no lo suficiente para alejarme.
—Se me ocurren mil formas para deslumbrarte y a ti te
asombra la más sencilla. Sabía que iba a gustarte, por eso
te traje.
—Me resulta injusto que no podamos disfrutarlo por
miedo a los lacrontters.
—Comparto tu opinión, pero es una medida que nos ha
mantenido a salvo por más de una helia. No hay que darle
oportunidades al ejército de Magnus para atacarnos. Todavía
no entiendo cómo llegaron a la fiesta de Daniel. Es obvio
que han comprado guardias para que les permitieran
moverse con tranquilidad por el reino. Lo que no comprendo
es cómo supieron el día del evento y la ubicación de la villa.
Por eso mi padre ha viajado, para mover todo el frente y
asignar nuevos soldados. Esa emboscada no puede volver a
suceder.
—¿Te llevas bien con él?
—Algunas veces. Tenemos una relación de maestro y
aprendiz.
—¿No de padre e hijo?
—Es complicado. Cuando tienes un reino que depende de
ti, no importan demasiado las relaciones filiales. Por ello me
gusta tenerte en mi vida.
Levanto la mirada y le sonrío para que sepa cuánto me
han agradado sus palabras, pero el gesto no surge con
naturalidad tras escuchar el estado de su relación con el rey.
Imagino cuántas noches se preguntó por qué se había
ganado el rechazo de su padre y cuántas veces se habrá
culpado por algo de lo que es completamente inocente. Me
duele pensar en lo solo que debe sentirse.
—¿Ha sido siempre de esa manera?
—Desde que tengo memoria. Muchas veces ni siquiera
me permite llamarlo padre; en privado siempre es Silas o
rey —confiesa con desánimo mientras me abraza fuerte,
como si hacerlo le infundiera ánimo—. Mi madre es el lado
afectuoso de la familia y con eso me basta.
Se me arruga el corazón al enterarme de esto, pues no
podría tener una relación tan fría con papá. Estoy tan
acostumbrada a su afecto que la resignación en la voz de
Stefan me quiebra.
—Jamás voy a arrepentirme de haber ido esa noche a la
central y conocerte. Sé que he estado ausente por asuntos
del consejo, pero lo cierto es que cambiaría todas esas
reuniones por minutos contigo.
—Y yo que pensé que te sentías a gusto con ello. —Me
giro y le acaricio el cabello desordenado por la brisa de la
noche mientras intento entender su exigente mundo.
—La mayoría del tiempo sí, pero a veces necesito
espacio.
—¿Es tan malo todo, Stefan?
—Nada nunca podrá ser tan malo si puedo mirarte a los
ojos.
Se acerca y mis labios instintivamente se posan sobre los
suyos. Su cuerpo se amolda al mío y, a medida que el beso
se vuelve más intenso, siento que sus manos exploran por
debajo del abrigo que me puso.
—Eres realmente importante para mí —susurra,
acariciándome.
El beso sube la temperatura, nuestras bocas se mueven
en sincronía y siento que la respiración se me agita por el
deseo que me invade. No hay manera de que algo arruine
este momento, ni las reprimendas de mi padre ni las frías
miradas de mi madre. Puedo soportar todo aquello si Stefan
es la recompensa.
Me agarra la cintura para volver a besarme. Esta vez su
boca no se queda en la mía, baja por mi barbilla, dejando un
camino de besos que se detiene al llegar a mi cuello. Sus
manos suben por mi espalda y su cabello me hace
cosquillas en las mejillas mientras siento la dedicación de
sus labios contra la piel desnuda de mi clavícula. Cierro los
ojos, disfrutando de las sensaciones, pero en un acto cruel
mi mente viaja hasta esa noche que jamás podré olvidar.
—Stefan —lo llamo, incómoda.
De inmediato se detiene y me observa, desorientado y
con el ceño fruncido.
—¿Hice algo mal?
—Hay algo que quiero contarte… Lo que te comenté de
camino acá.
Comienzo a relatarle todo, desde el ataque hasta mi
denuncia fallida, el juicio que tengo mañana y el miedo que
me da pensar que Faustus pueda quedar impune y
vengarse. La piel se me eriza entre cada palabra y el rostro
de Stefan se sume en un gesto de impotencia. Aprieta los
labios y se pasa las manos por el mentón para aplacar el
malestar que lo gobierna, como un volcán que se niega a
hacer erupción.
—Emily, ¿por qué no pediste que me llamaran? Sabes
que puedes hacerlo, habría ido inmediatamente a la central.
—No lo pensé, estaba aturdida, asustada y solo quería
que me escucharan, cosa que no hicieron.
Me abraza con fuerza y sus manos ahora me acarician de
una manera diferente la espalda, reconfortándome con
suavidad mientras vuelvo a buscar refugio en su pecho.
Escucho el latido de su corazón, agitado como el pasto a
nuestro alrededor que se balancea por la brisa nocturna.
—Es inaudito que no hayan aceptado la denuncia por
intento de agresión. —Puedo sentir la impotencia en sus
palabras—. Te juro que haré cualquier cosa para ayudarte.
Sabes que la monarquía no tiene poder en los tribunales de
justicia, pero voy a usar todos mis recursos para intervenir
de una u otra forma.
—¿Harías eso por mí? —La ilusión de obtener justicia me
llena y estoy segura de que la manera como me aferro a su
brazo le demuestra cuánto agradezco que me extienda la
mano para salir del abismo.
—Haría cualquier cosa por ti, Emily, y voy a defenderte
de quien sea y donde sea.
—Entonces comprendes por qué tampoco quiero algo
más… —titubeo porque no sé cómo expresarme—. Es
decir… de eso… Tú ya entiendes.
—No te preocupes —me segura—, lo comprendo.
Preocupémonos ahora por el juicio y ten por seguro que
estaré allí. No me importa qué pendientes tenga, te juro que
llegaré.
—No sé cómo agradecerte.
—Eres mi novia, Emily, y quiero que todos se den cuenta
de que me tienes para apoyarte.
—No recuerdo que me lo hayas pedido oficialmente. A
pesar de incluso haber planeado una cena con nuestras
familias.
—Tienes razón. —Se aclara la garganta—. Señorita
espantapájaros, no sé si está interesada en salir con un
príncipe distraído que cuenta con poco tiempo libre, pero
que le promete que cualquier espacio que tenga disponible
en su asfixiante vida será dedicado a verla o al menos a
pensar en usted.
—Es una oferta tentadora. Aun así, no termina de
convencerme. Creo que tendrás que poner algo más en la
mesa de ofertas.
—¿Contra cuántos estoy compitiendo?
—Eres tu único oponente.
—Bueno, dentro de poco hay un evento en el palacio al
que podrías asistir con toda tu familia para cumplir la
promesa; aunque no será una cena, puede ser un buen
momento para anunciarlo. Solo resta esperar que me
aceptes.
Soy consciente de que esto puede ser una auténtica
tontería, pero la posibilidad de oficializar nuestra relación
frente a ellos me hace sentir enérgica y liviana. Es increíble
que haya encontrado a alguien para mí, hecho a mi medida,
gentil y afectuoso como deseaba que fuera.
—Eso quiere decir que por fin sacarán tu nombre de la
lista de los solteros más codiciados de Palkareth.
—Es una pena —comenta con fingido dolor—. Mañana
mismo enviaré una misiva al periódico o, mejor, los invitaré
al palacio, así lo entenderán todo cuando nos vean de la
mano en la cena o el baile. No sé qué es lo que mamá ha
estado planeando. Vendrán los Wifantere desde el reino de
Cristeners y será un evento de bienvenida en su honor,
pues estamos buscando aliados para luchar contra
Lacrontte. En este momento Plate no nos sirve de mucho
debido a la situación económica del reino; Grencowck no ha
querido inmiscuirse, pues parece que quieren pelear solos
contra Magnus, y Cromanoff, bueno… es el máximo aliado
de Lacrontte por su parentesco, así que nosotros también
debemos buscar otra nación que nos apoye.
—¿Crees que los Wifantere quieran arriesgarse?
—Todos tienen un precio. Papá y yo hemos estado
buscando alguna debilidad o deseo que podamos
cumplirles, pues los necesitamos como apoyo para hacerle
frente al ejército enemigo.
—Eso significa que tenía razón, piensan devolver el
ataque.
—Sí, y lo haremos lo más pronto posible. El pueblo nos
está acabando vivos. No queremos que el problema se nos
salga de las manos como en Plate. Además, mi padre está
furioso porque se está arruinando su imagen y no quiere
pasar a la posteridad como el rey que no supo enfrentarse a
Lacrontte. Pero mejor cuéntame algo que me distraiga. —
Mueve la cabeza como si quisiera borrar todo el tema de la
guerra de su cabeza—. Dime, por ejemplo, cuáles son tus
flores favoritas.
—No tengo que dudar ni un segundo: las flores de
cerezo.
—¡Vaya gusto exigente! Esas flores no se ven por aquí.
—Lo sé. Si el rey Magnus no odiara las flores, estoy
segura de que podría haberlas en Lacrontte.
—¿Estuviste allá nuevamente?
—Sí. Igual prefiero no hablar sobre ese hombre. Solo el
recordarlo me amarga la existencia.
—Entonces sácalo de tu cabeza, porque quiero ser el
único que ocupe ese espacio.
—Creo que ni él ni nadie podrán sacarte de ahí.
—¿Ese fue otro halago? Porque de ser así es mi nuevo
favorito. —Me besa la frente después de hablar—. ¿Todo de
ti siempre es tan fascinante?
—La mayoría del tiempo.
Las horas pasan y se acerca el alba sin que podamos
detenerla. A pesar del frío, nuestros abrazos son más
fuertes y los besos no cesan, así que nos importa poco cuán
gélida sea la brisa alrededor. Sé que debería estar en casa y
Stefan en el palacio, pero no cambiaría ni un solo segundo
de esta noche así me costara conseguir el perdón de mis
padres. El príncipe se levanta con agilidad, llevándome con
él. Quisiera que la vida pudiera guardarse en un libro para
recordar todos los detalles que quizás a la memoria se le dé
por ocultar.
—Te llevaré a casa y daré la cara ante tu padre —
comenta con entusiasmo.
—Va a estar muy enojado.
—Yo lo estaría si estuviera en su lugar.
Salimos del bosque y volvemos a pasar por las calles que
recorrimos anoche bajo el gobierno de la luna. Ahora el
amanecer hace su trabajo y el sol da color a la ciudad como
un pintor a su obra, desde las nubes iridiscentes hasta los
vidrios en las ventanas de los locales aún cerrados que
reflejan la luz. Al llegar a casa tocamos la puerta y un atisbo
de temor se asoma dentro de mí. Él lo nota y toma mi mano
como muestra de apoyo.
—No olvides que nos tenemos el uno al otro —dice,
dándome un beso casto, el cual queda interrumpido cuando
mi padre abre la puerta.
—¿Dónde has estado? —cuestiona con el ceño fruncido,
mirándome solo a mí.
—Es mi culpa, señor, yo le pedí que se escapara de casa
un rato —confiesa Stefan para defenderme.
—Y accedí porque quise —añado, asumiendo la
responsabilidad que me corresponde.
—Ya lo creo, nadie te obligaría a hacer algo para lo que
no estás dispuesta —declara papá al conocerme tan bien
como a sí mismo.
—No habrá una segunda falta, señor —insiste Stefan—.
Le doy mi palabra.
—Le aseguro que la habrá, alteza. Puedo apostar todo lo
que poseo a que la habrá. Lo diferente aquí es que no estoy
dispuesto a tolerarla. Espero no ofenderlo con lo que diré a
continuación, pero considero que un miembro de la realeza
no debería andar hasta el alba por las calles vacías de
Palkareth con una señorita. Yo le he demostrado mi respeto
y le pido que haga lo mismo con mi familia.
—Debe saber usted que su hija se ha convertido en
alguien especial ante mis ojos y se ha robado toda mi
atención. —Me mira de soslayo sin importar que mi padre
esté observando cada uno de sus movimientos—. Aun así,
entiendo que fue una falta de respeto contra usted y su
esposa, y de verdad lamento causarle molestias con mi
comportamiento.
El sol se proyecta en mi espalda y es entonces cuando
noto algo que quizás no quería aceptar por temor a salir
herida: Stefan ahora no solo está en mi mente, sino que
también se me ha metido en la piel y me asusta pensar que
quizás en el corazón.
De repente Atelmoff sale de la casa, sorprendiéndonos a
los dos con una sonrisa burlona en el rostro.
—Pensé que ibas a arrodillarte, Stefan.
—Lo haría si hiciera falta —lo dice con seriedad, pero le
devuelve la sonrisa.
—Tu padre va a matarte —me dice.
El corazón se me hunde al escuchar tales palabras y
busco a Stefan con la mirada, apretándole los dedos con
fuerza para capturar su atención. Él se gira hacia mí y toma
mi rostro entre sus manos con delicadeza.
—¿Voy a ver tus ojos luego?
Asiento al recordar sus palabras en el bosque Ewan. El
señor Klemwood lo insta a retirarse mostrándole el camino,
y en un arrebato extraño, el príncipe empieza a caminar
hacia atrás hasta el carruaje real.
—¡Soy un hombre afortunado, Atelmoff! —exclama sin
despegar sus ojos de los míos.
Me vuelvo para darle la cara a mi familia, pues sé que les
he faltado al respeto, aun sí no me arrepiento de nada.
Cada vez que estamos juntos siento como si estuviera
saltando desde el risco más alto hacia el mar, es el mejor
motivo para romper cualquier regla.
—Estás castigada —es lo primero que dice mamá, pero
ya me lo esperaba, así que sencillamente asiento y bajo la
mirada.
—No se puede castigar a un alma enamorada —declara
papá y me envuelve en un abrazo—. Solo espero que no te
lastime, Emily.
—No lo hará. Lo juro.
—No jures por un corazón que no es el tuyo. Nunca sabes
qué pasa en realidad dentro de él ni cómo reaccionará en
un futuro.
—Él es diferente, padre.
—Todos somos diferentes y todos podemos lastimar y ser
lastimados, pero puedo notar cuán interesado está en ti y
estoy feliz por ello.
—Soy muy afortunada —declaro con la sonrisa más clara
que un amanecer.
—Solo repetiré lo que el príncipe ya dijo: el afortunado es
él, mi niña.
22

El día del juicio ha llegado, por lo que me encuentro delante


de los tres jueces que conforman el tribunal de justicia.
Visten togas de color vino y están en una tarima alta de
madera desde donde observan inexpresivos los dos atriles
que hay frente a ellos. La pared de atrás también es de
cedro y en medio tiene tallado el escudo del reino. Una
mujer a su derecha está lista con una máquina de escribir
para mecanografiar todo lo que se diga en la sesión. Faustus
está a mi izquierda, esposado. No se ha atrevido a mirarme
y lo agradezco, porque siento que me robaría la poca fuerza
que me queda para enfrentarlo. Ya han leído el informe del
oficial que recibió mi denuncia y acaban de escuchar el
testimonio de Willy.
Las autoridades no les permitieron el ingreso a mis
padres, así que no he dejado de apretar las manos y jugar
con la tela de mi vestido verde, que me aprieta el torso más
de lo que debería, aunque quizás la sensación provenga de
la ansiedad que me consume. El tul que forma las mangas
largas del traje cae por mis brazos como el velo de una
novia y la falda espesa luce igual que un pastizal en
primavera gracias a los apliques de flores que la adornan.
Ojalá que el suave colorido de los ramilletes me transmita la
tranquilidad que me falta.
—Señor Faustus, ¿por qué quería llevarse a la señorita
Malhore en contra de su voluntad? —pregunta uno de ellos.
—La confundí con otra persona —miente con descaro,
haciendo que se encienda en mi interior la ira.
—El oficial Mernels afirma haberlo escuchado alegando
que la señorita debía cumplir con un servicio que usted
había pagado con anterioridad. ¿A qué se refería con eso?
—Yo jamás dije nada parecido. Esa noche estaba ebrio y
cuando la vi en la calle pensé que se trataba de mi hija. No
pude distinguirla bien y simplemente me equivoqué.
—Eso no es cierto —replico, indignada—. Él quería
llevarme porque estaba convencido de que había comprado
mis servicios como meretriz, cosa que no soy. Su testimonio
es falso y pretendía aprovecharse de mí.
—¿Se dedica usted a eso? —me interroga un hombre del
tribunal.
—Le repito que no. Además, ese no es el punto. Faustus
quería lastimarme y lo habría logrado si el oficial Mernels no
hubiera llegado a tiempo.
—En el reporte no hay ninguna acusación de esa índole.
—Porque no me creyeron. Dijeron que si no tenía
pruebas, no podían aceptar esa acusación, pero estoy aquí
para pedirles que tomen en cuenta mi denuncia. —La
frustración me corta la voz.
—Estamos aquí por un intento de secuestro y a eso nos
limitaremos —habla un segundo juez—. Le pediré, señorita,
que se mantenga en silencio a menos que uno de nosotros
le autorice la palabra.
—¿Y si tuviera otro testigo? —No pienso rendirme—.
Alguien que vio cómo, en otra ocasión, Faustus también
quiso llevarme a la fuerza.
—Si esa persona existe, hágala pasar. Aun así, eso solo
refuerza la acusación de intento de secuestro, que es la
única válida.
Le pido a uno de los guardias que custodian el tribunal
que vaya por la madama, quien espera afuera su momento
de intervención. Cuando las puertas se abren para dejarla
pasar, camina por la sala con la imponencia de un general
del ejército en un vestido rojo con un cinto dorado bajo el
pecho y dos fíbulas del mismo color en los hombros. Con
seguridad, se ubica en el estrado de los testigos que antes
ocupaba Willy y mira directamente hacia el tribunal.
—Buenas tardes, sus señorías. Soy Shelly Brecshart.
—¿Qué tiene para decirnos frente a la acusación de
intento de secuestro?
—No he venido por eso. Estoy aquí para hacerles saber
que esta no es la primera vez que Faustus intenta llevársela
para agredirla sexualmente —sentencia sin titubear y con el
mentón en alto.
Faustus ríe como si tuviera la victoria en el bolsillo,
convencido de que Shelly no hará peso en el caso y no será
tomada en cuenta por ser una meretriz. Es el idiota más
grande con el que me he topado.
—¿Tiene pruebas de ello?
—Yo soy la prueba. Vi con mis propios ojos cómo la sujetó
en contra de su voluntad para sacarla del bar y
aprovecharse de ella a la fuerza.
—Es lo mismo, un intento de secuestro. No es abuso
sexual —repite el hombre con un tono cansino.
—Déjeme recordarle el significado del término para que
nunca se le olvide. —Se para firme en el estrado y hace
contacto visual con Faustus—. Se considera abuso sexual el
acto en el que el agresor no emplea la fuerza o amenazas
directas para someter a su víctima, ya sea porque no está
consciente debido a los efectos del alcohol o alguna otra
sustancia, porque está dormida o porque padece una
enfermedad que no le permite consentir el acto. Así, el
victimario se aprovecha de la condición de indefensión o la
obliga a aceptar dada su superioridad física. En ese caso, el
consentimiento no es válido porque la persona en realidad
no pretendía darlo.
—¿Viene aquí a darnos cátedra, señora Brecshart?
—Las sociedades injustas se construyen sobre la
ignorancia —espeta mientras se gira hacia ellos—. Y si
desconozco un tema, ¿cómo podría defenderme y buscar
una solución, señorías?
—El jurado se mantiene en la misma posición. No hay
abuso, solo intento de secuestro.
—¿Para qué cree que quería llevársela? —refuta Willy—.
Deben escuchar y creerle a la señorita Mahlore.
—Su momento de hablar ya pasó, testigo. Guarde
silencio si quiere permanecer en la sala.
—Es momento de hablar. —Shelly se vuelve para
mirarme y noto el fuego en sus ojos—. Pelea con
fundamentos.
—Le ordeno que no incite una discusión, señora —le
advierte un juez—. De otra forma le pediremos que se retire.
Mis manos están mojadas de sudor, como si acabara de
tomar un baño y la humedad aún me recorriera la piel. Mi
corazón martillea fuerte y siento la boca seca. Debo hablar,
pelear, pero los nervios me encadenan la garganta y se
roban mi valor.
—Él quiso agredirme. Solo que no tuvo la oportunidad de
hacerlo porque lo interrumpieron—declaro sin mucha
fiereza. Sé que me quedan pocas oportunidades para
hablar, así que rememoro todo lo que leí y tomo aire—.
¿Sabe qué es la agresión sexual agravada, señoría?
—No necesitamos clases ni definiciones de ningún tipo.
—Se conoce también como violación. —Me apoya Shelly
y le agradezco con un pequeño movimiento de cabeza.
—Guarde silencio, señora Brecshart.
—No va a callarnos. —Se mantiene firme.
Quisiera tener su valor, pero la presión y la impotencia
solo me impulsan a querer correr a un rincón. Esto es inútil.
—Habla, Emily, es ahora o nunca —me pide por segunda
vez y me saca de mi espiral de ansiedad.
Vuelvo a ver todas las palabras de los textos en mi
mente e intento organizarlas, preparándome para dejarlas
salir, pero el nudo que tengo en la garganta no me permite
hablar. Mi campo de visión se oscurece por momentos y no
hallo la valentía que necesito.
—Ellas son unas mentirosas, ¡no les pueden creer a dos
rameras! —Escucho la queja de Faustus a mi izquierda.
—¡Cállate! —El grito de la madama me aturde—. Ni
siquiera deberías tener derecho a defenderte.
—Basta, señora Brecshart. Le pedimos que se retire de la
sala.
—¿Por qué? ¿Porque me defiendo de las tonterías que
dice este sujeto? ¿Tengo que quedarme en silencio? ¿Eso es
lo que quieren? ¿Eso es lo que debe hacer una mujer que
valga la pena, según ustedes? ¿Tengo que callarme todo
para ser agradable ante sus ojos?
—No se atreva a faltarnos al respeto si no quiere pasar
unos días en prisión.
—Yo tendré esa noche para siempre en mi memoria. ¿Eso
no es válido para ustedes? —reclamo tan bajo que ni
siquiera yo logro escucharme bien—. Tanto el abuso como la
agresión sexual tienen dos variantes, una mal llamada
básica y una agravada.
—¿Qué ha dicho, señorita Malhore? —preguntan ante mis
susurros.
—Tanto el abuso como la agresión sexual tienen dos
variantes, una mal llamada básica y una agravada —repito
en un tono más alto, aunque no firme—. La primera… La
primera… —intento hablar, pero no me sale la voz, no siento
las manos, nada—. No puedo. —Me quiebro. Mis lágrimas se
derraman porque no soy capaz de explicar lo que estudié
para defenderme y me desespera verme imposibilitada,
como quien lucha contra la violenta corriente de un río para
llegar a la orilla antes de morir ahogado—. Solo quiero que
esto acabe, quiero irme a casa.
Respiro con dificultad mientras aprieto una esquina del
atril para envalentonarme; sin embargo, eso no sirve de
nada. ¿Por qué tenía que pasarme esto? Yo solo quería
volver a casa.
—La básica es cuando no ocurre penetración, pero sí
toques de índole sexual —continúa Shelly por mí,
negándose a que la repriman—. En cambio, en la agravada,
existe penetración vaginal, anal o bucal con objetos o partes
del cuerpo —recita y luego me mira—. Vamos, Emily, ¡yo sé
que puedes! —me anima a la distancia.
—¡Sáquenla ahora mismo de la sala! Su testimonio es
invalidado.
—¿Está bromeando? Le revelé que ya había intentado
llevársela antes y ¿aun así va a invalidar mi declaración?
Se llevan a Shelly a la fuerza sin importar cuánto
forcejea. Mientras la obligan a cruzar la puerta, me mira
como si quisiera transmitirme su coraje, como si confiara en
que lograré defenderme y me rogara que expusiera todo lo
que sé, no solo por mí, sino por todas las mujeres que
vivimos esto. Al final es eso lo que me devuelve la voz.
—En la agresión sexual se usa la violencia física o la
intimidación emocional —hablo cuando la pierdo de vista. Mi
tono es firme y estoy segura de que me escuchan—. Eso la
diferencia del abuso. Faustus utilizó la primera, la corporal.
Se aprovechó de su complexión para someterme con
agresividad. Me tiró del cabello y me arrastró algunos
metros.
—Eso es intento de secuestro. ¿Cuántas veces debo
repetírselo? —dice uno de los jueces con hastío.
—¡Déjeme hablar, por favor! —exijo, turbada, pues no
quiero perder el impulso—. Y aun cuando la fuerza
empleada no sea excesiva, también debe ser considerada
porque su finalidad es la misma, someter. También existe la
intimidación por medio de objetos o palabras, como
amenazas de muerte a la víctima o a otras personas
importantes para ella. Incluso basta con que el ambiente
donde se encuentren resulte amenazante para que se
considere como un método de coerción
—Su cátedra no nos lleva a nada, señorita Malhore.
—Le ayudará a entender mi posición.
El miedo se aleja poco a poco como un barco al zarpar de
un puerto y el arrojo empieza a instalarse con fuerza,
avivándome.
—No hay nada que temer. Tiene dos testigos que avalan
el intento de secuestro.
De repente las puertas se abren de golpe como si se
tratara de una patada y un guardia de porte rígido
interrumpe la sesión. Sin dirigirse a los jueces, se aclara la
garganta y anuncia lo impensado.
—Inclínense para recibir a su majestad, el rey Silas
Denavritz, y a su alteza, el príncipe Stefan.
Los jurados se ponen de pie y se inclinan. Incluso Faustus
obedece, pero yo me quedo congelada al verlos entrar a mi
juicio. Stefan cumplió su palabra, vino a apoyarme y trajo a
su padre. Olvido las reglas de etiqueta y propiedad y,
sintiendo que todas las emociones me embargan como un
maremoto, corro hacia él y me abrazo a su cintura. ¡Por mi
vida! ¿Cuántas veces en esta semana me he escondido en
el pecho de los hombres más importantes de mi vida en
busca de refugio? Sus brazos me reconfortan y por fin todo
a mi alrededor deja de girar.
—Aquí estoy para ti —susurra sobre mi cabeza.
—Majestad, ¿a qué debemos el honor de su visita?
—Vine a defender a mi nuera —contesta con naturalidad,
sorprendiéndome.
Estoy segura de que Stefan tiene algo que ver con su
actitud solidaria. Quizás a esto se refería cuando dijo que
haría cualquier cosa para ayudarme, pero, conociendo a su
padre, no quiero imaginar qué lo obligará a hacer para
pagar este favor. Por el rabillo del ojo veo que Faustus
palidece ante la mención de parentesco que ha hecho el
monarca supremo y aprieta la quijada, ocultando su miedo o
reprimiendo su ira, no logro descifrar de cuál se trata y poco
me importa.
—¿Su nuera? —pregunta un juez con incredulidad.
—Considero que la manera en la que esta jovencita ha
corrido a los brazos de mi hijo habla por sí sola. Está
llevándose a cabo un juicio en el que participa la futura
reina, si es que la relación continúa como hasta ahora, y me
pregunto cómo va el proceso.
—No tenía que molestarse en venir en persona,
majestad. Tenemos el asunto bajo control.
—No es cierto —me atrevo a levantar la voz mientras
tomo la mano de Stefan tras separarme de su pecho.
—Stefan me ha contado que intentaron violarla y que no
se había tomado en consideración esa denuncia a pesar de
que la señorita tenía un testigo.
—El cual soy yo, majestad —afirma Willy al otro lado de
la sala.
—Bien, espero no influir en su dictamen, pero me
gustaría que la futura madre de mis nietos tuviera la justicia
que se merece porque a nadie le gustaría escuchar en unos
años que unos jueces tan respetables no protegieron la
integridad y el buen nombre de su posible reina.
—Gracias por venir —le digo a Stefan en voz baja, aún
impactada por el apoyo del rey.
—Sabes que haría cualquier cosa para protegerte.
Prometí meterme en problemas por ti y lo estoy cumpliendo.
—No pretendemos vulnerar los derechos de la señorita
Malhore, pero no encontramos pruebas suficientes para
admitir su denuncia, majestad —se defiende uno de los tres
jueces.
—¿La palabra de su príncipe no es más que suficiente? —
discrepa Stefan, hablando con un tono autoritario que pocas
veces le he escuchado usar—. Ella misma me lo ha dicho y
yo nunca repetiría algo que no fuera cierto. ¿Acaso están
insinuando que soy un mentiroso?
—Nunca diríamos algo semejante, alteza.
—Entonces, ¿procede o no la denuncia de intento de
violación? —presiona.
—Por supuesto que es admitida —aceptan al fin.
Se desvanecen la presión que me sometía la cabeza, la
tensión en la nuca, e instintivamente me llevo la mano al
pecho, aliviada, respirando, como quien llega a la superficie
después de haber luchado minutos bajo el mar.
—De acuerdo. Creo que es momento de retirarme,
aunque no está de más decir que añoro que mi adorada
nuera me traiga buenas nuevas sobre la sentencia que le
darán al acusado. ¿Alguna sugerencia de años, mi querida?
—me pregunta con inusual amabilidad.
—De por vida —suelto con ira.
—Esperemos que nuestros admirables jueces puedan
hacer algo así. Queda a su consideración. Buenas noches.
Hijo mío —le pellizca una mejilla a Stefan—, nos vemos en el
palacio.
Se marcha de la sala irradiando una afabilidad que jamás
le había visto y que obviamente es actuada. Con su salida,
Shelly aprovecha la oportunidad para escabullirse de
regreso y ubicarse a mi lado con una sonrisa altiva y los
brazos cruzados.
—Opino que no es necesario darle más largas a este
asunto —habla el príncipe.
Los jueces empiezan a deliberar y Faustus a desfallecer.
Se nota intranquilo: mira hacia todos lados, respira
agitadamente y le veo gotas de sudor en la frente. Me causa
repulsión verlo, pero me encanta que sepa que está
perdido, que los jueces no desestimarán lo que ha dicho el
rey, así que me regocijo en su angustia.
—Creo que te metiste con la chica equivocada, ¿eh,
Faustus? —lo provoca Shelly.
—Cállese la maldita boca. Hasta que no haya una
sentencia no tiene nada que celebrar.
—Voy a disfrutar verte en prisión.
—¡Orden en la sala! —exige el juez principal—. Por mi
tranquilidad, necesito acabar con esto de una vez. —Se
masajea la frente, frustrado, y luego procede—. Tras la
deliberación del tribunal de justicia, el acusado Faustus
Selgh Torfsent ha sido encontrado culpable de los cargos de
intento de secuestro e intento de violación. Y, como lo
estipulan las leyes mishnianas, es sentenciado a sesenta
años de prisión por los delitos imputados anteriormente.
Mi agresor se apoya en el atril para no caer cuando su
cuerpo se va hacia atrás y suelta un jadeo de horror al
escuchar su condena. Arruga la frente y todo el color lo
abandona. Tiene unos cincuenta años, por lo que
únicamente vería la libertad si llega a los ciento diez… Y no
hace falta decir que no lo logrará.
No puedo comparar este sentimiento con nada. Me
siento satisfecha, liberada, respaldada y escuchada. No
quiero que se me vuelva a invalidar jamás en la vida,
aunque desafortunadamente eso no es algo que pueda
controlar. Hoy no gané, solo recibí la justicia que merecía, el
respeto que no quiero que nadie más me arrebate.
Recuperé parte de mi tranquilidad.
—¿Felices todos? —grita Faustus, iracundo—. Es injusto,
tribunal. Se han dejado llevar por las insinuaciones del rey y
no han sido objetivos. Tengo familia, hijos, nietos.
—Todos ellos podrán ir a visitarlo a prisión —le dice
Stefan sin la más mínima señal de compasión.
—Con el respeto que usted se merece, alteza, no es justo
que se me acuse por algo que no he hecho solo porque su
novia está involucrada.
—¡Deje de ser tan cínico! —exijo, exasperada—. De nada
le sirve fingir, está condenado y en mis peores días le
aseguro que sonreiré al recordar donde se encuentra.
—Señorita, no se desgaste —sugiere el segundo juez—.
Hemos impartido justicia y el señor Selgh nunca más podrá
acercársele. Puede estar tranquila.
Me enfada el nivel de cinismo con el que se comportan.
Hace solo un momento estaban decididos a no creerme,
enfrascados en no prestar atención a mis razones y ahora,
con la presencia de Stefan, son capaces de hacer un camino
de honor para demostrarme respeto. Esto solo deja en
evidencia que, si la víctima no tiene un buen respaldo,
jamás se hará justicia.
La Guardia Civil toma a Faustus como prisionero,
esposándole las manos por detrás de la espalda y
preparándolo para ser trasladado al lugar que se ha ganado.
La madama observa la escena con el mismo orgullo que yo,
y solo cuando mi agresor desaparece de nuestra vista se
vuelve hacia mí, me toma de los hombros y me agita con
una sonrisa en el rostro.
—¡Lo lograste, niña! Te dije que contar con influencias te
serviría.
Esto es un triunfo que celebro con Willy, por salvarme y
testificar; con ella, por guiarme, instruirme y darme
fortaleza cuando más la necesitaba, y con Stefan, por
cumplir su palabra y estar a mi lado en los momentos más
difíciles.
—Emily, tuviste suerte y me alegro de que haya sido así,
pero no todas las mujeres tienen a un príncipe que
interceda por ellas. Aun cuando ganamos una batalla,
estamos lejos de ganar la guerra contra un sistema de
justicia que solo nos perjudica. La verdadera solución es
modificarlo y si tienes la oportunidad de convertirte en
reina, prométeme que lo harás.
—Con mi vida.
23

—¡Mamá, vamos tarde! —grita Liz al pie de la escalera.


Estamos listos para la gala de esta noche, a la que
Stefan nos invitó, pero mi madre aún no termina de hacerle
a Mia el trenzado con hilos que pidió.
—Ya acabé, no se desesperen —avisa bajando junto a mi
hermana menor—. Se ven preciosos.
—No es para menos. Nos esmeramos muchísimo —
asegura mi hermana mayor.
Y es cierto. Tardé horas eligiendo un traje idóneo para la
ceremonia hasta que me decidí por un vestido azul con
bordados y apliques que dan la ilusión de ser enredaderas
alrededor del escote y que está sostenido con tirantes. La
falda, por su parte, es de muselina, me entalla la cintura y
es amplia y abundante como una cascada.
El príncipe envió un carruaje por nosotros, y en cuestión
de minutos nos encontramos atravesando las puertas del
palacio y luego las del salón de baile. El sitio está decorado
con arreglos de lirios que perfuman el ambiente con notas
dulces y florales. Tiene una iluminación azulada, como si
una tanzanita fuera atravesada por la luz, y mesas cubiertas
por manteles blancos y pintados por el reflejo añil de las
luces. Es un sueño para mí estar aquí porque parece como
si la luna ahora fuera azul y bañara a la gente que se
encuentra en el salón hablando con sus compañeros de sitio
o yendo a saludar a quienes fueron ubicados lejos. Nos
sirven vino blanco cuando tomamos nuestro lugar y veo que
la etiqueta dice que fue hecho en Cristeners, la nación de
origen de los reyes Wifantere, la otra familia que será
homenajeada esta noche junto a los Griollwerd.
—Por fin llegaste. —Valentine me aborda en un vestido
rosa de muselina con un cinto de perlas que le marca la
cintura. Le pide a Mia que se mueva de asiento y se ubica a
mi lado después de saludar a todos—. No quiero ser
indiscreta, pero creí que la gala se haría en el salón azul.
Ese sitio es de ensueño. Solo lo usan para ocasiones muy
especiales y supuse que la gala benéfica sería una.
—¿Salón azul? Nunca había escuchado de algo así. —Lo
cierto es que no conozco mucho el palacio. Antes de
empezar a salir con Stefan no había pasado del pasillo
principal. Aunque si las cosas siguen funcionando como
hasta ahora, puede que me convierta en la primera plebeya
en visitarlo—. Espera, ¿esto es una gala benéfica?
Eso significa donar. ¡Dios mío! ¿Qué se supone que haré?
Si lo que necesito es que alguien me done dinero a mí.
—¿Acaso no te llegó la invitación? —Niego—. La finalidad
de esta fiesta es recaudar fondos para los Griollwerd. Es lo
primero que resalta en la tarjeta. Papá, por ejemplo, va a
donar diez millones de tritens, así que seguramente lo
ascenderán a conde mañana mismo. Creo que era el
escalón que nos faltaba subir.
—¿Tanto dinero? —pregunta Mia, interrumpiendo la
conversación—. Con eso puedo comprarme un par de
caballos, ¡quiero uno!
Papá mira nervioso a mamá mientras Valentine explica
que esta cena es de proporciones económicas
descabelladas y entiendo su preocupación. No hemos traído
nada para aportar y la realidad es que no podríamos igualar
tales regalos a menos que vendiéramos la casa y la
perfumería.
—Por cierto, Em, ¿sabes a quién lograron sacar de prisión
esta tarde? A Cedric —se contesta ella misma—. Fue muy
difícil, pero se logró al pagar una fianza ridículamente alta.
Mi querida Fevia seguro se gastó media fortuna para
rescatarlo. No sé cómo tu amiga logró que lo apresaran, es
como si hubiera sido por mero capricho. Espera, hablando
de amigas, debo ser la peor, supe que ganaste el juicio, que
el rey Silas fue a defenderte. Eso lo tenemos que celebrar y
tengo una idea para hacerlo. —Me toma del brazo y me
lleva lejos de la mesa, eufórica, para que no nos escuchen
—. A que no adivinas qué pasará este sábado... —Ni siquiera
me deja contestar, pues de inmediato se responde a sí
misma—. Hay una fiesta en Lacrontte y nos invitaron a mis
padres y a mí. Ellos se tienen que quedar con mis hermanos
menores, pero no quiero perderme el evento, así que planeo
asistir con Amadea. Y como sobra una invitación, estoy
pensando que seas tú la tercera acompañante. No olvido
que me dijiste que irías conmigo si surgía algo.
—¿A Lacrontte? No tengo dinero para pagar un viaje
hasta allá. Lo siento —me excuso. Lo cierto es que no quiero
viajar sola, y mucho menos a ese reino. La última vez que
estuve allí todo fue una pesadilla y me juré no volver.
Sin embargo, ella promete costear todo, incluido el
hostal, porque dentro de sus planes está quedarnos a
dormir y regresar el domingo. Es imposible, papá no va a
dejarme ir y se lo hago saber. No es como si pudiera llegar
esta noche y decirle: «Hola, papá, quiero viajar a Lacrontte
para irme de fiesta con Valentine, que va a cubrir mis
gastos».
—Entonces miéntele. Dile que vas a quedarte en casa
conmigo y Amadea y luego nos vamos de viaje sin que él lo
sepa. En realidad no será un engaño porque es verdad que
estarás con nosotras, lo único que cambia es el sitio donde
pasaremos los dos días.
—Lo tendré en cuenta y te enviaré una carta con mi
respuesta.
—Como desees. Piensa en que lo pasaremos increíble y
respóndeme antes del viernes. Seré como tu representante,
te llevaré a las mejores fiestas en todo el mundo, tal como
he empezado a hacer con Willy. ¡Ay, Willy! —exclama de
repente—. Yo lo invité. Tengo que hacer guardia en la
puerta. Como no está en la lista, puede que no lo dejen
entrar, pero no permitiré que eso pase.
Recoge el extremo del vestido y sale corriendo,
dejándome sola en medio del salón, por lo que no me queda
de otra que volver a la mesa. ¿De dónde saca tanta energía
esta mujer?
—Emily, ¿crees que Stefan me pueda comprar un
caballo? —dice Mia cuando vuelvo a ocupar mi puesto,
haciendo reír a mamá, la única a la que le hace gracia el
comentario—. Lo llamaré Dinero para poder decir: Monto en
Dinero.
—No. Y espero que no se lo pidas, por favor.
—Si quiere ser mi cuñado, me tiene que dar regalos.
Debe ganarse a la familia.
Papá le advierte entre dientes que se detenga y se
inclina sobre la mesa para hablar en voz baja y que nadie
pueda escuchar su preocupación sobre cómo haremos para
participar en la donación. De repente, Mia ve al general
acercarse a nosotros y se le ocurre la pésima idea de pedirle
que nos incluya en su regalo. Por fortuna, mamá le tapa la
boca antes de que pueda preguntárselo. Al llegar, Daniel
nos saluda y luego besa a mi hermana mayor como si fuera
un marinero que se reencuentra en el puerto con un viejo
amor al que no ha visto en años. Inmediatamente pienso en
Stefan y en nuestra aventura en el bosque mientras papá
aparta la mirada de la escena al no ser capaz de tolerarla.
—No quise importunarlo, señor Malhore, pero no pude
contenerme —se excusa el general—. Sabe que siempre
estará entre mis planes respetar a su hija. Le di mi palabra y
créame que pienso cumplirla.
¿Palabra de qué? Aún Liz no me ha contado qué fue lo
que se habló en esa reunión que tuvo con papá. ¿Será que
ni siquiera ella lo sabe?
—Estimados invitados. —Un guardia real se para en
medio del escenario, capturando la atención de todos—.
Levántense y hagan una reverencia para recibir a la reina
Genevive Denavritz de Mishnock junto al príncipe Stefan. A
los reyes Handrus y Seiona Griollwerd de Plate,
acompañados de sus herederos Angust y Aphra, y a los
homenajeados de esta noche, los reyes Everett y Magda
Wifantere de Cristeners, seguidos del príncipe Lorian y la
princesa Lerentia.
¿Y el rey Silas? Creí que estaría aquí.
Hacemos una reverencia a medida que las soberanas
caminan por el salón con vestidos de damasco, pedrería y
encaje con mangas abultadas, guantes blancos y faldas
espesas, que imagino lo mucho que deben pesar, mientras
los hombres usan trajes con abrigos a la rodilla, chalecos y
gazné en el cuello. Todos llevan vistosas coronas de oro con
joyas engastadas que van desde diamantes hasta
esmeraldas. De inmediato reconozco a los Wifantere, pues
los cuatro son rubios, altos, delgados y muy similares entre
sí. Además, sus atuendos combinan y se mueven como si
estuvieran programados para imitar las acciones del otro.
Cada uno saluda con un ligero movimiento de manos o
asintiendo con la cabeza, pero nadie sonríe. Incluso hoy los
mellizos tienen un gesto pétreo en el rostro y eso ya es
decir mucho.
—Buenas noches a todos. Gracias por haberse tomado el
tiempo de venir. —La reina Genevive toma la palabra—. Mi
deseo es que puedan divertirse y, por supuesto, aportar a la
causa de Plate. Por otra parte, quisiera empezar la noche
con un anuncio importante que unirá a dos familias, dos
naciones y, por supuesto, a dos corazones. Aunque eso es
algo que no me corresponde a mí contar.
La expectación me consume cuando vemos a su
majestad Handrus levantarse y tomar la palabra.
—Espero que me recuerden —dice una vez que está al
frente—. Estoy verdaderamente complacido de contar con
ustedes esta noche para que sean testigos de una noticia
maravillosa. Mi hija, Aphra Griollwerd, ha sido prometida en
matrimonio al solemne príncipe Lorian Wifantere esta tarde
y supusimos que no había mejor momento para anunciarlo
que esta gala.
La sala se llena de vítores que resuenan con fuerza,
como si fuera la marcha de un ejército. Los futuros esposos
se levantan y pasan adelante. El soberano de Cristeners nos
regala la sonrisa más falsa que yo haya visto y, por su
parte, Aphra no se molesta en ocultar su desagrado,
dedicándonos una expresión de absoluta amargura. Es
obvio que no está feliz con el compromiso y me da mucha
pena por ella, pues cuando nos conocimos afirmó que jamás
quería casarse. El príncipe Lorian inicia su discurso diciendo
que es la primera vez que viene a Mishnock y que llevará
para siempre en su corazón este reino, pues es aquí donde
ha conocido a quien será la madre de sus hijos.
No creo ninguna de sus palabras, pues las recita con la
rigidez de un soldado con armadura de metal. Lorian mira
luego a Aphra con emotividad simulada y ella solo rueda los
ojos con fastidio. Admiro muchísimo que la joven Griollwerd
no se moleste en ocultar sus verdaderas emociones solo
para aparentar. Es la princesa más valiente que he
conocido. Bueno, a decir verdad, es la única.
—¿Te apetece decir algo, querida? —propone su padre.
—Por supuesto. —Sonríe de mala gana—. Cuando
desperté esta mañana no sabía que me obligarían a
casarme con una persona a la que apenas conozco. Aun así,
papá dice que es mi deber como heredera, así que gracias
por entregarme a un hombre en el cual no estoy interesada.
La sala entera jadea y las personas se miran entre sí,
incrédulas. Las murmuraciones no se hacen esperar y
suenan como el canto de un río al fluir en una mañana
silenciosa. El rey Handrus aprieta la mandíbula, enfurecido,
y parece como si prefiriera morderse la lengua antes que
continuar con el espectáculo que ha creado su hija.
—Gran familia con la que vamos a unir lazos —dice la
princesa Lerentia desde su mesa, quien ríe por encima del
estupor general, ganándose una mirada de advertencia de
su madre.
Los músicos empiezan a tocar para disipar el mal rato,
pero ya es demasiado tarde, los invitados se están
comiendo vivos a los Griollwerd. La reina Genevive vuelve al
frente, como quien corre para salvar a otro de caer en un
risco, y anuncia que iniciarán las donaciones. Dice que
Mishnock les entregará a los reyes de Plate la mitad de los
impuestos recaudados durante el último mes. La sala da
vagos aplausos aún sin salir del asombro por el choque
entre padre e hija.
Papá, por otra parte, se queja en voz baja con nosotros,
pues considera que eso es una burla al pueblo mishniano, y
tiene razón. Nos esforzamos por cumplir con el pago del
tributo para no tener problemas con la ley y ahora se lo
obsequian a otros.
—Es inaudito que pretendan calmar el hambre de un
pueblo ajeno mientras el suyo suplica por recibir al menos
migajas —dice papá, negando con la cabeza, a medida que
escucha cómo los médicos ofrecen sus servicios por algunos
meses para ayudar a los heridos que ha dejado la guerra
civil en Plate, mientras que aquí muchos se mueren,
agonizando en casa, pues la salud es privada.
—Hay que ser altruista, padre —media Liz para calmar su
enojo.
—No. Hay que ser solidarios, porque el altruismo implica
conseguir el bien de los demás aun cuando para ello deba
sacrificarse el propio. Y en este caso no lo considero
acertado.
—¿Qué ocurrió? ¿Me perdí de algo? —Valentine aparece
de la nada, enganchada al brazo de Willy.
—Hola —saluda él en un susurro y toma asiento—. No
sabía que debía vestirme tan formal. —Mira hacia los lados,
buscando a alguien que luzca algo similar a lo suyo: camisa
y pantalón sencillos. Para su mala suerte, todos en este sitio
portan abrigos, sombreros, chalecos y relojes de faltriquera
en oro o plata—. Aunque de haberlo sabido, tampoco habría
usado algo diferente porque no tengo un traje elegante —se
ríe de sí mismo.
—No te preocupes, le pediré a papá que me preste su
chaqueta. Te verás muy bien con ella y nadie lo notará —le
asegura Valentine, dándole palmadas en el hombro como si
consolara a un niño—. Aun así, también te ves muy guapo
con lo que traes puesto. —Willy sonríe, un gesto genuino, y
le salen motas rojizas en los pómulos debido al cumplido.
Papá le extiende el brazo para presentarse y agradecerle
por haberme defendido, asegurándole que es bienvenido a
casa cuando guste. La respuesta de Willy se esfuma en el
aire cuando veo a Stefan escabullirse de la mesa donde
están todos los soberanos y acercarse a nosotros con las
manos en la espalda. Los asistentes a la cena lo siguen con
la mirada, con la esperanza de que se acerque a saludarlos,
cosa que no sucede. Cuando nos miramos, el rostro se me
acalora como si estuviera frente a una chimenea. Trato de
no sonreír para no dejar en evidencia la emoción que se
adueña de mí al verlo, por lo que peleo con mis labios hasta
formar una línea recta.
—Buenas noches —saluda inclinando la cabeza—. Me
honra saber que han venido y lamento no haberme
acercado antes.
—Descuida, Stefan. Fue lo mejor que pudiste hacer —
habla Daniel con cierta picardía, refiriéndose a los
comentarios que hizo papá hace un rato.
El príncipe entrecierra los ojos, extrañado, sin tener la
menor idea de lo que habla su amigo.
—Vengo a robarme a mi novia, espero que no les
moleste, porque quiero presentársela a los Wifantere. Se la
devuelvo en un rato.
Entonces me toma de la mano para guiarme a la mesa
donde están las familias reales. Cuando llego, siento un
ambiente desagradable, pues me examinan las miradas de
recelo de la mayoría de los presentes, menos tres personas.
Dos pelirrojos y la reina Genevive.
—Emily, ya conoces a los Griollwerd, y ruego que los
Wifantere me permitan presentarles a mi novia.
Hago una reverencia en señal de respeto, pero lo único
que consigo es una mirada altanera por parte de ellos. Me
siento fuera de lugar, me estoy esforzando por encajar en
un sitio en el que no soy bienvenida. Stefan pone su mano
en mi espalda y la acaricia, como si fuera agua deslizándose
por mi piel, en un intento por demostrarme que no tengo
nada que temer.
—¿Tu novia? —pregunta con desdén la princesa de
cabello dorado, centrándose en Stefan.
—Justo como lo ha escuchado, princesa Lerentia.
—Emily Malhore, su alteza —me presento a pesar de su
actitud.
—Tienes pareja y aun así me invitaste a salir. Un poco
desleal de tu parte —menciona ella con malicia y siento que
el piso desaparece bajo mis pies.
Enseguida noto la incomodidad de Stefan tras la
declaración, pues me suelta la espalda para buscarme la
mano. Quisiera apartarme porque un dolor me atraviesa el
pecho, pero no lo hago, pues lo último que quiero es montar
una escena frente a monarcas extranjeros. Él no dice nada
en su defensa, por lo que deduzco que la mujer no está
mintiendo. Dentro de todo, agradezco que no trate de
justificarse frente a ellos.
La familia de Cristeners se ríe, volviendo el momento una
pesadilla, mientras el resto de los que están en la mesa
permanecen en completo silencio. ¿Cómo se le ocurre a
Stefan presentarme ante una mujer a la que invitó a salir?
—Lorian Wifantere. —De repente el hermano de la rubia
me extiende la mano con donaire—. ¿A qué se dedica
usted?
—Trabajo en la perfumería de mis padres. —La voz me
sale baja y quebrada por la rabia que se instala en mi
interior.
—¿Plebeyos? —pregunta, despectivo, y aparta la mano
como si yo se la hubiera ensuciado al tomarla.
—Así es, alteza. Somos plebeyos.
Le sostengo la mirada con la cabeza en alto a pesar de
su gesto desdeñoso. La falta de un título nobiliario no
representa ningún tipo de vergüenza para mí, por lo que ni
él ni nadie podrá nunca humillarme con eso.
—Qué humilde de parte de Stefan involucrarse con una
plebeya.
—Fui yo quien contó con la suerte de que ella se fijara en
mí —intenta halagarme, pero sus palabras ahora no me
hacen ni pizca de gracia.
—Qué hombre tan modesto has criado, Genevive —adula
la reina Seiona con el veneno de una serpiente.
—No es modestia. Me consta que Emily es una jovencita
maravillosa —me defiende ella. Su intervención se siente
como un paño de agua fresca en mi febril corazón herido.
—Pese a su gran educación, me atrevo a poner en duda
su lealtad —insiste la princesa de Cristeners, recordándonos
su revelación de antes, algo que yo no podría olvidar.
—¿Conocen el significado de la palabra educación,
familia Wifantere? —cuestiona Aphra con ironía, tratando de
rescatarme del paredón al que estoy siendo sometida.
—Al parecer no, aunque después de la escena que
armaste hace poco nos dimos cuenta de que tú tampoco —
contraataca Lerentia—. Stefan me invitó a salir incluso
estando con la plebeya. Creo que en el fondo le estoy
haciendo un favor a ella al abrirle los ojos.
—No salimos, así que le rogaré que no tergiverse la
situación —alega Stefan. Y para este momento ya ni
siquiera puedo tolerar su voz.
—No sucedió porque no accedí. Tengo novio, alguien que
me respeta y al que yo también valoro.
—No la invité con fines románticos, solo pretendía ser
amable porque es posible que nos convirtamos en aliados.
—Él busca mi mirada, pero no permito que nuestros ojos se
crucen.
—Entonces, ¿por qué no me invitaste a mí? —se
inmiscuye el príncipe Lorian.
Tiene toda la razón. Si solo buscaba crear lazos de
amistad, no tenía que inclinar la balanza solo hacia el lado
de ella.
—Basta ya. —Angust levanta la voz, dedicándome una
mirada compasiva, como la de un hermano mayor—. Ella
solo ha venido a presentarse. No hay motivos para
comportarse así.
Le regalo una sonrisa débil con la que no soy capaz de
demostrar cuán agradecida estoy por su intervención; a
pesar de no evitar mi caída, sí es un colchón que me
cuidará de golpes mayores una vez que toque el suelo.
Stefan aprovecha la oportunidad para despedirse en
nombre de ambos e invitarme a seguirlo afuera, dejando
atrás la gala. Voy con él después de ofrecerles una
reverencia a los monarcas, pues necesito una explicación
sobre lo que acaba de pasar. En el pasillo principal me pide
que subamos hasta su habitación con la excusa de que no
quiere que nadie interrumpa nuestra conversación, así que
voy directo a las escaleras sin permitir que vuelva a
tocarme. En el camino hacia la segunda planta escuchamos
murmullos, risas y pasos.
Intentamos desviarnos para no toparnos con nadie, pero
de repente me convierto en una escultura de bronce al
distinguir a Rose a unos metros de distancia, paseándose
jactanciosa detrás del rey Silas, con un vestido de seda
púrpura de corte imperio que jamás le había visto. Y tiene
mis pendientes de plata. No soy capaz de decir una palabra,
pues parece que alguien me hubiera cosido la boca y que la
sangre se me hubiera secado en las venas. Stefan también
lo nota y deja escapar un suspiro de decepción que se
pierde cuando las piezas se acomodan en mi cabeza, como
el engranaje de un reloj. Rose es la mujer que estaba con el
rey la noche que encontré al Mercader aquí. Fue la única
joven que no salió al pasillo y lo más seguro es que al
escuchar mi voz o mi nombre haya preferido esconderse.
Por ello la madama me ofreció ser una dama cortesana,
porque Rose lo es para su majestad. Cuando por fin creí que
la conocía, la vida vuelve a darme otra bofetada. Y esa es la
razón por la que Cedric fue encarcelado sin justa causa y el
jefe de la Guardia Civil cumplió sus caprichos. El rey es la
influencia de la que tanto presumía. Lo tuve todo frente a
mis ojos y no lo noté.
—Por eso no asistió a la gala. —El odio de Stefan es tan
ácido que quema—. Mientras mi madre está abajo, dándoles
la cara a los invitados, él se revuelca con una de sus
amantes. ¿La conoces, Emily? —cuestiona al ver mi
estupefacción.
—Es la joven que viste la noche en que nos conocimos, la
que llegó corriendo y luego te contrarió.
—¡Esto es una completa locura! —Se pasa las manos por
el pelo, desesperado. Es demasiado para ambos.
—Creo que es mejor que tú y yo dejemos esta
conversación para otro día. Ahora no estoy de ánimo para
escuchar lo que tienes que decir —le pido, recordándole mi
enojo de antes.
—De eso nada, quiero que escuches mi versión de los
hechos. No quiero que salgas de aquí suponiendo que
pensaba engañarte, eso me destrozaría.
—Solo respóndeme una pregunta: ¿con qué intención la
invitaste a salir? —Lo miro a los ojos, esperando ver la
verdad o el brillo del engaño.
—El juicio. Tu juicio, Emily.
—¿Eso qué tiene que ver? —Un escalofrío me recorre al
revivir la impotencia que sentí por momentos ayer, lo
terrible que fue respirar el olor de Faustus y soportar la
ineptitud de los jueces.
—Mi padre fue porque yo se lo supliqué y debía pagarle
ese favor. Él quiere que yo busque a una mujer que
pertenezca… —Se calla de repente y desvía la mirada,
arrepintiéndose de sus palabras.
—A la nobleza —termino la frase—. Él no cree que yo
valga la pena.
Pensar que quizás Stefan pueda compartir la opinión de
su padre lacera algo en mí. Es como si hubiera caído sobre
una montaña de cristales quebrados que abren una
inseguridad que, hasta hace unos minutos, juraba que
jamás podría tener. Me muerdo el labio inferior, agobiada
con la realidad de aquella declaración.
—Lo que Silas piense no es relevante. Lo importante aquí
es lo que siento yo por ti.
—¿Y qué sientes por mí? —cuestiono casi en un susurro.
—Si ni siquiera sé cómo responder a ello. Te pienso al
despertar y antes de dormir, cuando estoy metido en un lío
y cuando celebro que salí de él. Cuando miro al cielo que
tanto te gusta ver, cuando me encuentro con las flores que
me recuerdan tus vestidos. Te veo en el pastel de chocolate
que me robo de la cocina desde que era un niño y que
ahora me hace pensar en tu cabello. Te recuerdo en la
sonrisa que llega a mis labios cada vez que estoy a punto
de verte y en los nervios que me atacan cuando siento tu
perfume. No sé si eso sea suficiente para ti, pero, de no
serlo, podría hablar horas sobre lo mucho que me encanta
sentir tus manos sobre mi piel o de cómo ardo cuando tus
labios están sobre los míos.
Cada palabra cae sobre mí como una lluvia que no
golpea, sino que refresca. Como el agua que no ahoga las
flores, las revive. Y odio que con ello me haga olvidar lo que
sucedió abajo.
—No te sientas mal por lo que Silas crea —continúa con
una sonrisa abatida—. Para él tampoco soy suficiente. Nadie
lo es.
Me acerco al ver sus ojos cristalinos y sus hombros
caídos, pues es una postura que jamás había mostrado
antes. Quisiera abrazarlo, pero lucho para mantenerme
firme y no dejarme llevar por sus halagos hasta que
aclaremos qué ocurrió con la princesa.
—¿Qué sucede con tu padre, Stefan?
Esconde el rostro entre las manos, intentando ocultar su
tristeza.
—Vamos a mi habitación, te lo contaré todo. Lo prometo.
Acepto, intrigada por entender el trasfondo de la
situación, la razón por la cual se desmotiva tanto cada vez
que habla del rey Silas. Caminamos por los pasillos del
palacio hasta llegar a la puerta de su alcoba. Y pese a que
ya estuve aquí una vez, ahora se siente diferente, pues
paseo la vista por cada rincón, preguntándome cuánto
habrá sufrido Stefan entre estas cuatro paredes. Si algún día
volcó su escritorio con impotencia o cerró esas cortinas para
que nadie lo viera llorar por los ventanales. Si se lanzó al
diván, agobiado por su título o por su padre. O cuántas
veces esa cama de belleza indiscutible tuvo que cobijar a un
chico golpeado y humillado mientras intentaba dormir.
Cuánto llanto no recogió la alfombra y lo escondió hasta
secarse con el secreto de un príncipe que tiene el alma
rasgada.
Arrastra una silla y se ubica frente a mí. Entonces me
toma de las manos y respira hondo antes de empezar.
—No me gusta hablar de esto o, más bien, no debo. Hay
tantas preguntas para las que nunca he tenido respuestas
que no creo que imagines cuán frustrante es. Por ello, cada
vez que puedo, trato de responder tus dudas, porque sé lo
horrible que es crecer en medio de incertidumbres. En mi
caso, por qué me odia mi padre.
—¿Qué te ha hecho? —suelto con un hilo de voz,
preocupada.
Mi pregunta lo quiebra y el azul de sus ojos brilla detrás
de las lágrimas que aún batalla por contener.
—No lo merezco. No merezco nada de lo que me ha
hecho.
Se levanta, incapaz de quedarse quieto, y camina por la
habitación sin rumbo. Se pasa las manos por el pecho y se
masajea el cuello, intentando aliviar su dolor, su rabia, su
rencor. Al final se detiene, se apoya sobre la pared del fondo
y baja la cabeza, quedando de espaldas a mí. Veo cómo sus
hombros suben y bajan a medida que respira a grandes
bocanadas.
—Si no estás preparado para hablar, puedo hacerte
compañía en silencio hasta que te sientas listo —le ofrezco
sin saber muy bien qué decir o hacer.
—¿Recuerdas la reunión con Magnus aquí en el palacio?
—Se gira, omitiendo mis palabras—. La qué fracasó. —
Asiento—. Pues no quise contarle a mi padre o enviarle una
carta para notificarle lo que había sucedido porque sabía
cómo se pondría. Sin embargo, una vez que se enteró, hizo
lo de siempre. —Se le quiebra la voz y las lágrimas se le
escurren por las mejillas como gotas de lluvia—. Me golpeó
hasta cansarse, tanto que Angust tuvo que intervenir.
Estábamos en una reunión con él y su padre… y lo hizo
frente a ellos, Emily. Fue tan humillante, tan denigrante.
La ira me invade como un tornado que destroza un
campo de trigo. Aborrezco al rey Silas como a nadie en la
vida. ¿Cómo puede golpear a su hijo? ¿Con qué derecho se
atreve a fingir que es un buen soberano cuando lo cierto es
que es una escoria humana que no merece nada de lo que
tiene? Por primera vez desearía un poder semejante al del
rey de Lacrontte para hundirlo, exponerlo y quitarle lo único
que le importa: su título.
—Por eso no te busqué durante esos esos días, no quería
que vieras los moretones en mi rostro ni las marcas en mi
piel. Pero una vez que sanaron, lo primero que hice fue salir
corriendo a verte porque eres lo único que me mantiene en
pie.
El bosque Ewan, a eso se refiere. La escapada del
palacio, sin guardias, sin carruajes y a medianoche. Ahora lo
que me dijo en esa ocasión tiene más sentido y hace que se
me parta el alma: «Nada nunca podrá ser tan malo si puedo
mirarte a los ojos».
—No recuerdo un solo 11 de abril en el que me haya
felicitado sinceramente por mi cumpleaños. Si mamá se lo
pide, lo único que dice es que no entiende por qué hay que
celebrar la vida de un bueno para nada, así que ella dejó de
recordárselo y yo también dejé de celebrar ese día.
No puedo más y voy a abrazarlo, a cubrirlo con toda la
fuerza que puedo transmitirle. Quiero que sepa que lamento
su pena, su dolor y el odio hacia su padre.
—Eres el ser más amable y humano que he conocido en
toda mi vida, Stefan —confieso y le beso las mejillas
plagadas de lágrimas hasta llegar a sus labios.
—¿Recuerdas a Shelly? —continúa una vez nos
separamos—. Cuando te vio aquí conmigo insinuó que
quizás yo debería volver a intentarlo con alguien de mi
edad.
Me llevo la mano al corazón ante las terribles ideas que
aparecen en mi mente, como truenos, por aquella
declaración.
—No me digas que… —Soy incapaz de terminar la
oración.
—Cuando cumplí quince años la trajo al palacio. Nunca la
había visto, no sabía quién era ni por qué estaba aquí. Silas
me guio a una habitación y dijo que ese era mi obsequio, el
único que me daría en toda la vida. Luego se fue y, ante mi
sorpresa, Shelly comenzó a desnudarse.
En un acto reflejo me llevo la mano a la boca para frenar
las exclamaciones que se me salen debido al horror y el
asco que siento por el rey Silas.
—¿Ella te obligó? —le pregunto con el corazón acelerado.
—Me puse a llorar, Emily. Lloré como un niño cuando lo
entendí todo y ella comprendió que eso no era algo que yo
quisiera hacer. Me senté en la cama, sintiéndome como una
basura sin valor. Solo quería enorgullecer a mi padre y
estaba fallando. Siempre fallaba.
—¿Por qué lo hizo? ¿Qué se le pasaba por la cabeza?
—La respuesta es sencilla: estaba presionado por la
prensa. Te conté que en múltiples ocasiones los periodistas
han dudado de mi sexualidad porque nunca me habían visto
en público con una mujer. Cuando Silas se enteró de la
noticia, enloqueció y organizó ese encuentro para
comprobar si yo era, bajo su concepto, un verdadero
hombre.
—Entonces, ¿lo hiciste o le hiciste creer que sí?
—Ella fue la primera persona con la que me sinceré. Se lo
conté todo —dice, refiriéndose a la madama—. Amenazó
con ventilar las atrocidades que él hacía conmigo, por lo
que tuve que convencerla de que me guardara el secreto.
Sabía que Silas me mataría por abrir la boca antes de que
alguien viniera a rescatarme, así que simplemente le dijo
que sí me había acostado con ella. Desde entonces no se ha
vuelto a comentar nada sobre mi sexualidad.
—Stefan, debes salir de aquí. No es justo que tengas esta
vida, no mereces pasar por estas cosas.
—No puedo hacerlo. Soy el único heredero a la corona de
Mishnock y es mi deber permanecer. Además, no puedo
dejar a mi madre sola con ese hombre.
—Vete con ella. Estoy segura de que incluso Atelmoff los
ayudaría a huir —propongo, desesperada.
Mi pecho es como un campo minado en el que cada
minuto hay una nueva explosión. Me tiemblan las manos
mientras limpio sus lágrimas y peleo contra mis emociones.
Quiero que vea mi apoyo, no que se sienta culpable por
entristecerme.
—Podríamos intentarlo, aunque acabaríamos muertos.
Silas no permitirá que nos vayamos de aquí. Y no conoces
su verdadero alcance. Nos buscaría por mar y tierra toda la
vida para asesinarnos y me niego a vivir escondiéndome
como un criminal. Si lo hago, incluso es posible que atente
contra ti o tu familia para obligarme a volver.
—Entonces entrégalo. El rey Magnus lo quiere y así lo
alejarías de ti.
—Lo he pensado muchas veces y le he escrito cientos de
cartas al rey de Lacrontte, proponiéndole planes para
capturarlo, solo que no he sido capaz de enviar ninguna. Mi
madre lo ama y tampoco podría hacerle eso a ella.
—¿Cómo puede amarlo después de saber lo de Shelly y
sus amantes? —La imagen fugaz de Rose se me cruza por la
mente.
—Ella desconoce lo del regalo. Nunca quise contarle lo de
la señora Brecshart y, con respecto a las amantes… no lo
sé, creo que la amenaza.
—¿Cómo? ¿Con qué?
—Es algo que solo ellos saben. No tengo la menor idea
de cómo logra reprimirla, pero ha sido así toda la vida.
Si no tuviera una relación con Stefan, nunca habría
sospechado que esto ocurría. Lucen como la familia ideal en
los eventos públicos y en las fotografías del periódico y creí
por años en la fachada de soberano inocente del rey Silas,
de la víctima perseguida por un depredador, cuando el
verdadero victimario es él. Construyó para su beneficio esa
imagen perfecta con el sufrimiento de dos personas que no
lo merecen. Siento tanta pena por Stefan, por imaginar que
su vida era sencilla y por no estar antes aquí para hacerle
saber que tiene a alguien que jamás, y lo juro con mi vida,
va a permitir que se caiga al abismo.
—Quédate conmigo esta noche —me suplica, entristecido
—. Te necesito. Por favor.
Termino de quebrarme al escucharlo. Ha dejado de ser un
monarca para convertirse en este momento en un joven que
pide atormentado que alguien le dé la mano y lo ayude a
escaparse de la bestia que le absorbe la paz y que,
irónicamente, es su padre.
—De acuerdo, aquí voy a estar.
Siento tanta impotencia al ver lo que la crueldad del rey
causa en Stefan. Ha manipulado la situación a su antojo
para que nadie note que es un monstruo intocable que se
aferra al poder con unas garras que destrozan a quienes se
interponen en su camino. Stefan es una de sus víctimas y
no puedo permitirlo. ¿Cómo hacerlo caer? Me encargaré de
buscar su punto débil y filtrarlo, de manera que seamos
todos los que lo hundamos definitivamente.
Stefan va hacia el baño, después de calmarse, para
lavarse el rostro pegajoso por las lágrimas. Yo me quito los
zapatos y lo espero sobre su cama, todavía procesando lo
que acaba de revelarme. Las sábanas tienen un olor cítrico
a pomelo, más exactamente sus almohadas, por lo que
supongo que se trata de la fragancia de su champú.
Tras unos minutos escucho la llave del agua cerrarse y él
no aparece de vuelta. Me preocupa. Me bajo de la cama
para averiguar qué sucede. Antes de llegar a la puerta, sale
con los ojos hinchados por el llanto.
—¿Todo está bien? —pregunto con delicadeza,
acercándome.
No soporto verlo en ese estado y tiemblo como si
estuviera en medio de la noche más gélida, pero sé que no
es debido a un estímulo externo, sino porque mi corazón ya
me grita algo que me niego a escuchar. En el fondo sé que
ya he empezado a quere…
—Te quiero —interrumpe mi línea de pensamientos con
las mismas palabras que estaba a punto de soltar mi
cabeza.
Mi mirada angustiosa se borra y da paso a la sorpresa.
¿Acaso he oído bien? Parece que estoy bajo la pirotecnia
que se lanza al cielo cada 13 de mayo a la medianoche por
la independencia de Mishnock. Siento el estómago lleno de
pequeñas explosiones de pólvora que envían electricidad
por mi espina dorsal y me sacan la sonrisa que tanto me
esforcé en ocultar hace una horas cuando lo vi caminar
hacia mí en la gala.
Su declaración se repite en mi mente como los poemas
que el señor Field nos hace memorizar cada mes. Y a pesar
de que no exista una manera de guardar los momentos en
un libro para revivirlos cada vez que quiera, esas palabras
jamás se perderán en mi memoria y mucho menos la
euforia que me nace en el pecho y me recorre las piernas.
—Yo también te quiero —respondo tan rápido que da la
impresión de que he estado esperando días a que él lo
dijera.
—¿Lo dices en serio o solo por el estado en que me has
visto?
—Hablo muy en serio.
Vuelve a sonreír. Ese gesto que tanto me gusta verle, que
me hace sentir segura y feliz. ¿Quiero a Stefan? Sí. Se volvió
inevitable para mí hacerle un espacio en mi corazón,
convirtiéndolo en el único hombre, aparte de mi padre, que
ha logrado entrar ahí.
Me acerco a él y lo tomo de las mejillas para acercarlo y
besarlo. Es un beso desordenado, aunque suave. Me rodea
con fuerza y me toma por la espalda hasta unirme a su
cuerpo. Mientras tanto, juego con su cabello. Sus labios se
mueven con la necesidad de demostrar lo que nos hemos
dicho hace un instante. Su respiración caliente me toca la
piel a medida que abandona mi boca y apoya la frente en
mi hombro, rendido, en busca de una protección que estoy
dispuesta a brindarle hoy, mañana y los días venideros,
porque lo quiero. En verdad lo quiero.
24

