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Carmen Laforet pasa las páginas de un álbum de fotografías, de atrás

hacia adelante. A su lado está su hija, Cristina Cerezales, que ha ideado este
camino de vuelta y la acompaña en un intenso viaje por las habitaciones de la
memoria. Cierran los ojos y sus pensamientos se comunican de un modo
nuevo, único, precioso. La voz que Carmen Laforet había decidido silenciar
muchos años atrás, que silenciaría una enfermedad degenerativa, cobra la
entonación precisa a través de su hija, en un silencio plagado de palabras,
palabras no enunciadas pero claras y llenas de revelaciones, en un lenguaje
nuevo, en clave de música blanca. Desde su privilegiada condición de hija y de
experta en su obra, Cristina Cerezales brinda al lector un material de primera
mano sobre Carmen Laforet en el que abundan detalles reveladores que
permiten entender en profundidad su vida y su obra. Pero, ante todo, es un
recorrido valiente, libre y sabio por los claros y las sombras de la condición
humana. Una bellísima declaración de amor de una hija hacia su madre.

«Hay en estas páginas una hondura en la contemplación, una necesidad


de comprender a la persona objeto del relato –convertida en personaje silente y
lleno de complejidad– y una delicadeza tal en los gestos, los detalles, las
miradas y los silencios que acaba por inundar las páginas de una vivísima
sensibilidad.» El Cultural

«Música blanca es una obra delicada y original, una penetrante


indagación en el misterio de una vida. (...) Pero lo mejor de Música blanca es
todo aquello que va más allá de la estricta biografía de Laforet. Es decir,
aquello que nos atañe a todos. Los jardines primordiales de la infancia, el fuego
de la juventud, la melancólica mordedura del tiempo, el dolor y el temblor de la
existencia. Y también la aceptación, la comprensión, el cariño. Porque el libro
termina dejando una clara sensación de serenidad. La vida es un trozo de cielo
muy pequeño, pero, de una manera sutil y casi mágica, Cristina Cerezales se
las arregla para encontrar alivio en ese encierro.» Rosa Montero, El País

«Un libro precioso, sencillo y conmovedor. Cristina Cerezales se asoma al


abismo en el que naufraga su madre. Y lo hace sin dramatismo, desvelando el
día a día de una existencia que, pese al brillo del éxito y del reconocimiento
social, nos descubre sobre todo las carencias que nublan la vida.» La tormenta
en un vaso

«Música blanca dibuja el reencuentro entre madre e hija a través de un


íntimo diálogo y supone el tributo que la autora hace a "Carmen como madre y
Laforet como escritora".» ABC

«Mi madre era una persona con necesidad de intimidad absoluta. Su fama
le hizo sufrir tremendamente.» Cristina Cerezales.
Cristina Cerezales Laforet: "Con 'Música blanca' he cerrado el círculo que
me unió a mi madre"

La recreación y, a la vez, traslación de las notas dejadas por la autora de


'Nada' a su hija le han permitido sellar su diálogo íntimo más allá de las
palabras

Lourdes Durán | Palma

"Ya sabes que es difícil para muchas pero sólo si lo hacen de esta manera
podrán algún día escuchar la música blanca y habrá valido la pena la visita".
Palabras de Cristina Cerezales, hija de la escritora Carmen Laforet, que dan cuenta
de una página borrosa para muchos en los últimos años de la autora de Nada.
Música blanca no es un sortilegio. Está escrita más allá de las palabras. Está
alumbrada en el silencio. Carmen Laforet padeció la terrible enfermedad de
Alzheimer. De aquella condena, su hija Cristina Cerezales supo enhebrar un diálogo
madre-hija que ahora sella con su nueva entrega literaria, Música blanca.

La agente literaria Carme Balcells la animó: "Le dije enseguida que no, que era
imposible, pero estaba dentro de mí", confiesa Cerezales. "Escribiéndolo he
entendido muchas cosas, me he acercado a los ángulos de ella. Aquella inquietud
que sentí por su enfermedad... Es como si ella me hablara. En sus papeles, en sus
miradas, en su silencio. Al final hemos rematado el círculo madre-hija", comenta
Cerezales.

Laforet dejó en la casa de la hija sus papeles, cartas, documentos. "Una vez
me dijo que los quemase todos, pero pasaron 23 años y ella continuaba con ellos.
Como vivía conmigo, los dejó a mi cuidado. Escribir ahora este libro ha sido una
decisión mía. ¡En sus últimos tres o cuatro años vivió tanto, había tal riqueza!, que
me apeteció desmentir las notas periodísticas acerca de su final silencioso. Cuando
una persona está bloqueada hay algún canal abierto si estás muy atento a
recogerlo", cree Cristina Cerezales.

La novela, por llamarla de alguna manera ya que no es tal, está hecha con
recreaciones de la autora y con el traslado fiel de las palabras que le legó Carmen
Laforet. "Música blanca está escrito casi al dictado, y si alguna parte me costaba,
aparecía. Cuando ella tuvo esa revelación mística, yo tenía 3 años y no lo entendí.
Luego he visto que era un aspecto filosófico el que mi madre hubiera visto lo que
había sido la vida, esa búsqueda en ella. Yo volvía a ver en sus palabras esa
revelación mística de mi madre", explica Cerezales.

