Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Práctica 1. Empleo
Es decir, si bien es cierto que contar con un empleo sigue siendo la mejor forma de acceder a
una situación de integración, la precariedad del mismo nos está conduciendo a un escenario
en el que trabajar ya no es sinónimo de inclusión.
La mitad de las familias en las que hay un empleo no disfrutan de una situación de integración
plena, lo que evidencia una calidad del empleo insuficiente para cubrir las necesidades de los
hogares.
FOESSA
El mercado laboral español presenta desde hace años unas características propias entre las
que destacan: un elevado nivel de desempleo que se mantiene incluso en los períodos de
crecimiento, y una elevada precariedad laboral en sus distintas dimensiones:
Jornada parcial indeseada, es decir, personas a las que les gustaría trabajar más horas,
pero no encuentran dónde, viendo así vulnerado su derecho a trabajar una jornada
completa, con lo que eso significa a nivel de realización personal, pero sobre todo de
ingresos y el bienestar y comodidad que, en este sistema, vienen asociadas a ellos.
Contratos de corta duración (temporales), en lugar de contratos indefinidos, con lo
que ello conlleva en términos de inseguridad en el empleo. La temporalidad es un
rasgo distintivo de nuestro mercado laboral.
Bajos salarios y malas condiciones de empleo; elementos que constituyen un
mercado laboral contrario al trabajo decente.
Así pues, la estabilidad que ofrece un empleo a tiempo completo y con contrato indefinido es
hoy en día una quimera para cerca de cuatro de cada diez trabajadores (34,6%).
1.3 ¿Empleo y exclusión social son fenómenos excluyentes entre sí? ¿Qué perfil de
hogares con empleo son especialmente vulnerables frente a la exclusión social y qué
estrategias movilizan para hacer frente a esa situación?
El escenario descrito evidencia la dificultad que supone para muchas de estas familias diseñar
itinerarios vitales, puesto que resulta casi imposible planificar a medio o largo plazo cuando
no hay seguridad en el trabajo, el salario sólo permite subsistir o si, por la corta duración de
los contratos, no hay estabilidad de empleo y, con ello, de ingresos.
Sin embargo, también encontramos personas con empleo pero que se encuentran en
exclusión social, fenómeno conocido como “pobreza en el empleo” o “trabajadoras/es
pobres”. Es decir, la usencia de empleo no es la única característica que empuja a situaciones
de exclusión y pobreza, de hecho, la vulnerabilidad se encuentra cada vez más presente en el
espacio de aquellas personas y hogares que están trabajando precariamente, por lo que
podríamos decir que contar con un empleo ha dejado de ser sinónimo de integración y
bienestar. Así pues, hay casi 2,5 millones de trabajadores pobres que a pesar de estar
empleados no logran abandonar situaciones de pobreza relativa por lo que siguen viendo
vulnerado su derecho a cubrir las necesidades básicas propias y de sus familias.
Como consecuencia, muchas de las familias con una situación de inestabilidad laboral grave
no disponen de dinero para afrontar gastos imprevistos y el 42,0% se han visto en la
obligación de pedir ayuda económica a parientes o amigos.
Además, la vivienda es otro de los ámbitos en los que sufrir dicha grave inestabilidad laboral
implica un agravamiento en la vulneración de derechos. El 18,6% de las personas en esta
situación han recibido avisos de corte de suministros por no disponer de dinero suficiente
para pagarlos. Son más aún quienes no cuentan con dinero suficiente para afrontar gastos
relacionados con la vivienda (hipoteca, alquiler, suministros, etc.).
Y si bien la educación se sigue presentando como una posible tabla de salvación para
generaciones futuras, vemos que en este ámbito también aparecen dificultades asociadas a
una situación de grave inestabilidad laboral. Así, el 13,1% de las familias cuyo sustentador
principal está en esta situación tienen graves dificultades para hacer frente a los materiales
escolares, lo que triplica el porcentaje de población general que sufre esa condición (4,3%).