Ayer volví a casa pasada la medianoche después de


acompañar a Stefan tanto tiempo como pude. Papá tenía
razón en que volveríamos a incumplir el horario. Hoy, el
señor Field actúa de forma extraña. Me mira
constantemente. No sé si es por las preguntas que le hago
sobre los motivos de la guerra entre Mishnock y Lacrontte,
que no me responde, o porque he notado las marcas
extrañas que tiene en las manos y que se pierden debajo de
las mangas de su camisa.
Al acabar la clase, camino sola hacia la salida del edificio
de tutorías, pues Mia no logró ponerse en pie tras la gala de
anoche, así que le rogó a mamá que le diera permiso de
faltar. En la acera me encuentro con Daniel, vestido con su
traje militar azul y vino, aguardando pacientemente. De
inmediato me lleno de miedo porque pienso que algo pudo
haberles pasado a Liz o a Stefan.
—Hola, Emily. —Sonríe al verme y me tranquilizo un
poco.
—No esperaba verte por aquí. ¿Ha ocurrido algo grave?
—No, claro que no. —Avanza hacia mí—. Solo que me
resulta urgente hablar contigo. ¿Puedo acompañarte a casa
y decírtelo en el camino?
Acepto y se me hace un nudo en la garganta. Daniel no
deja de jugar con las manos mientras avanzamos, hasta
abre y cierra la boca sin emitir sonido alguno, así que freno,
asustada, y le pido que suelte de una vez lo que tiene
atorado en la garganta.
—Quiero casarme con tu hermana. Voy a hacerlo —dice
sin filtros.
Parece que el corazón se me detiene un instante.
—¡Por mis vestidos, Daniel! ¿No crees que es algo
apresurado? ¿Y por qué estás tan seguro de que ocurrirá?
—Estoy seguro y por eso te he buscado. ¿Recuerdas la
reunión que tuve con tu padre hace unos días? —cuestiona,
y asiento—. El señor Erick me pidió algo. —Desvía la mirada
—. Algo que ayudará a calmar de alguna manera las
habladurías que están surgiendo sobre tu hermana.
—¡¿Papá te pidió que te casaras con Liz?!
Abro los ojos como un búho. Eso es imposible, él no haría
eso, no se deja llevar por habladurías… ¿O sí? Esto es malo,
es terrible. Si Liz llega a enterarse, por favor, ni siquiera lo
puedo imaginar.
—No, él no mencionó el matrimonio.
—Puede que no con esas palabras, pero seguramente lo
insinuó. En realidad, no te quieres casar con mi hermana,
solo lo haces para aplacar los rumores —lo acuso.
—Yo la quiero muchísimo, Emily, no me malinterpretes.
Liz es la mujer que quiero para el resto de mi vida y solo
quiero preguntarte si crees que ella está preparada para dar
ese paso.
¿Cómo se le ocurre a papá insinuar algo así y a Daniel
acatarlo? No quiero que le proponga matrimonio a Liz si no
se muere de ganas por llamarla su esposa. Ella viene de una
propuesta de matrimonio infeliz y no quiero que suceda lo
mismo con esta. Soy consciente de que el general es
diferente de Percival, pero, aun así, todo se está haciendo
con la misma premura.
—¿Lo que me preguntas es si en realidad mi hermana te
ama lo suficiente como para aceptar ser tu esposa?
—Sí, en pocas palabras es eso.
—Liz te quiere, pero no puedo darte una respuesta.
Necesitaría tiempo para analizar la situación. Quizás
algunos días, y te adelanto que seré sincera con ella
respecto a lo que papá te insinuó. A mí me gustaría que me
lo dijeran.
—Eso solamente traería problemas —murmura, negando
con la cabeza. No me importa, yo me mantengo firme en mi
posición hasta que solo le queda aceptar—. De acuerdo,
supongo que es lo correcto —accede a mis términos. Sin
embargo, la felicidad con la que me saludó hace un rato se
ha ido, es como si temiera que nada fuera a salir bien.
Al final continuamos recorriendo el camino a casa y,
entonces, en medio del silencio que se ha extendido, caigo
en la cuenta de que estoy a solas con un militar y así tengo
una oportunidad perfecta para hablar sobre la guerra. Con
Stefan es difícil tocar el tema, pues eso involucraría
mencionar al rey Silas y no quiero causarle más angustias;
quizás el general me dé alguna información adicional que
me ayude a entender todo este asunto.
—Daniel, una pregunta, ¿a qué se debe la guerra con el
reino de Lacrontte?
—Emily, esos son asuntos oficiales que no tengo
permitido comentar —me dice, tenso—. Tengo un código de
honor y lealtad que no puedo romper.
—Sé que hace algunos años la guerra cesó por un tiempo
e incluso fuimos superiores a Lacrontte. ¿Qué ocurrió para
que se reavivara? Es solo historia, no te estoy pidiendo
secretos militares —comento con mi mejor sonrisa para
convencerlo.
Daniel suspira y veo cómo se debate internamente entre
revelar algo o no hacerlo.
—Hace trece años, Mishnock hizo un atentado contra
Lacrontte y ahí murieron los padres del rey Magnus—inicia,
midiendo bien sus palabras—. Eso llevó al reino a la ruina.
No tenían un soberano, pues Magnus estaba muy pequeño y
lo pusieron en una especie de preparación antes de
coronarlo. Fueron vulnerables por unos tres años, hasta que
todo cambió. La guerra volvió y los lacrontters se volvieron
despiadados y sanguinarios. Arrasaban con lo que
encontraban a su paso y eliminaban de su camino a quienes
no les sirvieran.
Lo de la muerte de los reyes de Lacrontte lo sé. Es un
tema básico en las clases de historia de Mishnock, pero no
sabía que el rey Magnus no había asumido el poder de
inmediato. Aunque, bueno, aquí está prohibido cualquier
tema que involucre la historia de ese reino, sus costumbres,
sus leyes. Lo único que nos enseñan son las múltiples
masacres a las que nos han sometido. Y es ahora cuando
me doy cuenta de lo sesgada que ha sido mi educación. No
imagino la rabia que acumuló el soberano de Lacrontte en
esos años de entrenamiento. Aun así, sus padres no fueron
un par de ángeles y la respuesta de nuestro ejército fue solo
la defensa a todos los ataques que desde siempre hemos
sufrido. Ellos fueron quienes nos invadieron, quienes nos
trataron como a esclavos, quienes se llevaron nuestras
riquezas y nos humillaron hasta el punto de hacernos callar
las injusticias para sobrevivir, así que era de esperarse que
algún día nosotros también diéramos un golpe.
—Así han sido siempre —recalco, pues es lo que nos han
enseñado.
—Desde entonces fueron mucho peores. Avanzaron en
muy poco tiempo y se desquitaron con creces del daño, las
pérdidas y los males que les causamos —continúa sin
mirarme—. Su desarrollo como reino fue imparable, por eso
hoy son los más poderosos.
—Es decir que la ola de violencia recrudeció cuando el
rey Magnus asumió el trono.
—Sí, a los quince años subió al poder. Y dejemos el tema
ahí. Ya no puedo seguir hablando sobre eso.
Tras estas revelaciones, que en realidad no me han
dejado nada claro, nos mantenemos en silencio hasta llegar
a casa. Antes de que alguien lo vea, se despide y, en un
susurro, me pide que hable cuanto antes con Liz. No quiero
alargar su incertidumbre, así que voy de inmediato a su
habitación cuando entro a la casa. Este asunto del
compromiso necesita resolverse pronto.
—¿Cómo estás, hermanita? —le pregunto, nerviosa, de
pie bajo el marco de su puerta.
—Estoy bien, pero tu manera peculiar de entrar me
causa desconfianza. ¿Qué sucede?
—Nada malo. —Me acomodo sobre su tocador,
pretendiendo que no tengo mil cosas en la cabeza—. Solo te
tengo una pregunta. ¿Crees que te puedas enamorar de
alguien en muy poco tiempo?
—Sí, creo que es posible —responde tras unos instantes
de reflexión.
—¿Tanto como para casarse?
—¡¿El príncipe te ha pedido matrimonio?! —exclama sin
poder esconder su sorpresa y no sé si sentirme ofendida.
—No —aclaro de inmediato—. Solo es curiosidad.
—Bueno, Mily. Eso depende de ti y de lo que sientas,
aunque es posible.
—Háblame desde tu perspectiva y tu experiencia —
insisto.
—¿La mía? —Asiento, esperando que diga las palabras
que quiero escuchar—. Quiero a Daniel y llevamos poco
tiempo juntos, pero sé que estaría feliz de pasar a su lado el
resto de mi vida. Él es perfecto, Emily —habla como si
estuviera entre las nubes—. Es caballeroso, dulce y hace
una cosa con la nariz que me resulta encantadora.
—¿Qué? ¿Respirar?
—Eres una tonta, Emily Ann.
No debo cantar victoria a pesar de haber resuelto una
parte del asunto, primero debo ser sincera con ella, como lo
prometí.
—Liz, no sé cómo vayas a tomarte esto —titubeo,
desviando la mirada un momento—, pero es necesario que
lo sepas. —Mi hermana se endereza en su lugar—. ¿Cómo te
sentirías si te digo que papá le insinuó a Daniel que buscara
alguna solución para acallar los rumores sobre ti que rondan
por lo que pasó en su fiesta de cumpleaños?
—Papa no haría eso —repone, convencida.
—No creo que lo haya hecho con mala intención —
continúo como si no la hubiera escuchado—. Además, no le
exigió a Daniel que hiciera nada.
—Espera —habla con un tono que me revela que por fin
está entendiendo las implicaciones de aquella conversación
—. ¿Me estás diciendo que Daniel quiere pedirme
matrimonio porque papá se lo ha insinuado?
—No… O no solo por eso —respondo a la defensiva—. Es
decir, él te quiere muchísimo…
Se levanta furiosa de la cama y sale de la habitación sin
permitirme explicarle nada. La escucho bajar las escaleras
apresuradamente y abrir la puerta, así que salgo al balcón y
le pregunto hacia dónde va.
—A la perfumería. Papa tiene que escucharme. ¡No
puedo creer que acorrale a Daniel para que me pida
matrimonio!
—Papá no hizo eso, no lo está obligando a nada. Lo
conoces, Liz, sabes bien que él no haría nada que nos
lastimara.
—Quizás a ti no porque eres su favorita, pero yo disto
mucho de tener esa posición y no puedo permitir que
influya en el curso de mi relación.
Los gritos hacen que mamá salga de su alcoba y me exija
una explicación, que me cuesta dar. ¿Cómo se salió esto de
proporción? Es probable que papá se enoje conmigo y
tendré que buscar la manera de huir de sus reclamos, pues
no son algo que quiera enfrentar justo ahora. Por eso siento
que es el momento perfecto para ir a mi cuarto, tomar
papel y pluma y escribirle una carta a Valentine, diciéndole
que convenceré a mamá de que me deje «quedar en su
casa» para ir a la fiesta en Lacrontte. Necesito escapar de
todo por unos días.
25

Es viernes por la tarde y ya me encuentro caminando hacia


la casa de Valentine con la maleta que he preparado. Papá
no estaba convencido de dejarme venir, por lo que mamá
tuvo que intervenir y alegar que sería bueno para mí estar
fuera de casa mientras a Liz se le pasa el enojo. En un giro
de los acontecimientos, fue ella la que me dejó de hablar y
no papá.
—Buenas tardes, señorita Malhore —me saluda una
doncella de los Russo mientras paso la puerta.
—Hola, Emily —dice Taded, que está bebiendo algo
anaranjado—. ¿Quieres? —me ofrece.
—Gracias, eres todo un caballero, pero no.
Me agradece el halago y se da la vuelta para buscar a
Valentine en su alcoba. Este pequeño me recuerda a Stefan
y a como lo imagino de niño. Alguien atento, sonriente y
despreocupado. En cambio, Thomas, el otro hermano Russo,
me resulta mucho más difícil de entender. Justo ahora está
leyendo en el sofá un libro que parece ser el segundo tomo
de Paz armada.
—¡Querida! —grita Valentine, apareciendo por el pasillo a
paso acelerado—. Amadea está en mi habitación
probándose algunos trajes. Vamos. —Me extiende la mano
—. La modista puede hacerle arreglos al tuyo si lo necesitas.
Me guía hasta su habitación, donde efectivamente hay
una mujer mayor poniendo alfileres sobre el ruedo de la
falda de un vestido turquesa que usa Amadea. Taded nos
sigue hacia la alcoba tras escuchar a su hermana decir que
soy la novia del príncipe.
—¿Y no piensan terminar por ahora? —pregunta el
pequeño desde el marco, con un tono de tristeza infantil, y
yo niego con la cabeza—. Entonces no tengo ninguna
oportunidad.
—Taded, tienes ocho años. No puedes salir con nadie por
ahora, así que vete de aquí —lo reprende Valentine,
cerrando la puerta—. ¿Ven lo que tengo que soportar?
—Emily, qué bueno que viniste. ¿Qué vas a ponerte? —
me pregunta Amadea—. Creo que todas deberíamos llevar
el mismo estilo. Si vemos lo que tienes, podríamos buscar
algo similar.
Saco de mi maleta el traje que escogí para la ocasión. Es
de color lima y no tiene flores para evitar problemas en el
reino enemigo. Basta exhibirlo frente a ellas para escuchar
los jadeos de horror.
—Em, no te ofendas —dice Val con una voz suave y
prevenida—, eso es demasiado sencillo. Este es un evento
muy, muy elegante.
—Pero el vestido es bonito, ¿no? —inquiero, contrariada.
—Sí, sí, nadie dice que no. Solo es muy… muy… —Sus
palabras se quedan en el aire porque no encuentra la
manera de explicarlo.
—Simple —complementa Amadea, haciendo una mueca
—. Mañana hay que darlo todo o quedarás opacada.
—Bueno, no he traído nada más. Creí que este estaba
bien.
—Debemos buscarte uno.
De repente me veo envuelta en una discusión sobre
telas, cortes, colores y modelos hasta que, después de unos
minutos, Amadea y Val se decantan por una de las
confecciones de la modista y me la ofrecen. El vestido es
del color de un metal rosáceo con realces y dobleces que
crean tocados modernos y llamativos en la silueta. El escote
es llano y los tirantes son rectos, y todo se complementa
con un corsé que delinea y acentúa mi figura y una espesa
falda que cae en varias capas.
—¡Muchísimo mejor! —exclaman mientras me veo en el
espejo.
—Es bonito —les doy la razón. Me siento extraña, como si
hubiera crecido unos tres años con solo ponerme el vestido,
aunque puede ser que no esté acostumbrada a trajes tan
sobrios, sin bordados o apliques.
—Es elegante y eso es lo importante —dice Valentine
para después ponerse a hablar del día en que visitó a Willy;
mientras tanto, agarra y suelta, nerviosa, cosas que toma al
azar de su tocador, llamando la atención de su amiga, que
al parecer no sabía de la existencia del oficial.
—¿Quién es ese? —le pregunta un tanto molesta por no
conocer los detalles.
—Mi futuro novio. Vive en la casa más pequeña que he
visto en mi vida y también la más acogedora. Su madre es
la mejor cocinera del mundo y sus hermanas son preciosas.
Se llaman Erina, Ciara y Leina. Creo que voy a intentar
hacerme amiga de ellas para que me inviten a visitarlas y
así ver a Willy —confiesa su plan con una sonrisa—. A decir
verdad, no las estaría usando porque sí me agradaron.
Después de empacarlo todo, emprendemos el largo viaje
hasta Mirellfolw, en Lacrontte. Las horas son lentas, pero al
final llegamos al hostal donde nos vestiremos y dejaremos
el equipaje mientras vamos a la fiesta.
—Nos devolveremos el domingo por la mañana para
poder regresar a casa por la noche, ¿cierto? —pregunto,
pensando de nuevo en los problemas que tendré si este
plan sale mal.
—Sí, no te preocupes. Tu padre no se enterará de que
estuvimos fuera de Mishnock.
—Por cierto, no te lo he preguntado antes. ¿De qué es el
evento?
—Es una fiesta de cumpleaños, Em. De una de las
personas más importantes del reino —revela y se me hiela
la sangre.
—No me digan que es del rey Magnus.
—¡Claro que no! Su cumpleaños ya pasó. Hoy celebran el
de su abuela, Aidana, quien fue reina de Lacrontte en su
momento.
Eso significa que el rey va a estar presente. ¡No puede
ser! Soy una tonta, debí preguntar primero a qué veníamos
con exactitud. Definitivamente, después del rato
tormentoso que ese hombre me hizo pasar, no deseo
tenerlo cerca y, con toda sinceridad, prefiero quedarme
encerrada en esta habitación antes que ir a verlo.
—¿Bromeas? Viajamos casi toda la noche y la madrugada
de hoy, no te puedes quedar encerrada después de triunfar
—dice Amadea cuando le hago saber lo que pienso—. El rey
Magnus no se fijará en ti porque va a estar ocupado con su
familia. Además, no es como si nos fuéramos a sentar en su
mesa. De hecho, estaremos bastante lejos, así que empieza
a prepararte porque irás.
Sin ganas de discutir, acepto y, cuando se acerca la hora,
nos arreglamos para llegar al palacio. Una vez en las
puertas, frente a los lacayos, Valentine es quien toma la
vocería y explica que venimos en reemplazo de sus padres,
por lo que nos dejan pasar al salón, toda una proeza
arquitectónica. Las paredes blancas tienen labrados dorados
a manera de enredaderas que recorren los muros, como si
los atraparan. Hay esbeltos espejos entre cada columna y
un techo claro que refleja la sombra dorada del arte tallado
y del que cuelga una lámpara de cristal redonda con
bombillas en forma de velón. Los ventanales tienen marcos
de oro y cerca de ellos están las mesas de los invitados,
vestidas con manteles blancos y rodeadas de sillas con
cojines níveos. Lo que decora las mesas no son flores, sino
pequeños árboles que tienen alrededor lo que parecen ser
largas cadenas de abalorios verdes. Al acercarnos a nuestro
sitio, me doy cuenta de que son fluoritas, una gema
preciosa. Qué extravagantes son aquí. Los músicos están en
un rincón, tocando las piezas más aburridas que he
escuchado jamás y algunas personas revolotean alrededor
de la mesa de banquetes, como si allí estuviera el más
grande tesoro.
En el centro del salón veo a cinco personas que conozco
y a alguien que no: la exreina Aidana, el rey Gregorie, la
princesa Lerentia, el rey Magnus y una mujer de cabello
café y ojos esmeralda. Todos sostienen copas de champaña
en la mano y sonríen a los asistentes. Bueno, a excepción
del rey de Lacrontte.
—Quiero empezar agradeciéndoles a Georgiana y a ti, mi
querida Aidana —habla la princesa de Cristeners—, por
darme al mejor hombre del mundo. No imaginan cuán
dichosa me hace el estar aquí esta noche, celebrando tu
vida, como la futura madre de tus nietos.
Así que este es el novio del que alardeaba en la gala
benéfica.
—¿Acaso ya se comprometieron? —murmura Amadea—.
Ese rumor no ha llegado aún a mis oídos. Aunque no creo
que duren demasiado. Gregorie es un hombre muy dulce y
ella es una antipática de primera línea
—Primo, ¿quieres decir algunas palabras para la abuela?
—le pregunta el rey de Cromanoff al amargado rey de
Lacrontte, quien viste un traje y una capa negra y carga en
el rostro el mismo gesto de apatía de siempre.
—Feliz cumpleaños, abuela —dice con esa voz profunda
que me ha amenazado antes.
—Estoy convencido de que puedes esforzarte un poco
más.
—Muy feliz cumpleaños, abuela —suelta con la misma
actitud insípida—. Lo que sea que le quiera decir lo haré en
privado.
Es tan grosero con su familia que ni siquiera es capaz de
hacer un esfuerzo por halagar a su abuela en su día. Nadie
se alcanza a imaginar cuánto me desagrada este sujeto.
—Te pediría que cambies, pero te amo tal como eres —
afirma la exreina. De repente, en un gesto que me
sorprende que acepte, toma al rey de las mejillas y se las
pellizca con cariño. El rey Magnus se ve incómodo y su
postura es rígida. No dice nada, no sonríe y no reacciona,
aunque tampoco se aparta—. Ay, si ustedes supieran —se
dirige ahora a la sala— cuánto deseo agrandar la familia y
convivir con los pequeños que estos dos hombres me
regalarán. —Su voz es suave y soñadora mientras toma a
sus dos nietos del brazo—. No habrá en el mundo alguien
más feliz que yo cuando eso suceda. —Que la vida ayude a
la mujer que traerá al mundo a los hijos del rey Magnus,
pues seguramente será una pesadilla aguantar a ese sujeto
y a una miniatura suya—. No obstante, considero que lo
más apropiado es dejar las palabras para después porque
estoy deseosa de bailar con alguien que no lo hace muy a
menudo. —La mujer le extiende la mano al soberano de
Lacrontte, quien duda antes de aceptar.
—Solo una pieza —le advierte cuando la música
comienza a sonar.
—Es nuestro momento. —Amadea me sacude del brazo
—. Debemos buscar a algún soltero para bailar, sacarle
conversación, que nos invite a una cita, enamorarlo hasta
que nos pida matrimonio y convertirnos en lacrontters.
Val le recuerda que yo soy novia de Stefan y que ella ya
puso los ojos en Willy.
Extraño a Stefan. No lo he visto desde la gala y admito
que quisiera asistir a un baile con él o danzar juntos en
cualquier lugar. Jamás lo hemos hecho y siento que es de
esas cosas sencillas que me estoy perdiendo. Desearía
sentir su cuerpo mientras se mueve al ritmo de la música,
pues ya conozco la sensación de sus brazos alrededor de mi
cintura, pero no al compás de una pieza. ¿Por qué no se me
había ocurrido antes? La única vez que tuvimos la
oportunidad se pasó toda la noche en la pista con otras
mujeres.
Amadea nos pide que le ayudemos a buscar un
prospecto que no sea tan mayor ni tan joven. Comenzamos
a recorrer la sala mientras Valentine le señala a algunos
invitados, los cuales ella rechaza, pues a sus ojos ninguno
cumple con sus estándares, por lo que al final decide ir a la
pista y nos ruega que la acompañemos para no llegar sola
al centro. Nos sumamos lentamente al baile de la mano de
tres jóvenes que nos invitan a una pieza e intento
acoplarme al ritmo desconocido que disfrutan en Lacrontte.
El compás es veloz y nunca había escuchado música
parecida en Mishnock. Las parejas giran y, dejándome
llevar, lo hago con ellas. Nos tomamos y soltamos de las
manos, formamos filas y zigzagueamos. De repente hay un
cambio de parejas y mis amigas quedan lejos de mí. La
única persona que no cambia de acompañante es el rey
Magnus, que se mantiene firme al lado de su abuela. Un
último giro me deja frente al rey Gregorie, quien me toma
de las manos y asiente con suavidad cuando una melodía
tenue empieza a escucharse.
Él saca un pañuelo de su bolsillo y me lo extiende para
que tome el otro extremo. No sé de qué se trata esto, pero
le sigo la corriente cuando veo que el resto de las parejas
hacen lo mismo y se acercan a la exreina para tocarla
sutilmente con el pañuelo.
—¿Qué se supone que es esto, majestad? —pregunto,
extrañada, mirando los ojos miel del rey que me acompaña.
—¿No eres de aquí? —cuestiona, frunciendo el ceño.
—No, señor. Soy de otro reino, de Mishnock.
—Una mishniana entre nosotros. —Se sorprende, aunque
conocer mi nacionalidad no le borra el gesto amable que ha
tenido desde que coincidimos.
Comienza a explicarme, a medida que nos acercamos y
pasamos la seda por el brazo de su abuela sin tocarla en
ningún momento con nuestras manos, que se trata de un
baile típico de Lacrontte para celebrar al homenajeado. Se
simula una caricia al pasarle una tela delgada por los
brazos, el cabello o la espalda y entre todas las parejas que
estén bailando deben tocarla hasta completar la edad que
cumple, en este caso setenta y seis veces.
—Es una bonita costumbre —confieso. Él no responde,
solo me sonríe mientras me hace girar.
Vamos pasando una y otra vez hasta cumplir con el
número total de años de la exreina Aidana y es ahí cuando
por fin nos soltamos.
—Un placer bailar con usted. —Me regala otro gesto con
la cabeza cuando la música acaba—. Ahora, si no le
molesta, quiero bailar con mi abuela.
Guarda el pañuelo y me gira para cambiar de pareja,
dejándome frente a su primo, el rey de Lacrontte. Me quedo
tan rígida como un árbol apenas veo el enojo en sus ojos
por el movimiento violento con que lo hemos separado de la
anterior monarca. El miedo me invade y ruego que mi
habilidad de meterme en problemas no aparezca justo en
este momento.
—He dicho que no bailo con nadie más, Gregorie. Fui
muy claro.
—Yo también quiero una pieza con la abuela y traje a
alguien para ti. No la puedes dejar de pie en medio de la
pista. Sería de muy mala educación.
—Creo que he sido claro —le espeta a su primo para
luego volverse a mirarme—. Arréglese el cabello, está
despeinada —me ordena antes de marcharse, plantándome.
Valentine viene en mi rescate y me toma del brazo con
cautela para sacarme del centro, tratando de disimular el
bochorno que el rey Magnus me ha hecho pasar. Y una vez
nos alejamos, siento que puedo respirar por primera vez en
minutos.
—¿Qué te dijo? —pregunta con preocupación al notar mi
rostro enrojecido por la vergüenza.
—Que me peinara —revelo, exasperada por la actitud de
ese hombre—. ¡Es un grosero y un patán!
—¡Emily! —exclama con un susurro—. No lo digas en voz
alta, que podemos terminar en problemas.
—Créeme, lo sé. Ya viví de primera mano sus histerias.
Durante el resto de la noche no me levanto de la mesa,
pues no pienso tener otro encuentro incómodo con el rey
Magnus, aunque él tampoco vuelve a la pista y mucho
menos se pasea por la sala. Yo parezco pegada a mi silla, así
que en el momento en que Amadea y Valentine se levantan
para darle el obsequio a la exreina Aidana, me niego a ir con
ellas. No me importa la creencia absurda que hay en
Lacrontte que dice que, de no entregarlo, me pasará algo
terrible en mi próximo cumpleaños. La verdad prefiero
arriesgarme a ver qué pasará ese día y no ahora.

***
Anoche volvimos al hostal pasada la medianoche, así que
hoy luchamos contra las sábanas para levantarnos. En esta
mañana el sol sigue resguardado detrás de unas oscuras
nubes. Valentine está pagando la cuenta en la recepción
mientras Amadea y yo sacamos el equipaje al exterior.
—¡¿Cómo que no podemos comprar boletos de regreso?!
Necesitamos volver a Mishnock hoy.
Aquel comentario me hace correr hasta ella, asustada
por lo que he escuchado. El pánico me recorre las venas y
más le vale que esté bromeando si no quiere que me
desmaye en medio del pasillo.
—¿Qué sucede? —apenas me sale la voz.
—Dicen que la frontera está cerrada porque están
pasando un cargamento de armas y nadie puede salir o
entrar del reino hasta mañana.
El corazón se me acelera y siento los latidos en cada
rincón del cuerpo al tiempo que se me revuelve el estómago
y mi campo de visión se vuelve negro. No, no, no. Esto no
puede estar pasando. ¡Sabía que no debía venir! Estaré en
problemas si no salgo de Lacrontte dentro de una hora.
—¿Qué vamos a hacer, Valentine? ¡Sabes que no puedo
quedarme!
Mi amiga me da un apretón de manos con el que intenta
tranquilizarme, pero solo se encuentra con mis palmas
sudadas por la angustia.
—¿No hay ninguna manera de salir del reino? —le
pregunta al hombre que está detrás del mostrador.
—Sí, con un permiso especial otorgado por el rey, que
tendrían que haber conseguido con anticipación.
Lo que faltaba. El rey no querrá ayudarnos. De nuevo
estoy metida en problemas, en un foso profundo que yo
misma cavé. ¿Y si trato de contactar a Stefan de alguna
forma para que nos ayude? Puedo enviarle una carta,
aunque es obvio que la misiva no le llegará hoy. ¿Por qué
me pasan estas cosas a mí?
—Tendremos que solicitar una audiencia con el rey para
pedir el permiso —concluye Valentine, suspirando.
—Ya he tenido muchos roces con ese hombre. No quiero
volver a verlo.
—Seguramente ni se acordará de ti. Además, no
perdemos nada con intentarlo.
En parte tiene razón. Que el rey me recuerde es algo
muy fantasioso. Debe ver muchas caras todos los días como
para grabarse la mía, que vio durante menos de media hora
la noche de la sospecha de espionaje, y ayer, así que
supongo que no es tan mala idea ir hasta allá por ayuda.
Caminamos hacia el norte de la ciudad, dejando atrás
todo el comercio del centro. Nunca había sentido tanto frío
en mi vida. La delgada lluvia que cae sobre la ciudad no
ayuda a que mi ánimo mejore mientras avanzamos al
palacio de Lacrontte, arrastrando las maletas por las calles
de Mirellfolw bajo la mirada curiosa de los habitantes. Los
tranvías atraviesan las calles repletas de personas, y vemos
fuentes, parques, iglesias y toda clase de edificios lujosos
que acompañan nuestro andar hasta la esperada calle real.
La vía está marcada con un letrero cromado y todo parece
cada vez más elegante. Los muros en Mishnock por lo
general son de calicanto; en cambio, aquí las casas son
monumentales y armonizan entre sí, hasta el punto de
resultar hipnóticas. Tienen un revestimiento ordenado de
piedra o ladrillo, múltiples ventanas con molduras en forma
de arcos, techos altos en los que se aprecia más de una
chimenea y arbustos de estilo topiario. Acá hay mayor
presencia militar, por lo que no me es difícil deducir que
estamos en el vecindario de los nobles del reino.
Avanzamos hasta una rotonda gigante, cubierta con un
césped perfectamente cortado, la cual divide la calle en dos
caminos de entrada y salida. En medio de la glorieta se alza
una estatua de oro que muestra a un hombre montado a
caballo y que sostiene en alto una bandera.
—Ese es Meridoffe Lacrontte, el rey que una vez nos
invadió —explica Valentine al verme concentrada en la
escultura.
—No puedo creer que le hagan un monumento a alguien
que le hizo tanto daño a un pueblo inocente —exclamo
incrédula.
—Es su ídolo. Así como nosotros le rendimos honor a
Bartolomeo Mishnock por liberarnos, ellos honran a quien
los engrandeció con todo lo que nos quitó.
Rodeamos el sitio y llegamos al nombrado puente de
armas. Se trata de una estructura kilométrica con arcos y
torres que conduce al palacio. Debajo alberga un canal por
el que pasan veleros, goletas, botes y pontones. Todo el
trayecto está iluminado por bombillas y el muro que
custodia la vía de transeúntes está lleno de placas de metal
marcadas con diferentes nombres.
—Philippe y Nicolle Lacrontte, primeros reyes de
Lacrontte —leo en la primera placa.
—Son todos los soberanos que ha tenido la nación —
indica Amadea.
A medida que caminamos, nos topamos con más
menciones hasta llegar a Magnus VI Lacrontte Hefferline, el
único que no está acompañado por el nombre de una mujer.
Salimos del puente y, en pocos minutos, llegamos al tan
espeluznante palacio, el lugar que refugia a mi verdugo.
—Lo siento, señoritas, sin cita no pueden pasar. Además,
los domingos no tienen permitida la entrada los turistas —
dice un guardia, que nos detiene cuando llegamos a las
rejas, con el uniforme oscuro de la Guardia Real de
Lacrontte, de pantalón negro con un listón de color dorado a
los costados y una chaqueta que le llega hasta la mitad del
muslo. Sobre ella tiene un cinturón a la altura de la cintura y
el nombre de la Guardia Real bordado en el pecho, que los
diferencia de la Guardia Negra, quienes tienen un abrigo
más corto con charretera dorada en la parte de los hombros
y un quepis negro con el escudo al frente en color oro.
—No somos turistas. Llame al señor Francis y dígale que
Valentine Russo, su sobrina, está aquí —dice mi amiga con
su voz más autoritaria.
El guardia nos mira con sospecha; sin embargo, Valentine
se mantiene tan estoica que al final lo convence y el
hombre envía a un compañero en su búsqueda. Después de
unos minutos en los que no paro de crear escenarios
catastróficos en mi cabeza, aparece el consejero real.
—Buenas tardes, sobrina. No esperaba verla por aquí —la
saluda con un gesto pétreo y Val deja de lado los rodeos,
contándole que necesitamos un permiso para salir de
Lacrontte—. Su majestad está en una reunión con otro rey,
así que no puede atenderlas.
—Lo esperaremos —digo rápidamente, desesperada—.
De verdad necesitamos ese permiso. Hoy.
Francis nos observa por unos segundos y, como si no
quisiera lidiar con las quejas, nos lleva hasta su oficina,
donde nos pide los datos y redacta la autorización para que
al rey Magnus solo le reste firmarla. Nos advierte que será
difícil convencerlo, pero no tenemos opción. Anota nuestros
nombres en una agenda gris que luego pone sobre su
escritorio y, tras eso, sale del lugar, dejándonos solas. En
ese momento acordamos que yo no iré con ellas porque, por
alguna razón, cada vez que estoy cerca del amargado
monarca todo termina mal.
Tras unos minutos aparece el señor Modrisage y se lleva
a Amadea y Valentine. El problema es que no pasa mucho
antes de que vengan por mí y me guíen también hasta la
sala del trono. El rey ha convocado a «la otra mujer del
grupo que pide el permiso»… y soy yo. Parece que los
problemas me persiguen y no soy lo suficientemente rápida
como para esquivarlos.
—Al menos hoy no tiene un vestido de flores —dice
Modrisage mientras estamos de camino—, pues se nos
prohibió darle la ropa del rey a alguien más bajo la amenaza
de perder nuestras cabezas.
Las puertas dobles se abren. Noto de inmediato la cara
de preocupación de mis amigas y el entrecejo fruncido del
rey, quien seguro ya está buscando en su cabeza algún
recuerdo que me incluya.
—¿Es usted la de la fiesta de anoche? ¿Con la que
Gregorie me quería obligar a bailar? —pregunta lo inevitable
y yo se lo confirmo después de hacer una reverencia—. No
me sorprende enterarme de que usted es mishniana, una
pueblerina de ojos cafés. ¿Por qué no quería entrar?
Deseo gritarle que no quería verlo, pero lo único que
lograré con eso es que niegue nuestra petición, así que opto
por permanecer en silencio.
—¿No hablará? De acuerdo. Les decía a sus compañeras
que no me gusta atender a nadie después de una reunión
larga, así que tienen cinco minutos para presentar su caso
—concluye con un brillo curioso en los ojos.
—Nuestros padres nos matarán si no llegamos hoy —
expone Valentine de inmediato.
—Envíenles una carta explicando por qué llegarán
mañana… A menos que ni siquiera sepan que están aquí —
insinúa el rey Magnus, adivinando nuestros motivos.
Nuestro silencio es la respuesta que necesita—. Con mayor
razón las dejaré aquí hasta que se abra la frontera.
—Concédanos el permiso y no tendrá que lidiar más con
nosotras, ¿no tiene cosas más importantes que hacer? —
estallo, olvidando los filtros y los títulos reales.
—Tiene razón —me responde, imperturbable—,
continuaré con lo importante, así que ustedes tendrán que
esperar.
El soberano está a punto de esbozar una sonrisa de
satisfacción, pero Valentine se lleva mi atención con el
codazo que me pega al ver que he empeorado la situación.
Es cierto, no debí decir nada, solo que hay algo en la actitud
del rey que no soporto y que me hace olvidar todo a mi
alrededor. Llegaremos tarde a Mishnock y seremos… bueno,
yo seré castigada.
Nos hacen movernos hasta la esquina del salón mientras
pasan a un hombre que trabajaba de cocinero en la
frontera, acusado de enviar cartas con información militar a
altos mandos de la Guardia Azul. Él jura jamás haber
conspirado contra el ejército de Lacrontte, pero el problema,
y para su mala suerte, es que ya tienen como prueba unas
cartas que descubrieron a medio quemar en las calderas de
la base del ejército lacrontter y otras que guardaba en sacos
de arroz en la cocina, que serían las que enviaría al otro
lado de la línea fronteriza. Así que al sujeto solo le queda
suplicar por su vida. Se arrodilla y ruega ser enviado a
prisión y no a la horca.
El rey Magnus lo mira desde el trono con satisfacción,
como si le complaciera ver su desespero y disfrutara las
lágrimas que ruedan por las mejillas del supuesto espía, y,
burlándose de su agonía, le propone una dinámica para
ayudarlo a salvarse de la muerte.
—¿Ve a esas jóvenes detrás de usted? —Nos señala y el
hombre asiente desenfrenadamente, como si su cuello fuera
un resorte que moviera su cabeza de arriba abajo—. Una de
ellas es mi amante. Si adivina cuál es, lo dejaré ir.
Eso es una broma cruel e injusta. ¿Cómo puede jugar así
con las ilusiones de este señor, presentándole una salida
inexistente? El sujeto señala rápido a Amadea, con manos
temblorosas, ansioso por acertar. Para aumentar su regocijo,
el monarca de Lacrontte le da una oportunidad más para
escoger tras decirle que ha errado. El hombre vuelve a
equivocarse al apuntar hacia Valentine.
—Parece que su destino siempre fue la horca. —
Repiquetea con los dedos sobre el brazo de su trono,
divirtiéndose—. Alguien sáquelo de aquí porque no me
gusta hablar con los muertos.
Les pide a los guardias que lo saquen de la sala, pero,
antes de que lo hagan, él se levanta y corre hacia mí hasta
postrarse a mis pies, como si yo fuera el ángel que puede
salvarlo. Me pide que interceda por él. Admito que a veces
me cuesta entender las cosas y este es uno de esos casos.
Él cree que soy la amante del rey, pues yo era la última
opción. Le pide al monarca de Lacrontte que me escuche y
yo me quedo en blanco. ¿Qué se supone que debo hacer?
Me siento turbada, como si tuviera una daga que apuntara
directamente a mi espalda. Nada de lo que diga servirá,
todo esto es un engaño.
—Esa es una excelente idea —habla el rey con un tono
burlesco y luego imposta la voz—. Querida amante, dime
qué harás para convencerme de que no mate a este sujeto.
Todas las miradas se posan sobre mí, incluso las de los
guardias. ¡Estoy harta de sus juegos! ¿En qué momento
terminé aquí de nuevo?
—¿Pedirle que tenga piedad con él? —respondo lo único
que se me pasa por la mente
—¿Piedad? ¿Es acaso algo que venden en el mercado?
Porque no entiendo de qué me estás hablando. Sabes que
me gustan las cosas más originales. —Sigue el juego como
si de verdad tuviéramos algo—. Propón algo que me genere
tanta felicidad que después me dé igual dejar a un hombre
sin su sentencia.
Intento pensar en algo y ninguna idea me llega. No sé
qué decir o qué hacer. Los segundos pasan lentos y
Valentine me sugiere en un susurro que prometa que me
someteré a sus deseos sin discrepar. ¡Me niego a decir eso!
Esto es una ridiculez. El acusado toma entonces la palabra y
vocifera que bailaré para él.
—Yo jamás haría eso para usted —me niego de
inmediato, hastiada de este teatro.
—No le estoy pidiendo que lo haga. No es algo que me
apetezca ver.
¿Qué le pasa a este hombre? ¿Primero me pide que le
siga el juego y luego me insulta?
—Es usted un grosero —digo lo más suave que se me
ocurre porque aún no olvido que necesitamos ese permiso.
—¿Por qué? ¿La sinceridad ahora es un crimen? ¿O acaso
usted está mintiendo con respecto a sus ganas de bailar
para mí? —se burla de mi contradicción. Estoy a punto de
replicar de nuevo, pero el rey se yergue en su trono y
entonces declara—: Se ha equivocado, acusado. No tengo
amantes y nunca las tendré. No me gusta rebajar a nadie
para que ocupe ese papel y mucho menos estaría con
alguien que permite que le otorguen esa posición. —Me
mira con desdén—. Dicho esto, queda sentenciado a la
horca. Puede retirarse —concluye con frialdad.
Los guardias se mueven para sacar de la sala al hombre
que patalea, suplica y se desgarra la garganta con gritos
mientras el rey Magnus continúa tan sereno y cruel como
siempre. Tras unos minutos de silencio en los que parece
que nadie volverá a hablar, Valentine da un paso al frente e
interviene.
—Entonces, ¿firmará nuestra salida, majestad? Cuanto
más rápido dé la autorización, más rápido nos iremos y le
juro que no nos volverá a ver.
—La próxima vez que las vea por aquí, las enviaré a un
calabozo —dice mientras firma el permiso.
El rey le extiende el papel a Francis, quien luego nos lo
da a nosotras.
Podría hacerle una reverencia al cielo por salvarme
nuevamente de este hombre, pero me la reservo. ¿Cuándo
dejaré de meterme en problemas en los que termino frente
a él como si fuera un metal atraído por un imán? Empiezo a
pensar en todo el tiempo que perdimos y en el poco que nos
queda para volver a casa, ¿y si no llegamos a tiempo? ¿Y si
mis padres descubren que les he mentido? Debemos
marcharnos de aquí cuanto antes.
—Pueblerina —me llama por enésima vez,
interrumpiendo mis pensamientos—, le recomiendo que
tome agua, pues quizás no ha notado que su rostro está
completamente enrojecido. Me pregunto si es a causa de la
vergüenza o si se trata de algo más —suelta con un tono
que deja claro a qué se refiere—. No me gustaría que se
hiciera ilusiones y pensara que puedo estar interesado en
usted.
—Tiene novio, majestad —contesta Amadea por mí, tan
imprudente como Mia.
—Entonces esperemos que ese novio la sonroje de la
misma manera.
¡Por mis vestidos! El desprecio que siento por este
hombre podría llenar océanos y crear unos nuevos. Por
fortuna, el señor Modrisage se mueve rápido, como si
intuyera que esta situación puede explotar en cualquier
momento de seguir así.
—Las acompañaré a la salida, señoritas. Majestad —se
despide con una inclinación. Cuando atravesamos las
puertas y ya no hay peligro de que el rey nos escuche, dice
—: Váyanse pronto si quieren llegar a tiempo. Muéstrenle
este permiso a cualquier oficial que les bloquee el paso y,
señorita —me mira—, deje de meterse en problemas o
tendremos que asignarle un calabozo permanente en el
palacio.
Finalmente volvemos a las calles de la ciudad y puedo
respirar tranquila por primera vez en lo que se ha sentido
como años.
—Eso estuvo intenso —comenta Amadea con emoción—.
Emily, ¡pude sentir el odio y el deseo!
—El único deseo que siento por el rey de Lacrontte es el
de ahorcarlo —espeto, harta de todo lo que tiene que ver
con ese hombre.
—De acuerdo, ya no discutan —media Valentine—.
Vamos por agua para que te calmes, porque de verdad
estás coloradísima, y luego salgamos de aquí.
26

—¿Cómo estuvo el fin de semana en casa de los Russo? —


pregunta Liz, sentándose en una de las bancas del patio
mientras riego las plantas de mi jardín.
Ayer no llegamos a tiempo y papá no me encontró donde
Valentine; sin embargo, el barón Dominic nos cubrió y se
inventó que nos encontrábamos en una cena con su esposa
y que me traería él mismo cuando regresáramos del evento.
Por suerte, papá creyó la mentira, pero aún puedo recordar
cómo latía mi corazón desenfrenado ante el temor de ser
descubierta, mientras trataba de mantener mi postura lo
más neutra posible para impedirle a mi cuerpo que me
delatara. Y aunque no me siento bien por engañar a mis
padres, debo ser sincera: me está empezando a resultar
adictivo escaparme de casa y aventurarme a emociones
desconocidas.
—¿Ahora sí me hablarás? —respondo tras volver de mis
memorias.
—No hagas que me arrepienta.
—No tendrías por qué. No he hecho nada malo. —Me
muevo, yendo de maceta en maceta—. ¿Y a Daniel? ¿Ya lo
disculpaste?
—No, y tampoco pienso volver a hablarle. —Trata de
sonar segura, pero la conozco y no puede engañarme. Esa
determinación es fingida—. Además, sigues sin contestar mi
pregunta.
—Muy bien. Los Russo son muy amables.
—Al menos tú cuentas con la facilidad para hacer
amigos.
—No es tan difícil.
Veo en su rostro el enojo por mi respuesta. Se inclina
hacia adelante como para tomar fuerza y discrepar, pero la
réplica queda colgando en sus labios cuando nos interrumpe
un golpeteo en la puerta principal. Soy yo quien corre hacia
allá para evitar cualquier discusión con Liz y me encuentro a
un guardia real en el umbral. Me emociono porque me
imagino que Stefan está detrás de esto y verlo quizás
apacigüe el fuego que viví ese fin de semana y que no se
despega de mi mente.
—Buenas tardes —me saluda el custodio—. Su alteza me
ha enviado por usted y lamenta no poder venir
personalmente. Me pidió que le preguntara si es posible que
vaya al palacio ahora mismo. Claro, solo si está disponible.
—Por supuesto que sí —acepto. Luego me giro y le grito a
Liz—: ¡Dile a mamá y papá que estoy en el palacio!
No me molesto en despedirme bien de ella porque en
realidad no se lo merece y, en cambio, me subo al carruaje
como si estuviera huyendo de una plaga que me persigue.
Una vez en el palacio, un guardia me escolta hasta el
segundo piso y recorremos pasillos que me resultan eternos
hasta que por fin nos detenemos frente a una habitación
que reconozco al instante. La alcoba del príncipe.
Afuera se halla Atelmoff, que camina en círculos y tiene
el ceño fruncido. Cuando nota que estamos cerca, nos pide
que no hagamos nada de ruido, así que no lo saludo y
sencillamente escucho con cuidado. Las voces que vienen
del otro lado de la puerta me dejan claro qué está
sucediendo.
—Te he dado una orden y debes acatarla. Así funciona tu
vida, ¿entendiste? —El tono estridente del rey resuena a
través de la madera.
—Es injusto, Silas. —Stefan está frustrado—. Me
sacrificas a mí para tu beneficio.
—¿Crees que eso es algo que me atormenta? Es tu deber.
Esa es tu única función en la vida.
—¿Y luego qué? ¿Qué voy a hacer con tal
responsabilidad?
Frunzo el ceño al escuchar el intercambio. ¿A qué
responsabilidad se refiere? Después de todo lo que sé sobre
el rey solo puedo imaginar escenarios terribles. ¿Qué cosa
aberrante le estará pidiendo? ¿A qué maldad lo estará
atando? Me llena de impotencia no poder irrumpir y
enfrentar a la burla de soberano que tenemos.
—¡Deja de refutar! —brama el rey, colérico—.
Acostúmbrate a esta vida, a ser la fachada, pues es lo único
a lo que puedes aspirar.
De repente escuchamos un golpe seco que, si no hubiera
hablado con Stefan hace unos días, me habría hecho pensar
que un objeto se cayó, pero ahora entiendo que el rey le ha
pegado y me invaden las ganas de golpear la puerta y sacar
al príncipe de allí. Creo que Atelmoff ve eso en mi mirada y
se apresura a actuar.
—Lo mejor será que nos vayamos de aquí. —Me toma de
la mano y me obliga a caminar lejos—. Volveremos cuando
todo haya acabado. Tan pronto como el rey salga, avísenle
al príncipe que Emily ha llegado —les pide a los guardias
que custodian el pasillo.
Nos alejamos hasta que llegamos a una oficina pequeña
con muebles antiguos, un estante de libros impresionante y
una ventana circular alta por la que se filtra la luz.
—Stefan te estaba esperando —me asegura mientras
toma asiento y me ofrece uno—, y de repente el rey se
metió a su habitación, completamente iracundo.
Me cuesta responder porque escucho el rugido de la
sangre en mis oídos y saboreo un malestar amargo en mi
boca mientras asimilo una y otra vez que el rey ha golpeado
a su hijo y que yo no puedo interferir o reclamar.
—Es el peor padre que alguna vez he conocido. —La ira
resuena en mi voz y no hago nada por esconderla mientras
muevo los pies como si me prepara para salir corriendo. ¿Y
si le hace algo peor? ¿Cómo podría defenderlo de su padre,
del soberano supremo? No tengo chance y eso me hace
hervir la sangre porque quisiera protegerlo tal como él lo
hace conmigo—. No sé quién es más violento, si el rey Silas
o el rey Lacrontte.
—Más que violento, Magnus es amargado. Estoy seguro
de que cuando nació lo primero que hizo fue discutir con el
médico por sostenerlo con sus manos de plebeyo. —Intenta
hacerme reír, pero no lo consigue. Todos mis pensamientos
están con el hombre que me preocupa.
—¿No hay algo que usted pueda hacer para evitar que
Silas golpee a Stefan?
—Por favor, tutéame, me haces sentir viejo. Y claro que
lo he hecho. Me duele verlo lastimado porque Stefan es
como un hijo, yo lo he criado desde que era un niño. He
cubierto la ausencia de su padre en sus cumpleaños, en sus
momentos de enfermedad, de rebeldía y enamoramiento. —
Ese final claramente es por mí—. Aun así, no es tan fácil
como crees. He intervenido algunas veces y casi me cuesta
el puesto. Ya no puedo volver a arriesgarme. Prefiero estar
aquí y consolarlo que estar lejos sin saber qué ocurre en el
palacio.
Mi corazón cae en picada al ver que no hay salida. Es
como si la única opción fuera quedarse a un lado, viendo
cómo el rey usa a su hijo como peón y a este solo le queda
aguantar el maltrato en silencio y con la obediencia de una
mula.
De repente un guardia llama a la puerta y nos avisa que
su majestad ha terminado su reunión con Stefan, así que
me levanto con prisa para marcharme, pero Atelmoff me
detiene.
—No le comentes nada de lo que escuchaste —me dice
con suavidad—. Lo último que necesita es eso. Simplemente
distráelo y hazle ver que la vida sigue siendo buena a pesar
de todo. Es lo que yo siempre hago. —Me da una sonrisa
triste.
—De acuerdo. Tenemos un trato.
Al llegar a la alcoba, uno de los guardias abre las puertas
de par en par y entro ansiosa. Escucho el cerrojo detrás de
mí y al instante encuentro a Stefan sentado en su escritorio
y con algunos papeles adelante.
—¡Cielo! —exclama cuando me ve—. Ha pasado
demasiado tiempo desde que pude ver tus ojos.
—¿Cielo? —El apelativo cariñoso me toma por sorpresa,
pero me entusiasma—. ¿Vas a llamarme así de ahora en
adelante?
—Sin lugar a duda. —Toma una caja de terciopelo gris de
su escritorio y camina hacia mí, emocionado.
Una vez que lo tengo cerca, veo la marca roja que reluce
sobre la piel de su mejilla y sé de qué se trata. El golpe que
le dio su padre. La ira me invade de nuevo, como los restos
de leña en una fogata que vuelven a encenderse. Silas es
un animal que merece lo peor. Tiene que perderlo todo y no
pienso descansar hasta encontrar la forma de hacerlo pagar.
—Te extrañé mucho —confieso, siguiendo el consejo de
Atelmoff—. ¿Qué has hecho en este tiempo?
—Cosas que solo me generan angustia —se queja y
luego me da la cajita que aún tiene entre las manos—. He
mandado a hacer esto para ti. Ábrela.
Al destapar la caja descubro un collar hermoso: una
cadena de plata con un dije circular del mismo metal, en el
que hay un diamante blanco engastado. Cuando creo que la
sorpresa ha acabado ahí, me doy cuenta de que en realidad
es un guardapelo que tiene en su interior una palabra
grabada: sempiterno. Mis ojos no pueden creer lo que ven,
como si hubiera encontrado el máximo tesoro en la Tierra. Y
es que a pesar de que desconozco el significado de aquel
término, que él lo haya grabado aquí me emociona porque
sé que desde ahora siempre me hará recordarlo.
—¿Qué significa? —pregunto mientras el enojo merma
ante la gratitud por el obsequio.
—Sempiterno es algo que, una vez que empieza, no tiene
fin. Así espero que sea lo nuestro.
Mis ojos vuelven a los suyos mientras me aferro a la
cadena como si quisiera que esa palabra se grabara en mi
piel. Soy consciente de que dentro de mí también existe el
anhelo de que se prolongue en el tiempo lo que hay entre
los dos. Stefan toma el collar y se para detrás de mí para
ponérmelo alrededor del cuello. Su respiración lenta me
acaricia la piel y la suavidad con la que me toca la nuca
hace que me erice.
Cuando por fin el guardapelo cuelga sobre mi pecho,
Stefan me toma de la mano y en silencio me lleva hasta la
cama. Se sienta en la orilla y me invita a tomar mi lugar
sobre él. Me pongo a horcajadas con las manos en sus
hombros y la vista puesta en la intensidad azul de sus ojos
tan parecidos a un océano. Es todo lo que siempre he
querido. Me encanta que la vida lo haya puesto en mi
camino y me agita el corazón saber que él me ve de la
misma forma. Me obligo a tranquilizarme al menos un poco,
pero me es imposible, no cuando empieza a acariciarme,
cuando cada palabra que susurra cerca de mi oreja es como
la brisa fresca en una tarde calurosa y menos cuando me
invade el deseo de borrarle la sonrisa que le adorna el
rostro, poniendo mis labios sobre los suyos. Y como si
pudiera adivinar mi ansia, me toma fuerte por la cintura y
me lleva hasta su boca, dándome un beso desesperado que
parece necesitar para seguir con vida.
—Es difícil estar sin ti. —Su aliento me roza la piel—.
Quisiera tenerte conmigo todo el tiempo que me sea
posible.
—Tal vez algún día hagamos eso —le respondo en medio
de otro beso.
—Desearía tener el poder para asegurar el futuro, mi
futuro.
Con delicadeza me baja uno de los tirantes del vestido y
la piel desnuda de mis hombros se enciende con sus besos.
La punta de su nariz me acaricia mientras se pasea por mi
clavícula, dejando efímeras huellas en mi cuerpo. Arqueo un
poco la espalda para acortar la distancia entre nosotros, le
acaricio la nuca y luego bajo por su espalda, aferrándome a
la tela de su camisa mientras el roce de sus labios ahora se
hace más evidente sobre mi sonrojada piel. Una de sus
manos busca el final de mi vestido y lo levanta con afán
para tener acceso a mis muslos, que aprieta, dejándome la
marca de sus uñas. Jadeo por la intensidad del contacto y
me dejo llevar por lo que estoy sintiendo. Ladeo la cabeza
para darle mejor acceso a mi cuello y permito que mis
manos divaguen por sus hombros, explorando.
—No imaginas cuánto te deseo —susurra después de
otro beso que me hace estremecer.
Sus manos ascienden por debajo de la falda de mi
vestido y se encuentran con mi ropa interior. Pasea los
dedos por encima de la tela y es justo en ese momento
cuando el pánico me invade. Las escenas vuelven a mi
cabeza como un rayo en medio de una noche tormentosa:
Faustus, su arrastre, sus manos en mi cabello, el forcejeo y
los gritos. Me petrifico mientras el aura de intimidad que
nos rodea se quiebra para mí y me aparto abruptamente
hacia un lado.
—Lo siento, pero no puedo —me disculpo, apenada, y
veo que Stefan me entiende.
—¿Es por lo del hombre del juicio? —pregunta de
inmediato, dándome el espacio que necesito.
—Sí… Es decir, creo que aún necesito tiempo para
superarlo y poder disfrutar de verdad cuando alguien me
toque de esa forma.
—De acuerdo, cielo. Descuida. No tenemos por qué
adelantarnos. Nunca haremos nada para lo que no estés
lista o con lo que no te sientas cómoda.
—Lamento haberlo arruinado.
—No arruinaste nada. —Pone su mano sobre la mía y me
acaricia con gentileza, demostrándome que está allí para mí
—. ¿Quieres algo de tomar? ¿Agua o un té? Puedo mandarlo
a traer para ti. No quiero que estés turbada.
—No, estoy bien. Solo hablemos de algo más. Como… No
lo sé. ¿Cómo van las cosas en el reino? —Es increíble que a
mi cabeza no se le haya ocurrido algo mejor.
—¿En serio quieres hablar de eso? —cuestiona y yo me
encojo de hombros al no tener otra idea—. Bueno, no van
tan bien. —Duda sobre si continuar, pero al final lo hace—.
Implementaremos el servicio militar obligatorio porque
nadie quiere enlistarse voluntariamente en la Guardia Azul.
Hemos tenido que pedirle a la Guardia Civil que envíe
hombres a la frontera con la promesa de un mejor pago que
no sé de dónde vamos a sacar.
Tiene los ojos rojos y rodeados de unas profundas ojeras
que muestran la desesperación y el cansancio que está
sintiendo. Todos los problemas del reino y su padre están
acabando con él poco a poco.
—¿Crees que es una buena idea?
—Por supuesto que no, pero es necesario para proteger
la frontera. Si tienes a algún amigo que esté entre los
dieciocho y treinta, puedes darme su nombre y pediré que
lo saquen del listado. Ventajas de salir con el príncipe.
Levanta las cejas, sacándome una carcajada que
destruye totalmente la tensión de antes.
—Conozco a alguien. Se llama Willy Mernels, es de la
Guardia Civil. Es el chico del juicio. —Y ahí por fin viene a mi
mente el tema que debí haber tocado desde el inicio—.
Stefan —digo con seriedad—, ¿no te parece injusto que las
leyes permitan que sea la Guardia Civil la que decida con
qué acusación se va a juicio sin siquiera investigar un poco
y escuchar a las víctimas? Sé que en algún momento serás
rey y quisiera que tuvieras en cuenta ese asunto —hablo
con franqueza.
—¿Quieres que reforme el sistema de justicia? —Abre
mucho los ojos ante la tarea gigantesca que representa
aquello.
—Shelly me dijo algo muy triste y cierto: yo obtuve
justicia porque el rey intervino, pero hay miles de personas
que no cuentan con esa oportunidad y a ellas las dejan de
lado, sin respaldo.
—Te lo he explicado, cielo. Somos una monarquía
bigubernamental, no absolutista. No contamos con el
control completo del poder judicial, de eso se encarga el
Parlamento de Justicia.
—Lo sé. Sin embargo, puedes intervenir y proponer
mejoras, reformas. Algún día asumirás el trono y tendrás la
opción de hacer algo por las víctimas de Palkareth y de todo
Mishnock.
—Quizás tú también te conviertas en reina y podamos
cambiar algo. —La posibilidad me sobrepasa. Es una idea
fantasiosa y, dada nuestra relación, no es tan descabellada,
pero yo no me siento con la madera para dirigir una nación.
—Stefan —lo señalo en advertencia, por los escenarios
que aparecen en mi cabeza—, solamente tenlo en cuenta.
—Lo prometo. Cuando te vi ese día en la plaza no
parecías tan autoritaria. Aunque debí imaginarlo si te conocí
mientras estabas alterando la paz.
—Pues creo que no te molestó demasiado porque me
miraste mucho más de la cuenta.
Lleva la cabeza hacia atrás en una carcajada. Un sonido
relajante como el del agua al caer de una cascada.
—Pensé que había sido discreto, ahora me doy cuenta de
que no. No me culpes, eres hermosa, Emily Ann, como el
firmamento.
Me muevo sobre la cama para acercarme más a él. Me
pongo el pelo detrás de la oreja y le enseño mi rostro para
que vea las pecas casi invisibles que tengo en la piel.
—Cuando Mia estaba mucho más pequeña, vio mis pecas
una mañana. Fue un gran descubrimiento para ella y dijo
que parecían diminutas estrellas.
—Admito que no las había notado y con eso me das otra
razón para compararte con el cielo.
—¿De dónde sacaste la idea de llamarme cielo?
—De la noche en la villa, por el cumpleaños de Daniel,
con el atentando de Lacrontte. —Se queda en silencio, como
si lo hubiera interrumpido un recuerdo más importante—.
Hablando del rey Magnus, hay algo que quiero contarte. Hoy
en la madrugada atacamos Lacrontte, más exactamente
Menfisse, la capital. No logramos penetrar el palacio, pero sí
hicimos destrozos en la ciudad y nuestro ejército capturó a
algunos soldados lacrontters. Me preocupa que todavía no
tenga noticias sobre algún plan de respuesta. Deben estar
planeando algo grande.
—¡¿Qué?! —Me remuevo sobre el colchón, impactada—.
¿Cómo lo hicieron? La frontera estaba cerrada.
—¿Cómo sabes eso? —Inclina la cabeza hacia un lado y
me observa con cautela, como si fuera un guardia civil
interrogando a un sospechoso.
—Estuve allí el fin de semana con Valentine y Amadea,
en Mirellfolw —explico para que entienda la gravedad de la
situación—. Pude haber caído fácilmente en el ataque si no
nos hubieran dado un permiso especial para salir del reino.
—¿Fuiste hasta el palacio de Lacrontte a pedirlo? —
cuestiona y asiento—. ¿Magnus sabe tu nombre?
—No lo sé, puede que sí, aunque no estoy segura. Quien
sí creo que lo sabe es su consejero, el señor Francis.
—Debes tener cuidado, Emily. Ahora eres mi novia y
podrían hacerte daño para desestabilizarme.
El tono de su voz me hace pensar en algo que no se me
había ocurrido, pero tiene razón. Cualquier enemigo político
podría hacerme daño para llegar a Stefan, para manipularlo.
Estos días he sido una completa inconsciente al exponerme
de una manera tan descarada frente al enemigo.
—No cambies el tema. ¿Cómo lo hicieron? ¿De dónde
sacaron a tantos hombres? ¿No se supone que hay
desabastecimiento de soldados debido a los
enfrentamientos?
Hasta donde sé, tantas bajas en los diferentes
enfrentamientos en Menfisse, la ciudad fronteriza con
Lacrontte, han hecho que nuestro ejército se reduzca
considerablemente, creando una escasez de soldados que
nos hace blanco fácil para los lacrontters. Aún recuerdo
cómo en el periódico de Lacrontte, que trajo una de las
protestantes a la perfumería, se jactaban de la victoria en la
que habían sido asesinados más de quinientos de nuestros
hombres. Eso fue una barbarie.
—Contamos con la ayuda de militares de Plate y
Cristeners. Acordamos con los Griollwerd, antes de que
partieran a su reino el día después de la gala, que nos
prestarían hombres.
Él empieza a explicar el plan que comenzó hace
semanas. Los soldados de Cristeners subieron hasta
Dinhestown, la nación que colinda con ellos, y desde ahí
entraron a Lacrontte, pues la frontera de ese reino con la
del rey Magnus no está tan custodiada como la nuestra, ya
que no tienen conflicto político con ellos. Por otro lado, me
cuenta que el reino de Plate le presta el puerto de
Asmodeen a Cromanoff para que por ahí desembarque el
rey Conrad del reino de la isla de Wellsinberg, que
suministran las armas para el ejército de Lacrontte. Así que
los platers retrasaron el desembarque para que la Guardia
Gris de Cristeners tuviera más tiempo de movilizarse, ya
que Lacrontte se demoraría en poner en uso su nuevo
armamento.
—¿De verdad Cristeners se unió? —No logro entender
nada—. La princesa Lerentia es la novia del rey Gregorie,
¿no? ¿Por qué sus padres nos ayudarían a enfrentar a la
familia de su yerno? Eso podría considerarse traición —
comento al recordar la obsesión de ese hombre por la horca.
—¿Por qué te preocupa tanto lo que suceda con
Lacrontte? —Se crispa de repente y me cuestiona con un
tono duro, desconfiado.
—No me preocupa. Lo que no entiendo es cómo la
princesa Lerentia apoyó esto.
—Ella no lo sabe, es ajena a todo esto en Cromanoff,
donde vive con Gregorie, su prometido.
—¿Se van a casar? —Me muevo hacia atrás, asombrada,
como si hubiera visto a un fantasma.
—Así es. Sus padres actuaron a sus espaldas, por eso
nadie puede saberlo. Fue cosa de monarcas. Fueron los
Wifantere quienes contactaron a Silas, le dijeron de la
llegada del nuevo armamento a Lacrontte y se ofrecieron a
ayudarnos.
—¿Por qué? ¿A cambió de qué? —No sé mucho de
política, pero esto me suena demasiado conveniente.
—Es algo que no puedo explicarte ahora. Ya llegará el
momento en que pueda abrirme contigo —me asegura—.
Estos son asuntos reales que no me compete contar; sin
embargo, estoy intentando cumplir la promesa que te hice
sobre hablarte de lo que se me permitiera.
Un llamado insistente en la puerta interrumpe nuestra
conversación antes de que pueda preguntar qué hará con el
grupo de soldados lacrontters capturados.
—Alteza, se solicita con urgencia su presencia en el
balcón número cuatro del ala oeste —le informan a través
de la madera.
—¿Por qué cada vez que estoy contigo me necesitan en
otro lugar? —pregunta, levantándose de la cama—. ¡Salgo
dentro un momento!
—De verdad es imperioso —insiste el sujeto—. Se trata
del pueblo… Su madre quiere salir a hablar con ellos y su
padre está ocupado… eh, usted entenderá, alteza.
Se pasa las manos por la cara, exhausto, y me pide que
lo acompañe. Vamos juntos hasta el balcón donde se
encuentra su madre, quien discute con Atelmoff por el
bullicio que se escucha del otro lado del muro que rodea el
jardín del palacio.
—¡Por fin llegaste, hijo! —La mujer se lanza a los brazos
del príncipe, buscando su apoyo—. Hay un tumulto fuera,
manifestaciones. El pueblo está enojado con nosotros.
Quiero salir y pedirles a algunos que entren para conversar,
pero no me lo permiten. Hazlo tú, hijo, por favor. Ni siquiera
sé dónde está tu padre.
Noto de inmediato cómo los hombros de Stefan se
tensan ante la mención del rey Silas, pero aun así trata de
actuar sereno frente a su madre. Se separa de ella y la toma
de los hombros para que se tranquilice. Atelmoff nos explica
que marchan contra la guerra, por el atentado de ayer y
hasta por los impuestos que le regalaron a Plate, pues ya se
ha corrido la voz. Veo a los custodios correr por los pasillos
con armas en las manos. El caos se desata entre órdenes y
gritos. En menos de un segundo me encuentro mortificada
por la situación que salpica a la monarquía y, por ende, a
Stefan. Además, no soy la única, pues la postura tirante de
la reina y el príncipe me demuestra que ellos también están
viviendo su propio infierno al escuchar los gritos de los
rebeldes.
—Debo buscar a mi padre —grita Stefan y comienza a
caminar por el pasillo.
—No es conveniente. Conoce a la perfección cómo se
pone cuando lo interrumpen en sus asuntos —comenta
Atelmoff sin ser específico por respeto a la reina, aunque es
claro que trata de decir que está con una de sus amantes.
Stefan se detiene.
Me indigna que el rey ame su poder, pero no se apropie
de él para fijarse bien la corona sobre la cabeza y demostrar
que sí merece tenerla ahí. Prefiere quedarse en una
habitación con otra mujer mientras su esposa y su hijo se
hacen cargo de una muchedumbre molesta que no piensa
dar un solo paso atrás.
El príncipe corre la cortina del ventanal para ver hacia la
calle y yo lo sigo, pues necesito saber qué es lo que ocurre
en el exterior. Hay cientos y cientos de personas afuera, que
los guardias reales intentan controlar como a animales de
corral.
Por lo que entiendo, las personas están marchando para
exigirles justicia a los soberanos por los muertos que ha
dejado la guerra y a quienes nadie les ha prestado atención.
Los niños huérfanos, las madres que han perdido a sus hijos,
las viudas y las familias deshechas están ahora protestando
a unos metros de mí. Cientos de papeles vuelan por el aire,
cayendo en las calles, como pequeñas aves que traen una
amenaza en su pico. El jardín se llena de esos volantes
mientras las personas pregonan, lloran y golpean a los
guardias, que hacen lo posible por no permitirles el paso.
—¡Todos los que se refugian tras estas paredes son
asesinos! —vociferan y se me encoge el corazón. No puedo
evitar sentir que esos insultos también son para mí, como si
los mereciera por estar al otro lado del muro.
Por primera vez me siento ajena a lo que está
sucediendo alrededor, como si juntarme con la monarquía
me hubiera hecho olvidar por momentos la terrible situación
en la que vive mi pueblo, como si fuéramos llaves de una
misma argolla, pero de la cual me han sacado por caminar
de la mano de Stefan, quien ha logrado entretenerme tanto
que ahora me cuesta ver las cosas como cuando estaba
fuera del palacio. Pero esta marcha, esos gritos y súplicas
parecen jalarme para despertarme del trance y devolverme
a la realidad como siempre la he vivido, de parte de los
míos.
Una melodía militar comienza a escucharse con fuerza de
repente. Es como una ola que llega hasta la orilla, mojando
el palacio con una letra llena de entereza y soberanía. Por
las palabras y los rostros pálidos de quienes me rodean,
deduzco que se trata del himno de Lacrontte.
—Que alguien nos ampare. —La reina no se esmera en
ocultar su miedo, llevándose las manos a la boca, mientras
Stefan mira a Atelmoff con preocupación—. Están cantando
el himno de Lacrontte. ¡¿Entienden lo que significa eso?! Se
están poniendo del lado del rey Magnus. ¡El pueblo se nos
viene encima!
—No, solo lo hacen para presionarnos —asegura el
consejero—. Están desesperados. Es bien sabido que el
ejército de Lacrontte pone a sonar su himno día y noche
para atormentarlos, por eso lo cantan como forma de
protesta, para que veamos la influencia que tienen los
lacrontters en Menfisse. Ellos la declaran como una zona de
guerra invivible. Ya muchos han huido y otros no tienen
cómo hacerlo y nos exigen apoyo, garantías. Y, claro, las
familias de los soldados se les han unido a la manifestación.
Quieren que los movamos de sitio, irse de Menfisse, y nos
piden casas en otra ciudad de Mishnock. Además, desean
que firmemos acuerdos con el rey Magnus para frenar el
derramamiento de sangre.
—Son imposibles las dos cosas. Magnus quiere la cabeza
de mi padre y, si no la tiene, no negociará. Por otro lado,
tampoco hay dinero para darles casas ahora a los
habitantes de una ciudad entera —discute Stefan y se
masajea la sien.
—No pierda la calma. Podemos utilizar algunos recursos
o pedir un préstamo a Cristeners y hacer alguna obra social
que los aplaque, no necesariamente tienen que ser casas.
El desagrado crece en mi interior con rapidez. Hablan de
nosotros como si fuéramos títeres con los que pueden crear
un espectáculo para mejorar su imagen. Esto tiene que ser
un chiste. El pueblo quiere ser escuchado, quiere que curen
sus heridas y no que pongan compresas para aliviar el dolor
temporalmente.
—Viviendas es lo que ellos están exigiendo, Atelmoff. No
quiero una guerra civil como la de Plate. El reino no lo
soportaría. Nuestra economía está por los suelos. —Está tan
desesperado que se abrocha y desabrocha los botones de
las mangas de su camisa sin razón, se pasa una mano por la
frente y empuña la otra como si quisiera romper algo.
—Enfócate —Atelmoff intenta calmarlo—. ¿Qué tiene la
playa en mayor cantidad? ¿Arena o conchas de mar? —
Stefan toma la primera opción—. Exacto, este grupo de
manifestantes son solo conchas en medio de kilómetros de
arena. Así que no hay que intentar mediar con un solo
sector cuando podemos entretener al resto para que nos
ayuden a ocultar el problema: tapar una cosa con otra. Es
sencillo. Sé que si les damos a los demás algo que siempre
hayan querido, podremos evitar que más personas se unan,
que otras desistan y desviar la atención a nuestra buena
obra. Piénselo. Educación gratuita para los niveles cero, uno
y dos. Se lo propuse a su padre y lo rechazó. Eso ayudaría a
mejorar la imagen que tienen de ustedes.
Stefan duda, pues ahora el dinero escasea y sabe que el
gremio de tutores se les vendrá encima; sin embargo, su
consejero ya tiene una respuesta para ello, una que me
indigna:
—Son unos por otros. Vamos de nuevo, ¿quiénes son
más? ¿Los tutores o los niños analfabetos con padres
desesperados por darles una educación? Incluso podríamos
ofrecer comida a quienes vayan. ¿Cree que los padres de
esos tres niveles no estarán felices de asegurar el alimento
que muy seguramente no pueden suplirles a sus hijos?
¡Por mis vestidos! Con cuánta crueldad y desidia se habla
de los demás. Parece que solo les interesara el estado de
pobreza del pueblo cuando les conviene. ¿En cuántas horas
de tutorías no nos han hecho memorizar que la familia real
nos ampara y vela por nosotros, que son nuestros
protectores, nuestros héroes, para al final descubrir cuál es
su verdadero pensamiento sobre quienes estamos fuera de
las paredes de la casa real?
Planean frente a mí cada detalle, desde convencer al rey
Silas para que viaje a Cristeners a pedirle al rey Everett
Wifantere que financie el proyecto, hasta comenzar con la
búsqueda de nuevos tutores, pues los encargados de las
tutorías se pondrán en contra, ya que no les gustará perder
los miles de tritens de la mensualidad de sus estudiantes
para conformarse con el mísero sueldo que les ofrecerán.
—¿Dónde está Silas? —pregunta la reina.
—¡Mamá, por favor! ¡Deja de hacerte la inocente! —ruge,
frustrado—. Sabes perfectamente que se está acostando
con cualquier jovencita que le llevaron. ¿Hasta cuándo vas a
aguantar eso? Eres menos que un retrato en la pared para
él. Abre los ojos de una vez.
Miro en total silencio a Stefan, está preso por la ira y por
un carácter violento que nunca le había visto y que no
puede contener, ni siquiera con su madre. Todo lo que dijo
es verdad, pero su cólera es una bestia incontrolable que
acaba de despertar. Pese a que no me asusta, sí me
intimida.
—No me hables de esa forma. Tú no, hijo. —La reina lo
señala mientras da un paso hacia atrás, como quien intenta
alejarse de su cazador. Su voz es baja y tiene los ojos
aguados, evidenciando el daño que le hicieron las palabras
de la persona a la que ama más que a nada en la vida.
—¡Entonces haz algo! No te quedes ahí de pie, fingiendo
una estabilidad matrimonial que no existe. Toma las riendas,
pon condiciones, haz algo, por favor.
—Alteza, no se desquite con su madre —le pide Atelmoff
al ver cómo crece su rabia.
—Emily, por favor, ve a mi alcoba —me suplica Stefan
con una voz que denota el cansancio que siente por la
situación—. Debo ir por Silas aunque me asesine. No salgas
por ningún motivo, no te asomes a la ventana y, si hace
falta, resguárdate en el baño. Cuando todo pase te enviaré
a casa en un carruaje y, si no, esperemos que tu padre
entienda por qué te quedaste aquí.
—¿Qué sucederá? —le pregunto. Temo por lo que he
escuchado y las verdaderas intenciones de lo que piensan
hacer.
—No lo sé. Me reuniré con el rey y luego decidiremos un
plan de acción. Si el pueblo quiere manifestarse, se lo
permitiremos siempre y cuando sea algo pacífico. Al
amanecer ya serán menos y podremos controlarlos mejor.
Ahora debemos resguardarnos, pues están en la cúspide de
su ira —dice con la voz de miembro de la familia real que
casi nunca usa conmigo. Este es Stefan con su máscara de
príncipe.
Se da media vuelta y se va. Para el Gobierno, para la
monarquía, somos pequeñas fichas sin valor que pueden
manipular. Amo a mi reino, pero no me gusta lo que están
haciendo con él. Hace un tiempo creía ciegamente en mis
gobernantes, pero ahora, cuanto más me adentro en esta
maraña del poder y la política, más me decepciono.
Comienzo a cuestionar si de verdad quiero estar aquí.
27

Cuando llego esta mañana a mi lugar en la tutoría del señor


Field, Rose me saluda en un susurro. No la he visto desde
que la descubrí en el palacio y seguramente era con ella
que estaba el rey ayer mientras se desarrollaban las
protestas. Sobre la madrugada los guardias me avisaron
que podía volver a casa, así que me escoltaron de regreso.
La verdad es que no pude dormir mucho.
—Recuerden que quedan pocos días para entregar su
proyecto y quiero algo majestuoso.
Si el señor Field supiera lo que la corona piensa hacer,
comenzaría a despotricar de los Denavritz hasta la
graduación. Este lugar perderá a muchos estudiantes. Todos
buscarán una oportunidad en la educación gratuita y
tendrán que cerrar varias aulas.
—El periódico anunció esta mañana que hace dos días
ocurrió un ataque en la frontera con Lacrontte.
Supuestamente salimos victoriosos. Sin embargo, hay una
cosa que no entiendo y es por qué no se nos había dado
esta noticia con anterioridad y solo ahora que hay
manifestaciones. ¿Será acaso que no salimos tan victoriosos
como dice el titular del diario?
—¿Qué intenta decir, señor Field? —pregunta alguien.
—Deben saber interpretar las cosas. —Se pasea por la
sala y se ve más delgado y desgarbado que de costumbre.
Los años ya le han comenzado a pesar—. Es obvio que fue
ese ataque el que colmó la paciencia de los ciudadanos de
Menfisse y por eso vinieron a la capital a manifestarse. Si
hubiéramos ganado esta batalla como dicen, ¿habrían
venido tan pronto?, ¿acaso no estarían felices de ver cuánto
armamento se incautó y cuántos lacrontters fueron
capturados?, ¿será qué son falacias dichas solamente para
evitar que los palkarianos se unan a las marchas de los
menffisses y así no generar más caos?
Comienza un debate caluroso que se extiende hasta el
final de la jornada y que inevitablemente me crea miles de
dudas y preguntas. ¿Stefan me mintió? Bueno, él no afirmó
que hubiéramos ganado, pero supongo que habernos
quedado con armas y militares hace que la balanza se
incline a nuestro favor. ¿O acaso el número de hombres
capturados es una migaja comparado con todos los
mishnianos que murieron en el enfrentamiento?
—Emily, creo que debemos hablar. —Rose me saca de
mis pensamientos, pero antes de que tenga tiempo de
reaccionar, el tutor nos interrumpe.
—Señorita Alffort, quédese un momento. Necesito hablar
con usted.
El señor Field actuó muy extraño con ella durante la
clase, no la determinó ni un solo segundo y la ignoró cada
vez que levantó la mano para participar.
—¿Por fin me dirigirá la palabra? —comenta, altanera,
con una mano en la cintura, cuando el salón se desocupa.
—Ahórrese la burla, con la amenaza que mandó a mi
casa fue suficiente. —El hombre busca entre las gavetas de
su escritorio y luego le pasa un papel a Rose—. Su
validación de tutorías. Con eso no tendrá que venir nunca
más ni entregar el proyecto.
¿Qué le sucede a Rose? No puede ir por la vida
atentando contra todos solo porque tiene a la bestia de Silas
de su lado.
—¿Me está echando?
—Le estoy ahorrando el trabajo de seguir asistiendo y le
facilito su libertad. —Me impacta la agresividad del señor
Field. Jamás lo había visto actuar comandado por la cólera
—. No quiero verla otra vez. He dedicado toda mi vida a
educar y jamás una estudiante había cometido tal fechoría.
Tenga respeto, tome el papel y no vuelva más.
—Pórtese bien, señor Field. —Le arrebata la validación—.
Así, cuando me convierta en reina, no mandaré a cerrar su
edificio.
Así que el tutor lo sabe. Incluso él y yo no. Rose se gira
hacia mí con un gesto de asombro en la cara, como si
hubiera cometido una simple imprudencia traviesa. Debe
querer morderse la lengua por haber dicho algo que yo no
tendría que saber. Ni siquiera finjo sorpresa, ya no vale la
pena, y mi expresión tranquila, casi decepcionada, le deja
claro que ya estaba al tanto de todo.
—No me amenace. Usted se encuentra muy lejos de ser
una reina. —La rabia del tutor interrumpe nuestra
comunicación silenciosa—. Y si cree que el rey Silas dejará a
la reina por su causa, está muy equivocada. En esta vida las
personas cumplen papeles y ese no es el suyo. Puede
retirarse. —La tensión en su cuerpo se ha encargado de
oscurecer su mirada y ha erguido su postura encorvada con
la intención de verse intimidante y endurecer su tono.
—¿Se le olvida el poder que tengo? —espeta Rose,
mirándolo con desprecio.
—Señorita Malhore, aún está a tiempo de encontrar
mejores amistades —me habla, ignorándola a ella.
Rose me toma de la mano para salir del salón y, una vez
en el pasillo, sin nadie alrededor, me suelta y me encara
con molestia, preguntándome desde cuando sé lo suyo con
el rey Silas.
—Yo misma te vi en el palacio, ni siquiera necesité que
alguien me lo contara.
Su mirada deja la rudeza que tenía hace un momento y
cae, entristecida, como si lamentara no habérmelo dicho y
que yo tuviera que descubrirlo. Trato de ser comprensiva,
pues soy su amiga. Esperaba estar al tanto de estas cosas,
pero entiendo que existe una línea de privacidad que ni
siquiera la amistad puede cruzar.
—¿Qué le hiciste al señor Field? ¿Por qué sabe de lo tuyo
con el rey?
Intento controlar la necesidad de avasallarla con
preguntas que me hagan entender por qué ahora se
comporta así, como si todos debiéramos tener cuidado con
lo que decimos o hacemos para que no nos lance a los
leones del rey Silas. Esta no es la Rose que conozco y siento
que cuanto más me adentro en su nueva vida, más se
pierde la persona con la que comparto desde los cinco años.
—Yo nada, fue Silas quien envió a algunos guardias para
advertirle que no se atreviera a abrir la boca —dice, como si
fuera lo más normal del mundo—. Así que no vayas a
juzgarme. Nos debemos una conversación y quiero que me
escuches en nombre de nuestros años de amistad.
Acepto porque yo también tengo cosas que decir y
muchas que entender. Pasamos por Mia, quien ya ha
terminado sus tutorías también. Caminamos hasta llegar al
parque Atark, que se despliega en forma de un extenso
campo de brillantes pastos verdes acariciados por los rayos
del sol. Una vez llegamos al centro del lugar, nos alejamos
del bullicio de los niños que juegan y las personas que
pasean o compran algo en los pocos puntos de comida.
Rose le ofrece a mi hermana dinero para que se busque algo
de comer y se entretenga por ahí mientras hablamos.
—¿Te agrada el rey? Es decir, ¿te gusta? —le pregunto de
inmediato, cuando nos sentamos en una banca—. Espero de
verdad no ofenderte, pero siento que jamás podría besar a
alguien que no me gustara.
—En esta profesión eso no importa, solo hay que hacerlo.
Además, es el rey. Los beneficios que eso trae son mayores
que los sacrificios.
—¿Y no es extraño pensar en… no lo sé, la reina?
—Ni un solo día de mi vida pienso en ella. Lo único que
ronda mi mente a diario es el dinero que obtengo por ser la
dama cortesana del rey.
¿Cómo puede ser tan fría? Rose es mi amiga y no
pretendo juzgarla; sin embargo, su poca empatía hacia la
reina me hace sentir extraña. No concibo que no sienta ni
un ápice de culpa por lo que está haciendo.
—Me pagan cantidades absurdas de tritens y con eso
estoy construyendo una casa para mis padres. Quiero
dejarles un lugar en el que puedan vivir y un buen sustento
económico para que no dependan de mí y así poder ser libre
afuera. No aspiro a ser la amante del rey hasta el fin de mis
días. Ya sé que al señor Field le dije que sería reina, pero no
fue en serio. No soy tonta, Emily, yo sé que eso no pasará,
al menos no aquí, así que solo ahorro dinero para
marcharme. ¿Alguna otra pregunta que tengas? —me dice
subiendo y bajando las cejas sugestivamente.
—No. —Hago una mueca de asco—. No quiero saber
nada del rey Silas en ese sentido.
—Es malísimo. El peor. Supongo que por eso aguanto las
estupideces de Cedric, ¿entiendes a lo que me refiero? —
Asiento sin dar crédito a que de verdad estemos hablando
de esto—. ¿Tú y Stefan ya han dado ese paso? —Bajo la
mirada al recordar lo que sucedió anoche—. ¿Sabes qué es
extraño? El rey muy pocas veces menciona a su hijo y,
cuando lo hace, se refiere a él como «mi aprendiz».
No me sorprende, Stefan me ha contado todo. Aunque
por más detalles que tenga de su relación, aun no
comprendo la razón para ese rechazo. ¿Qué lleva al rey Silas
a repudiar a su hijo de esa forma? ¿Cómo puede ser tan
distante con alguien que no ha hecho nada en su contra?
—No nos desviemos —retoma—. Como tu mejor amiga,
porque no me dejaré quitar el lugar por esa Russo, te deseo
de corazón que encuentres a alguien del mismo nivel de
Cedric.
—¿Nivel de qué? ¿De imbécil?
—Mily, por favor. —Rueda los ojos—. A lo que voy es a
que debes conseguir a alguien que te haga sentir
extremadamente bien siempre. Y no me refiero solo a que
te trate bonito o te diga palabras lindas. Hablo de placer
puro, de una increíble intimidad. —Mueve las manos,
enérgica, como un político al dar un discurso.
Mi mente se nubla con el recuerdo de la noche anterior y,
con una precisión casi irreal siento cómo fue tener los labios
de Stefan en el cuello, mientras el sonido de su rápida
respiración me embelesaba y sus manos en mis muslos me
marcaban con una clase de deseo que jamás había
experimentado. El cosquilleo en mi espina dorsal, el ritmo
de mi corazón y la necesidad fascinante de querer tocarlo
son sensaciones nuevas, inesperadas… Claro, antes de que
la pesadilla de Faustus lo marchitara todo.
—¿Y si esa persona que me hace sentir solo bien es el
amor de mi vida?
—No, no puede ser el amor de tu vida. ¡No lo permitas!
No te enamores de alguien así. Si no sientes las
revoluciones y el éxtasis, huye. —Habla con determinación y
ojos brillantes, cual vendedor al intentar convencerte para
que lleves algo. Es evidente que le emocionan estos temas.
—No estoy de acuerdo y creo que hay aspectos que
tienen más relevancia en una relación, Rose.
—Deja el sentimentalismo, de esa forma no vas a llegar a
ningún lado —me dice con dureza—. Enfócate en buscar lo
que te conviene y apartar sin consideración lo que no. Esa
es la clave de la vida. Prometimos que saldríamos de la
pobreza a como diera lugar, y atando nuestro corazón a
cualquiera no lo vamos a conseguir. Hay que apuntar alto,
Emily, por eso yo ahora dirijo la vista hacia Lacrontte.
Escuchar el nombre del reino enemigo me causa
escalofríos después de conocer en carne propia sus leyes
estrictas y su descomunal odio a los extranjeros. Es el peor
lugar para vivir si se quiere ser libre y tener paz, algo que le
hago saber.
—Si me vuelvo alguien importante allá, ellos tendrán que
respetarme, quizás como a una noble o a la mismísima
reina. El único objetivo es llegar arriba, Mily, sin importar
cómo. Y eso es lo que te recomiendo. Si Stefan no es lo que
debe ser, entonces toma algo de su dinero y vete a buscar
la cima. —Me apunta como si fuera una advertencia—.
Ahora necesito que te prepares para esta noche —se
levanta de la banca—, porque quiero ir a una fiesta contigo.
Hace mucho tiempo que no salimos juntas y lo merecemos,
¿no crees? Además, ya se acerca tu cumpleaños y no quiero
que estemos distanciadas porque pienso darte el regalo
más bonito del mundo.
Acepto ir con ella porque la Rose de esa última línea es la
que conozco. La protectora que se quedó a dormir toda una
semana conmigo cuando perdí mi primer diente y tenía
miedo de que no me quedara ninguno; la que me ayudó a
plantar la mayoría de las flores que ahora hay en mi jardín;
la que me explicaba siempre matemáticas porque es mucho
mejor con los números que yo; la que se peleó con medio
salón cuando éramos niñas por defenderme de las tontas
burlas que hacían sobre papá, quien para ese momento aún
iba de casa en casa con sus perfumes, pero no conseguía
vender ninguno, y la que se deshizo de algunas de sus
cosas en el mercado para ayudarme a recolectar dinero.