"Mis inquietudes y desazón cre-cían en ondas concéntricas. Las últimas se


ensanchaban hasta la orilla de las mayores nimiedades. Vi cómo la fuerza de ella se
quebraba. Existía entre nosotras un efecto de vasos comunicantes y ella se sentía
arrastrada hacia mi abismo mientras yo absorbía parte de su vida, su energía, que
era compatible y asimilable a la mía. Se soltó de mí a tiempo".
Un ¿vampirismo benefactor? "Sí, sí lo fue. Cuando iba a verla a la residencia y
yo lloraba, ella cerraba la puerta; si iba contenta, se abría. Percibí su generosidad,
incluso sabiendo que el traslado a la residencia le supuso momentos que la
perjudicaron. Mi madre adoraba la alegría porque sufrió mucho".

La intensidad de esta Música blanca deja exhausto al lector, recobrado a la vez


por la serenidad imprimida en este retrato de la vida de Carmen Laforet que es, a la
par, el de la propia hija, Cristina Cerezales Laforet.

"En la cena del Premio Nadal, alguien que estaba sentado a mi lado me dijo:
'La biografía es tuya'. Me quedé callada. Luego pensé que en realidad, tenía razón",
ilustra la hija de la autora de Nada.

En ese cruce de reflejos, en el otro lado del espejo, la figura de Carmen Laforet
se va reconstruyendo gracias a un álbum de fotografías que su hija le llevaba en
cada visita a la residencia. "Quise crear alguna reacción en ella mostrándole el
álbum, ver sus reacciones ante las fotografías".

Recorrida la vida desde los últimos años en adelante, avanzando hacia el


pasado, surge la imagen del marido de Laforet, Manuel Cerezales, el crítico literario
del que acabaría separada.

"Abre el álbum por el final y va pasando las páginas de atrás hacia adelante,
roza con los dedos las caras sonrientes de bisnietos, nietos, hijos, paisajes... sin
detenerse. Y llega a la fotografía de un joven detrás del cristal de la ventanilla de un
tren. Acaricia la foto. ¡Qué guapo! Ha derrumbado un muro de hormigón. Veintitantos
años sin mencionarle, sin querer hablar de él, sin dar explicaciones", escribe Cristina
Cerezales.

Ella quiso que la madre le escribiera. Le dejó en un papelito dos palabras:


"Una... Único". Un enigma que revela a la escritora, a la madre y a la mujer que fue
Carmen Laforet.

"Como escritora, abrió un panorama enorme a la mujer escritora en aquella


España gris, rompió moldes como el no escribir sólo novela política y abrió la
sensibilidad de una literatura muy intimista. Como madre albergó muchas dudas
porque ser escritora en aquella época no era prioritario, no se contemplaba que una
mujer pudiera ser escritora y madre. Tuvo una lucha muy fuerte. Cuando se marchó
de casa, sus hijos ya éramos mayores. Ella cogió una casa cerca para que
tuviéramos nuestra habitación, sobre todo Agustín que era el menor. Era muy libre
pero le costaba la libertad. Ella sabía que no nos abandonaba como se escribió en
aquel entonces. Sus hijos ya teníamos nuestras vidas", explica Cristina Cerezales.

"También hecha de silencios como Carmen Laforet. Acabo de acceder a mi


lugar secreto de donde manan las maravillas. (...) Ver no es sólo ver, es comprender
lo inexplicable".
Un trozo de cielo muy pequeño

ROSA MONTERO

31 ENE 2009 - 00:00 CET

No sé si me gusta por igual todo el libro que Cristina Cerezales ha escrito


sobre su madre, Carmen Laforet. Pero las partes que prefiero, que son la
mayoría, me parecen buenísimas. Música blanca es una obra delicada y
original, una penetrante indagación en el misterio de una vida. De una vida,
además, especialmente secreta, porque estamos hablando de Carmen Laforet,
esa autora mítica que, con 23 años, escribió una novela asombrosa llamada
Nada (1944), y que luego, pocos libros después, dejó la escritura para siempre.
¿Qué fue de Carmen Laforet?, nos preguntábamos los narradores jóvenes en
los ochenta. Y nos lo seguíamos preguntando en los noventa. Luego, más
tarde, llegaron noticias del Alzheimer que acabaría con ella en 2004. Pero,
antes de la enfermedad, ¿qué sucedió? El misterio la envolvía como una
sombra. Era un enigma acrecentado por la formidable dimensión de su novela,
que, además de ganar el primer Premio Nadal y obtener un gran éxito en el
momento de su publicación, sigue siendo en la actualidad una obra moderna y
poderosa.

