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GARLO COLLODI • ROBERTO INNOCENTI • ALTEA

Las arrnturas de Pinocho es utio He los


grandes clásicos de la literatura infantil.
I
El relato [X)see una enorme fluidez
'
\M que combina la fííbula máe^ica
I suspense realista. Las magníficas
ilustraciones de Innocenti interpretan el
texto con exquisita fidelidad, mezclando
hábilmente la realidad y la fantasía.
Con gran claridad \ minuciosos detalles
presentan el bullicioso ambiente de las
calles o la melancólica belleza de los
paisajes rurales. Cada ilustración es un
regalo para la imaginación del lector y
presta al legendario títere una nueva
vida y el poder de seguir conquistando
a nuevas generaciones de niños.

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^-^ LAS AVENTURAS DE

Pinocho
GARLO COLLODI

-f^ LAS AVENTURAS DE

Pinocho
Ilustrado por
ROBERTO INNOCENTI

Traducción de Augusto Martínez Torres

ALTEA
Primera reimpresión: septiembre 1989

Título original: Le avventure di Pinocchio


Edición publicada por primera vez
por Jonathan Cape Ltd. 32, Bedford Square,
London WC1B3EL
en asociación con Creative Education, Inc.,
P.O. Box 227, Mankate, MN
56002-0227
© The Estáte of E. Harden, 1944
© Ilustraciones: Roberto Innocenti, 1988
© 1988, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.,
de la presente edición en lengua española
Juan Bravo, 38 - 28006 Madrid
Teléfono: 276 38 00

PRINTED IN SPAIN
Impreso en España por:
EDIME, Organización Gráfica, S. A.
Móstoles (Madrid)
Depósito legal: M. 31.645-1989
I.S.B.N.: 84-372-6610-6

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Esta publicación no puede ser
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o cualquier otro, sin el permiso previo
por escrito de la editorial
A
éA
Cario Collodi y a mi hija Alessandra
CAPITULO 1

De cómo Maese Cereza, carpintero,


encuentra un pedazo de madera que lloraba
y reía como un niño

raseuna vez... «Un rey», dirán enseguida mis pequeños lectores.


No, muchachos, os equivocáis. Erase una vez un pedazo de
madera.
¿¿' :-
^^^S!^^^^-
No
era una madera lujosa, sino un simple leño de los que en
invierno se echan en las estufas y en las chimeneas para encender
el fuego y calentar las habitaciones.
No sé cómo ocurrió, pero el caso es que un buen día este pedazo de madera
llegó al taller de un viejo carpintero, de nombre maese Antonio, pero a quien
todos llamaban maese Cereza, a causa de la punta de su nariz, que siempre
estaba brillante y morada, como una cereza madura.
En cuanto maese Cereza vio aquel pedazo de madera, se alegró mucho y,
frotándose las manos de contento, murmuró a media voz:
— Esta madera llega a tiempo; me servirá para hacer la pata de una mesita.
Dicho y hecho; tomó enseguida el hacha afilada para empezar a quitarle la
corteza y a desbastarla, pero cuando iba a dar el primer golpe, se quedó con
el brazo suspendido en el aire, porque oyó una vocecita muy débil, que dijo
pidiendo ayuda:
— ¡No me golpees tan fuerte!
¡Figuraos cómo se quedó aquel buen viejo, maese Cereza!
Giró los asustados ojos alrededor de la habitación para ver de dónde podía
salir aquella vocecita, ¡y no vio a nadie! Miró bajo el banco, ¡y nadie!; miró
dentro del armario que siempre estaba cerrado, ¡y nadie!; miró en el canasto
de las virutas y del serrín, ¡y nadie!; abrió la puerta del taller para echar
también una ojeada en la calle, ¡y nadie! ¿Entonces...?
— Ya comprendo — dijo riéndose y rascándose la peluca — ; se ve que esa
vocecita me la he imaginado. Volvamos al trabajo.
Y, tomando de nuevo el hacha, descargó un sonoro golpe sobre el pedazo
de madera.
— ¡Ay! ¡Me has hecho daño! — lamentándose, la misma vocecita.
gritó,
Esta vez, maese Cereza se quedó de piedra, con los ojos fuera de las órbitas
por el miedo, la boca desencajada y la lengua colgando hasta la barbilla, como
un mascarón de fuente.
Apenas recuperó el uso de la palabra, comenzó a decir temblando y balbu-
ceando por el espanto:
— Pero ¿de dónde habrá salido esa vocecita que ha dicho ay?... Si aquí no
hay un alma. ¿Será posible que este pedazo de madera haya aprendido a llorar
y a lamentarse como un niño? No puedo creerlo. Ahí está; es un pedazo de
madera para la chimenea, como todos los demás, para echarlo al fuego, sufi-
ciente para calentar una olla de judías... Entonces, ¿se habrá escondido alguien
dentro? Pues si hay alguien escondido, tanto peor para él. ¡Ahora lo arreglo yo!
Y, diciendo esto, agarró con las dos manos aquel pobre pedazo de madera
y empezó a golpearlo sin piedad contra las paredes de la habitación.
Después se puso a escuchar, para comprobar si había alguna vocecita que
se lamentase. Esperó dos minutos, ¡y nada!; cinco minutos, ¡y nada!; diez
minutos, ¡y nada!
— —
Ya comprendo dijo entonces esforzándose por reír y enderezándose la
peluca— ¡está visto que me he imaginado esa vocecita que ha dicho ay!
;

Volvamos al trabajo.
Y como le había entrado mucho miedo, intentó canturrear para darse un
poco de ánimo.
Y, dejando el hacha a un lado, cogió el cepillo de cepillar y empezó a pulir
el pedazo de madera y, cuando lo cepillaba de arriba abajo, oyó la misma
vocecita que le decía riendo:
— ¡Déjame, me estás haciendo cosquillas por todo el cuerpo!
Esta vez el pobre maese Cereza cayó como fulminado. Cuando volvió a abrir
los ojos, se encontró sentado en el suelo.
Su rostro parecía transfigurado, y hasta la punta de la nariz, que casi siempre
era morada, se le había vuelto verdosa por el miedo.

8
CAPITULO 2

Maese Cereza regala el pedazo de madera a su amigo Gepeto,


que lo toma para hacerse un títere maravilloso que sepa bailar,
hacer esgrima y dar saltos mortales

n aquel momento llamaron a la puerta.


Pase— —
dijo el carpintero, sin fuerzas para ponerse de pie.
Entonces entró en el taller un viejecito muy vigoroso, que se
llamaba Gepeto, pero a quien los muchachos de la vecindad,
cuando querían hacerle rabiar, le llamaban por el mote de Ma-
zorca, a causa de su peluca amarilla, que se parecía muchísimo a las mazorcas
de maíz.
Gepeto era muy colérico. ¡Cuidado con llamarle Mazorca! Enseguida se
convertía en una bestia y no había quien pudiese detenerle.

Buenos días, maese Antonio — —
dijo Gepeto ¿Qué hace en el suelo?
.


Enseño a contar a las hormigas.

¡Buen provecho le haga!

¿Qué le trae por aquí, amigo Gepeto?

Las piernas. Sepa, maese Antonio, que he venido a pedirle un favor.
—Aquí me dispuesto a
tiene, — carpintero.
servirle replicó el
— Esta mañana me ha ocurrido una
se idea.
— Oigámosla.
— He pensado hacerme un bonito de madera; pero un
títere títere maravi-
lloso, que sepa bailar, hacer esgrima y dar saltos mortales. Quiero dar la vuelta
al mundo con este títere, para ganar un trozo de pan y un vaso de vino; ¿qué
leparece?

¡Bravo, Mazorca! —
gritó la vocecita, que no se sabía de dónde salía.
Al oírse llamar Mazorca, el amigo Gepeto se puso rojo de cólera, como un
pimiento, y volviéndose hacia el carpintero, le dijo enfurecido:

¿Por qué me insulta?

¿Quién le ha insultado?

¡Me ha llamado Mazorca!...
—No he sido yo.
¡Estaría bueno que hubiese sido yo! ¡Le digo que ha sido usted!
¡No!
¡Sí!

¡No!
Sí!
Y cada vez más acalorados, pasaron de las palabras a los hechos y, agarrán-
dose, se arañaron, se mordieron y se dieron de palos.
Finalizada la pelea, maese Antonio se encontró entre las manos la peluca
amarilla de Gepeto, y Gepeto se dio cuenta de que tenía en la boca la peluca
canosa del carpintero.
— ¡Devuélvame mi peluca! —
dijo maese Antonio.
— V usted devuélvame la mía, y hagamos las paces.
Los dos viejecitos, tras haber recuperado cada uno su peluca, se estrecharon
las manos y juraron seguir siendo buenos amigos durante toda la vida.
— Entonces, amigo Gepeto —dijo el carpintero en señal de paz—¿qué favor
,

quiere de mí?
— Quisiera un poco de madera para hacer mi títere; ¿me la da?
Maese Antonio, muy contento, fue enseguida a tomar del banco aquel trozo
de madera que le había producido tanto miedo, pero cuando iba a entregárselo
a su amigo, la madera dio una sacudida y, escapándose violentamente de sus
manos, fue a golpear con fuerza en las flacas pantorrillas del pobre Gepeto.
— Ah, ¿ésta es la amabilidad, maese Antonio, con que regala usted sus cosas?
Casi me deja cojo.
— ¡Le juro que no he sido yo!
— ¡Entonces habré sido yo!...
— Toda la culpa es de esta madera...
— Sé que es de la madera, ¡pero ha sido usted quien me la ha tirado a las
piernas!
— ¡Yo no he
se la tirado!
— ¡Mentiroso!
— No me ofenda, Gepeto; ¡si no, le llamaré Mazorca!...
¡Asno!
Mazorca!
¡Borrico!
¡Mazorca!
Mono feo! ;

''

¡Mazorca!
Al oírse llamar Mazorca por tercera vez, a Gepeto se le nubló la vista, se
abalanzó sobre el carpintero y se dieron una buena paliza.
Finalizada la batalla, maese Antonio se encontró con dos arañazos de más
en la nariz, y el otro con dos botones de menos en el chaleco. Igualadas de
esta forma sus cuentas, se estrecharon la mano y juraron seguir siendo buenos
amigos durante toda su vida.
De forma que Gepeto tomó su pedazo de madera y, dando las gracias a
maese Antonio, se volvió cojeando a casa.

10
CAPITULO 3

Gepeto, en casa, empieza enseguida a hacer el títere

y pone por nombre Pinocho.


le

Primeras travesuras del títere

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«^b
casa de Gepeto era un cuartito en un sótano, que recibía luz

L
i 3.

¿por el hueco de la escalera. El mobiliario no podía ser más sencillo:


\Y^¿^|una mala silla, una cama no muy buena y una mesita estropeada.
BSKil^VIHEn la pared del fondo se veía una chimenea con el fuego encen-
^^dido; pero el fuego estaba pintado, y sobre el fuego, también
pintada, una olla hervía alegremente y echaba una nube de humo que parecía
humo de verdad.
Una vez que entró en casa, Gepeto tomó enseguida las herramientas y se
puso a tallar y hacer su títere.
«¿Qué nombre le pondré?», dijo para sí. «Le llamaré Pinocho. Este nombre
le dará suerte. Conocí a toda una familia de Pinochos: Pinocho el padre.
Pinocha la madre y Pinochos los hijos, y a todos les fue bien. El más rico pedía
limosna».
Una vez encontrado el nombre para su títere, empezó a trabajar con ahínco,
y enseguida hizo el pelo, luego la frente y después los ojos.
Hechos los ojos, figuraos su asombro cuando se dio cuenta de que se movían
y le miraban fijamente.
Gepeto, al verse observado por aquellos ojos de madera, se sintió molesto y
dijo con acento fastidiado:

Ojazos de madera, ¿por qué me miráis?
Nadie respondió.
Después de los ojos, hizo la nariz; pero la nariz, apenas hecha, empezó a
le
crecer; y creció, creció, creció; en pocos minutos se convirtió en una narizota
que no acababa nunca.

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El pobre Gepeto se cansaba de recortarla; pero cuanto más la recortaba y
la acortaba, más
larga se hacía aquella nariz impertinente.
Después de la nariz, le hizo la boca.
Todavía no había acabado de hacerle la boca, cuando ésta empezó a reírse
y a burlarse de él.
— ¡Deja de — reír! dijo Gepeto, enfadado; pero fue como hablar con la
pared — ¡Deja de
. reír, te repito! — gritó con voz amenazadora.
Entonces la boca dejó de reírse, pero le sacó la lengua.
Gepeto, para no variar sus proyectos, fingió no advertirlo, y continuó traba-
jando.
Después de la boca, le hizo el mentón, luego el cuello, los hombros, el cuerpo,
los brazos y las manos.
Apenas acabadas las manos, Gepeto sintió que le quitaban la peluca de la
cabeza. Se volvió y ¿qué vio? Vio su peluca amarilla en manos del títere.

Pinocho, ¡devuélveme mi peluca!
Y Pinocho, en lugar de devolverle la peluca, se la puso en su cabeza,
quedando medio ahogado debajo de ella.
Ante aquel gesto insolente y burlón, Gepeto se puso triste y melancólico,
como nunca había estado en su vida; y volviéndose hacia Pinocho, le dijo:

¡Granuja! ¡Todavía no estás acabado de hacer, y ya empiezas a faltarle al
respeto a tu padre! ¡Mal, muchacho, mal!
Y se enjugó una lágrima.
Sólo quedaban por hacerle las piernas y los pies.
Cuando Gepeto acabó de hacerle los pies, sintió una patada en la punta de
la nariz.
«¡Me lo merezco!», dijo para sí. «¡Debería haberlo pensado antes! ¡Ahora
ya es tarde!»
Después agarró al títere por debajo de los brazos y le puso en el suelo, sobre
el pavimento de la habitación, para enseñarle a andar.
Pinocho tenía las piernas entumecidas y no sabía moverse, y Gepeto le
llevaba de la mano para enseñarle a poner un pie detrás de otro.
Cuando se le desentumecieron las piernas, Pinocho comenzó a andar solo y
a correr por la habitación; hasta que, cruzando la puerta de la casa, saltó hasta
la calle y se dio a la fuga.
Y pobre Gepeto corría detrás sin poder alcanzarle, porque aquel granuja
el

de Pinocho caminaba a saltos como una liebre y, golpeando sus pies de madera
contra el empedrado de la calle, hacía tanto ruido como veinte pares de zuecos
de campesinos.
—¡Agarradle! ¡Agarradle! —
gritaba Gepeto; pero la gente que había en la
calle, al ver a aquel títere de madera que corría como un loco, se paraba
encantada a mirarle, y reía, reía, reía, como no podéis figuraros.
Al final, por fortuna, apareció casualmente un guardia que, oyendo todo
aquel alboroto y creyendo que se trataba de un aprendiz que se había rebelado
contra su maestro, se plantó valerosamente con las piernas abiertas en medio
de la calle, decidido a pararle e impedir mayores desgracias.