***

Rose pasará por mí a las siete, así que lo primero que hago
al volver a casa es pedirle permiso directamente a mamá,
quien me confiesa que papá estos últimos días no ha estado
demasiado de acuerdo con mi amistad con Rose. Escuchar
aquello me sienta fatal y se lo hago saber, le recuerdo que
ella la conoce y sabe que no es una mala persona. Es mi
amiga de la infancia. Al final me permite ir, pero no sin
antes darme una clara advertencia.
—No permitas que te influencie para hacer algo que tú
no quieras o que nosotros juzguemos como indebido. Y no
tomes… Bueno, quizás una o dos copas, porque si te
excedes vas a terminar castigada. O, ¿sabes qué? Mejor no
te compraré las glicinas que pediste para el jardín —dice
mientras arregla las colchas—. Aunque puede que te
compre una, pero solo una y eso no se vería tan bonito. De
ti depende que tengas más.
—Descuida, regresaré aún más sobria que recién
levantada en la mañana.
Corro hasta mi habitación para cambiarme y me visto
rápido con un infalible vestido de flores. Me recojo el cabello
en un moño bajo y me perfumo detrás de las orejas. Cuando
llego abajo, Liz y Mia están en la sala, pero es a mi hermana
mayor a quien le interesa saber a dónde voy.
—¿Saldrás con esa niña Russo? Veo que ahora tienes
amigos nobles.
—¿Te da envidia? —le pregunta Mia, pues incluso ella ha
notado su tono ácido, mientras hace tareas.
—Por supuesto que no. —Intenta disimular su actitud—.
Es sencillamente una observación. Haz silencio y sigue
escribiendo.
En ese momento tocan la puerta y, cuando la abro, veo
que es Rose, vestida con un traje blanco bellísimo, que brilla
gracias a la pedrería que lo decora.
—No creí que la fiesta fuera tan elegante —comento y
miro mi propio vestido, preguntándome si cumplo con su
expectativa.
—Estás perfecta. Soy yo la que debe resaltar,
¿entiendes? Para llamar la atención de Cedric.
—¿Cedric? ¿La fiesta es en casa de Cedric? —Me
desanimo de inmediato, mientras cierro la puerta, y ella
asiente—. ¿Por qué sigues empeñada con él si lo que
quieres es dinero para huir de aquí?
—Porque me gusta en serio. Y quiero pasar todos los días
que me resten en Palkareth a su lado. Estoy segura de que
cuando parta de aquí no volveré a verlo. Cedric me hace
sentir como a una joven cualquiera. Con él me olvido de que
soy la meretriz del rey, mi rabia por la sociedad se esfuma y
mis problemas desaparecen.
—Eso suena a que lo quieres.
—No, es un capricho y nada más. Uno que tengo muy
controlado. Es un alivio, no una necesidad. Así que vamos,
que esta noche nos divertiremos.
Caminamos hasta la mansión de los Maloney, donde nos
topamos con una fila de carruajes. Y a pesar de la cantidad
es curioso que no se escuche música. Cuando ingresamos a
la sala, nos damos cuenta de que todo está muy tranquilo
para ser una celebración. No hay decoración, ni comida, ni
luces ni nadie por aquí, solo un perchero con muchos
abrigos que dan cuenta de la presencia de un gentío y el
sonido de la brisa que se filtra por las ventanas y mueve las
cortinas.
—¿Acaso ya se acabó la fiesta o cambiaron la fecha? —
inquiero mientras caminamos por la sala completamente
vacía. ¿Dónde están todas las personas que vinieron en los
carruajes que hay afuera?
Rose se encoge de hombros y seguimos avanzando por
la casa. Definitivamente hay un evento, solo que no lo
hemos encontrado. Recorremos varias estancias sin éxito y
estamos a punto de desistir cuando escuchamos una serie
de aplausos que provienen del patio de la mansión, así que
vamos hacia allá. El lugar está iluminado por al menos una
docena de lámparas que caen elegantes desde la parte alta
de la arboleda que rodea el lugar. El viento que acompaña la
noche golpea con suavidad la iluminación, haciendo que
visos de luz destellen muy por encima de las personas que
se encuentran sentadas en sillas blancas y que miran hacia
donde hay un invernadero de cristal. Afuera de él está la
señora Fevia Maloney, quien se dirige a sus invitados.
—Es uno de los días más felices de mi vida, pero no me
corresponde a mí tener la palabra, sino a mi queridísimo hijo
—dice, señalando a Cedric, quien está tomado de la mano
con Phetia y sonríe por el discurso de su madre.
Un mesero se aproxima a nosotras y Rose toma un par
de copas que se bebe de un tirón. Cuando la reprendo con
la mirada, se justifica bajo la excusa de que necesita tomar
valor para descubrir qué es lo que pasa aquí.
Maloney lleva al centro a Phetia, quien mira hacia atrás
nerviosa, justo al sitio donde están sus padres. Su novio se
ubica frente a ella, se arrodilla sin dejar de mirarla a los ojos
y saca una cajita de su bolsillo bajo las exclamaciones de
asombro de los invitados. ¡No puede ser!
—Phetia, amor —dice al abrir la caja—, desde que nos
conocimos esa maravillosa tarde de abril te convertiste en
todo mi universo. Eres y serás la única mujer que me hace
sonreír, rabiar y emocionarme. Tienes todo mi corazón y en
él estará grabado tu rostro hasta que sea viejo y muera. Por
eso, esta noche quiero saber si tu corazón también puede
ser mío y confesarte que me harías el hombre más feliz de
todo Mishnock si aceptaras ser mi esposa. ¿Te casarías
conmigo?
De inmediato me giro para ver a Rose, que ha palidecido
al escuchar la propuesta. Tiene los ojos muy abiertos y se le
escapa un jadeo. Aun así, se recupera rápido y muestra un
semblante decidido.
—¡No es posible que esto sea cierto! —exclama, enojada,
caminando entre la gente.
—¿Qué vas a hacer? —Voy tras ella y le agarro la mano,
pero se zafa sin problemas y llega veloz al centro.
—Espero que estés bromeando. ¡Más te vale que así sea,
Cedric Maloney! —grita.
Primero todo es confusión, hasta que la ira se apodera de
los Maloney. Sin embargo, es la madre quien camina hacia
ella para sacarla de escena.
—¡¿Cómo te atreves a venir aquí después de enviar a
prisión a mi hijo?! —le reclama, sujetándola del brazo—.
Señor Tielsong, usted es el jefe de la Guardia Civil,
encarcélela. —Se gira a buscar al padre de Phetia.
—Él no puede hacerme nada y usted tampoco —escupe
Rose antes de soltarse con brío—. Tengo más poder que
todos los que están aquí.
—¿Por qué siempre quieres llamar la atención? —Phetia
discute, iracunda—. ¡Esta es mi noche, mi novio, mi familia!
¿No te cansas de querer arruinarlo todo?
—Esto no es contigo, así que cierra la boca.
La respiración se me atora en la garganta mientras
presencio la discusión. Sé que debo convencer a Rose de
marcharnos, pero es tanta la tensión que no sé cómo
intervenir sin agravar la pelea.
—Me ha pedido que me case con él, así que más te vale
que superes la obsesión que tienes con mi novio —dice y
toma de la mano a Cedric.
—¿Tuyo? —se burla—. Está lejos de ser exclusivamente
de alguien.
Esto es patético. Completamente patético. Cedric no vale
ni medio triten. Ambas deberían dejarlo de una vez.
—Señorita, retírese. —Daniel surge del público—. Ya se lo
han pedido por las buenas, no me obligue a usar la fuerza.
—Camina, Cedric, debemos hablar. Es mi última
advertencia —dice Rose, ignorando a Daniel.
—¡Estás loca! ¡Muy mal de la cabeza! Déjame en paz, no
tengo nada que hablar contigo. Mi vida está aquí, con
Phetia.
—Estoy embarazada y es tuyo —suelta de repente.
El asombro, incluyendo el mío, se expande con
velocidad, igual que los murmullos, los gestos de
indignación y las miradas llenas de juicios. No, Rose no
puede estar embarazada. Me lo habría dicho, ¿no? Somos
amigas. Es mentira, debe haberlo inventado. Si estuviera
embarazada, no se habría tomado las dos copas que se
bebió hace un momento.
—Dime que no es cierto. ¡Maldita sea, Cedric, no pudiste
caer tan bajo! —le reclama su madre, iracunda—. Es una
meretriz, una cualquiera.
El jadeo es colectivo. Algunos se levantan de sus puestos
mientras otros se tapan la boca con la mano, asombrados.
Las mujeres abren sus abanicos de mano para ocultar el
rostro mientras murmuran y los hombres miran al jefe
Tielsong, no sé si buscando su reacción a la escena o
esperando que imponga su ley y nos saque de aquí. No lo
hace. Para él, Rose es intocable.
—¡¿Te acostaste con ella?! —grita Phetia, empujándolo
con lágrimas en los ojos.
—Claro que no —miente, pero es incapaz de sostenerle la
mirada—. Sabes cuán obsesionada está conmigo.
—¡Deja de fingir de una maldita vez! Hasta tu madre nos
encontró. ¿Creíste que era célibe? —le pregunta a Phetia—.
Por favor, no seas ingenua. Tiene más experiencia de la que
tendrás en toda tu vida. Estoy esperando un hijo suyo y, a
menos que quieras ser madrastra, es mejor que no te cases
con él.
Cedric toma del brazo a mi amiga y la arrastra dentro de
la casa. Yo los sigo como puedo escaleras arriba, pendiente
de que no le haga daño. Si algo llega a pasar, quiero que
Rose me tenga como testigo. Los dos discuten a gritos y
Cedric insiste en que nos larguemos de su casa.
—¿Y nuestro bebé? ¿Tampoco tiene derecho? —continúa
ella con lo que estoy segura de que es una mentira—.
Debes responder por él.
—¡Deja de decir estupideces! ¿Crees que soy tan
descuidado como para embarazar a una mujer como tú?
Siempre he sido precavido y lo sabes. Mejor pregúntales a
todos los hombres con los que te acuestas y busca entre
ellos al padre, ¡yo nunca me rebajaría a tener un hijo
contigo!
—¡Eres un maldito idiota! ¡Una escoria completa! —Le
apunta al pecho con el índice, iracunda.
—¿Por qué habría de creerte? Eres una meretriz. Después
de salir de mi cama pudiste haberte acostado con diez
sujetos más.
—¿Cómo puedes hablarle así? —intervengo, asqueada
por su actitud—. Ten un poco de respeto.
—Seremos padres te guste o no, Cedric Maloney —dice
Rose con una calma fría.
De repente Cedric levanta la mano para golpearla y temo
por Rose, así que, sin pensarlo mucho, voy hasta él y le
empujo el brazo. El hombre trastabilla, pero no se cae. El
rostro se le transforma por el enojo y, antes de que pueda
reaccionar, me propina un puñetazo en la cara que me
envía al suelo. La escena se desenfoca por un momento y
luego una punzada horrible de dolor me atraviesa la cabeza.
—¡Eres un salvaje! ¿Cómo te atreves a pegarle? —Rose le
reclama mientras yo intento recuperar mis sentidos—. A
Emily no la tocas, idiota. Te voy a matar, lo juro.
Me toco la nariz y noto los dedos llenos de sangre.
Empiezo a respirar más fuerte, aunque eso solo me genera
más dolor. Me limpio la mano en el vestido, pero pronto
siento cómo me sale mucha más sangre de la nariz.
—¡Quedas suspendido indefinidamente y sin paga! —El
grito llega desde la derecha. Es Daniel. El alivio me invade
al ver que interfiere en esta bochornosa escena y me
satisface escuchar los reclamos de Cedric al recibir su
castigo.
—¡¿Qué?! No me puede hacer esto, general. Ella me
atacó primero.
—No discrepe, Maloney. Es mejor que sea de esta forma
y no que lo suspenda definitivamente. Le aviso que se lo
contaré a Stefan.
—¿Qué tiene que ver el príncipe en esto? —inquiere,
ofuscado.
—Emily es su novia —declara, tomándolo por sorpresa.
Cedric se sienta en las escaleras, derrotado, porque
entiende las implicaciones de todo ahora. En medio del
dolor, lo que más me enfurece es que solo al enterarse de
mi relación muestre algo de arrepentimiento, incluso de
temor. Es un estúpido. Alzo la cabeza y descubro a varias
personas en la sala. Amadea, su madre, el barón Russo,
Valentine e incluso sus hermanos menores están aquí. Me
siento tan humillada que quiero llorar. Me levanto cuando
veo a Val acercarse y la detengo antes de que pueda
hacerlo. Voy hasta la salida y, una vez afuera, me es casi
imposible reprimir las lágrimas.
—¿A dónde vas? —grita Rose mientras avanzo hacia mi
hogar—. Debemos ir al hospital.
—¡Ahora no, Rose! —la encaro, frustrada. He llegado al
límite—. No quiero hablar contigo en este momento.
Le dejo claro que solo quiero volver a mi casa y dejar
atrás todo lo que acaba de ocurrir. Mientras me muevo, el
sabor metálico de la sangre me invade la boca. Trato de
limpiarla, pero me duele tanto que decido dejarla así.
—¡Emily! —Daniel sale corriendo para alcanzarme—.
Debemos revisar el golpe. No puedes llegar en ese estado
con tus padres. Permíteme acompañarte.
—¡Ahora no, Daniel, en serio! —Las piernas me flaquean
debido a la ira. Estoy muy cansada de los problemas, los
dramas y el caos a mi alrededor—. Lo único que quiero
hacer es estar con mi familia. No quiero hospitales o
médicos. Estoy bien, lo juro. Simplemente déjenme
tranquila.
Continúo mi camino y siento cómo ambos me siguen. Al
llegar, es el general quien llama a la puerta y, para su mala
o buena suerte, mi hermana nos recibe. Ella empieza a
reclamarle y él se defiende, busca remediar el problema del
compromiso por el que Liz dejó de hablarle y le recuerda
que, en su momento, él le dio la oportunidad de explicarse
cuando supo de su boda con Percival. Entro sin dar
demasiadas explicaciones, pues solo quiero quitarme este
vestido y darme una ducha que me ayude a no sentirme tan
estúpida. El punzante dolor que me dejó el golpe de Cedric
continúa ahí, pero no es nada comparado con la furia que
me genera la situación.
—Emily, manchaste el vestido —dice Mia al verme. Le
pregunto dónde está mamá y subo a su habitación cuando
me da la respuesta.
Entro sin tocar y la encuentro en su cama, haciendo un
bordado, que deja a un lado para correr hacia mí cuando me
ve.
—¿Qué te pasó, mi niña? —Me toma el rostro con
delicadeza—. Vamos al hospital, déjame tomar mi cartera.
Me abrazo a su cintura cuando intenta moverse,
bloqueándole el paso, y entonces me permito llorar con
fuerza. Dejo que la carga de todo lo que ha sucedido estos
días y la de esta misma noche se desborden fuera de mí.
—Mamá, me siento como una idiota.
—¿Por qué, cariño? —Sus brazos me envuelven con una
calidez que apacigua el dolor.
—No lo sé. Siempre estoy metida en problemas y ya me
cansé. Siento que todo lo que hago me lleva de un lío a otro.
¿Crees que soy una tonta?
—Por supuesto que no, mi amor. Eres una jovencita noble
e inteligente. Si quieres, podemos discutir eso en el camino,
pero debemos ir en busca de un médico. Estás sangrando
mucho.
Me niego nuevamente porque la indignación me pesa
más que el dolor. Todo lo que he vivido este año con
Faustus, el rey de Lacrontte, el rey Silas, la humillación de
los Wifantere y ahora esto me han dejado en el límite. Ya no
puedo más. No quiero ir a ningún lado, solo quiero que ella
me cure e irme a la cama.
—Quizás estoy exagerando, pero poco me importa.
—Las emociones no se exageran, se sienten y nadie
tiene derecho a juzgarte ni a demeritar tu estado de ánimo,
así no lo compartan.
Mamá busca los implementos necesarios para curarme y
me limpia la herida mientras yo lleno la habitación con
quejidos. Después de eso, adormecida, pues llorar siempre
me produce sueño, vuelvo a mi alcoba, donde encuentro a
Rose sentada y jugando con las manos, nerviosa.
—Sé que dijiste que no querías hablar conmigo, pero a
mí también me humillaron esta noche y te necesito —habla
cuando entro—. Eres mi única amiga, Mily. Lamento lo que
te he hecho pasar estos últimos meses. Lamento no ser la
compañera que te mereces y cada problema en el que te he
metido. De verdad lo siento mucho.
Me siento culpable por haberle gritado. No estuvo bien,
esa no soy yo. No me gusta lastimar a los demás, y menos a
quienes amo.
—Descuida, comprendo también por lo que has pasado
—le digo con honestidad, aunque sin ánimo, para que no se
atribuya toda la culpa.
—Hay algo que quiero contarte y es urgente que lo
sepas. —Su tono es bajo, tiene los hombros caídos y la
mirada acuosa. En su rostro está marcado un miedo que
parece atormentarla y le impide hablar, como si tuviera algo
atorado en la garganta.
—¿De qué se trata? —Me siento frente a ella.
—Lo que dije en casa de Cedric es cierto. Estoy
embarazada —suelta y se me acelera el corazón.
Todo a mi alrededor desaparece mientras proceso la
noticia. El mundo se detiene y sé que en el suyo tuvo que
haber pasado lo mismo. ¿No estaba mintiendo? Pero ¿y las
copas? Conozco a Rose, estoy al tanto de sus planes para el
futuro, de lo que quiere para su vida, y no creo que un bebé
en estos momentos sea algo que ella desee.
—¿Es de Maloney? —inquiero, pese a que en el fondo sé
cuál es la respuesta. Como cortesana solo puede mantener
relaciones con un hombre y ese es el rey Silas. Rose rompe
la regla, a costa de su vida, por estar con quien considera el
hombre de su vida, así ahora se niegue a aceptarlo.
—No —dice y sacude la cabeza.
Me recuesto sin cuidado en el espaldar. Siento el peso de
aquella revelación e imagino todos los escenarios posibles.
Esto es serio. El rey nunca permitirá que esto llegue a buen
término ni que salga a la luz.
—Sé que estoy en problemas y no sé qué hacer para
solucionarlos. —Se le corta la voz, angustiada. Ya no puede
aguantar las ganas de llorar y deja que las lágrimas fluyan
por sus mejillas. A pesar de que intenta borrarlas con las
manos, salen a borbotones.
—¿A quién más se lo contaste?
—Por ahora a ti… y a la fiesta entera.
—¿Y Shelly? Ella debería saberlo. Es tu madama y seguro
sabe cómo guiarte, aconsejarte.
—Me matará.
—Ella es la persona más solidaria que conozco, Rose. No
te va a dar la espalda. Prometo acompañarte para que
hables con ella, podemos ir mañana temprano. Sabes que
cuentas conmigo para cualquier decisión que tomes. Yo
siempre estaré ahí, no lo olvides.
—Eres demasiado buena para este mundo lleno de
basura, Emily —murmura en medio del llanto que ya no
puede controlar y la abrazo, compartiendo sus penas y
olvidándome de las mías por un momento.
28

Hoy me desperté con la noticia de que Liz y Daniel se


reconciliaron anoche. Al parecer la insistencia de él dio
resultados y ahora mi hermana ha vuelto a flotar entre
nubes.
Tras tomar el desayuno, acompañé a Mia a sus tutorías,
como siempre, pero esta vez no me quedé en mis propias
clases, sino que decidí faltar y acompañar a Rose a la calle
Relheg.
—Creí que nadie nos abriría —se queja mi amiga,
adentrándose en la casona después de tocar la puerta con
insistencia por unos minutos.
—No esperes que volemos solo porque llegaste, no eres
la dueña de este lugar —le espeta la joven que nos recibe
mientras se recoge el cabello.
Rose hace caso omiso al comentario, me toma de la
mano y me guía escaleras arriba. Pasamos varias
habitaciones hasta llegar al fondo del pasillo y nos
detenemos frente a una puerta de madera oscura. Ahí toca
varias veces hasta que aparece Shelly sin nada de
maquillaje y el cabello revuelto. Es la primera vez que la veo
sin sus magníficos atuendos.
—Más te vale que sea importante —comenta, pero
entonces se fija en mí y abre mucho los ojos—. Emily, la
niña valiente, ¿qué te pasó en la cara?
—Un idiota me golpeó —respondo y por inercia me llevo
una mano a la mejilla, que sigue escociendo.
—¿Ya está en prisión o vienes a buscarme para que lo
llevemos juntas?
—Ya lo suspendieron indefinidamente.
—¡Ese no es suficiente castigo! No te conformes, ya viste
de lo que eres capaz.
—Fue el maldito de Cedric. Jamás le voy a perdonar que
la haya golpeado. Pero no desviemos la atención. —Rose
chasquea los dedos frente a su cara—. Soy yo la que
necesita ayuda.
—¿Ahora en qué problema te metiste, Alfort? —pregunta
la madama con cansancio.
—No exageres, tampoco soy una plaga. —Pasa por su
lado y entra en la alcoba—. Siéntate porque no quiero que
te desmayes con lo que te voy a decir.
—¿Crees que una noticia cualquiera me hará desfallecer?
Debes confiar más en mi resistencia, no decaigo ante nada.
Ni que estuvieras embarazada —comenta con humor, pero
su expresión se desfigura al notar nuestro silencio y la
seriedad de Rose—. No, no, no. ¿En qué momento? ¡Esto es
malo! No lo sabré yo...
—¿Piensas que no lo sé? ¿Que no estoy al tanto del
problema en el que me metí? —Rose empieza a caminar por
la habitación y juega con sus manos.
—Dime que es de Cedric —suplica Shelly con la frente
arrugada de preocupación.
—Me gustaría, pero no, no es suyo.
—¿Cómo estás tan segura? Piensa, recuerda. ¡La fecha
puede concordar! —Se aferra a cualquier posibilidad porque
sabe que la verdad es peligrosa.
—Ya lo hice. Él estuvo fuera de Palkareth un tiempo y en
esa época solo estuve con Silas.
Lo recuerdo. Me contó que Cedric se había ido a la
frontera fue el día en que llegó a casa a pedir la tarea de Liz
y discutió con ella.
—Un momento… —habla Shelly después de unos
segundos de estupor—. La pregunta más importante aquí
es: ¿quieres tenerlo?
—No. Es decir, no lo sé. Digo, no estaba en mis planes,
pero es del rey, eso debe traerme algún beneficio. —Mis
ojos se deslizan hacia mi mejor amiga, inquieta por su
pensamiento. Ese embarazo no le traerá ningún beneficio.
Silas odia a Stefan a pesar de ser el resultado de un
matrimonio legítimo, así que no quiero pensar qué haría con
un bebé ilegítimo.
—¡El único beneficio que te traerá es morir joven! —le
recrimina Shelly, movida por todo lo que también sabe de
él, por lo que el príncipe le contó—. El rey no va a estar feliz
cuando se entere de que estás embarazada, no querrá lidiar
con un bastardo. Solo hay dos opciones para ti: que te
saquemos de Mishnock mientras pasas el embarazo y tienes
a tu bebé, si es que realmente lo quieres, o sacarte de aquí
para que puedas recuperarte del procedimiento para no
tenerlo. Tú eliges.
—Quiero decírselo, Shelly —ella insiste, ignorando el
peligro en el que se encuentra.
—¿Acaso no me escuchaste? Lo conozco, Rose. He hecho
tratos con él por años y no va a estar contento con la
noticia. Desde ya tendré que pensar en una buena excusa
que lo haga comprender tu ausencia sin que se enoje.
—Nunca lo sabremos si no lo intento. Es mi decisión.
¿Cómo puede decir algo así? Mis ojos se encuentran con
los de Shelly, impactada por lo que estamos escuchando.
—Rose, creo que debes pensar por una vez en tu
bienestar y no solo en el dinero —interrumpo, alarmada por
la decisión tan irresponsable que piensa tomar—. Es
demasiado peligroso contárselo al rey, es incluso tonto.
—No puedo ocultárselo.
—Esa terquedad va a poner en peligro tu vida —persisto
—. El rey no se tomará bien esta noticia. Él… —Guardo
silencio al recordar sus tratos hacia Stefan e incluso hacia
su esposa. Es obvio que con Rose no será mejor.
—Deben entender que aquí tengo a un príncipe y, con
suerte, al futuro rey de Mishnock.
—¡Qué ingenuidad! —la madama estalla—. Creí que
después de los golpes que te ha dado la vida habrías
aprendido algo. ¿Supones que eres la primera que resulta
embarazada del rey? ¿Sabes cuántas han estado en la
misma situación? Y de todas ellas solo una tuvo al bebé,
una niña, que ahora no vive.
—¿Cómo murió? —cuestiono, pero el tono de Shelly me
ha dejado claro que no fue por causas naturales.
—Al rey nada se le escapa. A ella no la enviamos a otro
sitio, sino que la escondimos aquí los primeros meses, pero
los bebés lloran… Y por más que inventamos que se trataba
de la hija de alguien más, el rumor llegó a oídos del rey,
quien prefirió no dejar cabos sueltos y erradicar cualquier
sospecha. —Los huesos me tiemblan cuando escucho las
barbaries que comete ese hombre—. Alfort, te lo advierto,
no abras la boca. Si quieres tenerlo, que sea lejos de Silas;
todas las Temerarias te ayudaremos a criarlo, te lo prometo.
Rose respira, puede que un poco más tranquila, pero esa
paz desaparece cuando la madama pregunta quién más
sabe sobre el embarazo. Ahí el mundo se nos vuelve a caer
encima como una construcción derribada con pólvora. El
nerviosismo nos inunda al recordar lo que hizo anoche y,
titubeando, lo revela. Dice que en realidad ninguno de los
que estuvieron ahí la conoce, pero es mi deber arruinar su
paz.
—Valentine te conoce, Rose —revelo con la angustia de
una madre asustada por su hija.
—¿Y qué? ¿Acaso ella es amiga del rey? ¿Se sientan a
tomar el té y hablar de vestidos? —Sé que está pasando por
un mal momento, pero sus palabras odiosas me enojan.
—No te encuentras en una posición para ser sarcástica,
Rose —la reprende la madama.
—Valentine no, pero su padre sí —hablo con la paciencia
en pedazos—. Es un banquero y también estaba ahí. Ella
puede darle tu nombre y él comentarlo como cualquier otro
rumor.
Veo el temor asomarse en sus ojos y cómo se aferra a su
vestido, como si su mente la acusara por su acto impulsivo.
Y es que cómo no sentir miedo si es Silas quien siempre la
salva de los demás. Pero ahora es ella quien se tiene que
salvar de él.
—¡Por todos los cielos! —Shelly se levanta, ansiosa—.
Debemos hacer algo urgente para remediar esto. Emily, ve
a casa de esa niña Valentine y dile que todo fue un invento
de Rose, que no está embarazada, que solo lo dijo por rabia
—me ordena, hablando muy rápido—. Asegúrate de que esa
información le llegue a su padre de alguna manera.
Salimos de la casona con un plan en mente y nos
dirigimos hacia la casa de los Russo. La actitud de Rose ha
cambiado radicalmente desde que pisamos la calle y ahora
permanece callada y mantiene la mirada en el suelo. Cada
vez me parece más difícil saber lo que piensa mi mejor
amiga.
—¿Vas a entrar conmigo o prefieres esperar en otro sitio?
—pregunto ante su silencio.
—No vamos a ir allá. Necesito hablar con Silas —revela y
yo me quedo helada. ¿Acaso quiere que la maten?
—¡Por mis vestidos, Rose! ¿No escuchaste a Shelly? Es lo
peor que puedes hacer. —La tomo por el brazo y la obligo a
mirarme—. No es sensato lo que vas a hacer, de hecho, es
una estupidez. ¡Entiende que puedes perder la vida!
—Es lo que quiero y es mi decisión. —Creo que Rose lee
la preocupación en mi rostro porque entonces dice—: No me
hará daño, lo conozco. Por favor, ven conmigo, Emily. Te
necesito. No me abandones ahora, ¿sí?
Su mirada es suplicante, llena de duda. Necesita a
alguien que la guíe en medio de la oscuridad y me pide que
sea yo quien le tienda la mano. Intento hacerla entrar en
razón, pero insiste en que el rey jamás se ha mostrado
violento con ella y en que necesita hablar con él para saber
qué decisión tomar.
—¿Vendrás conmigo o no? —Me toma de la mano y me
regala una sonrisa triste.
—Siempre iré contigo a donde vayas.
Tengo muchísimo miedo. Después de lo que Stefan me
ha contado y de lo que he visto, no confío en el rey ni en lo
más mínimo. Esto va a acabar mal, lo presiento. Pese a ello,
es la decisión de Rose y prometí apoyarla, así que
caminamos hacia el palacio. Cuando llegamos, no entramos
por la puerta principal, la cual sigue atestada de
manifestantes, sino que rodeamos la residencia real para
ingresar por la entrada del servicio. Pasamos por la cocina,
la despensa y un corredor con los cuartos de los empleados.
Allí nos encontramos con un custodio que nos pide aguardar
mientras le notifican al rey nuestra presencia. Tras unos
minutos que se sienten como horas, el hombre vuelve y nos
guía hasta una alcoba en el piso superior.
—¿Qué hace ella aquí? —brama el rey cuando entra a la
alcoba y me ve—. Más vale que tengas una buena excusa
para traer a esta jovencita, pues no estoy interesado en
tríos con la novia de Stefan… a menos que Emily oculte un
lado lascivo que quiera liberar esta noche —pronuncia con
un tono más bajo que del asco me pone los pelos de punta.
De un momento a otro se desabrocha el chaleco de su
traje y lo lanza a sus pies. Me contraigo por un segundo,
pensando que seguirá con su camisa, pero solamente se
pasa los dedos por los ojos, frotándolos con cansancio
mientras nos exige hablar.
—Estoy embarazada —suelta Rose sin ningún tipo de
filtro.
—No estoy para bromas en este momento, Alfort —le
advierte sin siquiera mirarla.
—No estoy bromeando, Silas —le asegura, dando un paso
hacia él.
—¡No estoy para juegos, Alfort! —grita y las dos nos
sobresaltamos.
Las venas del cuello se le abultan por la ira, tiene el
rostro rojo y sus ojos lanzan tantas amenazas que sé que
nos asesinará si no le decimos que todo fue una mentira.
—Aún no me explico cómo pasó, lo juro, y yo...
—¡Ni se te ocurra volver a decirlo! —El rey se abalanza
sobre ella con violencia y la toma con fuerza del rostro. Por
instinto corro hacia la puerta antes de que me agarre con la
otra mano, pero soy muy lenta y me toma del cabello justo
cuando estoy rozando el pomo con los dedos—. ¡Vuelve a tu
maldito sitio! —me ordena, alejándome de la salida.
Rose y yo respiramos como si hubiéramos corrido
kilómetros, siento que el corazón se me sale del pecho y
tengo el estómago revuelto.
—Si nos hace algo voy a gritar —le advierto, fingiendo
valentía.
—Este es mi palacio y, por ende, se siguen mis reglas —
dice con la seguridad que le da representar el poder
absoluto—. Nadie se mueve sin que yo lo autorice y le
aseguro que nadie entrará aquí a menos que yo lo permita.
Cállese la boca si quiere salir viva.
—Solo quiero saber qué haremos con el bebé —Rose
interviene con la voz débil al ver cómo él se me acerca.
—No hay ningún bebé y jamás lo habrá, ¿entiendes? —
dirige su atención a ella—. Nos vamos a deshacer de ese
maldito estorbo, haremos como si nada hubiera sucedido y
más te vale que esto no vuelva a ocurrir.
Mi amiga se encoge ante la frialdad de las palabras del
rey Silas y su mirada cruel y oscura. Traga en seco mientras
asimila la decisión que él está tomando por ella,
acorralándola. Venir aquí es el error más grande que ha
cometido.
—Es injusto. No estás teniendo en cuenta mis deseos de
ser madre.
—¿Piensas que me interesan tus deseos? Mil veces me
repetiste que no querías serlo. ¿Crees que no sé lo que
buscas? Soy el rey de Mishnock, poderoso y rico. Cualquiera
anhelaría cargar en su vientre a un Denavritz engendrado
por mí, pero la cuestión es que tú estás muy lejos de
merecerlo. Eres la distracción de un hombre importante,
nada más. —Se ríe con cinismo.
Ni siquiera puedo digerir lo que está diciendo. Su
discurso, su pensar y sus acciones son una completa
atrocidad.
—Bien —ella vuelve a hablar y me desubica su calma—.
Esto es un error que hay que solucionar y quiero hacerlo
sola. Déjanos ir y te aseguro que no nos volverás a ver.
—¿Dejarte ir? ¡Te juro que te mataré por complicarme la
vida! —Rose está a punto de hablar, pero él no se lo permite
—. ¿Y qué pensaste que haría? ¿Que me divorciaría de mi
esposa para criar al bastardo de una cualquiera? —se burla
—. Las mujeres como tú solamente sirven para un
momento, luego se desechan.
—Le juro que me encargaré de hacerle ver al mundo la
clase de rey que es —suelto con odio en un arranque de
valor.
—Adelante, inténtalo, aunque sería una pena imaginar el
mundo sin los perfumistas Malhore, ¿no lo crees? —me
amenaza y no tengo más alternativa que callarme—. Tú —
señala a Rose— te quedarás en el palacio para que nos
podamos deshacer de ese problema hoy mismo. Y tú —me
mira— mantendrás la boca cerrada si no quieres que sea
Erick quien pague las consecuencias.
Le temo de verdad, porque sé que es capaz de cumplir
sus amenazas. Siento ira al ver cuán tontos somos en
Mishnock por creer en un soberano que solo nos usa para su
beneficio y nos saca del camino cuando ya no le servimos.
Nunca pensé que ver el poder a la cara sería tan
desagradable. No voy a dejar a Rose aquí a su merced.
Pienso quedarme si es necesario, pues no la desampararé, y
levanto la voz para hacérselo saber. El rey vuelve a
amenazarme, pero se queda en silencio cuando oye que
unos pasos se acercan violentamente a la puerta.
—Alteza, lo mejor es que no se acerque. —Oigo que
dicen desde afuera y siento como si estuviera viviendo un
milagro.
—¡Stefan! —grito tan fuerte como puedo, sin
contenerme, haciendo que el rey me lance un manotazo a la
cara, como un trueno inesperado que avisa el inicio de la
lluvia. Un sabor metálico me inunda la boca y entonces sé
que estoy sangrando.
—¡Abre la maldita puerta, Silas! —Stefan golpea la
madera con tanta fuerza que provoca que el marco tiemble
—. ¡Ábrela ahora mismo!
—¡Lárgate en este instante! —ordena de vuelta el rey—.
¡Esto no es asunto tuyo!
—Te juro que si no sales ahora mismo abriré las bóvedas
y dejaré que el pueblo entre a robarse el oro que nos queda.
No es una advertencia, es una amenaza. —Nunca había
escuchado al príncipe hablar con tanta ira.
—No te atrevas o te juro que aquí mismo asesino a tu
novia —lo amenaza a voces—. Esto no te interesa, Stefan.
Ya te explicará Emily lo que hacíamos cuando terminemos.
¡¿Qué está diciendo?! ¿Intenta hacerle creer que estoy
con él? Es una basura. No concibo cómo Rose puede
soportarlo. Ella, agarrada aún por el cuello, me mira,
rogándome que haga algo. ¿Qué podría hacer? Antes de
siquiera poder acercarme, el rey me daría otro golpe.
—¿Piensas que voy a dudar de Emily? ¿Tan estúpido me
consideras? Solo déjala ir.
Busco en la habitación algo que pueda ayudarme, pero
no veo nada tan contundente como para derribarlo. El rey
Silas es corpulento y un simple golpe no hará nada contra
él. Un paso en falso y solo haré estallar más su enojo. No
puedo arriesgarme a que le haga daño a Rose o a mi
familia.
—No puedo. Ella abrirá la boca. Mi imagen ante el pueblo
está por los suelos, no necesito otro escándalo o nos harán
un golpe de estado. Perderemos los dos, Stefan. —Soy
capaz de oír el miedo en la voz del rey, la desesperación
que le causa la posibilidad de perder el poder.
—Buscaremos una solución a lo que sea que hayas
hecho, tal como ha sido siempre. Solo explícame qué
sucede —intenta convencerlo. El problema es que su padre
lo ignora, por lo que no me queda más opción que
intervenir.
—¡Es Rose! —grito para darle una pista a Stefan, lo que
hace que el rey me propine otro golpe en la cara. Los
pómulos me palpitan, al igual que la nariz, que me vuelve a
sangrar. Me duele la cabeza como nunca y el grito agudo de
Rose podría partirme el cráneo en dos.
Stefan se desespera al otro lado y pide a los guardias
que lo ayuden a derribar la puerta, pero es inútil, al parecer
nadie quiere desobedecer al rey.
—Asumiré la culpa —propone Stefan de repente—. Diré
que hice lo que sea que hayas hecho y recibiré el castigo.
Piénsalo, podrás vender la imagen de un soberano justo que
condena a su hijo porque es lo correcto. —Cada una de sus
palabras está cargada de impaciencia y miedo. Por
experiencia sabe lo que el rey nos ha hecho a Rose y a mí—.
Te doy mi palabra. Por mi honor, Silas. La única condición es
que dejes salir a Emily.
—Siempre tan endeble —se ríe de su propio hijo—. Una
total vergüenza para el apellido Denavritz.
—No me iré sin Rose. Lo siento, Stefan. —Las lágrimas
amenazan con deslizarse por mis mejillas. Es imposible que
deje a mi amiga en las manos de un monstruo.
—Escúchame, cielo. No me puedes pedir que te deje ahí,
quiero protegerte —intenta mediar, pero no lo escucho—.
Silas, déjame entrar. Buscaremos una solución y te juro que
voy desarmado.
El rey, sopesando sus posibilidades, se dirige a la entrada
sin soltar a mi amiga y abre la puerta. Stefan entra y, para
mi desgracia, decía la verdad. No tiene ningún arma
consigo. En cuanto me ve, corre hacia donde me encuentro,
revisa mi herida y la limpia con un pañuelo que saca de su
bolsillo. Su padre le cuenta la verdad, como si en el fondo
estuviera desesperado por decirla y rogara que su hijo le
lanzara un salvavidas.
—¿Embarazada? —la incredulidad en la voz de Stefan
hasta parece palpable.
Se pasa las manos por el cabello y el rostro, e incluso se
frota los ojos mientras se recuesta contra la pared, como si
fuera a derrumbarse en cualquier momento. Esto debe ser
muy difícil para él. Su padre ha embarazado a otra mujer y
esa chica es la mejor amiga de su novia. En su mirada veo
la decepción, el dolor y la frustración. Tantas cosas
mezcladas que le agitan la respiración mientras se esfuerza
por no perder el control. Luego dirige su atención al rey,
como si quisiera reclamarle, pero las palabras no le salen,
solo se muerde el labio inferior, herido, no solo por él, sino
por su madre.
—¡Dame una maldita solución! —le grita su padre—. Para
eso te permití entrar, no para que auxilies a tu plebeya.
—Debes irte de Palkareth, así no podrán acusarte de
nada si alguien llega a abrir la boca. —Por fin encuentra la
voz—. La culpa será mía y la asumiré como siempre lo he
hecho. No tienes nada que perder. Ve a Cristeners. Anuncia
hoy el plan de educación gratuita e informa que viajarás
para que los Wifantere respalden el proyecto. Eso justificará
tu partida.
—Aún no confío del todo en los Wifantere. Traicionaron a
su futuro yerno y no dudo que harían lo mismo conmigo.
Además, si me voy de aquí, no te encargarás de nada. Te
conozco. La plebeya te llevará a la cama y te convencerá de
no asesinar a la meretriz.
—No pienso asesinar a Rose. Solo nos desharemos del
feto —aclara Stefan, como si se tratara de un problema de
rutina, sin el más mínimo tacto. Se acerca aún más a mí,
esperando la furia de su padre, preparado para protegerme
a toda costa.
En ese momento no puedo evitar mirar a Rose, quien ha
permanecido callada, escuchando la crudeza que sale de la
boca del rey, como si no diera crédito o intentara aceptar lo
que le espera. Esta situación me hace doler el pecho como
si martillearan mi corazón, no por mí, sino por ella y por lo
mal que la está pasando.
—¿No entiendes? La quiero muerta. En algún punto
abrirá la boca y todo se vendrá abajo.
La fortaleza de mi amiga flaquea y comienza a decir que
se irá de Mishnock hoy mismo, algo que no convence a su
verdugo. Shelly nos lo advirtió y no le hicimos caso. Ahora
no solo estamos metidas en un lío, sino que también
involucramos a Stefan. El príncipe asiente y me mira por
milésimas de segundos, como si quisiera darme a entender
que todo estará bien, pero que tiene que ceder ante su
padre por el momento.
—De acuerdo. Me encargaré de ella.
Rose jadea, horrorizada, al no conocer aquel mensaje
silencioso de Stefan. Llora y suplica por su vida, ahogada en
la angustia que le produce la muerte. Se me funde el
corazón en el pecho mientras el llanto le moja el rostro. A mí
solo me queda rogar que cualquiera que sea el plan de
Stefan funcione o yo misma me ofreceré a ayudar al rey de
Lacrontte a asesinar a quien, por azares del destino, es mi
suegro.
El rey lo piensa y, con un gesto de asco, suelta por fin a
mi amiga. Ella corre a refugiarse a mi lado. La abrazo y con
una mano sigo sosteniendo el pañuelo que Stefan me dio
para detener el sangrado de mi labio y mi nariz.
—Pondré a alguien a que te supervise porque no me fío
de ti. Traeré a tus tíos Pantresh. Ellos te vigilarán y me
reportarán si has hecho bien o no tu trabajo —le advierte,
señalándolo con el índice—. Además, tendrás que enviarme
la prueba para que yo me cerciore también de que todo
está resuelto.
—Acepto. Escríbeles hoy mismo para que vengan lo
antes posible y, con respecto a la evidencia, te prometo que
la tendrás. Ahora, por favor, ve a la ciudad de Adnerb en
Cristeners.
Rose vuelve a gritar, temerosa, y yo con ella. El miedo no
la deja hablar sin importar lo mucho que se esfuerza por
decir algo. Parece como si le hubieran robado la voz. Las
lágrimas caen mientras finjo, pues, aunque estoy segura de
que Stefan no lo hará, su padre debe creer que sí.
—Ya te dije que no viajaré allá. Me iré al lugar de
siempre. —De repente, como si estuviera harto de la
situación, el rey se pasa las manos por el pelo adornado con
algunas canas—. Me llevaré también a tu madre para que
no sospeche si ve a su hermano. Más te vale, Stefan, que
esta mujer no exista cuando regrese. Si lo arruinas, será tu
fin.
Después de los estallidos, los ojos del monarca lucen
agotados. Parece que un peso ha descendido sobre sus
hombros y ya no se muestra erguido como cuando se dirige
al pueblo desde el balcón real. Este hombre tiene una gran
debilidad, aparte de las ansias de poder, y es su imagen.
Hará cualquier cosa por mantenerla limpia, por siempre
darse a conocer como el mejor gobernante que ha tenido
Mishnock. La más falsa de las mentiras.
—Ella se queda aquí. —Señala a Rose—. No podemos
permitir que escape.
—No, ella se quedará en mi casa y pueden asignarnos
guardias si quieren, pero no la dejaré —la defiendo.
—No compliquemos más las cosas. —El príncipe me
apoya—. Las enviaré con dos guardias y no tendrán manera
de fugarse. Ahora es momento de que te prepares para el
discurso, no hay tiempo que perder.
Él acepta, pero no sin antes mirarnos con un odio que
jamás había visto en nadie, ni siquiera en los ojos verdes del
rey Magnus. ¿Cómo lograremos engañarlo? Es cuestión de
tiempo para que se arrepienta, traicione a Stefan y venga
por las dos. Debemos actuar rápido o no viviremos lo
suficiente como para revelar su verdadera cara ante el
mundo entero. No me queda ninguna duda: debemos hacer
que caiga. Es ahora o nunca.
29

Han pasado días y las cosas no han cambiado mucho.


Cuando volvimos esa noche del palacio, todo se complicó.
Papá se puso iracundo al ver los golpes en mi rostro y no me
creyó cuando le dije que me caí por las escaleras de la casa
real, por lo que tuve que confesarle la verdad. Estuvo a
punto de ir a reclamarle al rey, así que mamá y yo nos
vimos obligadas a detenerlo y hacerle entender lo mala idea
que era.
El rey ya ha partido a su viaje y Stefan no se ha
comunicado mucho conmigo, a excepción del día en que
envió una nota que decía: «Déjalo en mis manos». Solo eso.
Rose ha estado en mi casa todo este tiempo, después de
contarle las verdaderas intenciones del príncipe, y a la
espera de su estrategia de huida. Cesaron las
manifestaciones y Liz aceptó la propuesta de compromiso
de Daniel ayer en una cena privada.
Hoy es mi cumpleaños. Oficialmente tengo diecinueve
años, pero no estoy de ánimo para celebrarlo después de lo
que ha pasado. Aunque, claro, siempre existirá una persona
con la energía que a mí me falta y en este caso es Mia.
—¡Feliz cumpleaños, espantapájaros! —me dice,
subiéndose a la cama que ahora comparto con Rose—. Te
aviso que mamá y papá están en un desayuno con los
Peterson para hablar sobre la boda. Liz les dijo que era
urgente, pero yo me quedé para felicitarte.
El corazón se me arruga como el lino a pesar de que
trato de restarle importancia. Quizás está demasiado
emocionada por presentarlos y planear los detalles, quizás
es mera casualidad el que haya elegido justo este día.
—¡Es cierto! —Mi amiga se termina de despertar,
sorprendida—. Hoy es diez de septiembre. Emily, cuánto lo
siento. Soy la peor amiga del mundo, ¿verdad? Lo he
olvidado por completo. Prometo que el próximo año, cuando
sea libre y reina de Lacrontte, lo pasaremos increíble.
—¿Te vas a casar con el rey Magnus? —le pregunta mi
hermana y ella asiente—. En clase dijeron que él era diez
veces más rico que los Denavritz. Mily, deberías terminar
con el príncipe e ir por el rey de Lacrontte para acabar la
guerra. Acuérdate.
¿Cuándo se le va a quitar esa idea de la cabeza?
Sale de la habitación y minutos después vuelve con un
puñado de margaritas que me extiende y que reconozco de
inmediato: son de mi jardín.
—Por cierto, la señorita Eloise me reprobó en Historia,
¿puedes decirle a Stefan que intervenga y le pida que me
apruebe?
—Claro que no. —Salgo de las cobijas.
—Sabía que no me ibas a ayudar, así que ya le pedí el
favor yo misma —comenta y me lanza una gran sonrisa
inocente—. Ay, ¿no te dije que está en la sala esperando por
ti? Hay unos guardias con él y están cargando unas cajas.
Creo que te trajo muchos obsequios.
¡Por Bartolomeo Mishnock! Tengo el cabello revuelto,
pues en las mañanas parece que hubiera sido agitado por
las brisas del desierto. Salgo apresurada de la habitación y
me aseo lo más rápido que puedo. Aún no tengo la
confianza suficiente con Stefan como para verlo recién
despertada sin vergüenza alguna. Tras unos minutos bajo a
la primera planta y lo encuentro de pie en medio del salón,
tan gentil y elegante como siempre. Su mirada se pasea por
mi rostro mientras sonríe como si no estuviéramos pasando
por una grave situación.
—Feliz cumpleaños, cielo —es lo primero que dice
cuando entro a la sala.
Aún me parece irreal que el príncipe visite mi casa como
si fuera una zona más del palacio.
—Gracias —le respondo, desconcertada por su
tranquilidad—. ¿Tienes alguna novedad?
—Antes de hablar sobre ese asunto, permíteme hacer lo
que se espera de un novio en un día como hoy.
Me entrega una caja de terciopelo blanco que contiene
una pulsera de plata decorada con pequeños diamantes
circulares. Se apresura a sacarla para ponérmela en la
muñeca. Esto es increíble. No hubiera imaginado ni en mi
mejor sueño que una pieza como esta sería parte de mi
joyero. Y, más aun, que serían regalos del príncipe, quien se
toma la molestia de hacerlos sin importar que la corona esté
en quiebra.
—Y antes de que se te ocurra refutar y decir que no la
aceptarás, es mi deber aclararte que no hay razón para
rechazar una banal pieza cuando tú me has dado mucho
más.
—¿Cómo puedes ser romántico en medio de la situación
en la que nos encontramos? —le pregunto, tentada a
perderme en sus ojos, pero aferrándome a la realidad.
—Deja eso de lado por un instante. Quiero celebrar tu
vida, Emily.
Toma mi mano y le da un beso en el dorso, como lo hacía
al principio, antes de que todo se formalizara entre
nosotros. Luego me jala suave del brazo para llevarme
hasta él y darme un beso, uno que me llena de energía, que
me ilumina como el alba a los campos. Solo Stefan tiene la
habilidad de ordenarme la cabeza y borrarme el miedo con
muestras de afecto.
—Te quiero muchísimo, Emily. Como lo hice ayer y ten
por seguro que como lo haré mañana.
Sonrío, cautivada por el azul de sus ojos que tanto me
tranquiliza.
—Lamento no poder corresponderle, pues mi atención la
tiene un príncipe al que lo apasiona sacar personas de
prisión y al que le debo un té.
—Qué hombre más afortunado —ríe, siguiéndome el
juego—. ¿No hay manera de que puedan hacerla dudar de
ese cariño?
—No existe persona en la Tierra que haga tambalear mis
afectos hacia él.
Baja la cabeza mientras niega, satisfecho por la
declaración. Me encanta verlo feliz y saber que el gesto en
sus labios lleva mi nombre.
—Vales más que todo este reino, lo juro —dice cuando
me devuelve la mirada—. Y pienso invertir cada uno de mis
días demostrándolo. Por ello te he traído otro obsequio. —
Tras esas palabras, uno de los guardias se acerca y me
entrega una caja de rayas grises y listón rojo—. Es para esta
noche.
—¿Esta noche?
—Es lo segundo que quería comentarte. Mis tíos ya
llegaron y los he mantenido a raya mientras buscaba una
solución para el problema de tu amiga. Tenemos una
ventaja a nuestro favor y es que mis tíos no conocen a Rose.
Solo saben de ella por las características físicas que Silas les
mencionó en la misiva, pero cualquier chica que cumpla con
esos requisitos podría ser ella.
—¿Buscarás a alguien para que se haga pasar por Rose?
—inquiero al deducir sus intenciones —. Un momento, eso
quiere decir que esa mujer va a morir.
—Lamentablemente esta es una situación de unos por
otros, cielo. Silas me pidió evidencias y estoy seguro de que
mi tío querrá confirmar que el cuerpo que enviemos sí
corresponde a la mujer que vio en el calabozo del palacio. —
Toda esta situación me lleva de vuelta a Lacrontte, cuando
el rey Magnus pregonó su lema de sacrificar a otros para
salvarse a sí mismo—. No te aflijas —me dice con dulzura
cuando ve la expresión de horror en mi rostro—. Busqué a
alguien con un malestar grave, terminal, y le prometimos
que su familia sería remunerada generosamente por su
sacrificio y su voto de silencio. Ya está en el palacio, por eso
he venido para llevarme a tu amiga, para poder hacer el
cambio.
—No lo entiendo. Si ya tienes a alguien, ¿para qué
necesitas a Rose?
—Es por los guardias que custodian esta casa, cielo. Si
jamás me llevo a la joven como prisionera, ellos le dirán a
Silas que nunca la saqué de aquí y así sabrá que la persona
a la que vieron mis tíos era otra. La necesito para erradicar
cualquier sospecha y que el plan funcione —me dice con
calma.
—Júrame que no le harás nada, Stefan. Voy a confiar en ti
—le suplico, mirándolo a los ojos.
—Me ofendería que no lo hicieras. Estoy cumpliendo la
promesa que te hice y me estoy arriesgando por ti. Le juré a
mi padre acabar con lo que él denomina su problema a
cambio de que te dejara en paz a ti. —La voz se le corta al
final y toma un poco de aire antes de continuar—. Si no lo
hago, la próxima víctima serás tú y eso no lo puedo permitir.
Se me hiela la sangre y una sensación real de peligro cae
sobre mí.
—Lo sabía —murmuro—. Ese hombre va a matarnos a las
dos.
—No lo hará, te lo prometo. Sacaremos a Rose cuanto
antes, pero para eso debo llevármela. —Las dudas me
invaden, no porque no confíe en Stefan, sino porque me
aterra pensar que esto pueda salírsele de las manos, que el
rey regrese y acabe con ella. Nunca me lo perdonaría—.
Emily, jamás haría algo que te lastimara, porque te quiero. Y
no permitiré que nadie dañe a tu amiga. Debemos
marcharnos lo antes posible, recuerda que solo tenemos
una oportunidad para que esto salga bien. Atelmoff y el
barón Russo fueron quienes consiguieron a la joven que
reemplazará a Rose. Fue una búsqueda de días enteros,
pues no solo queríamos que tuviera rasgos similares, sino
también la voluntad de morir.
—¿Cómo se llama? No, mejor no me lo digas. —Me
arrepiento de inmediato—. Pensaría en ella a diario. Espera,
¿qué pasará cuando llegue tu padre? Notará que no es
Rose.
—Esto me pone incómodo. La muerte me aterra —
confiesa y se pasa las manos por el cuello, angustiado—.
Tendremos que enviar la cabeza, con eso será suficiente.
Como el trayecto hasta donde se encuentra Silas es de
aproximadamente una semana, los restos no estarán tan
descompuestos como para que sean irreconocibles, así que
tendremos que manipular el cadáver. Antes de partir le
rociaremos ácido, ácido fluorhídrico para ser exactos. No
demasiado, solo lo suficiente para que la corroa de tal
manera que no la pueda distinguir.
—¿Me juras que esa joven sí tiene una enfermedad
terminal? —Tengo el estómago revuelto.
—Sufre del corazón. No han podido encontrar una cura
para su mal y los expertos aseguran que en cualquier
momento se detendrá. También tiene escrófula y gota. Es
una beguina que quiso dar su vida para salvar a alguien
más.
—¿Qué es una beguina? —He oído esta palabra antes.
—El barón Russo las conoció en uno de sus viajes de
negocios. Las beguinas son una comunidad de mujeres cuya
fe está en Dios, pero que decidieron apartarse de la iglesia,
pues están en contra de sus imposiciones y jerarquías.
Hacen trabajos comunitarios, educan a niños de los niveles
inferiores, brindan cuidado a enfermos, pobres, reos y
demás. Los suyos creen que en su labor se contagió de
escrófula. Y, bueno, la enfermedad del corazón es algo por
lo que todavía le preguntan a su Señor. —Stefan se
estremece, como si estuviera imaginándose en carne propia
esas enfermedades—. No soporta sus dolencias y decidió
que este sería su último acto de servicio a los demás, por
eso el dinero será destinado a quienes ella considera su
familia: las beguinas con las que convivía.
—Comprendo —susurro, procesando la información—.
Enton-ces… que así sea.
—Ya autorizas como toda una mujer de la realeza. —Una
expresión de orgullo se instala en su rostro al escucharme—.
Tengo que llevarme a Rose porque la estrategia empezará
en medio de tu cena de cumpleaños.
—¿De qué cena hablas? —Miro a Stefan a los ojos y noto
cómo se arrepiente por haber dicho eso.
—De una que debía ser una sorpresa —se lamenta—.
Hace un tiempo le conté a mi madre que pronto sería tu
cumpleaños y ella comenzó a planear una cena para ti. Y,
claro, ya no estará presente. Por eso hice que te
confeccionaran el vestido que hay en la caja grande, pero
no nos desviemos. Mientras estemos en el palacio te llevaré
con mis tíos al calabozo, así que haz una pequeña escena
cuando veas a la joven tras las rejas para que no les quepa
duda de que se trata de tu amiga. Mientras tanto, al otro
lado del palacio, Atelmoff estará ayudando a salir a Rose de
la casa real y de Palkareth.
—¿A dónde la enviarán?
—Estuve pensando en un lugar donde pueda estar
segura. El problema es que no tenemos muchos aliados. —
Deja caer un poco los hombros, abatido—. Cristeners estuvo
descartado desde el inicio, pues los Wifantere le revelarían
todo a Silas, así que pensé en los Griollwerd. No en los
reyes, sino en los mellizos. Le envié una carta a Angust y en
su respuesta mencionó que tiene una propiedad con su
hermana en una ciudad costera de Plate. Me juró que allí tu
amiga estaría a salvo.
—¿Y qué pasará con los reyes? Los sirvientes de la casa
les informarán qué está sucediendo en la propiedad de sus
hijos.
—Handrus y Seiona no saben de esa propiedad y los
sirvientes no tienen nada que ver con la casa real. Los
hermanos la compraron por medio de un testaferro, así que
no habrá la más mínima sospecha —me asegura Stefan y yo
asiento, entendiendo el método de encubrimiento que usan
—. Ya he hecho que Atelmoff consiga una identificación falsa
y un permiso de viaje para Rose, así que saldrá del reino
bajo otro nombre y no quedará registro de su salida.
También he ido reduciendo la seguridad del palacio
últimamente.
—¿Con qué fin?
—Para que la posibilidad de que alguien abra la boca sea
menor. Intenté alejar a todos los guardias que son cercanos
a mi padre y que no se fueron con él. Los moví a otras zonas
para evitar que descubran algo. He planeado esto con
detalle, no hay manera de que pueda salir mal. Además, tu
cena de cumpleaños será el elemento distractor perfecto. —
Stefan sonríe y me tranquilizo un poco—. Invité a todos los
que te conocen y a muchos parlamentarios, pues de esa
manera tendré una excusa para concentrar a más guardias
en el salón, dejando los pasillos despejados para que
escapar sea más fácil.
—De acuerdo, entonces voy por Rose —digo, decidida.
Este plan tiene que funcionar, de esto depende nuestra
vida.
30

Stefan se llevó a mi amiga esta tarde, pretendiendo que la


arrestaba, para conducirla al palacio como el punto de
partida del plan. Ahora me corresponde dar el siguiente
paso y por eso me estoy arreglando junto con mi familia
para asistir a la cena de cumpleaños. Mis padres regresaron,
pero Liz no ha hecho acto de presencia en todo el día, pues
se quedó con los Peterson.
El vestido que Stefan me obsequió es de un azul
absolutamente hermoso. Está hecho con flores en relieve
que comienzan en el escote en forma de corazón y bajan en
cascada por el traje. Los pliegues de la falda, ancha y
espesa, están confeccionados con metros de tela de
organza y los tirantes están cubiertos con pequeñas flores
del mismo azul.
—Luces encantadora —me halaga mamá cuando me
reúno con ellos—. Esperamos que la ausencia de Liz no te
desanime, queremos que esta noche sea inolvidable para ti.
—Ya no luces como un espantapájaros —dice mi
hermanita.
—Qué amable de tu parte, Mimi.
Mis padres me compraron las glicinas que quería como
obsequio. Sé que mi gusto por las flores puede resultar
exagerado o parecer una tontería, pero ver aquellas
enredaderas adornar el espacio que recoge la mayor parte
de mi vida me hace sentir bien de alguna manera.
Al llegar el momento, vamos hacia el palacio, donde nos
reciben con todos los honores. La entrada está repleta de
carruajes, señal de que los parlamentarios y nobles que
Stefan invitó ya se encuentran dentro. Los sirvientes nos
guían por los corredores y noto que, como lo ha planeado,
estos se encuentran inusualmente despejados de guardias.
Nos detenemos frente a dos enormes puertas blancas que
no había visto antes. Los hombres que las custodian las
abren sin mediar palabra y quedo maravillada cuando el
interior del lugar se desvela.
—¡Feliz cumpleaños, cielo! —Stefan es el primero en
aparecer frente a mí con una sonrisa de alegría genuina.
Sin haberlo visto antes, entiendo que este es el salón
azul del que tanto habló Valentine en la gala benéfica, el
que solo se usa para eventos de gran índole y que pocas
personas conocen. El salón está rodeado de unas altas
paredes de color turquesa, decoradas con tallados dorados
que suben, bajan y se cruzan como las raíces de un árbol. El
techo es una cúpula de cristal por el que la luz de la luna se
filtra, creando un panorama idílico en el interior. Además,
para terminar de robarme el aliento, todo está decorado con
árboles de cerezo, mis favoritos.
—Gracias. —Las palabras se pierden en mi garganta ante
la ilusión que me hace lo que veo, el esmero con el que ha
preparado todo—. Tuviste muy en cuenta mis gustos, ¿no?
—Sigo sorprendida y señalo las flores y mi vestido.
—Ya conocía algunos. El día del festival llevabas un
vestido azul.
—¿Aún lo recuerdas?
—Jamás olvidaría algo que tuviera que ver contigo. —Me
mira con la intensidad de una luna llena.
—¿Cómo sabías mis medidas?
—Tuve ciertos ayudantes. —Le da una mirada rápida a mi
madre, quien sonríe en respuesta—. Si me disculpan, familia
Malhore, voy a llevarme a su hija porque estoy ansioso de
que todos vean a la majestuosa novia que tengo.
—¡No puedes ir por allí diciéndome esas cosas! —lo
regaño a media que nos alejamos de mi familia y nos
perdemos entre las mesas.
—¿Qué pretendes, entonces? ¿Que niegue lo obvio? Eres
una mujer hermosa y no pienso callarlo.
Mis mejillas se levantan en una sonrisa, y aunque la
sensación de brasas cerca de mi piel aparece, no desvío la
mirada, como lo hacía las primeras veces. Creo que ya me
estoy acostumbrado a recibir sus halagos.
—Todos te miran —le digo al ver cómo la mayoría de la
sala nos sigue en nuestro recorrido.
—Claro, se preguntan qué he hecho para merecerte.
—Ya debes parar con los halagos. —Le aprieto la mano—.
Ya tengo experiencia para asumir con calma un par, pero no
nos excedamos.
—Eso sería un delito y, señorita mía, yo no soy un
criminal. Acompáñame por aquí, quiero presentarte a mis
vigilantes —susurra mientras me lleva hasta una mesa
alejada en la que están sentadas tres personas. ¿Y si no les
agrado? Los nervios me causan inquietud, como si tuviera
plumas sobre mi cuerpo, en el momento en que llegamos a
ellos—. Familia, ella es mi novia, Emily Malhore —anuncia y
les ofrezco una reverencia—. Emily, ellos son mi tía Keria, mi
tío Nicholas y mi prima Camille.
La primera tiene unos pequeños ojos de color avellana y
el cabello negro muy fino. Mira alrededor inquieta, como si
no estuviera acostumbrada a este tipo de eventos, pese a
ser la cuñada de la reina. Por su incomodidad, puedo jurar
que esta mujer no es noble de cuna. Su nariz es prominente
y la diferencia de su esposo, quien tiene rasgos finos y
pómulos marcados que resaltan la oscuridad de su iris y que
adornan una mirada orgullosa, como si tratara de sobresalir
en medio de los demás. Por otra parte, su hija heredó el
color de piel de su madre y la delgadez de su padre, y el
resultado es su aspecto delicado y juvenil.
—Es un placer conocerte, Emily. Hemos escuchado
algunas cosas de ti. —Me sonríe la mujer.
—Espero que todas sean buenas —contesto con
amabilidad.
—Nos gustaría decirlo, pero las opiniones varían y las
que acompañan tu nombre no son la excepción —habla su
esposo, tan cortante como el filo de una espada—. ¿Una
plebeya? Bastante desesperada tu elección de pareja,
Stefan.
—Tío, le suplicaré que sea prudente con sus comentarios
—interviene él, avergonzado—. Le recuerdo que es el
cumpleaños de ella.
El hombre hace un gesto antipático ante el pedido de su
sobrino, como si se hubiera molestado, aunque al final
obedece. Nada de lo que diga ese hombre va a ofenderme.
El concepto que tengo sobre mí misma no se tambalea por
los comentarios de los demás. Y no comenzaré a dudar de
mí debido al pensamiento clasista de una persona que no
aporta nada a mi vida.
La prima de Stefan, Camille, a diferencia de su padre, me
sonríe mientras me desea una buena celebración. Su madre
se mantiene al margen y el señor Nicholas, bueno… ha
comenzado a mirarme como si ahora me criticara
mentalmente. No voy a tolerar esto de un adulto que se
comporta como un niño, así que me despido bajo la excusa
de ir a saludar al resto de invitados. Recorro la estancia
llena de música y comida hasta llegar al otro lado, a una
mesa llena de personas conocidas para mí: Valentine y Willy.
Me siento con ellos sin saludar, tomo una de las copas y la
bebo con urgencia para calmar los nervios por lo que se
acerca.
—¡Feliz cumpleaños! —Oigo lo inevitable: a Valentine—.
Estuve esperando a que te desocuparas con los Pantresh
para ir a felicitarte, pero has venido tú. No tuve que
esforzarme —se ríe.
—Lamento no haberlos saludado. Tengo la cabeza llena
de pendientes y no actúo con claridad.
—No sabía que era tu cumpleaños hasta que la señorita
Russo me invitó a venir con ella —comenta Willy a su lado—.
No tuve tiempo de comprarte un obsequio, lo siento.
—No pasa nada. Gracias por asistir, eso para mí es
suficiente. Por cierto, ¿y Amadea?
—Ay, Em. No sé cómo decirte esto… —Valentine baja la
mirada y se concentra en sus uñas—. Debido a lo que pasó
en la cena de compromiso de Cedric, su madre le prohibió
juntarse contigo. No es nada en contra de ti, solo que como
eres amiga de Rose… Bueno, no quiere que Amadea tenga
contacto con alguien que pase tiempo con Rose. Supongo
que entenderás a lo que se refiere.
Suelto un suspiro.
—Sí, era de imaginarse. No te preocupes.
—Dejando eso de lado. Te he traído un regalo muy
especial y sé que te va a gustar cuando lo abras. ¿Quieres
que te dé una pista sobre lo que es? Porque puedo hacerlo
si quieres —dice, recuperando la emoción—. Está bien, te lo
diré. Son zapatillas de ballet para las clases que prometí
darte. Podemos empezar cuando quieras, ¡tengo mucho
tiempo disponible!
—Ese es un precioso gesto.
En verdad lo es. A pesar de saber que he perdido el
espíritu respecto al ballet, ella me sigue animando y el
gesto me llena de ternura. Valentine tiene un corazón
hermoso.
—Ahora me siento peor. —Willy llama mi atención—. Lo
primero que haré cuando salga de aquí será comprarte algo,
lo prometo.
—No hace falta, no tenías por qué saber que hoy se
celebraría una cena en mi honor.
—Disculpen la interrupción —Stefan se une a nosotros y
habla en un tono bajo—. Debo llevarme a Emily para un
asunto importante.
Inmediatamente miro en dirección a los Pantresh,
quienes ya caminan hacia la salida. ¡Por Dios, al parecer ha
llegado el momento! Me disculpo con Val y los demás y sigo
a Stefan.
—Mis tíos quieren retirarse de la fiesta, así que hay que
adelantar el plan —explica a medida que caminamos detrás
de ellos.
Me giro discretamente hacia mis padres cuando
atravesamos la puerta y descubro que ellos ya me estaban
mirando. Saben perfectamente a lo que voy porque se lo
conté todo, por lo que no me sorprende ver que ruegan en
silencio que el plan salga bien.
Al salir del salón de la fiesta todo está desierto. Tal como
lo planeó Stefan, los corredores están deshabitados y el
silencio reina. Los cinco marchamos acompañados
solamente por un dúo de guardias que nos guían hasta el
exterior del palacio real. Pasamos el jardín y nos
aventuramos más allá de los establos hacia una edificación
alta hecha de calicanto con piedra y granito gastado. Tiene
pequeñas ventanas protegidas con barrotes, a través de las
que se asoman algunas cabezas de personas. En lo alto hay
una almena con custodios armados que caminan, vigilantes,
por esa parte amurallada. La entrada está formada por rejas
de hierro que suben y bajan con ayuda de un sistema de
poleas, y los hombres las abren para nosotros. El chirrido de
las bisagras resulta espeluznante y la oscuridad hace que
me suden las palmas de las manos. Esta es la única entrada
y salida, al parecer.
—¿Por qué han traído también a su hija? —le susurro a
Stefan cuando nos encaminamos al interior.
—No quisieron dejarla en la fiesta por seguridad. Temen
que le puedan hacer algo, son muy sobreprotectores.
Llegamos hasta una de las celdas del fondo y allí nos
encontramos a una mujer joven, de cabello oscuro y
facciones parecidas a las de Rose. Sin embargo, noto las
diferencias sin problema. Espero que la idea del ácido
funcione porque el rey podría reconocer que no se trata de
ella así pasen días.
Me acerco y me lanzo al suelo de rodillas para actuar. Si
tenemos que hacerles creer a los tíos de Stefan que se trata
de mi amiga, debo fingir que me duele verla allí encerrada,
a la espera de su sangriento final. Me agarro fuerte de los
barrotes y, aunque intento llorar, no me sale ninguna
lágrima, por lo que agacho la cabeza y sacudo los hombros
como si lo estuviera haciendo de verdad.
—¿Cuál es su nombre? —le pregunta Nicholas a la mujer
que está encadenada y sentada en el piso.
—Rose Alfort, señor. —Su voz suena derrotada.
Tiene un vestido largo y de cuello alto que muy
seguramente esconde las llagas de la escrófula que padece.
Las manos las lleva atadas a la espalda y los pies están
ocultos bajo la falda.
—No veo que sea muy agraciada como para ser una
dama cortesana. —Le señala al príncipe.
—Eso debes decírselo a Silas, él fue quien la escogió —
replica Stefan con frialdad, encogiéndose de hombros.
Me duele en el alma ver a esa persona en tales
condiciones y saber que morirá pronto para salvar a alguien
que muchos dirían que no lo merece.
—Aún no se le nota el embarazo —dice la joven Camille.
—Es reciente, no debe haber pasado el primer trimestre
todavía.
—Allí está formándose tu hermano o hermana, Stefan —
se burla la hija de los Pantresh.
—¡Deja de decir tonterías! —la reprende su padre—. Solo
hay un heredero Denavritz en el mundo y debe seguir
siendo de la misma forma. Esta es una aberración que
jamás debió concebirse.
—No hemos venido aquí a ofender a la prisionera —
media Stefan—. Al menos respeten sus últimos minutos de
vida.
—¡¿Acaso la asesinarán ahora mismo?! —exclamo,
fingiendo sorpresa.
—¿Para qué esperar más? —pregunta el hombre—.
Quiero largarme pronto de aquí. Mi vida en Quinston me
espera. Camille, hija, aguarda afuera un momento, no
quiero que atestigües tal escena.
—Emily, será mejor que tú también la acompañes. Estoy
seguro de que no quieres ver esto.
Las lágrimas por fin salen mientras me niego a
abandonar el calabozo, con la verdad golpeándome como
un mazo a un cincel para hacer una escultura. Una persona
inocente morirá y aunque me repito que ella así lo ha
decidido, no le quita un gramo al dolor de la realidad. Odio
la muerte. Lo irónico es que, para los gobernantes, parece
ser siempre la solución a todos los problemas.
Me levanto para marcharme después de que Stefan
siguiera insistiendo y, a medida que camino a la salida,
escucho un disparo que me hace cerrar los ojos. Me quedo
estática a la espera de que todo acabe, pero luego oigo otro
y uno más, seguido de una ráfaga larga que se acerca. En
un parpadeo, los hombres que vigilan la puerta entran con
prisa, bloqueando el acceso con un candado grande y
oxidado.
—¡Alteza! —grita uno de ellos y el pasillo estrecho
devuelve un eco—. Parece que estamos bajo ataque. Vi el
fuego de unas detonaciones extrañas en uno de los cristales
superiores.
Los guardias nos llevan casi a rastras hasta donde se
encuentran los demás, apagando las antorchas que
iluminaban la estancia para sumirnos en la oscuridad
absoluta.
—¿Los lacrontters? —inquiere Stefan, escandalizado por
la noticia.
—No tengo idea. Repito, solo vi detonaciones y seguí el
protocolo de seguridad de emergencia —responde el
guardia.
—Mis padres y Mia están en la fiesta, Stefan —le
recuerdo con la voz estrangulada y la zozobra quemándome
el pecho.
Lo busco a tientas en la penumbra, pero él me halla
primero y toma mi mano. Siento algo de tranquilidad por su
inconfundible tacto, suave y cálido, cosa que no dura
demasiado, pues al segundo una tormenta de pensamientos
trágicos cae sobre mi cabeza. Esto no es parte del plan,
Stefan me lo habría dicho. ¿Será posible que el rey Silas no
se haya marchado y que ahora nos haya descubierto? ¿Qué
tal que Rose no haya logrado escapar? Presiento que
estamos hundidos hasta el cuello.
—Tranquila. No hay evidencia de que se trate de algo
malo.
—¿Cómo qué no? —alega su tío—. ¿No escuchaste que
fue una detonación sospechosa?
Sé a lo que se refiere y entiendo la aparente calma de
Stefan. Está pensando que quizás fue Atelmoff y que todo
forma parte del plan de huida. Tal vez había guardias en las
salidas del palacio y tuvo que detonar algo en la planta
superior para distraer a los custodios y hacer que se
movieran de la puerta.
—Solo esperemos. Aquí tiene a toda su familia y están a
salvo.
No hay gritos, no se escuchan más disparos y eso me
reconforta de cierta manera. Me mantengo al lado de Stefan
y él me abraza. Por un momento me siento a salvo, pero
luego escuchamos que estallan el candado de un balazo y
una ráfaga de tiros se oye en la almena. Han asesinado a
los guardias que vigilaban el calabozo desde allá arriba.
—Alteza, entre a alguna de las celdas. Lo haremos pasar
por reo —ordena uno de los custodios—. El resto puede
hacer lo mismo.
La luz de unos faroles nos ciega porque nos habíamos
acostumbrado a la oscuridad. Retrocedemos como presas
asustadas hasta chocar con la pared de fondo.
—No se muevan —indica la voz autoritaria de un hombre.
Poco a poco recupero la visión y veo el rostro de los
atacantes, su uniforme y el escudo de hilo dorado que
portan en el pecho. Lacrontters.
—¡No se acerquen más o dispararemos! —amenaza uno
de los cuatro guardias de nuestro lado.
—Hágalo. Ustedes son pocos y nosotros somos todo un
ejército.
—¿Qué buscan? Mis padres no están aquí. —Stefan toma
la vocería.
—Lo sabemos, partieron hace unos días y los seguimos,
pero perdimos su rastro. El rey Silas es hábil… —Sisea—. La
práctica lo ha hecho un experto en desaparecer, así que nos
hemos visto obligados a tomar otras medidas.
Los compañeros a su espalda disparan cuatro veces y me
encojo, esperando el impacto; sin embargo, son los guardias
reales quienes se desploman con las manos aún
empuñando sus armas. Stefan, sin dejar de protegerme con
su cuerpo, les dice que se entregará voluntariamente, a lo
que los hombres responden con carcajadas.
—Uno, no podemos confiarnos. Y dos, no hemos venido
por usted, alteza, sino por su familia, los Pantresh.
—¡Qué tonterías son estas! —rechista Nicholas—.
Llévense al príncipe.
El guardia afirma que el rey Silas no rescatará a su hijo,
pero probablemente la reina sí a su hermano y su familia.
Me duele ver cómo incluso los lacrontters se burlan de la
relación que tiene Stefan con su padre y lo mucho que esas
palabras deben lacerarlo. No siendo suficiente, le dicen que
el rey Magnus le ofrece un trato: le da tres días, a partir del
momento en que lleguen a Lacrontte, para entregar al
monarca Denavritz, o los Pantresh serán asesinados.
Queríamos ser cazadores y terminamos cazados. Un
momento, ¿me llevarán a mí también? Seguramente no
saben quién soy y me están confundiendo con otra
Pantresh. En instantes el miedo me hace jadear y me cuesta
recuperar el aliento. No quiero que me lleven a ese reino, no
quiero que me alejen de mi hogar, de mis padres, de mi
vida. Estoy a punto de decir que no pertenezco a esta
familia y que soy una sirvienta más, pero sé que mi atuendo
no los convencerá. Además, en medio de todo, Stefan
adivina mis intenciones y me agarra del brazo.
—¿Atacaron a algún invitado? —les pregunta.
—Acordonamos la zona y los buscamos en el salón, pero
se nos informó que habían salido y nos fuimos de allí. No
necesitamos víctimas adicionales.
El alivio me acaricia como la brisa fresca. Eso quiere
decir que mi familia está bien. Al menos algo bueno dentro
de todo lo malo. Ahora solo espero que Rose sí haya logrado
escapar.
—Stefan, no cedas —le pide su tío—. Nos estás
vendiendo al enemigo.
—Los rescataré, lo prometo.
—¡Al infierno tus promesas! Que te lleven a ti y a tu…
—Tío, ¡basta! —lo interrumpe antes de que revele mi
relación con él.
Los lacrontters siguen apuntándonos con sus armas.
Camille solloza, escucho la respiración agitada de su madre
y casi puedo sentir el enojo de su padre.
—Esto es inaudito —continúa quejándose—. Tu padre no
va a entregarse.
Stefan no responde. Su rostro refleja una duda que
sombrea sus ojos, como si estuviera concentrado en algo
más importante que su tío. Desvía la atención hacia los
soldados del ejército enemigo y frunce el ceño, analizando
algo que no puedo ver y que expone solo segundos
después.
—¿Cómo entraron?
—No fue difícil enterarse de lo que pasaría esta noche en
el palacio —le contestan y veo cómo logra descifrar algo con
eso. Su gesto pasa de la sorpresa a la decepción, pero no
comenta nada, sino que se guarda un dolor profundo.
De repente suenan más voces y veo que muchos más
lacrontters se aglomeran fuera del calabozo. Todos portan
armas y su actitud es de alerta, pendientes de cualquier
señal de contraataque. Se ven como una mancha negra al
final del corredor, una mancha que nos espera para
sepultarnos en su oscuridad. Los hombres se acercan y nos
someten. Nos superan en número y estrategia, no tenemos
cómo defendernos, así que no oponemos resistencia. A
pesar de eso, nos esposan a los Pantresh y a mí con
agresividad, dejando a Stefan libre a un lado, y nos obligan
a formar una cadena humana en la que ocupo el tercer
lugar.
—Ahora son prisioneros de guerra del reino Lacrontte y
de su majestad el rey Magnus. Cuando estemos allá se les
informará a qué tienen derecho —nos explican mientras nos
instan a caminar hacia afuera.
—¡Los rescataré, lo prometo! ¡Y velaré por quienes se
quedan aquí! —grita Stefan desde el calabozo y sé que se
refiere a mi familia.
Las lágrimas me invaden el rostro a medida que camino
hacia la salida trasera del palacio, donde más lacrontters
nos esperan. Veo que algunos guardias mishnianos yacen
en charcos de sangre sobre el suelo y que otros han sido
atados y despojados de su armamento. Aquella tonta
creencia lacrontter parece haberse cumplido. Val decía que
no entregar el obsequio a la exreina Aidana haría que algo
terrible sucediera en mi cumpleaños y pasó. Alguien nos
traicionó. Eso fue lo que vi en el rostro de Stefan. Alguien
les dio la información y los puso al tanto de que no habría
demasiada seguridad. Fuimos presas de nuestro propio plan,
les dimos la llave para capturarnos, les hicimos el camino
sencillo y ellos no dudaron en aprovecharlo. Ahora debo
saber quién fue y por qué lo hizo. ¿Quién de los que conocía
esta maniobra les dio los detalles a los lacrontters? ¿Y qué
ganaba con esto? ¿Qué beneficio le trae acorralar a Stefan y
obligarlo a entregar a su padre? ¿Quién quiere deshacerse
del rey Silas?
31