Laforet escribió Nada en tan sólo seis meses. Sin duda se encontraba
tocada por la gracia, o más bien por la desgracia, porque hace falta haber
sufrido mucho para poder construir un mundo narrativo tan feroz. Como
muchas novelas juveniles, Nada estaba muy cerca de lo autobiográfico, pero el
enorme talento de Laforet le hizo superar las limitaciones de lo testimonial. El
libro cuenta la historia de Andrea, una chica de dieciocho años que, en 1939,
llega a Barcelona para estudiar en la universidad y se aloja en el piso de unos
parientes. Es un mundo claustrofóbico y febril, una cotidianidad envenenada;
por detrás late el fantasma enloquecedor de la cercana guerra, por delante la
tóxica realidad de la posguerra. Pero la novela va mucho más allá de la
coyuntura histórica y habla de esa negrura que nos acecha a todos, de la
sordidez y la sequedad del alma, de lo mala que puede ser la vida cuando es
mala. Andrea es como una niña que cae dentro de un cuento de hadas cruel;
los adultos son seres mezquinos y violentos lastrados por secretos
inconfesables, o bien lastimosas y pasivas víctimas. Aún peor: todos llevan
dentro los cadáveres de sus esperanzas, y de la bondad que un día tuvieron, y
de su antiguo deseo de ser felices. Ellos mismos están muertos y no lo saben.
Todo esto lo cuenta Laforet con una prosa exacta, limpia y hermosísima.
Hablando de las amigas de la tía de Andrea, que antaño fueron unas jóvenes
dichosas y ahora son mujeres atormentadas y marchitas, Laforet escribe: "Eran
como pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas palpitantes de haber
volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño". No es posible expresarlo
mejor. Nada es la historia de lo que sucede cuando el cielo se vuelve así de
pequeño, así de angustioso.

Ahora, 65 años después, su hija Cristina nos asoma a otro espacio


asfixiante: a la vejez de la escritora, a la enfermedad y el deterioro. Durante sus
tres últimos años de existencia, Carmen Laforet apenas pronunció palabra. La
vida, con perverso tino, dispuso para Laforet un final acorde con su biografía,
un estremecedor destino de tragedia griega: ella, que llevaba décadas sin
poder escribir, acabó muda y devorada por el gran silencio; y, tras haber
contado tan bien el horror de los mundos demasiado estrechos, terminó
atrapada dentro de su cuerpo. Primer gran acierto de Cristina Cerezales: la
estructura caleidoscópica del libro (hay textos de Laforet, fragmentos de cartas,
anotaciones de los diarios de las nietas), que refleja a la perfección la
abigarrada confusión que es una vida. Segundo gran logro: el retroceso
temporal. Al principio del libro, Cerezales enseña a su madre, ingresada en una
residencia, un álbum de fotos familiares que empiezan a hojear de atrás hacia
delante. Los días pasan, los retratos y los recuerdos son cada vez más
juveniles y, mientras tanto, la anciana escritora se va acercando a la muerte,
que es como volver a los orígenes, al huevo, a la oscuridad última y primera. A
la nada. "Mi niña", le dice Cristina a su madre cuando la mujer ya está a punto
de culminar ese viaje esencial. Hay algo tremendamente conmovedor en este
libro, una veracidad que te atraviesa.

Música blanca va dibujando poco a poco la semblanza de Laforet. Sus


angustias ante el peso de la fama; la zozobra de su condición femenina en una
sociedad tan machista como la que vivía ("la posibilidad de ser escritora es
algo muy vacío y sin sentido, y la posibilidad de ser plenamente mujer algo no
solamente magnífico, sino obligatorio en el desarrollo de mí misma", llegó a
decir); su difícil vida matrimonial; sus cinco hijos; el extraño y fulminante
arrebato místico que experimentó en 1951; el divorcio; el bloqueo literario; la
enfermedad; el silencio. En 2002, cuando ya hacía un año que no hablaba y
casi cuarenta que no publicaba una novela, le contaron que habían propuesto
su nombre para el Príncipe de Asturias. Entonces Laforet emergió por un
momento de la sima de su deterioro y de su ausencia. "¿A mí?", dijo
audiblemente, y la expresión se le avivó, y durante algunas horas pareció
contenta. Una anécdota tremenda que deja entrever hasta qué punto la
escritura (incluso la escritura silenciada) formaba parte de su nuez más íntima,
más irreductible y persistente.

Pero lo mejor de Música blanca es todo aquello que va más allá de la


estricta biografía de Laforet. Es decir, aquello que nos atañe a todos. Los
jardines primordiales de la infancia, el fuego de la juventud, la melancólica
mordedura del tiempo, el dolor y el temblor de la existencia. Y también la
aceptación, la comprensión, el cariño. Porque el libro termina dejando una clara
sensación de serenidad. La vida es un trozo de cielo muy pequeño, pero, de
una manera sutil y casi mágica, Cristina Cerezales se las arregla para
encontrar alivio en ese encierro.

Música blanca. Cristina Cerezales. Destino. Barcelona, 2009. 256


páginas. 19 euros. Nada. Carmen Laforet. Destino. Barcelona, 2009. 304
páginas. 18 euros.

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