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Pinocho, cuando vio desde lejos al guardia que cerraba toda la calle, intentó
pasar, por sorpresa, entre sus piernas, pero no lo consiguió.
El guardia, sin siquiera moverse, le enganchó limpiamente por la nariz (era
una narizota desproporcionada, que parecía hecha a propósito para ser agarra-
da por los guardias), y le entregó en manos de Gepeto, el cual, como castigo,
quiso darle un buen tirón de orejas. Pero figuraos cómo se quedó cuando, al
buscarle las orejas, no logró encontrarlas; ¿y sabéis por qué? Porque con las
prisas, se había olvidado de hacérselas.
Entonces le agarró por el cogote y, mientras se lo llevaba, le dijo moviendo
amenazadoramente la cabeza:
— Vamos a casa. ¡Cuando lleguemos, no dudes de que te ajustaré las cuentas!
Pinocho, ante esta amenaza, se tiró al suelo y no quiso andar más. Entre
tanto, los curiosos y los vagos empezaron a detenerse alrededor y a hacer corro.
Unos decían una cosa, otros otra.
— ¡Pobre títere! —
decían unos —¡Tiene razón al no querer volver a casa!
.

¡Quién sabe cuánto le pegaría ese hombretón de Gepeto...!


Y otros añadían malignamente:
— ¡Ese Gepeto parece un buen hombre, pero es un verdadero tirano con los
muchachos! ¡Si le dejan a ese pobre títere entre las manos, es capaz de hacerle
pedazos...!
En tanto dijeron y tanto murmuraron, que el guardia puso en libertad
fin,
a Pinocho y condujo a prisión al pobre Gepeto. El cual, no teniendo palabras

13
14
15
para defenderse en ese momento, lloraba como un becerro y, al acercarse a la
cárcel, balbuceaba sollozando:
— ¡Desgraciado muchacho! ¡Y pensar que he sufrido tanto para hacer de él
un buen títere! ¡Me está bien empleado! ¡Debí haberlo pensado antes...!
Lo que después sucedió es una historia increíble, y os la contaré en los
siguientes capítulos.

16

*
Y

CAPITULO 4
Historia de Pinocho con el Grillo-parlante,
donde se ve cómo los muchachos malos
han de pasar por el mal trago de ser corregidos
por quien sabe más que ellos

s diré, muchachos, que mientras


pobre Gepeto era conducido
el
a prisión sin ser culpable, el granuja de Pinocho, libre de las garras
del guardia, escapaba a través del campo, para volver a casa lo
más rápidamente posible; y en sus prisas por llegar saltaba altos
peñascos, setos de zarzas y zanjas llenas de agua, tal como habría
podido hacer un corzo o un gazapo perseguido por los cazadores.
Cuando llegó a casa, encontró la puerta de la calle entreabierta. La empujó,
entró y, apenas echó el pestillo, se sentó en el suelo, dando un gran suspiro de
contento.
Pero aquel contento duró poco, porque oyó en la habitación a alguien que
hacía:
— ¡Crí-crí-cri!
—¿Quién me llama? — Pinocho muy asustado.
dijo
— ¡Soy yo!
Pinocho volvió y vio a un grueso
se que subía lentamente por
grillo pared. la
—Dime, Grillo,
¿y quién tú eres?
— Soy Grillo-parlante, y vivo en habitación desde hace más de cien
el esta
años.
— Sin embargo, ahora habitación mía — esta — y quieres
es dijo el títere ,
si

complacerme, vete enseguida, siquiera mirar


sin atrás.
— No me de aquí —respondió
iré — el antes una gran
Grillo , sin decirte
verdad.
—Dímela y vete cuanto antes.
— ¡Ay de muchachos que rebelan contra sus padres y que abandonan
los se
caprichosamente la casa paterna! Jamás tendrán paz en este mundo, y antes
o después se arrepentirán amargamente.
— Canta, Grillo, como te parezca y te guste; pero mañana, al alba, quiero
irme de aquí, porque si me quedo, me pasará lo que les pasa a todos los demás
muchachos, es decir, me mandarán a la escuela y me tocará estudiar por las
buenas o por las malas; y, te lo digo en confianza, no tengo ganas de estudiar
y me divierto más corriendo tras las mariposas y subiendo a los árboles para
coger los pájaros del nido.
— ¡Pobre bobalicón! ¿No sabes que, haciendo eso, te convertirás de mayor en
un hermoso asno y que todos se burlarán de ti?

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— ¡Cállate, Grillajo de mal agüero!


— gritó Pinocho.
Pero el que era paciente y
Grillo,
filósofo, en vez de tomarse a mal esta
impertinencia, continuó con el mismo
tono de voz:
—Y si no
agrada ir a la escuela,
te
¿por qué, al menos, no aprendes un
oficio con el que ganarte honestamen-
te un pedazo de pan?
— ¿Quieres que te lo diga? repli- —
có Pinocho, que empezaba a perder la
paciencia —
Entre todos los oficios
.

del mundo sólo hay uno que verdade-


ramente me agrade.
—¿Y cuál sería ese oficio...?
— El de comer, beber, dormir, di-
vertirme y llevar de la mañana a la
noche vida del vagabundo.
la
—Te advierto —
dijo el Grillo-par-
lante con su acostumbrada calma
que todos los que tienen ese oficio aca-
ban siempre en el hospital o en la
cárcel.
— ¡Cuidado, de mal
Grillajo ¡Ay de
agüero...! ti, si me enfado!
— ¡Pobre Pinocho! ¡Me das verdadera pena...!
— ¿Por qué doy pena?
te
— Porque un eres que peor, porque
títere y, lo es tienes la cabeza de madera.
Al oír estas últimas palabras, Pinocho saltó enfurecido y tomó del banco un
mazo de madera y lo lanzó contra el Grillo-parlante.
Quizá pensaba darle, pero desgraciadamente le alcanzó en la
ni siquiera
cabeza, de manera que el pobre Grillo apenas tuvo tiempo de hacer cn-crí-crí,
y se quedó seco y pegado a la pared.

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CAPITULO 5

Pinocho tiene hambre y busca un huevo


para hacerse una tortilla;
pero cuando menos lo piensa,
la tortilla vuela por la ventana

ientras tantocomenzó a anochecer y Pinocho, recordando que no


había comido nada, sintió un malestar en el estómago que se
t parecía muchísimo al apetito.
Pero en los muchachos el apetito marcha deprisa; y de hecho,
en pocos minutos el apetito se convirtió en hambre, y el hambre,
en un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en hambre de lobo, un hambre que
podía cortarse con un cuchillo.
El pobre Pinocho corrió rápidamente hasta el hogar, donde hervía la olla,
e intentó destaparla para ver qué había dentro, pero la olla estaba pintada en
el muro. Figuraos cómo se quedó. Su nariz, que ya era larga, se alargó, por
lo menos, cuatro dedos más.
Entonces, se puso a correr por la habitación y a hurgar en todos los cajones
y en todos los escondrijos en busca de un poco de pan, aunque estuviera duro,
de una cortecita de tocino, de un hueso guardado para el perro, de algunas
gachas mohosas, de una raspa de pescado, de un hueso de cereza, en fin, de
cualquier cosa para comer; pero no encontró nada, nada, absolutamente nada.
Y mientras tanto el hambre aumentaba, y aumentaba; y el pobre Pinocho
no tenía otro consuelo que bostezar; y daba unos bostezos tan grandes que,
algunas veces, la boca le llegaba hasta las orejas. Y después de bostezar,
escupía, y sentía que el estómago se le iba.
Entonces, llorando y desesperándose, decía:
— El Grillo-parlante tenía razón. He hecho mal desobedeciendo a mi papá
y ftigándome de casa... Si mi papá estuviese aquí, ¡ahora no estaría muñén-
dome de hambre! ¡Oh, qué mala enfermedad es el hambre!
Cuando de pronto, le pareció ver en el montón de la basura algo esférico y
blanco que se parecía a un huevo de gallina. Dar un salto y lanzarse encima
fue tan sólo un momento. Era un huevo de verdad.
Es imposible describir la alegría del títere; es necesario figurársela. Temiendo
que fuese un sueño, daba vueltas al huevo entre las manos, y lo tocaba y lo
besaba, y besándolo decía:
— Y ahora ¿cómo lo prepararé? ¿Haré una tortilla...? ¡No, es mejor hacerlo
al plato...! ¿No estaría más sabroso si lo friese en la sartén? ¿Y si lo hiciese
pasado por agua? No, lo más rápido de todo es hacerlo al plato o freído. ¡Tengo

19
''I

demasiadas ganas de comérmelo!


Dicho y hecho; puso una sartén so-
bre un brasero lleno de carbones en-
cendidos y echó en ella, en vez de
aceite o mantequilla, un poco de
agua, y cuando el agua empezó a hu-
mear, ¡tac!, rompió la cascara del hue-
vo y se dispuso a echarlo dentro.
Pero en lugar de la clara y la yema,
salió un pollito muy
alegre y ceremo-
nioso que, haciendo una bonita reve-
rencia, dijo:
— ¡Mil gracias, señor Pinocho, por
ahorrarme trabajo de romper la
el

cascara! ¡Adiós, que le vaya bien y


saludos a los suvos!
Dicho esto, desplegó las alas y,
atravesando la ventana, que estaba
abierta, voló hasta perderse de vista.
El pobre títere quedó allí, como en-
cantado, con los ojos fijos, la boca
abierta y la cascara del huevo en la
mano. Cuando se recuperó del susto,
comenzó a llorar, a chillar, a patalear
con desesperación y llorando decía:
— ¡Verdaderamente, el Grillo-par-
lante tenía razón! ¡Si no me hubiera
escapado de casa y si mi papá estu-
viese aquí, ahora no estaría murién-
dome de hambre! ¡Oh, qué mala en-
fermedad hambre!
es el
Y como el cuerpo seguía quejándo-
se más que nunca, y como no sabía
qué hacer para tranquilizarlo, pensó
en salir de casa y hacer una escapada
al pueblo cercano, con la esperanza de encontrar a alguna persona caritativa
que le diese un poco de pan como limosna.

20
CAPITULO 6

Pinocho se duerme
con los pies en el brasero;
a la mañana siguiente
se despierta con los pies quemados

ra una terrible noche de


invierno. Tronaba muy
^^ fuerte, relampagueaba
como si el cielo despidie-
y un ventarrón
se fuego,
frío y desgarrador, silbando rabiosa-
mente y levantando una inmensa
nube de polvo, hacía crujir y gemir a
todos los árboles del campo.
Pinocho tenía mucho miedo de los
truenos y de los relámpagos, pero el
hambre era más fuerte que el miedo,
por lo cual entreabrió la puerta de la
calle, y a toda prisa llegó hasta el
pueblo en un centenar de saltos, con
la lengua fuera y sin aliento, como un
perro de caza.
Pero lo encontró todo oscuro y de-
sierto. Las tiendas estaban cerradas;
las puertas de las casas, cerradas; las
ventanas, cerradas; y en la calle ni
siquiera había un perro. Parecía un
pueblo de muertos.
Entonces Pinocho, presa de deses-
peración y de hambre, asió la campa-
nilla de una casa y empezó a tocarla
ininterrumpidamente, diciendo para
sí: «Alguien se asomará.»

Efectivamente, se asomó un viejo


con el gorro de dormir puesto, que
gritó muy enojado:
— ¿Qué quieres a estas horas?
— Que haga usted el favor de dar-
me un poco de pan.