Viajamos por horas. Amaneció, vimos el sol en lo alto del


cielo y luego toda su trayectoria hasta que se ocultó en el
horizonte. La espalda me duele y tengo las muñecas
marcadas después de soportar por tanto tiempo las
cadenas. El señor Nicholas no cesa de culparme y se
empeña más en eso cuando nos dejan en un calabozo tras
llegar al palacio de Lacrontte.
En nuestra celda hay dos camarotes en cada extremo.
Ambos son de hierro y sostienen delgados colchones que no
son mucho mejores que las tablas que hay debajo. Las
paredes están peladas y manchadas con escritos y
suciedad. No hay ventanas y la única luz que llega a la
celda es la de las antorchas del pasillo. A pesar de que estos
cuatro muros no tienen ningún tipo de ventilación, el clima
helado de Lacrontte es suficiente para evitar que nos
sofoquemos de calor.
—Si Magnus llega a enterarse de que eres la novia de
Stefan, podría usarte para presionarlo o incluso tomar tu
cuerpo para herir su orgullo.
¿Qué le sucede a este hombre? La única herida en ese
caso sería yo. Mi cuerpo no es una pieza de diversión, no es
el terreno de batallas de ningún hombre y no hay nadie en
este mundo con el poder de utilizarlo para enaltecer su
hombría, satisfacer su ego ni demostrar poder. Camille, la
única empática y temerosa por las posibilidades, propone
cambiar mi nombre. Y, en medio de todo, me alegra saber
que ella está de mi lado. Trata de convencer a su padre para
que finja que soy su hija y después de muchas suplicas él
acepta. Ahora mi nuevo nombre será Allia Pantresh y seré la
hermana menor de Camille, ya que ella tiene veintiún años.
Los pasos de unos guardias no nos dan tiempo de
intercambiar información sobre nosotros por si llega a ser
necesario para un interrogatorio. Uno de ellos abre la celda
y veo a sus compañeros detrás con bandejas de comida en
las manos.
—Hora de comer —anuncia quien parece estar a cargo a
medida que nos dan las bandejas—. Les explicaré las reglas
a partir de ahora. Estarán aquí mientras se cumple el plazo
que el rey Magnus le dio al príncipe Stefan. Si en ese
período no han entregado a Silas o no han llegado a ningún
acuerdo, los cuatro serán ejecutados en la horca. No hay
otra opción.
Estoy cansada de que siempre me amenacen. No quiero
morir y sé que ellos tampoco. Si Stefan no viene por
nosotros, no tengo idea de qué podremos hacer para
salvarnos por nuestra cuenta. Solo pensar en morir me hace
temblar todo el cuerpo. Nicholas discrepa al verse
impotente llamándolos animales, insulto que nada provoca
en ellos. Estamos rodeados de fango, nos absorbe, aunque
para estos hombres el fango somos nosotros.
—Antes de irme debo informarles que el rey les ha
planteado otra opción. —El guardia sale de la celda y cierra
las rejas—. Si le dan la ubicación de Silas y lo encontramos
allí, los liberaremos. Ustedes escogen si valen más sus vidas
o la de su soberano.
—No merecemos estar aquí. Somos inocentes —suplica
la señora Pantresh—. No pueden dejarnos encerrados aquí
tres días.
—No se preocupe, cada tarde vendremos a hacerles
masajes y a leerles libros; además, tendrán una campana
de mano que podrán hacer sonar para llamarnos cuando
nos necesiten —se burla—. ¡Los calabozos no son un
palacio! Ahora mismo ustedes son el último eslabón de la
cadena. Agradezcan que su majestad ha ordenado que se
les permita salir a darse una ducha diaria y que las tres
mujeres puedan hacer sus necesidades fisiológicas lejos de
estas celdas y de la mirada de los otros prisioneros.
¡Por mis vestidos! No había pensado en eso. El miedo y la
incertidumbre me tienen la mente nublada como el vapor a
un cristal y, a pesar de todo, ese dato me da alivio.
Un reo en las celdas contiguas empieza a gritar que no
duraremos aquí, que si nos llegan a sacar será para
competir en una batalla contra el rey en la que solo uno
podrá ganar. No entiendo de qué habla y, a decir verdad,
tampoco tengo ánimo para buscarles el sentido a sus
palabras. Un impacto metálico suena de repente y, por el
quejido posterior, nos damos cuenta de que han estrellado
la cabeza del imprudente contra los barrotes.
—Parece que debo ir enhebrando hilo en una aguja para
cerrar ciertas bocas —amenaza un guardia con un tono tan
serio como el del oficial que me entrevistó en la frontera en
mi primer viaje a Lacrontte.
Los custodios se van y se llevan a un hombre. Juraría que
es aquel que nos advertía la manera en la que funcionan las
cosas aquí. Van a coserle la boca porque no se calló cuando
se lo advirtieron. La piel se me eriza al imaginar la escena,
por lo que decido esconderme en mi cama de turno e
intentar bloquear los pensamientos con comida. Sin
embargo, antes de tocar el escuálido colchón, Nicholas
arrebata mi plato y una gran parte de los alimentos caen al
suelo.
—¡No tienes derecho a comer por habernos encerrado
aquí! —sentencia, enojado.
Suspiro, molesta. Trato de ser fuerte y no quebrarme
porque nada solucionaré si tomo esa actitud. Lo único que
debo hacer es esperar a que Stefan venga a rescatarme. Él
no me dejará morir aquí, no después de lo que sé que
tenemos, de saber que me quiere. Mis esperanzas están
puestas en cualquiera que sea su plan. Vuelvo a confiar,
como lo hice con su estrategia para salvar a Rose, quien
espero que esté bien en Plate.

***

Han pasado tres días y, por lo tanto, hoy se acaba el plazo.


Y Stefan no ha aparecido. Desde que fuimos apresados, el
desayuno, el almuerzo y la cena pasaron frente a mis ojos,
pero nunca llegaron a mi boca, pues Nicholas me privó de
toda comida. Y a pesar de que Camille y yo protestamos, él
jamás cedió.
—Al fin llegó la que nos metió en este lío —me acusa el
hermano de la reina cuando entro de nuevo a la celda tras
regresar del baño bajo la vigilancia de un guardia. El alarido
aumenta el palpitante dolor de cabeza que tengo debido a
la falta de alimento, pues, aunque se me permite tomar
agua, ya mi cuerpo parece rechazarla—. Avisaron que nos
vendrán a buscar para una reunión con el rey Lacrontte, así
que más te vale que asumas toda la responsabilidad si nos
acusan de algo. Y te advierto que, si nos amenazan de
muerte, tú debes proponer que solo te asesinen a ti.
—No voy a hacer nada de eso —protesto con la vista
oscurecida por la hambruna—. Suficiente tengo con
aguantar que me quite la comida.
—¡Te lo exijo, Emily! ¿Se te olvida que por tu culpa y la
de tu amiga estamos aquí?
—Se llama Allia. No lo olvides, papá —intercede Camille,
dándome un respiro—. No podemos decir su nombre real.
—¡Me da igual!
—Stefan nos va a rescatar —le recuerda su esposa.
Estoy preocupada por él, porque sé que jamás me
desampararía, así que algo tuvo que haberle pasado.
Además, también pienso en mi familia, en lo angustiados
que deben estar al no tener noticias sobre mí y los tantos
escenarios trágicos que de seguro los atormentan respecto
a mi secuestro.
—No me hagas reír, Keria. Mi sobrino es un idiota, ¿de
verdad esperas que nos rescate? Ya pasaron los tres días y
aquí seguimos —comenta con amargura—. Solo nos queda
vender a Silas. No pienso morir por él ni por el estúpido de
Stefan.
—Le pediré que lo respete —le exijo, masajeándome la
sien para intentar aliviar el dolor palpitante que siento.
—¿Crees a ojos cerrados que él podrá con esto? —Se ríe
y yo asiento, demasiado exhausta como para discutir más
—. Entonces ayúdalo —dice levantando las cejas en un
desafío.
Me propone que me presente ante el rey Magnus y le
invente que tengo información sobre el paradero de Silas
para que así mande tropas a buscarlo y le demos ese
tiempo a Stefan para venir a salvarnos. Obviamente me
niego, eso significaría ponerme una soga en el cuello, pues
me asesinarán en el momento en que descubran que he
mentido y no pienso hundirme por un capricho suyo.
—No lo haré, no cederé. —Me mantengo firme.
—Entonces tendré que obligarte. ¡Guardias! —vocifera
sin quitarme la mirada de encima—. Estamos listos para
reunirnos con el rey Magnus.
Los custodios vienen casi de inmediato y Nicholas me
lanza una mirada de advertencia cuando nos abren la celda.
Me siento débil, las piernas me tiemblan cuando me levanto
y todo me da vueltas. El estómago me pide a gritos comida
mientras camino, sosteniéndome de las paredes del
calabozo hasta llegar a la salida. Pasamos por un campo
abierto en la parte trasera del palacio hasta que
atravesamos una puerta y seguimos un corredor que lleva a
la sala del trono. Ruego que no me reconozcan y que
podamos seguir con el plan que trazamos sobre mi
identidad. En el trono se encuentra el rey y a su lado está el
señor Francis, quien pasea la mirada por todos nosotros
hasta detenerse en mí. Entrecierra los ojos, estudiándome.
Es obvio que me descubrirá y seguramente también su
insoportable monarca. El consejero se acerca a su soberano
y le susurra algo al oído, lo cual hace que los ojos verdes de
este se claven en mí como una flecha en un árbol.
—Acusada —dice con un tono que no puedo descifrar.
¿Diver-tido? ¿Amenazante? ¿De sorpresa? Todo el teatro que
habíamos armado se acaba de ir a la basura. No nos creerá
la historia que inventamos. Me ha reconocido.
—Majestad. —Le ofrezco una reverencia. Hablo en voz
baja y veo un poco borroso. El cansancio me está afectando.
—Parece que le encanta estar por aquí; sin embargo,
permítame decirle que odio las visitas y que la suya no es la
excepción.
—Entonces, ¿me puedo ir? —suelto ya sin nada que
perder. Parece que mi cerebro ya no mide las palabras.
—Si no se hubiera convertido en una prisionera de
guerra, podría hacerlo. Por ahora solo quiero que me diga
dónde está Silas y qué relación hay entre ustedes, porque
sé que familiares no son —espeta, señalando a los Pantresh
—. Contamos con registros y ellos solo tienen una hija.
—No recuerdo a la perfección su nombre —dice entonces
Francis, mirándome con ojos sagaces—. Solo recuerdo el
sonido general, así que, si lo dice, podría confirmarlo. —
Empiezo a hiperventilar, pues si acierta con mi nombre
estaré en problemas. Rastrearán mi identidad, descubrirán
que soy la novia de Stefan y me harán todas esas cosas
horribles que Nicholas mencionó en el calabozo—. Era algo
como Erialy o Em…
—Emery —digo con rapidez, aprovechándome de su
vacío mental—. Me llamo Emery.
—Sí, creo que ese es. —Asiente poco convencido, pero
aun así siento alivio.
—¿Qué hacías allí? Hasta donde sabemos, era una cena
parlamentaria. ¿Eres una noble?
¿Cómo lo sabe? Se supone que el evento no tuvo mucha
publicidad hasta el último momento. El hambre no me deja
pensar en una buena excusa. Por más que lo intento, lo
único que tengo en la cabeza es el dolor punzante que
siento.
—Estaba en la fiesta por mi amiga Valentine. Fui su
acompañante —miento, dirigiéndome al consejero—.
Seguramente nos recuerda, señor Modrisage.
—La señorita Emery dijo en la celda que tenía
información sobre el rey Silas —interviene Nicholas como si
apenas lo hubiera recordado y no fuera un plan armado.
Me giro a mirarlo tan rápido que me mareo y la ira brilla
en mis ojos.
—¿Eso es cierto? —inquiere el rey.
—Por supuesto que sí —se adelanta el hombre antes de
que yo pueda responder—. Dijo que conoce su ubicación,
pero se negó a revelarla.
¿Cómo se le ocurre ponerme en esta situación? ¿Qué le
he hecho? Primero los alimentos y ahora me expone a una
muerte inminente.
—¿Qué es lo que se supone que sabe?
Está cumpliendo lo que dijo, me está obligando a asumir
toda la culpa.
—Parece que no quiere confesar frente a nosotros —
alega frente a mi silencio—. No se deje engañar, majestad,
es astuta. Seguramente querrá algo a cambio de la
información.
—¡Cállese, cállese! —estallo de repente con la fuerza
momentánea que me da la indignación y me abalanzo sobre
él para pegarle con la poca energía que tengo. ¡No lo
soporto! No tolero su descaro, su intimidación y arrogancia
—. Cállese de una vez. ¿No se cansa de hacer mi vida un
infierno? ¡No le he hecho nada! —Las lágrimas de
frustración caen por mis mejillas mientras grito. El hombre
forcejea, pero me aferro a su brazo, impidiéndole el
movimiento—. ¡Usted es una escoria igual que el rey Silas!
—Le escupo con rabia directamente en el rostro.
¿En qué momento me mezclé con la monarquía? Estas
personas no temen pisotear y ensuciar el nombre de
cualquiera que se encuentren en el camino con tal de
salvarse a sí mismas.
Un par de guardias atajan a Nicholas cuando intenta
golpearme y lo apartan de mí. Su esposa y Camille están
atónitas, clavadas en su lugar.
—Cuánta fiereza, pueblerina. —Oigo la diversión en la
voz del rey—. Es usted toda una pequeña bestia.
—No me gusta que se metan conmigo y menos que me
manipulen. Soy solo una persona que estaba en el lugar
equivocado.
Tras ese exabrupto siento que voy a desmayarme. La
habitación me da vueltas y mis piernas se tambalean. Solo
pienso en que necesito comer, aunque sea un bocado.
Respiro hondo con dificultad, intentando sobreponerme a la
exaltación, a la cólera y la impotencia. Cuando enfoco la
sala del trono de nuevo, algo se me ocurre. Algo para
librarme de este sujeto.
—Él tiene razón, majestad. Tengo información y se la
revelaré a solas con su guardia a cambio de algunas cosas
—digo con toda la firmeza que logro imprimirle a mi voz.
—No puedo perder el tiempo. Recuérdeme su nombre,
acusada.
—Emery.
—Su apellido también.
Debo tener cuidado, pues Francis podrá reconocer si me
alejo demasiado de los sonidos verdaderos de mi nombre.
—Naford.
—Emery Naford. —El rey les pide a los guardias que
retiren a los Pantresh de la sala—. ¿Cuáles son sus
peticiones?
—Antes de revelar la ubicación del rey Silas, quiero
tomar un baño y comer.
—¿Algo más? ¿Dinero? —Me observa con curiosidad
mientras sopesa mi pedido y yo niego ante su ofrecimiento
—. Tiene claro que la ejecutaré si no hallo a Silas en la
ubicación que me dé, ¿verdad?
Trago con dificultad. No quiero dudar de Stefan, pero me
da pavor que no llegue a tiempo para salvarme, así que me
arriesgo.
—Estoy al tanto y asumo la responsabilidad.
—De acuerdo, un guardia la acompañará para que
cumpla sus caprichos y luego la traerá de vuelta.
¿Entendido? —cuestiona y asiento—. Espero que no esté
jugando conmigo, pueblerina, porque castigar las mentiras
me resulta especialmente placentero.
32

Obedeciéndole al rey, un guardia me guía hasta una de las


habitaciones del palacio de paredes blancas. Tiene una
cama sencilla de madera blanca, un reloj en el muro de
enfrente y un escritorio pequeño unido a la pared.
—Luena, tienes trabajo. Atiéndela y llámame cuando esté
preparada. El rey no quiere que toque ninguna de las
habitaciones principales, así que préstale tu baño para que
se asee.
Claro, es el cuarto de una de las mujeres del servicio. Eso
explica la poca opulencia. De repente, una joven sale de
una puerta, recogiéndose el corto cabello oscuro y ondulado
en un moño bajo y luego alisándose la falda del uniforme.
Ella tiene una apariencia impecable y yo no quiero imaginar
cómo luzco después de tres días en un calabozo.
—Buenas tardes —me saluda con una reverencia—. Soy
Luena y desde este momento estoy a su servicio. ¿Puedo
conocer su nombre, mi señora?
—¡Que no se tarde! —insiste el custodio antes de que yo
pueda responder—. Es una prisionera de guerra y tiene
cuentas pendientes. Señorita —me mira—, mandaré a
preparar la comida que solicitó. ¿Tiene algún pedido en
especial?
—Si no es mucha molestia, quiero todo lo que haya —
suelto sin vergüenza.
La idea de comer me pone ansiosa; me ruge el
estómago. Llevo días sin probar nada diferente al agua o las
galletas saladas que Camille escondía para mí. Me imagino
la infinita variedad de alimentos que voy a probar y me
prometo que los disfrutaré antes de volver a preocuparme
por el futuro.
—Pase por aquí, señorita —me invita la mujer—. El baño
está tras esa puerta. Le traeré un nuevo jabón y una toalla
limpia. ¿Requiere de algo más?
—Champú, por favor.
Entro a la ducha con prisa y me paro bajo el agua para
quitarme del cabello el polvo que se me adhirió en el
calabozo y que me fastidia de una manera insoportable.
Luena se demora con mi pedido, por lo que extiendo mi
baño al menos media hora mientras ruego que todas las
mentiras en las que me estoy viendo involucrada tengan un
buen desenlace. No quiero dudar de Stefan, aunque tal vez
una semilla de desconfianza ya se haya plantado en mi
interior. Lo necesito. Necesito que me ayude a volver con
mis padres, y con él.
Salgo de la ducha y me visto con el traje que Luena me
ofrece en préstamo. Veo que ya han preparado una mesa
repleta de comida. Parece un banquete, así que, sin
pensarlo mucho, tomo un tenedor y un cuchillo. Empiezo a
comer pollo, fruta y papas hervidas con tanta prisa que no
saboreo nada lo suficiente. Solo estoy concentrada en llenar
el vacío que me ha dejado la abstinencia. Cada plato sabe
mejor que el anterior, e ignoro el agua, que me recuerda los
momentos de hambre que tuve que aguantar, cambiándola
por una variedad de zumos. En cuestión de minutos el
estómago me pasa factura por la ingesta desmesurada de
alimentos. Me levanto y corro hacia al baño, doblándome
con urgencia para devolver toda la comida. Me siento en el
piso, sintiendo los estragos de la mala decisión que tomé.
No sé cuánto tiempo me quedo allí, pues solo me levanto
cuando Luena aparece y me ayuda a ponerme de pie.
—¿Qué le ocurrió, señorita? —pregunta, preocupada—.
¿Quiere que llame al médico del palacio? Sí, eso haré. —No
me deja responder y tampoco opongo resistencia—. Puede
recostarse en mi cama mientras regreso.
Unos minutos después aparece un hombre con una bata
blanca que le llega a las rodillas, con botones delanteros
forrados, mangas largas y puños con elásticos. Tiene los
ojos caídos por los años, y el cabello y el bigote llenos de
canas. Se presenta como Allard y comienza a examinarme
minuciosamente.
—¿Cuántas veces vomitó? —pregunta.
—Creo que perdí la cuenta.
—¿Hace cuánto fue su última comida? Sin contar esta,
por supuesto.
—Hace tres días.
Un guardia aparece en la habitación y entra sin llamar a
la puerta. Le pide un espacio al médico para entregar un
mensaje y este, sin detener su estudio, le da la palabra. El
hombre reporta que se me ha programado una reunión con
el rey Magnus dentro de una hora en su oficina y que los
guardias en la entrada tienen la orden de dejarme pasar sin
anunciarme, con el fin de resolver cuanto antes el asunto
del paradero del rey Silas.

***

Mientras espero la hora de la reunión, aprovecho para


descansar y pienso en qué le diré al rey Magnus. No tengo
idea de dónde está el rey Silas, así que intento recordar
cuáles son las ciudades más alejadas de Lacrontte para que
le tome mucho tiempo llegar hasta allá. Necesito que Stefan
tenga oportunidad de venir a rescatarnos. Decido irme por
el extremo oeste de Mishnock, cerca de la frontera con
Cristeners. Pensaba escoger Hilffman, el lugar que siempre
menciona Nahomi, pero está bastante cerca de Lacrontte,
por lo que al final escojo guiarlo al sur, a Erebolt, que está lo
suficientemente alejada como para que le tome casi tres
semanas llegar por tierra.
—¿Quiere que le preste otro vestido, señorita? —
pregunta cuando por fin me levanto para ir al encuentro.
—Por favor —acepto y me despojo del traje manchado.
Tras arreglarme, un guardia me lleva a la segunda planta
del palacio, donde se encuentra la oficina del rey. Dos
custodios abren la puerta y entro fingiendo una seguridad
que no tengo, pues me late fuerte el corazón y la ansiedad
me ha creado un vacío enorme en el estómago. Sin
embargo, solo doy un paso antes de quedarme petrificada
al ver al rey Magnus sentado en su escritorio con una mujer
de cabello cobrizo arrodillada frente a él, y que le baja con
esmero el cierre del pantalón. Trastabillo e intento huir de la
escena, pero antes de lograrlo un grito me atraviesa los
tímpanos.
—¡Salga ahora mismo de aquí! —ruge el rey.
La mujer se estremece y se gira hacia la puerta. La
sorpresa en su rostro es evidente cuando el monarca la
levanta por el brazo con brusquedad.
—De verdad lo siento —es lo único que logro decir antes
de salir corriendo sin dejar de mirar el piso.
Los guardias no hacen ningún comentario al respecto
cuando me ven salir sin aliento y con el rostro a punto de
estallar de la vergüenza. Pese a ello, veo la tensión de sus
cuerpos en el momento en que el soberano y la mujer
empiezan a discutir. Ella le pregunta quién soy y de dónde
he salido e incluso le pide que sea yo quien espere, algo a lo
que él se niega con el mismo tono severo que bien podría
cortar un roble en dos.
—¡Guardias! —llama de repente el rey, y los hombres en
la puerta se apresuran a entrar—. Saquen a la señorita
Etheldret al pasillo.
—¿Es en serio, Magnus? Si salgo de aquí, no vuelvo a
hablarte en días, lo juro —espeta la mujer.
—Perfecto, es tu decisión. Ahora, retírate. Tengo un
asunto pendiente por resolver.
¡Por mis vestidos! ¿En qué me he metido?
Veo a la mujer salir custodiada por los guardias. Me mira
con desconfianza antes de plantarse en el pasillo con los
brazos cruzados. Después me dan la orden de ingresar al
lugar que jamás he deseado pisar. Es una oficina amplia y
en la que predominan los tonos marrones, dada la madera
que cubre varios espacios y que brilla gracias a un gran
candelabro central que cuelga sobre nuestras cabezas. Una
estantería alta y repleta de libros, un fastuoso escritorio y
una silla de cuero oscuro terminan de llenar la estancia. Al
fondo hay un sillón, al otro lado de la mesa, así que me
dirijo hasta allá, pero el rey me detiene y me ordena que
ocupe uno de los asientos de invitados más cercanos al
escritorio. Me siento con cuidado y, para aplacar la
vergüenza, paso los dedos por el borde de la mesa hasta
llegar a una placa de cristal que lleva su nombre.
—Dos cosas, acusada. Una, está prohibido tocar mi
escritorio, así que aparte las manos —ordena con el tono
déspota que ya estoy acostumbrada a escucharle—. Y,
segundo, si tumba esa placa, juro que la mandaré a la
horca.
Retiro las manos al instante. Lo último que quiero es
morir por un pedazo de vidrio.
—Quiero empezar diciendo que no fue mi intención
interrumpirlo. Usted fue quien les dijo a los guardias que me
dejaran entrar sin anunciarme y por eso ingresé, majestad.
—No necesito sus justificaciones. —Estoy a punto de
decirle que de verdad no vi nada, pero me lanza una mirada
que me recuerda que odia perder el tiempo—. Solo dígame
dónde está Silas para que vuelva al calabozo.
—¡¿Qué?! —Me muevo en la silla, espantada. No creo
poder soportar a Nicholas otra vez—. Le prometo que le
daré la ubicación, pero, por favor, déjeme aquí. Aceptaré
cualquier habitación, incluso la peor del palacio. Lo único
que no quiero es volver allá.
—No está en condiciones de pedirme nada.
Insisto sin parar hasta que el rey empieza a considerar
mi solicitud. Me mira fijamente y siento que las esmeraldas
de sus ojos me atraviesan el rostro.
—Voy a disfrutar asesinándola si no encuentro a Silas en
el lugar que me indique —dice casi con placer.
—Lo entiendo. Ahora… —me estoy arriesgando al decir
esto, pero es importante—, necesito que me conceda algo
más antes de darle esa ubicación, majestad.
—Ya es tarde, su momento de negociar acabó.
—Solo quiero que saque a Camille del calabozo. Su padre
no me permitió comer durante el tiempo que estuve allí y
fue ella quien me alimentó a escondidas cuando el señor
Nicholas me robaba todas las raciones.
Por un momento pienso que va a entender mi problema y
que se mostrará solidario, pero su falta de empatía no se lo
permite.
—Señorita Naford, he sido muy paciente con usted
porque necesito la información, pero le recuerdo que existen
otros métodos que puedo usar para hacerla hablar —
sentencia suavemente, lo que me estremece más que
cualquiera de sus gritos—. Tiene dos opciones: habla ahora
y no la mando al calabozo o se queda callada y la envío de
vuelta. Tiene quince segundos para decidir y ya han pasado
diez.
—Se encuentra en la ciudad de Erebolt —revelo tan
rápido como un respiro.
—¿Se da cuenta de lo sencillo que era? Felicidades, haré
que le preparen una habitación en el primer piso. Ahora
salga de aquí. Y más le vale que me haya dicho la verdad si
quiere volver a su nación con vida.
—Es la verdad, no vale la pena desperdiciar mi vida por
usted… majestad —digo cuando ya tengo el pomo de la
puerta en la mano.
Aquello lo enoja más de lo que creí, pues se levanta con
ímpetu y llega hasta donde me encuentro. Vuelve a
asegurar la puerta y me acorrala contra ella. Me siento tan
diminuta como aquella ocasión en la que me amenazó en el
palacio de Mishnock.
—¿Cree que es un desperdicio? —Baja la mirada hasta
encontrar mis ojos.
El olor de su perfume me invade de nuevo, solo que
ahora no encuentro alivio en el aroma, porque me aterra la
falta de misericordia en su tono. Estoy atrapada entre la
monumental altura de su cuerpo musculoso y la puerta. No
puedo moverme, siento el pecho presionado como si tuviera
encima barrotes de hierro y soy incapaz de hablar.
—¿Sabe qué es el poder, prisionera? —dice—. Mi
definición favorita asegura que se trata de la facultad para
subordinar a otras personas o controlar una situación
arbitrariamente. Y en este momento estoy haciendo las dos
cosas; sin embargo, hay algo que disfruto más que el poder
y es la capacidad de dominar. ¿Alguna vez ha tenido la
dicha de dominar algo o a alguien?
No respondo porque no puedo arriesgarme a ofenderlo
más; cada palabra que diga la usará en mi contra. ¿Cuánto
más le falta a Stefan para venir por mí y liberarme de este
hombre?
—Dominar se traduce en obediencia absoluta y hay
maneras llamativas de conseguirla: persuadiendo,
chantajeando, amenazando e incluso empleando la fuerza.
—Su voz es inquebrantable, dictatorial.
—¿Por qué me dice esas cosas? —Apoyo la cabeza contra
la madera para buscar algo de espacio y no perderlo de
vista, pues presiento que algo malo sucederá si desvío la
mirada.
—Todo lo anterior lo utilizo exclusivamente para gobernar
y tener poder —continúa, ignorando mis palabras—, pero no
hay nada mejor que la sumisión voluntaria, que no requiere
de medidas extremas para conseguirla. Así que dejo a su
criterio cuál de las dos vías quiere para su rendición.
Cuando tenga la respuesta, ya sabe a dónde venir.
Lo siguiente que escucho es el sonido del pomo al ser
desbloqueado, lo que da por terminada nuestra
conversación. El alivio me cubre como la nieve en el
instante en que su calor se aleja de mí. El rey parece
reducirme cada vez que está cerca, y me vuelve maleable,
asustadiza. Estoy segura de que el efecto está ligado a la
imagen que las tutorías y el reino de Mishnock se han
encargado de reforzar. Él es el villano, el enemigo de quien
siempre hay que alejarse y que ahora tuve a centímetros de
la cara, con su respiración rozándome la piel.
—Dejen entrar a la señorita Vanir solo cuando dé la orden
—les dice a sus guardias.
Me escabullo por debajo de su figura para volver al
pasillo y siento el martilleo de mi corazón, que solo da
cuenta de lo acobardada que estaba. Debo hacerles caso a
los libros y lecciones que señalan las razones para odiar al
rey Magnus Lacrontte. Intenté buscar un ápice de bondad
en él, pero indudablemente no hay ninguno. Después de
estar parada unos segundos en el pasillo, viéndome como
un alma en pena, la voz de una mujer me trae de vuelta a la
realidad.
—Jamás te había visto por aquí —comenta quien estaba
con el rey Magnus cuando los… interrumpí.
El ámbar claro de sus ojos me estudia de pies a cabeza
sin ningún tipo de discreción. El cabello cobrizo que vi en
medio de las piernas del rey enmarca su rostro fino. Es
esbelta, camina con el mentón en alto, muy segura de sí
misma, y mueve las caderas con sutileza hasta detenerse
frente a mí. Es más alta que yo, así que debo levantar la
vista para mirarla a la cara.
—Soy Emery, una prisionera de guerra, señorita.
—Qué linda —responde, pero no sé si su tono es honesto
—. Soy Vanir Etheldret, la novia de Magnus.
¡Dios mío! Qué horrible debe ser soportar a un hombre
como el rey Lacrontte. Nunca lo elegiría como pareja,
aunque fuera la última persona sobre la Tierra. Antes de que
lea la sorpresa en mi rostro, decido disculparme por lo de
antes.
—Descuida, sé que no volverás a hacerlo. Yo me
encargaré de ello —comenta con un tinte amenazante que
decido dejar pasar.
—Ya puede seguir, señorita Vanir —le avisa un guardia.
—Nos vemos luego, Emery. Debo hacer feliz al hombre al
que hiciste enojar con tu arrebato —se despide, sugerente,
y se contonea hasta perderse en el interior de la oficina.
—Venga conmigo, señorita —me pide el mismo custodio
—. Le mostraré cuál será su habitación mientras esté aquí.
Bajamos al primer piso y me llevan a una alcoba cercana
e igual de sencilla a la de Luena, por lo que deduzco que
también es para los miembros del servicio.
—Mañana le suministrarán las cosas que requiera y la
doncella Luena queda a su disposición —dice antes de
marcharse.
Tengo miedo, no lo voy a negar. Mi vida pende de la
punta filosa de la espada del enemigo, que pronto
descubrirá que le he mentido. ¿Qué va a pasar conmigo
cuando llegue ese momento? ¿Con qué me excusaré? ¿Qué
estará haciendo Stefan y por qué no he tenido aún noticias
sobre él?
Escucho un golpeteo en el marco de la puerta abierta,
que me centra de nuevo en lo que tengo alrededor. Es el
señor Francis.
—¿Esta cómoda en su alcoba, Emery? —pregunta y yo
asiento, agradeciéndole su hospitalidad—. Me alegra —
asegura, aunque no hay ninguna expresión en su rostro que
lo confirme—. ¿Sabe una cosa, señorita? No recuerdo del
todo su nombre, pero no estoy seguro de que sea el que
usted afirma… —Estudia mi reacción e intento no mover ni
una pestaña—. Lo bueno es que tengo una medida infalible
para verificarlo y solamente me tomará unos minutos.
Siento que el suelo se abre a mis pies. Habla con tal
seriedad que es imposible no alarmarse, aun cuando busco
no demostrarlo.
—¿A qué se refiere? Estoy diciendo la verdad.
—Entonces puedo comprobar su nombre con
tranquilidad, ¿cierto?
—Señor Modrisage —lo llaman desde el pasillo, y, para
mí, es la voz de un ángel que me salva.
Él me sonríe con calma antes de levantar la voz para
indicar que se encuentra conmigo.
—Lamento interrumpirlo. —Es un custodio—. El rey
Magnus ha discutido con la señorita Vanir otra vez y
requiere que usted la retire del palacio, pues ella se niega a
hacerlo.
Francis se gira pausadamente y me mira con una
advertencia silenciosa. La desconfianza en sus ojos solo
habla de lo astuto que es, algo que debí imaginar al tratarse
de la mano derecha del rey Magnus.
—Volveremos a conversar cuando tenga el dato, señorita
—me advierte con voz firme—. Por el momento, el deber me
llama.
Sale con la misma calma con la que entró y me deja con
un pozo de ansiedad en el estómago. ¿De qué está
hablando? ¿A qué medida se refiere? Cuando vine aquí no
hubo nada que… ¡Por mi vida entera! ¡El registro! Se refiere
a aquella agenda en la que escribió nuestros nombres
cuando vine con Valentine y Amadea. Estoy acabada. Va a
descubrir quién soy y no podré hacer nada para evitarlo, a
menos que…
33

Sin pensar en nada más, corro con desespero hasta la


habitación de Luena, quien al parecer se prepara para salir,
y entro sin llamar. Estoy asustada y necesito que alguien me
auxilie. Al verme, me pide que me tranquilice, pero no
puedo, van a descubrirme y no hay ubicación del rey Silas
que pueda ayudarme a escapar de lo que me harán si saben
que soy la novia de Stefan. Le suplico, con la respiración
entrecortada, que me ayude a buscar la libreta del señor
Francis. Como era de esperarse, se niega, así que sigo
insistiendo, porque la angustia me golpea como una lluvia
de granizo.
—Incluso si aceptara, no hay manera de entrar —dice
después de un rato—. Su oficina siempre tiene llave, solo
hay una persona en todo el palacio con una copia y, si se la
pedimos, podría sospechar.
—Necesito intentarlo —le ruego—. No quiero ser egoísta
ni ponerla en peligro, pero esto es de vida o muerte.
Ella me estudia por unos segundos que me parecen
horas y la ansiedad se apodera de mí con más fuerza. Al
final, con el ceño fruncido, responde:
—De acuerdo, busquemos a Theobald. —La sigo a través
de los pasillos hasta que se detiene frente a un guardia—.
¿Dónde está Theobald? —pregunta.
—En la cocina, ¿dónde más?
Luena asiente y tomamos la ruta hacia la cocina. Al llegar
descubro un gigantesco lugar en el que, extrañamente, veo
duraznos sobre muchas de las superficies, hay grandes
alacenas llenas de vajillas y una estufa que serviría para
cocinarles a batallones. Junto a uno de los mesones veo a
tres hombres que nos saludan efusivamente.
—Vaya, ahora tienes secretaria, Luena —comenta un
hombre con barba y lentes.
—Theobald, justo a ti te estaba buscando. El señor
Francis me pidió que le llevara algo de su oficina, el
problema es que no me dio las llaves —dice la mujer, con un
tono de urgencia que resulta muy creíble, y extiende el
brazo para tomar una descomunal argolla llena de llaves,
pero él la detiene antes de que la alcance.
—Sabes que nadie puede tocar mi llavero. —Le quita la
mano—. Primero dinos quién es ella.
—Es Emery. Por cierto —se vuelve a mirarme—, él es el
jefe de cocina. Su nombre es Bronson. —El hombre alto y
robusto frente a la estufa me da una sonrisa rápida.
—Un gusto, Emery. Yo soy el encargado de la comida de
su majestad y quien debe levantarse a la hora en que se
despierten los caprichos culinarios de don mandón. Te daría
la mano, pero no puedo apartarme de esta salsa y falta
poco para la cena del rey, su novia y su invitada, así que no
puedo arruinarla.
—¿Crees que terminen casándose? —pregunta el hombre
delgado y desgarbado que no había hablado hasta ahora.
—Obvio, es la única mujer sobre la faz de la Tierra con la
paciencia suficiente para aguantar al rey Magnus. Pobre de
ella.
Qué pesadilla debe ser compartir la vida con el rey
Magnus. Pasar todos los días cuidando las palabras para no
hacerlo enojar, soportar su amarga personalidad y dejar el
remordimiento de conciencia a un lado para compartir la
cama con un asesino.
—¿Pobre? ¡Tendrá más dinero del que podrá gastar en
toda su vida! —afirma el cocinero.
—Bueno, basta de tonterías, no me he presentado ante
la señorita. Soy Odo, el catador real. —Me extiende la mano.
—¿Catador real? —pregunto al corresponderle el gesto.
—Soy quien prueba la comida del rey para evitar
envenenamientos o intoxicaciones. Si algo malo pasa, me
voy directo al cementerio, tres metros bajo tierra —se burla
y hace reír a los demás, excepto a mí.
—¿Y usted qué función cumple? —le pregunto al hombre
de las llaves.
—Soy el mayordomo. Superviso a las empleadas como
Luena y soy el encargado de tener todo bajo control al
momento del cambio de guardias.
—No sé por qué creí que Francis también era el
mayordomo.
—No, él aquí solo cumple dos funciones: la de consejero
real y la de mediar por nosotros cada vez que el rey nos
regaña.
Pienso en toda la paciencia que deben tener los que
trabajan aquí y en lo increíblemente alto que debe ser el
pago que reciben, pues no hay manera de que alguien se
quede a recibir malos tratos por un sueldo miserable.
—Theobald, ya basta, préstame la llave —insiste Luena.
—Más te vale que no me metas en problemas —le
advierte, abriendo la argolla de su llavero.
Una vez la tenemos en nuestro poder, subimos a la
segunda planta en busca de la oficina del consejero. Dos
guardias custodian la puerta, pero entramos sin prestarles
atención.
—Sabes que si Francis pregunta, los custodios le dirán
que estuvimos aquí, ¿verdad? —susurra.
—No importa, lo que necesito es buscar el cuaderno en el
que anota los nombres de los visitantes del palacio.
Comenzamos a registrar el sitio, pendientes de cualquier
ruido exterior. El señor Francis tiene una infinidad de textos
en su oficina y eso complica nuestra búsqueda. Revisamos
los papeles que hay sobre su escritorio, en los estantes, las
repisas e incluso los archivadores, pero aquella agenda no
está en ninguna parte. Espero que no la tenga en las
gavetas bajo llave.
—¡La encontré! —anuncia Luena, trayendo una libreta
gris.
En la parte superior de cada página hay fechas, así que
voy directamente a los días en los que estuve aquí. Primero
el día del bazar y luego el día con Valentine y Amadea. Una
vez las encuentro, arranco las hojas para no dejar evidencia
de mis visitas. Sé que Francis notará que han arrancado
páginas y no me importa. Prefiero que siga sospechando de
mí, pero que no tenga la verdad en sus manos.
—¿Eso era todo? —me pregunta cuando escondo los
papeles en mi vestido.
—Sí, ya podemos irnos. —Asiento y dejo la agenda en su
lugar.

***

Cuando volvemos a la cocina para entregarle la llave a


Theobald, me encuentro con la noticia de que yo soy la
invitada de la que hablaba el cocinero Bronson hace poco.
¡Tendré que ir a cenar con el rey y su novia! Siento que voy
a desmayarme solo de pensar en compartir la mesa con ese
hombre. ¿Desde cuándo los prisioneros de guerra comen
con el rey? ¿Acaso ya saben la verdad y van a
envenenarme? ¡Por Bartolomeo! Estoy segura de que se
trata de eso.
A pesar de lo mucho que me resistí, un guardia me guía
por el pasillo hasta el salón de banquetes del palacio, una
estancia de paredes color crema y cuadros con paisajes del
reino. En uno reconozco la calle de Armas y otros son
retratos de Meridoffe Lacrontte. El cuadro más grande de
todos inmortaliza a una pareja conformada por una mujer
joven de cabello rubio y piel como la porcelana, que parece
tener un sinfín de amaneceres en sus ojos miel, y un
hombre detrás de ella, que tiene el cabello café y una barba
no muy espesa de la cual sale una tenue sonrisa, no
forzada, pero sí sencilla. La sonrisa de ella me resulta cálida,
como la de una madre. Y él tiene la mirada sagaz de un
puma y las pupilas coloreadas con un verde muy particular
que ya he visto antes. Desvío casi por inercia la vista hacia
el rey Lacrontte, quien ya me observa, pues estaba
concentrada en el retrato de los que supongo eran sus
padres de jóvenes. Parece como si desaprobara que los mire
fijamente, así que opto por centrarme en el resto de las
cosas que conforman el comedor. Una chimenea sobre la
cual hay un espejo cromado, cortinas doradas que cubren
las ventanas, como si la luz exterior estuviera prohibida; el
techo embellecido con ornamentos dorados que me
recuerdan la filigrana y un comedor largo, con el más
impoluto mantel blanco.
—Bienvenida —me saluda la señorita Vanir con una
sonrisa que me confunde. ¿No habían mandado a llamar al
consejero para que la sacara del palacio?—. Puedes tomar
asiento frente a mí.
El rey Magnus ahora se niega a mirarme mientras tomo
mi lugar, parece que está dejándole el papel de anfitriona a
su novia.
—Gracias por invitarme —digo en voz baja.
—Al menos esmérese en llegar temprano la próxima vez
—dice el rey con molestia—. Y, Vanir —se gira hacia su
novia—, no sé por qué te tomaste la libertad de invitar a
una prisionera a mi mesa.
—Prefiero retirarme —anuncio y empiezo a levantarme
con cautela. No puedo arriesgarme a perder de nuevo con
él. Mi situación es muy precaria.
—No, linda. No tienes que irte. Siéntate y háblanos de ti.
Claro, por eso estoy aquí. Esta cena no es más que una
fachada para recopilar información o buscar algún fallo en
mi discurso. Puede que el rey Magnus ya esté enterado de
las sospechas de su consejero y busque hacer caer mi
mentira. Incluso es posible que el reclamo a su novia solo
sea parte del plan para que yo no sospeche.
En la mesa hay un montón de cubiertos y juro que la
señorita Etheldret está ansiosa por ver cuál tomaré para la
tartaleta de salmón y calabacín que dispusieron como
entrada para mí. Tomo el tenedor correspondiente y ella
sonríe al ver mi elección. No hay que ser un experto para
saberlo. Además, en tutorías nos impartieron clases de
etiqueta.
—Veo que sabes diferenciar los cubiertos. —No duda en
señalarlo, atrayendo la atención del rey Magnus—. ¿Eres
una noble?
Lo sabía. Esto es un interrogatorio.
—No hay que ser noble para saberlo.
—Entonces, si no eres una noble, ¿cómo es que Valentine
Russo decide llevarte a una cena en el palacio? —el rey me
habla, aunque no me mira. Sigue concentrado en su plato.
—Soy su aprendiz —invento con la mente trabajando
rápido y las manos frías de los nervios—. Ella me enseña
cosas, como a bailar ballet, aprender poesía e, incluso,
historia.
Armo una mentira que me aleje lo más posible de Stefan.
Digo que soy una plebeya de bajos recursos y que fui
beneficiaria de un proyecto de tutorías de la señorita
Valentine, que se basa en cobijar a una persona de los
barrios más pobres de Palkareth. Y con eso también justifico
el que haya viajado con ellas al cumpleaños de su abuela
Aidana.
—Esa chica Russo parece ser alguien muy amable. Y qué
afortunada tú por salir de los vecindarios marginados y
tener la dicha de conocer Lacrontte —interviene la señorita
Vanir con una amabilidad un tanto mordaz—. ¿Sabías que
Magnus y yo también nos conocimos en una gala benéfica?
—me pregunta y yo niego—. Fue amor a primera vista,
¿cierto? —se dirige al amargado, quien solo le da una
mirada tan dura como un bloque de concreto—. Es un
hombre de pocas palabras —lo excusa Vanir, y pienso en el
dolor de cabeza que debe ser convertirse en la novia de
este hombre. Yo me habría levantado de la mesa hace
mucho por su grosería. El silencio se extiende y entonces la
mujer vuelve a hablar—. Emery, ¿tienes novio?
—Sí, se llama Pharell —miento y pienso en Stefan,
esperando que los buenos recuerdos hagan que mi
semblante parezca el de una chica enamorada.
—¿Y a qué se dedica?
—Creo que ya fueron suficientes preguntas —protesta el
rey Magnus, que parece querer levantarse de la mesa.
Quizás ya obtuvo la información que necesitaba y no ve
necesario seguir con la cena.
—Estoy intentando ser amable. ¿Podrías colaborar?
—¿Quieres saber a qué se dedica su pareja? Estoy seguro
de que adivinaré. Vamos a ver: ella es pobre, así que su
novio debe serlo también. Debe ser algún ladrón o vendedor
en el mercado, pues no es lo suficientemente llamativa
como para que un noble se fije en ella y se enamore tanto
que olvide la inferioridad de su rango. ¿Ves lo sencillo que
es? ¿Adiviné o no, pueblerina?
—Adivinó, majestad. —Suelto el tenedor y contengo la ira
y la humillación—. Gracias por la invitación, pero prefiero
retirarme.
Ninguno de los dos me contesta, así que me limito a
hacer una reverencia y salir de allí lo más rápido que puedo.
Me niego a que esas dos personas tan desagradables me
vean llorar. No les voy a dar el gusto de verme débil. El rey
Magnus es un patán, un grosero y todos los adjetivos
despectivos que existan en el mundo. ¡Lo odio! ¡Juro por las
flores que están prohibidas en este estúpido reino que lo
odio! No le regalaré mis lágrimas ni mi paz. Se salva de ser
la persona que más desprecio en el mundo porque ese lugar
lo ocupa Silas Denavritz, pero se ha ganado el segundo
lugar en mi lista.

***

Desde hace media hora estoy acostada en la cama de la


alcoba que me asignaron, mirando el techo e intentando
mantener la calma. Pienso en mis padres y en Stefan, a
quien echo muchísimo de menos. ¿Habrá podido hacer algo
con respecto a su padre? ¿Pensará en entregarlo o en atacar
el palacio con ayuda de Cristeners, como lo hizo una vez?
¿El rey Silas lo habrá forzado a sacrificarnos para salvarse a
sí mismo? Esa última opción me asusta, pero por alguna
razón es la que más ruido hace en mi cabeza.
Un llamado en la puerta me saca de mis pensamientos y
la voz de Luena me obliga a levantarme con prisa, pues
necesito una distracción en medio de mi asfixiante
aburrimiento. La doncella me propone ir al cambio de turno
de los guardias. Como estoy desesperada por salir de estas
cuatro paredes, acepto con la única condición de que a
partir de ahora deje de tratarme de usted. Me guía a la
lavandería para recoger unas cestas de ropa con uniformes
que después llevamos hasta un lugar al fondo del palacio.
—Aquí vienen los guardias a cambiarse —explica antes
de correr a un ventanal—. Mira, acaban de llegar. Los
recogen a cada uno en sus respectivas casas. ¿Ves a aquel
hombre de pelo castaño y de camisa roja? —Señala a uno
de los tantos sujetos—. Antes me sentía atraída por él, pero
se casó y me obligué a borrar mis sentimientos.
Los hombres entran a una sala de pequeños cubículos y
estantes con candados. Hacen bromas y se cuentan
chismes, lo que llena de ruido y vida la habitación. Luena,
otras doncellas y yo dejamos la ropa en el lugar que le
corresponde a cada uno. Me llama la atención que todos
traigan solo un par de botas perfectamente lustradas en la
mano y nada más. No cargan con maletines ni objetos
personales.
—¿Por qué no traen nada consigo? —le pregunto a Luena
mientras los vemos entrar a los vestidores.
—Porque está prohibido —me explica—. Es una medida
de seguridad del palacio. Ya sabes, para que no traigan
ningún objeto que pueda atentar contra la vida del rey y
para que tampoco tengan dónde esconder cosas del
palacio, si es que intentan robárselas. Solo se les permite
traer zapatos, y los revisan minuciosamente antes de entrar.
—Esto es una locura que solo podría venir de parte de
alguien tan demente como Magnus Lacrontte. Ni siquiera el
rey Silas, con todas sus ínfulas, pone tantas restricciones en
Palkareth—. Tampoco traen su propio uniforme de casa, sino
que lo recogen aquí, porque el rey Magnus no tolera ningún
tipo de olor diferente al de su perfume, así que los guardias
no deben usar lociones ni portar su propia ropa mientras
están aquí.
—¿Creen que el rey Magnus le pida matrimonio a la
señorita Vanir? —pregunta un guardia al salir arreglado del
cubículo. Camina hacia los estantes y guarda su ropa de
civil bajo llave.
—Apuesto a que no. Ella se terminará cansando de su
carácter. —Aparece otro de sus compañeros.
A este le doy la razón. No creo que la señorita Vanir
merezca soportar la personalidad horrible de su novio.
Hacerlo sería como someterse a vivir una tortura.
—¿Cuánto apuestas? Yo, cincuenta quinels a que sí se
casan. Es el rey. Por más mal humor que tenga, no lo va a
dejar ir.
—Se la pasan peleando, no creo que sea posible. Él se
terminará casando con otra mujer. Quizás una princesa de
otro reino. —Viene a nosotras el hombre que Luena me
mostró como su exenamorado.
—También lo veo posible. Apuesto veinte quinels a que
será con una extranjera. ¿Cuál sería la última persona con la
que se casaría el rey Magnus?
—Una mishniana —responden varios al unísono.
—¡Y más si es plebeya! —exclama otro.
—Oigan, ella es mishniana y plebeya —Luena trata de
defenderme, mirándome de reojo y sonrojada por los
comentarios de estos hombres.
—No te ofendas —dice uno—. Debes estar agradecida
porque estás a salvo de ser la esposa de un tipo rígido,
calculador y prepotente.
—¡Basta! Anotación por hablar mal de su majestad —
anuncia Theobald, que ha estado supervisando el cambio de
turno.
—¿Qué pasa, Theobald? Se supone que estamos en
confianza.
—Puedes hablar mal de él fuera del palacio, no dentro —
le recuerda lo que al parecer es una regla conocida.
Mi cabeza es como una sala con muchas puertas
diferentes, y ahora, cuando necesito que se abra la que
esconde la respuesta sobre cómo salir de aquí, se gira el
pomo de aquella que me hace pensar en el señor Field y en
que el lado menos glamuroso del palacio sería un buen
tema para el proyecto final. ¿Cómo puedo estar pensando
en el trabajo de tutorías cuando soy una prisionera del reino
enemigo? Es como si la esperanza quisiera motivarme a
luchar por salir de aquí y por no perder la fe en Stefan.
Cuando llega la hora de cambiar el turno, Luena me
invita a subir a la tercera planta para acompañarla a recibir
la ronda de aquel custodio que antes le atraía. Arriba nos
detenemos frente a una puerta de color crema y detalles
cromados que parecen oro, donde el joven releva a su
compañero. Luena me susurra que se trata de la habitación
del rey, el lugar más custodiado del palacio.
—¿Creen que la señorita Vanir se quede a dormir hoy con
el rey? —comienzan a hablar los guardias entre ellos.
—¿Acaso no se había ido? Escuché que tuvieron que
buscar a Francis para que la sacara.
—Ella es como el hambre. Se va por un momento, pero
regresa cuando menos lo esperas. Por cierto, se ha corrido
el rumor de que la señorita —me señala con la mirada— lo
pone agresivo. ¿Qué le haces? —inquiere, como si todo
fuera mi culpa, cuando la verdad es que no tengo nada que
ver con su mal carácter—. Por favor, colabora, ya es
bastante difícil tratarlo cuando se supone que está de buen
humor.
Como si la muerte se acercara, de repente todos se
quedan paralizados. Luena baja la cabeza y une las manos
delante de su cuerpo cuando unos pasos se oyen en la
escalera. Segundos después veo que se trata del rey
Magnus, que camina, imponente, por el pasillo hasta su
habitación. Se desabrocha los botones de la camisa con
prisa y sin bajar la mirada. Sin embargo, se detiene cuando
nota mi presencia y empieza a discutir conmigo… como
siempre. Suelto un suspiro.
—¿Qué hace aquí? —me reclama—. ¿Están haciendo una
fiesta? ¿Me harán una ovación? ¿Se arrodillarán para
venerarme? Les recuerdo —señala a los que están conmigo
en el corredor— que ella es una prisionera de guerra, no
una habitante más del palacio. No comprendo qué hace
parada en la puerta de mi alcoba si no es guardia ni
doncella. ¿Acaso está esperando que la invite a pasar? —
pregunta, mirándome.
—Solo pasaba por aquí, ya me retiraba —respondo con
calma.
—Me compadezco de su novio por tener que aguantarla
—espeta, acercándose y apuntándome con un dedo a los
labios.
¿Y quién se lo aguanta a él? Yo no podría hacerlo ni
porque me pagaran miles de quinels.
—Fulbert es un hombre increíble —respondo muy rápido
y me pateo mentalmente por mi error.
—¿No se llamaba Pharell? —El rey levanta una ceja—.
¿Cuántos novios tiene?
—Fulbert es su segundo nombre.
—Me parece que se lo ha inventado, pero, en todo caso…
pobre hombre. No es suficiente castigo aguantarla a usted,
sino que también se llama Pharell Fulbert.
Tras eso, se da la vuelta y entra a su alcoba cuando los
guardias le abren la puerta, dejándome encolerizada en el
corredor. Tengo que buscar la forma de salir de aquí cuanto
antes.
Camino hacia mi habitación, sopesando mis
posibilidades, cuando Francis me intercepta. ¡Perfecto, lo
que necesitaba!
—¿En qué puedo ayudarle? —digo con falsa amabilidad.
—Necesito que me aclare algo insólito que sucedió en mi
oficina, ¿tiene tiempo?
Parece que mi vida se detiene y se cae a pedazos. En el
pecho siento punzadas y la respiración se me vuelve
pesada, como si estuviera a metros de altura. ¡Por mis
vestidos! ¿Me descubrió tan pronto? ¿Theobald reveló que
fuimos a pedirle prestadas las llaves?
—Es medianoche y de verdad estoy cansada —finjo
calma, aunque mis latidos acelerados podrían escucharse
hasta Mishnock.
—De acuerdo. Dejemos que siga siendo un misterio que
hayan desaparecido dos hojas de mi libreta de registro sin
explicación —comenta como si hablara del clima—. No
quiero pensar que justo en esas páginas estaba escrito su
verdadero nombre. Demasiada casualidad, ¿no cree? Por
fortuna, recuerdo que en una de sus visitas estaba
acompañando a la señorita Valentine Russo, así que me
pareció que le gustaría saber que ya le envié una carta a su
padre, preguntándole si conoce a una tal Emery Naford, del
proyecto de beneficencia de su hija. —Sus palabras me
dejan clavada en el suelo. Ya el rey Magnus se lo ha contado
todo—. Buenas noches, señorita.
Francis no espera una reacción de mi parte, simplemente
se da media vuelta y camina de regreso por el pasillo
después de hundirme en las profundidades del terror. Si el
barón abre la boca, estaré perdida y ni Stefan ni nadie
podrán salvarme de la condena que me darán. ¿Dónde me
metí?
34

Una mañana más que agregar a mi estadía en Lacrontte.


Hoy he despertado viva gracias a la mentira.
Luena viene a mi habitación mientras desayuno y me
avisa que el sastre ya tiene listos los vestidos que usaré
mientras esté aquí en Lacrontte. Cuando llegamos al lugar
de trabajo de Remill, Vanir también está allí, para mi
desgracia, probándose un par de trajes preciosos frente al
espejo.
—Emery, ¿cierto? —dice sonriendo al verme llegar y yo
asiento. A pesar de que su tono es amigable, no confío en
ella.
Mientras el sastre va por mi ropa, me acomodo en el sofá
junto a Luena. Observamos a Vanir, que lleva un vestido
ajustado de pedrería que resalta su cabello rojizo y sus ojos
ámbar claro.
—¿Qué tal? —pregunta, captando nuestra atención—.
¿Me veo como la futura reina de Lacrontte?
—¿Usted está comprometida con el rey? —suelto sin
pensarlo.
—Aún no, pero sé que me lo pedirá pronto porque me lo
merezco. Soy lo mejor que le ha pasado en su vida y me
veré incluso mejor con una corona sobre la cabeza —
comenta, admirándose en el espejo—. ¡Remill! ¡Ven! Creo
que deberíamos pasar a la ropa interior, quiero sorprender a
Magnus.
El sastre vuelve a aparecer y me entrega los vestidos
mientras Vanir va a cambiarse. Los trajes que me hizo son
todos iguales: monocromáticos y de colores claros como
blanco, gris, rosa y celeste. Todos tienen mangas cortas y
abultadas, siluetas amplias y un corte plano en el pecho.
Cuando termino de medirme el primero, Vanir ya está sobre
el pequeño podio circular con un conjunto de lencería
blanco que se amolda perfectamente a su cuerpo y que
resalta sus piernas largas.
—Creo que le dará un paro cardíaco a Magnus cuando
me vea esta noche con esto —comenta después de mirar
con desdén mis vestidos sencillos—. Por cierto, Emery, no
pude evitar notar que tus vestidos son bastante simples,
¿no quieres comisionarle algo más elaborado a Remill? No
te preocupes por Magnus, yo lo contentaré si llega a
enojarse. Aunque, ¿crees que le queden bien? —le consulta
al sastre y luego me mira—. Es broma. Dentro de tu belleza,
eres muy bonita.
De repente llaman a la puerta y, cuando Vanir se ha
cubierto con un abrigo, le ordena a Luena que abra. Es un
guardia del palacio y la decepción se apodera del rostro de
la mujer. Quizás esperaba al rey Magnus.
—Señorita Naford, su majestad la solicita en el ala
suroeste del palacio —anuncia, y de nuevo el miedo me
invade.
—¿Pediste una reunión con él? —me interroga la señorita
Etheldret y yo niego—. Qué extraño.
Bajo su mirada desagradable, salgo con el guardia
después de que Luena me asegura que llevará la ropa a mi
habitación. Tomamos las escaleras y avanzamos por un
largo pasillo que nos lleva al exterior del palacio. Hemos
caminado tanto que pienso que me están llevando a un
lugar apartado para hacerme daño, hasta que veo en la
distancia al rey Lacrontte.
Se encuentra en una especie de círculo inmenso
bordeado con piedras blancas. Al frente hay una reja,
fuertemente custodiada por guardias, que parece conducir a
un nivel subterráneo. Entonces reconozco el lugar. Cuando
salí de allí estaba tan débil que no les presté atención a los
detalles; es el calabozo donde estuve algunos días. Me
petrifico al instante y dejo de andar. Él prometió que no me
volvería a enviar allí. ¡Y yo le creí! ¿Cómo pude creerle? Está
demente si piensa que pondré un pie en ese lugar.
—¡Teníamos un trato! —grito desde lejos, llamando su
atención.
Cuando se gira para verme, noto que no lleva camisa y
que tiene muchas heridas en el cuerpo. Algunas sangran y
otras son solo rasguños. Tiene varias cicatrices que se
extienden por la espalda, pero ninguna en el torso, que está
completamente sudado. El rey de Lacrontte tiene un cuerpo
de guerrero, no de soberano, y mentiría si dijera que no luce
bien. Nunca había estado frente a un hombre semidesnudo
y admito que la vista que ofrece es increíble. Me arde el
rostro como si estuviera febril, pero trato de no mirarlo
porque algo me dice que no es correcto.
—¿De qué habla, irrespetuosa? —inquiere,
desenrollándose las vendas que lleva en las manos.
Doy unos pasos hacia atrás y lo veo revelar sus nudillos
ensangrentados. Le caen unas gotas de sudor del cabello
cuando mueve el cuello de un lado a otro. Tiene las mejillas
rojas y la respiración agitada; seguramente estuvo haciendo
un gran esfuerzo físico.
—Prometió que no me volvería a encerrar en el calabozo.
—Y no lo haré —dice con seriedad. Veo sangre esparcida
dentro del círculo. ¿Qué estaba haciendo? ¿Acaso ya
descubrió que le mentí, asesinó a los Pantresh y ahora viene
por mí?—. Puede retirarse —le habla al guardia que ha
venido conmigo.
—¿Va a asesinarme? —retrocedo con la voz estrangulada
por el terror.
No me responde. Un sirviente le pasa una toalla con la
que se limpia el rostro. Luego levanta la cara hacia el sol,
que también se refleja en todo su cuerpo debido al sudor.
—¡Contésteme, por favor!
—Usted no es nadie para exigirme respuestas.
El sirviente le pasa varios vasos de agua que él bebe
mientras ignora mi presencia.
—¿Me matará? —repito—. ¿Ya se deshizo de los
Pantresh? —Pienso en Camille y se me hace pequeño el
corazón. Ella era una buena persona.
El rey camina hacia mí a pasos agigantados, recoge una
daga manchada de sangre del suelo y con ella me señala,
iracundo.
—No me colme la paciencia, pueblerina, ¡cállese de una
buena vez! —explota con una mirada de águila—. La mandé
a llamar para informarle que mis hombres no han visto
movimientos en Erebolt por estos días. —¡Por mi alma
entera! ¿Sus solados ya llegaron hasta allá? Debían tardar
casi tres semanas. Siento que me falta el aire—. Más le vale
que no me esté mintiendo.
—Le dije la verdad, majestad —invento—. ¿Cómo llegó su
ejército tan rápido? —pregunto, pálida.
—¿Cree que voy a enviar a alguien? Están ahí, hay
lacrontters en todo Mishnock. No es un secreto. Y si fuera
cercana a los Russo, cuyo padre hace parte del Concejo de
Mishnock, lo sabría. —Me estudia, esperando una reacción
que no me permito darle.
—Ellos no me cuentan esas cosas —explico—. Valentine y
yo solo hablamos de los temas que me enseña en clase.
—Enviamos una carta ayer por la tarde —prosigue el rey
y recuerdo la conversación con Francis—. Acaba de llegar la
respuesta del señor Russo.
Voy a desmayarme. Juro que voy a desmayarme.
El criado se acerca y le pasa un papel que se dispone a
leer.

Estimado señor Modrisage:

Me alegra recibir noticias suyas, pero me intriga el


motivo por el cual me escribió.
No quiero que mi hija esté en problemas, entonces
responderé con sinceridad a su pregunta. Esta mañana le
consulté su duda a mi pequeña Valentine, quien me contó
del proyecto que usted menciona. En efecto, la joven Emery
es la afortunada ganadora de la bondad de mi niña, así que
claro que la conoce, pues de allí viene su cercana relación y
la razón por la que la acompaña a los eventos.

