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26th Edition of the Annual Hispanic and

Lusophone Studies Symposium


The Ohio State University,
March 24 and 25, 2023.
Sergio Villalobos-Ruminott
svillal@umich.edu

Para una nueva teoría de la novela latinoamericana

Debo confesar que este no es un título que me convenza o que me


seduzca del todo, más bien representa un problema. De hecho, la palabra
“nueva” pareciera marcar la obsolescencia de una “vieja” teoría de la
novela (pero nunca hubo una más o menos adecuada) y pareciera
prometer a la vez la emergencia de una nueva novela latinoamericana.
Quizás lo que interesa destacar acá tenga que ver más con la necesidad
de plantear, una vez más, la relación entre la forma novela, en cuanto
forma específica de ficción, y la historia latinoamericana, en tanto que
dicha relación no está dada de antemano. En tal caso, la única novedad
en juego en estas notas tiene que ver con el hecho de que, en el trabajo
de la ficción propio de la novela contemporánea, se desarrolla una
concepción de la historia, de su movimiento y de su sentido, que ya no
puede ser confundida con el concepto moderno, orgánico y
convencional de historia. Esto significa que el trabajo de la ficción exige
de nosotros un cuestionamiento sostenido de nuestra comprensión
habitual de la historia, de sus procesos y de su sentido.

En efecto, una “nueva” teoría de la novela latinoamericana no


implica solamente la necesidad de una “nueva” teoría literaria, o de una
“nueva” teoría de la historia, sobre todo en un contexto en el que la
historia misma parece estar en riesgo, debido a los procesos de

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globalización neoliberal y su creciente espacialización de la temporalidad.
Más allá de todo esto, una nueva teoría de la novela latinoamericana
debería tener como tarea principal la posibilidad de restablecer el vínculo
entre ficción e historicidad, vínculo que se haría posible gracias
precisamente a la llamada crisis de la modernidad occidental, la que
estuvo marcada por el predominio de formas historicistas de
comprensión del tiempo histórico. Dicha crisis, a diferencia de otras
crisis “modernas”, se presentó ya en la segunda parte del siglo XX bajo
los nombres de postmodernidad y globalización (entre otros), como un
agotamiento general del sistema de categorías con los cuales
organizábamos y dábamos sentido al mundo. En otras palabras, gracias a
ese sistema de categorías constitutivas de una determinada
arquitectónica moderna, la relación entre el trabajo de la ficción y el
problema de la historia permitía leer la literatura ya siempre como una
elaboración tropológica de los procesos sociales. Es esta misma
posibilidad la que nos permitía pensar a la crítica literaria como una
práctica de desciframiento que ajustaba las potencialidades figurativas del
trabajo literario a los estándares de una economía mimética o
economímesis que regulaba la relevancia de la obra literaria, su
organización canónica y su disposición curricular.

Sí en La condición postmoderna (1979), Jean François Lyotard ya nos


advertía de las transformaciones substantivas producidas por los cambios
en la relación entre sociedad y conocimiento, cambios que terminaban
por minar las aspiraciones hermenéuticas de las grandes narrativas
emancipatorias de la modernidad; Fredric Jameson, por su parte y a fines
de los años 1980s, señalaba en su ahora clásico libro Postmodernism, or,
the Cultural Logic of late Capitalism (1989), que la condición de nuestro
presente estaba marcada por una crisis radical de los conceptos de
totalidad, sujeto, razón y sentido. La consecuencia fundamental de dicha
crisis no era otra que la pérdida de las categorías con las cuales pensar
históricamente el presente. En efecto, para Jameson, el posmodernismo
traía consigo un debilitamiento general del pensamiento crítico;
debilitamiento que nos dejaba en una situación de orfandad con
respecto a las dinámicas históricas propiamente tales. Dicha orfandad se
traducía en la imposibilidad de recurrir a las categorías que habían

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estructurado el horizonte crítico moderno, pues junto con la
relativización de la verdad, el cuestionamiento del sujeto universal, la
fragmentación de la totalidad histórico-concreta y la misma posibilidad
de dar con el sentido último de la obra, se producía también la
emergencia de una forma inédita de facticidad para la cual no teníamos
herramientas de análisis. En pocas palabras, esta crisis era terminal, pues
nos dejaba sumidos en dicha facticidad y sin la posibilidad de establecer
con ella una distancia crítica, una distancia que nos permitiera pensarla
históricamente.