Por otro lado, los sistemas de protección pública al desempleo no han sabido adaptarse a
esta mutación que ha tenido lugar en el mercado laboral. Este desajuste entre las nuevas
formas de exclusión que genera la actual estructura del mercado laboral y los sistemas de
protección se muestra en el hecho de que sólo el 24,8% de los hogares sustentados por una
persona en situación de inestabilidad laboral grave reciben algún tipo de prestación por
desempleo o renta mínima de inserción. (Límites del sistema de protección social).
Perfiles: los hogares con menores o sustentados por mujeres especialmente vulnerables
Dentro del colectivo de hogares cuya persona sustentadora principal está trabajando, los
análisis arrojan una especial vulnerabilidad de dos perfiles específicos: los hogares con
menores y los hogares cuya sustentadora principal es una mujer. En ambos casos cualquiera
de los indicadores que se han señalado a lo largo del documento son más graves para estos
perfiles que para el conjunto de hogares cuya persona sustentadora principal está trabajando.
Estrategias
Las dificultades de las familias cuyo sustentador principal está trabajando para llegar a fin de
mes inciden en la idea de que el empleo ha dejado de ser un protector plenamente eficaz
contra la exclusión. Así, el 36,2% de los hogares cuya persona sustentadora principal está
empleada se han visto obligados a reducir gastos en vestimenta, alimentación o suministros
del hogar. Una estrategia que, a pesar de ser desarrollada por más de un tercio de estos
hogares, sin embargo, no ha sido suficiente para aliviar las economías de las familias hasta el
punto de que el 17,1% de las mismas han tenido que recurrir a ayudas económicas externas
ya sean de familiares o de instituciones.
Hay otras situaciones que, si bien se dan con menos frecuencia, manifiestan con mayor
profundidad las dificultades por las que atraviesan los hogares cuya persona sustentadora
principal está trabajando. Así, el 5,8% de estos hogares han tenido dos o más retrasos en el
pago de facturas o recibos que tienen que ver con la vivienda (alquiler, hipoteca o
suministros). Por último, un 7% de los hogares cuya persona sustentadora principal está
trabajando han sufrido algún tipo de amenaza de corte de suministros (agua, electricidad…) o
bien de expulsión de la vivienda.
TORRES
La pérdida de peso del modelo tradicional de empleo y la expansión de una zona gris en el
mercado laboral plantean tres principales desafíos para la protección social: en términos de
cobertura y suficiencia (intensidad protectora) de las prestaciones, de financiación del
sistema, y de arbitraje regulatorio, con importantes implicaciones en cuanto a quién asume el
riesgo inherente a la protección social.
La cobertura de las prestaciones es distinta para las diferentes formas de empleo, siendo la
más elevada para los asalariados a tiempo completo que para los otros colectivos.
En primer lugar, existen importantes diferencias en materia de protección social entre trabajo
asalariado y el autónomo. En una mayoría de países, los autónomos no tienen derecho a
prestaciones por desempleo en las mismas condiciones que sus homólogos asalariados (en
Europa, tan solo Portugal y algunos países del este ofrecen condiciones similares en ciertos
casos). Algo similar ocurre para las pensiones públicas de jubilación o invalidez. Estas
diferencias inciden sobre el nivel de las pensiones de los trabajadores autónomos, como en
España donde son notoriamente inferiores a la que se observa para los trabajadores por
cuenta ajena adscritos al régimen general. Además, para el trabajo autónomo, la cobertura en
caso de enfermedad es muy limitada o inexistente.
Todo ello conduce a una cobertura reducida de las prestaciones sociales. Según estimaciones
de la OCDE, la probabilidad para que un ocupado atípico (precario) acceda a una prestación
es 10 puntos inferior que para un ocupado con contrato estable a tiempo completo . Además,
el nivel de prestaciones es de 5 puntos menos. En el caso de España, el diferencial de
prestaciones es algo más acusado que la media de la OCDE.
En muchos países, entre ellos España, la financiación del sistema de protección social depende
esencialmente de las cotizaciones sociales que sufragan los asalariados (gráfico 4). La
consecuencia es que las tendencias observadas en el mercado laboral pueden desembocar o
bien en un incremento de las cotizaciones, o bien en una infrafinanciación del sistema.