21
— Espérame aquí, que vuelvo ense- ii f

guida — respondió creyendo


el viejo,
, í

tener que habérselas con uno de esos


alocados muchachos que se divierten
por la noche tocando las campanillas
de las casas para molestar a la gente
de bien que duerme tranquilamente.
Medio minuto después volvió a
abrirse la ventana y la voz del mismo
viejo gritó a Pinocho:
—Ponte debajo y prepara el gorro.
Pinocho, que no llevaba gorro, se
acercó y sintió caerle encima una
enorme palangana de agua que le
regó de pies a cabeza, como si fuese
una maceta de geranios marchitos.
Volvió a casa mojado como un po-
llo y extenuado por el cansancio y el
hambre; y como ya no tenía fuerza
para tenerse de pie, se sentó, apoyan-
do los mojados y cubiertos de
pies
barro en un brasero lleno de carbones
encendidos.
Y durmió; y mientras dor-
allí se
mía, los pies, que eran de madera, se
prendieron fuego y poco a poco se
carbonizaron y se convirtieron en ce-
nizas.
Y Pinocho seguía durmiendo y ron-
cando, como si sus pies fuesen los de
otro. Finalmente se despertó al hacer-
se de día, porque alguien había lla-
mado a la puerta.
—¿Quién — preguntó bostezan-
es?
do y restregándose los ojos.
— Soy yo — respondió una voz.
Aquella voz era la de Gepeto.
CAPÍTULO 7

Gepeto vuelve a casa


y le da a Pinocho el desayuno
que el pobre hombre había traído para sí

1 pobre Pinocho, que seguía con los ojos hinchados de sueño,


todavía no había advertido que tenía los pies quemados, por lo
que, apenas oyó la voz de su padre, saltó del taburete para
descorrer el pestillo; pero después de dos o tres vaivenes, cayó de
golpe cuan largo era sobre el pavimento.
Y al caer al suelo hizo el mismo ruido que habría hecho un saco de cazos
arrojado desde un quinto piso.
— ¡Ábreme! — gritaba Gepeto mientras tanto desde la calle.
— —
No puedo, papá respondía el títere llorando y rodando por el suelo.
— ¿Por qué no puedes?
— Porque me han comido los pies.
— ¿Y quién te los ha comido?
— El gato — dijo Pinocho, viendo que el gato con sus patitas delanteras se
divertía haciendo bailar unas virutas de madera.
— ¡Ábreme, te digo! — repitió Gepeto —
¡Si no, cuando entre en casa, ya te
.

daré yo gato!
— No puedo ponerme en pie: créame. ¡Pobre de mí, pobre de mí! ¡Tendré
que andar de rodillas toda la vida...!
Gepeto, creyendo que todos estos lloriqueos eran otra travesura del títere,
pensó acabar con ella y, trepando por el muro, entró en casa por la ventana.
Al principio quería hablar y quería actuar, pero cuando vio a su Pinocho
caído en el suelo y verdaderamente sin pies, se enterneció; y tomándole ense-
guida en brazos, empezó a besarle y a hacerle mil caricias y mil mimos, y con
los lagrimones cayéndole por las mejillas, le dijo sollozando:
— ¡Pinochito mío! ¿Cómo te has quemado los pies?
— No lo sé, papá, pero créame que ha sido una nochecita infernal que
recordaré siempre. Tronaba, relampagueaba y tenía mucha hambre y entonces
el Grillo-parlante me dijo: «Te está bien empleado; has sido malo y te lo
mereces», y le dije: «¡Cuidado, Grillo...!», y me dijo: «Eres un títere y tienes
la cabeza de madera», y le tiré un mazo de madera, y murió, pero la culpa
fue suya, porque yo no quería matarle, la prueba es que puse una sartén sobre
los carbones encendidos del brasero, pero el pollito se fue y dijo: «Adiós... y
saludos en casa», y el hambre siempre aumentaba, motivo por el cual aquel
viejo del gorro de dormir, asomándose a la ventana, me dijo: «Ponte debajo y

23
prepara gorro», y yo con aquella palangana de agua en la cabeza, porque
el

pedir un poco de pan no es una vergüenza, ¿verdad?, volví enseguida a casa,


y como seguía teniendo mucha hambre, puse los pies en el brasero para
secármelos, y usted volvió, y me los encontró quemados, ¡y sigo teniendo
hambre y ya no tengo pies! ¡Ay...! ¡Ay...! ¡Ay...! ¡Ay...!
Y elpobre Pinocho empezó a llorar y a berrear tan fuerte que se le oía a
cinco kilómetros de distancia.
Gepeto, que de todo aquel enmarañado discurso sólo había entendido una
cosa: que el títere estaba muñéndose de hambre, sacó del bolsillo tres peras,
y ofreciéndoselas, dijo:
— Estas tres peras eran para mi desayuno, pero te las doy encantado.
Cómetelas, y que te hagan buen provecho.
— Si quiere que me las coma, haga el favor de mondármelas.
—¿Mondarlas? — replicó Gepeto asombrado — . Jamás habría creído, mu-
chacho mío, que fueses tan melindroso y remilgado de paladar. ¡Malo! En este
mundo, desde niño, es necesario acostumbrarse a comer de todo, porque nunca
se sabe qué puede ocurrir. ¡Pasan tantas cosas!
— Quizá esté en lo cierto —
respondió Pinocho —
pero jamás comeré una
,

fruta que no esté mondada. La piel no me la puedo tragar.


Y buen Gepeto sacó un cuchillito y, armándose de santa paciencia, mondó
las tres peras y puso todas las mondas en una esquina de la mesa.
Cuando Pinocho se comió la primera pera de dos bocados, intentó tirar el
corazón; pero Gepeto le sujetó el brazo diciéndole:
— No lo tires; en este mundo todo puede ser útil.
— ¡Pues yo no me como el corazón, de verdad...! —
gritó el títere, revolvién-
dose como una víbora.
— ¡Quién sabe! ¡Pasan tantas cosas...! —
repitió Gepeto, sin acalorarse.
De manera que los tres corazones, en lugar de ser arrojados por la ventana,
fueron colocados en la esquina de la mesa en compañía de las mondas.
Comidas o, mejor dicho, devoradas las tres peras. Pinocho dio un larguísimo
bostezo y dijo lloriqueando:
— ¡Tengo más hambre!
— Pero, muchacho, no tengo nada más que darte.
—¿Verdaderamente nada, nada?
— Sólo mondas y
estas corazones de pera.
estos
— ¡Paciencia! — Pinocho— no hay otra
dijo . Si cosa, me comeré una monda.
Y empezó a masticar. Al principio, hizo una mueca de disgusto; pero des-
pués, una tras otra, devoró en un suspiro todas las mondas; y después de las
mondas, también los corazones, y cuando terminó de comerse todo, se pasó
las manos por el estómago y dijo satisfecho:
— ¡Ahora que estoy
sí bien!
—Ya ves —observó Gepeto— que tenía razón cuando
decía que no hay
te

que ser demasiado melindroso ni demasiado delicado de paladar. Querido mío,


nunca se sabe qué puede ocurrir en este mundo. ¡Pasan tantas cosas...!

24
CAPITULO 8

Gepeto le hace unos pies nuevos a Pinocho


y vende su chaqueta
para comprarle el Abecedario

n cuanto se le pasó el hambre, el títere empezó a refunfuñar y a


llorar, porque quería un par de pies nuevos.
Pero Gepeto, para castigarle por la travesura, le dejó llorar y
desesperarse durante medio día; luego le dijo:

¿Y por qué debo hacerte unos pies nuevos? ¿Acaso para verte
escapar de nuevo de tu casa?
— Le prometo — —
dijo el títere hipando que de hoy en adelante seré bueno...
— Todos los muchachos— —
replicó Gepeto dicen lo mismo cuando quieren
obtener algo.
— Le prometo que a escuela, estudiaré y me
iré la luciré...
—Todos muchachos repiten misma
los cuando quieren obtener
la historia
algo.
— ¡Pero yo no soy como demás muchachos! Soy más bueno y siempre
los
digo la verdad. Le prometo, papá, que aprenderé un oficio y que seré el
consuelo y el apoyo de su vejez.
Gepeto, aunque pusiese cara de tirano, tenía los ojos llenos de lágrimas y el
corazón lleno de emoción por ver a su pobre Pinocho en aquel estado lastimoso,
y no dijo nada, pero tomando sus herramientas y dos trocitos de madera seca,
se puso a trabajar con ahínco.
Y en menos de una hora, los pies estaban hechos; dos piececitos ágiles,
delgados y nerviosos, como si hubiesen sido modelados por un artista genial.
Entonces Gepeto le dijo al títere:
— ¡Cierra y duérmete!
los ojos
Y Pinocho cerró los ojos y fingió dormir. Y mientras fingía dormir, Gepeto,
con un poco de cola disuelta en una cascara de huevo, le pegó los dos pies en
su sitio, y se los pegó tan bien que ni siquiera se veía la señal de la juntura.
Apenas el títere se dio cuenta de que tenía pies, saltó de la mesa donde
estaba tendido, y comenzó a dar mil saltos y cabriolas, como si hubiese
enloquecido de contento.
— Para recompensarle por cuanto ha hecho por mí dijo Pinocho a su —
papá— quiero ir a la escuela enseguida.
— ¡Bravo, muchacho!
,

— Pero para a escuela necesito un


ir la traje.

25
Entonces Gcpcto, que era pobre y no tenía ni un céntimo en el bolsillo, le
hizo un trajecito de papel floreado, un par de zapatos de corteza de árbol y
un gorrito de miga de pan.
Inmediatamente, Pinocho corrió a mirarse en una palangana llena de agua
y quedó tan encantado de sí, que dijo pavoneándose:
— ¡Parezco un verdadero señor!
— Desde luego— replicó Gepeto — porque, recuérdalo, no es el buen traje
,

lo que hace al señor, sino el traje limpio.


— — —
A propósito añadió el títere para ir a la escuela todavía me falta algo;
,

me más importante.
falta lo
—¿Qué es?
— Me Abecedario.
falta el
—Tienes razón; ¿pero qué se hace para conseguirlo?
— Es va a un
facilísimo: se librero y se compra.
—¿V el dinero...?
— No tengo.
lo
—Tampoco yo — añadió buen viejo, entristeciéndose.
el
V Pinocho, aunque fuese un muchacho muy alegre, también se puso triste,
porque la miseria, cuando es verdadera miseria, la entienden todos, incluso los
muchachos.
— ¡Paciencia! —
gritó Gepeto poniéndose en pie de un salto; y tomando su
vieja chaqueta de fustán, toda piezas y remiendos, salió corriendo de casa.
Volvió poco después; y cuando volvió tenía el Abecedario para su hijo, pero
ya no tenía la chaqueta. El pobre hombre estaba en mangas de camisa, y fuera
nevaba.
— ¿Y la chaqueta, papá?
— La he vendido.
— ¿Por qué la ha vendido?
— Porque me daba calor.
Pinocho atrapó esta respuesta al vuelo, y no pudiendo reprimir el impulso
de su buen corazón, saltó a los brazos de Gepeto y empezó a besarle por toda
la cara.

26
CAPITULO 9

Pinocho vende el Abecedario


para ir a ver el guiñol

n cuanto dejó de nevar, Pinocho, con su Abecedario nuevo bajo


!el brazo, tomó la calle que llevaba a la escuela; y mientras andaba,

I
construía en su cerebro mil razonamientos y mil castillos en el
aire, a cual más hermoso.
Y discurriendo por su cuenta decía:
;Hoy, en la escuela, quiero aprender a leer; mañana aprenderé a escribir y
«j

pasado mañana aprenderé a hacer números. Después, con mi habilidad, ganaré


mucho dinero y con el primer dinero que llegue a mi bolsillo, le haré a mi
papá una bonita chaqueta de paño. Pero ¿qué digo de paño? Se la haré de
plata y de oro y con los botones de brillantes. Ese pobre hombre se la merece
de verdad, porque para comprarme los libros y hacer que me instruya, se ha
quedado en mangas de camisa... ¡con estos fríos! ¡Sólo los padres son capaces
de ciertos sacrificios...!»
Mientras, muy conmovido, decía esto, le pareció oír a lo lejos una música
de pífanos y de bombo: pí-pí-pí, pí-pí-pi... zum, zum, zum, zum.
Se detuvo y escuchó. Aquellos sonidos llegaban del fondo de una larguísima
calle transversal, que conducía a un pequeño pueblecito construido junto a la
orilla del mar.
— ¿Qué será esa música? Lástima que tenga que ir a la escuela; si no...
Y se quedó allí perplejo. En cualquier caso, era necesario tomar una decisión:
o la escuela o escuchar la música.
— Hoy iré a escuchar música, y mañana a la escuela; siempre hay tiempo
para ir a la escuela— dijo finalmente aquel granuja encogiéndose de hombros.

27
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Dicho y hecho; se metió por la calle transversal y empezó a correr cuanto


le daban las piernas. Cuanto más corría, más cercano percibía el sonido de los
pífanos y del bombo: pí-pí-pí, pí-pí-pí... zum, zum, zum, zum.
De pronto, se encontró en medio de una plaza llena de gente, que se agolpaba
alrededor de un gran barracón de madera y de tela pintada de mil colores.
— ¿Qué ese barracón? — preguntó Pinocho, volviéndose hacia un mucha-
es
chito pueblo.
del
— Lee que está
lo en escritoy sabrás.
el cartel lo
— Lo encantado, pero hoy precisamente no
leería sé leer.
— ¡Qué ignorante! Yo Debes saber que en aquel
te lo leeré. con cartel letras
rojas como fuego el GRAN GUIÑOL.
está escrito:
—¿Hace mucho que ha empezado función? la
— Empieza ahora.
—¿Y cuánto paga para entrar?
se
—Cuatro cuartos.
Pinocho, que era muy curioso, perdió toda discreción y le dijo sin avergon-
zarse al muchachito con quien hablaba:
—¿Me darías cuatro cuartos hasta mañana?
—Te daría encantado — respondió otro burlándose— pero
los le el ,
preci-
samente hoy no puedo
te los dar.
— Por cuatro cuartos, vendo mi chaqueta —
te entonces muchacho.
le dijo al
—¿Qué quieres que haga con una chaquetita de papel floreado? Si te llueve
encima, no hay forma de quitártela.
—¿Comprarías mis zapatos?
— Sólo valen para encender fuego. el

—¿Cuánto me das por gorro? el

— ¡Bonita adquisición! ¡Un gorro de miga de pan! ¡Puede que ratones los se
lo coman en mi cabeza!
Pinocho estaba en vilo. Iba a hacer una última oferta, pero no tenía valor;
vacilaba, dudaba, sufría. Por fin dijo:

¿Quieres darme cuatro cuartos por este Abecedario nuevo?

Soy un muchacho, y no compro a otros muchachos le respondió su —
pequeño interlocutor, que tenía mucho más juicio.

Por cuatro cuartos me quedo yo el Abecedario —
gritó un revendedor de
ropa usada, que había escuchado la conversación.
Y allí mismo vendió el libro. ¡Y pensar que el pobre Gepeto se había quedado
en casa, temblando de frío en mangas de camisa, para comprarle el Abecedario
a su hijo!

30
CAPITULO 10

Los títeres reconocen a su hermano Pinocho

y le hacen un gran recibimiento; pero en lo mejor


sale el titiritero Tragafuego

y Pinocho corre peligro de acabar mal

uando Pinocho entró en el guiñol, ocurrió algo que casi produjo


una revolución.
Habéis de saber que el telón estaba levantado v que ya había
comenzado la función.
En escenario Arlequín y Polichinela reñían y, como de cos-
el

tumbre, se amenazaban con intercambiar una serie de bofetadas y garrotazos.