Insistía Jameson: las categorías críticas con las que nos


representábamos la totalidad del mundo y sus procesos históricos, ya no
parecían funcionar frente a este “modo inédito de facticidad”, cuestión
que nos deja confrontados con una tarea compleja: ¿cómo podemos dar
cuenta de estos nuevos procesos y fenómenos sociales, culturales y
literarios, sin reducirlos a la vieja economía mimética que estructuró a la
crítica literaria tradicional? Sobre todo, porque no basta con pensar las
expresiones literarias contemporáneas como si en ellas pudiéramos
repetir, mecánicamente, nuestros modos modernos de lectura. Por
ejemplo, sí para Georgy Lukács el realismo constituía una expresión
estéticamente superior y políticamente más compleja que el
expresionismo, esto se debía al hecho de que el realismo lograba
capturar, según él, la totalidad orgánica de la sociedad burguesa, mientras
que el expresionismo era un experimentalismo vanguardista que no
lograba dar cuenta, críticamente, de las complejas dinámicas que lo
tramaban. Ya en los años 80, sin embargo, Jameson advertía que el
potencial crítico inherente al realismo estaba agotado, cuestión que le
permite mirar hacia el cine y hacia la ciencia ficción, pues en ambas
formas estéticas parecía elaborarse una nueva crítica del capitalismo
atenta a las transformaciones materiales de sus procesos de acumulación,
internacionalización y desregulación. Si el realismo constituyó la
representación ideológicamente invertida de la crisis orgánica del capital
monopólico imperial de comienzos del siglo 20, la ciencia ficción
distópica cumplía, por su parte, una función análoga, en la medida en
que en ella se expresaban las contradicciones constitutivas del
capitalismo en la época de su articulación planetaria.

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Sin embargo, el problema surge cuando constatamos que esta
nueva articulación planetaria del capital transforma radicalmente no sólo
el ámbito de injerencia estatal o el horizonte de comprensión de la
soberanía, sino también, y de manera decisiva, el ámbito cultural y el
espacio literario moderno, espacio que para el caso latinoamericano
adquiere su plena articulación entre el modernismo y el Boom. En tal
caso, el agotamiento general de las categorías críticas con las que pensar
el presente no sólo implica una transformación a nivel de la forma, los
géneros o los estilos literarios, sino una transformación de la misma
literatura, de su lugar y de su función en el contrato social de las
sociedades contemporáneas, cuestión que nos demanda, ya más allá de
Jameson, una nueva teoría de la literatura latinoamericana, una teoría
que nos permita, por un lado, pensar el vínculo crítico entre historia y
ficción, mientras que por otro lado, no se conforme con la simple y
mecánica restitución de los conceptos de totalidad, sentido y progreso
que configuraron el horizonte general de la crítica literaria moderna.

¿Cómo pensar entonces el nuevo espacio literario y en él, el trabajo


de la ficción, más allá de la obvia constatación relativa a la inoperancia
de la crítica tradicional?, ¿Cómo elaborar una crítica literaria que no esté
abastecida por aquellas pretensiones totalizantes, orgánicas, vinculantes
que convertían el trabajo de la ficción en un trabajo inteligible y lleno de
sentido, esto es, en un trabajo cuya significación última venía asegurada
por una determinada concepción de la historia?