Además, los cambios tecnológicos modifican el reparto del riesgo e introducen una cierta
ambigüedad, especialmente en el caso de los accidentes de trabajo (riesgo de cobertura). La
responsabilidad se diluye, algo que puede complicar la cobertura de ciertos riesgos, como la
enfermedad laboral o el impago de cotizaciones, debilitando el derecho a la prestación.
Ante estos retos, han surgido diferentes iniciativas con el objetivo de adaptar los sistemas de
protección social a las transformaciones del mercado laboral, en algunos casos mediante
medidas disruptivas.
Algunos países adoptan nuevos dispositivos que pretenden adaptarse al contexto específico de
cada fórmula contractual. Abundan las medidas dirigidas a los autónomos y formas de
empleo no típicas, extendiendo sus derechos (desempleo, jubilación, etc.).
Además, la lucha contra el abuso de algunas formas de empleo, cuando estas se sustituyen al
trabajo asalariado de manera indebida, debe jugar un papel fundamental en el arsenal de
respuestas a las transformaciones laborales. El principal método es el fortalecimiento de la
inspección laboral.
Asimismo, varios países facilitan que los trabajadores puedan denunciar su estatus laboral,
ya sea fortaleciendo las disposiciones existentes que ponen la carga de la prueba sobre el
empleador, o facilitando las denuncias por parte de los trabajadores que tienen dudas acerca
de la validez de su contrato. Las sanciones a las empresas que contravienen la normativa se
han incrementado.
PRÁCTICA 3:
Lectura: Pérez-Eransus, B. (2009). “La activación como criterio político para la intervención
social en el ámbito de la exclusión”. En Jaraíz Arroyo, G. Actuar ante la exclusión. Madrid:
Fundación FOESSA.
APELLIDOS Y NOMBRE:
FECHA:
La segunda función del empleo como parte de un modelo de integración social ha sido la de
ser generadora de reconocimiento social, de identidad social. Las personas se han definido,
en parte, por su aportación a la sociedad, se reconocen a sí mismas y son reconocidas por los
demás en relación con el empleo que ocupan.
2) ¿De qué forma la inserción laboral puede ser una herramienta de intervención social
con personas en situación de exclusión? (diferenciar los distintos itinerarios y
nombrar las potencialidades).
El potencial integrador del empleo fue asumido desde sus orígenes por los servicios sociales
públicos que dedican parte de su esfuerzo a favorecer el acceso al empleo de las personas
vinculadas con la asistencia. A menudo, incluso constituyéndose ellos mismos en dispositivos
de intermediación con el mercado laboral y en ocasiones, colaborando con otros organismos
públicos o de iniciativa social en el diseño de fórmulas de orientación, formación o
contratación especialmente adaptadas a las características de la población en la asistencia. En
el seno de estas nuevas experiencias de inserción laboral (empleo protegido, dispositivos de
formación, empresas de inserción) se descubren nuevos potenciales rehabilitadores del
empleo entendido como un entorno adecuado para la formación en habilidades sociales y
laborales, la creación de relaciones sociales e incluso como mecanismo terapéutico
relacionado con la superación de determinadas situaciones de aislamiento social,
enfermedades mentales o dependencias.
Desde una concepción lineal de los itinerarios de inserción (entendidos como procesos de
sucesión de acciones llevadas a cabo con el fin de mejorar la incorporación social de una
persona), el acceso al empleo puede suponer la culminación exitosa de todo un proceso
previo de preparación para la inserción (resolución de conflictos, estabilidad personal y
familiar, adquisición de habilidades sociales y de hábitos para el trabajo, e incluso preparación
o formación laboral específica). Bajo esta perspectiva lineal el acceso al mercado laboral
supone la fase más elevada de integración social y la culminación de procesos de trabajo
previos de otros aspectos sociales.