DOMINIC RUSSO

—¿Cree que debería tragarme esa respuesta? —inquiere al


finalizar.
Suelto el aire que retenía, la tensión abandona mi cuerpo
y mis latidos toman su ritmo habitual. No sé si lograré
agradecerle al barón Russo y a Valentine por lo que han
hecho, pero espero que sí. Acaban de salvar mi vida.
—Le confirman lo que ya le dije. No veo por qué no
creería en el señor Russo.
—¿A qué se dedica su familia, señorita? —pregunta con
un tono que me indica que está a poco de perder la
paciencia de nuevo.
Sé que el señor Francis me recuerda medianamente por
lo que sucedió el día de mi casi sentencia, así que debo
tener mucho cuidado con lo que diré a continuación.
—Desde que Valentine nos ayuda, papá vende perfumes
en las calles de Palkareth.
No especifico ningún lugar como el mercado para que no
le sea fácil rastrearlos.
—Si son tan pobres, ¿de dónde sacan el dinero para crear
perfumes? ¿Cómo lograron venir al bazar de Lacrontte?
Sabía que Francis lo pondría al tanto de lo que ocurrió
ese día.
—Valentine financió nuestro viaje —respondo con
honestidad.
—¿Tiene más familia aparte de su padre?
—Somos solo él y yo.
—¿Y su madre?
—Murió dándome a luz —miento.
—Es decir que usted la mató —suelta con desdén.
—No es así. —Aprovecho el tema sensible para desviar
su atención. Si aquello fuera cierto, su comentario me
caería como un disparo en el pecho—. Toda mi vida me he
sentido culpable por ello, pero es una carga personal que le
pido no tocar —espeto con falsa indignación—. No tiene
ningún derecho a remover mi pasado.
—¡¿Quién se cree para hablarme de esa forma?! —
reclama, apuntándome nuevamente con la daga.
En un movimiento impulsivo, guiado por el miedo y la
adrenalina, agarro el arma, cortándome la palma con el filo,
y bajo la mano hasta el mango para ser yo quien tenga el
control de la situación. El problema es que el rey de
Lacrontte es rápido y se abalanza sobre mí. Por reflejo, llevo
la punta de la daga hacia su cuerpo y se la clavo en el brazo
derecho.
—¡¿Qué ha hecho?! —se queja. Lo oigo gemir bajo
mientras se aleja y se saca la daga con brusquedad del
brazo.
Me escandalizo al ver la sangre en su cuerpo y en mis
manos. Me siento como una criminal y no sé cómo llegué a
este punto. Soy incapaz de moverme, de pensar. Solo sé
que los guardias se acercan al rey y él los detiene.
—Lo siento, lo siento mucho —balbuceo con
desesperación—. Yo no quería lastimarlo, de verdad lo
lamento. Perdóneme, por favor. Le juro que no fue mi
intención.
—¡Cierre la boca! ¡Esto le costará la vida! —vocifera.
Las lágrimas se me agolpan en los ojos. Yo jamás había
lastimado a nadie. No quería hacerlo, de verdad no quería
dañarlo. Solo quería defenderme y… Sangre. Tengo sangre
en las manos. Intento limpiármelas en el vestido y todo se
vuelve peor. Estoy desesperada. Trato de caminar hacia él
para ayudarlo, pero no me lo permite. No puedo respirar con
normalidad y las lágrimas no ayudan. Mis emociones me
controlan, me ciegan. La sangre en su brazo y la certeza de
que yo causé eso me guían hacia un abismo de culpa y
dolor.
—¡Tranquilícese! —me grita—. Detenga el espectáculo.
—Yo nunca había herido a nadie antes, se lo juro —digo,
como en un trance.
Me arden las manos, pero no me importa. Mi mente está
centrada en lo que hice y en lo que mis ojos borrosos por las
lágrimas ya no me permiten ver con claridad.
—Le creo —asegura con tranquilidad y me sorprende la
gentileza de su tono.
—Entonces permítame ayudarlo. Se lo ruego. —El rey
Magnus ve mi angustia y sé que la comprende, lo puedo ver
en su mirada—. Déjeme ayudarlo —insisto.
—De acuerdo. ¿Qué quiere hacer? —pregunta, y el alivio
me genera una pizca de calma.
—Yo sé un poco de reanimación. —Me limpio el llanto.
—No estoy agonizando, pueblerina.
—Nunca se sabe.
Quiere sonreír, se le nota en las comisuras de los labios.
No obstante, se reprime girando el cuello para evitar que el
gesto se tome su rostro.
—¿Qué va a hacer? —pregunta de nuevo con más
seriedad y, como no me muevo, sugiere algo—. Un
torniquete, puede hacerlo para que no siga sangrando.
Asiento y resopla con frustración antes de quitarse la
venda que le cubre la herida. Extiende el brazo y lo recibo
con manos temblorosas.
—Hágalo rápido —exige.
Me sangran las palmas, así que las paso nuevamente por
mi vestido antes de amarrar la venda por debajo de la
herida, haciendo el torniquete que sugirió. No paro de
temblar, soy incapaz de respirar profundo, y el pánico y la
culpa se pelean por mi corazón. Cuando termino, el rey se
aleja, hastiado, y camina hacia el palacio sin decir una sola
palabra. Lo sigo, refugiándome detrás de su espalda ancha
y musculosa.
—¿Hacia dónde se dirige? —pregunto con voz apagada.
—Al médico. Ya déjeme en paz.
—Permítame acompañarlo. Quiero asegurarme de que
estará bien, por favor.
No responde, así que lo tomo como un sí.
Avanzamos hasta detenernos en una de las tantas
puertas, después de pasar bajo la vista discreta de guardias
y empleados. Al entrar se sienta en una camilla, mientras
que yo me quedo de pie cerca de la entrada, vigilante.
Como si el médico ya supiera a lo que viene, trae gasas y
solución salina.
—¿Cómo ocurrió? —pregunta el hombre—. Le he dicho
que es peligroso enfrentarse a los prisioneros. Debe parar
con esos torneos.
¿De qué está hablando este hombre? ¿A qué torneos se
refiere? ¿Serán los mismos de los que hablaba el reo del
calabozo el día en que llegamos?
—Majestad, ¿quién le hizo ese torniquete? —Se nota
sorprendido por la poca destreza—. La venda debe ir encima
de la herida para que haga presión e impida que la sangre
llegue allí.
El rey me mira y puedo leer en su mirada que le parezco
una tonta.
—Yo lo hice —comenta el rey, encubriéndome, aunque no
tendría que hacerlo—. Al parecer después de tantas batallas
se me olvidó cómo se pone de forma adecuada.
El médico comienza a hacer su trabajo. Limpia la herida,
la sutura y vuelve a vendarlo. En todo el proceso, el rey
Magnus no hace ningún gesto de dolor, se mantiene
tranquilo, como si fuera un chequeo de rutina.
—¿Qué? ¿No va a mostrarle las suyas? —Me mira de
repente cuando acaban con él—. Ella tiene un par en las
manos —informa por mí.
El médico se me acerca y yo le extiendo las manos,
mostrando mis cortadas. Él me examina tal como lo hizo
ayer, solo que ahora yo no estoy concentrada en cómo cura
mi herida, sino en el rey Magnus, que se levanta de la
camilla y camina hacia la puerta.
—Gracias por dejarme acompañarlo —le digo antes de
que se me pierda de vista.
—No la dejé, usted se invitó sola —contesta sin volverse
o siquiera detenerse. Él pudo haberme frenado, tal como
sucedió con los guardias, y no lo hizo—. Y tampoco exagere.
Me hirió en el brazo, no es una herida de muerte.
—Nunca se sabe —repito lo que dije afuera.
Y entonces la veo: una fugaz y diminuta sonrisa le
aparece en el rostro, mostrando un par de hoyuelos
profundos que desaparecen con la misma rapidez con la que
surgieron.

***

Después de unos minutos en el consultorio del palacio y de


ir a mi alcoba por un cambio de ropa, se me ocurre una idea
para ofrecerle disculpas al rey Magnus por lo que sucedió, y
para agradecerle por no enviarme directo al calabozo o,
peor, a la muerte. Todavía no puedo creer lo que hice y de lo
que me salvé. Por menos querían encarcelarme la primera
vez que vine a este reino, al bazar, y ahora que he escalado
más alto, hiriendo al rey, he tenido la suerte de salir ilesa.
Me dirijo a la cocina y le pido a Bronson que me ayude a
preparar quecses. Pongo a tostar el pan y él lo corta en
cubos mientras yo los ubico en pequeñas canastas para
bañarlos con miel.
—¿Qué tanto le gusta la miel al rey? —pregunto para
saber cuánta poner.
—No tiene problemas con ella, entonces pon la que
consideres necesaria.
—¿Eso era todo? —dice el catador, que ha estado
pendiente de la preparación—. Creí que era algo más
elaborado.
—Es comida callejera mishniana. Por favor, no se lo
digan.
Después de que Odo prueba los quecses y se toma un
tiempo para comprobar si morirá o no, me acompaña hasta
la oficina del rey, pero al llegar los guardias nos detienen.
—No pueden entrar. El rey pidió que no lo
interrumpieran.
—¡¿Cómo quieres que no le reclame?! ¡Por poco te
asesina, Magnus! —Escucho los gritos de Vanir desde el otro
lado de la puerta.
—No exageres. —La voz del amargado monarca, quien
parece a punto de perder la paciencia—. Fue un accidente.
Si no, ya la habría enviado a la horca.
—¿Por qué la defiendes? ¿Acaso te gusta esa mujer?
—Creo que lo mejor será que nos vayamos —susurra el
catador.
—¡¿De qué estás hablando?! —Su enojo se incrementa y
sube el tono—. ¿De verdad piensas que podría fijarme en
una plebeya mishniana, Vanir?
—¡No lo sé! ¡No veo otra explicación! —El rey dice algo
que no logro escuchar—. ¿Vas a echarme como lo hiciste la
primera vez? ¿De nuevo la pondrás por encima de mí?
—No la pongo sobre ti porque ella no es nadie en mi vida,
pero tú tampoco tienes derecho a reclamarme. Te lo conté
solamente porque preguntaste qué había sucedido, pero te
recuerdo que soy tu rey, Vanir, y yo no le rindo cuentas a
nadie.
—Por favor, retírense —nos ordena un guardia, y Odo me
toma del brazo para alejarnos. ¿Por qué siempre causo
problemas en cada lugar al que voy?
—Te los obsequio. —Le extiendo la canasta con quecses,
decaída—. Disfrútalos. Ya encontraré otra forma de pedirle
disculpas.
Me alejo pretendiendo que no pasa nada, que no estoy
sola en el reino enemigo, que sé dónde está Stefan y que sé
qué está pasando con mi familia. Nadie alcanza a imaginar
lo triste que me siento. No quiero causar líos, aunque al
parecer es lo único que sé hacer.
35

Hoy es el cuarto día desde que llegué a este reino y si mis


padres están al tanto del tiempo límite que los lacrontters le
dieron a Stefan, no imagino cuánto han de estar sufriendo al
pensar que ya estoy muerta. Ni siquiera puedo enviarles
una carta para que sepan que estoy bien, al menos por
ahora, y eso me atormenta a cada minuto.
Me encuentro en la biblioteca del palacio, leyendo
algunos textos con las palmas vendadas. Ya no me duelen
tanto las cortadas, aunque a veces sí me arden. Todavía no
asimilo que haya sobrevivido después de atacar al rey de
Lacrontte. Luena me trajo a este lugar en la mañana antes
de ocuparse en sus labores. Necesitaba distraerme, pues no
tener noticias de Stefan me carcome la cabeza. Y este lugar,
con la belleza de sus dos niveles repletos de libros, las
múltiples mesas que zigzaguean en el pasillo libre de
estantes y las escaleras para alcanzar los textos superiores,
es idóneo para hacerlo. Me resulta curioso que, a diferencia
de Mishnock, aquí sí hay textos que relatan la historia del
pueblo enemigo, en este caso, nosotros. Y hay tanta
variedad que podría perderme días enteros entre estos
libros. De repente escucho la puerta de la biblioteca y
cuando levanto la vista veo que se trata de Vanir. Lo que me
faltaba, seguro viene a reclamarme por haber herido a su
novio.
—Qué bueno que te encuentro —dice con el mismo tono
amable que no me convence—. Ayer Magnus me contó lo
que ocurrió, lo que le hiciste. —Se sienta en la silla frente a
mí y se inclina sobre la mesa—. Solo que ese no es el punto,
así que iré al grano. Me gustaría que entendieras que
Magnus y yo tenemos una relación formal, pública y con
planes. —Asiento porque eso ya lo sé—. Mira, Emery, me
agradas, eres una joven dulce e inocente, así que me
preocupa que confundas algún gesto de amabilidad de
parte de Magnus con otra cosa.
¿Amabilidad? No creo que ese hombre conozca el
significado de esa palabra.
—No se preocupe, señorita Vanir. Tengo novio y toda mi
atención está puesta en él —le aseguro, pensando en Stefan
y en aquellos ojos azules que me encantan.
—Qué alegría escucharlo porque me preocupaba que te
crearas ilusiones falsas que pudieran lastimarte. Y, además,
tú no eres su tipo de mujer —dice con dulzura,
acariciándome la mano—. Sé feliz con tu novio, te mereces
lo mejor.
—Gracias por sus buenos deseos. —Trato de no hacer
una mueca ante su falsedad, pero lo que no puedo disimular
es la incomodidad de mi voz.
—De nada, cariño. —Sonríe y da un pequeño aplauso—.
Ahora, ¿qué te parece si me ayudas con una sorpresa que
quiero darle a Magnus?
—¿Y de qué se trata? —Suspiro cuando entiendo que no
me dejará seguir con los libros.
—Es obvio para todos que, en un futuro muy próximo,
Magnus terminará pidiéndome matrimonio y esta mañana lo
escuché hablar con Francis sobre obras benéficas, por lo
que se me ocurrió la brillante idea de presentarle un
proyecto para deslumbrarlo y que entienda que, cuando me
pida ser su esposa, me convertiré en una grandiosa reina
que se preocupa por su pueblo. El problema es que no se
me ocurre nada, pero dos mentes piensan mejor que una y
tú demuestras ser una chica inteligente.
Ambas nos quedamos pensando durante un rato,
lanzando ideas al aire. Vanir no es de mucha ayuda, pues
está completamente desconectada del pueblo, así que me
encargo de descartar algunas ideas hasta que, de repente,
se dispara el horrible recuerdo de aquellos días en los que
no probé bocado y le propongo que cree un comedor
comunitario para los más necesitados. Le encanta la idea y
empieza a hablar de la placa conmemorativa que pedirá
que el rey de Lacrontte ponga en su honor. Por fortuna, la
aparición de un guardia me salva de tener que escucharla
más.
—Lamento la interrupción. La señorita Emery ha sido
solicitada en la oficina del rey Magnus.
—¿De nuevo? —suelta ella, tan bajo como para que solo
yo pueda escucharla.
Por el rabillo del ojo veo su expresión de desagrado, así
que me apresuro a caminar hacia el guardia para salir de allí
y evitar cualquier comentario. El hombre me lleva hasta la
segunda planta y ahí vuelvo a entrar sin que me anuncien.
Tengo los hombros tensos y la boca seca y ruego que no se
haya arrepentido de no castigarme por lo de ayer. Dentro se
encuentran el rey Magnus y el rey Gregorie, su primo, quien
sonríe cuando me ve. Mis ojos van al brazo derecho del
soberano de Lacrontte para comprobar cómo sigue su
herida, pero la manga larga de su camisa no me lo permite.
Les ofrezco una reverencia como muestra de respeto y
luego no sé qué más hacer.
—Es perfecta —dice, examinándome—. Ya tenemos todo
lo que nos hacía falta, ahora planeemos la movida.
—Te lo dije. Nadie sospechará de ella —asegura el rey
Magnus y yo no entiendo absolutamente nada.
—¿Buenas tardes? —saludo al ver que me ignoran.
—Soy Gregorie Fulhenor Lacrontte, un gusto conocerla.
—Se levanta de la silla e inclina la cabeza—. Espere, creo
que la he visto antes, ¿no es cierto? —Abro la boca para
responder, pero su memoria es rápida y le da el dato antes
de que yo pueda hacerlo—. Claro, en la fiesta de mi amada
Aidana. Bailé contigo. ¿Cuál es tu nombre?
Qué diferencia hay entre estos dos Lacrontte. No creería
que son familia si no fuera por la similitud de sus rostros. El
rey Fulhenor es tan amigable, educado y sonriente que
hasta me recuerda a Stefan.
—Emery Naford, majestad —me presento.
—Siéntese, señorita Naford, tenemos un trato que
ofrecerle —me pide, señalando la silla a su lado—. ¿Conoce
el reino de Grencowck?
—He escuchado sobre él. Sé que está gobernado por el
rey Aldous Sigourney.
—Y la reina Grace. Esa nación se encuentra sobre
infinidad de minas de oro. Tantas que considero necesario
que las compartan. ¿Usted no lo juzga igual?
—Gregorie, déjate de rodeos —interviene el rey de
Lacrontte—. Vamos a robarles su oro y usted nos va a
ayudar —comenta como si hablara de un paseo matutino.
—¡¿Yo?! —exclamo, presa del estupor—. ¿Cómo se
supone que podría serles útil?
—El rey Aldous me ha invitado a una reunión en su
palacio —explica el monarca de Cromanoff—, lo que es
extraño, dado que él es enemigo de Lacrontte y yo soy el
principal aliado de Magnus. Como buen primo, he viajado
hasta acá para contárselo y se nos ha ocurrido una idea
espectacular.
Mi cara de confusión debe decirle que sigo sin entender
nada, así que explica que el rey Aldous tiene una fijación
por las mujeres, lo que lo lleva a buscar amantes por todo el
continente para ofrecerles ser parte de su séquito a cambio
de lo mismo que estos dos hombres quieren, oro. Es ahí
cuando entiendo: quieren usarme para conseguir el metal.
Parece que el corazón se me sube a la garganta frente a los
terribles escenarios a los que me lleva esta idea. Claro que
no voy a permitir que un hombre me toque. Prefiero volver
al calabozo y no comer mientras esté allí antes que aceptar
esta propuesta.
—Calma. —Me detiene el rey Gregorie cuando intento
levantarme—. No la tocará, lo prometo. Solo tendrá que
fingir interés, Emery. ¿Puedo tutearla? —cuestiona y yo
asiento—. Voy a llevarte a la reunión como si fueras un
obsequio para él. Estará encantando. Debes lucir segura y
coqueta. Le pedirás que te enseñe el oro con el que va a
vestirte de ahora en adelante. Estamos seguros de que se
negará, entonces tendrás que usar tu poder de persuasión
para que te lleve a su bóveda. El asunto es que no debes
conformarte con que te la enseñe por fuera, sino
convencerlo de que la abra y mantenerlo entretenido allí
por suficiente tiempo para que mi primo pueda emboscarlo
y robarlo.
El rey de Lacrontte no dice una palabra, solo me observa
como si estuviera poniendo a prueba mi reacción al discurso
del rey Gregorie, quien sigue diciéndome que ya tienen a
alguien infiltrado en el palacio, un conde, que se ha
encargado de darles un mapa del palacio y los detalles del
sistema de seguridad, entre ellos, el número de la bóveda.
—¿Y el conde es confiable? Pensé que usted no se fiaba
de nadie, majestad —le hablo al amargado, intentando
encontrar alguna falla en el plan para que desistan. Esto es
una locura.
—No confío en nadie —responde y veo la indignación en
el rostro de su primo—. Aquí lo importante es que la
prisionera haga bien su trabajo.
—¿Y cómo lo llevaré a la bóveda?
—¿Acaso no tiene alguna técnica de seducción? —
reclama con los ojos verdes llenos de molestia—. ¿No dijo
que tenía novio?
Me sonrojo tanto que mi rostro delata mi inexperiencia.
Soy incapaz de formar palabras y el silencio se extiende.
—Puedo pedirle a Lerentia, mi prometida, que te enseñe
algunas —sugiere el monarca Fulhenor.
¡Por todos los tulipanes, no! No puedo arriesgarme a que
me reconozca y revele que soy la novia de Stefan. Eso
derrumbaría la débil fachada que he logrado mantener
hasta el momento.
—Preferiría hacerlo con la señorita Vanir —digo
rápidamente, aunque detesto esa opción también—. Ya la
conozco y creo que nos llevamos bien.
—¡Claro, Vanir! Esa mujer sí que debe tener un montón
de trucos interesantes, porque debió ser difícil cazar este
corazón. —Le toca el pecho a su primo con una actitud
bromista—. Pienso llevarme a Emery a Cromanoff porque
necesita aprender al menos técnicas básicas de defensa
personal.
—¡No puedes sacarla de aquí! —refuta mi captor—. Es
una prisionera de guerra. Debe estar bajo mi vigilancia todo
el tiempo. Le asignaré a un guardia para que la entrene,
pero de este palacio no sale hasta que tenga mi oro.
—¿Escuché bien? —pregunto, sorprendida, y una sonrisa
se asoma en mis labios.
—Esa es la parte del trato que no le hemos contado: si
nos ayuda a conseguir el oro, obtendrá su libertad —dice el
rey Magnus.
—¿En serio? —Me olvido de los formalismos y soy
incapaz de ocultar mi emoción. Volveré a ver a mi familia y
a Stefan—. ¿Me dejará ir incluso si no encuentran al rey
Silas?
—Es lo que acabamos de decirle… —contesta con
aburrimiento.
Por fin una salida real a mi cautiverio. Tengo que hacer
esto bien, me esforzaré tanto como pueda. Le pido que me
permita llevarme a Camille cuando todo esto acabe y, si se
puede, también a su madre. Él se niega, por lo que su primo
interviene y me asegura que así se hará. Empiezo a celebrar
sin importarme que ellos me vean, me levanto y me llevo
las manos a la boca, feliz, pero entonces la duda entra en
mi cabeza como un vendaval por la ventana. ¿Y si me están
mintiendo? ¿Y si la usada soy yo y al final no cumplen con
nada de lo que me prometen? O, si es que están diciendo la
verdad, ¿qué pasará si fallo? ¿Si por mi culpa no consiguen
el oro que tanto quieren? ¿Me asesinarán?
—¿Cómo sé que cumplirán y que no atentarán contra mí
si algo sale mal? —expongo mis preocupaciones y es el
soberano Lacrontte quien me contesta.
—Tendrá que confiar. No le queda otra opción.
Dudo, pero aun así acepto. No tengo nada que perder y
mucho que ganar.
—¿Y mis clases cuando empiezan? Necesito salvar a la
señorita Camille. —Nunca olvidaré lo que hizo por mí en el
calabozo, así que es mi deber sacarla de allí.
—Ya le avisaremos. Ahora, camine, tiene una cita con el
sastre.
Los dos se levantan y me guían por el pasillo hasta el
salón de costura, donde se adentran sin molestarse en
saludar.
—Remill, necesito que confeccione para la prisionera el
mejor vestido de su vida. Y solo tiene tres días para ello —le
comunica el rey de Cromanoff, y el hombre, que estaba
sentado en el sofá, deja el libro que leía y se incorpora—.
Debe ser acaparador, sensual, un deleite. —Me toma del
brazo y me lleva hasta el pequeño podio frente al espejo—.
¿Algún color que le guste? —pregunta.
—Me gusta mucho el azul.
Remill comienza a dibujar en su libreta mientras el
amargado manda a llamar a su novia. Le piden al sastre que
la pieza sea de color cobalto, un tipo de azul más oscuro, y
que tenga una abertura en alguna de las piernas, pues por
mi seguridad me darán una daga. Que tengan que darme un
arma por si llega a ser necesario defenderme me aterroriza,
pues quiere decir que esto será mucho más peligroso de lo
que había pensado.
Mientras me toman las medidas, un guardia llega con la
señorita Etheldret, quien no duda en acercarse a su novio
para tomarlo por las mejillas y darle un apasionado beso
que funde sus labios. Al verlos es inevitable pensar en lo
que he vivido con Stefan y en que parece haber
desaparecido. El rey Magnus se queda estático, casi
sorprendido, y se aleja con rapidez. Se nota en el ceño
fruncido de Vanir que esperaba que ese beso durara más
tiempo. Ambos comienzan a cruzar miradas, como si
discutieran en silencio. Ella, visiblemente enojada, y él,
bastante apático.
—Ya conoces lo que opino de estas cosas —dice él
después de un rato y no entiendo a qué se refiere: ¿al beso,
al arrebato o la intensidad del gesto? La señorita Etheldret
resopla y el rey Gregorie sonríe, como si ya fuera habitual
ver ese comportamiento en su primo—. Te mandé a llamar
porque desde hoy tienes una tarea, que, a decir verdad,
considero imposible. —Ella se recupera de la molestia por el
gesto anterior y le asegura que hará cualquier cosa por él
con una voz de miel—. Debes enseñarle a la prisionera
métodos de seducción. Tenemos un plan y necesitamos que
ella acapare la atención de un hombre para que Gregorie y
yo podamos hacer nuestro trabajo.
—¿Por qué no me usas a mí? Siempre soy el centro de las
miradas y no necesito más práctica —dice y no puedo
ignorar la mirada que me lanza.
—A ti te conocen y saben que eres mi pareja, así no
funcionará el plan.
—Bien, como ordenes. Me pondré a la tarea y, hablando
de ello —se apoya en el brazo de él, sonriéndole—, mientras
estábamos en tu oficina te escuché hablar de un proyecto
benéfico y se me ocurrió una idea brillante: un comedor
comunitario.
¿Se le ocurrió? Podría reírme en este instante por lo
absurdo de su comentario.
Él sopesa la idea, maquinando mentalmente, mientras
ella continúa explicando la problemática que la llevó a crear
esa iniciativa: muchas personas no tienen qué comer y, si
se construyera un lugar que proporcionara comida gratuita,
todos lo verían como al monarca más generoso que haya
gobernado Lacrontte. Él la felicita, aprobando el plan, y ella
aprovecha para pedirle la placa que me comentó en la
biblioteca. Quiere que el comedor lleve su nombre.
—Bueno, tú fuiste la de la idea. No te pienso robar el
crédito, así que no le veo problema.
Los ojos de la mujer se estrellan con los míos a través del
reflejo del espejo. Me observa por unos segundos, pero no
logro descifrar qué emoción esconde aquella mirada antes
de que la aparte de mí.
—Sí, fue mi idea —repone finalmente.
No esperaba que me diera crédito por ayudarla esta
mañana; sin embargo, tampoco creí que me sacaría de
forma tan radical. Prefiero fingir que no he escuchado, pues
lo último que quiero es discutir por una tontería.
—Entonces la tendrás. Me enorgullece saber que tengo a
una mujer tan ingeniosa a mi lado.
Ella le guiña el ojo, complacida por un halago que en
realidad sí le corresponde, pues tuvo mucho ingenio para
envolverme con su falsa amabilidad y sacarme la idea.
—¿Hay algo en específico que necesiten que le enseñe?
—continúa en su papel—, porque debo terminar antes de
que sea de noche, pues reservé un palco en el teatro para ir
contigo.
—¿Teatro? No puedo ir. Gregorie y yo tenemos que
planear nuestros próximos movimientos.
Al instante, ella busca una solución y propone que el rey
Fulhenor vaya con ellos. En un parpadeo se desata una
discusión entre los tres, que acaba con el monarca de
Cromanoff convencido de ir al teatro e invitándome a mí
como su acompañante, a pesar de las negativas de su
primo, quien le recuerda que soy una prisionera, no una
amiga de la casa real. Me parece irreal que, a pesar de estar
cautiva, siempre encuentre la forma de obtener beneficios.
Aunque ahora la salida no es por mérito propio, sino del
soberano de sonrisa amable y caballeroso trato. Pese a ello,
quisiera que fuera Stefan quien me llevara al teatro.
—Es una obra increíble. ¿Sabes quién la escribió? La
princesa Aphra.
—¿De Plate? ¿Aphra Griollwerd?
Una sonrisa aparece en mi rostro. Aphra, la brillante
Aphra, está triunfando con sus escritos, como siempre lo ha
querido.
—¿Conoce la obra, señorita Emery? —pregunta el rey
Fulhenor al ver mi expresión—. ¿Ha ido usted al teatro?
—No, simplemente imaginaba lo hermoso que ha de ser.
Jamás he ido a uno —miento para continuar con la fachada
de plebeya de muy bajos recursos.
El rey Magnus me estudia como si aquel gesto hubiera
revelado más de lo que debía y no se esmera en disimular
su sospecha. Clava los ojos verdes en mí con la fuerza de
una flecha y siento como si me encogiera bajo su mirada.
¡Por favor, Stefan, aparece pronto y sácame de aquí!
36

Nunca había usado dorado. La pieza que Remill me dio para


ir al teatro es un traje que la señorita Vanir descartó hace
unas semanas y que él ajustó a mi medida debido al corto
tiempo que teníamos. Es un vestido con transparencias que
simula tener hombros caídos. Tiene mangas largas con
pedrería, un escote en forma de corazón y una falda que me
marca la cintura y que luego cae espesa hasta los pies, lo
que ayuda a cubrir los zapatos color plata que usaba el día
de mi cumpleaños y que no hacen mucho juego con el traje.
Luena me recoge el cabello en un moño bajo, sostenido por
hebillas. Algunos mechones sueltos me adornan la cara a
cada lado y caen hasta mis hombros con ondas naturales.
Cuando Luena termina, me lavo la cara y pongo mi mejor
sonrisa. Es todo lo que puedo hacer, pues ella no tiene nada
de maquillaje y yo tampoco. Sin embargo, con las clases
que me dio la señorita Vanir toda la tarde debería estar lo
suficientemente sonrojada. No quiero ni pensar en las cosas
que me enseñó, que decía y que pretendía que yo repitiera.
El rey Gregorie me espera fuera de mi habitación. Viste
un traje oscuro con camisa blanca y porta una corona de
turmalinas en la cabeza. Me sonríe cuando me ve y el gesto
lo hace ver mucho más guapo. La princesa Lerentia es muy
afortunada.
—Luces hermosa —me halaga, extendiéndome su mano
—. Vamos. Magnus y Vanir ya deben estar esperándonos.
Llegamos hasta la entrada del palacio, donde
efectivamente se encuentran ambos. Ella luce un largo
vestido gris de escote asimétrico, sobrefalda de tafetán y un
collar de gemas de espinela rosa, el cual, presume, fue un
regalo del rey. La señorita Etheldret es hermosa, me
atrevería a decir que es de las mujeres más bellas que he
conocido. Por otra parte, su novio… bueno… viste con un
traje negro de chaleco y abrigo largo, en el que su único
punto de color son los rubíes de su corona. La pareja se gira
hacia nosotros y es a mí a quien miran con desconfianza.
Dos pares de ojos me recorren de arriba abajo, examinando
cada detalle, pero son los ojos verdes de Magnus los que se
quedan conmigo más tiempo.
—Creo que reconozco ese vestido —sentencia ella al
notar que uso uno de los trajes que rechazó—. Y ahora
recuerdo por qué lo dejé de lado.
El monarca de Lacrontte bufa y yo me contengo para no
empezar a crear problemas desde tan temprano en la
velada. En ese momento aparecen dos extraños carruajes
frente a nosotros. Tienen una forma alargada y cuatro
ruedas en cada extremo, cubiertas de un extraño material
negro. Los carruajes están pintados de un tono oscuro, con
los detalles dorados ya familiares del reino, pero lo curioso
es que no tienen caballos para tirar de ellos, solo un ruido
peculiar sale de la parte delantera.
—¿Qué es eso? —pregunto, perpleja por lo que tengo
enfrente.
—Se llaman automóviles —me informa el lacrontter, que
se regodea en mi asombro e ignorancia.
—¿Para qué sirven?
—Para transportarse. Son de uso exclusivo del palacio.
Aquí la monarquía no usa carruajes, son demasiado
anticuados para un rey como yo. —Me lanza una mirada de
desdén.
Ignoro el gesto y sigo concentrada en cada parte del
extraño transporte. Me siento tonta por sorprenderme.
Nunca había visto nada así, y vaya que aquí he conocido
cosas extrañas, como los carruajes sin caballos ni capota
que vi la primera vez que vine a este reino para la
ceremonia de compromiso organizado por la anterior reina
Aidana. La diferencia es que en aquellos solo pueden ir dos
personas y sus ruedas son idénticas a las de las carretas de
Mishnock, muy distintas de las de estos automóviles. Unos
instantes después se acercan unos sirvientes y nos abren
las puertas. Un hombre está sentado adelante. En la parte
exterior delantera se encuentra el sello del reino de
Lacrontte junto a un cristal rectangular y una rejilla alta que
separa un par de bombillos planos. Además, me parece muy
extraño que haya una rueda extra al lado de la primera
puerta. Al final Magnus y Vanir se van en un automóvil, y el
rey Gregorie y yo, en otro.
Mirellfolw de noche es una completa maravilla. El puente
de Armas y la calle Real, que un día vi con Val y Amadea, se
ven espléndidos bajo la luz de las lámparas. La falta de
adoquines en las calles, reemplazados por pavimento,
hacen que el viaje se sienta tranquilo, pues el molesto
vaivén que produce la rueda al pasar por las piedras y que a
veces produce dolor de cabeza no existe. Las calles aquí se
ven limpias, aunque admito que todavía no me acostumbro
a que sean negras. Los automóviles lacrontters son rápidos,
mucho más que los carruajes, y los faroles que tienen
adelante y atrás hacen que las vías se vuelvan un festival
de luces y colores. Adentro, los cojines del transporte huelen
a cuero y la brisa fría de la noche refresca el interior al
colarse por las ventanas, que aquí no están cubiertas por
ninguna cortina. Esto es increíble. Nadie en Mishnock va a
creer que viajé en los automóviles reales de Lacrontte.
—¿Alguna vez has visitado Cromanoff? —pregunta el rey
Gregorie para romper el silencio.
—No he tenido la oportunidad.
—Se parece a Lacrontte, solo que con ladrillos rojos y
menos oro. Puedes ir cuando quieras. La frontera estará
abierta para ti una vez mi primo te deje en libertad.
¿Yo en Cromanoff? Cuando comenzó este año ni siquiera
imaginé que saldría de Palkareth y ahora estoy en el reino
enemigo con una invitación a Cromanoff. Sería maravilloso
conocer su nación, es más, a toda mi familia le encantaría
visitarla. Ojalá pueda volver para cumplirlo.
Después de unos minutos de trayecto, un edificio con
una galería de columnas adosadas que forman un pórtico
precedido de escaleras altas y un frontón con el escudo de
Lacrontte se alza imponente frente a nosotros. El teatro.
Bajamos del automóvil y los guardias reales de ambos
reinos nos escoltan rápidamente hasta una entrada lateral,
pues el rey Magnus no quiere cruzarse con ningún plebeyo.
El monarca Fulhenor me guía, con mi brazo enganchado al
suyo, por las escaleras, hasta que llegamos a un amplio
palco desde donde puede verse todo el escenario.
Tomamos asiento y un par de sujetos se acercan para
preguntarnos qué queremos beber, pero dejo que escojan
por mí, pues la belleza de este sitio me ha absorbido por
completo. Sonrío ante las luces doradas, el terciopelo rojo
que recubre las sillas y las pesadas cortinas del escenario.
El lugar está prácticamente lleno, pero aun así más
personas siguen ingresando y ocupando los asientos
inferiores y los de la segunda planta. Los peinados altos, los
vestidos de faldas pomposas acompañados de guantes
blancos de seda, las joyas pesadas con gemas grandes y las
gargantillas y sombreros de copa se aprecian por el recinto.
Es todo tan lujoso que me siento un tanto fuera de lugar. A
pesar de la reputación del reino, de su rey y de sus
soldados, Lacrontte es precioso.
—Usted se maravilla con facilidad —el amargado me
habla y me giro hacia él. ¿Desde hace cuánto me estará
mirando?
—Y usted con muy poca —contesto. Y por primera vez
siento que esto no es una discusión, sino más bien una
conversación… extraña—. Me pregunto qué cosas le
generan fascinación.
—Prefiero reservármelas, pues no creo que le resulte
agradable la respuesta.
—Si se refiere a algo violento, le informo que no es
gracioso, majestad.
—No intento hacerla reír.
—Emery, ¿has visto las placas en el puente de Armas?
¿Las que hacen honor a todas las parejas de reyes que ha
tenido Lacrontte? —me habla la señorita Vanir,
interrumpiéndonos. Me vuelvo y asiento en respuesta—.
Algún día mi nombre estará allí. Y si continúas aquí, te
invitaré a la ceremonia.
—Y le aseguro que no me importaría matarla o castigarla
en público si sigue de impertinente —añade el rey Magnus,
omitiendo la intervención de la joven.
—Sería vergonzoso que lo hiciera frente a tantas
personas —comento.
—Depende del método que use. Además, las cortinas
siempre se pueden cerrar. —Mira el pesado terciopelo que
rodea los palcos—. Soy cauteloso, prisionera, le aseguro que
se dará cuenta de lo que pienso hacerle.
—¡Magnus! —El grito molesto de su novia frena sus ideas
mientras el rey Gregorie se ríe sin ningún tipo de discreción
—. ¿Acaso no te das cuenta de la connotación de tus
palabras?
—Baja la voz —le exige él con molestia—. ¿Qué es lo que
crees que estoy diciendo?
Ella aparta el rostro, indignada, y se acomoda el cabello,
intentando mantener la compostura que por un momento
ha perdido.
—Eso sonó un poco extraño, primo. Parecía que tenías
otras intenciones —le dice Gregorie, codeándolo.
—Es mejor que no dejen volar tanto la imaginación.
Nunca en mi vida tocaría a una mishniana de esa manera —
espeta con asco.
Y es ahí cuando comprendo lo que estaban
imaginándose. ¡Por todos los cielos! ¿Cómo se les puede
ocurrir algo así? Creo que mi cara podría confundirse con el
terciopelo de los asientos y lo único que se me ocurre es
disculparme con Vanir, pero la mujer me ignora y se aferra
al brazo del rey.
—Si me me lo permiten, iré un momento al baño —
comento, cansada de los enfrentamientos, y me levanto,
dejando la copa llena sobre la mesa, para escabullirme del
palco. Bajo las escaleras rápidamente, recogiéndome el
vestido para no tropezar, y una vez llego abajo, busco con
urgencia un tocador para refugiarme.
—¿A dónde cree que va? —Alguien me toma del brazo
antes de que logre mi objetivo—. ¡No puede moverse sin mi
autorización y yo no se la he dado!
Las esmeraldas de los ojos del rey Magnus reclaman una
explicación por mi huida. Está agitado y se nota que corrió
para alcanzarme.
—Necesito ir a un baño. —Es lo único que respondo,
zafándome de su agarre—. Puede esperarme aquí afuera.
¿O prefiere entrar conmigo?
Me observa con desagrado, pero me da espacio para
entrar. Los guardias reales ya han comenzado a llegar
debido a su repentina marcha. Adentro me tomo mi tiempo
para hacerlo esperar y sonrío frente al espejo por una
hazaña que se podría considerar tonta, pero que para mí es
un gran triunfo. Me arreglo las hebillas del cabello, me
acomodo el vestido e incluso me quito los zapatos por un
momento, todo con el propósito de hacerle perder el
tiempo, como si fuera mi custodio personal. Cuando salgo
del baño, él sigue allí de pie, así que me pongo en frente y
lo miro, estudiando de qué humor se encuentra. No digo
una palabra, pues quiero que sea él quien inicie la
conversación, cosa que le toma casi un minuto.
—¿Acaso cree que va a intimidarme con esos ojos cafés?
—Aprieta la mandíbula y tiene el entrecejo levemente
arrugado.
—Probablemente no, aunque lo cierto es que sí lo
incomodé lo suficiente como para hacerlo hablar. —Le
sonrío, esperando que también lo haga, pero no consigo
nada. Esto es más difícil de lo que creí—. Dígame, ¿cómo
está su herida? —No contesta, solo me mira—. Las mías van
muy bien. —Le enseño mi palma—. Gracias por preguntar.
Tengo una venda blanca, pequeña y muy discreta que
cubre la zona. El doctor me dijo que no me dejará ninguna
cicatriz, así que eso es una preocupación menos. De
repente el rey me toma con sus manos enguantadas, hace a
un lado la tela y estudia mi herida con detalle. Parece un
acto delicado hasta que de un momento a otro la presiona,
lastimándome.
—¡¿Qué le sucede?! —chillo y aparto la mano.
—Es usted la primera mishniana que me hiere y vive
para contarlo —su voz tiene un tinte de burla—. ¿Eso en qué
la convierte?
—En la primera mishniana que lo hiere y vive para
contarlo. —Parece que el ambiente entre los dos se ha
aligerado. Y aunque espero otra intervención de su parte, no
llega—. Remill hizo un excelente trabajo con el vestido.
—Lo hizo —responde al fin. ¿Eso fue un cumplido?—.
Alabo el vestido, no a usted —aclara.
—¿No lo agota estar molesto todo el tiempo? —pregunto
al ver cómo gira el cuello hacia un lado para evitar sonreír.
Parece que ya se dio cuenta de que había bajado la guardia.
—¿No la agota querer saberlo todo? Odio a las personas
curiosas.
—Usted odia todo.
—En especial a usted. —Me detalla por unos segundos
antes de continuar—. Me preguntó qué cosas me
maravillaban. —Su voz es firme, como si estuviera dando un
discurso—. Le tengo una respuesta: me resulta intrigante la
facilidad que tiene para sacarme de quicio.
—¿Podemos marcharnos? Ya quiero irme. —La voz de
Vanir, que está junto al rey Gregorie y los guardias, nos
sorprende a ambos—. Se suponía que veníamos a ver la
obra, no a hablar a escondidas.
—No lo hacíamos a escondidas. —Señala a los custodios
para enfatizar su punto.
—¿Qué no hacían a escondidas? —cuestiona el soberano
de Cromanoff con una sonrisa maliciosa.
—Conversar, Gregorie —alega el rey Magnus con un tono
que denota lo mucho que lo molesta esta conversación—.
Conversar. No hay nada más que pueda hacer con una
plebeya mishniana.
Al parecer ya avanzamos otro paso. Ahora no discutimos,
conversamos. Ayer lo hice sonreír, al menos fugazmente, y
hoy hablamos sin gritarnos la mayor parte del tiempo. Y
aunque él sigue empecinado en hacerme daño, como lo
demostró al presionar mi herida, creo que podríamos
intentar llevarnos bien. No pretendo ser su amiga, pues a la
primera oportunidad que tenga huiré de aquí para volver
con mi familia y con el único hombre que realmente me
interesa; lo único que deseo por ahora es hacer llevadero mi
encierro y no vivir en guerra con alguien que tiene la
posibilidad de acabar con mi vida en cualquier momento.
37

—¡Levántese! —Los golpes en la puerta me despiertan—. ¡El


rey la espera para su entrenamiento! —Me siento en la
cama, desorientada. ¿Entrenamiento? ¿El rey? ¿De qué está
hablando? ¿No me iba a entrenar un soldado?—. Va tarde a
su clase, señorita. Solo tiene diez minutos para asearse y
bajar al ala sur del palacio —dice el hombre ante mi silencio.
Me fijo en el reloj que cuelga de la pared frente a mi
cama y se me sale un bostezo.
—Son las cinco de la mañana —me quejo, pero el guardia
me informa que el rey lleva una hora despierto y que este
fue el tiempo que designó para mí.
Suelto un gruñido bajo y camino con pesadez hacia el
cuarto de baño a tomar una ducha. Después me visto casi
con los ojos cerrados y salgo de la alcoba con tres minutos
de sobra, que utiliza el guardia para guiarme a un campo
abierto del palacio real.
—Pensé que tendría que esperarla hasta fin de mes. —El
rey me recibe con un regaño. Esta vez está vestido, gracias
a todos mis antepasados.
La mañana está nublada y parece que en cualquier
momento comenzará a llover, lo cual no me da mucha
energía. La brisa sopla gélida, como si fuera el vapor que
emana del hielo, y amenaza con levantarme el vestido, así
que ignoro su comentario y me concentro en sostener la
tela con las manos para no enseñar más de la cuenta.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —El rey niega, pero yo
continúo—. ¿Por qué le desagrado tanto?
—La lista es larga y el tiempo es corto. Tome. —Me
extiende la misma daga con la que lo herí en el brazo—. Hoy
vamos a poner en práctica su puntería.
—¿No se suponía que iba a entrenarme un guardia?
—Pues ya no. No hay nadie que sepa más de combate
que yo, y necesito que aprenda muy bien para que no
arruine nuestro plan —explica—. Además, si las cosas se
ponen difíciles, tendrá que defenderse sola porque no
perderé ni un segundo salvándola. —Lo siguiente que siento
es un pequeño soplo de aire entre mi brazo y mi cuerpo,
pues el rey de Lacrontte ha lanzado la daga. Me quedo
petrificada al ver cuán cerca estuvo de alcanzarme—. Así de
precisa debe ser al terminar la práctica, así que deje su
conversación estúpida para alguien a quien le interese.
—¡¿Qué le sucede?! ¡Pudo herirme! —reclamo cuando
recupero la voz.
—Recuerde que usted ya me hirió —dice con una mueca
sombría—. Ahora, en posición. —Me señala una línea de
manzanas a las que debo clavarles los cuchillos que
sostiene un sirviente—. Si les acierta a mínimo diez, pasará
al siguiente nivel.
Me ubico allí con la mejor actitud e intento cumplir con lo
que me pide, pero rápidamente queda en evidencia que
esta prueba no será sencilla de superar. Veinte manzanas,
veinte lanzamientos fallidos. Al final todas están intactas y
los cuchillos están regados por el césped.
—Era de imaginarse. ¡Cero de veinte! —reprocha al
tiempo que un trueno retumba en el cielo y doy un salto
imposible de disimular. El aire se enfría más y sé que la
tormenta se acerca.
—Los truenos me asustan y no me concentro —digo en
voz baja y con sinceridad.
—Me da igual a qué le tema, de aquí no nos iremos hasta
que pase la prueba.
El rey me toma por sorpresa cuando se ubica detrás de
mí, después de pedirle guantes al sirviente porque no quiere
tocar a una plebeya con las manos desnudas. Tan
desagradable como siempre. Luego me agarra una mano, la
pone a la altura de mi cabeza y me pide que mire
directamente las manzanas. Es muy extraño que me
encuentre en esta posición, aprendiendo a disparar con el
enemigo, en su palacio, como si fuera un soldado más de su
ejército. Su cercanía me pone nerviosa, me intimida. Es
decir, siempre me han inculcado que debo mantenerme a
metros del rey Magnus y ahora su pecho me roza la espalda
como si hubiera un alto nivel de confianza entre nosotros.
En el fondo, quisiera que fuera Stefan quien me enseñara
estas cosas; aunque no sé si él ha tomado un arma alguna
vez.
—¿Por qué está temblando? —cuestiona, frustrado.
—Porque hace frío. —Y es cierto—. Además, está
comenzando a llover —añado ante el rocío que cae.
—Solo son un par de gotas. Deje de quejarse.
Su aliento hace que me cosquillee la piel del cuello, como
si fuera un pañuelo de seda que cae por mi cuerpo. El calor
corporal que despide desvanece un poco el frío que me
envuelve, pero eso es algo que, por supuesto, no pienso
decirle.
—No lo estaba haciendo, usted preguntó y yo respondí.
—El rostro del rey Magnus se transforma ante mi
comentario.
—¡Esto es imposible! ¿Acaso no se cansa de hablar?
¡Cierre la boca por un maldito segundo! —Se aleja con
desesperación y se pasa las manos por el cabello. Intento
hablar, pero el rey se da cuenta y estalla—: Le pondré una
mordaza si continúa hablando.
Levanto las manos, rindiéndome. Necesito hacer esto
bien para salvar a Camille del calabozo y para tener alguna
oportunidad si algo del plan sale mal. Dependeré de mí
misma. Cuando el rey ve que no voy a abrir la boca, se
calma y regresa a mí, retomando su posición anterior. Está
tan cerca que puedo sentir cómo su pecho sube y baja
mientras intenta controlar la agitación que le produjo la ira.
—Trate de no temblar —me ordena y me agarra
nuevamente la mano—. Cuando lance el cuchillo, asegúrese
de que el movimiento de la muñeca sea rápido y su brazo
quede apuntando hacia el objetivo. No lo baje o el cuchillo
se desviará.
Tras la explicación, me suelta para que haga un tiro por
mi cuenta; sin embargo, no uso la fuerza suficiente y el
arma no alcanza a llegar a la manzana.
—¡Por todos los muertos que cargo en la espalda! —
brama—. ¿En serio no es capaz de hacerlo bien o se está
burlando de mí?
—No se enoje, estoy haciendo mi mayor esfuerzo.
La lluvia cae cada vez con más ímpetu, hasta que los dos
tenemos la ropa completamente pegada al cuerpo. Se
inclina hacia mí y parte de su peso cae en mi espalda. La
piel se me eriza y me niego a aceptar que él tenga algo que
ver con eso, estoy segura de que es por el frío. No me gusta
tener a este hombre cerca, pero, desafortunadamente, la
vida se empecina en juntarnos.
Lo vuelvo a intentar cuando otro trueno suena en el cielo.
Lanzo el cuchillo con toda la fuerza que tengo, esperando
que esta vez sí llegue a la línea de manzanas… pero se va
de largo sin tocar ninguna y cae en el pasto, cosa que lo
hace enojar. Me giro hacia él para defenderme de su ira,
pero me quedo en silencio cuando veo cómo las líneas de su
torso se han hecho visibles debajo de la camisa empapada.
Desvío la mirada por respeto, vergüenza o ambas, y solo la
devuelvo cuando lo escucho cargar un arma con la que
luego les dispara a las manzanas, haciéndolas volar.
—¿Qué le ocurre? —Me muevo, asustada por el ruido. —
¿No puede avisar antes?
—Es pésima con las dagas, así que ya dejaremos eso
atrás. Ahora tome el arma y empecemos con esto.
Me guía para que tome la base de la pistola y me cierra
la mano con fuerza a su alrededor después de indicarme
cuál dedo va sobre el gatillo. La lluvia se ha desatado y
algunas gotas de su cabello caen sobre mí. Me hace
levantar la mano para apuntarles a unas nuevas manzanas
y me pide que dispare. Cierro los ojos, temerosa y distraída
por su cercanía. Y nada ocurre.
—¡Quítele el seguro! ¿No puede hacer al menos eso? —
pregunta, desesperado.
—¡No sabía que había un seguro! ¡Nunca he tocado un
arma en mi vida! —espeto y con la mano que tengo libre
trato de que la tela del vestido deje de pegarse a mis
piernas. Doy unos pasos para separarme de ese hombre
insoportable—. Está diluviando, tengo frío y no puedo ver
bien.
—Pues tendrá que esforzarse el doble.
Me agarra con fuerza de la cintura y luego me sostiene el
rostro para que mire directo al blanco. Pasa su brazo por
encima de mi pecho, cuidando que no pierda el equilibrio, y
me separa las piernas con las suyas en un movimiento ágil.
Me tenso, no con incomodidad, sino con desconcierto. No
esperaba eso, nunca nadie me había tocado de esa manera,
como si fuera un soldado al que hay que corregirle la
postura. Los recuerdos de Faustus esa noche quieren abrirse
espacio en mi cabeza, por lo que aprieto los ojos, tratando
de disiparlos. No quiero que ese hombre me persiga por
siempre, no le quiero dar ese poder en mi vida. Respiro
profundo, mis hombros se relajan y vuelvo a la realidad de
lo que estamos haciendo. El rey cubre el dedo que tengo en
el gatillo con el suyo y, sin que me lo espere, empieza a
disparar indiscriminadamente, haciendo estallar diez
manzanas en fila.
Levanto y giro la cabeza para mirarlo. Tiene los ojos
enfocados en la destrucción que ha causado y se ve tan
fascinado que no se ha dado cuenta de que todavía me
sostiene por el pecho y que su mano aún cubre la mía. Su
toque no me molesta, aunque sí me resulta extraño, como si
fuera algo que no debería estar pasando, pero que tampoco
es urgente detener. Los latidos de su corazón son fuertes
como el sonido de un tambor de guerra.
El agua continúa cayendo sobre nosotros con violencia,
inundando todo alrededor. No me atrevo a moverme y él
tampoco lo hace. Aguardo por unos segundos más a que el
rey salga de su trance para escapar de la prisión que
suponen sus brazos, pero nada sucede.
—¿Ahora me toca a mí? —pregunto en voz baja para
llamar su atención.
De repente baja la cabeza, encontrándose con mi
mirada. Cuando nota la posición en la que estamos, me
aleja con apremio de su cuerpo y se mueve hacia un lado
con rabia.
—¡Nunca en su vida vuelva a tocarme! Le queda
prohibido —exclama en medio de la lluvia y los truenos—.
¡Queda castigada!
Le pregunto a qué se refiere y no responde, solo camina
hacia el interior del palacio con pasos furiosos, salpicando
agua de todos los charcos que hay en el suelo. Entonces
atraviesa la puerta, la cierra con llave y entiendo que me ha
dejado sola en el patio, pues en algún momento los
sirvientes también han desaparecido.
—¡No, espere! ¡No me deje aquí! —lo llamo, pero me
ignora. Corro y golpeo el cristal que nos separa, temblando
por el frío que me embarga, pidiéndole que me deje entrar
—. Majestad, por favor —insisto, pero el hombre solo se
aleja—. Lo odio. ¡Juro que lo odio con todas mis fuerzas! —
grito a pesar de que sé que ya no me oye.
La lluvia me azota y los truenos me siguen
sobresaltando. No hay ningún sitio en el que pueda
refugiarme, así que solo me resta sentarme cerca de la
puerta mientras mis lágrimas se confunden con las gotas de
lluvia. Le dije muchas veces que no quería seguir con esto,
que la tormenta me atemorizaba. Yo no quise tocarlo, no fue
mi intención. No quise ofenderlo. Solo deseo entrar, ya no
quiero estar aquí.

***

—¿Ya está llorando? Para enfrentarse a la misión que le he


encomendado debe ser más fuerte o fracasará. —Escucho la
voz del idiota minutos después.
Por un momento parece que lo he imaginado, pero
cuando alzo la mirada lo encuentro del otro lado del cristal.
La ira me corroe y le lanzo un discurso de odio con tanto
brío como la tempestad a mi espalda. Él se mantiene
tranquilo, tragándose mis insultos sin decir una palabra o
regalarme ninguna expresión que me diga que lo he
ofendido.
—¿Ya acabó? —Desea saber segundos después y asiento,
con el ego intacto—. Bien, porque no escuché nada de lo
que dijo.
Abre la puerta, todavía con los guantes de cuero puestos,
y me jala bruscamente hacia dentro. Aún estoy tiritando,
pero me las arreglo para seguirle el paso cuando me obliga
a caminar con él por los pasillos. Mi cabello escurre
montones de agua, igual que mi vestido, así que dejo un
rastro por los corredores del palacio. El rey ya se ha
cambiado de ropa, está seco y tan serio como siempre.
Subimos las escaleras y veo que me lleva a su habitación en
la tercera planta.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunto con desconfianza y,
como la mayoría de las veces, no obtengo respuesta de su
parte.
No alcanzo a detallar bien su alcoba, salvo las paredes
claras, pues me lleva hacia otra puerta, idéntica a la
principal, que se abre hacia un cuarto de baño. La
temperatura aquí es cálida, lo que es un alivio para mis
huesos. El espejo está empañado por el vapor y antes de
que pueda volver a interrogarlo, el rey Magnus me lanza
hacia la tina llena de agua caliente. La ira se apodera de mí
al ver que me trata como a una camisa sucia que se tira en
una cesta. Trato de levantarme, pero mis piernas resbalan
con el fondo liso de la bañera. Cuando logro ponerme de
rodillas, él ya ha desaparecido y me ha dejado encerrada en
el lugar. Este hombre va a volverme loca, lo juro. Saldré viva
de aquí, me lo he propuesto y pienso lograrlo, solo que
ahora pongo en duda si regresaré cuerda a Mishnock. Me
debato entre salir o quedarme, pero el agua cálida se siente
tan relajante que prefiero sumergirme en la tina y disfrutar
de la paz que me ha obsequiado.

***

No tengo la menor idea de cuánto tiempo ha pasado, pero


cuando despierto sigo sumergida en la tina con el agua tibia
y las yemas de los dedos arrugadas. Sigo sola, el vapor se
ha ido, el espejo muestra un reflejo claro y la gelidez que
sentía en los huesos se ha esfumado. Salgo de la tina con
un dolor insoportable en el cuello. Sin duda, el haberme
levantado tan temprano esta mañana, las discusiones, la
angustia que me causan los truenos y el entrenamiento
hicieron que cayera en un sueño profundo.
En una esquina del tocador de mármol descubro una
bata de baño que no debe pertenecer a nadie más que al
rey de Lacrontte. La puerta continúa cerrada, así que me
despojo rápido del vestido y de mi ropa interior para
cubrirme con aquella tela tersa y abullonada. La bata me
queda inmensa. Pero nada importa y me ocupo en escurrir
mi ropa mojada en el lavamanos para luego doblarla. En la
encimera veo un cepillo de dientes, cremas, lociones, un
peine y un montón de artilugios más, iluminados por las
luces doradas de la habitación que, junto con la fragancia
varonil que permea el sitio, me recuerdan dónde estoy.
Nunca en mi vida creí que estaría en el baño del enemigo,
pero aquí estoy, viendo mi reflejo de cabello enmarañado en
el enorme cristal.
—¿Cómo que aún sigue ahí? —La ira del amargado llega
a mis oídos detrás de las paredes.
Los pasos resuenan y yo intento esconderme. ¿Dónde?
No tengo idea, pero antes de descubrir un buen lugar, él ya
ha abierto la puerta.
—¿Por qué sigue en mi baño, pueblerina? —reclama,
adentrándose a paso militar.
—Porque usted me dejó aquí.
Primero me deja afuera en medio de una tormenta, luego
me trae a su baño y me lanza a la tina y ahora me reclama
que esté aquí. Este hombre me va a dejar peor que Nahomi.
Y antes de pensar en las consecuencias, ya he lanzado mi
ropa mojada al suelo y trato de escabullirme. Corro hacia la
salida, pero me toma por la cintura y cierra la puerta con
seguro.
—¿A dónde cree que va con mi bata? —brama, como si
yo pretendiera robarla—. ¿Por qué la tiene puesta?
El calor se me sube al rostro y la respiración se me
vuelve pesada. Ya tiene que parar de tratarme como si fuera
el peor mal sobre la Tierra o voy a estallar.
—No encontré nada más y necesitaba cambiarme de
ropa… majestad. —Utilizo su título para quizás aplacarlo,
pero continúa enfurecido. Se quita la camisa porque el agua
de mi cabello lo ha salpicado y se empieza a lavar las
manos con jabón. Ahora soy yo la que arde de ira—. ¿Se
está lavando las manos porque me tocó? —inquiero,
indignada.
¡Por mi vida entera! Esto sí que no pienso tolerarlo. Voy
con prisa hasta el tocador con la intención de lanzarle
alguna de las cosas que tenga allí. Tomo el peine, pero él
me atrapa. Tengo la espalda pegada a su pecho y nos
miramos a través del espejo. El rey Magnus me arrebata el
objeto y lo lanza lejos para luego envolverme el cuello con
la mano y obligarme a levantar el rostro para verlo a los
ojos.
—¿Qué intentaba hacer? —murmura en voz baja sin
soltarme.
—Usted me hace sentir como si fuera la peste —
respondo.
Detesto que me trate como si fuera un animal venenoso,
una pieza de alfarería a la que puede moldear y deshacer
cuantas veces quiera. Y lo único que me detiene de
responderle como se lo merece es que no quiero que se
arrepienta del acuerdo que me ofreció para salir viva de
aquí. Necesito regresar con mis padres a como dé lugar y no
voy a arruinarlo.
—Esfuércese un poco más si lo que busca es ofenderme.
No se imagina cuán despreciables me resultan esos ojos
cafés suyos. —Su cara está muy cerca de la mía y me fijo en
el profundo color verdoso de sus ojos que me recuerdan el
bosque espeso, en sus cejas pobladas y en su cabello ahora
oscuro por el agua, que le cae sobre la frente—. Debería
arrancarle lo que lleva puesto por el atrevimiento de tomar
algo que no le pertenece.
Soy consciente de que mi pelo está mojándole el torso
desnudo, pero eso no parece importarle demasiado.
—No creo que a un soberano de su nivel lo lleve a la
ruina una simple bata. Si llega a hacer lo que dice, ambos
perdemos —le aseguro y reúno coraje para decir lo
siguiente—. Yo, porque quedaré desnuda y avergonzada, y
usted, porque tendrá que ver el cuerpo de una mujer
mishniana.
—Por primera vez debo darle la razón. —Las pupilas se le
han agrandado, haciendo que los iris se le vean más
profundos. Para este punto no puedo evitar recostarme
sobre su pecho, pues la posición en la que me tiene es muy
incómoda.
—Cuando me deje ir, no volveré a Lacrontte, se lo
aseguro —digo carraspeando por la presión de su mano
sobre mi cuello—. A decir verdad, conocí más de lo que
quería, porque este baño y su habitación no están dentro de
los lugares turísticos de la nación.
Casi sonríe, lo puedo ver pero vuelve a negarse y hace el
mismo movimiento de ayer, girando el cuello para inclinar la
cabeza y recuperar el gesto pétreo que lo caracteriza.
—¿Por qué siempre hace eso cuando quiere sonreír? —La
pregunta se me sale y él no dice nada—. Se le iluminan los
ojos y los hoyuelos se le profundizan. —El rey levanta una
ceja.
—¿Tanto le intereso que ya me tiene así de vigilado? —
Me sonrojo y pienso que no debí decir nada, no sé hacia
dónde está yendo esta conversación—. ¿Y usted se conoce
lo suficiente como para saber que tiene pecas casi
imperceptibles en la nariz? —dice de repente y me quedo
helada. Las notó.
—¿Me ha estudiado usted a mí? —susurro.
—Lo acabo de descubrir, pueblerina.
Parece que ya bajó la guardia y que su respiración se ha
acompasado. Su pecho sube y baja con calma contra mi
espalda.
—Me llamo Emery, no pueblerina. Si voy a ser parte de
sus planes, al menos llámeme por mi nombre —le pido.
—A mis militares los llamo por su apellido y, como
trabajará para mí, supongo que podría otorgarle la misma
cortesía.
—Soy Naford, entonces. —Él asiente y, como no ha
perdido el temperamento en un buen rato, me atrevo a
decirle—: ¿No cree que debería soltarme si vamos a seguir
hablando?
—Prefiero esta posición —murmura con voz grave.
—A mi cuello no le gusta demasiado, majestad. —Trago
grueso.
Esta vez no se resiste y sonríe. Es un gesto pequeño, que
se borra rápido, pero que sin duda fue sincero. De inmediato
me regaño mentalmente, pues admito que me gustó verle
la expresión.
—Majestad. —Tocan la puerta. Reconozco la voz de su
consejero—. Espero no molestarlo. La señorita Vanir se
encuentra en el palacio y pregunta si puede recibirla.
El agarre del rey Magnus se afloja hasta soltarse y mi
cuerpo lo agradece. Por instinto me toco el cuello, aliviando
el abrupto cambio de temperatura que deja la ausencia de
su mano. Pienso que se alejará finalmente; no obstante, se
queda como estatua detrás de mí por unos segundos antes
de darle acceso a Francis.
—Dígale que me espere en la oficina. Bajo en unos
minutos.
El señor Modrisage me mira con suspicacia y lo entiendo,
la imagen con la que se encontró es bastante peculiar: el
soberano de Lacrontte semidesnudo, yo con su bata puesta,
mi ropa en el piso y ambos encerrados en el cuarto de baño.
—Se lo haré saber —responde, mirando de nuevo al rey
—. No quise interrumpirlos.
—No interrumpiste nada —replica el rey a la defensiva—.
La prisionera ya se iba.
El consejero asiente y se va, dejándonos solos de nuevo.
La puerta queda abierta y el monarca no se vuelve hacia mí
en ningún momento.
—Salga de mi habitación ahora, mishniana. —Antes de
que yo pueda discutir, continúa—: Limítese a cumplir la
orden que le doy. Mi novia está esperando abajo y necesito
cambiarme.
Me siento mal, y no por lo que me dice, sino por Stefan.
No sé dónde está, por qué no ha venido por mí, ni qué está
haciendo, pero esto no estuvo bien. Debo contárselo y
pedirle una disculpa. Nada malo habría pasado si me
hubiera quedado más tiempo, lo juro por mi vida, pero aun
así tanta cercanía no es apropiada. Y si yo me enojé porque
él invitó a salir a la princesa Lerentia, debo también asumir
mi responsabilidad en este caso.
Necesito que ese tonto plan se lleve a cabo pronto para
poder largarme de este reino, sacar de mi vida para siempre
a este hombre y volver con Stefan y mi familia.
38

Desde esa tarde no volví a ver al rey Magnus y ya han


pasado cuatro días. Tengo la sensación de que ha estado
huyendo de mí y considero que tomar distancia es lo mejor
que pudimos hacer. Se ha enfocado en pasar tiempo con la
señorita Vanir. Los escuché hablar, caminar y pelear. Se
gritaron muchas veces y oí portazos y reclamos. Ella no me
quiere en el palacio y, por el plan que está en marcha, el rey
se negó a sacarme. En estos días un guardia fue quien me
entrenó. Y cuando no estaba en el patio con las armas, me
encontraba en mi alcoba pensando en mi familia, en Rose y
su embarazo, en Camille, que aún está en el calabozo, y,
por supuesto, en Stefan. Esperaba que su silencio se
tradujera en un ataque sorpresa, pero eso no ha pasado y
me preocupa. ¿Él también estará pensando en mí? Lo único
que me consuela es que quizás Valentine y el barón Russo
les hayan avisado a él y a mis padres sobre la carta que
envió el señor Francis y que la esperanza los ayude a no
sufrir.
Hace dos días viajé con el rey Gregorie hasta la frontera
con Grencowck. Fue un trayecto largo hasta la capital, pues
en un punto ya no había automóviles ni carreteras aptas. No
he tenido la oportunidad de conocer con detalle el reino, ya
que fuimos directamente a un hotel cercano al palacio y las
pocas veces que miré por la ventana solo vi una ciudad
precaria, sucia y ruidosa.
Ahora estoy frente al espejo, ajustándome la pequeña
daga plateada en lo alto del muslo, justo por encima de la
abertura sobre la pierna derecha. El vestido azul oscuro que
confeccionó Remill es pesado, pues tiene muchas capas de
muselina y está recubierto de pedrería blanca. El corte del
escote es recto. Sin embargo, lo que hace único al vestido
es que una pieza de tela cruza por encima del pecho, sube
por el hombro izquierdo y me atraviesa la espalda en
diagonal hasta llegar al lado derecho de la cadera.
—Luces fenomenal —me adula el rey Fulhenor cuando
me ve salir de la alcoba.
—Me alegra saber que usted no les teme a los halagos
como su primo. —Sonrío al recordar que hasta hace poco yo
no era capaz de recibir los elogios que Stefan me hacía.
—A él le gusta molestarte. No le hagas mucho caso. —Me
guía por el pasillo hasta la salida—. Para tu mala suerte,
Aldous no podrá quitarte la mirada de encima. ¡Ah! Una
cosa antes de que lo olvide. —Se detiene y saca de su
bolsillo un anillo de oro que me pone en el dedo anular—. Ya
sabes cómo usarlo.
Nos subimos al carruaje y en minutos llegamos al
ostentoso palacio. Me abrumo por la cantidad de dorado, de
esculturas, de pinturas, de lámparas gigantescas que caen
del techo como telarañas y de paredes cubiertas de tapices
con estampados estrafalarios que me parece que van a
caerse en cualquier momento y aplastarme. Todo es
exagerado y anticuado, resulta asfixiante. Le comento a
Gregorie lo peculiar que me parece el lugar, pero entonces
me interrumpe porque aparece el rey Aldous. Es un hombre
de escaso cabello, baja estatura y proporciones
voluminosas. Viste una capa de piel de oso y collares de oro
de un tamaño absurdo para su cuerpo. La corona en su
cabeza luce pesada y, al igual que su palacio, está
sobrecargada con diferentes ornamentos y gemas; sin
embargo, a él parece no molestarle. Los dos hombres se
saludan con un abrazo y palmadas en la espalda.
—Veo que trajiste a una acompañante —comenta con un
tono lascivo.
—Allia Rugers —me presento con el nombre que hemos
inventado para hoy. Le brindo mi mano y él la besa—.
Cuánto placer me causa verlo, majestad.
—¿A qué tipo de placer te refieres? —Los ojos le brillan y
se le oscurecen. ¡Por Dios! No imagina la repulsión que me
da.
—La que usted necesite —respondo con dulzura y finjo
una sonrisa.
—Es un obsequio para ti —interviene el rey Gregorie
cuando nota que no me suelta la mano—. Aunque luego
hablaremos de eso.
¡Qué horrible suena esa frase! Intento enfocarme y
recordar que es parte de un plan, que no soy un regalo y
que todo saldrá bien.
—Está bien, tengo muchas cosas que contarte antes de
perder la cabeza.
El rey Sigourney nos guía hasta su oficina, que es tan
vistosa como su vestimenta: allí exhibe cabezas de
animales en las paredes, hay baúles forrados con pieles,
sillas y sillones de cuero oscuro y una chimenea de la que
aún sale el olor de las cenizas. El hombre se queda todo el
tiempo a mi espalda y sé que lo hace para verme caminar,
así que me muevo disimuladamente para quedar escondida
delante de la figura del monarca de Cromanoff.
—Primero los negocios, Aldous, enfócate.
—De acuerdo. ¿Desean algo de beber? —Señala una
barra llena de botellas que está en el muro izquierdo.
—Paso por esta vez, pero quizás la próxima —contesto
con picardía, y las cejas del soberano Sigourney se
levantan.
—¿Ya estás convencida de que habrá más de una
ocasión? —Apenas sonrío, dejando que el hombre se
imagine lo que quiera—. Me gusta —le dice al rey Gregorie
—. Ya entiendo por qué la trajiste.
—Lo mejor para los mejores —le dice el rey Fulhenor,
recostándose en la silla que hay frente al escritorio.
—Bien, no perdamos tiempo. —El rey se acomoda en su
puesto y entonces habla con la emoción de un niño que está
a punto de pedir su juguete favorito—. Sabes que no exijo
mucho, solo quiero las tierras que Magnus V me robó. Y algo
de oro no estaría mal.
—Básicamente, me pides que traicione a mi primo —
contesta el rey Gregorie.
—Primero escucha lo que tengo para ofrecerte y luego lo
meditas. Me devuelves mis tierras y juntos nos iremos
contra Plate. Está en ruinas, el gobierno no se sostiene.
Escucho atenta cada palabra de la conversación, como si
de mi familia se tratara. Ya sabía que Plate no estaba
pasando por la mejor situación, pero creí que con las
donaciones de Mishnock había sido suficiente. El rey Aldous
afirma que los reyes Griollwerd vinieron a pedirle dinero
para costear el matrimonio de Aphra y Lorian, que se llevará
a cabo en Ingrest, la capital de Plate, pues no desean que
los Wifantere se den cuenta de que están en ruina y
busquen romper el compromiso. Lo que solo significa una
cosa: la unión de Aphra con el heredero de Cristeners es la
salvación para Plate.
—La economía de Cromanoff no podría estar mejor —se
defiende el rey Gregorie—. No me afecta quién sea la
esposa de mi cuñado.
—Eso lo dices ahora… Me han llegado rumores y no sé
bien cómo contártelos. —Desvía la mirada hacia mí, como si
no pudiera revelarlo en mi presencia, por lo que el soberano
de Cromanoff tiene que asegurarle que yo no diré nada—.
Toda esta cuestión de poderes se sostiene como una
pirámide y tú lo sabes.
Explica lo que ya mi cabeza había empezado a maquinar.
Estar rodeada de la monarquía me ha hecho entender
mucho más rápido los entresijos políticos. Al estar Plate en
el fondo, dependerán de las riquezas de los reyes Wifantere,
por lo que él menciona que harán que Lorian incline su
poder hacia ellos y, por ende, hacia sus aliados, es decir,
Mishnock. Y todo porque él es quien se convertirá en rey de
Cristeners, no Lerentia.
—¿Insinúas que Cristeners se convertirá en mi enemigo
cuando Aphra y el príncipe Wifantere se casen? —inquiere el
rey Gregorie.
—Efectivamente. Sucederá antes de que lo notes.
Tendrás tres reinos en tu contra: Plate, Mishnock y, por
supuesto, Cristeners, que ya no les pertenecerá a tus
suegros, sino que será manejado por tu cuñado. Si te unes a
mí, te aseguro que nos quedaremos con mi pequeño vecino,
nos dividiremos su terreno y dejaré que te lleves la mejor
parte: el lado costero navegable.
¡Por Bartolomeo! Esa es la zona donde está Rose.
—Su puerto es una mina de oro que no han sabido cuidar
y puede ser tuya —continúa, estirándose sobre la mesa para
generar más presión—. Ya no tendrás que pagarles por
dejarte usarla. Te la cederé para que veas cuán generoso
soy.
—Pero me ganaré a Lacrontte de enemigo y no sé si es
algo que valga la pena. Magnus me destruirá.
El rey Aldous es astuto y ya tiene una respuesta
preparada. Es como si hubiera estudiado los posibles peros
y a todos les hubiera conseguido una solución. Asegura que
lo respaldará y que Lacrontte ya no tendrá mucha fuerza al
perder a su único aliado. Además, le recuerda que él ya
conoce todo sobre ellos, sus fortalezas y debilidades. El
problema es que parece no haber notado que el rey Magnus
también conoce las suyas. Y a ese hombre no será fácil
ganarle la batalla así se quede solo. El rey Gregorie
comienza a sospechar de las motivaciones de Sigourney y
yo también. ¿Por qué le dará el puerto a cambio de unas
tierras? No es algo inteligente. ¿Qué hay allí que lo haga
desearlas tanto? Él se justifica en su patriotismo, en que
quiere que Grencowck tenga su territorio original, y cuando
nota que eso no convence a su invitado, que no hace más
que frotarse los dedos, examinando el panorama, le dice
que tiene información de sus suegros que también incluye a
los Denavritz y que solo revelará si acepta su trato.
Podrían sacarme de la oficina ahora mismo y aun así ya
sabría de lo que van a hablar. Estoy segura de que le
contará acerca de los soldados que prestó Cristeners para
atacar a Mirellfolw, aquel enfrentamiento en el que le
sustrajeron armas y secuestraron hombres. Gregorie se
queda en silencio por unos minutos, sopesando la
propuesta. No lo niego, me preocupa que lo haya
convencido y se vaya en contra de su primo. Eso arruinaría
todo el plan y necesito jugar mi papel para asegurar mi
libertad. Me he esforzado mucho como para quedarme
tirada a mitad de camino.
—No es una decisión fácil de tomar.
—Sé que te gustan los barcos, Gregorie, y la navegación.
Y, por si no lo recuerdas, creo que conoces a alguien que
utiliza ese puerto para ingresar cosas que terminan en
Lacrontte —dice con un tono que esconde muchas más
cosas—. Si bloqueas el acceso, tu primo no se quedará con
nada. Estúdialo si quieres, pero sabes que por donde lo
mires, todo esto te beneficia.
Las armas. A eso se refiere. Las armas que llegan a
Lacrontte desde el reino de la isla. Eso fue lo que Stefan me
contó y por eso Plate pudo retrasar el desembarque del
armamento, porque el puerto es suyo. El miedo me invade.
¿Qué pasará si se arrepiente de ayudar a su primo y aborta
el plan? ¿Me dejará aquí? ¿Seré vendida como una pieza de
colección al rey Aldous? ¡Qué desastre! Prometo que si
salgo viva de esto me buscaré un lugar lejano y me iré allá
para abrir mi floristería. Viviré una vida tranquila lejos de la
monarquía e intentaré que Stefan abandone todo para irse
conmigo.
—¿Por qué yo? —pregunta el rey Gregorie después de
unos segundos de silencio—. Pudiste aliarte con Mishnock o
Cristeners para conspirar contra Lacrontte y aun así
decidiste irte por la vía más difícil. ¿Por qué?
—Mishnock lleva años luchando contra Lacrontte y no
han logrado nada. Y Cristeners está de tu parte. No se irán
contra ti y eso te convierte en el cabecilla. Si te convenzo,
también los tendré a ellos.
—Por Lerentia, debido a que Lorian aún no toma el poder
y Cristeners sigue siendo gobernado por Magda y Everett —
deduce—. Necesito unos minutos a solas para pensarlo.
¿Qué tal si das un paseo con Allia mientras yo sopeso mis
opciones? —propone entonces, dando inicio al plan que
crearon en Mirellfolw.
—De acuerdo. Volveremos en unos minutos… u horas, si
todo sale bien—. Se levanta, va directo hacia mí y tengo que
contener un escalofrío—. Señorita, sígame por aquí.
—Creí que jamás nos darían un momento a solas —le
digo con mi mejor sonrisa.
—Mi esposa no está, así que es tu día de suerte y
conocerás los aposentos reales —me asegura cuando
salimos de la oficina, pero reacciono rápidamente.
—En realidad hay un lugar que me llama mucho más la
atención —digo, fingiendo timidez. El rey me rodea la
cintura y me acerca a él—. La verdad es que me atrae su
atuendo. —Le acaricio las cadenas que cuelgan de su cuello,
con la bilis revuelta—. El oro que lo viste.
—No te preocupes, querida, te daré todo el oro que
desees si me complaces tanto como espero —me habla al
oído—. De ti depende cuán grande sea el botín.
—No hay nada que me motive más que ver con
antelación todo lo que me espera al lado de un hombre
como usted —susurro con el tono más seductor que puedo
impostar. Me tiemblan las manos ligeramente y el corazón
me late tan fuerte que me golpea el pecho, desesperado por
salir. No puedo arruinar esto, pero odio tener que tocarlo—.
Enséñeme todo el oro con el que piensa competir contra el
rey Magnus.
La sonrisa que aparece en su rostro me indica que he
ganado esta batalla y lo he convencido de que me lleve a su
bóveda. La primera fase del plan es un éxito. Ahora solo me
resta rogar que lo demás salga igual de bien.
Descendemos hasta un piso subterráneo, que está
prácticamente vacío e iluminado con luz clara. Se trata de
un corredor extenso que desemboca en una sala abierta,
donde esperan cuatro guardias que custodian lo que de
inmediato identifico como la bóveda de la que tanto
hablaron los primos Lacrontte.
—Espero que mis tesoros logren convencerte de
sucumbir ante mí —dice, y el asco me recorre de pies a
cabeza.
Le ofrezco una mirada de asombro cuando ingresa el
código de seguridad. Lo veo claro, 0321, pero eso es algo
que los reyes ya saben. La punta de la funda de la daga que
está atada a mi pierna se me clava levemente en el muslo
cuando levanto la pierna para entrar a la bóveda. Dos
guardias entran conmigo.
—Cierren la puerta, por favor. Siento que puedo respirar
el lujo y no quiero que ni siquiera eso se me escape. —Me
inclino cerca del rey y le acaricio la barba, esperando
distraerlo para que no sospeche nada.
—Ya escucharon a la mujer. Cierren la puerta —repite él
—. Y quédense afuera porque quizás no lleguemos a la
habitación.
—No los saque, majestad —hablo de inmediato,
temiendo que los guardias puedan detener a los hombres
del rey de Lacrontte—. En mi fantasía de reina hay
espectadores.
—Estoy un poco desactualizado. —Abre mucho los ojos,
aunque parece que le gusta la idea que implican mis
palabras—. Desconocía que se habían incorporado tales
prácticas.
Trago fuerte mientras el rey les ordena a los guardias que
se queden y cierren la puerta. Quiero vomitar. ¿Cómo puede
pensar que en verdad quiero hacer algo así? Repaso el plan
mientras me paseo por la bóveda. El rey Gregorie me
sugirió que buscara joyas y me las pusiera, pues si todo sale
bien, al final serán mías. Lo malo es que no veo ninguna,
solo lingotes y más lingotes apilados en grandes grupos.
Las paredes son lisas, blancas y con la iluminación de las
lámparas todo se vuelve más brillante a la vista, casi
insoportable. La luz golpea el dorado del oro y este se
refleja sobre los muros impolutos. Esto podría ser una
medida de protección, pues si alguien se quedara encerrado
aquí, se volvería loco en menos de un día. No es una buena
idea cerrar la puerta, pero ese era el plan y lo estoy
cumpliendo.
—¿Comenzamos ya o eres de esas a las que les gusta el
juego previo?
—Yo solo quiero tener el poder —le revelo en un tono
bajo. El pánico amenaza con vencerme y estrangularme.
Me dijeron que debía tenerlo encerrado tanto tiempo
como pudiera, el problema es que no se me ocurren
demasiadas cosas para distraerlo sin que se desespere.
Además, también tenía que dejar el pasillo despejado y fue
imposible que entraran los cuatro guardias.
Le lanzo indirectas al rey Aldous mientras recorro la sala,
manteniéndolo expectante y haciendo que me siga como
una polilla atraída por la luz. Quemo tiempo para que la
Guardia Negra pueda entrar hasta acá. Todavía no creo que
estoy ayudándolos cuando toda mi vida tuve miedo de ellos,
pero así es la supervivencia.
—No me siento bien —miento a medida que cambio mi
expresión.
La mirada de los guardias es ansiosa, quieren ver el
espectáculo al que han sido invitados, así que solo me
queda comenzar con el teatro que he planeado.
—Estás dando muchas vueltas, para ya. Era obvio que
terminarías mareándote.
—No creo que sea eso. —Giro y camino hasta el fondo de
la bóveda—. Debe ser el nivel bajo, el aire de estos niveles
subterráneos.
Abro el anillo, quitándole la piedra que sirve como tapa.
Tomo un poco del escaso líquido rojo y me mancho la nariz
lo suficiente para que se vea real.
—Creo que voy a desmayarme —declaro y me giro hacia
el rey, mostrando la sangre falsa y actuando como si no
pudiera llegar a sus brazos.
Me apoyo sobre unos lingotes con dramatismo. Me
deslizo hasta el suelo, cuidando que la daga en mi pierna no
se haga visible. Tal como me lo aseguraron, la bóveda aísla
el ruido, así que no puedo escuchar si ya están afuera o al
menos cerca. Solo me resta rogar que haya iniciado esta
fase del plan en el momento correcto.
—Te llevaré a la alcoba, quizás con menos ropa te sientas
mejor. —Se agacha y me pone la mano en la pierna
desnuda. Su toque me causa una repulsión tremenda, tanto
que ahora de verdad quiero vomitar. Faustus y él son la peor
basura que he conocido—. ¡Abran la bóveda! —les ordena a
sus guardias y el corazón se me acelera. ¿Y si no están allá
afuera? ¿Y si el rey Gregorie decidió traicionar a su primo y
me dejó metida aquí? Tras unos segundos, el rey se
impacienta—. Reponte rápido si quieres dinero o te enviaré
de vuelta con Gregorie sin nada. Eso sí, después de pasar
por mi habitación porque viniste a eso, ¿no?
Veo a los guardias acercarse a la puerta, pero antes de
que la toquen esta se abre hacia dentro. Ambos quedan
pasmados, agarran sus armas y toda la sangre parece
evaporarse de mi cuerpo cuando uno de los custodios que
se quedaron afuera se asoma, aunque de inmediato se
desploma en el piso.
—Cuánto tiempo sin vernos, Aldous Sigourney.
¡Esa voz! Nunca pensé que esa voz que tanto temía me
causaría alivio.
Varios hombres vestidos de negro entran en la bóveda,
custodiando al rey Magnus, mientras le apuntan
directamente al asqueroso rey Aldous y a sus dos
protectores.
—¡¿Cómo demonios entraste aquí?! —ruge, encolerizado,
alejando su mano de mi pierna por fin.
Bajo la mano hacia la daga y la agarro de su pequeña
empuñadura. Sigourney está a punto de levantarse y
enfrentarlo, así que, aprovechando que se encuentra a mi
nivel, me abrazo a su pecho y le pongo el filo contra el
cuello, tal como me lo enseñaron. Tengo miedo de que algo
salga mal y termine convirtiéndome en asesina. El asunto es
que si no hago esto como debo, la que terminará lastimada
seré yo. El pulso se me acelera, no sé si por adrenalina o
terror, pero me lleno de una fuerza que no sabía que tenía.
—Creo que acabas de descubrir la respuesta —anuncia el
rey Magnus con la sonrisa de un auténtico villano,
regalándome una fugaz mirada de asombro. ¿Acaso pensó
que no sería capaz? Yo puedo hacer todo lo que me
proponga y confío en mis habilidades, más cuando de ello
dependen mi vida y mi libertad—. Te presento a mi más
reciente recluta, la soldado Naford.
Los guardias del rey Aldous se vuelven a verme y me
apuntan a la cabeza. Me he convertido en su nuevo objetivo
ahora que tengo entre mis manos a su rey.
—Eres una maldita basura —brama dirigiéndose a mí.
—Cuide su manera de hablarme —le advierto y acerco la
daga para que sienta el frío del metal contra su piel. Mis
manos no tienen la firmeza que desearía y es que, en el
fondo, me atemoriza hacer algo que me lleve a sentir
remordimiento toda la vida.
—Escúchala, Sigourney. —Oigo una sonrisa escondida en
la voz del rey Magnus—. Está a un pelo de tu yugular.
—¡Lárgate de mi palacio o mátame ya! A eso has venido,
¿no?
—Solo pienso llevarme un poco de tus riquezas, tienes
muchas y hay que compartir. ¿Nunca te lo enseñaron? —
Sigourney forcejea, pero no se atreve a moverse demasiado
—. Naford, venga aquí. Si intenta atacarla, córtele la
garganta. —Lo miro y no me muevo. Tengo miedo—. ¿Me
hará ir por usted, soldado? —cuestiona, levantando una
ceja, y yo asiento—. De acuerdo, pero solo cuando me haya
llevado todo el oro que hay aquí.
Los custodios amenazan con dispararme, algo que ahora
es inútil. No tienen el control de la situación y la Guardia
Negra los somete sin problemas, haciéndolos bajar las
armas a pesar de los gritos de su monarca, que les exige
protección.
—Ellos sí piensan de manera inteligente —le susurro. El
hombre se remueve con furia y me veo obligada a
retroceder. En ese momento reaparece el rey Magnus, que
se planta frente a Sigourney y me dice que salga y siga la
línea de hombres de Lacrontte.
La Guardia Negra ya ha comenzado a sacar el oro. Es una
tarea ardua y demorada que requiere de muchos hombres
para cargar y transportar lo robado.
—Eres una rata, igual que tu padre —espeta el rey
Aldous desde el piso.
—¿Trajiste a mi familia para conspirar en mi contra y te
atreves a llamarme así? Somos lacrontters, Sigourney. No
puedes separarnos.
Tras esas palabras, salgo de la bóveda y camino por los
pasillos hasta el exterior del palacio, tomando la salida
trasera. Debemos ser cautelosos y por eso tomamos la ruta
alterna. Hay muchos lacrontters en la casa real, todos con
armas y un charco de sangre a sus pies. No quiero imaginar
a cuántas personas han asesinado para que el palacio haya
quedado en tal silencio.
—¿Dónde está el rey Gregorie? —le pregunto a uno de
ellos.
—A kilómetros de aquí. En el punto de encuentro.
La fila de soldados se pierde cuando bajan la colina sobre
la que se encuentra el palacio real. Desaparecen en medio
de un bosque espeso en el que solo puedo ver unas
pequeñas luces que parecen indicarles el camino. Me
debato entre ir tras ellos o esperar al rey Magnus para
caminar con él hasta el punto de encuentro. Después de
pensarlo unos minutos, me decanto por la segunda opción.