El público, muy atento, se moría de disputa de aquellos dos
risa, al oír la
títeres, que gesticulaban y se vituperaban con tanta naturalidad como si fuesen
verdaderamente animales racionales y personas de este mundo.
Pero de pronto Arlequín dejó de recitar y, volviéndose hacia el público y
señalando con la mano a alguien al fondo de la sala, comenzó a gritar con
tono dramático:
— ¡Númenes del firmamento! ¿Sueño o estoy despierto? ¡Creo que aquél es
Pinocho...!
— ¡De verdad, Pinocho! — Polichinela.
es gritó
— ¡Verdaderamente, — es él!señora Rosaura, asomando
chilló la cabeza la
desde fondo del escenario.
el

— ¡Es Pinocho! ¡Es Pinocho! —gritaron a coro todos saliendo a los títeres,
saltosde entre bastidores — ¡Es Pinocho! ¡Es nuestro hermano Pinocho! ¡Viva
.

Pinocho!
— ¡Pinocho, ven aquí conmigo — Arlequín— ven a arrojarte en
gritó , los
brazos de tus hermanos de madera!
Ante esta afectuosa invitación. Pinocho dio un salto y, desde el fondo de la
sala, llegó hasta las primeras filas; luego dio otro salto, desde las primeras filas
se subió a la cabeza del director de orquesta, y desde allí saltó hasta el
escenario.
Es imposible imaginar los abrazos, los pescozones, los pellizcos de amistad
y las demostraciones de verdadera y sincera hermandad que recibió Pinocho,
en medio de aquel desorden, de los actores y de las actrices de aquella Com-
pañía dramática de madera.
Aquel espectáculo era conmovedor, no hay que decirlo; pero el público,
viendo que la función no continuaba, se impacientó y empezó a gritar:

31
— ¡Queremos ver ¡queremos ver la función!
la función!,
Era perder el tiempo, porque los títeres, en lugar de seguir con la función,
redoblaron el vocerío y los gritos y, poniéndose a Pinocho sobre los hombros,
le llevaron triunfalmente hasta las candilejas.
Entonces salió el titiritero, un hombretón tan feo que daba miedo con sólo
mirarle. Tenía una barbaza negra como un borrón de tinta, y tan larga que
le llegaba desde el mentón hasta el suelo; baste decir que, cuando andaba, se
la pisaba. Su boca era tan grande como un horno, sus ojos parecían dos
linternas de cristal rojo, con luz dentro, y con sus manos hacía restallar una
gruesa fusta, hecha de serpientes y de colas de zorro entrelazadas.
Ante la inesperada aparición del titiritero, nadie respiró.
Se habría oído el vuelo de una mosca. Aquellos pobres títeres, varones y
hembras, temblaban como hojas.

¿Por qué has venido a desorganizar mi teatro? —
preguntó el titiritero a
Pinocho, con un vozarrón de ogro resfriado.

¡Créame, ilustrísimo, la culpa no ha sido mía...!

¡Basta! Esta noche ajustaremos cuentas.
En efecto, acabada la representación, el titiritero fue a la cocina, donde se
preparaba para lacena un buen carnero que giraba lentamente ensartado en
elasador. Y como le faltaba leña para terminar de asarlo, llamó a Arlequín y
a Polichinela y les dijo:
—Traedme al títere ese que encontraréis colgado de un clavo. Parece hecho
de leña muy seca y estoy seguro de que, al echarle al fuego, hará una buení-
simas brasas para el asado.
Al principio Arlequín y Polichinela vacilaron, pero, aterrorizados por la
mirada de su amo, obedecieron y poco después volvían a la cocina llevando
en brazos al pobre Pinocho, que, revolviéndose como una anguila fuera del
agua, gritaba desesperadamente:

¡Papá, sálveme! ¡No quiero morir...! ¡No quiero morir!

32
CAPITULO 11

Tragafuego estornuda y perdona a Pinocho,


que después salva de la muerte
a su amigo Arlequín

1 Tragafuego (éste era su nombre) parecía un hombre


titiritero
espantoso, no digo que no, especialmente con aquella barbaza
j negra que, a modo de delantal, le cubría todo el pecho y las
piernas; pero, en el fondo, no era un mal hombre. La prueba está
en que cuando tuvo delante al pobre Pinocho, que forcejeaba
gritando «¡No quiero morir, no quiero morir!», empezó enseguida a conmoverse
y a apiadarse y, después de haberse resistido un buen rato, al final no pudo
más y dejó escapar un sonorísimo estornudo.
Al oír aquel estornudo, a Arlequín, que hasta entonces había estado afligido
y decaído como un sauce llorón, se le alegró la cara y, acercándose hasta
Pinocho, le susurró en voz baja:
— Buena señal, hermano. El titiritero ha estornudado y eso indica que se ha
compadecido de ti, y ya estás a salvo.
Porque habéis de saber que mientras todos los hombres, cuando se apiadan
de alguien, lloran o por lo menos simulan secarse los ojos, Tragafuego, en
cambio, cada vez que se enternecía de verdad tenía la costumbre de estornudar.
Era una manera como otra cualquiera de dar a conocer la sensibilidad de su
corazón.
Después de haber estornudado, el titiritero siguió haciéndose el huraño y
gritó a Pinocho:
— ¡Termina de llorar! Tus lamentos me han puesto un peso en elfondo del
estómago... siento un espasmo, que casi casi... ¡Atchis, atchís! — y estornudó
otras dos veces.
— ¡Salud!— Pinocho.
dijo
— ¡Gracias! ¿Y viven papá y mamá? — preguntó Tragafuego.
tu tu le
— Mi papá, a mi mamá no he conocido.
sí; la
— ¡Quién sabe qué disgusto padre, ahora mandara
se llevaría tu viejo si te
arrojar a esas brasas encendidas! ¡Pobre compadezco...! viejo, le ¡Atchís, atchís,
atchís!—y estornudó otras tres veces.
— ¡Salud!— Pinocho.
dijo
— ¡Gracias!¡Por otra también hay que compadecerse de mí, porque,
parte,
como no tengo leña para terminar de asar este carnero y tú me habrías
ves,
sido de gran utilidad! Pero ya me he apiadado de ti y hay que tener paciencia

33
I

En tu lugar, pondré al fuego bajo el asado a algún títere de mi Compañía...


¡Eh, gendarmes!
Ante esta llamada aparecieron inmediatamente dos gendarmes de madera,
muy altos y muy tiesos, con un sombrero de dos picos en la cabeza y el sable
desenvainado en la mano.
Entonces el titiritero les dijo con voz estentórea:
— Prended a Arlequín, atadlo bien y echadle después al fuego. ¡Quiero que
mi carnero esté bien asado!
¡Figuraos al pobre Arlequín! Fue tan grande su espanto, que las piernas se
le doblaron y cayó de bruces al suelo.
Pinocho, a la vista de aquel espectáculo desgarrador, se arrojó a los pies del
titiritero y llorando a lágrima viva y mojándole todos los pelos de su larguísima
barba, comenzó a decir con voz suplicante:
¡Piedad, señor Tragafuego...!
¡Aquí no hay señores! — replicó duramente el titiritero.

¡Piedad, noble Caballero...!


Aquí no hay caballeros...!
Piedad, señor Comendador...!
¡Aquí no hay comendadores...!
Piedad, Excelencia...!
Al oírse llamar Excelencia, el titiritero se sintió halagado, su comportamiento
se hizo más humano y más tratable, y le dijo a Pinocho:

34
—Y bien,¿qué quieres de mí?
— ¡Le pido gracia para pobre Arlequín!
el
—Aquí no hay gracia que he perdonado a
valga. Si te tengo que echarle
ti,

al fuego a élporque quiero que mi carnero quede bien asado.


— En caso — altivamente Pinocho, levantándose y quitándose su
este gritó
gorrito de miga de pan — en , caso cuál
este mi deber. ¡Adelante, señores
sé es
gendarmes! Atadme y arrojadme entre esas llamas. ¡No, no es justo que el
pobre Arlequín, mi verdadero amigo, tenga que morir por mí...!
Estas palabras, dichas en voz alta y con acento heroico, hicieron llorar a
todos los títeres que estaban presentes en aquella escena. Los mismos gendar-
mes, aunque eran de madera, lloraban como dos corderitos.
Al principio Tragafuego se mantuvo duro e impasible como un pedazo de
hielo, pero después, poco a poco, empezó también a conmoverse y a estornudar.
Estornudó cuatro o cinco veces, abrió afectuosamente los brazos y le dijo a
Pinocho:
— ¡Eres un buen muchacho! Ven aquí y dame un beso.
Pinocho acudió corriendo, trepó como una ardilla por la barba del titiritero
y fue a darle un gran beso en la punta de la nariz.

Entonces, ¿me concede gracia? —
preguntó el pobre Arlequín, con un hilo
de voz que apenas se oía.

¡Te concedo gracia! —
repuso Tragafuego; luego agregó suspirando y
moviendo la cabeza — ¡Paciencia! ¡Por esta noche me resigno a comerme el
:

carnero medio crudo, pero otra vez, pobre de aquel al que le toque...!
Ante la noticia de la gracia obtenida, todos los títeres corrieron hasta el
escenario y, encendidas las luces y las arañas como en una función de gala,
comenzaron a saltar y a bailar. Llegó el alba y seguían bailando.

35
CAPITULO 12

El titiritero Tragafnego regala cinco monedas de oro a Pinocho,


para que se las lleve a su papá Gepeto;
y Pinocho se deja engañar por el Zorro y el Gato
y se va con ellos

1 día siguiente Tragafuego llamó aparte a Pinocho y le preguntó:


— ¿Cómo llama se tu padre?
— Gepeto.
—¿Y qué oficio tiene?
— El de pobre.
—¿Gana mucho?
—Gana necesario para no tener jamás un céntimo en
lo el bolsillo. Figúrese
que para comprarme el Abecedario de la escuela tuvo que vender la chaqueta
que llevaba puesta; una chaqueta que, entre piezas y remiendos, estaba hecha
una calamidad.
— ¡Pobre diablo! Casi me da pena. Aquí tienes cinco monedas de oro. Vete
enseguida a llevárselas y salúdale de mi parte.
Pinocho, como es fácil imaginar, dio las gracias mil veces al titiritero; abrazó,
uno a uno, a todos los títeres de la Compañía, incluso a los gendarmes, y, fuera
de sí de contento, se puso en camino para volver a su casa.
Pero no había recorrido ni medio kilómetro, cuando se encontró por el
camino con un zorro cojo de una pata y un gato ciego de los dos ojos, que iban
de un lado a otro, ayudándose mutuamente, como buenos compañeros de
desventuras. El zorro, que era cojo, caminaba apoyándose en el gato; y el gato,
que era ciego, se dejaba guiar por el zorro.
— Buenos días. Pinocho —
le dijo el Zorro, saludándole amablemente.

36
—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó el títere.

—Conozco bien a papá. tu


—¿Dónde has le visto?
— Le ayer delante de puerta de su
vi la casa.
—¿Qué hacía?
— Estaba en mangas de camisa y de tiritaba frío.

— ¡Pobre papá! Pero, Dios quiere, hoy en adelante no temblará


si ¡de más...!
—¿Por qué?
— Porque me he convertido en un gran señor.
—¿Un gran señor — tú? Zorro, y comenzó a
-
dijo el con una reírse risa
desvergonzada y burlona; y también se reía el Gato, pero para que no le vieran,
se peinaba los bigotes con las patas delanteras.
— —
No hay por qué reírse gritó Pinocho irritado —
De verdad siento haceros.

la boca agua, pero éstas, para que os enteréis, son cinco magníficas monedas
de oro.
Y sacó las monedas que le había regalado Tragañaego.
Ante el simpático sonido de aquellas monedas, el Zorro, en un movimiento
involuntario, alargó la pata que parecía entumecida y el Gato abrió de par en
par sus dos ojos, que parecían dos linternas verdes, pero después los volvió a
cerrar tan rápidamente que Pinocho no advirtió nada.
— —
Y ahora le preguntó el Zorro —
¿qué vas a hacer con esas monedas?
,

— Ante todo —
respondió el títere —
quiero comprarle a mi papá una bonita
chaqueta nueva, toda de oro y plata, con los botones de brillantes, y después
quiero comprar un Abecedario para mí.
— ¿Para ti?
— Eso es; porque quiero ir a la escuela y ponerme a estudiar en serio.
— —
Mírame dijo el Zorro —
por la necia pasión de estudiar perdí una pata.
;

— Mírame —
dijo el Gato —
por la necia pasión de estudiar perdí la vista
;

de los dos ojos.


En aquel momento un mirlo blanco, que estaba apoyado en el seto del
camino, empezó a cantar y dijo:
— Pinocho, no sigas los consejos de los malos compañeros, si no, ¡te arrepen-
tirás!
¡Pobre mirlo, jamás hubiera debido decirlo! El Gato, dando un gran salto,
se le echó encima y, sin darle siquiera tiempo para decir ay, se lo comió de un
bocado, con plumas y todo. Después de comérselo y limpiarse la boca, cerró
los ojos otra vez y continuó haciéndose el ciego como al principio.
— ¡Pobre mirlo! —
dijo Pinocho al Gato —
¿Por qué te lo has comido?
.

— Lo he hecho para darle una lección. Así sabrá que no tiene que meterse
en las conversaciones de los demás.
Estaban justo a mitad de camino, cuando el Zorro, parándose de sopetón,
dijo al títere:
—¿Quieres duplicar tus monedas de oro?
-¿Qué?

37
Vi^,

mf

—¿Quieres convertir cinco miserables monedas en cien, mil, dos mil?