No obstante, existe otra concepción que entiende el trabajo como medio y el itinerario no
como un proceso sino como algo circular o dinámico. Esta visión se plasma en algunas
metodologías de intervención de iniciativas del tercer sector en base a proyectos de empleo
o empresas de inserción en las que el trabajo no es la meta sino el medio en el que se
intenta conseguir otros objetivos de integración social. El acceso al empleo en el mercado
laboral, sigue siendo un objetivo de incorporación, pero se constituye en un instrumento
desde el cual se puede partir hacia la consecución de otros objetivos de integración
igualmente importantes como son: la seguridad y estabilidad personal, la adquisición de
habilidades, la mejora de las relaciones sociales, etc. En este caso el empleo se convierte en
uno de los primeros pasos del proceso de integración y no en la meta final, a veces
inalcanzable, a la que a menudo se subordinan el resto de objetivos. De hecho, esta
metodología de intervención social basada en proyectos de trabajo se adecua mejor a la
cobertura de las necesidades más inmediatas de las personas en situación de vulneración ya
que permite, desde un inicio garantizar unos ingresos, cierto grado de protección social,
mejora de la autoestima, etc. gracias a la incorporación a un puesto de trabajo (en la
empresa de inserción o proyecto).
Algunos profesionales destacan en relación con ello, que esta metodología supera los efectos
negativos que producen en las personas en situación de exclusión el trabajo en base a
itinerarios lineales. El tiempo de espera y la derivación a recursos formativos y de orientación,
pueden incidir en actitudes de fracaso (''[Con los fracasos en los itinerarios lineales] se da a
entender a las personas que no sirven para los puestos de trabajo, que necesitan formarse, les
parece que nunca van a poder acceder a ningún empleo, y por tanto se reproducen las ideas
de incapacidad a las que están acostumbradas".).
Por todo ello, existen múltiples potencialidades que ofrece la creación de puestos de trabajo
de inserción en la intervención con personas en situación de exclusión:
• Es preciso considerar que la cantidad económica percibida se obtiene como fruto del
propio trabajo, por lo que se estimulan los procesos de autoestima y dignificación de la
persona. Además, el acceso a un empleo facilita la ruptura de procesos de “dependencia y de
cronificación” en el estatus de asistido aún más cuanto mayor sea la utilidad social del trabajo
realizado y/ o la sus contenidos cualificantes.
• Hay que valorar también el efecto terapéutico y cualificador que puede tener el
propio empleo en el itinerario de inserción: sentimiento de utilidad y desarrollo de nuevas
relaciones sociales más positivas. Así como la motivación que supone la expectativa de una
salida laboral para el aprovechamiento de otro tipo de actuaciones previas (superación de
conflictos, deshabituación de dependencias y otras.).
Tanto desde una perspectiva de trabajo en base a itinerarios lineales, como desde la
intervención basada en proyectos de trabajo, se legitima totalmente la necesidad de promover
fórmulas de empleo para colectivos en dificultad, que o bien culminen los procesos de
incorporación, o bien se conviertan en espacios adecuados para la intervención social.
3) ¿Cómo definirías las Políticas Activas de Empleo? ¿En qué se diferencian de las
llamadas “políticas pasivas”?
mejorar las posibilidades de acceso al empleo, por cuenta ajena o propia, de las
personas desempleadas;
al mantenimiento del empleo y a la promoción profesional de las personas ocupadas y
al fomento del espíritu empresarial y de la economía social.
Los principales componentes de las políticas activas de empleo son: Orientación para el
empleo, Formación para el empleo, Intermediación laboral, Promoción o fomento del empleo.
Las políticas “pasivas”, término que conlleva una connotación negativa, hacen referencia a las
políticas de garantía de ingresos (prestaciones por desempleo, rentas mínimas), cuya finalidad
es que las personas y/o familias cuenten con ingresos suficientes para poder cubrir sus
necesidades básicas.
La forma en que se articulan unas y otras, a lo cual se suele referir con el concepto de
“condicionalidad”, es uno de los grandes temas de debate en los sistemas de protección
social.
4) ¿Qué factores influyen en la empleabilidad de las personas? (la respuesta con el texto
de Gizatea sobre la empleabilidad, páginas 21-23)
https://www.gizatea.net/wp-content/uploads/vances-modelo-acompa
%C3%B1amiento-Gizatea.pdf
En esta línea, la empleabilidad es vista como un concepto complejo que incorpora algunas
dimensiones personales, pero también algunas dimensiones contextuales y el ajuste dinámico
entre unas y otras.
