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El amanuense de Alburquerque, por Antonio García Martínez

En estos tiempos he aprendido que privado de libertad un escritor es mucho


más fecundo. Desde que Cervantes insinuara en el prólogo del Quijote que engendró
su escritura en una cárcel, muchas han sido las obras que se han forjado en tiempos
de reclusión. Baste recordar 120 días de Sodoma que el Marqués de Sade redactó
durante su internamiento en la Bastilla o De profundis, la conmovedora carta que Oscar
Wilde escribió a su amante desde la cárcel de Reading, por no hablar de El diario de
Anna Frank, quizás la más elocuente de todas las “novelas de confinados”. En apenas
un año, ya van publicados unos cuantos libros concebidos en el encierro por el Covid-
19. En Volver a donde, Antonio Muñoz Molina vierte sus reflexiones durante el
aislamiento intercaladas con recuerdos de infancia que le devuelve la memoria.
Fernando Sánchez Dragó confiesa que aprovechó el confinamiento para, “encerrado
entre cuatro paredes con sus libros y sus cosas”, dar a luz Galgo corredor, la nueva
entrega de sus memorias.
Otra obra surgida de la reclusión por la pandemia es la última novela de Luis
Landero, Una historia ridícula, aunque bien podría haberse fraguado en otro momento,
ya que la voz de Marcial, su protagonista, llevaba muchos años reclamando ser
escuchada. Landero había anotado en uno de los cientos de cuadernos que acumula
desde la adolescencia –“tontunas literarias” las llama– un esbozo del personaje, un
individuo peculiar cuya mayor desdicha era no ser admitido en casa de su amada, a la
que, sin embargo, sí se admitía a los otros pretendientes. La voz de Marcial se había
vuelto tan familiar en su memoria que Landero aprovechó el encierro para ver qué le
tenía que decir. Y salió esta novela.
En el video de promoción, Luis Landero la presenta como una historia de amor
verdadero, “uno de esos amores –dice– de los que hablan los libros románticos”.
Marcial, es un hombre que intenta reinventarse, reconstruirse más bien después de
una infancia llena de burlas y humillaciones, inventándose una identidad ilustrada para
lograr el favor de Pepita, joven cómodamente instalada en una escala social superior.
Marcial es una voz más que un personaje, una voz solemne que cuenta y hace cosas,
mayormente, ridículas. Por ejemplo, confiesa que tiene una especie de poder mágico
para quitar del medio a quien le incomoda o que lleva desde hace años una relación
casi conyugal con una prostituta con la que se ve los sábados de siete a nueve.
Además, Marcial es alguien que se ha formado una culturilla de bolsillo, emanada de
internet, de ver algunos documentales y de la lectura del Reader Digest; que se
interesa por cuestiones tan absurdas como cuántos ratones tiene que comer un gato
al día o el tiempo que puede vivir una cucaracha sin cabeza. Es un hombre resentido,
desclasado e inseguro. Nunca cree estar a la altura de las circunstancias y, además,
interpreta mal la realidad, confunde gestos inocentes o espontáneos con muestras de
afecto y viceversa, que le llevan a concebir ideas contradictorias y, a menudo,
vengativas. Su vida depende de la opinión que de él tengan los demás. Es esclavo del
único consejo que recibió de su padre, ya moribundo: “no des que hablar”.
Landero, después de rescatar de la memoria su propia voz en El Huerto de
Emerson, regresa a la ficción con esta historia tragicómica, a caballo entre El Gran
Gatsby y La cena de los idiotas. Al igual que la primera es la historia de un amor
inalcanzable, aunque lo de Marcial parece un amor más interesado, huele más a
dinero. Por otra parte, como François Pignon, Marcial se torna en el bufón de la tertulia
intelectual a la que lograr ser invitado por Pepita, y cuyo final es ciertamente, ridículo.
No es cuestión de desvelar aquí el desenlace de la intriga. Sí es preciso añadir, sin
embargo, que lo ridículo es la cualidad principal con que Marcial define el mundo: los
tiempos son ridículos; las catástrofes, ridículas; el amor, ridículo también, como el
lenguaje o el llanto; una ofensa es tan ridícula como la guerra, y ésta igual de ridícula
que una función de teatro. Repito: una historia ridícula.
Pero si la historia es ridícula la novela no lo es. El escritor de Alburquerque nos
sorprende de nuevo por su versatilidad. Sin dejar de ser el gran narrador de estirpe
cervantina que ya sorprendiera en su primera novela, Juegos de la edad tardía, con la
que logró el Premio Nacional de Narrativa, sin apartarse del tono conversacional de El
huerto de Emerson y sin abandonar su destreza para involucrar al lector en la historia,
ahora plantea un nuevo desafío literario, el escritor pasante: “la novela realmente no
la he escrito yo –confiesa–, y lo digo muy en serio, la ha escrito Marcial. Yo he delegado
en él, es él el que escribe, porque él es el que tiene sus ideas, el que elige su léxico,
él dice cómo tiene que ser, cómo tiene que hablar, cómo tiene que pensar, cómo tiene
que actuar. Entonces, yo he tenido la sensación de que lo único que he hecho es pasar
a limpio de lo que él me iba dictando”. ¿Habrá mayor desafío para un escritor que
convertirse en el amanuense de su personaje?

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