— ¡Ojalá!¿De qué modo?
— Es En lugar de volver a
sencillísimo. tu casa, sólo tienes que venir con no-
sotros.
—¿Y a dónde queréis conducirme?
—Al País de Cándidos.
los
Pinocho pensó un poco y luego
lo resueltamente: dijo
— No, no quiero Ya estoy cerca de
ir.
y quiero que me espera
casa, volver, ya
mi papá. ¡Quién sabe, pobre viejo, cuánto habrá sufrido ayer, al ver que no
volvía! Además, he sido un mal hijo y el Grillo-parlante tenía razón cuando
decía: «Los muchachos desobedientes no pueden vivir en paz en este mundo.»
Yo lo he comprobado por mi cuenta, porque me han ocurrido muchas desgra-
cias, y también ayer por la noche en casa de Tragafuego corrí peligro... ¡Brrr!
¡Me dan escalofríos sólo de pensarlo!
— Entonces — Zorro— ¿de verdad quieres
dijo el ,
a casa? Pues ir tu vete, ¡y
tanto peor para ti!

— ¡Tanto peor para — Gato.


ti! repitió el
— Piénsalo Pinocho, porque
bien. das una patada a fortuna.
le la
— ¡A fortuna! —
la Gato. repitió el
—Tus cinco monedas, de hoy a mañana, habrían convertido en dos se mil.
— ¡Dos — mil! Gato.
repitió el
— Pero, ¿cómo posible que conviertan en tantas? —preguntó Pinocho,
es se
quedándose con boca abierta de estupor.
la
— Te explico rápidamente —
lo Zorro— Has de saber que en
dijo el País . el

de Cándidos hay un campo bendito, llamado por todos el Campo de los


los
Milagros. Haces en ese campo un pequeño agujero y metes, por ejemplo, una
moneda de oro. Después, tapas el agujero con un poco de tierra, lo riegas con
dos cubos de agua de la fuente, le echas encima un puñado de sal, y por la
noche te vas tranquilamente a la cama. Mientras tanto, durante la noche, la
moneda germina y florece, y a la mañana siguiente te levantas, regresas al
campo y ¿qué encuentras? Encuentras un hermoso árbol cargado de tantas
monedas de oro como granos puede tener una hermosa espiga en el. mes de
junio.

40
imv**mmf
i^«= •

W^' ' yfW-MÉv^^árS^


— Entonces — Pinocho cada vez más asombrado— enterrase en
dijo , si ese
campo mis cinco monedas, ¿cuántas encontraría a mañana siguiente? la
— Es una cuenta — respondió Zorro— una cuenta que puedes
facilísima el ,

hacer con dedos. Supon que cada moneda te da un racimo de quinientas:


los
multiplica quinientas por cinco y a la mañana siguiente te encuentras en el
bolsillo con dos mil quinientas monedas contantes y sonantes.
—¡Oh, qué bien! —
gritó Pinocho, bailando de alegría Apenas recoja esas — .

monedas, guardaré dos mil para mí y las otras quinientas os las regalaré a
vosotros.
—¿Regalarnos monedas a nosotros? — gritó el Zorro, desdeñoso y haciéndose
elofendido— ¡Dios . te libre!
— ¡Dios —
te libre! Gato. repitió el
—Nosotros — continuó Zorro— no el trabajamos por el vil interés; sólo
trabajamos para enriquecer a demás. los
— ¡A demás! —
los Gato.repitió el
«¡Qué buenas personas!», pensó Pinocho; y olvidándose en el acto de su
papá, de la chaqueta nueva, del Abecedario y de todos los buenos propósitos,
dijo al Zorro y al Gato:
—Vamos. Voy con vosotros.

41
CAPITULO 13

La hostería
de «El Cangrejo Rojo»

ndando, andando, an-


dando, llegaron por fin,
al caer la noche v muer-
tos de cansancio, a la
hostería de «El Cangrejo
Rojo».
— Detengámonos aquí un poco
— Zorro— para tomar un bo-
dijo el
cado y descansar unas horas. Partire-
mos a medianoche para estar maña-
na, al alba, en el Campo de los Mila-
gros.
Entraron en la hostería y se senta-
ron los tres a la mesa; pero ninguno
tenía apetito.
El pobre Gato, sintiéndose grave-
mente indispuesto del estómago, sólo
pudo comer treinta y cinco salmone-
tes con salsa de tomate y cuatro ra-
ciones de callos a la parmesana; y
como los callos no le parecían bastante
sabrosos, ¡pidió tres veces mantequilla
y queso rallado!
El Zorro también habría tomado
algo con gusto, pero como el médico
le había prescrito una severísima die-
ta, tuvo que contentarse con una sim-
ple liebre tierna y gorda y una ligerí-
sima guarnición de pollitos cebados y
de gallitos jóvenes. Después de la lie-
bre se hizo servir, como complemento,
un estofado de perdices, conejos, ra-
nas, lagartijas y buenas uvas; y des-
pues no quiso nada más. La comida le daba náuseas, decía, y no podía llevarse
nada más a la boca.
Quien menos comió de los tres fue Pinocho. Pidió un puñado de nueces y
un cacho de pan, y dejó en el plato ambas cosas. El pobre muchacho, con el
pensamiento siempre fijo en el Campo de los Milagros, había atrapado una
indigestión anticipada de monedas de oro.
Cuando hubieron cenado, el Zorro le dijo al hostelero:
— Denos dos buenas habitaciones, una para señor Pinocho y otra para mí
el

y mi compañero. Antes de irnos descabezaremos un sueñecito. Sin embargo,


recuerde que queremos ser despertados a medianoche para continuar viaje.
— —
Sí, señores respondió el hostelero y guiñó un ojo al Zorro y al Gato,
como diciendo: «¡A buen entendedor pocas palabras...!»
En cuanto Pinocho se metió en la cama, se durmió y comenzó a soñar. Y
soñando le parecía estar en medio del campo, y este campo estaba lleno de
arbolitos cargados de racimos, y estos racimos estaban cargados de monedas
de oro que se balanceaban movidas por el viento, haciendo tin, tin, tin, como
si quisieran decir: «Quien nos quiera, venga a tomarnos.» Pero cuando Pinocho

estaba en lo mejor, cuando alargaba la mano para recoger a puñados todas


aquellas monedas y metérselas en el bolsillo, le despertaron de repente tres
violentísimos golpes dados en la puerta de la habitación.
Era el hostelero, que venía a decirle que había pasado la medianoche.
— ¿Y mis compañeros están preparados? — le preguntó el títere.
— Más que preparados. Han partido hace dos horas.
— ¿Por qué tanta prisa?
— Porque el Gato ha recibido un recado: su gatito mayor, enfermo de
sabañones en los pies, estaba en peligro de muerte.
— ¿Y han pagado la cena?
— ¿Cómo pensáis eso? Son personas demasiado educadas para hacerle una
afrenta similar a vuestra señoría.
— ¡Lástima! ¡Esta afrenta me hubiera producido mucho — Pino- gusto! dijo
cho, rascándose la cabeza. Después preguntó— ¿Y dónde han dicho que me
:

esperan estos buenos amigos?


— En Campo de Milagros, mañana por mañana, despuntar
el los la al el día.

44
Pinocho pagó con una moneda su cena y la de sus compañeros, y después
partió.
Pero puede decirse que partió a tientas, porque fuera de la hostería había
una oscuridad tan oscura, que no se veía nada. En los campos de los alrede-
dores no se oía moverse una hoja. Sólo algunos pajarracos nocturnos, atrave-
sando el camino de un seto a otro, batían las alas bajo la nariz de Pinocho, el
cual, echándose hacia atrás por el miedo, gritaba: «¿Quién va?», y el eco de las
colinas circundantes repetía en lontananza: «¿Quién va?, ¿quién va?, ¿quién va?»
Entonces, mientras caminaba, vio sobre el tronco de un árbol un pequeño
animalito que brillaba con una luz pálida y opaca, como una luciérnaga dentro
de una lámpara de porcelana transparente.
— —
¿Quién eres? le preguntó Pinocho.
— —
Soy la sombra del Grillo-parlante respondió el animalito con una voz
tan que parecía venir del más
débil, allá.
—¿Qué quieres de mí? — dijo el títere.
— Quiero darte un consejo. Vuelve hacia atrás y monedas
lleva las cuatro
que te quedan a tu pobre papá, que llora y se desespera porque no sabe nada
de ti.
— Mañana mi papá será un gran señor, porque estas cuatro monedas se
convertirán en dos mil.
—No muchacho, de
te fíes, que prometen hacerte
los rico de la noche a la
mañana. ¡Lo normal es que estén locos o sean estafadores! Hazme caso, vuelve
atrás.
— Sin embargo, quiero seguir adelante.
— muy
¡Es tarde...!
— Quiero seguir adelante.
— La noche es oscura...
— Quiero seguir adelante.
— El camino es peligroso...
— Quiero seguir adelante.
— Recuerda que muchachos que quieren obrar a su capricho y a su modo,
los
antes o después arrepienten.
se
— Las de siempre. Buenas noches.
historias Grillo.
—Buenas noches. Pinocho, que ¡y de lodazales y de
el cielo te libre los los
asesinos!
Apenas dichas estas palabras, el Grillo-parlante se apagó de golpe, como se
apaga una vela sobre la que se sopla, y el camino quedó más oscuro que antes.

45
CAPITULO 14

Pinocho, por no escuchar


los buenos consejos del Grillo-parlante,
tropieza con los asesinos

e verdad», dijo para sí el títere continuando su viaje, «¡qué des-


graciados somos los pobres muchachos! Todos nos regañan, todos
nos gritan, todos nos dan consejos. Si les dejásemos hablar, a todos
se les metería en la cabeza ser nuestros papas y nuestros maestros,
a todos, incluso a los Grillos-parlantes. Y porque no he querido
escuchar a ese pesado de Grillo, ¡quién sabe cuántas desgracias, según él,
deberían ocurrirme! ¡Hasta debería encontrarme con asesinos! Menos mal que
no creo en asesinos, ni he creído nunca. Para mí los asesinos han sido inven-
tados a propósito por los papas para meter miedo a los muchachos que quieren
salir de noche. Y además, aunque les encontrase ahora por el camino, ¿acaso
me darían miedo?, ¡ni en sueños! Me acercaría a ellos gritando: "Señores
asesinos, ¿qué quieren de mí? ¡Recuerden que conmigo no se juega! ¡Vayan a
sus asuntos, y cállense!" Ante estas palabras dichas en serio, me parece ver a
esos pobres asesinos huir rápidos como el viento. Y en el caso de que fuesen
tan maleducados que no quisieran huir, entonces huiría yo, y así acabaría...»
Pero Pinocho no pudo terminar su razonamiento, porque en ese momento
le pareció oír tras de sí un ligerísimo crujido de hojas.

Se volvió para mirar y vio en la oscuridad a dos feas figuras negras muy
tapadas por dos sacos de carbón, que corrían tras él a saltos y de puntillas,
como si fuesen dos fantasmas.
«¡Aquí están de verdad!», dijo para sí; y no sabiendo dónde esconder las
cuatro monedas, se las metió en la boca, precisamente bajo la lengua.
Después trató de escapar, pero aún no había dado el primer paso, cuando
sintió que le agarraban por los brazos y oyó dos voces horribles y cavernosas
que ledecían:
— jLa bolsa o la vida!
Pinocho no podía responder con palabras, debido a las monedas que tenía
en la boca, pero hizo mil zalemas y mil pantomimas para dar a entender a
aquellos dos encapuchados, de los que sólo se veían sus ojos a través de unos
agujeros en los sacos, que era un pobre títere y que no tenía ni un céntimo
falso en el bolsillo.
— ¡Vamos, vamos! ¡Menos chachara y saca las monedas! —gritaban amena-
zadoramente los dos bandidos.

46
Y hizo con la cabeza y con
el títere

las manos una señal como diciendo:


«No las tengo.»
— Saca monedas o date por
las
muerto — asesino más
dijo el alto.
— ¡Muerto! — repitió el otro.
—Y después de matarte a ¡ma- ti,

taremos también a padre! tu


— ¡También a padre! tu
— ¡No, a mi pobre padre
no, no, no!
— Pinocho con acento desespe-
gritó
rado, pero al hacerlo, las monedas le
sonaron en la boca.
— ¡Ah, bribón! ¿Conque has escon-
dido las monedas bajo la lengua? ¡Es-
cúpelas enseguida!
Pero Pinocho resistía firme.

¡Ah, te haces el sordo! Espera un
poco, ¡ya nos las arreglaremos para
hacértelas escupir!
En efecto, uno agarró al títerepor
la punta de la nariz y el otro por la
barbilla, y comenzaron a tirar desco-
medidamente, uno hacia aquí y otro
hacia allá, para obligarle a abrir la
boca, pero no hubo forma. La boca
del títere parecía clavada y remacha-
da.
Entonces, el asesino más bajo de
estatura sacó un cuchillo y trató de
metérselo, a guisa de palanca, entre
los dientes, pero Pinocho, rápido
como un relámpago, le mordió la
mano y después de habérsela arran-
cado de un mordisco, la escupió; y
figuraos su asombro cuando se dio
cuenta de que, en lugar de una mano,
había escupido una zarpa de gato.
Animado por esta primera victoria,
se libró por la fuerza de las uñas de
los asesinos y, saltando el seto del ca-
mino, empezó a huir por el campo. Y
los asesinos corrían tras él, como dos
perros tras una liebre, y el que había

47
I

perdido una zarpa corría con una sola pierna, sin saberse cómo lo hacía.
Después de una carrera de quince kilómetros, Pinocho no podía más. En-
tonces, viéndose perdido, trepó por el tronco de un altísimo pino y se sentó en
las ramas de la cima. Los asesinos también trataron de trepar, pero resbalaron
justo a mitad del tronco y, cayendo al suelo, se desollaron las manos y los pies.
No por esto se dieron por vencidos, sino que reunieron un haz de leña seca al
pie del pino y le prendieron fuego. En menos de lo que se cuenta, el pino
comenzó a arder y llamear, como una fogata atizada por el viento. Pinocho,
viendo que las llamas subían cada vez más, y no queriendo acabar como un
pichón asado, dio un buen salto desde la copa del árbol y empezó a correr otra
vez a través de los campos y de los viñedos. Y los asesinos detrás, siempre
detrás, sin cansarse nunca.
Entre tanto, comenzaba a clarear y los asesinos seguían corriendo detrás de
él, cuando, de pronto. Pinocho encontró el paso cortado por un largo
y pro-
fundísimo hoyo, lleno de agua sucia color café con leche. ¿Qué hacer?
— ¡Un, dos, tres!— gritó el títere, y tomando carrerilla, saltó al otro lado.
Y los asesinos también saltaron, pero no calcularon bien la distancia y,
¡pataplás.../, cayeron en medio del hoyo. Pinocho, que oyó la zambullida y las
salpicaduras del agua, gritó mientras se reía y seguía corriendo:
— ¡Buen baño, señores asesinos!
Y se figuraba que se habrían ahogado, cuando por el contrario, al volverse
para mirar, advirtió que los dos corrían detrás, siempre cubiertos por sus sacos
y chorreando agua como dos canastas llenas de agujeros.