Thijssen, Van der Heijden, y Rocco (2008) proponen una “definición estratificada” en tres
niveles. Una definición básica relativa a la capacidad individual para desempeñar diferentes
puestos en un mercado de trabajo; una definición más amplia que añade la capacidad de
mejorar y gestionar la propia trayectoria profesional–; y una definición completa, que
incluye todos los factores individuales y contextuales que influirán en la posición en un
mercado de trabajo determinado.
Por otra parte, resulta importante reconocer que las políticas activas de empleo, en sintonía
con el paradigma de la activación, se han orientado frecuentemente hacia la modificación de
las conductas, motivaciones y actitudes de las personas, más que a la intervención en las
condiciones contextuales que generan desempleo y exclusión (SIIS, 2011). Es habitual, de
forma implícita, responsabilizar a las personas de su situación: falta de habilidades, de
cualificación, situaciones personales. Mejorar la empleabilidad desde esta perspectiva es
resultado del esfuerzo personal, fundamentalmente de formación, pero también de
motivación, y adaptación.
En síntesis, tenemos que reconocer que, a pesar de que la empleabilidad depende tanto del
contexto como de los sujetos, las políticas de empleo se han centrado más en los sujetos –
con mayores exigencias– y con el consiguiente riesgo de culpabilización de las personas.
Frente a este planteamiento, parece necesario rescatar una comprensión amplia del
concepto de empleabilidad que ayude a mantener un equilibrio entre responsabilidad
individual y responsabilidad social, entre mejora de las competencias y actitudes y el desarrollo
de entornos accesibles con variedad de oportunidades.
Según los expuesto anteriormente, las personas pueden presentar distintas situaciones en el
conjunto de factores y condiciones tanto individuales como contextuales –y la relación entre
ellos– que influyen para que pueda conseguir un empleo, mantenerlo y mejorarlo
1) ¿Cuáles son los paradigmas de reorientación del Estado de Bienestar frente a los
cambios socioeconómicos y demográficos de las últimas décadas? (Sólo mencionarlos).
Los países se han centrado en buscar una reorientación general del Estado de Bienestar, a
través de la adopción de tres modelos o paradigmas, independientes aunque estrechamente
conectados: la activación, la inversión social y la apuesta por las políticas predistributivas.
2) ¿En qué consiste el enfoque de la activación y cuáles son las críticas que se le hacen?
(Desarrollar).
— por una parte, una mayor vinculación entre las políticas sociales y las de empleo, con el
objetivo de reducir el gasto social atribuido a los programas de garantía de ingresos y de
(re)instaurar una concepción de las políticas sociales basada en la ética del trabajo y en la
centralidad del empleo como mecanismo básico de inclusión social;
La crítica fundamental que cabe hacer a este paradigma se basa, en cualquier caso,
fundamentalmente, en su incapacidad para dar una respuesta válida a la pérdida de
centralidad del empleo en los procesos de inclusión social en un marco de precarización del
mercado de trabajo y de ruptura de la norma social del empleo (Pérez Eransus, 2015; Zubero,
2017). Efectivamente, si bien durante años se ha considerado que la integración laboral es la
herramienta más eficaz de integración social y de protección frente a la pobreza, la creciente
precarización del empleo asalariado, la aparición del fenómeno de los trabajadores/as
pobres y la fragmentación de las trayectorias laborales de una parte importante de la
población activa —especialmente, mujeres y jóvenes— han erosionado claramente la
capacidad del empleo asalariado para garantizar la integración social y el bienestar de una
parte significativa de las personas empleadas y de sus familias.
A partir de esa constatación, buena parte de las propuestas y reflexiones que se hacen en
relación a las políticas de lucha contra la pobreza parten de la idea de que no tiene sentido
seguir pensando en una sociedad del pleno empleo y de que, frente al crecimiento del
desempleo, la inactividad y/o las formulas no convencionales de ocupación (como el trabajo
discontinuo o a tiempo parcial), es necesario desarrollar fórmulas que permitan garantizar a
toda la población unas condiciones de vida dignas, independientemente de si trabajan o en
qué condiciones lo hacen (Zalakain, 2016).