*****

Por otro lado, es importante detenerse en la pregunta por el nuevo


espacio literario producido por estos procesos de globalización,
precisamente porque no basta con una indagación relativa a los
mecanismos de producción y circulación de la literatura contemporánea,
cuestión que ha sido suficientemente estudiada por varios colegas en los
últimos años: desde los análisis de John Beverly sobre la crisis del campo
literario y la emergencia del testimonio y otras prácticas culturales
subalternas, hasta la caracterización de la decadencia de la ciudad letrada

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latinoamericana en el trabajo de Jean Franco, por mencionar solo
algunos. Más allá de estas imprescindibles caracterizaciones sobre la
transformación del campo literario, la pregunta que estamos elaborando
tiene que ver con la posibilidad de interrogar el trabajo de la ficción y,
por supuesto también la transformación sustantiva del poema
latinoamericano (aun cuando esta sea una noción demasiado general),
para elucidar cómo se tematiza la historia en ella y como emerge la
cuestión misma de la historicidad. Por supuesto, no intentamos sostener
la vieja tesis representacional respecto de la cual la ficción opera según
una metaforización o simbolización de los procesos históricos, sino que
intentamos interrogar la manera en que el trabajo de ficción constituye
una forma particular de elaboración de la crisis histórica que ha sufrido
la sociedad latinoamericana desde fines del siglo 20. ¿Cuál es la teoría de
la historia implícita en la nueva novela latinoamericana y cómo ésta exige
un cuestionamiento radical de la misma concepción moderna, arqueo-
teleológica, de historia?

Recordarán ustedes que antes del trabajo de Jean Franco y de los


análisis relativos a la crisis del campo literario, Alberto Moreiras ya había
elaborado una aproximación al campo literario latinoamericano en el
que se intentaba rastrear la configuración de un tercer espacio, ni
identitario ni diferencial, el que permitía apreciar mejor la singularidad
de la literatura latinoamericana y desde el que se hacía obsoleta la crítica
historicista y sociológica convencional (Tercer espacio. Literatura y duelo en
América Latina, 1999). Para Moreiras, el tercer espacio no era sino un lugar
de encuentro o convergencia entre la crítica al logocentrismo
constitutivo de las formaciones culturales y de poder occidentales, y las
prácticas figurativas propias de la literatura regional. El libro de Moreiras,
en efecto, surgía en el contexto de las llamadas postdictaduras del Cono
Sur o, si ustedes quieren, en el contexto de configuración de los procesos
transicionales hacia la plena articulación del capitalismo global
contemporáneo, y en ese mismo sentido, el tercer espacio era un espacio
en el que la literatura ya siempre estaba encargada de elaborar la relación
con la historia como un trabajo que siendo de ficción también era un
trabajo de duelo. Es decir, en dicho contexto, le cabía al trabajo de ficción
un papel fundamental en la restitución de un horizonte crítico capaz de

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hacer resonar las demandas de la memoria histórica, mientras resistía los
imperativos del neoliberalismo y sus procesos de devastación y duelo
forzado.

En ese mismo periodo, apareció también el libro de Idelber Avelar


titulado Alegorías de la derrota. La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo
(2000) en el que se elaboraba, bajo la tesis benjaminiana de una crisis
general de la comunicabilidad de la experiencia, un análisis de la
producción literaria de Argentina, Brasil y Chile, al hilo de la pregunta
por el trauma histórico provocado por las cruentas dictaduras militares
en dicha región. Avelar desarrollaba una lectura acotada a una serie de
novelas de postdictadura en las que colegía las tensiones entre las
dinámicas de la memoria histórica y los procesos forzados de
modernización, los que también implicaban procesos forzados de duelo
y reconciliación, debido a los mismos imperativos del capital. Si el tercer
espacio permitía inscribir la imaginación literaria latinoamericana en el
horizonte de un trabajo de destrucción de la metafísica cultural y
espiritual de Occidente; Alegorías de la derrota, por su parte, nos permitía
mostrar el trabajo literario como una forma de resistencia al tiempo
espacializado de la globalización y sus políticas del olvido. Sin embargo,
ambos libros quedaron inscritos y fuertemente marcados por las
dinámicas de los años 90, esto es, por la problemática de la memoria y
de la justicia frente a la brutal y progresiva configuración de un orden
neoliberal que no solo imponía recortes a nivel económico, sino que
transformaba de plano todo el espacio cultural y con él, por supuesto,
también el espacio en el que la literatura, como trabajo de ficción y de
duelo, era posible.

