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La leyenda de Licarayén

Cuenta la leyenda, que cuando aún no había llegado a estas tierras el hombre
blanco, vivía alrededor de los volcanes Osorno y Calbuco el pueblo williche. Pero
dicha civilización no estaba sola. En las profundidades del volcán Osorno habitaba
y estaba prisionero un antiguo pillán llamado Peripillán (en mapudungún pillán
significa: espíritu, alma de antepasado, que reside en volcanes, y que provoca
calamidades climáticas, epidemias y temblores).

La princesa Licarayén, la más generosa, bondadosa y bella de las jóvenes se


enamoró del valiente toqui Quitralpi, con el que habían dispuesto que, en la
siguiente primavera, celebrarían la ceremonia que los uniría para siempre.

Sin embargo, el desterrado Peripillán por autoría de Quitralpi, tuvo envidia de los
enamorados y decidió interrumpir la felicidad de Licarayén y el valiente toqui. Fue
así que Peripillán comenzó a vomitar humo, azufre y fuego, haciendo temblar la
tierra.

Fue tanta la furia de este pillán, que en las noches se presentaban grandes
llamaradas que salían de los cráteres que iluminaban el cielo con fulgores de
fuego. Las montañas vecinas parecían que ardían y las inmensas quebradas que
circundaban los volcanes Osorno y Calbuco parecían bocanadas del mismo
infierno.

Los williches se reunieron en un concejo para resolver cómo podían aplacar el


enojo del pillán. Fue así, que apareció una Machi anciana, que nadie conocía, la
que les dijo, “para llegar al cráter del volcán es necesario sacrificar a la virgen más
bondadosa y hermosa de la comunidad. Deben arrancar su corazón y colocarlo en
la cima del cerro Pichi-Juan, tapado con una rama de canelo. Verán entonces que
vendrá un cóndor desde el cielo, se comerá el corazón , se llevará la rama de
canelo y elevando el vuelo la dejará caer en el cráter, hogar del Peripillán”.

Inmediatamente el lonco hizo las averiguaciones para establecer cuál de las


jóvenes de la comunidad era la más virtuosa, y muy a pesar de sus deseos,
aceptó la decisión que aquella joven era su propia hija, Licarayén. Con lágrimas el
lonco comunicó a su hija que había sido elegida para sacrificarse y salvarlos del
pillán.

“No llores”, respondió Licarayén a su padre. “Muero contenta, sabiendo que mi


muerte aliviará las amarguras y dolores de toda nuestra valerosa comunidad. Solo
pido que para matarme no usen hachas ni lanzas”, solicitó la joven a su padre.
Licarayén también pidió que su lecho de muerte fuera preparado por el toqui
Quitralpi, y que solo él tocara su corazón, ya que él era el dueño desde que lo
conoció.
Al día siguiente, cuando el sol comenzaba a aparecer por la cima de la cordillera y
las aves a trinar sus melodías matinales, un gran cortejo acompañó a Licarayén al
fondo de la quebrada. Lugar donde el toqui tenía preparado un lecho con las más
perfumadas flores de los prados y bosques del sur. Llegó Licarayén y sin queja ni
protesta se tendió sobre la mortaja que había de transportar su alma a la
eternidad. Los jóvenes, silenciosos y apenados, se sentaron alrededor del
catafalco florido y lloraron largas horas por su hermana que moría.

Cuando Licarayén cerró sus ojos para siempre, Quitralpi acercó sus labios a su
frente, y haciendo un gran esfuerzo para no estallar en llanto y dolor, abrió su
pecho, extrajo su corazón, y acogiéndolo entre sus manos, como quien acuña a
una guagua, con fervorosa unción, llevó el corazón y la rama de canelo a la cima
del cerro Pichi-Juan, actual cerro Philippi.

Toda la comunidad quedó en el valle esperando la realización del milagro. A


penas el toqui había colocado el corazón y la rama de canelo en la roca más alta
del llamado también cerro Pichi-Juan, apareció en el cielo un enorme cóndor que,
bajando en raudo vuelo, de un bocado se engulló el corazón de Licarayén.
Asimismo el ave agarró la rama de canelo y emprendió el vuelo hacia el cráter del
volcán Osorno, que en esos momentos arrojaba enormes lenguas de fuego y
rocas. El cóndor realizó un vuelo en espiral dando tres vueltas por la cumbre del
volcán y, después de una súbita bajada, dejó caer dentro del cráter la rama
sagrada.

En ese mismo instante comenzó a caer sobre la tierra, blanca nieve que fue
cubriendo el cráter, parecía que el alma pura de la joven volvía hacia la tierra en
busca de Quitralpi y en ese momento el toqui se arrojó sobre la punta de su lanza,
atravesando su pecho, se partió el corazón para así unirse con su amada
Licarayén.

Y llovió nieve. Días, semanas, años enteros. Fue una verdadera lucha entre el
fuego que subía del infierno y la nieve que caía del cielo. La nieve fundida corría
formando impetuosos torrentes por las faldas del volcán Osorno y del Calbuco, y
corriendo se despeñaba en los inmensos barrancos que servían de defensa a la
morada del Peripillán, hasta que llenando las hondonadas profundas, las aguas
quedaron al nivel de las tierras cultivadas.

Cuando los hijos de la tierra, mapuches, volvieron al lugar en que se había


consumado el sacrificio de Licarayén y del toquí, vieron con asombro que las
flores que habían servido de lecho mortal a la joven, habían echado raíces y que
sus ramas, entrelazándose, formaban el más hermoso palacio que jamás la mente
humana podría imaginar.

Ese palacio de flores se encuentra en el fondo de la quebrada del Diablo, hoy la


llamada cuesta del Diablo. Muchos son los que han bajado para admirar su
belleza, pero solo unos pocos han podido ver el palacio, porque solo es visible
para quienes tienen conciencia, saben sentir los íntimos encantos de la naturaleza
y de la princesa Licarayén.

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