A lo largo de los últimos años se han puesto de manifiesto algunas de las limitaciones de los
modelos conceptuales en los que se basa el abordaje de las situaciones de exclusión desde el
ámbito de los servicios sociales. Cabe pensar, en efecto, que el modelo actual de intervención
está, por una parte, excesivamente orientado a la inserción laboral y, por otra, muy orientado
a las personas con «motivación para el cambio», capaces de implicarse en una intervención
de carácter básicamente rehabilitador. Esto supone, en general, la aplicación de niveles
elevados de exigencia y el desarrollo de intervenciones de carácter finalista y lineal, poco
adaptadas a la espiralidad de las trayectorias de exclusión y excesivamente basados en
criterios de condicionalidad y merecimiento (SIIS, 2015).
En ese marco, puede decirse que los modelos clásicos de intervención en el ámbito de los
servicios sociales no siempre tienen suficientemente en cuenta la necesidad de garantizar
objetivos intermedios, de contención y reducción de daños. Ello hace que muchos servicios
estén —al menos en cierta medida— vedados a las personas que no pueden o quieren
adaptarse a intervenciones que suponen niveles de alta exigencia, así como la imposibilidad
de alcanzar resultados positivos en intervenciones que plantean objetivos que resultan para
muchas personas, irreales.
Si bien es evidente que para muchas personas este enfoque finalista —en el que la conciencia
del problema y la motivación para el cambio resultan criterios esenciales para el acceso a los
recursos— es el adecuado, en la medida en que pueden y necesitan participar en procesos
breves e intensos de apoyo, acompañamiento o rehabilitación psicosocial que les permitan
(re)integrarse con cierta rapidez a la vida ordinaria, este enfoque no se adapta a personas en
situaciones severas de exclusión, con recaídas frecuentes, que difícilmente pueden
reintegrarse a un modelo de vida ordinario o convencional.
Frente a esta visión finalista (que se vincula, a su vez, al modelo médico o rehabilitador de la
discapacidad), desde diversos ámbitos se ha abogado por aplicar —al menos a algunas de las
personas atendidas en la red— un enfoque más orientado a la contención, la reducción de
daños y la garantía de unos niveles mínimos de calidad de vida, desde planteamientos
menos condicionales. Se aboga, en ese sentido, por un modelo organizativo y unas prácticas
profesionales más flexibles y menos rígidas, menos normativas, con una carga
socioeducativa en ocasiones menor, que asuman conceptos —como la cronicidad o la
asistencia— hasta ahora poco valorados en el ámbito de la inclusión social.
4) ¿Cuáles son los elementos del modelo que el autor denomina “Activación Inclusiva”?
(Explicar cada uno).
Frente a las carencias de los modelos descritos, es posible plantear un modelo de activación en
clave inclusiva, más eficaz y, al mismo tiempo, más adaptado a las necesidades de las
personas. Los elementos básicos de este modelo son los siguientes:
En los últimos años se ha ido adoptando un consenso general a la hora de definir la exclusión
social como una acumulación de desventajas en ámbitos muy diferentes de la vida —
educación, vivienda, salud, empleo, derechos políticos, relaciones personales, ingresos…—.
Como consecuencia de ello, los enfoques actuales en el diseño de las políticas dirigidas a la
exclusión parecen confirmar una tendencia hacia perspectivas basadas en una concepción
multidimensional de la inclusión. Sin embargo, el enfoque convencional de la activación, al
equiparar de forma exclusiva inclusión social con inserción laboral, no tienen en cuenta el
componente multicausal de los procesos de exclusión. En ese sentido, si bien resulta evidente
que el acceso al empleo remunerado es un factor esencial de inclusión social —y la principal
demanda de las personas atendidas en los procesos de inclusión (Pérez Eransus, 2015)—, no
debe olvidarse que el empleo no es, en sí mismo o por sí solo, suficiente para garantizar la
inclusión; de hecho, puede igualmente pensarse que en determinados casos los procesos de
inclusión no requieren necesariamente de la inclusión laboral y que pueden existir otras
dimensiones vitales sobre las que resulta prioritario trabajar.