***
El cielo está despejado y no se ve nada más que la luna,
que se alza como dueña indiscutible del firmamento. El
número de soldados ha disminuido desde hace un par de
horas. Tengo hambre, mucho frío y temo que el amargado
haya salido por la puerta principal y yo me haya quedado
sola esperándolo. Sin embargo, después de un tiempo,
cuando ya todos los lacrontters se han ido, el rey Magnus
por fin sale del palacio completamente solo y con un arma
en la mano. Es el último en salir.
—¿Qué hace aquí? —pregunta, contrariado, al verme—.
¿Por qué no está en el punto de encuentro? —Me encojo de
hombros porque no tengo la fuerza para responder o
discutir—. Camine, no hay tiempo que perder. Ya todos van
adelante.
—¿Por qué se ha quedado de último si es el rey? —
inquiero mientras bajamos la colina y nos adentramos en las
profundidades del bosque.
—Porque eso es lo que hace un líder. Es el primero en
llegar y el último en irse. Un buen rey no puede dejar atrás
a ninguno de sus hombres, debe velar por ellos. Y eso es lo
que hago. —No me mira mientras habla, solo avanza
erguido y orgulloso.
Andamos por aproximadamente una hora, siguiendo las
lámparas que han dejado para señalar el sendero y que
vamos apagando a medida que pasamos. Continuamos
hasta un gran campo abierto que desemboca en un camino
que han despojado de árboles.
—¿Dónde están todos? —pregunta, desconcertado, como
un niño que se ha alejado demasiado de sus padres, y gira
con los brazos abiertos—. Este era el punto de encuentro. —
Veo que el rey camina de un lado a otro, buscando algo, a
alguien, pero no hay nada. Estamos solos—. ¡El maldito de
Gregorie nos dejó! ¡Se fueron sin nosotros! —exclama y
siento que el mundo se cae a mi alrededor. Esto no puede
ser cierto—. ¡Nos abandonaron a nuestra suerte! ¡Juro que
voy a matarlo cuando lleguemos a Lacrontte!
—¿Y cómo se supone que haremos eso? —pregunto en
voz baja, pues no quiero exaltarlo más.
—No tengo la menor idea, Naford, no tengo ni la menor
idea…
39

Camino detrás del rey Magnus tan rápido como puedo en


medio del bosque. Él parece saber hacia dónde vamos y yo
lo sigo como un pato. Está de un humor insoportable, así
que intento mantener la distancia para no ser víctima de
sus groserías. Me ha dicho hace un rato que debemos llegar
a la frontera con Cromanoff antes del amanecer para que
crucemos sin que el rumor del robo se haya extendido y nos
tomen como prisioneros. De ahí viajaremos a Lacrontte,
puesto que su reino no limita con Grencowck, y asegura que
la Guardia Verde nos dejará pasar.
—¿Podría avanzar más rápido? —cuestiona sin volverse a
mirarme.
—No puedo. La falda del vestido es muy pesada —
contesto, desabrochándome las sandalias altas—. Por cierto,
el rey Gregorie sugirió que podría llevarme cualquier joya
que encontrara en la bóveda, pero no había ninguna. ¿Me
puedo quedar entonces con el traje? Es muy bonito.
—Déjeme en paz y camine en silencio si no quiere que la
deje aquí tirada.
—¡No me amenace! Recuerde que aún tengo la daga
para defend…
No termino de hablar cuando se abalanza sobre mí y nos
lanza al suelo. Pataleo cuando me agarra los brazos y los
levanta sobre mi cabeza, sosteniéndolos por las muñecas
con una mano. Se arrodilla a mi lado mientras pone su
pierna derecha sobre mis muslos, inmovilizándome. Con su
mano libre desliza ligeramente la tela del vestido y toma la
daga escondida.
—¿Ahora quién tiene la daga, soldado? —se mofa,
enseñándomela. Se levanta y me deja acostada sobre la
tierra, con el pelo y el vestido sucios. Me incorporo con la ira
que se abre paso en mi interior, como los relámpagos en el
cielo. Y cuando veo que sigue caminando sin más, tomo mis
sandalias del suelo y se las lanzo a la espalda con furia.
—¡Lo odio! —grito y él se gira, sorprendido por el golpe.
—¡Y yo odio sus ojos cafés! —replica—. El sentimiento es
mutuo. Ya me lo dijo antes, así que varíe sus insultos.
Veo que intenta reírse y eso me enfurece aún más. Al
final se resiste, como siempre, y opta por dar media vuelta
para seguir caminando los largos kilómetros que tenemos
por delante.

***

Desconozco cuánto tiempo llevamos caminando, pero estoy


agotada. Siento que si doy un paso más desfalleceré.
Hemos dejado el bosque y caminamos ahora por un sendero
lleno de cultivos. El sol ya ha comenzado a salir, pintando el
cielo de un naranja hermoso; sin embargo, el hambre, el
sueño y los pies adoloridos no me dejan apreciarlo como
debería. A unos metros veo una modesta casa que está
protegida por una valla de alambre y púas. Sale humo de la
chimenea y la puerta está abierta, lo cual indica que en su
interior hay alguien. Le señalo la casa al rey, pero no le
interesa en lo más mínimo.
—No necesitamos una casa de campesinos, lo que
necesitamos es salir de Grencowck —replica con un tono
que demuestra lo agotado que está, aunque no sé si del
camino o de mí.
—Ya no puedo seguir. En la casa podremos descansar un
momento, beber agua y comer algo.
—¿Cree que voy a probar comida de plebeyos
desconocidos? Soy el rey de Lacrontte, Emery. ¡Piense un
poco!
—¡Piense usted! Yo sí iré —declaro.
Entonces me dirijo hacia la vivienda y él, aunque reniega,
termina siguiéndome. Encuentro el portón, lo abro y saludo
en voz alta. Después de un momento aparece una mujer
mayor que se seca las manos en un trapo. Le digo que
somos dos viajeros y que hemos caminado toda la noche. La
señora nos mira de pies a cabeza y me asusta por un
momento que la noticia ya se haya esparcido. Aunque, dada
la hora, no creo que lo sepa. Luego nos permite pasar y veo
en el rostro del rey Magnus que siente alivio de que no lo
haya reconocido.
—¿Quieren algo de beber? —nos pregunta mientras tomo
asiento en el banco de su comedor—. ¿De dónde son?
Él se queda de pie, mirando despectivamente la sencilla
mesa. No quiere sentarse, así que no me queda más que
tomarlo de la manga para que también descanse.
—De Cromanoff —inventa el rey.
—Eso explica sus atuendos. Nadie en Grencowck tiene
ese estilo.
—Es un reino con recursos limitados, ¿no es así? —me
atrevo a señalar.
—Un poco. Es decir, de unos años para acá las cosas han
ido escaseando. El rey Aldous es un despilfarrador, toda la
riqueza se la ha gastado y lo que recoge en impuestos lo
invierte en su palacio.
—Tienen un bloqueo económico por parte de Lacrontte —
revela el soberano más para mí que para la mujer—. Eso los
priva, por ejemplo, de combustible. Y como es difícil de
conseguir tuvieron que volver a los carruajes.
—Exactamente —afirma ella, dejando un envase con
agua y dos vasos de madera frente a nosotros—. El reino de
Cromanoff era el princial exportador de trigo y ya no puede
hacerlo por ser el aliado principal de Lacrontte, así que no
hay muchos panes. Suena ridículo, pero solo los pudientes
pueden permitirse una hogaza.
Así que hubo un tiempo en el que Cromanoff y Lacrontte
no eran aliados. No me queda duda de que Grencowck era
antes una nación próspera y, tal como le está sucediendo
ahora a Mishnock, la guerra contra Lacrontte, junto con la
mala administración del Gobierno, los llevó a la ruina. Y es
justo eso lo que nos pasará a nosotros si el rey Silas no deja
el poder.
—¿Ustedes son esposos? —pregunta la mujer, cambiando
de tema.
—Sí —responde el rey, tomándome por sorpresa—. Y
debemos retirarnos ya, el camino es largo.
La señora dice que no puede dejarnos ir sin que
comamos algo y yo acepto, famélica, aunque el amargado
me mire como si estuviera loca. Mientras nuestra anfitriona
va por algo, le advierto que debemos cambiarnos de ropa,
pues estamos llamando demasiado la atención.
—Bien. —Aprieta la mandíbula al hablar. Es obvio que le
cuesta mucho reconocer que tengo razón—. No tengo
dinero, así que debemos usar algo más. Ofrézcale su
vestido, que tiene diamantes.
—¿No son zirconios? —pregunto, confundida.
—¿Cree que dejaría entrar cosas falsas a mi palacio?
Todo este tiempo he estado utilizando diamantes y no lo
sabía.
Cuando la mujer vuelve con comida, le proponemos un
intercambio: mi traje por algo de ropa normal. Ella no lo
piensa demasiado antes de aceptar. Corre a buscar lo que le
hemos pedido después de indicarnos un lago donde
podemos tomar un baño.
—¡No voy a ponerme eso! Es ropa de plebeyos —se
queja como si las prendas estuvieran hechas de tela
envenenada.
—Es ropa limpia —le aseguro cuando llegamos al sitio
indicado por la mujer—. Pensemos mejor cómo haremos
para lavarnos. Yo podría hacer guardia mientras usted se
asea.
—¿Acaso cree que voy a bañarme con esa agua
asquerosa? Apuesto mi reino entero a que las vacas beben
de ahí. Prefiero morirme antes de poner esa cosa sobre mi
cuerpo.
—Pues entonces solo haga guardia porque yo sí quiero
quitarme las huellas del rey Aldous de la piel —digo y me
estremezco al recordar el asco que me produjeron sus
manos—. Dese la vuelta, voy a quitarme el vestido —le pido
y obedece con el ceño fruncido.
El traje cae a mis pies cuando me despojo de él. Dudo
por un momento si quitarme la ropa interior o no, y al final
opto por dejármela. Así me meto al agua, que está helada.
Este lago me recuerda al que se encuentra en medio del
bosque Ewan, aquel en el que sumergí los pies cuando fui
con Stefan. Estoy segura de que si él viera este lugar, le
encantaría. Llevo la cabeza hacia atrás para admirar el
firmamento. El azul me recuerda, también, su mirada y el
apodo que me ha puesto y que deseo con todas mis fuerzas
volver a escuchar de su boca.
—Ya puede girarse —le aviso al rey de Lacrontte cuando
estoy cubierta hasta el cuello. Se gira y yo me muevo en el
agua, disfrutando de la sensación. Aun así, soy muy
consciente de sus ojos verdes sobre mí.
—No creo que esa sea la manera en la que ellos se
bañan.
—¿A qué se refiere?
Señala un grupo de cubetas que reposan en la orilla y le
doy la razón. Me equivoqué. Debía sacar el agua, no
meterme en ella.
—Usted no dirá nada y yo tampoco —le advierto,
apenada—. Será nuestro secreto.
—¿Sabe que el agua es tan cristalina como para ver a
través de ella? —comenta en su lugar, levantando la vista
hacia el horizonte.
—¿Qué intenta decir? —Me cubro rápido el pecho con las
manos, sonrojada.
—Soy un hombre respetuoso, soldado Naford. No la he
mirado —me asegura y, curiosamente, le creo—. Solo se lo
digo porque desde aquí puedo ver las piedras en el fondo.
—¿Desde cuándo Cromanoff y Lacrontte son aliados? —
pregunto para desviar la atención del incómodo momento.
—Desde que mi tía Georgiana se casó con el padre de
Gregorie. Antes de eso les robábamos bastante. Fue todo un
escándalo, pues se estaba casando con el enemigo. Mis
abuelos creían que solo la utilizaban para que el problema
entre ambos reinos se acabara o, peor, que una vez ella se
fuera a vivir con Frederick sería asesinada por venganza.
Yo no podría haber arriesgado mi vida de esa forma. Es
decir, así lo hago ahora y me la paso rogando que no
descubran que Stefan es mi pareja y me lastimen por ello. A
pesar de saber que esto acabará pronto, no quiero imaginar
la agonía que habría sentido al despertar todos los días en
la cama del enemigo.
Una vez en las tutorías el señor Field dijo que la principal
fuente económica de Lacrontte no era el petróleo, sino los
despojos, algo totalmente cierto.
—¿Conoce usted la historia de mi nación? —pregunta y
noto que le gusta mucho hablar de su patria.
—No. En Mishnock está prohibido hablar sobre su cultura
o cualquier cosa semejante. Lo único que nos enseñan es
que ustedes son malvados, que nos ultrajaron y saquearon.
Nos enseñan a odiarlos.
—Su educación es bastante limitada, entonces. Debería
instruirse por sí misma, Naford. Recuerde que los libros son
la puerta a otros mundos, que no caducan, pero sí
trascienden. No se quede con lo poco que le ofrecen, no se
conforme. —Ya habla como el señor Field—. Lacrontte era un
reino pequeño que estaba rodeado de otros reinos aún más
diminutos. Sin embargo, fuimos audaces y ambiciosos y
pudimos adueñarnos de algunos y crecer —revela,
orgulloso. Eso fue lo que pasó con Mishnock, salvo que
nosotros pudimos liberarnos e independizarnos, pero existió
una época en la que fuimos borrados del mapa—. Ahora, fue
mi tatarabuelo Meridoffe quien de verdad hizo historia. Y mi
único anhelo en la vida es… —Se interrumpe de repente,
como si hubiera revelado demasiado.
—Ser como él —termino la frase que no se atreve a decir.
—Ser mucho mejor que él —me corrige—. Lo voy a
superar, cueste lo que cueste.
Sonrío. No hay manera de ganarle una discusión a este
hombre, es demasiado testarudo, así que mejor decido salir
del agua para seguir nuestro camino.
—Présteme su camisa, necesito algo para cubrirme.
Sé que le molesta mi petición, pero de todas maneras se
la desabrocha de mala gana, revelando su torso firme y
musculoso. Baja las mangas por sus brazos marcados con
algunas cicatrices. La piel se le eriza al instante, pues el frío
hace de las suyas. Se acerca a la orilla del estanque y me la
extiende. Los anillos en sus dedos están helados, la esclava
de oro en su muñeca parece presionarle la piel y la cadena
en su cuello cuelga cuando se inclina hacia mí. El olor de su
fragancia me invade mientras tomo la prenda y me cubro.
—Ayúdeme a salir, por favor.
—Se está aprovechando de mí —dice antes de agarrar la
mano que le ofrezco.
La arena del fondo me atrapa los pies, dificultando mi
salida. El rey de Lacrontte clava los pies en la orilla para
tener mayor estabilidad. No contaba con que el pasto
mojado que rodea el lago lo haría resbalar y caer al agua, a
mi lado. El impacto de su cuerpo me salpica el cabello. Él se
mantiene a flote, pues este lugar no tiene mucha
profundidad, con el enojo marcado en el rostro empapado.
Se reacomoda con ira el pelo que le ha caído en la cara y
luego golpea el agua, molesto.
—No se atreva a reírse. —Me apunta cuando la expresión
quiere surgir en mi cara—. Todo esto es culpa suya, plebeya.
—Solo es un baño, no es como si hubiera caído en lodo,
majestad. Además, en este momento soy una soldado de su
ejército que necesitaba salir de un aprieto y usted mismo
mencionó que un líder siempre vela por sus hombres.
—Le recuerdo que es el bebedero de las vacas, Naford.
—¡Ajá! Así que no solo les roba el oro a los grencianos,
sino que también contamina el agua de las reses. Es usted
un verdadero peligro, majestad.
Gira el cuello hacia un lado, negándose a sonreír, y
vuelve a mirarme con la inexpresividad de siempre, pero
acompañada de un brillo en los ojos que supongo que es por
el contacto con el agua.
—La daré de baja cuando lleguemos a Lacrontte porque
en este momento estoy a punto de sumergirla hasta
ahogarla.
Se adelanta a salir del aguay me saca agarrada por el
brazo. Sin decir más, vamos hasta el pasto, donde dejamos
las prendas nuevas. Allí él se viste con la ropa nueva y yo lo
hago con el vestido blanco de olanes y encaje.
—¿Por qué no sonríe si quiere hacerlo? —inquiero
mientras me calzo los zapatos.
—Solo me permito una sonrisa al mes y ya usted se ha
robado dos.
Levanto la cabeza de golpe y busco su mirada a pesar de
que él me evita. No sé qué haya sido eso, pero sonó como
un halago.
—Camine. —Se aleja de mí—. Iremos hasta un pueblo y
allí alquilaremos un carruaje que nos lleve a la frontera.
Avanzamos hasta el pueblo en un silencio sepulcral; sin
embargo, ya no existen la ira ni la incomodidad del
principio. El ambiente a nuestro alrededor es ligero y cálido
a pesar de la distancia que mantenemos entre nosotros. Al
final, justo antes de llegar a una zona poblada, nos
aseguramos de que el rostro del rey quede cubierto por un
sombrero y un pañuelo que también le compramos a la
mujer. Además, guarda todas sus joyas y anillos para no
llamar la atención.
Recorremos las calles repletas de personas que van y
vienen. Hay mucho ruido, prisa y polvo. Veo carruajes y
carretas, carpas, vendedores que entre gritos enumeran sus
productos, personas que me toman del brazo para que vaya
a su tienda, charcos y animales revoloteando por doquier. El
calor me asfixia muy pronto y, como temo perderme entre
la multitud, me aferro a la manga del rey. Él intenta
reclamar, pero cuando ve que casi me llevan hacia otro
local, solo asiente y me lo permite. Vamos en busca de un
puesto de carruajes para alquilar y, al mismo tiempo, voy
mirando alrededor, atenta a los murmullos de la gente.
Tanto el rey como yo necesitamos saber si la noticia del
robo se conoce, ya que, de ser así, debemos tener mucho
más cuidado. Me escondo detrás de él cuando un grupo de
cerdos arreados por un lugareño pasan por mi lado
atropelladamente. Él me busca, creyendo que algo me ha
sucedido, me lleva hasta el frente y entonces vuelvo a
agarrar la manga de su otro brazo.
—Creo que debo ser yo quien hable y negocie para evitar
que puedan reconocer su voz —le propongo.
—Nadie aquí ha escuchado mi voz en su vida, lo que sí
creo que debo hacer es adoptar una actitud diferente.
Entiendo a lo que se refiere cuando empieza a caminar
un poco encorvado, imitando el andar de los hombres que
por aquí transitan. El lugar es un caos, así que nos
apresuramos a llegar al puesto de los carruajes. Allí
buscamos un sitio para empeñar uno de los anillos del
amargado y luego averiguamos la tarifa del viaje hasta la
frontera. El sujeto sospecha del rey e intenta mirarle el
rostro, pese a que él mantiene la cabeza gacha, pero lo deja
pasar cuando le ofrece el doble como pago.
Subimos al carruaje y, después de un largo camino en el
que no nos decimos ni una palabra, llegamos a la frontera.
Desde la ventana del carruaje apreciamos el contraste del
uniforme amarillo y café de Grencowck con el verde y crema
de Cromanoff. Por un instante pienso que podremos pasar
sin problemas, pero todo se esfuma cuando el carruaje se
detiene debido a los llamados de la Guardia grenciana.
—Nos van a descubrir —murmuro con el corazón
acelerado.
—La noticia seguramente ya llegó a sus oídos, pero no
saben que somos nosotros quienes estamos aquí. Si somos
inteligentes, tampoco se enterarán. Emery, esto es lo que
va a pasar —comienza a explicarme la situación mientras el
cochero se baja—: nos pedirán nuestras identificaciones
para dejarnos seguir al otro lado. ¡Ya sé que no las tenemos!
—agrega cuando ve que abro los labios—. Lo importante es
que una vez pasemos la línea fronteriza estaremos a salvo.
—¿Cómo cruzaremos? —pregunto al tiempo que golpean
la puerta del carruaje, exigiendo nuestros permisos de viaje.
—Debemos acercarnos lo máximo posible a la Guardia
Verde de Cromanoff —susurra a pesar del llamado incesante
—. Me retiraré el pañuelo de la cara, me reconocerán y de
inmediato nos darán protección, pero debemos haber
cruzado la frontera, pues no podrán venir por nosotros hasta
acá. Es ilegal. Ese acto sería considerado una invasión y los
grencianos tendrían todo el derecho de abrir fuego.
¿Entendido?
—Sí, lo que sigo sin comprender es cómo lograremos
aproximarnos.
—Señores, bajen ahora —insisten desde afuera.
—Tendrá que ocurrírsenos una forma.
—¿Aún tiene la daga en el bolsillo? —indago y un plan se
arma en mi cabeza.
—Una daga no será competencia para sus armas. ¿Qué
es lo que piensa hacer?
No le doy detalles, solo le hago prometer que antes de
salir arruinará la cerradura del carruaje y dejará una parte
filosa a la vista. Lo hace, a pesar de no saber qué es lo que
tengo en mente. Los guardias no cesan de presionarnos
desde afuera, pidiéndonos que bajemos o abrirán fuego.
Desconfiado, el rey Lacrontte mete la mano en su pantalón
y saca el objeto que duda en entregarme. Se lo arrebato de
las manos y, apretando los dientes para aguantar el dolor,
me paso el filo por las palmas de las manos, abriendo las
heridas ya curadas.
—¿Por qué ha hecho eso? —inquiere, consternado y
mirándome como si hubiera cometido una masacre.
—Porque soy la única de los dos que puede dar la cara.
Empiezo a sangrar más rápido de lo que creí. Se me
manchan las manos y el vestido, así que aprovecho para
abrir la puerta, dejándola roja a mi paso. Lloro, me lamento
y llamo la atención cuando bajo, acaparando las miradas
para que el rey Magnus pueda cruzar la frontera.
—¡Esto ha sido su culpa por amenazarnos para que
saliéramos pronto! —Me paro contra la puerta para darle
tiempo de cumplir mi pedido—. La cerradura estaba
averiada y me corté.
—Eso no es cierto —se defiende el cochero.
—Claro que lo es. ¿Cómo explica esto? —Le enseño las
heridas con exagerado dramatismo. Los guardias se acercan
a mí sin saber si ayudarme o arrestarme, justo lo que
quería. Las heridas me arden mucho y aprovecho eso para
mi actuación—. Ustedes me han hecho esto. ¡Todos ustedes!
—acuso a los guardias, quienes se miran entre sí.
—Nosotros no le hemos hecho nada, señorita —alega uno
mientras el soberano de Lacrontte se baja del carruaje.
—¿Por qué se ha quedado adentro tanto tiempo? —lo
interrogan—. ¿Acaso no escuchó a la señora llorar?
—La puerta está dañada. —Mantiene la cabeza gacha e
imposta la voz.
—¡Mírenme! ¡Me asusté cuando dijeron que abrirían
fuego y esto pasó! —grito, capturando la atención de todos
de nuevo. Me acerco a ellos y, como si le temieran a la
sangre, se alejan. El rey Magnus me sigue mientras camino
hacia los guardias para que vean mi herida, aunque en
realidad lo que busco es acercarme a la línea fronteriza—.
Han lastimado a una mujer inocente. —Lloro tan fuerte
como puedo.
Un par de guardias se esfuman para buscar suministros
médicos y yo sigo con mi teatro. Ha sido una buena
estrategia, pues ahora hay tres hombres menos por los que
preocuparnos. Aunque quedan muchos más.
Estamos cerca, lo suficiente como para que el monarca
tome la delantera y se aproxime a la línea aprovechando la
distracción de los guardias. Entonces siento que me abraza
por la cintura, como si intentara calmar mi alboroto, y me
sostiene fuerte, llevándome con él disimuladamente.
—¡Tendrán siempre en la conciencia lo que me han
hecho! —exclamo, angustiada—. Ya ni siquiera siento las
manos. ¡Son cortadas que me marcarán para siempre!
De repente mis pies abandonan el suelo, pues el rey me
ha cargado y, con agilidad, corre hacia el otro lado de la
frontera, ubicándose en medio de los guardias
cromanenses. Con la misma rapidez me deja en el suelo y,
sin dejar de aferrarse a mi cintura con una mano, se quita el
pañuelo con la otra, justo cuando los hombres avanzan
hacia nosotros.
—¡Soy el rey Magnus VI Lacrontte Hefferline! —declara,
proyectando la voz.
Inmediatamente un escudo de guardias se forma a
nuestro alrededor como respuesta a la Guardia de
Grencowck que nos apunta con sus armas. A pesar de estar
al otro lado, aún no me siento segura. No importa cuántos
guardias nos estén cubriendo, no me sentiré en paz hasta
que me encuentre lejos de aquí. Y no me refiero a volver a
Lacrontte, sino a Mishnock. El rey Magnus me suelta por fin,
me tiemblan las manos por la adrenalina y tengo el corazón
aún acelerado por la incertidumbre de no saber qué pasará
a continuación.
—No se atrevan a disparar —les advierte alguien de la
Guardia Verde.
—El reino de Grencowck los reclama. ¡Nos han robado y
es su deber como protectores de la ley entregarlos! —gritan
de vuelta.
—Es un rey aliado y debemos protegerlo. Están en
territorio cromanense y aquí no son buscados por ningún
delito. Disparar o invadir nuestra frontera se considerará
una declaración de guerra y sabremos cómo responder.
—Camine —me pide el rey, alejándose de la escena y
rompiendo el pañuelo en dos para atarlo sobre mis heridas.
Un guardia nos guía hasta un transporte militar mientras
los gritos y amenazas por parte de cada reino continúan
detrás de nosotros.
—¿Está bien? —inquiere, viendo cómo el vendaje se
torna rojo.
—Estoy agotada —revelo con un suspiro—. Física y
mentalmente.
—Ha sido una gran soldado, Naford. —Me da unas
palmadas en el hombro—. Merece una recompensa por su
esfuerzo y prometo dársela yo mismo.
No alcanzo a preguntarme a qué se referirá porque el
cansancio y la pérdida de sangre me sumen en un sueño
profundo cuando me recuesto en el asiento.
40

—¿Qué es esto? —pregunto, refiriéndome al gigantesco


aparato que tenemos enfrente.
—Es un avión. He de suponer que nunca ha viajado en
uno —dice el rey Magnus, caminando hacia él, y está en lo
correcto. Nos encontramos en una pista larga, parecida a la
que vi en medio del bosque, aunque esta es inmensa—. Son
mucho más modernos los de Lacrontte —presume—. El
escudo dorado en el fuselaje les agrega lujo.
—No quiero subirme en eso —digo sin moverme un
centímetro hacia la escalera que tiene para abordar.
Nunca había visto algo así, pero he escuchado los
rumores sobre ellos. El señor Field comentó que Lacrontte
tenía máquinas voladoras y nadie le creyó. Era inimaginable
para las mentes cerradas de quienes solo habíamos visto
carruajes.
—¿Por qué no?
—Me da miedo. Puede caerse —murmuro con la mirada
en el suelo.
—No pasará, he viajado miles de veces en él. Deje de
hablar y súbase.
—Déjeme aquí, me iré en carruaje hasta Mishnock. Y, por
favor, cuando llegue libere a Camille. —El rey hace un gesto
que me revela lo mala que le parece mi petición—. Usted
me debe un favor y quiero que lo pague con eso.
—Dije que la recompensaría y lo haré, pero a mi manera.
No se lo voy a repetir, soldado, súbase al avión, no va a
pasar nada —habla ya sin mucha paciencia, dedicándome
una mirada tan dura como el concreto.
Me mantengo firme en donde estoy. No pienso subirme a
esa cosa. Me tiemblan las manos, así que las entrelazo para
que no se note tanto.
—Prométalo —le pido, mirando la máquina de reojo.
—¿Tanto confía en mi palabra? —Levanta una ceja,
extrañado—. De acuerdo. Se lo prometo —habla con la voz
más suave que le he escuchado hasta ahora—. ¿Entrará por
su cuenta o me obligará a llevarla?
Camino hasta la escalera del avión y sé que el rey me
observa. Viene detrás de mí, pero mantiene cierta distancia.
El interior del avión tiene sillones de cuero de color crema.
Algunos están alrededor de mesas y otros forman filas a
cada lado de las paredes.
Tomo asiento aún con las piernas temblando. Cierran la
puerta y tras unos minutos escucho un ruido. Es como un
silbido molesto y ensordecedor que poco a poco aumenta.
Miro por la ventana y veo que nos movemos por la pista y,
tiempo después, siento un vacío en el estómago cuando
despegamos del suelo y las nubes aparecen. Las manos me
sudan frío cuando me aferro a mi silla, como si yo también
fuera a salir volando. La adrenalina se adueña de mi cuerpo
y me hace sonreír nerviosa. Busco con la mirada al rey,
quien ya me está viendo desde su lugar, impávido. Quisiera
decir algo, solo que no puedo, esto me supera. Estoy en el
cielo, el lugar que siempre me recordará a Stefan.
***

Llegamos al palacio de Lacrontte tiempo después y, tan


pronto nos abren las puertas, el rey Magnus empieza a
correr escaleras arriba con ira. Me deja en el pasillo, pero
voy tras él. Sé perfectamente qué busca: al rey Gregorie. En
su camino hace a un lado a Francis, quien se sobresalta por
la hostilidad del monarca. Se detiene frente a una puerta de
la tercera planta y entra dando un portazo.
—¡Eres un maldito idiota! —Lo oigo rugir.
—Primo, ¡llegaste! Ya me estaba preocupando.
Cuando entro en la habitación descubro que está
apuntándole al monarca Fulhenor con un arma que ha
llevado todo este tiempo y de la cual me había olvidado.
—¿Qué sucede? —El rey de Cromanoff sube las manos
para protegerse o intentar calmarlo y da unos pasos atrás—.
El oro está en tus bóvedas y mi parte ya quedó en
Kilmworth. Baja esa pistola, anda.
—¿Cómo se te ocurre dejarme atrás? ¡Eres un imbécil,
Gregorie! —reclama, indignado, caminando hacia él para
apuntarle más de cerca—. Acabábamos de asaltar el palacio
real, de saquear la bóveda por completo, y tú te atreves a
dejarme dentro del volcán a punto de hacer erupción.
—Pero has llegado con bien, eso es lo importante. —Abre
los brazos como si quisiera abrazarlo, aunque lo único que
hace es retroceder, dando cuenta de que no está muy
seguro de poder controlar a su primo—. Te dejé en buena
compañía. Con Emery. —Me mira y me guiña un ojo.
—Majestad, baje el arma. —El señor Modrisage se une a
la escena—. Hay otras maneras de arreglar la situación.
—No te metas en esto, Francis —le ordena sin mirarlo y
con los ojos fijos en su objetivo—. ¡Juro que te voy a matar,
lo juro! —El otro monarca suelta una risita y de verdad
parece que no dimensionara la amenaza—. ¿Acaso
encuentras comedia en lo que has hecho? ¡Sal! ¡Sal ahora
mismo porque sabes lo que viene!
—No, si me vas a disparar, hazlo aquí. Yo escojo el sitio
—dice y el rey Magnus levanta una ceja—. Aceptaré el tiro,
solo quiero escoger el lugar.
¿Habla en serio? ¿Dejará que le disparen?
—¿Sabes todo por lo que tuvimos que pasar? ¡¿Has visto
las manos de la soldado?! —Me sobresalto, pues no pensé
que recordara mis heridas o que le importaran—. ¿Imaginas
el asco que sentí al estar en medio de plebeyos, esperando
que no me reconocieran? ¡Tuve que vender uno de mis
anillos para pagar un maldito carruaje! ¡Caminamos horas
enteras por tu culpa! ¿Y ahora te crees con derecho a
decidir?
—Lo siento, no lo pensé bien.
—¿Esa es tu excusa? ¿No pensarlo bien? ¡Me dejaste en
la mitad de una cacería en la que yo era la presa!
—A Emery también. Y, sinceramente, si sufrió tanto como
dices, debe ser ella quien me dispare.
¿Qué? Por supuesto que no. No voy a tomar esa cosa. Sí,
me duelen los pies como si me los hubieran molido, tuve
que aguantar empujones, amenazas, cortarme las manos,
llorar y gritar hasta que me ardió la garganta y todo para
librarnos de su chiste, de su irresponsabilidad, pero no
pienso dispararle. No entiendo por qué nos abandonó.
¿Acaso en el fondo sí aceptó la propuesta del rey Sigourney
y nos dejó en medio de la nada para que le fuera fácil
capturarnos? Si su primo supiera de lo que hablaron en esa
reunión y la propuesta del rey Aldous, ni siquiera me
hubiera pedido que accionara el arma, ya lo habría hecho él.
—Emery, no te preocupes —me dice el rey de Cromanoff
mientras Magnus me extiende el arma—. Todo estará bien si
escoges un punto de poco peligro.
—Me niego. No soy capaz de algo así.
—No salga ahora con ideales pacifistas —replica el
lacrontter, ya sin calma—. Dispárele como le enseñé. —
Niego con la cabeza, pero entonces me agarra las manos
con rudeza y me obliga a tomar el arma. Me arden las
heridas e intento dejarla en el piso, pero él cierra sus dedos
sobre los míos, controlando mis movimientos.
—Es nuestra ley, Emery, y en este momento es una
soldado de Lacrontte, así que hágale honor a ese título —me
anima Gregorie, como si no temiera ser herido.
—Apriete el gatillo —me exige el rey Magnus.
Igual que en la práctica, se ubica detrás de mí y afianza
el agarre del arma. Cierro los ojos porque sé que lo hará, va
a disparar. Cuando siento que presiona mi índice sobre el
gatillo, dejo de mirar y desvío ligeramente el cañón de la
pistola. Enseguida escucho la explosión, que me sobresalta.
Me zafo como puedo y busco al rey Gregorie para
comprobar que esté bien, pues no se ha quejado.
—Ya me ha disparado y he pagado mi condena —dice de
repente, cubriéndose el hombro con la mano. El alivio me
invade al ver que no lo lastimé… mucho. ¿Cómo es posible
que en Lacrontte se disparen unos a otros cuando discuten?
—. Ahora, ¿podemos hablar de algunas cosas que me dijo
Aldous?
—En este momento no quiero escucharte.
—Quiere de vuelta las tierras —continúa, ignorando a su
primo—. Y a mí me resulta sospechoso que las codicie tanto.
Alega que es para formar el mapa de Grencowck como en el
pasado, cosa que no me convence.
Aquellas palabras llaman la atención del rey Magnus, que
lo mira con los ojos entrecerrados.
—Ahí no hay nada de valor. Yo mismo examiné las tierras
con la Guardia Negra y no encontramos nada.
—A menos que quiera algo que no esté en la superficie
—comenta Francis, uniéndose a la conversación.
El soberano de Lacrontte se paraliza y mira a su
consejero. Parece que ambos llegaron a una conclusión
importante que se niegan a revelar, pero lo capto. No
necesitan decírmelo. Recuerdo la conversación en la que
dijeron que Grencowck estaba cimentado sobre oro. Eso es
lo que busca el rey Aldous, quiere las tierras de vuelta
porque ahí hay oro.
—Venga conmigo. —El amargado me toma del brazo,
sacándome de la habitación y dejando al otro rey atrás. Me
lleva hasta su oficina en la segunda planta y sé que sigue
enojado, lo noto por su brusquedad—. ¿Por qué falló el tiro?
¿Ni siquiera eso puede hacer bien? —me reclama, pues sé
que notó el ligero movimiento que hice antes para desviar la
bala.
—Le dije que no me gusta la violencia.
El rey me ignora y se pone a garabatear algo rápido en
su escritorio. Cuando acaba, sella el mensaje en un sobre
negro con cera dorada.
—Esta es su recompensa por lo de la frontera —dice,
ofreciéndome el sobre. No tengo certeza de qué es, pero
quizás sea el permiso que necesito para marcharme y
volver a Mishnock con mi familia y Stefan—. Aunque no
debería entregarle nada por haber errado el tiro. —Aparta el
papel antes de que pueda tomarlo—. No lo abra hasta que
esté en su reino.
—De acuerdo —acepto aunque la curiosidad me mata—.
Entonces me voy —me despido y doy un paso atrás—. Fue
un placer que espero no repetir.
—¿Quién le dijo que se podía marchar? —Me retiene,
agarrándome del brazo—. ¿Con qué dinero piensa
marcharse? ¿O va a caminar hasta la frontera? —El
escritorio está a mi espalda, por lo que no tengo posibilidad
de retroceder más. El rey me toma la cara y me mira desde
arriba, respirando fuerte y rápido—. ¿Por qué no disparó
correctamente? —pregunta, cambiando el tema.
—Cerré los ojos, no sabía hacia dónde estaba apuntando.
Me siento aprisionada, sometida y con el pecho hecho un
remolino. Detesto que siempre me acorrale como si fuera un
ser insignificante y él tuviera poder sobre mí, porque no lo
tiene. En realidad, nadie lo tiene. Me esfuerzo por no
responderle más para no arruinar todo ahora que estoy a
punto de marcharme y alejarme definitivamente de este
hombre, pero ganas no me faltan.
—No le creo —sentencia, mirándome a los ojos. Me
reclino aún más sobre el escritorio para mantener algo de
distancia—. Detesto que intenten verme la cara de idiota.
Solo lárguese. Cuando cruce la frontera será una persona no
grata en Lacrontte y no alcanza a imaginar la alegría que
eso me causa. No quiero volver a verla jamás.
—No estaría aquí si sus hombres no me hubieran
secuestrado —suelto sin controlarme.
—Me encargaré de que no se repita. Una cosa más,
Naford. Si sale viva de aquí, es gracias a mi misericordia,
pues en Erebolt no hay rastro de Silas. —Suelta una sonrisa
cruel que me deja de piedra—. Tendría que haberla
asesinado.
—Me gané la libertad honestamente y con creces —digo
rápido, esperando que no se noten los nervios en mi voz—.
Usted está vivo por mí.
—Y usted por mí.
—Nos cuidamos mutuamente entonces.
—¡Señorita Vanir, no puede entrar sin autorización! —
Escucho una voz afuera.
De repente se abre la puerta y la mujer entra, con los
guardias detrás. El rey Magnus y yo nos separamos de
inmediato. Él me suelta el rostro y yo salgo de la prisión en
la que me tenía.
—Ella misma abrió la puerta, majestad —se defiende uno
de los custodios—. No quisimos restringirla físicamente
porque es su pare… —El hombre no ha terminado de hablar
cuando un grito me atraviesa los oídos.
—¡¿Qué se supone que estaban haciendo?! —reclama
con furia Vanir.
—Primero, deja de gritar. Segundo, si no tienes permiso
para entrar, no puedes hacerlo —comenta el rey con tal
calma que lo único que logra es enojarla todavía más.
La entiendo. La posición en la que nos encontrábamos y
la repentina separación pueden ser malinterpretadas. Era
una cercanía poco respetuosa, sobre la que también debo
contarle a Stefan. Ruego que su ausencia esté justificada,
aunque en el fondo sé que es así. Lo conozco, y si no ha
aparecido, es porque algo grave sucedió. Lo sé.
—¿Qué estaban haciendo, Magnus? —insiste—. Me pasé
toda la tarde con el conde Ansel, rezando para que volvieras
con bien, y ahora te encuentro aquí con la plebeya a la que
una y mil veces me dijiste que jamás te acercarías.
—No se preocupe, señorita, solo hablábamos —le
informo.
—¡Tú cállate la maldita boca! —me espeta con rabia—.
Contigo no estoy hablando.
—Pues te está diciendo la verdad, Vanir. —El rey se
sienta en su silla, tranquilo. ¿Cómo puede estar tan
calmado?
—¡Quiero que se vaya hoy mismo!
—Justamente se va hoy, pero no porque tú lo decidas.
—Entonces, ¿por qué? ¿Ya acabaron con su aventura?
—No tengo una aventura con el rey y jamás la tendría.
No me ha besado y yo tampoco a él. —Me estremezco ante
la idea—. Lo que vio fue desagradable e irrespetuoso con
usted. Lo comprendo y me disculpo por ello. Yo me iré hoy
mismo del palacio y necesito que me crea cuando le digo
que no ha pasado nada entre nosotros.
—Júralo con tu vida, niña —me exige con un tono
amargo, cruzándose de brazos—. Estoy segura de que vas
detrás de Magnus porque es el rey.
—Se lo juro, señorita Etheldret —contesto con honestidad
—. Un título no me deslumbra.
—No sé si pueda creerte. Desconozco qué estuvieron
haciendo en Cromanoff. Te instruí para una misión, ¿y así es
como me pagas?
—No he hecho nada en su contra y si considera que
algún favor le debo, cóbreselo de la idea que le di sobre el
comedor comunitario —suelto, empezando a perder la
paciencia.
—¿A qué se refiere, Vanir? ¿Qué tiene que ver usted con
ese proyecto? —cuestiona el rey, mirándome.
—A la señorita Vanir no se le ocurría nada y le di la idea.
Lo que haya pasado después de eso es solo mérito de ella.
Le deseo suerte en su proyecto, por cierto. —Los ojos de
Vanir arden con rabia—. Si me disculpa, voy a retirarme
para volver a mi reino. Majestad —me dirijo al lacrontter—,
confío en que dejará libre a la señorita Camille.
—Dígale a Francis que le dé el dinero suficiente para que
se marche de aquí y recuerde bien lo de la carta.
—Cumpliré mi palabra —le hablo directamente a él,
omitiendo la presencia y las quejas de su novia—. Así como
espero que usted cumpla la suya.
Salgo de allí con la cabeza en alto, pues sé que no he
hecho nada malo. En mi corazón el único sentimiento que
existe hacia el rey Magnus es de completo repudio. Y ya ni
siquiera eso me importa porque por fin podré volver a casa
con mis padres, mis amigos y, por supuesto, con Stefan. Mi
Stefan.
41

El viaje me tomó dos días, pues me detuve a descansar en


un hostal cuando llegué a la frontera. Estuve tentada a abrir
allí la carta que me dio el rey Magnus, pero cumplí mi
promesa. Al salir del palacio me despedí de todos los que
pude. De Luena, Odo, Bronson, Remill, Theobald, algunos
guardias e incluso del desconfiado Francis, quien seguía
mirándome con sospecha mientras me entregaba las dos
bolsas con monedas.
Cuando llegué a Palkareth fui directo a casa. Toqué a la
puerta y me recibió Mia, que no creía que yo de verdad
estuviera allí. Luego salió mamá, y papá llegó unos minutos
después de la perfumería. El abrazo que nos dimos resultó
reconfortante. Las lágrimas no se hicieron esperar y por un
momento pensé que me desharía con tantos abrazos. Había
esperado mucho por este momento e incluso sentí que era
un sueño.
—Nahomi vino a casa a diario preguntando por ti y jamás
se mostró preocupada. Pienso que en el fondo sabía que
ibas a regresar —dice mamá justo en el momento en el que
llega Liz, quien al parecer ha estado viviendo con el general
Peterson este tiempo.
Esa relación está avanzando más rápido de lo que
imaginé.
—Mily. —Se acerca mi hermana mayor y me rodea con
sus brazos—. ¡No te imaginas cuánto me preocupé cuando
me enteré de tu captura! Debió ser terrible —dice con voz
temblorosa.
—Lo fue —respondo—. Aún no concibo que haya
regresado. Llegué a pensar que perdería la vida en
Lacrontte.
—Daniel ha ido a darle la buena nueva al príncipe Stefan
—avisa y se me dibuja una sonrisa en la cara. Verlo es una
de las cosas que más deseo—. Voy a casarme mañana
mismo, ya lo decidimos. —Liz me saca de mis pensamientos
y habla con una efusividad chispeante—. Daniel tiene que
irse pronto a la frontera con nuevas tropas, así que
aprovecharemos que ya todos están aquí. No quiero que
ninguno de ustedes falte ese día, por eso lo haremos lo más
rápido posible. Una ceremonia pequeña con mi familia y los
Peterson. Aún no tengo vestido, pero podríamos ir las cuatro
a buscarlo —propone—. Lo siento, papá, debe quedarse.
—Quiero descansar, si me lo permiten —rechazo la
invitación a pesar de que me gustaría ir—. Estoy exhausta.
Lo lamento, Liz. Te aseguro que mañana estaré
completamente disponible para ti.
Me lanza una mirada comprensiva mezclada con
desánimo. La carta que me dio el rey Magnus me pica en la
mano y quiero retirarme a mi alcoba para leerla a solas. Sin
embargo, parece que el destino está en mi contra, pues un
nuevo visitante aparece en la entrada.
—En cuanto supe que habías regresado quise venir a
verte —dice Willy con una sonrisa cuando papá lo deja pasar
—. En la base corrió el rumor, así que te traje flores porque
sé que te gustan. —Me extiende un ramo de tulipanes
violetas que me alegran el corazón.
—Son preciosas. No debiste molestarte.
Poco a poco las personas en la sala empiezan a
desaparecer. Liz, mamá y Mia van en busca del vestido
mientras papá sube a su habitación, dejándome a solas con
el soldado.
—Te debía un obsequio de cumpleaños, aunque tampoco
es este. —El gesto afable se le borra de repente—. Debo
confesar que no vine solo a verte, sino a darte una
información.
Parece que los problemas jamás se van a alejar de mí
porque la seriedad en su rostro no augura cosas buenas.
Mira hacia las escaleras, comprobando que papá no se
encuentre allí.
—Me estás asustando. ¿Qué información es?
—La señora Shelly Brecshart se puso en contacto
conmigo.
Se me corta la respiración de repente. ¿Habrá salido algo
mal con Rose? ¿No pudo escaparse?
—¿Recuerdas la casona a la que me llevaste? —cuestiona
y yo asiento—. Ya no viven ahí, tuvieron que mudarse. El rey
Silas regresó. —Todo mi mundo se detiene en este instante.
¿Por qué regresó si el rey Magnus le estaba siguiendo la
pista? Intento no ser tan pesimista y encontrarle otro lado al
asunto. Puede que todo haya salido bien con Rose y que por
eso haya regresado, porque Stefan logró engañarlo—. Emily.
—Chasquea los dedos frente a mí—. ¿Escuchaste lo que
dije? Están asesinando meretrices.
La sala me da vueltas como si estuviera en medio de un
carrusel y se me tensiona el rostro. Esto no puede ser
posible.
—¿De qué hablas? —La voz me sale ahogada, me niego a
creerlo.
—Hay toda una cruzada. Una revolución. Los homicidios
comenzaron hace tres días, justo cuando su majestad
regresó del viaje. En una noche asesinaron a quince
mujeres, Emily. —Me llevo la mano a la boca y se me eriza
la piel. Esto es una masacre—. Lo hacen a escondidas, en la
madrugada, para que no salga en la prensa y para que
nadie se entere de los horrores que está haciendo su rey. Es
una cacería.
Las piernas me fallan, no puedo sostenerme por mucho
más. Un nudo se me forma en la garganta mientras las
palabras de Willy se dibujan en mi cabeza. Mujeres. Mujeres
inocentes. Asesinadas a manos de un hombre que cree
tener el poder de arrebatarles la vida. Mujeres a las que
ficharon como un producto y se les puso fecha de
caducidad.
—Entiendo cuán difícil de asimilar es, porque para mí
también lo ha sido —continúa ante mi mutismo—. Es
horrible patrullar en la madrugada para buscar cuerpos y
ocultarlos. Es desesperante ver cómo llevan a la base el
cadáver de alguien que tenía una vida, una familia, un
futuro. Por eso estoy aquí. Shelly me ha pedido que te lleve
con ella lo antes posible; está convencida de que tú puedes
hacer algo, intervenir con Stefan de alguna manera y
ayudar a frenar la carnicería.
—¿Dónde está? Necesitamos vernos lo antes posible —
hablo finalmente cuando me recupero del impacto inicial.
—No puedo llevarte ahora, sería peligroso. Alguien podría
seguirnos. Además, si descubren que sé dónde reside un
grupo de meretrices, me podrían acusar de traición por no
revelar la información —comenta con tristeza—. Si deseas ir
hoy, vendré a la medianoche —propone y acepto sin
dudarlo—. Usa algo para cubrirte y ponte un calzado
cómodo porque tendremos que caminar muchísimo.
Respiro profundo, intentando retener las lágrimas que se
me acumulan. Silas es el peor gobernante en la historia de
Mishnock y su enfermedad por el poder lo ha enceguecido.
No puedo creer que esté pensando esto, pero espero que el
rey Magnus lo haga pagar con el más horrible de los
sufrimientos. Solo descansaré el día en que lo vea caer.
—De acuerdo, confío en ti —acepto con la ira bullendo en
mi interior.
—Ahora, si me lo permites, hay otro tema del que quiero
hablarte. Se trata de la señorita Valentine.
—¿También fue asesinada? —cuestiono con horror y el
corazón me late a mil por hora.
—No, no lo sé. Por mi patria ruego que no. Lo que ocurre
es que no la he vuelto a ver, parece que ha desaparecido de
Palkareth. Ella siempre iba a la base a verme o se pasaba
por el lugar que yo estuviera patrullando, pero es como si se
hubiera esfumado. No tengo noticias suyas, nada. ¿Me
podrías dar su dirección para ir a visitarla, por favor?
Escribo la dirección en un papel y se lo entrego. Se nota
bastante preocupado por la ausencia de Valentine y, la
verdad, no tengo la menor idea de dónde pueda estar o, si
se está ocultando, por qué lo hace.

***

Es casi medianoche. Ya todos están en sus habitaciones y yo


doy vueltas en la sala esperando a que Willy venga por mí.
No estoy sola, pues la carta que me entregó el rey Magnus
reposa en mi mano, aguardando su momento. Dijo que era
una recompensa, aunque, a decir verdad, me da miedo su
definición de esa palabra.
Me obligo a pensar en otra cosa, pues no quiero
atormentarme más esta noche. Me concentro en mi
hermana y en lo emocionada que estuvo al enseñarme el
vestido que compró, en el brillo de sus ojos mientras decía
la hora en la que se casará mañana y el peinado que usará.
Intento distraerme, pero antes de darme cuenta ya estoy
rasgando el sobre y sacando el papel, que solo contiene una
frase: «Usted dijo que él la privó de comida en la celda.
Como retribución a su apoyo, me encargaré de privarlo a él
de oxígeno».
¡Nicholas! ¡Asesinará a Nicholas para compensarme!
¿Cómo puede creer que quiero algo así? Lo último que
deseo son más muertes.
El golpeteo en la ventana me devuelve a la realidad.
Corro la cortina y encuentro a Willy del otro lado, con una
gabardina azul y los rizos de su cabello agitados por la brisa
nocturna. Los ojos de color miel le brillan cuando me sonríe
mientras se frota las manos para darse calor. Me escabullo
con sigilo, con la capa del rey Magnus cubriéndome del frío.
Caminamos un largo trayecto hacia las afueras de Palkareth.
Allí nos encontramos con una casa modesta. Después de un
par de golpes específicos en la puerta, nos permiten el
acceso.
—¡Emily! —Shelly sale de las sombras del lugar, apenas
iluminado por velas.
Está vestida con una bata blanca, tiene el cabello
revuelto y se le marcan mucho las ojeras. Me lanzo a
abrazarla y ella me corresponde. Nunca había dejado que
me le acercara a darle una muestra de afecto y me aflige el
corazón entender por qué ahora la recibe.
—¿Qué sucedió? ¿Cómo pasó todo esto? —inquiero,
ansiosa.
—Ni siquiera yo sé cómo comenzó. Un día estaba con las
chicas y en la puerta se escuchó un estruendo. Eran
guardias reales e invadieron la casa vociferando que
buscaban a Rose. Nosotras les dijimos que no estaba, pero
querían averiguarlo ellos mismos, así que registraron cada
rincón de la casona y nos sacaron a todas. Después de
rendirse, nos advirtieron que si no aparecía en las próximas
veinticuatro horas, pagaríamos las consecuencias.
Entonces Rose logró escaparse. Sentiría alivio por la
noticia si no estuviéramos en un momento terrible y si mi
mente no me revelara la otra cara de la moneda. Si el plan
pudo llevarse a cabo, ¿por qué la busca? ¿No tendría que
creer que está muerta? ¿Qué ocurrió después de que fui
capturada?
—No tuve tiempo de contarte que la habíamos ayudado a
escapar para que Silas no la asesinara —me disculpo, me
siento culpable—. Al salir de aquí, ella quiso ir a verlo y,
bueno, perdimos el control.
—Fue mejor no saberlo porque nos habrían obligado a
revelar la información. Después de que se marcharon supe
que debía hacer algo para protegernos, pues era evidente
que corríamos peligro. Entonces me puse en contacto con
mi madre y ella nos dejó venir aquí. —Señala el espacio
donde estamos—. Aprovechamos esas horas para huir
sigilosamente. Una vez cumplido el plazo, quemaron
nuestro hogar, Emily —comenta con la voz rota.
Las lágrimas se me agolpan en los ojos. ¿Desde cuándo
el mundo se ha convertido en un juego en el que las
mujeres somos la presa para divertirse?
—No todas alcanzaron a salir, ya imaginarás lo que pasó
—murmura—. Al día siguiente salió en el periódico que el
incendio se debió a un descuido de velas caídas que
prendieron las cortinas. No sé cómo el pueblo puede creerse
eso.
—Willy me dijo que estaban ocultando la cacería.
—Es obvio que la prensa no sabe nada. Si lo supieran, ya
habrían saltado a contarlo porque en Mishnock quedan muy
pocos simpatizantes del gobierno de Silas.
—¿Has pensado en algo que podamos hacer?
—Fui al palacio e intenté hablar con ese maldito… o
reclamarle, más bien, pero terminé en uno de los calabozos.
Stefan… —La mención de ese nombre me agita el corazón
—. Él me rescató con la advertencia de que jamás volviera a
aparecer por ahí y tuve que aceptar. Lo peor, Emily, es que
las cosas no acabaron para nosotras: después de que Las
Temerarias huimos, se enfocaron en las demás meretrices
de Palkareth. —Suspira tan profundo que incluso siento su
pena—. Primero fue una, luego tres, seis… y así se desató la
masacre. Mi madre es mi informante y dice que ya han
asesinado a más de veinte de nosotras. —A medida que
escucho los detalles de esta masacre, me convenzo de que
debemos entregárselo al rey Magnus. Él es el único que
puede acabar con Silas Denavritz—. Cuarenta mujeres
trabajaban conmigo y ahora solo hay catorce. Algunas
murieron, otras desaparecieron y unas más huyeron, y no sé
si lograron salvarse. Tenemos los días contados. La Guardia
Civil es nuestra enemiga y el rey es su líder.
—Debemos hablar con Stefan —digo conmocionada y
con el pecho enjaulado por la aflicción—. Estoy segura de
que él hará algo para ayudar. No se ha puesto en contacto
conmigo hoy y quizás no sabe que volví, pero si le envío una
nota, puede que encontremos un momento para reunirnos.
—Cuando lo vi estaba muy golpeado. —Se me acelera la
respiración, y el dolor y la impotencia me invaden como un
río desbordado—. No tuvimos mucho tiempo para hablar,
pero me contó que esto era por Rose, aunque yo ya lo
suponía. Tu amigo me contó de tu secuestro. —Señala a
Willy, quien se ha mantenido en silencio—. No sabía a quién
pedirle ayuda sin levantar sospechas, así que le pedí a mi
madre que fuera a la perfumería Malhore a buscarte, pero
permaneció cerrada la mayor parte del tiempo en que no
estuviste. —Desconocía ese detalle. Mis padres no me lo
dijeron y se me deshace el corazón. Sé lo angustiados que
estuvieron todos esos días, habrán imaginado escenarios
terribles, una carga nueva en la espalda con cada amanecer
que pasaba—. Empecé a desesperarme, pero por fortuna
recordé al oficial con el que habías ido a casa en una
ocasión. Si te había ayudado a ti, guardaba la esperanza de
que también lo hiciera conmigo, y lo hizo. Desde entonces él
tiene toda mi confianza.
—Muchas gracias, señora Brecshart —responde Willy
asintiendo.
—Llámame Shelly, te lo has ganado. —Lo mira,
agradecida, antes de poner su atención de nuevo en mí—.
Por favor, habla con Stefan. No se me ocurren ideas…
—Podemos enviarlas al mismo lugar en el que está Rose.
Allá estarán protegidas.
—¿Dónde queda eso? ¡No! —Levanta las manos para que
no hable—. Mejor no lo digas. Mientras menos cosas
sepamos, menos información podrán sacarnos si llegan a
capturarnos.
—¿Tienes papel y pluma? —pregunto y ella se levanta a
buscar entre los cajones de una mesa—. No le dirigiré la
carta a Stefan, sino a Atelmoff. Creo que existe una mayor
probabilidad de que la reciba. Willy podrá llevarla al palacio.
—Sonrío y él lo hace de vuelta. Nahomi tenía razón cuando
preguntó si ya era mi amigo. ¿Quién diría que era cuestión
de tiempo para que se cumpliera su predicción?—. De
acuerdo, por ahora este es el plan —digo garabateando las
primeras palabras sobre la hoja—. Asegúrate de
entregárselo directamente a Atelmoff, por favor. De eso
depende que logremos dar el primer paso y no muramos al
pie de la escalera.
Te derrotaremos, Silas Denavritz, así tenga que buscar la
ayuda del mismísimo rey Magnus para conseguirlo.
42

La ceremonia de la boda de mi hermana fue sencilla y


privada, en una capilla pequeña llena de flores blancas y
velas. Ella lucía preciosa en un vestido de encaje, con un
ramo de rosas que combinaba con el color de sus labios. En
ningún momento ella dejó de sonreír y mucho menos
Daniel. El amor se les veía en la mirada, en cada roce de las
manos, en la manera como dijeron sus votos y en las
lágrimas derramadas. Este ha sido el día en que más feliz la
he visto y me alegra mucho que al fin tenga todo lo que se
merece. Los afortunados que atestiguamos la unión fuimos
los Peterson y los Malhore. Nadie más. El único al que
extrañé fue a Stefan, de quien todavía no tengo noticias.
¿Acaso no quiere verme o hay algún peligro que todavía
desconozco? Sea como sea, me preocupa y lo extraño. No
puedo ir a verlo, pues el rey Silas está en el palacio y sé que
si pongo un pie en la entrada los guardias correrán a
informarle mi presencia.
Ahora estamos en la fiesta de estilo campestre con luces
amarillas, canapés en la mesa de banquetes, vino rosado y
mucho chocolate. Liz baila con papá y el general se acerca
para invitarme a un baile. Me sonríe con amabilidad, pero sé
que esconde algo mucho más profundo.
—¿Qué es lo que está ocurriendo, Daniel? —me atrevo a
preguntar cuando comenzamos a movernos.
—Stefan te lo contará esta noche —habla con sigilo—. Me
pidió que te dijera que te esperará en el bosque Ewan a
medianoche. Es el único momento en el que puede
escaparse del palacio. Está muy ansioso por reunirse
contigo.
—¿Tú lo has visto? ¿Cómo está? —Mira hacia los lados
con un gesto amable que ayuda a ocultar nuestra
conversación, pero no responde e insiste en que vaya al
encuentro—. Bien, entonces solo dime una cosa y te juro
que el tema morirá aquí: ¿la señorita Camille y su madre
volvieron de Lacrontte? —Él asiente, discreto—. ¿Y el
hermano de la reina?
—Emily, no te vayas por ahí —me advierte. Esa
respuesta me lo confirma todo. El rey Magnus ha cumplido
con lo que aseguró en la carta—. Su cuerpo llegó esta
mañana. Murió de una forma muy cruel, al parecer.
No pregunto más, no quiero saber más. Solo saber que lo
asesinaron para recompensarme es suficiente martirio.