En este mismo contexto, aunque un poco después, se produce el


famoso encuentro de escritores latinoamericanos en España
denominado Palabra de América (2004), en el que, al modo de un
testamento involuntario, Roberto Bolaño daba cuenta, no sin su
acostumbrada ironía, de las transformaciones radicales de la literatura
latinoamericana a partir de su internacionalización y corporativización.
Efectivamente, Bolaño entendía que el surgimiento de corporaciones
editoriales monopólicas y transnacionales no sólo transformaba los

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procesos de circulación y consumo literario, sino que influía
directamente en la misma producción literaria, en la medida en que
dictaba criterios de confección necesarios para acceder a un campo ya no
sólo profesionalizado, sino ahora también sujeto a los criterios
mercantiles de estas mismas corporaciones transnacionales (Planeta,
Santillana, Anagrama, Alfaguara, etc.). De ahí la brutal comparación que
realiza Bolaño entre la actual literatura latinoamericana y un niño
encerrado en la casa de un pedófilo, un pedófilo, dice él, que también es
un asesino. En efecto, si para el chileno, la literatura estaba encerrada en
un laberinto sin salida, la misma problemática volverá a surgir, una y otra
vez, en su narrativa, ya sea que nos refiramos a la copertenencia de
literatura y horror en Nocturno de Chile o en Estrella distante o,
alternativamente, que analicemos las disputas intestinas de los críticos
literarios en la primera parte de 2666.

Por supuesto, esta mercantilización de la literatura


latinoamericana no agota o sobredetermina la nueva producción
literaria, la que lejos de reflejar una crisis creativa, prolifera más allá de
las categorías clásicas con las que solíamos ordenar el campo literario
latinoamericano. Piénsese aquí, por ejemplo, en la proliferación de
editoriales locales y alternativas, cartoneras, y formas de autogestión
creativa, para no mencionar las prácticas virtuales de escritura colectiva
y las entregas capitulares en blogs. En este mismo contexto aparecen
intentos de organizar esta producción apelando a nociones tales como la
narconovela, la sicaresca, la novela de frontera, la novela de la migración,
la novela de la violencia, la novela ecológica, la nueva novela gótica, entre
otras, que mostrarían, por un lado, cómo la creatividad de nuestros
escritores no ha decaído, mientras que, por otro lado, darían fuerte
testimonio de cómo toda esta nueva producción poética y narrativa
acontece a pesar de la pobreza analítica y conceptual con la que
afrontamos el trabajo de lectura crítica. No debería sorprender entonces
que junto con la proliferación de obras literarias enrevesadas,
experiencias poéticas radicales, hibridaciones mediales y tras-
genderizaciones creativas, nuestras categorías analíticas sigan siendo
fuertemente historicistas y descriptivas: post-boom, postdictadura,
postmodernismo, realismo sucio, etcétera.

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Por último, si retomamos la crítica desarrollada a principios de los
años 90 por John Beverly en Against Literature (1993), no nos resultará
difícil entender que junto con esta crisis del campo literario se produjo
también una proliferación de prácticas culturales ya no soportadas por el
formato escritural y letrado tradicional, cuestión que coincide no solo
con el desarrollo de los enfoques subalternistas y poscoloniales que
surgieron precisamente para pensar las realidades latinoamericanas más
allá del marco soberano del Estado nación y sus procesos de formación
y liberación, sino también con la proliferación de los estudios culturales
y, posteriormente, de los estudios intermediales, de la mano de nuevas
hermenéuticas culturales (Barbero, Herlinghaus), y de nuevas preguntas
dirigidas a las tecnologías comunicativas, interfaces y plataformas
diversas, y a la sucesiva configuración de prácticas de gubernamentalidad
algorítmica y control biopolítico de las poblaciones.