48
CAPITULO 15

Los asesinos persiguen a Pinocho


y, después de alcanzarle, le ahorcan
de una rama del Roble grande

1 perdidos los
títere,
ánimos, estaba ya a
punto de tirarse al
suelo y darse por
vencido, cuando, al
mirar alrededor, entre medias
del verde oscuro de los árboles
vio blanquear a lo lejos una
casita luminosa como la
nieve.

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«Si tuviese aliento suficiente para llegar hasta aquella casa, quizá estaría a
salvo», dijo para sí.
Y sin más, volvió a lanzarse por el bosque a todo correr. Y los asesinos,
detrás.
Y después de una carrera desesperada de casi dos horas, llegó finalmente
jadeando a la puerta de aquella casita y llamó.
Nadie respondió.
Volvió a llamar con más fiíerza, porque oía acercarse el ruido de los pasos
y la respiración agitada y cansada de sus perseguidores.
El mismo silencio.
Advirtiendo que llamar no servía de nada, desesperado, empezó a dar
patadas y cabezazos en la puerta. Entonces se asomó a la ventana una hermosa
Niña, con los cabellos azules y la cara blanca como una imagen de cera, los
ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho, que, sin mover los labios,
dijo con una vocecita que parecía venir de otro mundo:
— En esta casa no hay nadie. Todos están muertos.
— ¡Ábreme tú! —
gritó Pinocho llorando y suplicando.
— También yo estoy muerta.
— ¿Muerta? ¿Y entonces qué haces en la ventana?
— Estoy esperando el ataúd que venga a llevarme.
En cuanto dijo esto, la Niña desapareció y la ventana volvió a cerrarse sin
hacer ruido.
— ¡Oh hermosa Niña de cabellos azules! —
gritaba Pinocho —
¡ábreme, por
,

caridad! Ten compasión de un pobre muchacho perseguido por asesi...


Pero no pudo terminar la palabra, porque sintió que le agarraban por
el cuello y oyó los dos vozarrones de antes que murmuraban amenaza-

doramente:
— ¡Ahora ya no escaparás!
El títere, viendo centellear la muerte ante sus ojos, fiíe presa de un temblor
tan ñierte que le sonaban las junturas de las piernas de madera y las cuatro
monedas que tenía escondidas bajo la lengua.
— —
Y ahora le preguntaron los asesinos —
¿quieres abrir la boca, sí o no?
,

Ah, ¿no contestas...? Espera: ¡esta vez te la abriremos nosotros!


Y sacando dos cuchillos muy largos y afilados como navajas de afeitar, ¡zas!,
le dieron dos cuchilladas en medio de los ríñones.

Pero el títere, por fortuna, estaba hecho de una madera tan dura que las
hojas se hicieron pedazos y los asesinos se quedaron con el mango de los
cuchillos en la mano, mirándose el uno al otro.
— —
Ya sé dijo entonces uno de ellos — ¡hay que ahorcarle! ¡Ahorquémosle!
;

— ¡Ahorquémosle! —
repitió el otro.
Dicho y hecho; le ataron las manos a la espalda y pasándole un nudo
corredizo alrededor del cuello, le colgaron de la rama de un gran árbol llamado
Roble grande.
Luego se quedaron allí, sentados sobre la hierba, esperando que el títere

50
51
estirase la pata; pero cabo de tres horas, seguía con los ojos abiertos,
el títere, al

la boca cerrada y moviéndose más que nunca.


Finalmente, aburridos de esperar, se volvieron hacia Pinocho y le dijeron
burlonamente:
— Adiós, hasta mañana. Esperamos que mañana nos habrás hecho la gen-
tileza de estar bien muerto y con la boca bien abierta.
Y se fueron.
Entre tanto, se había levantado un viento impetuoso de tramontana que,
soplando y mugiendo con rabia, zarandeaba de aquí para allá al pobre ahor-
cado, que se columpiaba violentamente como el badajo de una campana que
toca a fiesta. Y aquel columpiarse le causaba agudísimos dolores, y el nudo
corredizo, apretándole cada vez más el cuello, le cortaba la respiración.
Y, poco a poco, los ojos se le nublaban; y aunque sentía acercarse la muerte,
seguía esperando que, de un momento a otro, llegase por casualidad un alma
piadosa para ayudarle. Pero cuando, espera que te espera, vio que no aparecía
nadie, verdaderamente nadie, le vino a la mente su pobre papá... y balbuceó
casi moribundo:
— ¡Oh papá, si estuviese aquí...!
Y no tuvo aliento para decir más. Cerró los ojos, abrió la boca, estiró las
piernas y, dando una gran sacudida, se quedó allí patitieso.

52
CAPITULO 16

La bella Niña de los cabellos azules


hace que recojan al títere, le mete
en la cama y llama a tres médicos
para saber si está vivo o muerto

uando
pobre Pinocho,
el

ahorcado por los asesi-


nos en una rama del Ro-
ble grande, parecía ya
más muerto que vivo, la
bella Niña de los cabellos azules se
asomó de nuevo a la ventana, y apia-
dándose ante la vista de aquel infeliz
que, suspendido por el cuello, bailaba
el rigodón zarandeado por la tramon-

tana, dio tres palmadas.


A esta señal se oyó un gran ruido
de alas que volaban con precipitado
ímpetu, y un gran halcón vino a po-
sarse en el antepecho de la ventana.
—¿Qué ordena, mi graciosa Hada?
— dijo el Halcón bajandopico en el
señal de reverencia (porque habéis de
saber que la Niña de los cabellos azu-
les no era otra, a fin de cuentas, que
una buenísima hada que desde hacía
más de dos mil años habitaba en las
cercanías de aquel bosque).
—¿Ves aquel colgado de una
títere
rama Roble grande?
del
— Le veo.
— Pues vuela enseguida hasta
bien;
allí; rompe con tu fortísimo pico el
nudo que le sostiene en el aire y tién-
dele suavemente sobre la hierba, al
pie del Roble.
El Halcón salió volando y dos mi-
nutos después volvió, diciendo:

53
— He cumplido que me ha sido ordenado.
lo
—¿Y cómo has encontrado? ¿Vivo o muerto?
lo
— A primera parecía muerto, pero afortunadamente todavía no debe
vista
de estar muerto, porque apenas le he soltado el nudo corredizo que le apretaba
el cuello, ha dejado escapar un suspiro, balbuceando a media voz: «¡Ahora me

siento mejor!»
Entonces el Hada dio tres palmadas y apareció un magnífico perro de lanas,
que caminaba erguido sobre las patas de atrás, como si fuese un hombre.
El Perro de lanas estaba vestido de cochero, con librea de gala.- Tenía en la
cabeza un tricornio con galones de oro; una peluca blanca con rizos que le
bajaban por el cuello; una levita color de chocolate con los botones brillantes
y dos grandes bolsillos para llevar los huesos que le ofrecía su ama para comer;
un par de calzones cortos de terciopelo carmesí; medias de seda; zapatitos
escotados; y por detrás, una especie de funda de paraguas, de raso turquesa,
para meter dentro el rabo cuando empezaba a llover.
— ¡Deprisa, Medoro! —
dijo el Hada al Perro de lanas — Haz enganchar
.

enseguida la más bella carroza de mis caballerizas y toma el camino del bosque.
Cuando llegues al pie del Roble grande, encontrarás, tendido sobre la hierba,
a un pobre títere medio muerto. Recógelo con cortesía, colócalo con cuidado
sobre los almohadones de la carroza y tráemelo aquí. ¿Has comprendido?
El Perro de lanas, para dar a entender que había comprendido, meneó tres
o cuatro veces la funda de raso turquesa que tenía detrás, y partió al galope.
Poco después, se vio salir de las caballerizas una hermosa carroza color de
aire, acolchada con plumas de canario y forrada en su interior con nata
montada y crema con bizcochos. Tiraban de la carroza cien pares de ratones
blancos, y el Perro de lanas, sentado en el pescante, restallaba el látigo a
derecha e izquierda, como un cochero que teme llegar tarde.
Aún no había pasado un cuarto de hora, cuando la carroza volvió, y el
Hada, que estaba esperando en la puerta de la casa, tomó en sus brazos al
pobre títere, y llevándoselo a una habitación que tenía las paredes de nácar,
mandó llamar enseguida a los médicos más famosos de la vecindad.
Y los médicos llegaron inmediatamente, uno tras otro: un cuervo, un mo-
chuelo y un grillo-parlante.
— Querría saber de sus señorías — dijo el Hada, dirigiéndose a los tres
médicos reunidos en torno de la cama de Pinocho — ¡querría saber de sus
,

señorías si este desgraciado títere está vivo o muerto!


Ante esta invitación, el Cuervo, avanzando el primero, tomó el pulso a
Pinocho, después le tocó la nariz, después los dedos meñiques de los pies, y
cuando hubo tocado bien, pronunció solemnemente estas palabras:
— A mi entender el títere está bien muerto, pero si por desgracia no estuviese
muerto, ¡entonces sería un indicio seguro de que sigue vivo!
— Siento — dijo el Mochuelo —
tener que contradecir al Cuervo, mi ilustre
amigo y colega: para mí el títere sigue vivo; pero si por desgracia no estuviese
vivo, ¡entonces sería una señal de que verdaderamente está muerto!
— ¿Y usted no dice nada? —
preguntó el Hada al Grillo-parlante.

54
—Digo que el médico prudente, cuando no sabe qué decir, lo mejor que
puede hacer es estarse callado. Además la cara de este títere no es nueva para
mí: ¡le conozco hace tiempo!
Pinocho, que hasta entonces había estado inmóvil, como un verdadero
pedazo de madera, tuvo una especie de estremecimiento convulsivo que sacudió
el lecho.
— Este —
títere diciendo
siguió Grillo-parlante—
el un granuja redomado.
es
Pinocho abrió y cerró enseguida.
los ojos los
— Es un granuja, un perezoso, un vagabundo...
Pinocho escondió cara bajola sábanas. las
— un
¡Este títere es desobediente, que hará morir acongojado a su pobre
hijo
papá...!
En ese momento se oyó en la habitación un sonido ahogado de llantos y
sollozos. Figuraos cómo se quedaron todos cuando, al levantar un poco las
sábanas, advirtieron que quien lloraba y sollozaba era Pinocho.

Cuando el muerto llora, es señal de que está en vías de curación dijo —
solemnemente el Cuervo.
— —
Lamento contradecir a mi ilustre amigo y colega replicó el Mochuelo —
pero para mí, cuando el muerto llora es señal de que no le gusta morirse.

55
CAPITULO 17

Pinocho se come el azúcar, pero no quiere purgarse;


sin embargo, cuando ve a los sepultureros que vienen a llevárselo,
entonces se purga. Después dice una mentira
y en castigo le crece la nariz

penas médicos salieron de la habitación, el Hada se acercó


los tres
a Pinocho, y después de haberle tocado la frente, se dio cuenta
de que estaba atormentado por un calenturón.
Entonces disolvió ciertos polvitos blancos en medio vaso de
agua, y entregándoselo al títere, le dijo amorosamente:
— Débetelo, y en pocos días estarás curado.
Pinocho miró el vaso, torció un poco la boca, y después preguntó con voz
quejumbrosa:
—¿Es dulce o amargo?
— Es amargo, pero hará te bien.
— amargo, no quiero.
Si es lo
— Hazme bébetelo.
caso,
— Lo amargo no me gusta.
— Bébetelo cuando y, hayas bebido, daré un terrón de azúcar, para
te lo te
endulzarte boca.
la
— ¿Dónde terrón de azúcar?
está el

—Aquí — Hada, sacándolo de un azucarero de


dijo el oro.
— Primero quiero terrón de azúcar, y después beberé agua amarga...
el ese
—¿Me prometes?
lo
—Sí...
El Hada le terrón, y Pinocho, después de haberlo
dio el mordido y engullido
en un instante, dijo relamiéndose los labios:
— ¡Qué bien azúcar fuese una medicina...! Me purgaría todos
si el los días.
—Ahora cumple promesa y bébete la pocas gotas de agua, estas que te
devolverán la salud.
Pinocho tomó el vaso en la mano de mala gana y metió dentro la punta de
la nariz; después se lo acercó a la boca; luego volvió a meter la punta de la
nariz; finalmente dijo:
— demasiado amargo, demasiado amargo! No puedo beberlo.
¡Es
—¿Cómo siquiera
dices eso, has probado?
si ni lo
— que me
¡Es Lo he notado por
lo figuro! Antes quiero otro terrón el olor.

de azúcar... ¡Y después lo beberé!


Entonces el Hada, con toda la paciencia de una buena mamá, le metió en
la boca otro poco de azúcar y después le ofreció de nuevo el vaso.
— ¡Así no puedo beberlo! —
dijo el títere, haciendo mil muecas.
— ¿Por qué?

56
— Porque me molesta esa almohada que tengo sobre los pies.
El Hada quitó
le almohada.
la
— Tampoco
¡Es inútil! puedo así beberlo...
—¿Qué otra cosa molesta? te
— Me molesta puerta de habitación, que medio
la la está abierta.
El Hada fue y cerró puerta de
la habitación. la
— que — Pinocho, estallando en
¡Es no! gritó — esa agua amarga no
llanto ,

quiero bebería, no, no, no...