***

Camino nuevamente con la capa negra sobre los hombros


hasta el bosque Ewan. La oscuridad de las calles me causa
terror y miro a todos lados, desconfiada, pero me obligo a
recordar que el hombre que me atormentaba ya no está. Se
encuentra en prisión.
Al llegar a mi destino, los guardias que custodian la
entrada me permiten el paso sin mediar palabra. Marcho
hacia las profundidades, al claro en el que hace unas
semanas nos vimos. No está demasiado lejos, por lo que en
unos minutos encuentro la figura de Stefan iluminada por la
luna, que ya se alza majestuosa.
—¡Cielo! —Se levanta de aquel tronco que una vez nos
sirvió de asiento.
Detengo mis pasos cuando logro verlo con detalle. Su
rostro está completamente amoratado, hinchado, golpeado.
La impotencia y la tristeza se me instalan en el estómago y
me clavo las uñas en las palmas.
—Silas es una bestia —murmuro con los dientes
apretados.
—No hemos venido a hablar de eso, cielo. Recuerda que
no tenemos mucho tiempo, debo volver antes del amanecer
—dice con la mirada caída y los ojos rojos.
Siento tanta ira en este instante. Me habría encantado
haber acertado sobre el paradero de su padre y que el rey
Magnus se hubiera encargado de él. No merece el título que
tiene, a la esposa que lo acompaña ni al hijo que creó. Y
tampoco merece tener la vida que les ha robado a tantos.
Stefan interrumpe mis pensamientos cuando me toma la
mano y me lleva hacia su pecho. Me cubre con un abrazo
que evidentemente necesitaba. Se queda en silencio unos
segundos, sintiéndome, respirando, comprobando que de
verdad estoy ahí.
—Te quiero, Stefan —murmuro con la cara escondida en
su cuello—. De verdad te quiero.
—Lamento no haber ido por ti, haber fallado en
protegerte, pero te juro que lo intenté. Perdóname, por
favor. Silas no me lo permitió. Estaba dispuesto a
sacrificarlos a ustedes cuatro con tal de mantenerse a salvo,
y reprocharle tal decisión me costó algunos golpes.
Me pesa en el alma cada una de sus palabras. No merece
esto. Quisiera que pudiéramos escapar de todo y que así se
liberara de sus cargas.
Levanta mi rostro y me besa con suavidad. Emite
pequeños quejidos de dolor a medida que lo hace, pero no
se detiene. Los sentimientos que surgen entre nosotros
pueden más que cualquier aflicción.
Nos recostamos a la orilla del lago, movemos el agua con
nuestros pies y formamos ondas en la superficie. Miramos al
frente, entristecidos y en silencio, acompañándonos,
dándonos fortaleza con cada respiración mientras
encontramos el valor para hablar.
—Las cosas se han complicado desde que los lacrontters
te llevaron a ti y a mis tíos. Desde la mañana siguiente a tu
rapto, los guardias más cercanos a Silas, esos que intenté
alejar para llevar a cabo el plan, le enviaron una misiva y le
informaron acerca del secuestro. Lo hicieron a mis espaldas
y fue Atelmoff quien me lo contó. Era cuestión de días para
que regresara de su escondite, así que tuve que actuar
rápido. Un guardia asesinó a la beguina y después ordené
que le rociaran mucho ácido hasta que se desfiguró
completamente, no solo… ya sabes… —La cabeza, a eso se
refiere—. Pues no teníamos tiempo suficiente para esperar a
que se descompusiera.
Se me revuelve el estómago al escuchar los detalles y él
lo nota. Me da espacio para que tome aire y yo me inclino
hacia delante, buscando que la brisa cure las náuseas.
—Al final pedí que fabricaran una bóveda en el
cementerio con el nombre de tu amiga para despistarlo. Él
pidió desenterrarla en cuanto vino y tuve que inventarle que
el ácido había sido la mejor opción para que todos pensaran
que había tenido un accidente. Le dije que de esa manera
evitábamos que su familia quisiera ver el cuerpo. Pero no
me creyó. Sabe que no es ella y, a pesar de no poder
comprobarlo, desconfía y ha empezado a buscarla.
¡Por mi vida, los Alfort! Deben estar viviendo un infierno
al creer muerta a su hija y lo peor es que por el bien de
Rose tendrán que seguir sin saber nada. Aun así, un peso se
me cae de los hombros al confirmar que Rose sí pudo
escapar. Es como si mi corazón por fin pudiera quitarse una
flecha que lo lastimaba. Hasta parece que los días en el
calabozo de Lacrontte y soportar al asqueroso rey Aldous
valieron la pena. Todo sea para que esté lejos de las garras
de Silas.
—Mi madre está desolada por la muerte de su hermano.
Ella ha querido abdicar desde hace algunos años y mi padre
se lo ha impedido. No quiere que lo vean como al rey que no
pudo mantener un matrimonio, que no es capaz de hacer
feliz a su reina. —Suelta una risa amarga.
—¿Y abdicará ahora? —inquiero, confundida.
—Ambos lo harán. Silas le teme a Magnus, no es un
secreto. Si tan solo hubieras visto su cara cuando
contemplaba el cuerpo abierto de su cuñado. En el fondo le
teme a la muerte, así que se asegurará de seguir vivo a
como dé lugar. En el palacio es un objetivo fácil. Ya se dio
cuenta de que Magnus sabe violar nuestra seguridad y no
pretende ser el siguiente muerto.
—Pero… —Una chispa en mi interior se enciende de
repente—. Stefan, ¡te convertirás en rey! Ya no podrá
detenerte, le contaremos sus infamias al mundo,
revelaremos su verdadero rostro y no podrá hacer nada
contra ti. Una vez se vaya y tú asciendas al trono, tendrás el
control absoluto.
—No te hagas ilusiones. Ya has tenido un atisbo de cómo
es mi padre —replica con amargura—. No se alejará de mi
camino. Me convertiré en rey, pero Silas seguirá gobernando
a través de mí, solo que escondido en un refugio lejos de la
ira de Magnus. Se irá con mi madre y me amenazará si llego
a salirme de sus límites. —Quiero decirle que la reina
debería escapar, pero se me adelanta—. La tiene
acorralada. He intentado saber con qué secreto la manipula
y no lo he conseguido. —Se pasa las manos por el pelo,
desesperado.
—Pidamos ayuda, entonces. Si se lo entregas al rey de
Lacrontte, él se deshará de tu padre. Será un atentado
sorpresa, no lo verá venir. —Las palabras salen solas de mi
boca mientras lo miro directamente—. Te puedo asegurar
que si le pedimos que no toque a tu madre, no lo hará. A
pesar de su carácter fuerte, es sensato.
—¿Desde cuándo Magnus te parece sensato? —Su tono
es de absoluta sorpresa—. ¿Lo dices porque viviste con él en
el palacio? —me reprocha. ¿Acaso está celoso?—. Mi tía me
lo ha contado. No regresaste al calabozo y poco después los
guardias le informaron que tenías una habitación allá. ¿Por
qué, Emily? ¿Tanto querías tenerlo cerca?
—Me estaba protegiendo —me defiendo y mi indignación
se enciende—. Tu tío me privó de comida por tres días,
necesitaba hacer algo o iba a morir. Además, fue Nicholas el
que inventó que yo conocía el paradero de Silas y solo
aproveché la oportunidad para poder comer. Él trató de
condenarme a la muerte. ¿No te has preguntado cómo
estoy aquí? ¿Cómo pude librarme del encierro y de la horca?
¿Por qué tu tía y tu prima también están con vida? Fue
gracias a mí. Estás siendo muy injusto conmigo, cuando
tuve que hacer piruetas para que no descubrieran mi
identidad y luché hasta encontrar una salida para tu familia
y para mí.
La respiración se me acelera y siento calor en la frente
por el descontento. Ni siquiera se ha dignado a preguntarme
cómo estoy y me reclama por haber salido del calabozo.
Stefan me mira como si no pudiera dar cuenta de mi enojo.
Es la primera vez que me exalto con él, así que lo entiendo,
pero estoy en mi derecho.
—No quiero pelear —le aseguro, inhalando y exhalando
hasta calmarme. Él se queda en silencio y eso me molesta
aún más—. Lo importante es que si yo pude llegar a un
acuerdo con el rey de Lacrontte, tú también lo lograrás.
—¿De verdad lo crees? —dice tras unos segundos y de
inmediato me doy cuenta del sarcasmo que esconde esa
pregunta—. Emily, fui dos veces a Lacrontte para mediar
con Magnus, pues no respondía las cartas que le enviaba, y
en ninguna de las dos ocasiones me atendió. En la última ni
siquiera me permitieron ingresar al palacio. ¿Aun así piensas
que negociará conmigo? —Suelta una risa amarga.
—Esta vez le estarás dando lo que quiere, no se negará.
—¿Te gusta Magnus, Emily? —cuestiona con el ceño
fruncido, buscando la respuesta en mis ojos—. ¿Pensaste en
él de alguna manera indebida mientras estuviste allá?
—¿De qué hablas? Nunca he pensado en él de esa
manera. Te he respetado en todo momento, Stefan. Pasé
tiempo con él, claro, y fuimos cercanos en algún punto, pero
no de la forma en la que te imaginas. Fue algo como de
aprendiz y maestro.
—¿Maestro? ¿Ahora es tu maestro? —Noto la ira en su
voz.
—Me ofende que desconfíes de mí, que te atrevas a
dudar de mis afectos. Y me enoja que, a pesar de lo que te
dije, de todo lo que pasé allá, ni siquiera me preguntes qué
tuve que hacer. Cada día estuviste en mi mente, en muchos
momentos, en las cosas grandes y pequeñas. Y, aunque no
sabía nada de ti, jamás dudé. Te entendía a la distancia y
confié porque estaba convencida de que no me
abandonarías por voluntad propia. Si eso no es lealtad,
Stefan, entonces no sé qué lo sea.
¿Cómo puede poner en tela de juicio mi honor? Sé que
siente mucha presión por lo que está sucediendo, pero no
puede desquitarse de esta forma conmigo.
—¿Sabes qué? —Se pasa las manos por el rostro,
cansado, frustrado—. Yo tampoco he venido a discutir
contigo, cielo. Estoy exhausto y mi mente ha volado a
panoramas absurdos. Me disculpo —dice con una dulzura
que no logra quitarme la rabia—. Todo este problema con
Silas me atormenta. Te extrañé, Emily. Le rogué a la vida
que te trajera de vuelta y perdí la cabeza muchas veces al
no poder ir por ti. Te quiero como a nada en esta vida.
Me hacía tanta falta escucharlo decir eso… Sin embargo,
no le hago saber que sus palabras me causan cosquillas en
el cuerpo.
—A veces pienso en marcharme lejos. A un lugar
tranquilo.
—¿Me estás invitando a irme contigo? —dice con una
sonrisa y esta vez sí logra mermar mi molestia.
Se acerca y vuelve a poner sus labios en los míos, con
mucha más intensidad, como si el dolor en su boca se
hubiera esfumado. Luego me toma la mano y la besa. Sube
por mi brazo, dejando una línea fina de besos hasta
encontrarse con mi hombro y desviarse hasta mi pecho. Su
toque es suave y me gusta. Por mi espalda corre una
especie de electricidad que me eriza la piel y me obliga a
cerrar los ojos para disfrutar de la sensación.
—¿Te encuentras bien? —pregunta cuando se acerca a mi
oreja—. ¿No te incomoda esto?
Sé que lo pregunta por lo que ocurrió la última vez, pero
lo tomo de las mejillas y le levanto la cabeza para mirarlo a
los ojos.
—No como antes, y mucho menos contigo.
Su sonrisa aparece mientras desvía la vista, como si se
avergonzara de lo que está pensando.
—Si va a pasar algo entre nosotros, no quiero que sea en
este lugar. Merecemos algo mejor y un momento más
idóneo. Y lo tendremos, lo prometo —asegura y las mejillas
se me encienden ante la idea.
—Nunca creí que llegaríamos hasta ese punto.
Dar ese paso me llena de nervios. Es decir, no me veo
con alguien que no sea Stefan, lo quiero muchísimo y es el
único hombre con el que me gustaría subir ese primer
escalón, que también es el primero para él. Aun así, el
temor ante lo desconocido no deja mi cabeza y se lo hago
saber.
—Iremos tan despacio como desees. Jamás haré algo que
tú no quieras o que no hayas aprobado. —Me acaricia la
mano con la ligereza de la brisa, desvaneciendo mi miedo.
Ansío saber todo lo que la vida nos tiene preparado y
recorrer cada camino, sea ancho o estrecho, a su lado.
—Ahora hay algo de lo que quiero hablarte —revelo sin
importar cuán abrupto pueda ser el cambio de tema.
—De las meretrices, supongo. —Se me adelanta—. Sí, yo
también he estado pensando en eso. Shelly es una persona
importante para mí, pues sabes que fue la primera que supo
todo lo que sucedía con Silas, la que me escuchó y no
cometió tal aberración conmigo a pesar de ser una orden
del rey. Quiero ayudarla. Y no solo a ella, sino a todas las
suyas, solo que no sé cómo.
—Lo primordial es sacarlas de aquí. Llevarlas a otro sitio,
de manera que puedan dispersarse, así le será casi
imposible al rey Silas capturarlas. Si el reino está en
quiebra, no gastará recursos persiguiéndolas en diferentes
ciudades y reinos.
—¿Y qué lugar sería ese? ¿La misma casa de Aphra y
Angust en Plate donde está Rose? —propone y yo asiento—.
No es igual, cielo. Con Rose pudimos hacerlo porque era
solo una persona, pero ahora son demasiadas. No
lograríamos sacarlas de aquí sin que se dieran cuenta.
Estaríamos poniendo a tu amiga en riesgo también. Ahora
no estamos para errores, pues con el primer paso en falso
Silas acabará contigo, me lo advirtió. No quiero que te pase
nada, no me lo perdonaría jamás.
Ahí se me ocurre una idea. Le propongo convencer a su
padre para que anuncie su abdicación cuanto antes para
que así usemos la plaza como escenario. Mientras esté
dando su discurso, Las Temerarias y yo lo expondremos.
Solo nos tenemos a nosotras mismas para defendernos y es
lo que vamos a hacer. La idea es llevar a la prensa para que
registre el momento y él no se atreva a atacarnos, pues si
hay algo a lo que Silas le teme, aparte de al rey Magnus, es
al escarnio público. No nos va a tocar en frente del pueblo y
mucho menos frente a las cámaras del periódico. Quiere
mantener la imagen de rey recto hasta el final de sus días y
ha llegado el momento de desenmascararlo.
—¿Y luego qué? Tienes razón en dos cosas: en que no las
atacará frente a todos y en que no gastará dinero que no
tiene buscándolas fuera de Mishnock, pero ¿cómo haremos
para que les permita marcharse?
Estuve toda la madrugada pensando en esto. Ver a las
mujeres sublevarse lo dejará maniatado y deberá buscar
una solución para limpiar su imagen, lo que dará pie a la
fase crucial del plan, de la cual se encargará Atelmoff como
consejero real y que consiste en convencerlo de dejarlas ir
para que su imagen se limpie y quede como un rey
misericordioso. De esa manera todas saldrán, no solo unas
pocas. Y antes de que me pregunte cómo haremos para que
anuncie su deseo de abdicar tan pronto sin que se vea
sospechoso, le cuento mi solución: Magnus. La carta que me
dio en Lacrontte tiene el sello real y está en un sobre oficial
del palacio, así que tenemos su firma y su letra. Solo hay
que escribir un nuevo mensaje, imitando su caligrafía.
Quizás una amenaza que, aunque no vaya directamente
contra Silas, lo involucre. Estoy segura de que eso lo
alertará lo suficiente como para huir tan pronto como sea
posible.
Stefan lo medita por unos segundos y levanta las cejas,
sorprendido por mi maquinación.
—Tengo a alguien perfecto para ser el destinatario y que
crea que se trata de correspondencia interceptada. —
Asiente como si el plan hubiera encajado en su cabeza—.
Pero no detallaremos un ataque o una amenaza, eso sería
muy obvio y demasiado tonto si queremos hacerle creer que
son misivas con información delicada. Lo que podemos
hacer es incluir en ese sobre un mapa del segundo piso del
palacio. Silas cambia de habitación cada tres días como
medida de seguridad. Esa información jamás ha salido de la
casa real y si ve marcadas todas sus alcobas, especialmente
la que esté usando en el momento en que vea la misiva, se
volverá loco. Querrá huir cuanto antes de Palkareth y eso lo
moverá a dar el discurso de abdicación.
—¿Y no sospechará de ti? ¿De que quizás fuiste tú quien
dio la información? Me dices que eso es algo que solo saben
las personas del palacio.
—Y las más allegadas a la corona, como el consejero de
guerra… Más específicamente, alguien a quien conocemos
bien y que ya nos ha traicionado.
El barón Russo. El mundo parece apagarse mientras el
desconcierto se impone sobre mí, como si hubiera sido
bañada con agua fría para que despertara. Eso es imposible.
Sí, él tiene negocios en Lacrontte, pero eso no lo convierte
en un traidor.
—¿Estás seguro? —comento, incrédula, pensando en
Valentine. Ella adora a su padre. ¿Estará al tanto de esto?
—Completamente. Él era el único que sabía del plan,
aparte de Atelmoff, tú y yo. Mi padre siempre ha
sospechado de su descomunal riqueza y no quise acusarlo
sin estar seguro, así que comencé a investigarlo.
Stefan se toma su tiempo para explicar la cacería que
montaron. Interceptaron su correo, una tarea difícil, ya que
todo viene sellado con lacre. Como descubrieron que ningún
sobre venía del palacio, debían enviarle la misiva después
de leerla, por lo que el encargado de la oficina de correos
tenía que destruir cada uno para dejar el sello intacto.
Confiesa que tuvieron que mandar a elaborar sobres
idénticos a los que le llegaban para poder rasgar los
verdaderos y sacar las cartas. Después calentaban la base
del sello y volvían a pegarlo en el nuevo sobre, como si se
tratara del original.
Mientras escucho los detalles de su plan, mi cabeza
arroja la verdad. Ya sé qué fue lo que encontró: Emery
Naford. Y lo confirmo cuando me cuenta que un día
encontraron una carta en la que Francis le preguntaba si
conocía a alguien con ese nombre. Me describió físicamente
y comentó que Valentine había ido al palacio una vez con la
joven. ¿Quién diría que las sospechas del señor Modrisage
contra mí serían las que pondrían en evidencia a su
infiltrado en Mishnock?
Estoy pasmada. ¿Cómo pudo hacer algo? Estuvo en casa,
nos ayudó con la deuda que teníamos con el Mercader, me
cubrió cuando Val, Amadea y yo no pudimos regresar a
tiempo de Lacrontte e incluso mintió por mí en esa carta.
—Al día siguiente me reuní con él —continúa— y le
confesé lo desesperado que estaba porque hacía poco había
llegado de Lacrontte y Magnus no había querido atenderme.
Dominic sabía que habías sido tomada como prisionera de
guerra, pues yo se lo dije, así que volví a tocar el tema y le
conté lo consternado que me encontraba al pensar en lo
que harían si descubrían quién eras. Él no dijo nada, ni una
sola palabra. Solo me dio unas palmadas en los hombros,
asegurándome que las cosas marcharían bien. Ahí lo supe y
ahí mismo lo apresé. El problema es que mi padre ya estaba
en el palacio, se enteró de lo que encontré y envió guardias
por el resto de la familia de Dominic. Solo le tomó treinta
minutos a la baronesa confesar que sabía que su esposo
tenía tratos con Lacrontte, que era un espía. No la juzgo, yo
estuve ahí: Silas la llevó al límite, la amenazó con lastimar a
sus hijos si no hablaba y la engañó diciéndole que dejaría a
los pequeños en paz si lo hacía. Ella cayó y ahora Silas
quiere ejecutar a la familia entera.
—No puedes dejar que eso suceda, Stefan —le imploro—.
Ellos son inocentes. Val es nuestra amiga y sus hermanos
son solo unos niños. —Siento un gran vacío en el estómago
y me cuesta respirar bien.
—He estado convenciéndolo de posponer su ejecución
mientras Atelmoff lo persuade de dejarlos ir. No sé qué más
hacer para sacarle esa idea de la cabeza. Es terco, Emily.
El barón Russo es una gran persona y sé que fue él quien
ocultó mi identidad mientras estaba en Lacrontte. En ningún
momento le preguntó a su hija nada, sino que él mismo
mintió por mí y ayudó a mis padres con la deuda. Valentine
no puede morir. Pienso en alguna estrategia para ayudarlos
también a ellos y me cuesta hallarla.
—Yo lo haré, los salvaré. Y levantaré mi voz por ellos para
que el pueblo sepa que él los tiene y qué es lo que piensa
hacer con ellos, así que, por favor, tú pídele a Atelmoff que
lo convenza de dejarlos ir bajo la excusa de que eso
también le dará una mejor imagen frente a Palkareth.
—Palabra de honor. —Se lleva la mano al pecho,
prometiéndomelo—. Por ahora lo mejor es que no
mantengamos comunicación. Daniel irá por el sobre, pues
es el único que puede visitar tu casa sin que resulte
sospechoso. Una vez tenga el mapa, le haré creer a Silas
que la carta llegó a la vivienda de los Russo. Él sabe que el
correo del barón ya ha sido interceptado, y que esté
prisionero no evita que siga recibiendo cartas de Lacrontte,
pues el rey Magnus aún no sabe que lo hemos apresado. De
esa manera pensará que era un plan creado tiempo atrás y
frustrado antes de que se llevara a cabo.
Me da un beso como despedida, que merma el
nerviosismo que me ata el corazón debido a lo que se nos
acerca. Caminamos hacia la salida para partir a nuestros
hogares, pero hoy voy en otra dirección. La madama debe
saberlo todo para que pueda prepararse y luchar por su
vida, su libertad y la de las demás meretrices.
43

Han pasado tres días desde esa noche en el bosque y no he


vuelto a ver al príncipe, tal como lo prometimos. Hoy los
guardias en las calles vociferan que dentro de unos minutos
habrá un anuncio en la plaza, uno crucial, lo que solo indica
una cosa: Stefan cumplió con su parte del plan. Así que
estoy preparándome para asistir. Cuando bajo a la sala,
mamá y Mia ya me esperan con la noticia de que van a
acompañarme a la revuelta. Me pongo fría al escucharlas,
pues temo que algo pueda salir mal y las lastimen por mi
causa. Jamás me lo perdonaría y se lo hago saber.
—Ya nos están lastimando, cariño. —Mamá me acaricia la
mejilla con la delicadeza que la caracteriza—. ¿De qué sirve
luchar para salvar a esas mujeres si nosotras mismas no nos
unimos a la causa?
Y está en lo cierto, así que las tres nos ponemos en
marcha. Cuando llegamos me doy cuenta de que la plaza
está más custodiada que nunca, y el rey, rodeado de
muchos otros guardias, ya ha empezado su discurso. Para
nuestra sorpresa, no lo escuchan las multitudes que suelen
venir a oírlo, lo cual habla del desprecio que se ha ganado
por parte de un pueblo que parece estar despertando. Hoy
todos están en el balcón real, no solo los Denavritz, sino
también las Pantresh y Atelmoff.
Miro alrededor, buscando a Las Temerarias, pero aún no
han llegado.
—Siempre se les ha advertido que los lacrontters son una
escoria, ¡los seres más sanguinarios sobre la faz de la
Tierra! —vocifera el rey con la rabia de un oso herido—. Y lo
que le hicieron a mi cuñado Nicholas es imperdonable. Ven
aquí, cariño —llama a la reina Genevive. Ella se mueve
despacio y veo que tiene lágrimas en los ojos, igual que su
cuñada y su sobrina. Intenta transmitir serenidad, pero la
tristeza que la embarga es imposible de ocultar—.
Cuéntales a todos lo que sentiste cuando viste el cuerpo de
tu adorado hermano, ultrajado, morado y con esa abertura
en el torso, por donde le sacaron los pulmones.
Este hombre es una basura. ¿Cómo puede ser tan
gráfico? ¿Cómo describe la violenta escena frente a la
esposa de Nicholas y su hija?
—¡Por mi vida! —exclama mamá, impactada.
La reina niega con la cabeza y sé que no quiere hablar,
pero su esposo le insiste para que tome la palabra,
obligándola a pasar al frente.
—No sé qué decir, fue horrible. —Rompe en llanto—. Él
no se merecía eso.
—¿Ven lo que le han hecho a su reina? Está devastada,
resentida. Los lacrontters se han llevado a su hermano para
siempre. Nuestra familia estará de luto eterno por este acto
inhumano que no merecíamos.
—¡Así como usted se llevó la vida de muchas mujeres! —
Se oye alto entre el público, pero no logro identificar al
responsable.
—Magnus ahora vendrá por mí —continúa el rey,
fingiendo no haber escuchado nada—. Por eso debo actuar
antes de que se cobre una vida que es de gran interés para
él.
—¡Todas las vidas son importantes, incluyendo la vida de
las meretrices! —Por fin escucho la voz firme de Shelly,
aunque tampoco doy con ella.
Están prohibidas las manifestaciones, por lo que
debemos estar preparadas para lo peor. Stefan luce inquieto
en el balcón y noto que se oculta un poco detrás de
Atelmoff para que no se vean las huellas de los golpes en su
piel.
—Por eso, después de pensarlo mucho —continúa Silas
con la voz tensa—, decidí no exponerme a un atentado letal
nunca más. No dejaré de lado mis responsabilidades como
soberano, pero ahora se las cederé a alguien que ya está en
capacidad de ejercerlas. Mi hijo, el príncipe Stefan, asumirá
el papel de rey regente.
El pueblo no puede creer lo que escucha y yo tampoco.
No abdicará, solo se apartará del poder un tiempo y pondrá
a Stefan como un monarca suplente. Veo que él tenía razón,
su padre está demasiado obsesionado con su título como
para dejar de gobernar y solo quiere resguardarse de la
mano asesina del monarca de Lacrontte. Y lo cierto es que
sin la corona ya no tendría nada, ni el amor del pueblo, ni el
control sobre la información, ni el dominio de las masas.
Pasaría a ser un noble más y seguro eso lo atormenta.
—Espero que el mismo respeto que han mostrado por mí
todos estos años se lo demuestren a mi sucesor, en quien
confío como en ninguna otra persona. Yo lo he educado para
que piense como rey y actúe como tal, por lo que les pido a
ustedes lo mismo; depositen su fe en él y les aseguro que
no los defraudará.
La Guardia Civil comienza a rondar la zona, buscando a
posibles manifestantes. Pasan a nuestro lado y nos miran
con sospecha, así que mi madre me abraza, actuando como
una familia cualquiera que vino a escuchar el anuncio.
—¡Denle los honores al rey que los defendió la mitad de
su vida y quien se despide temporalmente del trono! —
brama ante la multitud.
Algunas personas se inclinan en una reverencia
sincronizada. Sin embargo, muchas mujeres se han quedado
de pie en medio de la veneración del pueblo y levantan la
mano con la ira atravesándoles el rostro. El plan se ha
puesto en marcha.
—¡Silas Denavritz es un asesino! —gritan a una sola voz
—. ¡Silas Denavritz es un asesino de mujeres!
Sus voces resuenan firmes antes de que la Guardia Civil
vaya por ellas. Corren, sin dejar de gritar, para que no
puedan alcanzarlas, son como presas huyendo de su
cazador dentro de un laberinto.
—Leia, Emireth, Nerie, Kailan, Tyra, Mae, Elea, Nara eran
los nombres de algunas de las vidas que se robó y que
quiere ocultar. Todas eran mujeres, meretrices, que para
muchos no valían nada, pero que para sus madres,
hermanos, amigos e hijos lo eran todo.
—¡Ha callado a muchas, pero todavía quedamos más
para gritar por ellas!
—¡Ha huido como un cobarde muchas veces! —Ahora
soy yo quien levanta la voz y de inmediato siento la mirada
de Stefan sobre mí, pidiéndome que no intervenga.
—¡Es un asesino y a pesar de ello tiene la osadía de
temerle a la muerte! —vocifera Shelly con la fuerza del
rugido de una leona.
—¡Arréstenlas! —El rey se sale de sus casillas con
rapidez—. ¡Arréstenlas ahora mismo!
—Miren bien nuestros rostros antes de que nos lleven,
pues muchas de nuestras amigas fueron arrastradas por
aquellos que dicen cuidarnos y jamás volvieron a salir de la
base. ¡Fueron aniquiladas por nuestros supuestos
protectores!
—Están injuriando mi nombre —les responde el rey desde
el balcón, proyectando la voz.
—¡Nuestro soberano, el hombre en quien más debemos
confiar, quemó la casona para incinerarnos dentro y lo hizo
ver como un accidente para la prensa! Así que trajimos a los
periodistas para que sean testigos de la verdad.
Las luces de las cámaras se disparan, fotografiando la
escena, el rostro enojado del rey Silas, los gritos de las
manifestantes y las acciones de la Guardia Civil que intenta
llevárselas. Los murmullos se extienden como oleadas
mientras un monarca empequeñecido palidece al verse
desenmascarado y expuesto por quienes consideraba
inferiores.
—Si van a asesinarnos, ¡háganlo frente a todos para que
se enteren de una vez de la clase de gobernante que
tenemos!
—¡Las mujeres no somos una plaga de la que haya que
deshacerse! —exclama mi madre sin soltar a Mia de la
mano. Siempre es tan dócil, reservada y dulce que me llena
de orgullo que levante la voz para pelear.
—No somos un objeto con el que pueda descargar su ira.
No somos prescindibles —manifiesta alguien más y así se
van sumando varias voces—. ¡Nuestro derecho a vivir no
depende del trabajo al que nos dediquemos, ni de la ropa
que usemos, ni de con quién nos juntemos!
Cada una de las mujeres que han venido a manifestarse
se levanta contra Silas, y el pueblo también se va sumando,
contrariado, sorprendido. Las personas alejan a la Guardia
Civil cuando intenta acercársele a alguna de Las Temerarias
presentes. El rey se ve rápidamente acorralado, pues nunca
esperó que el pueblo protegiera a aquellas que quiso
silenciar, quienes ahora batallan. Parece que se le van a
salir los ojos y sé que tiene miedo a pesar de la ira que
demuestra, pues hace unos minutos el pueblo doblaba las
rodillas ante él y ahora lo acusan, lo señalan, lo juzgan.
—¿Hay algo que quiera decir a el Portal de Mishnock,
majestad? —pregunta un periodista en medio de la multitud
—. ¿Es cierto que ha estado acribillando meretrices a
escondidas porque una de ellas resultó embarazada de
usted?
La reina Genevive se inclina sobre el barandal del balcón
al escuchar la noticia y se me rompe el corazón por ella
cuando la veo bajar la cabeza para ocultar las lágrimas que
ya se deslizan por sus mejillas. Es Atelmoff quien va a su
rescate. Justo entonces me doy cuenta de que el príncipe no
se encuentra entre ellos.
—¿Cómo pueden creerle más a un grupo de meretrices
que a su propio rey? —reclama, iracundo—. Son falsedades
y juro que también serán ejecutados si no se callan en este
instante.
—¿También? —dice alguien, notando esa palabra clave—.
Eso nos confirma que hubo otras personas a las que ordenó
ejecutar.
—¿Qué hará con la familia Russo, rey Silas? —pregunto
en un grito—. Sé que usted los tiene cautivos en contra de
su voluntad y que planea asesinar a dos niños que nada
tienen que ver con las acciones de su padre. —Su mirada
cae sobre mí como si quisiera incinerarme con ella y por un
momento pienso que ordenará que me apresen, pero en su
lugar se da media vuelta y se pierde dentro del edificio.
Nada lo detiene. Ni el llamado de la gente, ni los
reclamos de los manifestantes, ni las preguntas de los
reporteros. Se oculta detrás de la cortina azul, dejando a su
esposa con el rumor público de una infidelidad que
desencadenó un embarazo y a las Pantresh atónitas en un
sitio que no les corresponde. Nadie puede creer que el rey
vaya a tener un hijo fuera del matrimonio con una meretriz
y unen eso a los gritos de las manifestantes cuando
entienden que no es mentira. La Guardia Real sale a la calle
mientras la Civil sigue intentando llevarse a las mujeres. Los
veo susurrar, discutir y manotear, pero luego, como si se
tratara de un milagro, todos se dispersan, caminando hacia
el edificio del cual todavía no ha salido ni un respiro. La
reina y las Pantresh también se han ido del balcón y nadie
sabe lo que sucederá.
—¡Emily! —me llama Shelly en medio de la multitud.
Levanto las manos para que pueda llegar hasta donde estoy
—. ¿Quiénes te acompañan?
—Mi madre y mi hermana menor —comento y las
presento—. Vinieron a apoyar la causa.
—Lo agradezco, entonces. —Mira con dulzura a mamá—.
Porque no todas quisieron venir…. —Se refiere a las
meretrices—. Algunas tuvieron miedo y es entendible, por
eso traje a cuantas pude. ¿Qué haremos ahora? Lo hemos
acorralado, pero ¿será suficiente?
—Atelmoff debe estar cumpliendo su parte del plan en
este momento —le aseguro—. Solo nos resta esperar que
pueda lograr algo que nos beneficie.
Nos quedamos ahí por más de una hora, bajo el sol, con
el pueblo a nuestro lado. Nos demuestran apoyo a pesar de
que no conocen con detalle la historia. Pasado el tiempo,
algunos van desistiendo al ver que no sucede nada y
nosotras nos llenamos de miedo al pensar que quizás
saldrán en cualquier momento y nos dispararán
indiscriminadamente. Hasta que aparece Atelmoff en el
balcón. Tiene un papel en la mano y se dispone a leerlo.
—Buenas tardes, pueblo de Palkareth. Soy Atelmoff
Klemwood, consejero real de la familia Denavritz —inicia
con voz firme sin mirar nada más que la hoja—. Este es un
mensaje del palacio y, en especial, de su máximo
gobernante, quien, como última muestra de misericordia, a
pesar de los falsos cargos que han levantado en su contra
esta tarde y para demostrar cuán distante es el Gobierno de
Mishnock de los ideales homicidas de Lacrontte, les da a las
meretrices del reino veinticuatro horas para abandonar la
nación. Durante ese tiempo la frontera estará abierta para
ellas y se les asegura que podrán salir en completa
tranquilidad. Tras ese lapso, aquellas que sean encontradas
en el reino serán apresadas y llevadas a juicio por
difamación. Gracias por su atención —concluye, retirándose
de inmediato.
Quedamos desconcertados tras el discurso. ¿Aquello fue
algo bueno o malo? No, por supuesto que fue malo. Esto no
fue una victoria, sino una tregua que les permitirá a estas
mujeres abandonar Mishnock en paz. No obstante, no solo
buscábamos cesar los homicidios, sino también hacer que
pagara por sus acciones.
—No nos queda otra opción, Emily —habla Shelly,
capturando mi atención—. Tomaremos esa vía, pero
volveremos porque no pensamos dejarlo ganar. Deseo verlo
derrotado y muerto.
—Por ahora es lo mejor. Al menos hasta que Stefan
asuma el poder —comento e intento que mi voz suene
firme, aunque las dudas me atormentan.
—¿A dónde se supone que iremos ahora?
—¿Conoces a los mellizos Griollwerd? —inquiero y ella
niega—. Pues los conocerás.
44

Han pasado varios días en los que Shelly, Las Temerarias y


muchas otras meretrices han abandonado Mishnock, su vida
y sus familias. Todo se sentía como una derrota. Las
despedidas, las lágrimas, la nostalgia. Silas ha ganado por
el momento, pero nosotras no hemos perdido del todo. Ellas
quieren venganza y están decididas a obtenerla, aunque
para eso tengan que esperar.
Nuestro verdugo también se ha marchado de Palkareth,
dejando a cargo del reino a Stefan, con quien solamente me
he comunicado una vez por medio de su consejero real, que
me informó sobre los planes del nuevo rey regente para
encontrarnos en Plate, lugar al que viajará para asistir a la
boda del príncipe Lorian y la princesa Aphra.
—¿Estás seguro de que Stefan ya está en Karteia? —le
pregunto a Atelmoff, agarrando fuerte en mi cuello el
guardapelo que Stefan me obsequió y que recuperé cuando
regresé a casa.
—Por supuesto. Debieron haber llegado hace unos días —
responde, estirando un poco la espalda en el carruaje que
compartimos.
Desde hace dos semanas se convirtió en mi compañero
de travesía, pues salimos juntos de Mishnock a Karteia, la
ciudad costera donde están Rose, Shelly y las meretrices
que lograron escapar. Mis padres dudaron sobre dejarme
venir, pero logré convencerlos tras aceptar enviarles cartas
desde cualquier ciudad a la que llegara. Stefan me envió
con Atelmoff para que pudiera estar segura todo el tiempo y
no pasara un viaje tan largo sola. A pesar de que no lo veo
hace mucho, nuestros sentimientos son más intensos que
nunca. Me alegra haber encontrado a un hombre como él.
—Me ha dicho que me quiere —confieso, aun cuando
supongo que ya lo sabe.
—A mí también.
—¿Qué? —Abro mucho los ojos.
—Es decir, me ha dicho que te quiere —se ríe—. Lo
reveló la mañana en la que tuve que buscarlo en tu casa,
después de que pasaron la noche en el bosque Ewan. Le
brillan los ojos cada vez que habla de ti.
No puedo creer que se lo haya callado todo ese tiempo
antes de la noche de la gala benéfica.
—¿Crees que podremos estar juntos en el futuro? —No sé
si sea una pregunta apropiada, pero me muero por saberlo.
—Con el corazón en la mano, espero que sí.
Nos bajamos del carruaje al llegar a una casa blanca de
dos pisos. Tiene techos de palma y una base de madera que
forma una larga terraza. Un grupo de palmeras se alzan a
los costados y brindan sombra a los muebles exteriores. La
cabaña está frente a la playa del mar Antello y desde aquí
puedo oler la sal en el aire. Veo barcos en la lejanía y a
muchas mujeres que caminan en el patio, con el aire
moviéndoles el cabello y los vestidos. Las Temerarias.
—¡Emily! —Rose corre hacia mí con los brazos abiertos.
Su abdomen ha crecido desde la última vez que la vi,
aunque no es notorio en exceso—. Pensé que nunca volvería
a verte.
La abrazo fuerte mientras más mujeres se acercan, entre
ellas Shelly, quien ha recuperado su porte elegante.
—Te extrañé muchísimo —le confieso—. Estuve muy
preocupada por ti, Rose.
La noche se cierne sobre esta parte del mundo cuando
entramos a la espaciosa vivienda, que tiene un increíble
ventanal que permite admirar la playa desde adentro. La
sala tiene piso de madera y muebles y lámparas de ratán,
además de alfombras de mimbre. El interior es de tonos
celestes, duraznos y blancos que me hacen recordar el alba.
Y todo está decorado con plantas de interior, como crasas y
helechos, que refrescan el ambiente. Atelmoff se queda
afuera mientras nos reunimos alrededor del sofá. Quien
toma la vocería es la madama.
—A cada una de nosotras nos alegra que estés aquí,
Emily. Eres una de las nuestras, así que mereces conocer el
plan que hemos ideado contra Silas —dice—. Tú eres una
parte importante de él.
—¿De qué se trata?
Me cuenta la misma idea que yo le había propuesto a
Stefan: quieren entregarlo al rey Magnus. Es mi deber
entonces avisarles que el príncipe no cederá, que no
entregará a su padre, algo que, para mi sorpresa, ella tiene
claro.
—Lo sé. Ahí es cuando entras tú como pieza clave.
Necesitamos que hagas que te cuente dónde está Silas.
—Ya lo he intentado y no ha funcionado.
Se mantiene en su posición e insiste en que debo
encontrar la forma de persuadirlo. Atelmoff preferiría morir
antes que traicionar al rey, es muy leal. Y en estos
momentos ellas no pueden acercarse a ningún guardia real
para indagar. Como si apostara su vida a que conseguiré el
dato, me dice que una vez que lo tenga debo enviarle una
carta contándoselo, solo eso. Ella se encargará de hacerle
llegar la información al rey de Lacrontte.
—Stefan sabrá que fui yo. No puedo hacerle eso. —
Quiero acabar con Silas, pero no puedo traicionar la
confianza que él ha puesto en mí.
—Es por todas nuestras mujeres muertas. Te aseguro que
no se enterará. Me tomaré un tiempo antes de entregarle el
mensaje al rey Magnus y al final parecerá que él ha dado
con el rey Silas por su propia cuenta.
—¿Y la reina Genevive?
—Le pediremos que no la toque.
—¿Podemos confiar en él? —cuestiona Rose, juntando las
manos con preocupación.
—Quizás —me atrevo a decir—. Él es sensato cuando
quiere. Está bien —acepto aún con dudas—. Lo intentaré
cuando tenga la oportunidad.

***

—¡Llegaron! —anuncia después de un tiempo Atelmoff,


quien ha permanecido fuera.
Me asomo por la ventana y veo a un grupo de cuatro
personas bajar de dos carruajes. Se trata de los cuatro
príncipes: Angust, Stefan, Aphra y Lorian. Estos últimos
vienen con sus respectivos atuendos de bodas. Él va de
traje gris con una banda celeste que le cruza el torso y un
ramo de paniculatas encima de la solapa de la chaqueta,
que pronto se arranca y tira al suelo. Ella usa un vestido de
satén de escote cuadrado y tirantes gruesos. La princesa ya
se ha deshecho de sus flores y se suelta el moño trenzado
que le sostenía el cabello con desesperación, como si aquel
peinado le causara picor.
Todos saludan al consejero de Mishnock y caminan hasta
el interior de la casa. ¿Qué se supone que hacen aquí? ¿No
deberían estar en la fiesta de una boda que se celebró por
la mañana?
—¡Emily! —Angust es quien se apresura para rodearme
en un abrazo—. Me alegra que te vayas adaptando a la casa
donde criaremos a nuestros hijos.
—¿Es usted uno de los Griollwerd? —pregunta Shelly
antes de que pueda notar mi expresión de asombro.
—¡Hola! —exclama cuando sus ojos se encuentran con la
madama, como si acabara de ver al ser más interesante de
la Tierra—. ¿Cuál es su nombre y por qué no es la señora
Griollwerd? —pregunta con un tono coqueto.
—Porque soy la señora Brecshart y no hay otro apellido
que me quede mejor que el mío —responde con orgullo—.
Por lo que veo, usted es el propietario de este lugar, así que
muchas gracias por su ayuda.
—Pintor Angust Griollwerd —se presenta, ofreciéndole
una mano, que ella toma.
—Tenía entendido que era usted un príncipe.
—En ocasiones, específicamente cuando me obligan a
serlo. ¿Y usted es…?
—Madama Shelly Brecshart.
Ni siquiera Aphra se atreve a replicar. Está cautivada
viendo la manera en la que su hermano habla con la mujer.
Ella también se da cuenta de que está coqueteándole de
verdad.
—¿Ya se acabó la celebración? —le pregunto a Stefan en
un susurro mientras detallo la incomodidad del príncipe
Lorian.
—No hubo boda —revela y siento como si me congelara.
Entonces, ¿qué hacen aquí?
—¿De qué hablas?
—Nos hemos escapado —comenta Aphra, quien al
parecer nos ha escuchado—. Yo no quería casarme y Lorian
tampoco, así que decidimos fugarnos, ¿cierto, mi amor?
Él la mira, disgustado por el título, pero asiente. Luego se
gira hacia Atelmoff y le pide que lo acompañe a la oficina de
correos para enviarle una carta a su hermana, pidiéndole
que lo saque de aquí. Atelmoff acepta, ya que sabe dónde
queda el lugar, pues ya me acompañó a enviarles una nota
a mis padres.
—Cielo —Stefan llama mi atención—, necesito que
hablemos sobre algo urgente.
—Sí, yo también. —Camino con él hacia afuera—.
Quisiera saber si los Russo lograron escapar. —Él me lo
confirma, cabizbajo. Está perdido en los pasos que da sobre
la arena—. ¿Algo va mal?
—Dominic está muerto. Fue ejecutado.
Me da un vuelco el corazón.
—¿Cuándo? —jadeo—. Es decir, no he escuchado
ninguna noticia.
—No ha habido ninguna. Fue decapitado y Silas decidió
enviarle el cuerpo a Magnus, tal como él lo hizo antes con
mi tío Nicholas.
Es inhumano. No me imagino cómo debe estar Valentine.
Ella amaba a su padre tanto como yo al mío. Ni siquiera
sabría qué hacer si algo le sucediera a papá. Estaría
devastada.
—¿Y el resto de la familia?
—Los desterraron y no sé a qué lugar fueron. —Suspira,
cansado de tanta violencia—. Aunque no te traje aquí para
hablar de eso. —Noto la preocupación en su voz. Ni siquiera
es capaz de mirarme a los ojos.
—¿Ocurrió algo con tu padre? —Se detiene. Estamos a la
orilla del mar, con las suaves olas en los pies—. ¿Qué
sucede, Stefan? —insisto ante su silencio.
—Quiero ser rey.
—Eso ya lo sé.
—Me refiero a… que será difícil convertirme en monarca
a tu lado —dice con tantas dudas que me es imposible
creerle.
—No entiendo. ¿Es una broma? —Intento sonreír, pero él
no me devuelve el gesto y se me hace un nudo en la
garganta—. Prometimos que nos enfrentaríamos a cualquier
obstáculo, Stefan. No tengas miedo, estaré a tu lado
siempre que me necesites.
—¿Lo juras? ¿Siempre que te necesite? —El tono es tan
vulnerable que me rompe.
—Eso es lo que hace una pareja.
Me envuelve en sus brazos y sé que hay algo que no
encaja. Su cuerpo se siente diferente, el corazón le palpita
arrebatadamente y, pese a que lo abrazo en un intento por
calmarlo, nada parece hacer efecto. Al final decido
inclinarme hacia él y darle un beso en la boca, uno suave,
uno que les dé paz a sus emociones. El beso es intenso,
envolvente. Sus labios se mueven con un deseo
desenfrenado, tratando de robar todo de mí mientras me
abraza con fuerza, uniéndome aún más a su cuerpo.
Después de unos segundos nos separamos con la
respiración agitada y los labios rojizos y fríos por la
repentina falta de contacto con la boca del príncipe.
—Esa es la cuestión, Emily —continúa la conversación,
abriendo los ojos—, para ser rey no puedo estar a tu lado.
—¿Por qué? ¿De qué hablas? —Stefan mira hacia el mar y
la brisa le desordena el cabello. Entonces baja la cabeza y
se pasa las manos por el cuello, inquieto. No se atreve a
revelarme lo que piensa, así que insisto—. Dime qué pasa.
—Vas a odiarme…
—No lo haré, te quiero, ¿lo recuerdas?
—Yo no —dice finalmente y el corazón se me apaga.
Me río, nerviosa, porque no puede estar hablando en
serio. Busco en su mirada algún indicio de que se trata de
una broma, pero su expresión no deja lugar a las dudas.
Siento como si veinte espadas cayeran sobre mi cuerpo,
cada una clavándose en mi piel. Esto no puede ser cierto.
Luchamos juntos, nos curamos las heridas el uno al otro,
éramos él y yo contra las injusticias, el mundo y todo. ¿Por
qué me hace esto? ¿Acaso no demostré cuánto lo quiero?
—¿Cómo que tú no? —Se me rompe la voz y todo me
duele—. No sé qué sucede, pero recuerda que ambos
podemos con eso. Solo cuéntame qué pasa. Una vez me
dijiste que no nos hundiéramos antes de haber zarpado. No
lo olvides ahora, por favor.
—Mi padre me ha dicho algo hace unos días… No vamos
a ganar y prefiero retirarme antes de perder lo más
importante para mí. —Me cuesta respirar y, ante mi silencio,
continúa—. La corona, el reino.
—No los perderás, ya te nombró rey.
—Por eso debo asegurar que su palabra se cumpla. Y
contigo a mi lado no podré hacerlo. —Me enfrenta
finalmente con los ojos firmes y fríos, unos que jamás le
había visto y que ya no son tranquilos como el cielo, sino
violentos como las flamas—. Emily, si alguna vez pensaste
que esta relación perduraría en un futuro, estabas
equivocada. Necesito a alguien con poder a mi lado. ¿Y qué
me puedes ofrecer tú? ¿Una perfumería? Eso no me sirve
para ganar la guerra.
Un vacío se me aloja en el pecho al escuchar sus
palabras. Siento cómo mi vida entera se cae al suelo al ver
que no se retracta, que esta no es una broma de mal gusto.
¿Qué pasó con el hombre que conocí? Él jamás diría algo
así. No a mí. No puedo replicar, intento asimilar que esto de
verdad está pasando, y solo consigo una expresión apática,
indiferente.
—No es nada personal, Emily, simplemente ya no estoy
interesado.
Hace unos segundos me besaba y ahora me desprecia de
esta manera. Nunca en mi vida había sentido una
humillación semejante y jamás creí que vendría de parte del
hombre que una vez me prometió su corazón.
—No te creo —replico, decidida a no darme por vencida.
Yo lo quiero con toda mi vida. Él no me puede hacer esto.
—Esa es tu decisión. Ya dije lo que tenía que decir. —Se
mantiene serio y de nuevo es incapaz de mirarme.
—Eres un idiota... —La voz me sale sin inflexión alguna.
Ya está, todo acabó.
—Lo soy, lo admito. Un idiota que será rey y que busca a
alguien que ostente ese mismo poder. No se le puede
regalar un título a quien no ha nacido para ello. —No soy
capaz de intervenir nuevamente. Esto me sobrepasa. La
frialdad con la que intenta deshacerse de mí, como si fuera
un objeto que le fastidia, me rompe—. Así son las cosas,
Emily. Tú vendiendo perfumes y yo gobernando una nación.
—Las lágrimas amenazan con brotar a borbotones, y si no
huyo rápido de aquí, las voy a derramar en su presencia.
Eso es lo último que quiero—. Te advierto desde ahora que
juzgaré impertinente que armes un escándalo por esto. Por
favor, mantén la discreción.
—Ah, claro, no hay que dañar tu imagen de príncipe
perfecto. Despreocúpate, no me interesará mencionar tu
nombre. No lo mereces.
Me doy media vuelta con el corazón hecho un nudo,
sintiéndome pisoteada, burlada y usada. Avanzo por la
playa, que ahora se me hace infinita y triste. Él no me sigue
ni intenta detenerme. Este es el fin de nosotros, de lo que
pensé que teníamos. Desde que lo conocí expresó su deseo
por llegar al poder. En nuestra primera cita en el palacio le
pregunté qué opinaba sobre la idea de ser el más alto
monarca y contestó convencido que, aunque le asustaba, la
idea le agradaba. Todo este tiempo han estado presentes
sus ganas de gobernar, solo que no me di cuenta hasta
ahora.
—¡Emily! —Aphra me recibe cuando llego al umbral.
Atrás, Atelmoff y el príncipe Lorian se suben a un carruaje,
supongo que para ir a enviar la carta—. ¿Dónde estabas?
Entramos a la casa en silencio y Stefan lo hace minutos
después. Se mantiene alejado de mí y me ubico al otro lado
de la mesa; sin embargo, su mirada jamás me abandona.
Siento el corazón presionado, pequeño y apagado. Tengo un
nudo en la garganta e intento no llorar y mantener la
compostura con todas mis fuerzas, cuando lo único que
quiero es escabullirme con Rose y desahogarme.
—¿Te enfermaste? —pregunta mi amiga, inclinándose
para hablarme al oído—. Tienes una cara de muerte.
—Estoy bien —miento—, solo un poco famélica.
Angust aparece a mi derecha y empieza a preguntarme
cosas sobre Shelly y a hablar sobre lo preciosa que le
parece. Lo cierto es que no les pongo mucha atención a sus
palabras y dejo que sea Rose quien tome el mando de la
conversación, pues, tal como la neblina en la madrugada, la
tristeza me distorsiona la realidad, desvanece los sonidos y
el pensamiento. No puedo con nada más que con el vacío
que siento en el estómago, como si estuviera cayendo por
un barranco sin fondo. Escucho a lo lejos que alguien golpea
la puerta, pero no me molesto en volverme para averiguar
de quién se trata, solo deseo devolver el tiempo y que
Stefan ahora me diga algo diferente. Lo que no entiendo es
cómo cambió tanto de repente.
—Buenas noches. —Se escucha la voz de alguien mayor
desde el otro lado y, como si por fin hubiera aterrizado con
un golpe al final del abismo, vuelvo a la realidad—.
¿Pensaron que no iba a encontrarlos?
Angust se levanta a la defensiva de inmediato, pues lo
reconoce, y yo me giro hacia la puerta.
—Es mi padre.
El hombre toma del brazo a su hija y la lleva a la sala con
fuerza. Su hermano protesta mientras va hacia ellos, pero lo
detienen unos guardias platers, apuntándole.
—¿Qué piensan hacer? —reclama—. ¿Van a dispararme
después de haberme visto crecer?
—Por tu culpa —un golpe atraviesa el rostro de Aphra—
los Wifantere nos han retirado toda la ayuda. Se han ido y
han cortado la relación con nosotros. ¡Esta boda era la
salvación del reino y ni siquiera eso pudiste hacer bien!
—No la golpee, padre —Angust se interpone entre ellos al
ver la mejilla roja de su melliza. La abraza a pesar de las
amenazas y Shelly hace lo mismo.
Todos nos levantamos de nuestros asientos, atentos a la
caótica escena. El rey Handrus está colérico, gritando que el
reino está en quiebra y que el matrimonio era lo único que
podía evitar que le hicieran un golpe de Estado.
—¿Esa es su manera de hacer política? ¿Usándonos para
su beneficio? —Aphra está encolerizada—. No quiero
casarme y no puede obligarme.
El padre dirige ahora la furia hacia su hijo, que se niega a
caminar cuando intenta llevarlo afuera. Él clava los pies en
el suelo, con la fuerza de un roble, y con un grito renuncia a
su título de heredero. El rey se congela mientras los ojos se
le encienden como un volcán.
—Handrus. —Stefan va al centro del lugar—. Creo que
deberían mediar en un sitio privado.
—Stefan Denavritz, tú eres el otro fugitivo. —Le sonríe
con ira—. A ti también te está buscando tu padre.
—Me reuniré con él en Mishnock.
—Creo que no hace falta, hijo.
Escucho esa voz y el mundo se me desvanece. Rose me
observa, aterrorizada, mientras el resto de Las Temerarias
comienzan a buscar una salida de la casa. Varias van a la
puerta externa, pero al abrirla nos damos cuenta de que la
casa está completamente rodeada de guardias mishnianos,
que empiezan a ingresar.
—Sabía que estabas viva. —Sus ojos viajan directamente
a Rose. Me pongo delante de ella de manera protectora,
pero eso solo causa que el rey se ría de nosotras—. ¿De
verdad creyeron que podían engañarme y escapar de mí? —
Mira a su hijo y lo apunta con el dedo. Es una amenaza que,
pese a ser silenciosa, lo dice todo. Ha confirmado sus
sospechas—. ¿Querían salvar a las meretrices? Pues las dejé
irse de Mishnock.
Shelly se acerca a él con ira y, por fortuna, el resto de las
chicas la detienen antes de que haga algo que la ponga en
más peligro.
—Es un movimiento estúpido, señora Brecshart —le
advierte Stefan.
—Limpié mi imagen ante el pueblo al dejarlas marcharse,
pero estamos en Plate… y lo que haga con todas ustedes
aquí nunca se sabrá en Palkareth.
—¡Deje de amenazarnos, Silas! —grita Shelly sin que le
importe nada.
—No vine a amenazarlas, vine a arreglar el error que
cometí al confiar en el estúpido de Stefan. —Levanta los
brazos, airoso—. Rose, ha llegado el momento.
En cuestión de segundos los guardias nos acorralan. Se
llevan a los Griollwerd hasta un rincón de la sala,
dejándonos a merced del rey de Mishnock. La rabia en su
mirada es como una tormenta. Nos detesta y piensa que
está a punto de hacer lo correcto. Los guardias obligan a Las
Temerarias a arrodillarse mientras un par de hombres me
arrebatan a Rose. La tomo del brazo para evitar que se la
lleven, lucho con todas mis fuerzas para que no la aparten
de mí, pero me veo obligada a soltarla cuando los escoltas
reales me apuntan directamente a la cabeza.
—¡Suéltala! ¡No te atrevas a tocarla! —exige Shelly,
forcejando con quienes la sostienen de los brazos.
—Te juro que nunca volveré a Mishnock —ruega Rose—.
Jamás sabrás de mí, Silas.
—No vas a manipularme —sisea como una serpiente—.
En cualquier momento aparecerás de nuevo y arruinarás mi
vida.
—No pensaba lo mismo cuando la mandaba a llamar —
discrepa la madama, ignorando las advertencias—. Hacer
esto solo lo convierte en un maldito.
—¡Te lo advertí! —ruge el rey y, en menos de un
parpadeo, le quita el arma a uno de los guardias y escucho
el sonido del disparo.
Shelly cae al suelo y se oscurece mi campo de visión. La
escena me sobrepasa. Los brazos de la última persona que
quiero que me toque me sostienen. Es Stefan. Con
dificultad, enfoco la vista de nuevo y veo la sangre que
mana del pecho de la madama, donde ha recibido el
disparo. Le cuesta respirar y cada exhalación la aleja más
de la vida. Oigo que Angust grita, pero no distingo sus
palabras. Aphra se lleva las manos a la boca y Las
Temerarias parecen aullar como lobas heridas. Tratan de
ayudar a Shelly, quien tiene ahora la boca llena de sangre,
pero los guardias las mantienen lejos.
—Es solamente una meretriz. —La voz de desprecio del
rey Handrus me penetra los oídos.
Oigo a Rose llorar mientras unos custodios la obligan a
arrodillarse. Todo es un caos alrededor. Los Griollwerd
discuten, Las Temerarias protestan y su líder jadea en el
suelo, descartada como una mercancía que ya no sirve.
—Padre, déjeme ayudarla. —Por fin escucho con claridad
lo que dice el príncipe Angust—. No podemos dejarla morir
frente a todos.
—Miles de mujeres… ¿y fijaste tu atención en una
cuarentona que se ha acostado con la mitad de Palkareth?
—dice Silas con desdén—. Aunque no me sorprende,
viniendo de ti.
—Le exijo que respete a mi hijo —advierte el rey
Handrus.
Él lo ignora y se gira hacia Rose con una sonrisa amarga
en el rostro. Ella sigue de rodillas a mi lado, incapaz de
desviar la mirada del cuerpo de la señora Brecshart en el
suelo. Silas le apunta con el cañón del arma, sin ningún tipo
de piedad, y no tengo tiempo de gritar cuando él ya ha
disparado. La sangre vuela por la habitación y todo estalla:
las voces, los gritos, el asombro, las lágrimas, la ira. La
garganta me sabe a bilis cuando veo el cuerpo de mi amiga,
la sangre que mancha el piso y se desliza hacia mí. Escucho
a Rose gemir de dolor, desgarrándose, y veo el horror en el
rostro de los gemelos. No está muerta, eso me queda claro,
pero es evidente que le han hecho algo mucho peor.
—¡¿Qué has hecho?! —La voz de Stefan retumba en mis
oídos—. Podíamos haber buscado otra solución.
—¿Cuál? ¿Idear otro plan para engañarme de nuevo?
Tenía que cortar el problema de raíz —espeta el asesino.
—Eres escoria, Silas Denavritz —dice Aphra, luchando
por liberarse de sus guardias.
—Ella había decidido tener a ese bebé. No podía quitarle
ese derecho —alego, deshecha, y la voz me sale débil.
—Era mi hijo y podía decidir sobre su vida y su muerte —
asegura, orgulloso, como si hubiera salvado al mundo de un
gran problema—. Ahora, como muestra de mi piedad, los
dejaré vivir. Y a ustedes —señala a las meretrices— no las
quiero volver a ver en mi reino.
Stefan se mueve una vez su padre camina hacia la
puerta e intenta ayudarme cuando me acerco temblando a
Rose. Rápidamente me zafo de su agarre, pues no quiero
que me toque, y solo corro con el corazón hecho trizas hacia
a mi amiga, que tiene una herida que le sangra en el
estómago.
—¡Espero que el rey Magnus acabe pronto con usted! —
grito perturbada.
Handrus también se mueve hacia la salida, pero su hijo
no le sigue los pasos. Angust corre hasta Shelly, quien
apenas logra mantener los ojos abiertos. La escena es
espantosa, el olor metálico de la sangre invade cada rincón
y las caras pálidas de los presentes demuestran que esta
crueldad los enferma.
—Levántate —le pide su padre cuando lo ve arrodillado
junto a la madama.
—Lo maldecimos hasta el final de sus días, rey Silas —
chilla una de Las Temerarias con tanto odio que parece que
se va a reventar.
—No me digan —comenta y se detiene antes de cruzar el
marco—. Entonces les daré una razón más para que lo
hagan.
—¡Padre, no! —suplica Stefan cuando ya es demasiado
tarde.
La bala le atraviesa la cabeza a Shelly, acabando con su
sufrimiento, con su vida. Y siento que la mía se cae a
pedazos. Todo se diluye en mi cabeza y las lágrimas fluyen
con tanto dolor que arden cuando bajan por mis mejillas.
Angust se levanta con un grito de guerra y se lanza sobre
Silas con ira. Lo golpea en el rostro y ambos caen. El
monarca de Plate va por su hijo, tratando de sacarlo de las
garras del rey Denavritz, que ahora lo mantienen prisionero.
Aphra también corre y toma por el cuello al adversario de su
hermano, ahorcándolo. Es un caos sin sentido que me
produce dolor de cabeza.
Las diferentes guardias reales se apuntan entre sí,
haciendo un esfuerzo por entender a qué rey rescatar. Piden
a gritos que se suelten, pero ninguno cede y la lucha
continúa. De repente, escucho una nueva detonación y todo
se detiene. Aphra suelta a Silas, y Handrus, a su hijo. Los
dos dan unos pasos atrás mientras el líquido rojo de otra
víctima empieza a manchar el suelo. Entonces el grito
desgarrador de la princesa de Griollwerd me indica quién ha
recibido el disparo. El rey de Mishnock se levanta y deja
postrado en el piso el cuerpo inerte de Angust. Esto es el
infierno, es una pesadilla que parece no tener fin. El
enemigo no está detrás de la frontera, el enemigo es quien
porta la corona de nuestro reino.
—¡No, no, no! ¡Angust! ¡Angust, levántate!
—¡¿Qué hizo?! ¡¿Qué hizo, Silas?! ¡Es mi hijo! —vocifera
Handrus, empujando al asesino de su heredero.
—Se abalanzó sobre mí. Ustedes lo vieron.
—No tenía que dispararle… —murmura sin fuerzas—. No
tenía que matar a mi hijo.
—Angust, no me puedes dejar sola —solloza su hermana
—. Prometimos que siempre seríamos dos, en cualquier
lugar del mundo. Tú y yo. Tenemos que cumplirlo.
Él intenta hablar y no lo logra. Le brota sangre de la boca
y el pecho apenas se mueve. Su hermana lo toma de la
mano y se miran a los ojos, diciéndose en silencio aquello
que nadie más va a entender.
—Te faltan millones de cuadros, Angust. Nos falta
sentarnos en el teatro a ver mi obra. Tenemos que cumplir
la lista. —Derrama gruesas lágrimas—. Vinimos juntos y
juntos tenemos que seguir. Hay un mundo afuera que nos
espera. No te vayas, por favor.
Handrus se agacha al lado de su hijo; sin embargo, él no
lo mira, sino que tiene los ojos fijos en la mujer frente a él,
en su compañera de vida. Entonces cierra los ojos y la mano
que le sostenía su hermana se desliza hacia el suelo. Su
batalla contra la muerte ha acabado. Angust también se ha
ido.
—Em —susurra Rose reclamando mi atención. No
recuerdo en qué momento empecé a presionarle la herida,
pero cuando bajo la mirada tengo las manos llenas de
sangre. Una ola de mareo me invade, pero aun así no puedo
retirar las manos. No dejaré que muera.
Algunas de Las Temerarias llegan a mí cuando los
guardias empiezan a abandonar la casa, siguiendo a su rey.
Ellas me ayudan a levantar a mi amiga para llevarla afuera.
Otras hacen lo mismo con el cuerpo sin vida de Shelly,
negándose a dejarla sola en esa casa. Pasamos junto a los
Griollwerd, quienes continúan en el piso llorando su propia
pérdida. El príncipe intenta ayudarnos, pero no lo quiero
cerca. Las Temerarias y yo podemos con esto.
—Permíteme acompañarlas —insiste cuando subimos a
Rose en uno de los carruajes.
—Vete con los tuyos. Ya han hecho demasiado daño y
ninguna de nosotras te quiere aquí —le aseguro con frialdad
antes de cerrarle la puerta del carruaje en la cara.
Si en algún punto de mi vida creí que Stefan era lo mejor
que me había sucedido, fui muy tonta. Ahora más que
nunca resuena en mi cabeza esa frase que me dijo mi
padre: «No jures por un corazón que no es el tuyo. Nunca
sabes qué pasa en realidad dentro de él ni cómo
reaccionará en un futuro».
45

Ha pasado una semana y cada día he derramado mil


lágrimas más que el anterior. Por Shelly, por Angust y, claro
está, por Stefan y la manera tan cruel en la que me
despreció. He estado acompañando a Rose en el hospital
todo el tiempo, velando su recuperación, y solo me he ido
de su lado cuando he tenido que tomar una ducha.
Mi amiga perdió a su bebé y, según palabras del médico,
de haber tardado más, ella no hubiera sobrevivido. No
hemos hablado mucho sobre ello porque no quiero
lastimarla más y Rose tampoco ha iniciado la conversación.
Únicamente desea volver a Mishnock con sus padres.
—Tengo un dinero escondido con el que sé que podré
terminar la casa de mis padres —dice levantándose de la
cama y vistiéndose.
—¿Te sentirás segura allá?
—Eso creo. Tendré la vida de antes y estaré lejos de la
monarquía. Buscaré un nuevo empleo, volveré a ahorrar y
luego me iré a Lacrontte. Ya lo tengo decidido.
—Puedo pedirle a papá que te emplee en la perfumería.
Liz dejó una vacante después de casarse.
Solo asiente, no comenta nada más. Termina de
arreglarse en silencio; a pesar de que ella no lo diga,
todavía puedo ver en su mirada el trauma de aquella noche.
Se tocó miles de veces la cicatriz que le quedó en el vientre
y murmuró palabras de enojo durante madrugadas enteras
cuando pensaba que yo estaba dormida en el sillón. Sé que
siente la pérdida. Es su dolor personal, aunque no el único.
Shelly murió y eso también la afecta. Las Temerarias, por su
parte, han comenzado a abandonar la ciudad. Ya la casa no
es segura para ellas, por lo que decidieron emigrar a
diferentes reinos, pues ninguna quiere, ni puede,
permanecer en Mishnock.
—¿Listas? —pregunta Atelmoff, entrando a la habitación
del hospital. Stefan lo dejó encargado de nosotras y estuve
a punto de decirle que se fuera, pero lo necesitábamos para
regresar al reino—. Ya he pagado la cuenta —me informa—.
Y te llegó una carta de tus padres.
—¿Lista, Rose? —Miro a mi amiga con una sonrisa triste y
ella asiente.
Salimos del hospital, nos subimos al carruaje y solo allí
me tomo el tiempo para leer el mensaje que he recibido. Es
una carta de mi padre.

Mi niña:

El rey Silas se ha marchado, el reino está ahora a cargo


del príncipe, a quien extrañamente no se le ha visto salir
desde que sus padres se fueron. ¿Cuándo volverás? Te
extrañamos y los padres de Rose también a ella. Ambos
vienen a diario en busca de noticias y ya no sabemos qué
otra cosa decirles.
Regresa a casa lo más pronto posible, por favor.
Con amor,

ERICK
Aún no les he contado que terminé con Stefan, pero creo
que lo intuyen.
—¿Aphra todavía sigue en la casa? —le pregunto a
Atelmoff.
—Así es. Nadie ha podido sacarla de allí.
Si yo he sufrido la pérdida de Shelly, Aphra no está ni
cerca de recuperarse por la de su hermano. Se ha peleado
con su padre y ha renunciado oficialmente a su título como
princesa. Su pena es tal que no permitió que se llevaran el
cuerpo de Angust para Ingrest, la capital de Plate. Ella
misma contrató a unos sepultureros para que enterraran a
su gemelo ahí, en el patio de la casa, donde también reposa
Shelly.
—No puedo creer que la madama esté… ya no esté —
digo con un hilo de voz, incapaz de pronunciar aquella
palabra.
—Me perdí de muchas cosas esa noche —murmura Rose,
aliviada por no haberlo atestiguado todo.
—¡Silas va a pagar! —bramo sin que me importe la
presencia de su consejero real—. Es lo que Shelly querría y
debemos seguir con esto en su nombre y en el de todas las
que ya no están.
Atelmoff nos da una mirada comprensiva y toma mi
mano en señal de apoyo, pero no dice nada sino hasta
segundos después, como si hubiera estado batallando entre
hablar o no. Nos informa que Plate ha cortado lazos con
Mishnock y se rumora que quieren atacar el reino en busca
de venganza por la muerte de Angust. Es obvio para mí que
los reyes Griollwerd no tienen un ejército para tal hazaña,
así que la única manera de hacer eso es contar con la ayuda
de alguien más. Si el matrimonio de Aphra y Lorian ahora es
historia, podemos descartar a Cristeners. Mi mente empieza
a trabajar rápido para armar una teoría lógica con lo que sé
de política, hasta que el consejero real frena mis
pensamientos y me da la respuesta: Aldous Sigourney, el
asqueroso rey de Grencowck a quien le robamos el oro.
Cuando finalmente llegamos a la casa de la playa, una de
las últimas Temerarias está en el patio, despidiéndose de
Shelly. Ha puesto algunas flores encima de la placa con su
nombre y la tristeza embarga su expresión. Junto a ella está
su equipaje, esperándola para cuando se marche por
siempre.
—Necesito hablar contigo —me dice Aphra después de
salir de la cocina con los ojos hinchados, como ya es
habitual en ella. Nos ha prohibido que le preguntemos cómo
está, así que dejo a Rose en el sillón en compañía de
Atelmoff y voy con ella hasta su habitación—. Me marcharé
—anuncia, cerrando la puerta—. Mi madre ha venido esta
mañana a visitarme. Sé que vendrá recurrentemente y no
quiero verla.
—Es tu madre, se preocupa por ti —intento mediar.
—Cuando tuvo la oportunidad no lo hizo. —Se limpia las
lágrimas con el dorso de la mano—. Me ha contado que el
Parlamento está presionando a papá por la… —Se le quiebra
la voz—. Si ya no está Angust, soy yo la que sigue.
—Pero tú renunciaste —comento lo obvio.
—Eso al final no les importará. Ella me propuso volver y
le dije que lo pensaría, algo que no haré. Se lo prometí a mi
hermano, seré libre como lo teníamos planeado —habla con
decisión—. Si me quedo, ellos volverán a casarme y no
puedo permitirlo. No sé a dónde ir, no tengo un destino fijo
porque no quiero que me encuentren. Creo que viajaré sin
rumbo y escribiré en cualquier lugar. Eso sí, no venderé la
casa, así que puedes visitar a tu amiga cuando desees —me
asegura y me da un toque cariñoso en el brazo.
Se levanta de golpe de la cama y se mueve
frenéticamente por la habitación, tomando ropa y dejándola
a un lado. Parece que quiere mantenerse ocupada para no
pensar en nada.
—¿Estás bien? —Hago la pregunta prohibida y ella rompe
a llorar. Se sienta en el borde de la cama mientras niega con
la cabeza.
—Nadie lo entenderá nunca, Emily —solloza—. Angust
era más que mi hermano. Vine al mundo con él, era mi otra
mitad, mi compañero de vida, y me lo han arrebatado. Ha
muerto una parte de mi cuerpo, de mi mente, de mis
emociones. —La voz se le quiebra en esas últimas palabras
y voy hasta ella para darle un abrazo fuerte, que lo único
que logra es aumentar sus lágrimas—. Odio a Silas y a mis
padres por no permitirnos ser lo que queríamos. Lo único
que Angust conoció fue la vida limitada que teníamos y me
duele muchísimo que no haya alcanzado sus sueños. Angust
está en cada rincón y en cada cuadro. No imaginas lo
doloroso que es mirarme al espejo y verlo en mí, en mi
rostro, en mi cabello y hasta en la última peca de mi cuerpo.
Soy un recuerdo constante de lo que perdí. —Mis palabras
sobran. Solo la dejo llorar entre mis brazos, transmitiéndole
la fuerza que me queda—. Soy consciente de que tú
también perdiste a Shelly y no quiero sonar egoísta, pero
esto es muy diferente.
—Lo sé y lo entiendo —le aseguro, acariciándole el pelo.
—Por favor, no le digas esto a nadie y mucho menos a
Atelmoff —me pide—. Me marcharé esta noche. Ustedes
pueden quedarse el tiempo que lo necesiten. —Entonces se
levanta y se aleja—. Les dejaré una copia de las llaves.
—Nosotros también nos iremos, de hecho. Pensamos
hacerlo por la mañana.
—Entiendo —responde, cabizbaja—. ¿Volverán a
Mishnock?
Comprendo que hace la pregunta más por Rose que por
mí.
—Silas se ha marchado de Palkareth, y si no la asesinó
cuando tuvo la oportunidad, no creo que lo haga ahora —
digo intentando convencerme a mí misma de que es lo
mejor.
—Eso quiere decir que esto es un adiós.
—¿Alguna vez nos volveremos a ver?
—Espero que sí. Puedes ir a cualquiera de los teatros en
los que se haya presentado mi obra. —La miro, confundida
—. Digo, si necesitas enviarme un recado, déjalo con el
director y él me lo hará llegar.
—Adiós entonces, escritora Aphra.
—Hasta pronto, florista Emily.
46

Noviembre se despidió cuando llegamos nuevamente a


Mishnock. Rose está ahora en su casa y yo en mi habitación,
sintiendo un profundo dolor en el alma. Fue horrible ver el
rostro deshecho de la madre de Shelly cuando le contamos
lo que sucedió. La delgada anciana se derrumbó en la plaza
de mercado en medio de un llanto estremecedor. Ahí quedó
un pedazo de mi corazón y ahí también se reforzaron mis
ansias de cumplir la venganza que la madama había
propuesto.
Bajo a la sala y doy la cara por primera vez desde que les
conté todo a mis padres, incluyendo lo ocurrido con el
príncipe. Entonces me fijo en un periódico que está sobre la
mesa del comedor: «Los perfumes no forjan un reino».
Ese titular es una de las humillaciones más grandes de
las que he sido protagonista, pues parece una réplica de las
palabras que Stefan me dijo en privado. ¿Acaso reveló la
manera exacta en la que terminó conmigo? Y aunque la
noticia amarillista alegue que la pequeña plebeya de los
perfumes ha sido reemplazada de un día para otro, esa no
es la peor parte. El trofeo se lo lleva el rumor que finaliza la
nota, que indica que el príncipe ya se encuentra
comprometido con alguien más.
Intento no pensar en quién será su nueva pareja porque
eso me atormentaría más y ya tengo demasiado con la
muerte de Shelly y de Angust y con mi tonto corazón roto. A
veces quisiera desaparecer y borrar los últimos días… o
todos ellos.
—Mi niña, ¿en qué momento bajaste? —habla mamá,
sorprendida, cuando me ve en la mesa con el diario en la
mano.
—Hace poco. Tenía sed. —Me siento estúpida por no
tener el valor suficiente para arrancarme el collar del cuello.
Ese objeto es solo una prueba más de sus mentiras, de
cuando me prometía algo sempiterno y yo era tan ingenua
como para creer en sus palabras—. ¿Qué es esto? —le
pregunto, señalando la floristería en la que se ha convertido
nuestra sala. Hay muchos ramos de flores de cerezo y no es
difícil adivinar de parte de quién han venido.
—Los trajeron por la tarde y no sabíamos qué hacer con
todo eso. También hay una carta y una caja para ti. ¿Quieres
que te las entregue ahora? —pregunta mi madre con
cuidado.
—Deshazte de la caja. No quiero ninguno de sus regalos.
Únicamente dame la misiva, por favor.
Agradezco que no me hayan entregado esa carta antes,
porque habrían interrumpido mi sueño, y aquella siesta fue
lo único que frenó horas de llanto. Veo el sobre blanco, aún
sellado. Lo tomo y despliego el papel de mala gana. El corto
mensaje que hallo es suficiente para hacerme temblar el
corazón.

Cuando me convierta en rey, no habrá sobre la Tierra un


monarca más estúpido que yo por dejarte ir. Permíteme
explicarte todo. Te espero en el bosque Ewan esta noche.