Menciono todo esto porque la situación es bastante compleja: por


un lado, se ha producido un agotamiento de las categorías que
históricamente abastecieron a la crítica literaria en la modernidad
latinoamericana, pero, por otro lado, también se ha producido un
desplazamiento de la centralidad hermenéutica atribuida a la literatura
como práctica de significación de los procesos históricos y sociales. Sin
embargo, junto a esta pérdida de centralidad hermenéutica habría que
mencionar la sistemática emergencia no solo del testimonio como
práctica escritural no letrada, sino de un conjunto de otras prácticas de
simbolización de lo real que proliferan más allá del formato letrado
moderno. Es en este horizonte que quisiera inscribir la pregunta por la
ficción literaria contemporánea, es decir, la pregunta por la pertinencia
de una teoría capaz de dar cuenta de la forma en que la novela
latinoamericana no solo es un trabajo de ficción, sino también y todavía,
un trabajo de elaboración del problema de la historia y de la historia
como problema.

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En el horizonte general de transición desde el contrato social
nacional soberano hacia el mercado global contemporáneo, las preguntas
que nos acompañaron fueron: ¿qué papel le cabe a la literatura en la
elaboración de un relato compartido sobre el pasado?, ¿debe la ficción
deponer su vocación crítica y subordinarse al llamado “responsable” que
impone una tonalidad conciliadora y que termina por blanquear el
pasado, para hacerlo tolerable, condenándolo a una nueva violencia
simbólica?, ¿cómo pensar la literatura en un contexto de descentramiento
hermenéutico y de configuración post-letrada de la hegemonía y del
poder? Estas no eran ni son preguntas sencillas, particularmente en
América Latina donde las transiciones desde la guerra o desde las
dictaduras militares, hacia la democracia neoliberal contemporánea
habían sido reforzadas por la utopía de la globalización y del consumo, a
partir de lo cual se forzaban y aún se fuerzan procesos de duelo mediante
la oferta infinita de nuevos objetos en los que hacer catexis y substituir
la pérdida (Consenso de las Commodities lo llamó acertadamente Maristella
Svampa, 2013).

A diferencia de los años 1990s, sin embargo, ahora no se trata de


leer la literatura solo como una resistencia melancólica que interrumpe la
euforia neoliberal, la misma que abastece las nociones de postdictadura,
postconflicto y postguerra, esto es, la euforia que promete un “post”
entendido como un estado de resolución posterior en el que se habrían
resulto todas las tensiones del pasado. El trabajo de la ficción
contemporánea ya no puede ser entendido solamente al modo de una
interrupción orientada a complementar o corregir el relato oficial de la
historia; por el contrario, el espacio reflexivo que el trabajo de ficción
abre hoy en día nos permite desactivar radicalmente la subsunción de la
temporalidad histórica a la circulación ampliada del capital; es decir, este
trabajo nos permite salvaguardar la incongruencia y la tensión necesaria
entre las aspiraciones a la justicia y las operaciones jurídicas del derecho,
entre el tiempo de la dislocación y el timepo espacializado de la
planetarización del capital. Pues en ese espacio se hace imposible traducir
el daño a la lengua universal del derecho, esto es, al logos jurídico-político
contemporáneo, cuestión que hace del trabajo de ficción un espacio en
el que se expresa una forma insuperable del desacuerdo, no un

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desacuerdo en la lengua, sino un desacuerdo con la lengua caída a la
operación articulatoria del logos, de la hegemonía y del historicismo.

El trabajo de la ficción contemporáneo, por lo tanto, no se remite


a la representación melancolizada de una narrativa testimonial impedida
de acceder a la felicidad del mercado global, pues sus temas no son
convencionalmente aquellos temas “del pasado”, de los muertos y los
desaparecidos, como si los muertos y los desaparecidos fueran solo una
cuestión del pasado. Su singularidad radica tanto en habilitar un tiempo
otro que el tiempo del capital, tiempo en que los muertos y los
desaparecidos están a la espera de una forma no teológica de redención,
para recordar a Benjamin, pero también, para hacer evidente que el
crimen, el asesinato y la desaparición no se han ido, sino que constituyen
el reverso de la euforia neoliberal bajo las formas de la devastación
ecológica, la migración forzada, el terrorismo policial, los femicidios y las
supuestas guerras contra el narcotráfico. El trabajo de la ficción
contemporánea consiste entonces en desbaratar la noción de progreso
que sigue abasteciendo las retóricas del post-conflicto, de la post-guerra,
de la post-dictadura, de la democratización y del desarrollo, para adivinar
en ellas la perpetuación y la intensificación del crimen y de la injusticia
como condición de aquello que Sebald llamó la historia natural de la
destrucción.