— Muchacho mío, te arrepentirás...
—No me importa...
—Tu enfermedad es grave...
—No me importa...
— La en pocas semanas
fiebre te llevará otro mundo... al
—No me importa.
—¿No miedo de
tienes muerte? la
— ¡Ningún Antes morir que tomar esa amarga medicina.
miedo...!
En ese momento, la puerta de habitación se abrió de par en par y entraron
la
cuatro conejos negros como la tinta, que llevaban sobre los hombros un pe-
queño ataúd.
— ¿Qué queréis? —
gritó Pinocho, incorporándose muy asustado.
— —
Hemos venido a buscarte respondió el conejo más grande.

57
—¿A buscarme...? ¡Pero todavía no estoy muerto!si

— Todavía no, pero quedan pocos minutos de vida por haberte negado a
te
tomar medicina, ¡que
la habría curado te la fiebre!
— Oh, Hada mía. Hada mía — comenzó entonces a — dadme chillar el títere ,

enseguida Daos por caridad, porque no


ese vaso... prisa, quiero morirme, no...
no quiero morirme...
Y, tomando el vaso en sus manos, lo vació de un trago.
— ¡Paciencia! —dijeron los conejos — . Por esta vez hemos hecho el viaje en
balde.
Yechándose de nuevo el pequeño ataúd sobre los hombros, salieron de la
habitación refunfuñando entre dientes.
El hecho es que, pocos minutos después. Pinocho saltó fuera de la cama,
guapo y curado; porque habéis de saber que los títeres de madera tienen el
privilegio de enfermar raramente y de curarse rápidamente.
Y el Hada, viéndole correr y retozar por la habitación, ágil y alegre como
un gallito joven, le dijo:
—¿Entonces de verdad ha sentado bien mi medicina?
te
— ¡Mejor que ¡Me ha devuelto
bien! mundo...! al
—¿Y entonces por qué has hecho rogar tanto para bebértela?
te
— que todos muchachos somos
¡Es los Tenemos más miedo de así! las
medicinas que del mal.
— ¡Qué vergüenza...! Los muchachos deberían saber que un buen medica-
mento tomado a tiempo puede salvarles de una grave enfermedad e incluso de
la muerte...
— ¡Oh!, ¡otra vez no haré rogar tanto! Me acordaré de esos conejos
me
negros, con el ataúd sobre los hombros... y entonces tomaré enseguida el vaso
con manos, ¡y adentro...!
las
— Ahora ven aquí conmigo y cuéntame qué ocurrió para caer en manos de
los asesinos.
— Ocurrió que Tragafuego me dio algunas monedas de oro, y
el titiritero

me dijo: «¡Ten, llévaselas a tu papá!», y por el camino me encontré a un Zorro


y a un Gato, dos buenas personas, que me dijeron: «¿Quieres que estas
monedas se conviertan en mil y dos mil? Ven con nosotros y te llevaremos al

58
Campo de los Milagros.» Y dije: «Vamos»; y dijeron: «Detengámonos en la
hostería de "El Cangrejo Rojo", y después de medianoche partiremos.» Y,
cuando me desperté, ya no estaban, porque habían partido. Entonces empecé
a caminar de noche, y había una oscuridad que parecía imposible, por lo que
me encontré por el camino con dos asesinos dentro de dos sacos de carbón,
que me dijeron: «Saca los cuartos»; y les dije: «No los tengo»; porque las cuatro
monedas de oro me las había escondido en la boca, y uno de los asesinos intentó
meterme las manos en la boca, y de un mordisco le arranqué la mano y luego
la escupí, pero en lugar de una mano escupí una zarpa de gato. Y los asesinos
corrían detrás, y yo corre que te corre, hasta que me alcanzaron, y me ataron
por el cuello a un árbol de este bosque, diciendo: «Mañana volveremos, y
entonces estarás muerto y con la boca abierta, y así te quitaremos las monedas
de oro que has escondido bajo la lengua.»

¿Y ahora dónde has metido las cuatro monedas? —
le preguntó el Hada.


¡Las he perdido! —
respondió Pinocho; pero dijo una mentira, porque las
tenía en el bolsillo.
Apenas dicha la mentira, su nariz, que ya era larga, le creció, de repente,
dos dedos más.

¿Y dónde las has perdido?
—En bosque cercano.
el

Con esta segunda mentira la nariz siguió creciendo.


— Si las has perdido en el bosque cercano dijo el Hada — las buscaremos — ,

y las encontraremos, porque todo lo que se pierde en el cercano bosque, siempre


se encuentra.
—Ah, ahora que me acuerdo bien — embrollándose
dijo el títere — , las cuatro
monedas no las he perdido, pero sin darme cuenta me las he tragado al beberme
la medicina.
Con esta tercera mentira, la nariz se le alargó de manera tan extraordinaria,
que pobre Pinocho no podía moverse hacia ninguna parte. Si se volvía hacia
el
aquí se golpeaba la nariz contra la cama o los cristales de la ventana; si se
volvía hacia allá, se golpeaba contra las paredes o la puerta de la habitación;
si levantaba un poco más la cabeza corría el riesgo de hacerle daño al Hada

en un ojo.
Y el Hada le miraba y se reía.
—¿Por qué os — preguntó
reís? muy confuso y preocupado por
le el títere,

su que crecía a
nariz, ojos vistas.
— Me de mentiras que has dicho.
río las
—¿Cómo sabéis que he dicho mentiras?
— Las mentiras, muchacho mío, descubren enseguida, porque son de dos
se
especies: mentiras que tienen las piernas cortas, y mentiras que tienen la nariz
larga; las tuyas, por lo que se ve, son de las que tienen la nariz larga.
Pinocho, no sabiendo dónde esconderse por la vergüenza que sentía, intentó
huir de la habitación; pero no lo logró. Su nariz había crecido tanto, que no
pudo pasar de la puerta.

59
.

CAPITULO 18

Pinocho vuelve a encontrarse con el Zorro y el Gato,


y se va con ellos a sembrar las cuatro monedas
al Campo de los Milagros

orno podéis imaginaros, el Hada


dejó que el títere llorase y chillase
una buena media hora por aquella nariz que tropezaba con las
paredes de la habitación; y lo hizo para darle una severa lección
ly para que se corrigiese del feo vicio de decir mentiras, el vicio
imás feo que puede tener un muchacho. Pero cuando le vio trans-
figurado y con los ojos fuera de las órbitas de desesperación, entonces, conmo-
vida, dio unas palmadas y a aquella señal entraron en la habitación, por la
ventana, un millar de grandes pájaros de los llamados carpinteros, que, posados
sobre la nariz de Pinocho, comenzaron a picoteársela tanto que en pocos
minutos aquella enorme y disparatada nariz se redujo a su tamaño natural.
— ¡Qué buena sois, Hada mía — —
dijo el títere, secándose los ojos y cuánto ,

os quiero!
— También quiero yo — respondió Hada— y deseas quedarte con-
te el ,
si

migo, mi hermanito y yo
serás buena hermanita...
tu
— Me quedaría pero ¿y mi pobre papá?
gustoso...
— He pensado en Tu papá ya todo. avisado y antes de que haga de
está se
noche estará aquí.
—¿De — Pinocho saltando de
verdad.'* gritó — ¡Entonces, Hadita alegría .

mía, si os parece bien, querría ir a su encuentro! ¡No veo el momento de poder


darle un beso a ese pobre viejo,que tanto ha sufrido por mí!
— Pues vete, pero ten cuidado de no perderte. Toma el camino del bosque
y seguro que lo encontrarás.
Pinocho partió y, apenas entrado en el bosque, comenzó a correr como un
gamo, pero cuando llegó a cierto lugar, casi enfrente del Roble grande, se
detuvo, pues le pareció haber oído algo entre el follaje. En efecto, vio aparecer
por el camino, ¿adivináis a quién...?, al Zorro y al Gato, o sea, a los dos
compañeros de viaje con los que había cenado en la hostería de «El Cangrejo
Rojo».

¡Nuestro querido Pinocho! —
gritó el Zorro, abrazándole y besándole —
¿Qué haces por aquí?

¿Qué haces por aquí? —
repitió el Gato.

Es una larga historia dijo el títere — —
os la contaré gustosamente. Debéis
;

saber que la otra noche, cuando me dejasteis solo en la hostería, encontré a


unos asesinos por el camino...

60
—¿Unos ¡Oh pobre amigo! ¿Y qué querían?
asesinos...?
— Querían robarme monedas de las oro.
— —
¡Infames...! Zorro. dijo el
— ¡Infamísimos! — Gato.repitió el
— Pero empecé a correr — continuó diciendo — y ellos siempre
el títere ,

detrás, hasta que me alcanzaron y me colgaron de una rama de ese roble...


Y Pinocho señaló el Roble grande, que estaba a dos pasos.
— ¿Se puede oír algo peor? dijo el Zorro — —
¿En qué mundo estamos
.

condenados a vivir? ¿Dónde encontraremos un refugio seguro las personas


honradas?
Al tiempo que hablaba así, Pinocho se dio cuenta de que el Gato cojeaba
de la pata delantera derecha, porque le faltaba la zarpa con las uñas, por lo
que le preguntó:
— ¿Qué ha sido de tu zarpa?
El Gato quería responder cualquier cosa, pero se embrolló. Entonces el Zorro
dijo enseguida:
— Mi amigo demasiado modesto, y por eso no contesta. Contestaré por
es
él. Debes saber que hace una hora encontramos por el camino a un viejo lobo,

casi muerto de hambre, que nos pidió una limosna. No teniendo para darle ni
una espina de pescado, ¿qué ha hecho mi amigo, que verdaderamente tiene un
corazón de oro? Se ha cortado con los dientes una zarpa de su pata delantera
y se la ha echado a la pobre bestia, para que pudiese desayunar.
Y el Zorro, al decir esto, se secó una lágrima.
Pinocho, también conmovido, se acercó al Gato, susurrándole en la oreja:
— todos gatos pareciesen a ¡afortunados
Si los se ti, los ratones...!
—¿Y ahora qué haces por parajes? — preguntó
estos Zorro el al títere.
— Espero a mi papá, que debe de un momento a
llegar otro.
—¿Y monedas de oro?
tus
— Las tengo en menos una con
el bolsillo, que pagué en hostería de
la la
«El Cangrejo Rojo».
— ¡Y pensar que, en lugar de cuatro monedas, podrían convertirse mañana
en mil o dos mil! ¿Por qué no sigues mi consejo? ¿Por qué no vas a sembrarlas
al Campo de los Milagros?
— Hoy imposible, otro
es iré día.
— Otro día será tarde — Zorro. dijo el
—¿Por qué?
— Porque campo ha sido comprado por un gran señor, y desde mañana
ese
no permitirá a nadie sembrar monedas.
—¿Cuánto de aquí
dista Campo de elMilagros? los
—Apenas dos kilómetros. ¿Quieres venir con nosotros? Dentro de media hora
estarás siembras enseguida las cuatro monedas, después de pocos minutos
allí,

recoges dos mil y esta noche regresas con los bolsillos llenos. ¿Quieres venir
con nosotros?
Pinocho dudó un poco antes de responder, porque le vinieron a la memoria
el Hada buena, el viejo Gepeto y las advertencias del Grillo-parlante; pero

61
después acabó haciendo lo que hacen todos los muchachos sin pizca de juicio
y sin corazón; es decir, acabó sacudiendo la cabeza y diciendo al Zorro y al
Gato:
— Vamos, voy con vosotros.
Y partieron.
Después de caminar una media jornada, llegaron a una ciudad que tenía el
nombre de «Engañabobos». Apenas entró en la ciudad, Pinocho vio todas las
calles llenas de perros pelones, que bostezaban de hambre; de ovejas esquila-
das, que temblaban de frío; de gallinas sin cresta, que pedían como limosna
un grano de maíz; de grandes mariposas, que ya no podían volar, porque
habían vendido sus bellísimas alas de colores; de pavos reales sin cola, que se
avergonzaban de que los vieran, y de faisanes que caminaban pasito a pasito,
añorando sus centelleantes plumas de oro y de plata, ahora perdidas para
siempre.
En medio de esta multitud de pordioseros y de pobres vergonzantes, pasaba
de vez en cuando una carroza señorial con algunas zorras, algunas urracas
ladronas o algunos pajarracos de rapiña.
— ¿Y dónde está el Campo de los Milagros? —
preguntó Pinocho.
— Está a dos pasos de aquí.
Dicho y hecho; atravesaron la ciudad y, saliendo fuera de los muros, se
detuvieron en un campo que, más o menos, se parecía a todos los demás
campos.
— Hemos llegado — dijo el —
Zorro al títere Ahora agáchate, excava con las
.

manos un agujerito en el suelo y mete dentro las monedas de oro.


Pinocho obedeció. Excavó el agujero, puso las cuatro monedas de oro que
le quedaban y después cubrió el agujero con un poco de tierra.
— Ahora — dijo el Zorro —ve a la fuente cercana, toma un cubo de agua y
riega el terreno donde has sembrado.
Pinocho fue a la fuente, y como no tenía un cubo, se quitó un zapato y,
llenándolo de agua, regó la tierra que cubría el agujero. Después, preguntó:
— ¿Hay que hacer algo más?
— Nada más —respondió el Zorro— . Ahora podemos irnos. Vuelve dentro
de veinte minutos y encontrarás el arbolito ya crecido y con las ramas cargadas
de monedas.
El pobre títere, fuera de sí de contento, dio mil veces las gracias al Zorro y
al Gato, y les prometió un bellísimo regalo.
— —
No queremos regalos respondieron aquellos dos maleantes — Nos basta
.

con haberte enseñado el modo de enriquecerte sin trabajar, y estamos más


contentos que unas pascuas.
Dicho esto saludaron a Pinocho y, augurándole una buena cosecha, se fueron
a sus asuntos.