En esa línea, son muchos los autores que han abogado por un concepto de activación que no
se circunscriba al empleo remunerado, y que valore otras clases de aportación a la sociedad,
principalmente, aunque no únicamente, en el ámbito de los cuidados familiares y de la
acción comunitaria. Esta reflexión lleva también a la necesidad de que los programas de
inclusión trabajen, al margen de la empleabilidad, otras dimensiones vitales, como pueden ser
el ocio, las actividades culturales, el voluntariado u otras actividades comunitarios o de interés
social.
Este tipo de enfoques integrales resultan especialmente adecuados para las personas con
necesidades múltiples en las que, además de la exclusión, se acumulan otras problemáticas,
como adicciones, enfermedades crónicas, enfermedades mentales, malos tratos, etc. En estos
casos, los nuevos enfoques están optando por la creación de programas integrales en los que
se presta una diversidad de servicios (algunos de ellos desde la red ordinaria, y otros desde
esquemas especializados) estructurados e integrados en un paquete individual.
— Una atención integral y más ajustada a las necesidades de cada individuo, en línea con los
modelos de atención centrada en la persona cada vez más habituales en el ámbito de la
atención a las personas mayores o a las personas con discapacidad.
— Un mayor empoderamiento de las personas, que haga efectivo el derecho a llevar una vida
autónoma, y a escoger, entre una variedad de opciones, aquellas que mejor se adapten los
propios gustos, necesidades y expectativas de la persona usuaria.
c) Condicionalidad, reducción de daños y baja exigencia
En efecto, otra de las tendencias o cambios paradigmáticos que se ha producido en los últimos
años en el ámbito de las políticas sociales —y, más concretamente, en el ámbito de la salud
pública y la atención a las drogodependencias— es la extensión de los programas de
reducción de riesgos y daños, y el consiguiente desarrollo de programas denominados de
baja exigencia o de bajo umbral. Íntimamente unido al de reducción de daños, el concepto de
baja exigencia surge en Europa a finales de la década de los 80 y principios de los 90 unido a
los nuevos modelos de intervención en el área de las drogodependencias. Parte de la
consideración de que la persona drogodependiente dispuesta a desintoxicarse debe disponer
de recursos que se lo faciliten, pero quien no quiera o no se vea capaz de aceptar una
desintoxicación, también debe contar con los dispositivos necesarios para sobrevivir, para lo
cual es necesario crear recursos de baja exigencia (bajo umbral) que ofrezcan asistencia
médica y social de base.
El concepto de baja exigencia se contrapone, por otra parte, a los modelos de intervención
social basados en el merecimiento y la contraprestación, desarrollados tanto en el ámbito de
las rentas de garantía de ingresos —con planteamientos basados en el workfare
norteamericano— como en el resto de los servicios para la inclusión. Desde ese punto de vista,
el concepto de baja exigencia —según el cual tenemos derecho a recibir una atención solo por
el hecho de ser personas, sin que esto deba implicar hacer nada a cambio — se contrapone a la
idea socialmente preponderante de que el acceso a la protección social debe implicar algún
tipo de contraprestación por parte de la persona que la recibe.
Los modelos más prometedores en el ámbito de la atención a las personas sin hogar —como el
modelo Housing First (6)— se basan precisamente en la extensión de la filosofía de la
reducción de daños y en la idea de que los procesos de inclusión no son necesariamente
lineales o escalonados. El modelo lineal implica un continuo de atención, o itinerario de
inclusión, a través del cual la persona en situación de exclusión progresa o avanza de forma
paulatina: en el caso de las personas sin hogar, el itinerario partiría de los centros de baja
exigencia o bajo umbral, a los recursos residenciales convencionales de corta estancia y, de
ahí, a los modelos de vivienda tutelada o con apoyo, con niveles de autonomía más elevados y
menor intensidad de apoyo. Se trata de un modelo escalonado y la ubicación de las personas
en alojamientos autónomos o independientes se produce únicamente al final de esos
procesos, una vez recorrido el itinerario completo. La superación de una serie de conductas o
actitudes —entre ellas, los consumos de drogas— y la aceptación de una serie de normas,
como la abstinencia, se plantean en este tipo de modelos como prerrequisito para el avance
en ese continuo y el acceso a modelos residenciales autónomos.