A la vez, el trabajo literario contemporáneo y, más


específicamente, la ficción produce una elaboración del proceso
histórico que ya no puede ser interpretada a partir de la correspondencia
entre texto y contexto, entre sujeto y personaje o entre trama e historia;
es decir, la ficción contemporánea ya no puede ser interrogada de
acuerdo con las categorías propias de la economímesis moderna, para la
cual la función principal de la literatura estaba determinada por la
posibilidad de representar lo real en el horizonte de una historicismo
inescapable. En efecto, si la ficción es una forma de elaboración de la
historia, esto es, de nuestra historia como una forma inédita de
facticidad, para recordar a Jameson, esto no significa devolver la narrativa
contemporánea a un proceso de lectura orientado a encontrar las claves
del sentido último de esta historia. Por el contrario, se trata de leer la

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narrativa contemporánea no solo como un trabajo de duelo, sino
también como un trabajo que interrumpe los discursos de la
reconciliación, del post-conflicto y de la transición, a partir de una
interrupción del historicismo literario que, lejos de implicar una apuesta
por una historicidad alternativa, soterrada y comunitaria, implica
establecer con la misma historia y su facticidad, cada vez más abstracta o
in-simbolizable, una nueva distancia crítica orientada por la condición
insobornable de una dialéctica negativa, sin síntesis y sin resolución a la
vista.

Efectivamente, si la dialéctica (convencionalmente entendida)


opera según la posibilidad de una síntesis auto-télicamente configurada
y capaz de sobredeterminar la negatividad, circunscribiéndola a la
condición de etapa del proceso de despliegue de la historia, esto es, como
una negatividad cuyo sentido final viene dado por la realización de la
misma historia; la dialéctica negativa, en cambio, implica una nueva
relación con la negatividad, en la que dicha negatividad no queda
jalonada según una nueva política del sentido (Adorno). En otras
palabras, la dialéctica negativa implica la desarticulación de los procesos
de simbolización literarios respecto de los procesos de globalización
neoliberal, cuestión que nos demanda pensar el trabajo de ficción no
solo como simbolización más o menos coherente de la lógica historicista
que predomina en la actualidad, sino como interrupción (asignificante,
enrevesada, compleja) de la sutura que define la configuración discursiva
o hegemónica de la dominación contemporánea.

Quiero insistir en esto: no se trata solo de retomar la tesis relativa


a la postdictadura del Cono Sur y la tensión entre duelo y melancolía, ni
mucho menos de pensar el trabajo literario como elaboración de un revés
crítico del neoliberalismo. Se trata, por el contrario, de pensar el trabajo
de ficción como un proceso de elaboración de la historia, libre de los
imperativos de la reconciliación, del posconflicto, de la posguerra o de la
postdictadura, esto es, libre de los procesos forzados de traducción de la
herida histórica latinoamericana a la lengua compensatoria del consenso,
del duelo sustituto y del consumo infinito. Esa es la condición decisiva
de su dialéctica negativa, la de hacer visible el reverso negativo e in-

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sintetizable de la euforia neoliberal, interrumpiendo su narrativización y
su metaforización equivalencial y hegemónica.

De esta manera, el espacio literario producido en este nuevo


trabajo de ficción ya no es ni un tercer espacio destructivo o
deconstructivo en general, ni tampoco un espacio de expresión de la
crisis de comunicabilidad la experiencia, sino que ahora se trata de un
espacio literario en el que se mantiene viva la incongruencia necesaria
entre la lengua desgarrada de la justicia y la lengua universal y armónica
del derecho, pues solo manteniendo esa incongruencia, será posible
inscribir en el plexo de la lengua universal y universitaria del derecho y
del Estado, del sentido y de la hegemonía, de la crítica y del historicismo
de turno, el desgarro casi asignificante de la diferencia, de la justicia y de
la memoria (aunque, en rigor, esta era la aspiración también del libro de
Moreiras, cuya actualizada re-edición el año 2021, bajo el título Tercer
espacio y otros relatos, amerita una consideración detenida).