STEFAN DENAVRITZ PANTRESH


¿A qué viene esto ahora? Dejó muy claro que no quería un
futuro conmigo y ahora me escribe esta tontería. No hay
nada que pueda decir que justifique el daño, el engaño, la
traición y la humillación que me hizo sentir. ¿Para eso nos
dejó con Atelmoff? ¿Para monitorear mi regreso al reino?
Rompo su nota al instante, dejando que los pedazos
caigan por el suelo junto a mi furia. Es un hipócrita que
intenta llegar a mí con palabras vacías, igual que antes.
Supone que con montones de flores y mensajes de
arrepentimiento logrará remover mi corazón herido, pero no
pienso darle ese gusto. Tengo que dejar de pensar en él,
aunque me duela. Si de verdad cree que voy a ir esta noche
a verlo, como una niña que obedece todas sus órdenes, está
completamente equivocado.
—¿Por qué me hizo esto, mamá? Yo confiaba en él —me
sincero, reprimiendo las lágrimas.
Mi madre se acerca y me rodea en un abrazo que desata
las lágrimas que me negaba a soltar. Yo lo sabía. Esta
fantasía tarde o temprano iba a explotar.
—Lo sé, mi amor, no tienes que decir nada. —Me da
besos en la cabeza mientras me desahogo—. Tu padre y yo
estuvimos pensando esta tarde en algo que quizás pueda
ayudarte.
—¿Qué cosa? —Salgo de sus brazos, limpiándome las
lágrimas.
—Podrías irte a otro lugar, como un retiro. Lejos de
Stefan y sus flores, de las notas del periódico y de la ciudad
en general. —Duda un momento, pero luego continúa—: Sé
lo que ocurrió esta mañana en las tutorías. Mia nos lo contó.
Las clases fueron un desastre y, aunque solo me queda
una semana para obtener la validación, quise asistir para
reponer el tiempo que estuve fuera por el viaje a Plate, lo
cual fue una mala idea. Las miradas, las murmuraciones, los
señalamientos y los comentarios sarcásticos de mis
compañeros y de Phetia Tielsong, quien al final sí rompió
con Cedric, hicieron de la mañana un tormento. Y lo cierto
es que, después de lo que ha pasado, eso es lo último que
necesito.
—No quiero volver allí —confieso, cansada.
—Lo sabemos. Tu padre está dispuesto a hablar con el
señor Field para que te permita entregar el trabajo sobre
Lacrontte y te dé el certificado. No creo que tenga
problema.
Desde que volví he intentado distraer mi mente haciendo
el proyecto. Elegir el tema me resultó sencillo, pues sentí
que no había nada mejor que escribir sobre las reglas y la
rutina diaria que pude observar dentro del palacio. Sé que
eso deslumbrará a mi tutor.
—¿A dónde me iría exactamente? —pregunto, sopesando
la propuesta de antes.
—Tu abuela Clarise estaría encantada de recibirte.
Viajar hasta casa de mi abuela paterna no suena mal.
Llevo mucho tiempo sin verla y sería una excelente manera
de compensarle la ocasión en la que la usamos para que Liz
pudiera asistir a la fiesta de Daniel. Además, allá no llegaría
ninguna noticia amarillista. Está claro que mis padres
pensaron en los detalles.
—¿Cuándo viajaría? —pregunto, sintiendo algo parecido a
emoción y alivio.
—La próxima semana. Primero debemos enviarle una
carta para informarle de tu viaje, de modo que ella pueda
preparar todo para recibirte y puedas quedarte allí el tiempo
que necesites para sanar.
Suspiro, resignada, al darme cuenta de que es la mejor, y
única, opción que tengo.
—De acuerdo. Me iré la próxima semana.
***

La mañana ha estado fría, y el cielo, nublado; Palkareth


parece una ciudad fantasma. Las nubes amenazan con una
lluvia torrencial dentro de pocas horas, mientras que yo sigo
conviviendo con la tormenta en mi interior.
No sé si me arrepiento de no haber asistido a la cita que
el príncipe me propuso ayer, pero ya de nada sirve. Lo que
fuera a decirme se perdió en su garganta ante mi ausencia.
Vine a la perfumería para distraer la mente y bastó con
poner la llave en la cerradura para que entrara al lugar la
figura despeinada, ojerosa y agotada de Stefan Denavritz.
—Te esperé como un imbécil hasta el alba —espeta,
iracundo. Parece que tiene brasas en la boca y cada palabra
que suelta quema.
Mi corazón golpetea con ímpetu al verlo frente a mí, con
el enojo tan claro en sus ojos cual agua cristalina. Me mira
por un par de segundos, como si tratara de grabarse mi
rostro. Noto que los botones superiores de su camisa están
desabrochados y sus impecables pantalones oscuros ahora
están arrugados.
—No tenía nada que hacer allá —respondo con fingida
calma. ¿Cómo se atreve a reclamarme algo? Fue él quien
acabó con lo nuestro. No tiene ningún derecho a estar
ofendido por mi ausencia de anoche.
—Estaba yo, y los dos nos debemos una conversación.
—No hay nada de lo que quiera hablar contigo —digo
para convencerme a mí misma de que ya no me importa, de
que ya no lo quiero.
—Escúchame, Emily. —Se acerca con pasos pequeños—.
Es lo único que pido.
—¡Aléjate de mí! —Levanto la mano como defensa.
—No, no voy a alejarme. No me pidas eso.
—Retráctate, entonces. Al menos ofréceme una disculpa.
—La voz se me quiebra y odio eso.
—No puedo —dice, abatido, y el corazón me estalla en
pedazos aún más pequeños. Su negativa me atraviesa como
un puñal en llamas. ¿Acaso es tan difícil para él disculparse
por el daño que me causó?
—Entonces vete de aquí. —Mi voz es débil, pero aun así
me muestro fuerte.
—Me tratas de esta forma porque sabes que me tienes
en tus manos.
—¿Tenerte? Te burlaste de mí y de mis sentimientos,
Stefan. Y con todo eso… ¿te atreves a decir que te tengo? —
reclamo con una opresión en el pecho que me dificulta
respirar—. Solo márchate.
Su mirada recorre cada esquina de la perfumería,
procesando mis palabras, y cuando sus ojos me encuentran,
veo de nuevo la ira que inunda su interior y le cambia el
semblante. Este no es el hombre que conocí. El príncipe
dulce y paciente que me conquistó ya no existe.
—Te juro una cosa, Emily Malhore Lanreb, voy a tenerte a
mi lado así tenga que destruir todo este maldito reino.
Me da la espalda y se aleja con pasos de piedra, tan
natural como si no acabara de abrir un foso de temor en mi
interior con sus últimas palabras. Sin embargo, antes de
salir, las puertas de la perfumería se abren, permitiéndole el
paso a un alegre Willy, cuya sonrisa se borra al chocar de
frente con Stefan. Trae flores en las manos, ¡justo hoy! La
mirada del príncipe se posa en el detalle de mi amigo y
puedo sentir cómo se llena aún más de rabia. Siente celos,
su postura corporal lo delata, aunque sé que no dirá nada.
Su educación no se lo permite. Aprieta los puños a los lados
y levanta la cabeza en un intento por parecer intimidante,
pero Willy no se inmuta, solo le sostiene la mirada hasta
que él pasa por su lado, chocándole el hombro en una
rabieta de hombre herido.
—¿Qué ha sucedido, Emily? —pregunta Willy ante la
escena.
¿Acaba de amenazarme? Jamás había visto esta parte de
su personalidad. ¿Quién es esta persona? El Stefan que
conozco sería incapaz de amenazarme. ¿O es que acaso fui
tan ingenua como para no ver lo que él verdaderamente
era? Al atestiguar tal escena, papá insiste en que lo mejor
es que me vaya cuanto antes.
—¿A dónde irás? —desea saber Willy, confundido, así que
le cuento mis planes—. ¿Cuándo? Dentro de un mes tendré
unas pequeñas vacaciones, puedo ir a visitarte. Sabes que
cuentas conmigo, ¿cierto?
—Eres de las mejores cosas que me han dejado todos
mis líos.
—¿Quieres salir de aquí un rato? Te debo un paseo como
regalo de cumpleaños —propone y yo asiento.
Me lleva calle arriba sin decirme a dónde vamos y no
puedo evitar recordar mi caminata junto a Stefan hacia el
bosque Ewan. Mientras avanzamos, siento las miradas de
algunas personas que con seguridad me habrán visto en los
periódicos junto a la nefasta noticia. Además, seguro
presenciaron la marcha de regreso a casa del príncipe, de
su futuro rey, andando sin corona, despeinado y sin
carruaje. Una imagen poco monárquica.
Antes de darme cuenta estamos en el parque Atark, solo
que no nos detenemos ahí, sino que atravesamos toda su
inmensidad hasta llegar a…
—¿Esto es un refugio? —inquiero, extrañada.
—Exactamente. Cuando no se utilizan, son los lugares
más tranquilos de todo Palkareth.
—¿Podemos estar aquí? —Levanto una ceja.
—Si no estamos bajo ataque, no, pero pertenecer a la
Guardia Civil tiene sus beneficios. —Me toma de la mano
para que nos acerquemos a la entrada de la edificación de
hormigón reforzado—. Soy el patrullero Mernels, vengo a
hacer una inspección de rutina y ella es mi colaboradora —
le informa al hombre que custodia la puerta.
Una vez que nos dan paso, Willy me guía escaleras arriba
y atravesamos una ventana que conduce al tejado.
—¿Qué hacemos en el techo? No voy a subir —declaro
con determinación.
—No seas cobarde, no te vas a caer. Confía en mí.
Me extiende la mano y me aferro a ella con fuerza
porque no quiero resbalarme y caer. Tomamos asiento sobre
las tejas y admiramos el paisaje que nos regala el horizonte.
El rostro de Willy resplandece con el sol de la mañana,
haciendo que sus ojos de color miel se vean más llamativos
que nunca.
—Una pregunta, ¿no tenías guardia hoy?
—Por supuesto que sí —ríe.
—Entonces, ¿qué hacemos aquí?
—Estabas a punto de quebrarte, Emily. No iba a permitir
que mi buena amiga tuviera un mal día —me contesta con
la vista puesta en el horizonte.
—¿Soy tu amiga? —pregunto, conmovida por el título que
me ha dado, y entonces me mira.
—¿Quieres serlo?
—Me harás llorar, Willy —comento y le doy un ligero
empujón en el hombro.
—Espero que no lo hagas, porque mi idea es causar el
efecto contrario, así que sonríe y haz que el regaño que me
ganaré valga la pena. Por cierto, el príncipe arruinó mi
entrada porque había preparado una línea para entregarte
el ramo: «Tulipanes para la chica de las flores». Y ni siquiera
pude saludarte.
Aquello logra sacarme una sonrisa que no sabía que
podía esbozar hoy. Willy es increíble, tanto como Valentine.
¡Por todos los cielos, me había olvidado de ella! El ánimo se
me esfuma al recordarla. ¿Dónde estará? Cuánto dolor debe
estar sintiendo por haber perdido a su padre, la persona a la
que más amaba en este mundo. Papá es mi persona favorita
y si algo le sucediera, no habría forma de reponerme. Ojalá
pudiera hacer algo para ayudarla; sé que ella querría que
mantuviera a su oficial informado sobre lo que pasó. Solo
mencionar a Val hace que su rostro se ensombrezca de
preocupación y se le agite la respiración, como si tuviera
miedo de lo que voy a decirle. Y lo entiendo, yo también
tengo un nudo en la garganta mientras le cuento todo lo
que sucedió: desde que descubrieron que su papá era un
espía y lo decapitaron hasta el destierro de su familia.
—¿Te importa Valentine? —pregunto con una connotación
que no involucra la amistad.
—Claro que me importa. Ella es como un sol, brillante,
cálida y hasta incandescente. Admito que tengo una
personalidad muy pasiva y Valentine sabe cómo llenarme de
energía. —Sus ojos vuelven a los míos y el brillo ligero que
los adorna me da la respuesta. Le importa, le importa más
que como una amiga—. Si su majestad regente te da alguna
pista, la más mínima, quiero saberla. Me gustaría ir a verla
sin importar dónde esté.
—No creo que me dé nada, Willy. Terminamos. —La voz
me tiembla un poco al confesar aquello.
Frunce el ceño, aunque lo cierto es que no parece
sorprendido del todo.
—Lo sospeché por la expresión en tu rostro cuando él se
fue. ¿Ocurrió allí en la perfumería?
Niego y le relato lo que sucedió, incluyendo la muerte de
Shelly. Me desahogo con él y noto que mi historia también le
duele, pues baja la cabeza, asimilando la noticia.
—La señora Shelly era una gran mujer. Un tanto ruda,
pero de un enorme corazón —comenta, cabeceando con
incredulidad.
—Silas es el peor ser humano sobre la Tierra, peor
incluso que el rey de Lacrontte.
Tras esas palabras soy incapaz de contener más el llanto
y dejo salir las lágrimas mientras hablo. Él escucha
pacientemente, se aproxima y me rodea con un abrazo
protector.
—Le daría un golpe en el rostro si pudiera, el problema es
que necesito mantener mi puesto. Lo entiendes, ¿verdad? —
bromea en voz baja.
—Con que lo pienses es suficiente.
—Si no fue capaz de ver la grandiosa mujer que eres,
entonces no te merece. Deja que su castigo sea vivir sin ti.
47

Hoy me siento peor que ayer, pero seguramente no peor


que mañana. Cuando llegué de visitar a Rose, quien está
recuperándose bien, me encontré con la noticia de que volví
a salir en el periódico, solo que ahora con Willy.
«El reemplazo del príncipe Stefan», ese es el titular que
acompaña la foto en blanco y negro en la que Willy me
abraza en el tejado. No sé en qué momento nos tomaron
esa fotografía, pero lo único cierto es que fue con la peor de
las intenciones. En el texto afirman que se trata de mi
nuevo interés amoroso tras la ruptura con el rey regente.
Papá ha salido hacia las instalaciones del periódico, furioso
por lo que han publicado, y aunque no creo que consiga que
dejen de mencionarme, deben saber cuánto nos disgusta lo
que hacen.
—¡Emily! —me llama mi madre desde el piso de abajo.
—¿Qué sucede? —contesto después de salir de mi
habitación para bajar por las escaleras.
—Soy yo. —Me recibe la voz de Willy, cuya triste
expresión contrasta con su radiante traje de la Guardia Civil
—. Vi lo del periódico y vine tan pronto como tuve mi primer
tiempo libre para ver cómo estabas. No imaginas cuánto lo
siento, Emily. No quería que esto pasara.
—No es tu culpa —le aseguro mientras lo invito a
sentarse con un gesto—, sino de los periodistas. De todas
maneras, no importa. No dejaré que eso me afecte.
—¿Estás segura? Puedo decirles que solo somos amigos,
les daré una entrevista si quieren.
—En una semana me iré de Palkareth y en el pueblo
donde reside mi abuela nadie compra el diario. Estaré a
salvo. —Sonrío débilmente.
—De acuerdo… —Veo que duda un momento y luego se
decide—. Yo también me iré. Me lo dijeron esta mañana. Me
entregaron una carta en la que solicitan mi presencia en la
frontera, pero no fui el único, pues muchos de mis
compañeros también fueron convocados.
—¿Te trasladarán a la Guardia Azul? —digo sin poder
creerlo.
Willy cuenta lo que una vez me dijo Stefan: que por la
escasez de soldados ahora enviarán oficiales de la Guardia
Civil a la frontera. Y él ha sido escogido para cumplir un año
de servicio para, tras eso, volver con un ascenso. Lo curioso
es que es el primer patrullero seleccionado. En ese
momento se me encienden las alarmas. ¿Por qué justo él? Y
aun cuando intento buscarle miles de explicaciones, solo
encuentro una respuesta: el periódico y Stefan.
—No puedes aceptar, Willy.
—No puedo negarme, Emily. Mi patria me requiere y debo
acudir a su llamado. Si digo que no, me sacarán de la
Guardia Civil y quiero ascender, por mis hermanas y por mi
madre. Quiero darles la vida que se merecen y no puedo
hacerlo sin trabajo. Además, parto esta misma semana. Nos
iremos bajo el cargo del general Daniel Peterson. Creo que
ya no podré ir a visitarte a casa de tu abuela. —Sonríe con
melancolía—. Aunque lo que te pedí sigue en pie. Si tienes
cualquier noticia sobre el paradero de Valentine,
cuéntamela. Mándame una carta, que yo también te las
mandaré a ti.
Claro, por eso Liz mencionó que una de sus motivaciones
para casarse tan pronto era la partida de Daniel a la
frontera.
—Esto es obra de Stefan —revelo lo que pienso y Willy
asiente.
Veo la preocupación en su rostro y no puedo evitar
sentirla yo también. No quiero perder a mi nuevo amigo, no
quiero que la guerra me lo arrebate. Los asuntos con el
reino de Lacrontte son delicados y nuestro ejército no es lo
suficientemente grande y fuerte como para enfrentarlo.
—Calma, chica de las flores, voy a estar bien —me dice y
me abraza al notar mi tristeza—. Mira, quiero darte algo
simbólico para que me recuerdes mientras esté en la guerra
y pienses en tu buen amigo Willy Mernels.
Se quita del uniforme la placa que lleva sobre la zona del
corazón, que tiene grabados su nombre y su cargo como
patrullero. Me la extiende y, sin poder creer que me la esté
obsequiando, la recibo.
—Muchas gracias, pero no hables como si te estuvieras
despidiendo.
—En realidad sí es una despedida, pero te prometo que
nos volveremos a ver y que estaremos los tres juntos. La
señorita Valentine, tú y yo. ¿Aún tienes mi silbato? —
pregunta y asiento—. Entonces sabes que estaré a un
silbido de distancia. Tienen un sonido distinto a los de la
Guardia Azul, así que siempre recuérdame como el Willy de
la Guardia Civil.

***

Willy me trae de vuelta a la perfumería y, cuando se


marcha, salgo a la velocidad de un guepardo. Aunque estoy
inmensamente triste, también estoy llena de ira, pues no
pienso permitir que envíen a Willy a la guerra por capricho
de Stefan. El camino se me hace eterno y respiro con
dificultad, pero no me detengo hasta que me encuentro
ante las puertas del palacio. Estoy cansada, por lo que me
esfuerzo por recuperar el aliento y luego abrirme paso hasta
la sala central.
—¿Tiene una invitación, señorita? —Uno de los guardias
me detiene. Niego, pero insisto en ver al rey regente—. Sin
una autorización previa no la puedo dejar pasar.
—Solo me tomará unos minutos. —Me mantengo firme.
—Son órdenes, señorita, y debo cumplirlas. Así que
retírese si no quiere que la saquemos a la fuerza.
—Su majestad no estará complacido cuando escuche que
le negaron el paso a la señorita Malhore —dice Atelmoff,
cuya figura aparece detrás de los guardias, y yo respiro con
alivio al verlo—. A ella no se le niega nada en este palacio.
—Señor Klemwood, no teníamos conocimiento de esa
información.
—Pues ya la tienen —replica con firmeza antes de girarse
hacia mí—. Querida, ¿en qué puedo ayudarte?
—Necesito hablar con Stefan.
—Creo que él lo necesita más —confiesa y baja la voz—.
Ha estado insoportable, su humor ha cambiado
drásticamente y no es el mismo de antes. Ni siquiera yo lo
reconozco y he estado con él a lo largo de muchos años, así
que ten cuidado.
—Pues se pondrá peor después de hoy. Solo dime dónde
está, por favor.
Me indica con la mano que lo siga y veo que nos
dirigimos a la sala del trono. Al llegar, lo encuentro de pie
junto a algunos nobles, a quienes despacha apenas nota mi
presencia. Me da una punzada en el pecho volver a verlo, no
sé si de dolor o de emoción, lo único cierto es que Stefan
aún mueve una fibra en mí que es difícil de ignorar. Todavía
lo quiero. Eso es lo que más duele.
—¡Emily! —Sonríe como si no pudiera asimilar que estoy
aquí.
—Stefan, ¿por qué has hecho esto? —le pregunto sin
rodeos y él ni se inmuta—. Sabes bien de lo que hablo.
—Cielo, no tengo idea de a qué te refieres.
—¡No me llames cielo! —exijo, casi hirviendo en furia—.
Has enviado a Willy a la guerra.
—Yo no lo he enviado. —Se acerca a mí con cautela, pero
retrocedo unos pasos porque no lo quiero cerca. Es un
mentiroso.
—La Guardia Civil nunca había enviado patrulleros a la
guerra. Él es el primero y sé que tienes algo que ver con eso
—le espeto.
—Alguien tenía que ser el primero y le tocó a él. ¿Qué
querías que hiciera? —Se encoge de hombros y ese gesto
incrementa mi indignación.
—Eres cruel —digo—. ¿Es por lo del periódico? ¿Por el
abrazo que nos dimos?
Su rostro cambia de inmediato al escucharme. Nunca creí
que pudiera sentir celos por algo tan común como un
abrazo.
—No me parece idóneo que estés por allí con un hombre
y haciendo esas escenas —replica con frialdad.
—¡¿En qué estás pensando?! Es mi amigo. —A pesar de
que no tengo que explicarme, lo hago.
—¿Y yo qué soy? —Los ojos que antes me parecían
dulces ahora no brillan de la misma manera—. Merezco
respeto, Emily.
—¿Respeto? ¿Cuál? ¿El mismo que me diste a mí cuando
terminaste conmigo? ¡Tú ya no eres nadie en mi vida,
Stefan! —Suelto una risa amarga.
—No por eso tienes que estar por ahí con alguien más. —
Se pasa las manos por la cabeza como si sintiera un dolor
insoportable—. Que no se te ocurra olvidarlo. Sin importar
qué suceda, me sigues gustando.
Siento como si fuera arrasada por unas olas violentas
que me ahogan y me llevan lejos de la orilla. Mi corazón es
un caos. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que arruinarlo todo entre
nosotros? Cada cosa que me dijo, que me prometió, solo
eran palabrerías que, como estúpida, creí. Y detesto
sentirme como una idiota cuando aquí el idiota es él.
—Entonces, ¿por qué me trataste así? ¿Es por tu padre?
¿Él te obligó a humillarme? —Me siento patética al
preguntarle esto, pero sé que el Stefan que conocí jamás
habría hecho eso.
—No, si te saqué de mi vida es porque es lo mejor para
mí. No puedes aportarme nada, Emily, y de perfumes no se
vive. Fue increíble pasar tiempo contigo, solo que ahora es
momento de enfocarme en lo que importa de verdad. Ya no
estoy para distracciones.
—¿Eso fui para ti? ¿Una distracción?
—¿Qué más podría ser una plebeya para el príncipe del
reino?
Jadeo como si mi pecho hubiera sido atravesado por una
bala y me arden las lágrimas en los ojos. Aquellas palabras
me sepultaron y me hacen sentir insignificante. Él se
mantiene de piedra, como si hubiera revelado una verdad
que se moría por sacar de su interior.
—Me das asco —suelto con los dientes apretados—. En el
bosque Ewan tuviste la osadía de insinuar que querías
acostarte conmigo cuando yo no significaba nada para ti, y
sin importarte que estuvieras comprometido. Porque eso
dice el periódico, que lo estás. Me pregunto si entonces ya
tenías a alguien más y aun así me engañabas.
Desvía la mirada hacia la pared y con ese gesto sé que
todo es verdad. No quería creerlo y me destroza.
—Lo único que le pido es que deje a Willy fuera de esto,
su majestad —digo, cambiando la manera en la que me
refiero a él. Ya no quiero sentir ninguna cercanía con este
hombre.
—Solo viniste por tu soldadito, ¿cierto? —Su voz se
vuelve fría cuando nota que he vuelto a la formalidad.
—Sí, es la única razón por la que vendría a verlo —afirmo
con la intención de que sienta al menos una parte del dolor
que me ha causado.
—Pues ruega que le vaya bien en la guerra porque no
voy a mover ni un dedo para ayudarlo. Y espero no volver a
verte en el periódico con nadie más.
Es tan cruel que me cuesta asimilarlo. Su rostro ya no
demuestra la ternura que antes expresaba y que ahora no
sé si fue real.
—No lo hará, créame, no volverá a saber de mí —le
prometo—. No quiero volver a verlo ni a escuchar sus
amenazas…, majestad.
—¿A qué te refieres? ¿Piensas irte de aquí? —pregunta de
inmediato, como si estuviera asustado, con el cuello rojo por
la ira.
—No es algo que le interese.
—Soy el rey regente y bajo ese título te prohíbo que
siquiera se te pase por la cabeza irte de Palkareth. —
Permanezco en silencio, observando cómo se transforma en
una bestia iracunda—. No olvides cuánto poder me
proporciona este cargo, Emily.
—No me amenace. Ya consiguió lo que quería, el poder y
una prometida, así que ahora déjenos a mí, a mi familia y a
mis amigos en paz —espeto, intentando igualar su frialdad,
aunque unas lágrimas de rabia me pican detrás de los ojos.
—No hables de tu soldadito. No me interesa —dice con
asco—. Estoy hablando de ti. ¿Piensas marcharte o no? —No
respondo. Tengo enfrente a una persona sin sentimientos. Ya
no es dulce ni comprensivo y me duele saber lo engañada
que estuve todo este tiempo. De repente Stefan sonríe,
como si hubiera descubierto la respuesta a una pregunta—.
Ah, olvídalo, irás con tu abuela, ¿verdad? —dice, y al ver
que me mantengo en silencio, añade—: No será difícil
seguirte el paso, cielo. Hagas lo que hagas, ten por seguro
que voy a enterarme.
Su actitud me rompe el corazón y odio con el alma no
poder reprimir el efecto de sus palabras. Las lágrimas
finalmente caen por mis mejillas, demostrándole que ha
ganado otra batalla. Trata de tomarme la mano, pero me
aparto antes de que lo haga.
—Pensé que era alguien amable, pero mírese ahora. Ya
no me duele tanto que me haya sacado de su vida —
confieso.
—Yo no te he sacado de mi vida y no voy a hacerlo. Te
mantendré bajo mi vista en cada momento. Sempiterno, ¿lo
recuerdas?
—Déjeme en paz. Va a casarse con alguien más —le
reclamo, frustrada—. Por cierto, ¿de quién se trata? Creo
que al menos merezco saberlo.
Ni yo misma puedo creer que se lo esté preguntando,
pero la duda me carcome y quiero saber qué esperar
cuando pongan la noticia en primera plana en el periódico.
—Lerentia Wifantere. —Baja la cabeza mientras confiesa.
Ella. De entre todas, ella. La mujer que una vez me hizo
sentir insegura, que intentó humillarme, a la que invitó a
salir. Ella, la pareja de…
—¿Acaso no es la novia del rey Gregorie? No, digo, su
prometida. —No responde, solo me observa, inexpresivo.
Miles de preguntas me azotan el corazón herido, pero el
problema es que Stefan es la última persona a la que le
revelaría tales cuestiones. ¿Acaso esa mujer estuvo jugando
también con el soberano de Cromanoff? ¿Cómo fue que
terminaron comprometidos? ¿Desde cuándo?
—Si la corona es lo único que quiere, adelante —digo
señalando las sillas del trono—. Igual, solamente fui su
segunda opción.
—No, tú ni siquiera fuiste una opción. —Se me detiene el
mundo y soy incapaz de respirar. No creí que pudiera
hacerme más daño, pero ahora me doy cuenta de que todo
es posible.
—No se preocupe, majestad, ya me lo ha dejado claro. —
Me limpio las lágrimas con la dignidad rota.
Solo quiero alejarme para siempre, hasta que mi cabeza
acepte la realidad. Me doy media vuelta y salgo con esa
idea en la mente. Necesito estar lejos de él sin importar si
jamás logro olvidarlo. Lo escucho llamarme varias veces y
siento sus pasos detrás de mí, por lo que empiezo a correr
antes de que pueda alcanzarme, dejando pequeñas partes
de mi corazón en el camino.
—Puedes marcharte hoy, pero no para siempre. Voy a
tenerte, Emily. ¡Juro que voy a tenerte! —Es lo último que le
oigo decir.
48

Han pasado seis días y he tenido que volver a despedirme


de alguien a quien aprecio. Vi a Willy marcharse a la
frontera con su nuevo traje militar de la Guardia Azul. Me
sonrió antes de subirse al transporte y sus ojos miel
brillaban mientras me decía adiós con un gesto. No me
acerqué a su madre ni a sus hermanas porque me sentía
culpable, pues indirectamente yo había provocado eso.
El día que volví de ver a Stefan intenté no llorar, pero no
pude contener el dolor y me desahogué por algunas horas.
Aquella frase continúa guardada en mi memoria: yo nunca
fui una opción para él, y me duele muchísimo saberlo.
Rose vino a visitarme porque por fin obtuve mi validación
de tutorías. Ella ya se ha recuperado casi por completo,
pero sé que en su corazón aún queda rencor por la forma
como sucedieron las cosas, por la manera en la que vimos
morir a una mujer tan aguerrida como Shelly y, claro está,
por tener que callar como si estuviéramos conformes con
ello.
Mia, Rose y yo estamos hablando en la sala cuando un
llamado en la puerta nos sobresalta a las tres. Corro hacia la
entrada y veo que es la señora Lopoders, mi vecina.
—Niñas, es importante que salgan ahora. Llama también
a tu madre, por favor —dice, como si el mundo fuera a
acabarse en cualquier segundo.
Voy escaleras arriba en busca de mamá, con la
preocupación a flor de piel. ¿Para qué la necesita con tanta
urgencia? No me tomo el tiempo de decirle nada,
simplemente la llevo afuera para encontrarnos con la
sorpresa de que un montón de personas están aglomeradas
en nuestra calle. Hay guardias del palacio por doquier e
incluso uno de ellos está subido sobre un escenario
improvisado y con un papel en la mano.
—Pueblo de Mishnock —comienza el hombre—, por
órdenes de su majestad, el rey regente Stefan Denavritz
Pantresh, se ha expedido el Decreto Real 343. —Veo a un
grupo de guardias en la calle de abajo y en la de al lado.
Están en todas partes. Parece que han enviado a diferentes
grupos a dar el mismo comunicado—. Se ordena que de
cada familia que no pertenezca a la clase noble, una joven
soltera de entre dieciocho y veinticinco años se desplace al
palacio para servir por el lapso de un año.
Los jadeos de sorpresa se escuchan en la calle y Rose me
mira rápidamente, sabiendo que la enviarán también al
palacio. La tranquilidad que tenía se esfuma y la reemplaza
una rabia que me da punzadas de dolor en la cabeza. Stefan
nos está obligando a vivir con él solo por capricho. Mi madre
me toma con fuerza de los hombros mientras me acerca a
ella. Sé lo que piensa. Esto es por mí.
—La joven elegida —añade el guardia, levantando en alto
un papel— deberá registrarse en un formato y la recogerá
un carruaje mañana a primera hora para llevarla hasta su
nuevo sitio de trabajo. Es preciso avisarles que la labor
prestada será remunerada.
Algunos custodios se acercan a cada familia para
entregar el formulario que debe ser diligenciado de
inmediato. Es obvio que seré yo. Mia no cumple con la edad
para ir y, aun si lo hiciera, no la dejaría presentarse. Mamá,
con el llanto agolpado en los ojos, pone mi información en el
registro en el que reposa mi futuro. Es una orden real y
tenemos que acatarla, pues no quiero imaginar el castigo
que nos impondrá el rey regente si lo desafiamos.

***

—¡Esto es una broma de muy mal gusto! —rechista mamá


cuando entramos a casa.
Puedo ver las lágrimas en su rostro y yo trato de
hacerme la fuerte, ocultando el nudo que me atasca la
garganta. Él me lo dijo, me aseguró que tenía el poder
suficiente para mantenerme a su lado, pero jamás creí que
lo usaría para algo así.
Rose se ha ido, asustada por lo que nos depara el
destino. Ella no quiere volver al palacio y entiendo sus
razones, pues todos los demonios de su pasado la
perseguirán allí. Sufrirá mucho más que yo.
—Díganme que no es cierto —suplica papá, atravesando
el umbral con pánico en los ojos—. ¡Díganme que ese
hombre no ha hecho lo que dicen! —Nos quedamos en
silencio, por lo que arremete de nuevo—. ¡Díganme que no
es cierto! Él no puede ser peor que su padre. ¡Díganmelo,
por favor! —Se le quiebra la voz.
Papá me rodea en un abrazo, como lo hace cada vez que
estoy triste, cada vez que me lastiman, que me hieren. Mi
llanto le moja la camisa cuando me refugio en su pecho. Van
a separarme de todo lo que conozco. De mi casa, de mi
familia, de mi vida entera. Esta es una guerra personal que
no puedo detener y en la que tengo todas las de perder.
—Ya ibas a irte, pequeña. Si hubiéramos adelantado tu
viaje o si perteneciéramos a la clase noble, esto no pasaría.
—Siento su ira. Quiere culparse por no tener un título para
salvarme con él.
Y en el fondo sé que, aun si perteneciéramos a la
nobleza, él se habría inventado alguna excusa para
retenerme del mismo modo en que lo hace ahora.
Nuevamente veo a mi familia sumida en el dolor por algo
que me involucra. Nuevamente me arrastran a un lugar en
el que no quiero estar y con un hombre al que ahora
tampoco soporto. El desprecio por Stefan parece quemarme
viva.
—Mily —susurra Mia, acercándose cuando papá me
suelta. No puedo evitar pensar en lo mucho que voy a
extrañar su voz—. No quiero que te vayas. ¿Voy a poder
visitarte?
Se me parte el alma en mil pedazos mientras me inclino
para abrazarla, pues yo tampoco quiero irme, pero me
arrancan como si fuera maleza que arruina un jardín. Juro
que voy a luchar incansablemente por volver a la vida como
la conocía antes de Stefan. Si retenerme en contra de mi
voluntad es su estrategia de guerra, mi ofensiva de ataque
no le hará las cosas tan fáciles.

***

Temprano por la mañana, tal como lo prometieron, un


carruaje llega por mí. El paje guarda mi equipaje dentro del
transporte y yo me quedo inmóvil, agarrada del brazo de
mamá, incapaz de dar un paso fuera de casa. Mia observa la
escena en silencio y me duele ver sus ojos tristes.
—De verdad pensé que te amaba —susurra mamá.
—Yo también. —Mi voz se escucha pequeña, apagada.
Me despido de papá con lágrimas en las mejillas. Mamá y
Mia me cubren en un abrazo que quisiera que fuera eterno,
pero como no puedo postergar ni un minuto más la partida,
me subo al carruaje, dejando a mi familia atrás.
Cuando llegamos al palacio real, la entrada se encuentra
atestada de jovencitas que se abren paso con su equipaje,
obedeciendo el decreto que se nos ha impuesto. Ingreso a la
sala principal con la ansiedad ahorcándome. Esta es la
traición más cruel a la que me he enfrentado y me corroe
hasta los huesos. El primero en aparecer es Atelmoff. Se
pone al frente del grupo de jóvenes, quienes susurran sin
cesar.
—Señoritas, les pido que guarden silencio —comienza—.
Se están adecuando las habitaciones para ustedes, así que
por ahora solo aguarden aquí hasta una nueva orden. —No
me creo ni una palabra, pues sé que nadie se quedará a
excepción de mí. Todas podrán librarse de esta prisión y yo
me quedaré bajo las cadenas de Stefan—. Emily, querida —
dice cuando me encuentra entre la gente—, ven aquí.
—¿Cuánto va a durar esta farsa? —pregunto, señalando a
las mujeres que están a mi espalda.
—Hasta que Stefan se aburra. —Suspira con cansancio.
—¿Se aburra? Atelmoff, ¿ya conoces sus planes?
—Claro, quiere tenerlas aquí. —Le lanzo una mirada
irónica—. Bueno, tenerte a ti aquí.
—Solo pídele que las deje ir. Esto no es justo.
—Él es el único que puede decidir eso.
—¿Al menos va a dejarme ver a mis padres? —cuestiono,
pues no imagino pasar un año entero sin ellos.
—Claro que lo haré. —La voz de Stefan aparece a mi
lado.
Me giro para encontrarlo en un traje impecable que
representa el título que ahora tiene. Parece que sus ojos han
recuperado la fuerza que habían perdido la última vez que
lo vi. Ya no tiene ojeras ni tampoco luce cansado. Su
aspecto es igual al que recuerdo antes de que empezara
esta tragedia. Se me eriza la piel, pues, por más que lo
desprecie ahora, es difícil borrar de la noche a la mañana lo
que me hizo sentir.
—¿Cómo te encuentras hoy, cielo?
—Después de que me arrastraran hasta aquí y me
separaran de mi familia, ¿cómo cree que estoy, majestad?
—No me esfuerzo por ocultar mi hostilidad.
—No me dejaste otra alternativa.
—¡Está mal de la cabeza! ¡Mire lo que ha hecho! Ha
enviado a mi amigo a la guerra y ha traído a cientos de
jóvenes solo por una tontería.
—Lo que siento por ti no es una tontería —dice con enojo
—. Y a partir de ahora te queda prohibido hablar de tu
soldadito.
—No es mi soldadito. ¡Se llama Willy! —alego, frustrada.
—Lo mejor será que hablen en un lugar privado —nos
aconseja Atelmoff al ver que nuestra conversación ha
subido de volumen, llamando la atención de las demás, que
observan la escena en silencio.
—Tienes razón —afirma el nuevo rey, ajustándose la
chaqueta—. Acompáñame, Emily, ya tengo tu habitación
preparada.
Claro, era de esperarse que tuviera las cosas listas para
mi encierro. Todos saben que lo último a lo que he venido
aquí es a trabajar.
—Esto es un secuestro y lo único que gana al expedir ese
decreto es que parezca legal.
—Puedes verlo desde el punto que quieras. Para mí lo
único importante es que te tengo enfrente. Donde yo esté,
tú estarás. Recuérdalo.
Me quedo sin palabras ante su declaración. ¿Acaso no se
da cuenta de que esto no es amor?
—¿Y estas jóvenes? ¿Va a arrastrarlas con nosotros?
Déjelas ir.
—Si eso quieres… —dice con una calma irreal—. Haré lo
que tú ordenes. —Camina con lentitud hacia las mujeres
que esperan en el palacio. Muchas lo miran con anhelo,
mientras que otras solo desean regresar a sus hogares—.
Señoritas —habla con tanta seguridad que hasta parece que
hubiera tenido el discurso preparado—, la joven Emily
Malhore ha tomado la decisión de sacrificarse y quedarse en
su lugar. Piensa trabajar arduamente solo para que ustedes
puedan volver con sus familias.
Algunas de ellas suspiran con alivio y otras lucen
enojadas, pero no me importa, prefiero que se vayan lo
antes posible. Después de una hora, todas las jóvenes,
incluida Rose, regresan a sus casas. Sabía que ninguna
duraría demasiado. Él me quería retener solo a mí y ya lo ha
logrado.
—No voy a quedarme aquí por mucho tiempo —le
advierto.
—Sempiterno —dice con una sonrisa, mirando el collar
que cuelga de mi cuello y que no soy capaz de quitarme. La
promesa grabada en la joya me quema la piel—. Estás
molesta conmigo, lo entiendo, pero lo resolveremos —
asegura con serenidad—. Tendremos mucho tiempo juntos.
Es una locura presenciar cómo un amor que parecía tan
sincero se ha convertido en algo tan siniestro. Entre el poder
y el amor hay una línea peligrosa que Stefan ya cruzó. Y
ahora no soy nada más que su prisionera. Hemos perdido el
respeto de lo que una vez creamos y solo me queda
preguntarme qué me depara mi nueva vida en el palacio.

***

Mi primera noche aquí ha resultado desastrosa y solo he


podido dormir cuatro horas. Cuando despierto, dos chicas
están junto a la puerta, mirándome con amabilidad. Una es
más joven que la otra.
—Buenos días, señorita —dice la mayor—. Soy Leslie y
ella es Christine, somos sus doncellas.
Lo que me faltaba. Seguro estarán persiguiéndome de
arriba abajo como unas sombras. Me atrevo a asegurar que
es una excusa de Stefan para tenerme vigilada.
Intento prescindir de sus servicios y ellas insisten con lo
que ya suponía: es una orden del rey. Si no puedo
deshacerme de ellas, entonces tendré que sacarles
provecho, así que empiezo, pidiéndoles que por favor me
traigan el periódico de hoy. Ambas asienten, pero solo una
de ellas es la que abandona la habitación.
Mi alcoba es todo un lujo. La cama es gigante y me
siento perdida sobre el colchón. Los muebles son finos y
cómodos, las mesas de caoba relucen y las alfombras
mullidas son suaves. Observo en silencio cómo Christine se
pierde en lo que parece ser un armario que contiene mi
maleta y un montón de vestidos más. Me levanto y voy
hasta ella. Se encuentra acomodando en el perchero las
prendas que jamás pensé usar y que ahora están
disponibles para mí.
—Querida, ¿estás aquí? —Escucho a Atelmoff al otro lado
—. Me informaron que pediste ver el periódico. —Salgo a su
encuentro y asiento, extendiéndole la mano para que me lo
entregue, algo que lo hace dudar—. ¿De verdad quieres
verlo? Yo te lo puedo resumir. —Parece que quiere
protegerme de las horribles palabras que seguro han
lanzado hoy—. Se ha corrido el rumor en todo Mishnock de
que Stefan hizo ese revuelo para retenerte.
—No es un rumor, es la verdad absoluta.
—Sí, pero las personas lo ven como si Stefan hubiera
perdido la cordura por ti. —Me quedo en silencio, pensando.
Puedo entender por qué las personas opinan eso, pues es
justo lo que yo deduciría—. El pueblo está convencido de
que tienes en tus manos al próximo rey de Mishnock —
agrega.
—Es él quien me tiene en sus manos. Yo soy la prisionera
—comento.
—Emily, no hay peor prisión que amar a una persona y
no tener la libertad para hacerlo.
—Él hizo su elección… —le recuerdo e ignoro sus intentos
por aplacar la situación—. ¿Podrías mostrarme el periódico,
por favor?
Suspira antes de pasármelo: «El rey Stefan es incapaz de
alejarse de su primer amor».
El reportaje es inmenso, detallado y debo admitir que
mucha de la información es cierta.

AL PARECER, EL MONARCA DENAVRITZ YA HA ENCONTRADO A UNA MUJER


PARA CONVERTIRLA EN NUESTRA REINA; SIN EMBARGO, NO HA SIDO CAPAZ DE
DEJAR A UN LADO A LA PLEBEYA MALHORE, QUIEN AHORA RESIDE EN EL
PALACIO A CAUSA DEL DECRETO 343, EXPEDIDO HACE POCO MÁS DE UN DÍA.
ELLA HA SIDO LA ÚNICA JOVEN EN TODO MISHNOCK QUE FUE SOMETIDA A
CUMPLIR LA ORDEN.

SE RUMORA QUE EL NUEVO SOBERANO HA PERDIDO LA CABEZA POR LA


HIJA DE LOS FAMOSOS PERFUMISTAS HASTA EL PUNTO DE LLEVÁRSELA A VIVIR
AL PALACIO SIN IMPORTARLE QUE EXISTA UN NUEVO COMPROMISO. ¿SERÁ
ACASO UNA ESTRATEGIA DEL REY STEFAN PARA TENERLA A SU LADO?
¿ESTARÁ SU FAMILIA DE ACUERDO CON LA DECISIÓN? ¿QUÉ OPINARÁ LA
FUTURA REINA SOBRE ESTO? PERO, AÚN MÁS IMPORTANTE, ¿QUÉ PAPEL JUEGA
LA PLEBEYA DE LOS PERFUMES EN EL CORAZÓN DE SU MAJESTAD STEFAN?
NO HAY DUDA DE QUE EMILY MALHORE ES EL PERFUME DEL REY.

Ahora soy eso: el perfume de un hombre obsesionado, una


pieza de la cual no puede deshacerse. Me siento expuesta
ante el pueblo, que seguramente se mofará y hablará de mí.
Vencimos muchos obstáculos, pero al final fue él quien nos
estuvo conduciendo directo al abismo.
—No diré que es igual a su padre, porque Silas es el peor
hombre sobre la Tierra, pero parece que la demencia corre
en la familia —suspiro, sobrecargada de rabia después de
leer la nota periodística.
—Claro que no, Stefan, a diferencia del rey Silas, está
haciendo lo posible por acabar con este enfrentamiento. —
Lo miro con incredulidad, pero lo insto a continuar—. Hay
una reunión preparada dentro de una hora con Magnus
Lacrontte. Es más, ya debe estar llegando.
Abro la boca y la cierro de inmediato al escuchar la
mención del amargado. ¡No puede ser! Otra vez estaremos
compartiendo el mismo espacio, otra vez esa fuerza
inexplicable que nos atrae. Parece que todos mis males se
juntan. Primero, la nota en el diario y, ahora, la visita del rey
Lacrontte.
—¿Puedo ir contigo a esa reunión?
—No lo sé. Es algo del consejo de guerra. Si te llevo,
tendrás que quedarte en el fondo de la sala. Ya sabes que
Magnus es demasiado paranoico con este tipo de asuntos.
No podrás intervenir, refutar o siquiera moverte. Tendrás
que ser como una estatua, Emily.
—Lo prometo. Me comportaré —digo sin estar muy
segura.

***

A la hora indicada, el palacio se llena de guardias


lacrontters, repitiendo la misma rutina de seguridad que vi
una vez: dúos de guardias con una sola arma. Llegamos a la
sala en la que se reúne el consejo de guerra. No había
estado antes aquí y parece un salón de debates que espera
la llegada de dos bandos enemigos. Las sillas están
distribuidas formando un rectángulo, alejando los últimos
lugares del centro, donde los tronos están enfrentados.
Stefan aún no está presente y, mientras Atelmoff me
conduce hasta el último sitio, veo las miradas inquietas de
todos los hombres, que se preguntan qué hace una mujer
aquí.
Entonces el rey regente de Mishnock hace acto de
presencia. Toma asiento en el trono dispuesto para él y se
acomoda en silencio. Ni siquiera se imagina que yo estoy
allí y espero que nadie se lo informe. Atelmoff se despide de
mí y va al lado de Stefan, como le corresponde, dejándome
escondida.
Los murmullos van de un lado a otro. Todos hablan,
discuten o planean qué puntos se discutirán esta tarde. Los
hombres caminan, conversan, se acercan a Stefan y
vuelven a sentarse. Lo sorprendente es que cuando las
puertas del salón se abren, aquellos que aún estaban en pie
se apresuran a sus puestos y guardan silencio. El rey
Magnus camina por el centro de la habitación. Es como si
alguien les hubiera robado la voz. Quizás es temor o
respeto; cada persona se mantiene estática mientras las
fuertes pisadas del monarca enemigo retumban en el lugar.
Su altura es intimidante y su porte y actitud son como de
águila al acecho. Es consciente de su poder y no duda en
exhibirlo frente a todos.
Usa su típico traje oscuro de chaleco, que contrasta con
el cabello rubio que se deja ver bajo la corona de oro y
rubíes que porta en la cabeza. Sus gélidos ojos verdes no
observan a nadie cuando avanza con su personal. A su
espalda está el señor Francis, así que me encojo en la silla
para que no me vea.
—Rey Magnus, gracias por aceptar la invitación —lo
saluda Stefan con una pequeña inclinación de cabeza.
—Denavritz —le responde sin más, como si estuviera
aburrido o lo hubieran obligado a venir aquí. Ambos
enemigos están sentados frente a frente, mirándose con
atención, esperando un movimiento del otro, una señal, una
equivocación que les permita demostrar su superioridad—.
Cuando me enteré de la noticia no podía creerlo. ¿Tú de rey
regente? —bufa—. Es insólito. ¿Tanto me teme tu padre
como para huir y dejarte a cargo de un reino que
seguramente no sabes manejar?
—No hemos venido aquí a hablar de mí —contesta
cortante.
—¿Y entonces de qué? Habla de una vez porque no tengo
tiempo que perder. Y espero que no menciones nada
respecto a tu tío. —Le lanza una mirada penetrante.
—De acuerdo —accede—. Como ya te habrás enterado,
el barón Dominic Russo ha sido decapitado.
Recordar qué tipo de muerte recibió el padre de
Valentine me revuelve el estómago.
—La cabeza que enviaron me lo dejó muy claro. —La
indiferencia en su voz mantiene en silencio a toda la sala.
—Es usted un despiadado —dice un hombre del consejo
de guerra de Mishnock.
—¿Me llamas despiadado cuando estás apoyando a un
Denavritz? —discrepa el rey de Lacrontte—. Ustedes buscan
la paz y, pese a ello, se alían con otra nación para que les
dé armamento y soldados. Suena muy contradictorio, ¿no lo
crees, Denavritz? —Stefan palidece. Está claro que se ha
enterado de la ayuda que Cristeners le ha brindado a
Mishnock—. ¿Pensaste que no me enteraría de tu trato con
los Wifantere? —pregunta ante el silencio con una sonrisa
de satisfacción en el rostro.
—No nos dejaste otra opción —se defiende. Al parecer
esa es su frase favorita de estos últimos días—. Así como
tampoco se la dejaste a Plate y a Grencowck.
Casi puedo ver la burla en el rostro del lacrontter. Él sabe
perfectamente que Stefan está asustado y se aprovecha de
ello, lo disfruta, pero no dice nada al respecto. Es un hombre
cauteloso y, sin duda alguna, un gran estratega.
—Con Plate no tuve nada que ver. Sus malos manejos los
llevaron a la quiebra. Y con respecto a Grencowck, bueno,
ellos tenían oro y a mí me gusta el oro. Si hay algo que
quiero, lo obtengo. —Tamborilea los dedos sobre el brazo
del trono.
—Sabes bien de lo que hablo. Ese robo llevó a que Aldous
quisiera unirse a Plate para sobrevivir.
—La muerte del príncipe Angust no fue mi culpa. Luego
Aphra renunció y, como no hubo matrimonio con los
Wifantere, sabían que su mejor opción era aceptar el trato
de Sigourney y formar un solo reino. No fui yo quien
presionó a los Griollwerd para que aceptaran, fue su
Parlamento —explica el rey Magnus, como si su interlocutor
no fuera lo suficientemente inteligente.
¿Estoy escuchando bien? ¿Plate y Grencowck ahora
forman un solo reino?
—Ahora Sigourney va a controlar todo lo que entra y sale
—dice Stefan y noto la preocupación en su voz. Es incapaz
de disimularla.
—Creo que lo que temes es que Mishnock caiga como
Plate, que pierdas el título y termines siendo un simple
noble como los Griollwerd. Te aseguro que cuando ese
momento llegue, no podrás negociar conmigo —sentencia,
tan convencido que hasta podría creer que es capaz de ver
el futuro—. Te desterraré.
—Sé que tu ejército ha estado entrenando el triple, así
que deduzco que pretendes hacerte más poderoso y llevar
más lejos esta guerra.
—Impresionante. Qué gran capacidad comprensiva tienes
—comenta con ironía—. Y si de hacer la guerra más grande
se trata, comunícale a tu prometida Lerentia que está
siendo partícipe de una lucha que no le corresponde.
Esa declaración me causa una punzada en el corazón.
Todavía no me acostumbro a la idea de que el hombre al
que quiero esté comprometido y que pronto vaya a casarse
con alguien por quien juró no estar interesado. Es la burla
más grande a la que he sido sometida.
—¿Estás amenazando al reino de Cristeners? —la
pregunta de Stefan me devuelve a la realidad.
—¿Acaso no es obvio? Confiaba algo en tu inteligencia,
pero veo que es un caso perdido. No tienes lo que se
necesita para ser un soberano —comenta.
—El reino de Cristeners no va a retirarnos su apoyo.
—Entonces no me hagas perder el tiempo. ¿Quieren que
sea el malo? Bien. Seré un villano memorable. Recuerda mis
palabras, Denavritz.
El rey Magnus se levanta y su capa ondea en el aire por
la fuerza de sus movimientos. Sale con pasos de plomo sin
mirar atrás y todo su gabinete lo sigue.
—Esto fue un fracaso —asegura Stefan, masajeándose
las sienes—. Se levanta la sesión. Pueden retirarse. Ahora
no quiero hablar con nadie.
Él también se pone de pie y emprende la marcha. El
resto del consejo lo sigue y la sala queda casi vacía.
Atelmoff se queda y me busca cuando es seguro.
—¿Tú lo sabías? —pregunto sin rodeos, refiriéndome a la
noticia de la princesa Wifantere.
—Entenderás que no me correspondía a mí decir nada al
respecto —dice.
—¿Y el rey Gregorie?
—Han terminado su relación y compromiso. Cristeners
ahora es enemigo de Cromanoff y, como puedes ver, de
Lacrontte.
No pregunto nada más. El dolor y la decepción me
sobrepasan. No entiendo mucho de política, pero sí de
traición y engaños. Stefan estuvo jugando conmigo desde el
principio.
—Señor Klemwood —un guardia mishniano entra a la
sala y me mira con sospecha, aunque por fortuna no
comenta nada—, lo solicita un guardia lacrontter.
—Aguarda aquí —me pide y sale en compañía del
custodio. Espero unos minutos hasta que Atelmoff regresa
con una hoja en la mano y una sonrisa pícara en el rostro—.
Magnus me ha dejado esto. —Me muestra el papel.
Me paralizo al pensar que haya notado mi presencia en la
reunión.
—¿Por qué te envía cartas? —cuestiono, extrañada.
—Porque en secreto nos amamos —replica, usando el
mismo sentido del humor que maneja el monarca enemigo
—. Sin importar cuán increíble suene, no nos llevamos tan
mal cuando se trata de temas que no incluyen política o la
guerra. Léela rápido antes de que la rompa y la queme.
Tomo el papel y leo las líneas escritas sin poder dar
crédito alguno a lo que veo: «Necesito que encuentres a una
joven llamada Emery Naford. Metro y medio, ojos marrones,
castaña, cercana a los Russo y completamente
desagradable a la vista. He de recordarte que no te pido
discreción, sino que te la exijo».
—¿Cómo sabes que se trata de mí? —inquiero.
—¿Acaso se te olvida que descubrimos la carta que le
enviaron al difunto barón Russo? —Enarca una ceja,
mirándome—. Lo que me causa curiosidad es saber qué
hiciste en Lacrontte para que el rey te esté buscando.
Sonrío. Esa es mi primera reacción, pero de pronto algo
más se me ocurre y el gesto alegre desaparece.
—Si el rey Magnus quiere encontrarme, seguramente
también puede ayudarme, ¿no lo crees? Podemos enviarle
una carta explicándole la situación y quizás quiera venir a
sacarme de aquí.
—¿Crees que hará algo así después de que le mentiste
sobre tu identidad?
Puede que tenga razón. Recuerdo haberlo escuchado
decir que lo que aborrecía por encima de todo era que
intentaran verle la cara de estúpido. Soy consciente de que
cuando descubra quién soy en realidad, no querrá ni
hablarme, pero no pierdo nada con intentarlo.
—Me da igual. Enviémosle una carta. Yo misma la
redactaré esta noche y te la pasaré en la mañana. Por favor,
Atelmoff, ayúdame.
—Siempre supe que algo había pasado entre ustedes
cuando estuviste en Lacrontte —dice una voz y no es la de
mi acompañante.
El mundo se me cae al piso cuando veo a Stefan en la
puerta de la sala de reuniones con fuego en sus ojos.
—No es lo que estás pensando —Atelmoff sale en mi
defensa.
—Ah, ¿no? ¿Qué tienes en la mano, Emily? Déjame verlo.
—Extiende el brazo a medida que camina hacia nosotros.
—¿Qué hace aquí? —cuestiono, escondiendo el papel
detrás de mí.
—Soy el rey, ¿se te olvida? Los guardias están
pendientes de todo lo que ocurre aquí y tienen la obligación
de informarme de cualquier movimiento sospechoso.
¿Creíste que no lo notaría, Atelmoff? —Ahora lo mira a él—.
¿Que no me informarían que un custodio lacrontter te dio
algo?
—Es una nota para mí, no para ella —intenta desviar la
atención en vano. No va a creerle.
—Entonces, ¿por qué la tiene Emily en las manos? No soy
estúpido, así que no me mientas. Mi instinto nunca me ha
fallado, y desde que regresaste —me señala con enojo—
hablando bien de un hombre del que antes solo
despotricabas, supe que algo había ocurrido entre ustedes.
Por última vez, dame ese papel.
—¡No voy a dárselo! ¡Déjeme en paz! Entienda que no lo
quiero cerca, que me está lastimando. —Se me quiebra la
voz con la última línea, pues estoy cansada de pelear con
un hombre que no es capaz de entrar en razón.
Él suspira, derrotado y afectado por lo que acabo de
decirle. Baja la mirada, herido, y admito que me duele verlo
así, pero no me arrepiento de nada de lo que he dicho.
—¿Eso es lo que quieres? —pregunta, devolviéndome la
mirada—. Pues te lo daré. No me verás, pero pondré
guardias para que te vigilen cada minuto. No vas a escapar
de aquí y yo me encargaré de ello.
—Basta, Stefan —interviene Atelmoff—. Te estás
comportando de forma irracional.
—Tú no me hables. Sirves de mensajero para que estos
dos se manden cartas aun cuando eres la persona en la que
más confío.
—Lo único que hará es que lo desprecie más —hablo con
el corazón roto.
—Todavía existe la posibilidad de que comprendas por
qué nos encontramos ahora en esta situación… y estando
lejos no podremos hablar. Solo te pido paciencia, nada más.
No haré nada que tú no quieras, no sobrepasaré los límites y
no te violentaré de ninguna manera, pero necesito que te
quedes a mi lado. Eres lo único que me mantiene cuerdo.
—Permítame discrepar, su majestad —digo por lo bajo.
—Voy a hacer una excepción solo por hoy y porque sé
que todavía no nos adaptamos a esta nueva vida. Te irás a
tu habitación y harás pedazos esa maldita carta. No haré
que nadie busque entre la basura y junte los pedazos para
poder leerla, lo dejaré pasar. Sin embargo, me aseguraré de
que estés a kilómetros de Magnus Lacrontte. Él no te
merece...
—Y usted tampoco —espeto, molesta.
—Bueno, tendremos mucho tiempo para averiguarlo.
49

Los días transcurren tan lento que parecen diseñados para


torturarme. Estoy encerrada la mayoría del tiempo, solo me
muevo para ir a comer y mis únicas acompañantes en esta
prisión de oro son las doncellas Christine y Leslie. Ni
siquiera Atelmoff puede venir porque Stefan le ha prohibido
verme.
Aún no concibo el hecho de que el rey Lacrontte haya
enviado una carta solicitando que me busquen. ¿Para qué
quiere encontrarme? ¿Acaso se arrepintió de dejarme ir y
quiere asesinarme? De cualquier forma, las doncellas me
informaron que Atelmoff ya le envió su respuesta diciendo
que no ha podido hallar a nadie con ese nombre, pues así se
lo ordenó el rey demente que ahora gobierna Mishnock.
Esta mañana me llegó una carta de Willy. Atelmoff me la
entregó a escondidas después de decirme que fueron mis
padres quienes la trajeron y que no pudieron entrar porque
tienen prohibido el paso durante el primer mes de mi
trabajo obligado. Es una regla estúpida de Stefan que me ha
hecho rabiar por horas.

Mi chica de las flores:


El primer día que llegué aquí te escribí, pero destruyeron
mi mensaje por lo que decía. No puedo contarte muchas
cosas, pues hay personas que se encargan de leer todas las
cartas para asegurarse de que nada confidencial sea
revelado y confiscan aquellas que incumplan con el
reglamento. Eso sucedió con la primera.
El campo de batalla es duro, aunque por ahora mi única
labor es transportar comida en carromatos por la mañana, a
lo largo de la línea fronteriza, para los soldados que se
encargan de custodiarla.
Debo informar que me encuentro bien. Aún no hemos
recibido ningún ataque por parte del reino de Lacrontte y, a
pesar de que las trincheras pueden ser incómodas, el precio
vale la pena por el bienestar de mi familia. Además, he
conocido a varios cristenses, así que creo que saldré de aquí
con muchos amigos extranjeros.
Espero que estés bien y feliz. Piensa en mí y envíame
buenos deseos.
Tu buen amigo,

WILLY MERNELS

No voy a negarlo. Saber de él me alegró un poco mi día gris.


—Señorita, rápido. Díganos que ya está vestida, por
favor. —Christine y Leslie entran a la habitación
apresuradamente.
—¿Qué sucede? —Salgo del vestidor con uno de mis
trajes, pues me niego a usar los que han confeccionado
para mí en este encierro.
—El rey Stefan y la princesa Lerentia, eso es lo que pasa.
Soy fuerte, lo juro, o al menos lo intento, pero soy
incapaz de fingir que no se me parte el corazón cuando
imagino que une su vida a otra persona.
—¿Ella está aquí? —pregunto con el ritmo cardíaco
acelerado.
—Así es. La vimos llegar al palacio hace un momento.
—¿Para qué me llaman, entonces?
No quiero verla ni a ella ni a Stefan. Se me empaña la
mirada y me siento en la cama, desolada. Ya sabía que
estaba comprometido y con quién; sin embargo, cuanto más
se acerca la realidad, más duele.
—No queríamos hacerla sentir mal, señorita Emily —se
disculpa Leslie—. ¿Quiere que le prepare un té para pasar el
mal rato?
—Confiésenme algo —les pido, ignorando su pregunta—.
¿Qué se dice sobre mí aquí en el palacio?
Las veo dudar, pero al final una habla.
—Dicen que usted es la amante del príncipe… bueno, del
rey Stefan —contesta Christine y su compañera le da un
codazo—. ¿Qué? Ella quería saber.
Me cubro el rostro con las manos ante el peso de
aquellas palabras. Pasé de ser su novia a que todos me
vieran como la amante que trajo a vivir a su palacio. No solo
me siento usada, sino humillada. ¿Cómo llegué a este
punto?
—No todos pensamos eso, señorita. —Leslie intenta
remediar lo que ha dicho su compañera—. No se aflija.
—Estoy aquí y acaba de llegar su prometida. Ambas
viviremos bajo el mismo techo. ¿Qué más podría opinar la
gente? —digo más para mí. La puerta suena y yo continúo
lamentándome—. ¿Atelmoff? —pregunto, esperanzada por
su presencia. Lo necesito, de verdad lo necesito.
—Lamento decepcionarte, pero no soy él. —Esa voz, que
antes me gustaba tanto y que me habría encantado
escuchar por el resto de mi vida, hace acto de presencia en
la alcoba. Es Stefan—. Buenos días, Emily, ¿podemos
hablar?
—¿Viene a decirme que ya llegó su prometida al palacio?
—replico, enojada.
El color abandona su rostro, pero intenta mantener la
compostura. Las doncellas salen de la habitación como si
intentaran huir de una avalancha al sentir la tensión del
ambiente. Habría preferido que se quedaran a
acompañarme.
—Solo venía a disculparme por no haber aparecido en
estos días.
—Eso no representa ningún problema para mí. Es más, lo
prefiero.
—Por favor, no seas hostil conmigo. Deja que me
explique.
—Lo sabía, ¿cierto? —suelto esa pregunta que traigo
atorada desde hace días—. La condición del reino de
Cristeners para brindarnos ayuda. Supo que debía casarse
con la princesa Lerentia desde el momento en que le
prestaron hombres y armas a Mishnock.
—No, por supuesto que no —se defiende en vano, pues
sé que miente—. Recuerda que en el bosque te dije que
desconocía cuál era el trato al que habían llegado. —Mi
silencio le dice mucho—. Emily, créeme, quería estar
contigo. ¿Qué querías que hiciera?
—¡Ser honesto y no seguirme ilusionando! —No pienso
caer en su palabrería nunca más.
—Te amo, Emily —susurra, y el mundo se hace trizas.
¿Es verdad o solo lo dijo por el furor del momento? No
mentiré, me habría gustado escucharle confesar aquello en
una situación más idónea, pero ahora no me produce nada.
El corazón se me acelera por la rabia que siento, por su
cinismo.
—¿Seguirá burlándose de mí? ¡Va a casarse! ¡Su
prometida acaba de llegar! —grito perdiendo la calma—. Me
dice que no soy lo suficientemente buena para estar en su
vida, que soy solo un pasatiempo, y ahora sale con esto. ¡No
creeré nada que salga de su boca! Solo espero que este año
pase rápido y poder marcharme de aquí para siempre.
—¿De verdad crees que vas a irte? —habla con tal
frialdad que me aterro—. Sí, el decreto dice que debes
trabajar durante un año, pero lo que se te olvida es que
decidiste ocupar el sitio de las demás. Pediste que se
fueran, así que tú tienes que cumplir el año de todas ellas.
—Me mareo y siento que el piso se abre bajo mis pies. Eso
es imposible. Ese no era el trato. Me cuesta respirar—.
Fueron unas quinientas jovencitas, Emily, haz el cálculo.
—¡Está enfermo si cree que voy a quedarme por tanto
tiempo!
—Despreocúpate. No viviremos tantos años, pero te
aseguro que todos los pasarás conmigo.
Esto es inconcebible. Quiero vomitar. No pienso
quedarme aquí por el resto de mi vida. No lo haré.
—Necesito aire —le aviso antes de salir corriendo de la
habitación rumbo a los jardines.
Intenta detenerme y, sin que me importen sus llamados,
me escabullo. Bajo rápido las escaleras, pero el destino
parece tener los peores planes para mí porque me
encuentro de frente con la princesa Lerentia. La mujer me
observa en silencio, como si tratara de recordar quién soy o
si alguna vez me ha visto. Ruego que no me reconozca, no
soportaría más humillaciones.
—¿Nos conocemos? —pregunta lo que ya esperaba.
Stefan llega hasta nosotras, ansioso.
—Sí, ya nos habíamos visto. —Le sostengo la mirada.
—¿Dónde?
—Eso no es importante ahora —interviene él.
—¿Por qué no lo es? —lo cuestiono y decido hacerlo sufrir
—. Nos vamos a ver muy seguido, es preciso que recuerde
quién soy.
—¿Nos veremos seguido? ¿Acaso trabajas aquí?
—Según el decreto expedido por su al… digo, su
majestad —me corrijo con ironía—, sí, trabajo en el palacio,
solo que hasta el momento no me han asignado ninguna
labor.
—¿A qué se refiere, Stefan? —Dirige su atención a él—.
¿Quién es esta? —pregunta ella con altanería—. No me
agrada en lo absoluto, quiero que se vaya.
—Es la señorita Malhore —replica él con un tono
defensivo—. Vive aquí y debo aclarar que tiene los mismos
derechos que nosotros.
—Debes estar jugando —se ríe sin gracia—. Seré la reina
y es obvio que no tenemos los mismos derechos.
—Entonces permíteme informarte que estás equivocada.
Es mejor que te acostumbres, Lerentia, porque nos
acompañará siempre.
No entiendo a qué viene este apoyo de su parte. No
necesito que me defienda de la maleducada princesa.
Además, se ahorraría todo este bochorno si me dejara ir.
—Ya dime quién es, no quiero averiguarlo por mi cuenta
—lo amenaza.
Entonces me doy cuenta de que ambos no se soportan.
Me duele saber que cambió nuestra relación por esta farsa.
Ella me observa como una niña malcriada. Sé que en
cualquier momento me recordará y no quiero estar presente
cuando lo haga. Por supuesto, no tengo suerte.
—Ya sé dónde te he visto —comenta con una sonrisa
después de unos segundos. ¡Por todas las flores del mundo!
¿Por qué me tienen que pasar estas cosas?—. Eras la novia
de Stefan, la de la gala benéfica —se ríe amargamente,
observándome de arriba abajo—. Mira cómo has quedado.
¿Cuál es tu propósito aquí?
—¿Por qué terminó su relación con el rey Gregorie? —le
pregunto, ignorando lo que quiere saber.
—Si no te he dado permiso para husmear en mi vida
privada, no lo hagas. Soy tu futura reina y tú eres mi futura
plebeya —espeta.
—Cuida tus palabras, Lerentia —le advierte Stefan.
—¿Por qué? Las princesas nacemos para ser reinas y las
plebeyas nacen para servir a las soberanas. ¿Entiendes
ahora tu papel? Y no es crueldad, es la realidad. —Prefiero
quedarme en silencio—. Permíteme dejarte las cosas claras,
Emily. Cuando te dije que Stefan me había invitado a salir
pude ver cuánto te afectó. Te dolía porque lo querías… o lo
quieres. En verdad ese no es mi problema. —Se encoge de
hombros—. Él y yo estamos aquí por un trato, no por amor.
Aun así, escúchame bien, jamás aceptaré que tenga una
amante.
—No entien…
—No he terminado de hablar —me interrumpe—. Apuesto
todas mis perlas a que Stefan es capaz de convencerte de
estar con él nuevamente. Al menos te hará dudar. Si quieren
verse a escondidas, adelante, pero si llego a enterarme o a
encontrarlos, te haré saber quién es Lerentia Wifantere,
pues mi nombre se respeta hoy y hasta el final de mis días.
No discuto porque tiene razón. Sé que Stefan puede
envolverme como lo hizo una vez, pues lo quiero y ese
sentimiento no se borrará tan fácil como una palabra en la
arena. Mucho menos teniéndolo tan cerca.
—Stefan —dice girándose hacia él—, sabes bien que las
estrategias levantan naciones, pero las alianzas las
mantienen en pie. Te tolero porque estoy obligada a hacerlo,
así que mantenme feliz. Bastará una carta a mi padre para
que esta unión se complique. Ya sabes que terminarás
perdiendo.
—La balanza no se inclina a tu favor, Lerentia, así que no
me amenaces.
—Serás tú quien pierda más —espeta—. No quiero a tu
juguete cerca. Diviértete con ella a escondidas si eres tan
osado como para hacerlo.
Tiene razón. No soy más que la obsesión de un hombre y
ahora también el centro de humillaciones de una princesa.
Sin embargo, me niego a permitir que ambos me pisoteen.
Debo buscar la forma de salir de aquí a como dé lugar y huir
lo más lejos que pueda para que nunca me encuentren.
—Me retiro —aviso y ofrezco una reverencia con la
dignidad herida.
—No. Ya es hora de almorzar y quiero que vengas al
comedor con nosotros —indica Stefan con tanta naturalidad
que parece desconectado del mundo. ¿No se da cuenta de
lo que acaba de pasar?
—El Decreto Real 343 dice que he venido al palacio a
servir, no a sentarme a la mesa con mis monarcas, y no
pienso incumplir esta regla. Les deseo una hermosa tarde —
me despido con el alma acongojada.
Reprimo el llanto mientras corro de vuelta a mi
habitación, pidiéndole en el camino a un guardia que vaya
en busca de Atelmoff. Me dan igual las prohibiciones de
Stefan al respecto. Debo escapar de aquí y él será la llave
que abrirá la puerta hacia mi libertad.
Al llegar, voy directamente al baño para lavarme la cara,
aún negándome a llorar. Miro en el espejo mi imagen triste
y mis ojos vidriosos mientras aprieto los labios para
mantener mi promesa.
—Querida, ¿te encuentras aquí? —Escucho al consejero
unos minutos más tarde y corro hacia él—. ¿Qué ha pasado?
—Se preocupa al ver mi estado.
—Quiero irme de aquí, Atelmoff. Necesito huir. No soy
capaz de vivir toda mi vida encerrada bajo la sombra de
Stefan y menos si está casado con una mujer que sabes que
me hará la vida imposible.
Me lleva hasta el otro lado de la habitación y abre los
ventanales, dejando que el ruido de la tarde entre a la
alcoba y camufle nuestras voces.
—No puedes ir por ahí diciendo esas cosas. Los guardias
van a escucharte y le dirán a Stefan. Además, lo que
propones es imposible.
—No lo es. Necesito tu ayuda —le suplico.
—¿Cómo piensas que podré hacer algo? No hay
escapatoria. Stefan dio la orden de no dejarte salir del
palacio y la única persona autorizada para levantar esa
orden es él mismo. Si por alguna casualidad lograras salir,
te buscaría por todo Mishnock hasta dar contigo. Está muy
aferrado a ti.
Un escalofrío me recorre la espalda.
—Querrás decir obsesionado. —Atelmoff asiente—. ¿Y si
me voy de Mishnock? A otro reino —propongo.
—Supongo que te refieres a Lacrontte o a Cromanoff. —
Ese último sería una buena opción. El rey Gregorie dijo que
las puertas estaban abiertas para mí—. No importa a dónde
sea, Emily, te descubriría y no podrías ni siquiera cruzar la
frontera. Todo el mundo te conoce, saliste en el periódico.
—¿Y si no salgo de manera legal? —pregunto, dándole
voz a la loca idea que surge en mi mente.
—¿A qué te refieres?
—Al bosque Ewan —revelo y siento una chispa de
esperanza en mi interior—. Sé que muchos mishnianos,
platers e incluso grencianos pasan por ahí hacia Lacrontte.
—Es una caminata de días, Emily… y no todos la
completan —me recuerda lo que ya sé.
—Lo intentaré, lo juro. Haré cualquier cosa por ser libre.
—¿Segura? —Veo su duda, pero asiento—. Y cuando
estés allá… ¿qué?, ¿cómo vas a sobrevivir?
—Buscaré un trabajo —le explico—. Por eso no te
preocupes, yo sabré defenderme. Solo ayúdame a lograrlo.
Atelmoff suspira y camina de un lugar a otro de la
habitación. Sé que ayudarme implica traicionar a su rey,
pero noto que quiere hacerlo. Quiere sacarme de aquí.
—Óyeme bien. No hay manera de que te escapes
estando aquí —dice por fin—. Tendrás que buscar la forma
de que Stefan te saque del palacio. Cuando estés en la
calle, te fugarás.
—¿Cómo haré eso? —Estoy emocionada, pero esa táctica
no parece la mejor—. Si salimos a alguna parte, él llevará
guardias.
—No a todas partes… —Me lanza una mirada cómplice y
espera que la entienda.
Claro, en todos nuestros encuentros en el bosque Ewan
jamás nos vigilaba nadie.
—Tendrás que dormirlo para poder huir. —Intento hacer
preguntas, pero él me calla—. Compraré algún somnífero y
tú tendrás que buscar la manera de ponerlo en su bebida.
—¿Por qué llevaríamos licor al bosque Ewan?
—La coronación. Esa es tu única oportunidad. —Y allí lo
entiendo. Lo invitaré a celebrar su coronación al bosque
Ewan, le daré el somnífero en alguna copa de vino y
después emprenderé el camino para escapar de Mishnock
—. Buscaré a un guía y haré que espere entre las sombras
del claro por ti. Una vez tengas la oportunidad, te irás con
él. Deja esa parte del plan en mis manos. Por ahora, debes
actuar con normalidad para que Stefan no sospeche nada.
—Tenemos un trato.
Lo haré. Me escaparé. Le demostraré al mundo que no
soy simplemente una plebeya inocente, sino que soy una
mujer arriesgada que forja su futuro a su antojo. Nada va a
detenerme, ni una corona, ni las paredes de un palacio.
Shelly me enseñó a luchar y le demostraré que fui su mejor
aprendiz.
Al parecer, el rey Magnus Lacrontte no tendrá que
buscarme demasiado. Yo misma volveré a su reino para ver
esos crueles ojos verdes una vez más.
AGRADECIMIENTOS

La página de agradecimientos es tal vez la más difícil de


escribir porque hay mucho que decir y poco espacio. Así que
lo resumiré todo en varios gracias del tamaño del Sol.
Gracias a Dios, por la imaginación, y a Brenda, mi madre,
por estimularla con los libros de cuentos que me compró
cuando ni siquiera había aprendido a leer, y por confiar en
mí a pesar de que algunas veces ni yo misma lo hago.
Gracias a Anabel, Crystal, Jessica, Laura, Mariannys,
Nicoll y Yoly por creer en esta historia desde que solo tenía
un par de capítulos y por ayudarme a hacerla crecer; por
todo el tiempo que han invertido en ella y, sobre todo, por el
cariño que me han brindado y que espero haber
correspondido de la mejor manera.
Gracias a Rebeca, por ser un ser de luz y por enseñarme
que soy capaz de demostrar más afecto del que me
gustaría.
Gracias a Yoli Jiménez por estar conmigo desde el otro
lado del Atlántico y por alegrarme los días con sus increíbles
ilustraciones; tienes muchísimo talento.
Gracias a Luz Karime por lanzarme un salvavidas cada
vez que me ahogo en los terribles escenarios que crea mi
cabeza, por hacerme reír y por escuchar todas mis ideas
fantásticas y las que no lo son tanto.
Gracias a mis editoras, Carolina e Isabela por tener la
paciencia del tamaño de Júpiter, por su guía y todos los
conocimientos que compartieron conmigo. Y a Álvaro,
porque supo cómo ilustrar mi imaginación.
Y gracias a ti, lector de cualquier parte del mundo, por
amar esta historia desde que estaba en la plataforma hasta
ahora que está en tus manos, por cada mensaje lleno de
cariño, cada publicación o comentario, por querer a mis
personajes y defenderlos incluso de mí. Y a los nuevos,
también gracias por aventurarse a lo desconocido conmigo.
Espero que sea un buen viaje.
«No jures por
un corazón que
no es el tuyo.
Nunca sabes
qué pasa en
realidad dentro
de él ni cómo
reaccionará en
un futuro».

Karine Bernal Lobo


(1998, Valledupar, Colombia)

Se inició como escritora en la plataforma Wattpad durante


un paro universitario en 2019, mientras cursaba la carrera
de Psicología, como medida para aprovechar el tiempo libre.
Su primera obra es la Saga Rey, nacida del amor que siente
desde pequeña por las historias de monarquías y los
mundos de fantasía que descubrió leyendo los cuentos de
los Hermanos Grimm. Gracias a que creó un universo fiel a
su imaginación, ha fortalecido una comunidad de lectoras
con las que todos los días está agradecida.

TW: @karinebernal
IG: @karinebernal
Backstage
Ocampo, Angie
9786280001869
422 Páginas

Chelsea Cox parece tenerlo todo: es la popstar más famosa


de su generación, tiene una voz única y Matthew, su novio,
es guapo y talentoso. Aparentan ser la pareja ideal, pero
pocos saben que detrás del brillo de la fama se esconde una
relación tóxica y una peligrosa adicción a las drogas.
Silenciosamente, esta adicción lleva a Chelsea a perder a la
única persona que la ha visto sin su máscara… y también a
perderse a ella misma. Sin embargo, una noche, cuando ya
la esperanza la ha abandonado, aparece él. Él, con sus ojos
verdes. Él, con su fama de ser el beisbolista de la década.
Él, quien está a punto de perderlo todo. Isaac. Un hombre
dulce y paciente que, mientras lucha con sus propios
demonios, lo dará todo por ella. Después de una intensa
atracción, de soñar con ser libre y de tener su vida llena de
miles de rosas amarillas, Chelsea intentará descubrir quién
es ella cuando ya no hay paparazis, quién es realmente
cuando está en su backstage. Esta novela, que ha
conquistado a más de dos millones de lectores en Wattpad,
llega a todas las librerías en formato físico con cambios en
la historia, nuevos capítulos y un epílogo conmovedor e
inolvidable.
Diario de una cabra
Quiroga, Karim
9786287595026
162 Páginas

Con 25 años, Conchita está iniciando una nueva etapa de su


vida: acaba de mudarse a otra ciudad, tiene un trabajo
intenso, una vida sexual plena y lo que parece ser un futuro
brillante. Pero entonces… ¿por qué esas ganas tan
abrumadoras de huir cada vez que hay un asomo de
estabilidad? ¿Tendrán algo que ver con el deseo pulsante de
vivir de la literatura, de la poesía que se desborda con tan
solo tocarla un poco? Diario de una Cabra es un viaje a
través de 11 años de suspiros eróticos, anhelos
inalcanzables y escapadas intermitentes de una mujer
consumida por las letras y los orgasmos, siempre en
búsqueda de aquella siguiente aventura, aquel encuentro
definitivo que le dará sentido a su existencia. Con una prosa
poética, Karim Quiroga logra conectar la angustia
característica del inicio de la adultez y la independencia con
la satisfacción efímera, pero abrasadora, del placer sexual.
El milagro metabólico
Dr. Carlos Jaramillo
9789584276988
358 Páginas

A todos nos gusta comer. Pero lo hacemos mal y cada día


peor. Engañados por la industria alimentaria, la publicidad,
las fake news gastronómicas y los consejos nutricionales de
la tía Bertha, con cada bocado tomamos decisiones nefastas
que nos enferman, nos engordan y nos roban energía.
¿Cómo detener esta espiral? ¿A quién creerle y a quién no?
¿Cómo cambiar de hábitos sin volvernos rígidos y aburridos?
En este libro, el célebre doctor Carlos Jaramillo ofrece
respuestas contundentes a esas preguntas y plantea que la
clave para un peso óptimo y una salud plena está en el
metabolismo. Entender qué es, cómo opera y qué podemos
hacer para que funcione a nuestro favor es fundamental, y
es lo que el lector conseguirá en estas páginas.
COMO
Dr. Carlos Jaramillo
9789584297471
632 Páginas

COMO es una guía clara y completa para que el alimento se


convierta en su mejor medicina, porque la decisión de
comer sano no es tan complicada y costosa como usted se
imagina. De la mano del Dr. Jaramillo —médico funcional,
experto en metabolismo, nutrición y bioquímica—, podrá
entender cómo balancear su dieta, leer etiquetas para elegir
mejor sus alimentos, ayunar sin temores, desinflamar su
cuerpo; ejercitarse, recuperarse, ganar masa muscular y
más años de vida; hacer un mercado que no lo deje en la
quiebra y que realmente nutra a su familia, y ver que
cocinar sano y rico es posible. Encontrará la respuesta a
muchas de las preguntas que se ha hecho: ¿Cómo COMO
bien? ¿Qué COMO? ¿Cuánto COMO? ¿Cuándo COMO?
¿Cuándo no COMO? ¿Para qué COMO? Este es un libro para
todas las personas que quieran aprender a comer bien,
porque comer por comer, solo para llenar el estómago, es el
peor daño que le puede hacer a su salud. Cada bocado de
comida que lleva a su boca será una información valiosa o
peligrosa para su organismo. Por eso debería convertirse en
un experto de su propia nutrición y así aprender a elegir
bien, a conciencia y evitando todo aquello que pueda
enfermarlo.
Mi vida y mi carcel con Pablo
Escobar
Henao, Victoria Eugenia
9789584274427
560 Páginas

Cuando conoció a Pablo Escobar, con solo trece años,


Victoria Eugenia Henao ignoraba que su vida estaba a punto
de convertirse en una pesadilla terrible, y que jamás
dejarían de señalarla con el dedo por ser la mujer con la que
se casó y tuvo dos hijos el mayor narcotraficante de todos
los tiempos. Para este libro, y durante dos años, la viuda de
Escobar se ha sumergido en su memoria y ha recordado
cada uno de los horribles episodios que vivió con quien, a
partir de 1982, asoló a Colombia con una estrategia de
terror en la que cabían asesinatos de políticos, periodistas y
defensores de derechos humanos, mientras seguía
inundando el mundo de cocaína. Nunca hasta ahora un
testigo tan cercano de la vida de Escobar había examinado
sus actuaciones en diversos frentes. ¿Cómo fue la guerra
que lo enfrentó al cartel de Cali y al Estado colombiano?
¿Hasta qué punto se relacionó con los paramilitares? ¿Cómo
vivió ella las continuas infidelidades de su marido? ¿De qué
forma convirtió el arte en su vía de escape? ¿Cómo fueron
los últimos años de Escobar, desde estuvo encerrado en La
Catedral hasta su asesinato? Y sobre todo: ¿qué fue de su
familia tras la muerte del narco?

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