Por supuesto, no me interesa reducir el problema de la justicia, de


la memoria o de la diferencia a categorías identitarias ni a formas
antropomórficas y convencionales del humanismo, sobre todo en el
contexto actual, en el que la pregunta por la justicia implica la necesaria
crítica de los procesos de devastación del capitalismo contemporáneo, los
que afectan no solo a las comunidades nacionales tal cual las entendimos
modernamente, sino a la misma existencia sobre y del planeta, cuestión
que marca una inédita continuidad entre el problema de la explotación,
de la devastación y de la destrucción de la vida en general. Sí la ficción
literaria contemporánea es relevante, lo es no porque tematice o
simbolice más o menos convencionalmente estos problemas, sino
porque, de forma enrevesada, inscribe en la lógica del sentido del
capitalismo contemporáneo, un intraducible material que desactiva los
procesos de narrativización y de metaforización que caracterizan a los
discursos propios de la lógica cultural del capitalismo actual.

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Por último, al intentar pensar la ficción literaria como elaboración
del problema de la historia, no estamos aludiendo al resurgimiento de la
novela histórica, la que suele ser todo menos una elaboración del
problema de la historia. Estamos aludiendo, entro otras cosas, a la forma
en que las narrativas contemporáneas tematizan el problema de la
existencia en el plexo de un capitalismo planetario que amenaza con la
absoluta subsunción de dicha existencia a sus propios imperativos de
reproducción. Si la llamada subsunción real de la vida al capital tiene
sentido acá, lo tiene porque es el horizonte final en que la planetarización
del capital termina por reducir el sentido mismo de la existencia a la
condición de un asunto administrativo. Desde ese horizonte de
subsunción total, la política ya no puede ser entendida como
recuperación o rearticulación discursiva-hegemónica, pues dicha
rearticulación no ocurre sino en el logos de la administración total, ya
sea que le llamemos capitalismo tardío, articulación planetaria de la
metafísica, nuevo orden mundial, orden tecno-tele-mático o nueva razón
imperial.

El trabajo de la ficción como trabajo de elaboración del problema


de la historia no es sino la condición de posibilidad para pensar la
cuestión de la existencia, más allá de su formulación existencialista o
egológica (solipsista). Solo mediante dicha elaboración se hace posible
entreverarse con la potencialidad implícita en la ficción literaria, sin
plegarla al logos universitario y crítico moderno, que siempre la leyó como
alegoría y metaforización del meta-texto de la historia, pero de la historia
historicistamente concebida. Esa historia historicistamente concebida no
es sino la filosofía de la historia del capital, respecto de la cual, el trabajo
de ficción, al modo de una moneda falsa, supone una interrupción, una
falsificación, una des-valorización que tampoco puede ser pensada ya
como transvaloración o mera inversión.

Es en este nudo problemático que propongo la lectura de autores


tan diversos como Samanta Schweblin o Mariana Enríquez; Rodrigo Rey
Rosa o Eduardo Ruiz Sosa; Ferréz o Pedro Lemebel; Roberto Bolaño o
Juan Cárdenas; Evelio Rosero o Claudia Hernández; Horacio

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Castellanos Moya o Daniel Ferreira, entre muchos otros. Siempre que
en estos y en muchos otros casos apreciamos cómo la estrategia narrativa,
el trabajo con el lenguaje, la disposición de procesos de montaje, la
constelación de personajes y procesos históricos, la fragmentación del
relato convencional y la suspensión del tiempo histórico lineal,
constituyen no sólo características estéticamente valiosas sino también, y
fundamentalmente, estrategias orientadas a problematizar el
historicismo y su contraparte, la metaforización infinita y equivalencial
de lo real. Y esto no parece ser irrelevante, sobre todo en un contexto
en que las configuraciones de poder parecen prescindir de su clásica
mediación letrada, pues ahí donde la literatura ya no sirve es donde
mejor muestra su inclinación reflexiva, su potencialidad.

¡Muchas gracias!

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