62
63
V mientras caminaba con paso presuroso, el corazón le palpitaba con fuerza
y hacía tic, tac, tic, tac, como un reloj de salón, cuando anda de verdad. Y
mientras tanto pensaba en su interior:
«¿V si en lugar de mil monedas, encontrase dos mil en las ramas del árbol...?
¿Y si en lugar de dos mil, encontrase cinco mil...? ¿Y si en lugar de cinco mil,
encontrase cien mil...? ¡Oh, entonces me convertiría en un gran señor...! Podría
tener un bonito palacio, mil caballitos de madera en mil caballerizas para poder
divertirme, una bodega con licor de rosoli y alquermes, y una estantería llena
de confituras, de tortas, de mantecadas, de almendrados y de barquillos con
nata».
Fantaseando así, llegó a los alrededores del campo y se detuvo para ver si
por casualidad podía divisar algún árbol con las ramas cargadas de monedas,
pero no vio nada. Avanzó otros cien pasos y nada, entró en el campo... se
dirigió hacia el pequeño agujero donde había enterrado sus monedas y... nada.
Entonces se quedó pensativo y, olvidando las reglas de urbanidad y de buena
crianza, sacó una mano del bolsillo y se rascó largo rato la cabeza.
En aquel instante oyó una gran carcajada y volviéndose vio sobre un árbol
a un gran papagayo que se arreglaba las plumas.
— ¿Por qué te ríes?— le preguntó Pinocho con voz airada.
— Me río, porque me he hecho cosquillas bajo las alas.
El títere no respondió. Fue a la fuente y llenó de agua el mismo zapato y
se puso a regar de nuevo la tierra que cubría las monedas de oro. Cuando otra
carcajada, todavía más impertinente que la primera, sonó en la silenciosa
soledad de aquel campo.
— ¡Vamos a ver! — gritó Pinocho, enfadado— ,
¿se puede saber, Papagayo
mal educado, de qué te ríes?
— Me río de los bobos, que se creen todas las necedades y que se dejan
engañar por quien es más astuto que ellos.
— ¿Acaso hablas de mí?
— Sí, hablo de ti, pobre Pinocho, de ti que eres tan ingenuo como para creer,
que las monedas se pueden sembrar y recoger en los campos, como se siembran
las judías y las calabazas. También lo creí yo una vez y ahora cargo con las penas.

64
Hoy (¡demasiado tarde!) me he per-
suadido de que para reunir honesta-
mente un dinero es necesario saberlo
ganar o con el trabajo de las propias
manos o con el ingenio de la propia
cabeza.
—No comprendo —
te dijo el títere,
que ya empezaba a temblar de miedo.
— Me explicaré mejor
¡Paciencia!
—añadió Papagayo— Debes saber
el .

que, mientras estabas en la ciudad, el


Zorro y el Gato han vuelto a este cam-
po, han tomado las monedas enterra-
das y después han huido como el vien-
to. ¡Y ahora listo ha de ser quien les
alcance!
Pinocho se quedó con la boca abier-
ta y, no queriendo creer en las pala-
bras del Papagayo, empezó a excavar
con las manos y con las uñas el terre-
no que había regado. Y excavó, exca-
vó, excavó, e hizoun agujero tan pro-
fundo, que en él hubiese cabido un
pajar entero, pero las monedas no es-
taban allí.
Entonces, preso de desesperación,
volvió corriendo a la ciudad y se fue
derecho a denunciar al juez a los dos
malandrines que le habían robado.
El juez era un simio de la raza de
los Gorilas. Un viejo simio respetado
por su avanzada edad, por su barba
blanca y especialmente por sus lentes
de oro, sin cristales, que estaba obli-
gado a llevar continuamente, a causa
de una fluxión de ojos que le atormen-
taba desde hacía bastante años.
Pinocho, en presencia del juez, con-
tó con pelos y señales el inicuo fraude
de que había sido víctima, dio el nom-
bre, el apellido y las señas personales
de los malandrines y acabó pidiendo
justicia.
El juez le escuchó con gran benig-
nidad; puso gran atención en el relato,

65
se enterneció, se conmovió, y cuando el títere no tuvo nada más que decir,
alargó la mano y tocó la campanilla.
Tras este campanillazo comparecieron enseguida dos mastines vestidos de
guardias.
Entonces el juez, señalando a Pinocho, dijo a los guardias:
— A ese pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro, así que prendedle
y metedle enseguida en prisión.
El títere oyó sorprendido esta sentencia, quedó estupefacto y quiso protestar,
pero los guardias, para evitar inútiles pérdidas de tiempo, le taparon la boca
y le condujeron al calabozo.
Y allí permaneció cuatro meses, cuatro larguísimos meses; y hubiese perma-
necido todavía más, si no hubiese sido por un afortunado acontecimiento.
Porque habéis de saber que el joven Emperador que reinaba en la ciudad de
«Engañabobos», habiendo obtenido una gran victoria sobre sus enemigos,
ordenó grandes fiestas públicas, luces, fuegos artificiales, carreras de caballos
y velocípedos, y como muestra de su regocijo, quiso que se abriesen las cárceles
y saliesen todos los malandrines.
— —
Si los demás salen de prisión, también yo quiero salir dijo Pinocho al
carcelero.
— Usted no — respondió carcelero— porque no de
el ,
es ésos.
— Dispense — Pinocho— yo también soy un malandrín.
replicó
mucha razón —
,

— En caso
ese tiene y quitándose
dijo el carcelero; el gorro
abrió las puertas de la prisión y le dejó irse.

66
CAPITULO 20
Liberado de la prisión, trata de volver a casa del Hada;
pero encuentra una horrible serpiente
a lo largo del camino, y después
queda atrapado en un cepo

iguraos la alegría de Pinocho cuando se vio libre. Sin pararse a


pensar esto sí y esto no, salió enseguida de la ciudad y volvió a
tomar el camino que conducía a la casita del Hada.
El tiempo lluvioso había convertido el camino en un lodazal y
uno se hundía hasta media pierna. Pero el títere no se daba por
enterado. Atormentado por el deseo de volver a ver a su papá y a su hermanita
de cabellos azules, corría a saltos como un lebrel, y las cascarrias le salpicaban
hasta el gorro. Mientras tanto decía para sí:
«Cuántas desgracias me han ocurrido... Y me las merezco, porque soy un
títere testarudo y quisquilloso... y siempre quiero hacer las cosas a mi modo,
¡sin hacer caso de los que me quieren y que tienen mil veces más juicio que
yo...! Pero de ahora en adelante, me propongo cambiar de vida y llegar a ser
un muchacho atento y obediente. Tanto más cuanto que he visto que los
muchachos, cuando somos desobedientes, siempre nos perdemos y jamás ha-
cemos nada como debemos. Y mi papá ¿me habrá esperado...? ¿Le encontraré
en casa del Hada? ¡Hace tanto tiempo, pobre hombre, que no le veo, que ansio
hacerle mil caricias y llenarle de besos! ¿Me perdonará el Hada la mala acción
que hice...? ¡Y pensar que he recibido de ella tantas atenciones y tantos
amorosos cuidados... y pensar que si aún sigo vivo, se lo debo a ella...! ¿Pero
puede haber un muchacho más ingrato y sin corazón que yo...?»
Mientras decía esto, se detuvo de golpe espantado y dio cuatro pasos hacia
atrás.
¿Qué había visto?
Había visto una gran serpiente, tendida a lo largo del camino, que tenía la
piel verde, los ojos de fuego y una cola, que humeaba como la campana de
una chimenea.
Imposible imaginarse el miedo del títere: se alejó más de medio kilómetro
y se sentó sobre un montón de piedras, esperando que la serpiente se fuese de
una vez a hacer sus cosas y dejase libre el paso por la carretera.
Esperó una hora, dos horas, tres horas; pero la serpiente seguía allí y, hasta
desde lejos, se veía el rojo de sus ojos de fuego y la columna de humo que le
salía de la punta de la cola.
Entonces Pinocho, creyendo que tendría valor, se acercó a pocos pasos de
distancia y, poniendo una vocecita dulce, insinuante y sutil, dijo a la Serpiente:

67
— Dispense, señora Serpiente, ¿me haría el favor de echarse un poco a un
lado para dejarme pasar?
Fue lo mismo que hablar con una pared. Nadie se movió.
Entonces volvió a decir, con la misma vocecita:
— Debe saber, señora Serpiente, ¡que voy a casa, donde está mi papá que
me espera y al que hace mucho tiempo que no veo...! Por tanto, ¿me permite
seguir mi camino?
Esperó un signo de respuesta a aquella pregunta, pero la respuesta no llegó;
en cambio la Serpiente, que hasta entonces parecía lozana y llena de vida, se
quedó inmóvil y casi rígida. Se le cerraron los ojos y la cola dejó de echar humo.

—¿Estará muerta de verdad...? — dijo Pinocho, frotándose las manos de


contento; y, sin perder más tiempo, hizo ademán de saltar para pasar al otro
lado del camino; pero no había terminado de levantar la pierna cuando de
pronto la Serpiente se irguió como un muelle, y el títere, al echarse hacia atrás,
espantado, tropezó y cayó al suelo.
Y casualmente cayó tan mal, que se quedó con la cabeza clavada en el fango
del camino y con las piernas tiesas en el aire.
Al ver a aquel títere, que pataleaba cabeza abajo a una velocidad increíble,

68
la Serpiente fue presa de tal ataque de risa que rió,irió, rió, y rió, y al final,
por el esñierzo de reírse tantísimo, se le reventó una vena en el pecho y, esta
vez, se murió de verdad.
Entonces Pinocho echó de nuevo a correr para llegar a casa del Hada antes
de que se hiciese de noche, pero era tan largo el camino que, no pudiendo
resistir más los terribles mordiscos del hambre, saltó a un campo con la
intención de tomar unos pocos racimos de uva moscatel. ¡Nunca lo hubiera
hecho!
Apenas llegó bajo las vides, ¡crac!, sintió que le apretaban las piernas dos
hierros cortantes, que le hicieron ver cuantas estrellas había en el cielo.
El pobre títere había caído en un cepo colocado por unos campesinos para
atrapar a unas grandes garduñas que eran el azote de todos los gallineros del
vecindario.

CAPITULO 21

Pinocho es apresado por un campesino,


que le obliga a hacer de perro guardián
en un gallinero

) inocho, como podéis figuraros, empezó a llorar, a chillar y a


IK^M' lamentarse, pero eran llantos y gritos inútiles porque por los
él
fj
*|2^ f alrededores no se veían casas y por el camino no pasaba alma
viviente.
Mientras tanto, se hizo de noche.
Un poco por el sufi:'imiento del cepo, que le cortaba las pantorrillas, y otro
poco por el miedo de encontrarse solo en medio de la oscuridad de aquellos
campos, el títere empezaba a perder el sentido cuando, de pronto, viendo pasar
una luciérnaga sobre su cabeza, la llamó y le dijo:

Luciernaguita, ¿me harías la caridad de librarme de este suplicio...?

¡Pobre muchacho! —
replicó la Luciérnaga, deteniéndose apiadada para
mirarle —¿Cómo has quedado con las piernas atenazadas entre estos afilados
.

hierros?
— He entrado en campo para cortar dos racimos de esta uva moscatel,
el y...
—¿Pero uva era tuya?
la
—No...
—Y entonces ¿quién ha enseñado a
te cosas de demás?
llevarte las los
—Tenía hambre...
69
— El hambre, muchachito, no es una buena razón para apoderarme de las
cosas que no son nuestras...
— jEs verdad, verdad! —es Pinocho llorando
gritó ¡No volveré a hacerlo!— .

En este punto el diálogo fue interrumpido por un ligerísimo ruido de pasos


que se acercaban. Era el dueño del campo que venía de puntillas a ver si
alguna de aquellas garduñas, que se comían los pollos por la noche, había
caído en el cepo.
Y su sorpresa fue grandísima cuando, sacando la linterna que llevaba debajo
del gabán, advirtió que, en lugar de una garduña, había caído preso un
muchacho.
— ¡Ah, ladronzuelo! — campesino encolerizado— ¿Conque
dijo el . eres tú
quien mis
se lleva gallinas?
— ¡Yo no, yo — Pinocho, sollozando—
no! gritó he entrado en campo . ¡Sólo el
para cortar dos racimos de uva...!
— Quien roba uva también muy capaz de robares Déjame, que pollos. te
daré una lección que recordarás durante largo tiempo.
Y abierto el cepo, agarró al títere por el cogote y le llevó en volandas hasta
la casa, como se lleva un corderito lechal.
Al llegar a la era delante de la casa, le arrojó al suelo y, poniéndole un pie
en el cuello, le dijo:

—Ya es tarde y quiero irme a la cama. Mañana


ajustaremos cuentas.
Mientras tanto, como hoy se me ha muerto el perro que hacía la guardia de
noche, ocuparás su puesto. Me harás de perro guardián.
Dicho y hecho; le puso al cuello un grueso collar con púas de latón, y se lo
apretó de manera que no pudiese quitárselo. El collar estaba sujeto a una larga
cadena de hierro y la cadena estaba fijada al muro.

Si esta noche —
dijo el campesino —
comenzase a llover, puedes utilizar
esa caseta de madera, donde todavía está la paja que durante cuatro años ha
servido de lecho a mi pobre perro. Y si por desgracia vienen los ladrones,
recuerda tener las orejas bien abiertas y ladrar.
Después de esta última advertencia, el campesino entró en la casa y cerró
la puerta con muchos cerrojos; el pobre Pinocho se quedó acurrucado en la
era más muerto que vivo por el frío, el hambre y el miedo. Y, de cuando en
cuando, metiendo rabiosamente las manos dentro del collar que le apretaba el
gaznate, decía llorando:
— ¡Me está bien...! ¡Desgraciadamente me está bien empleado! He querido
hacerme el perezoso, el vagabundo... he querido hacer caso de las malas
compañías y por eso siempre me ha perseguido la desgracia. Si hubiese sido
un buen muchacho, como otros; si hubiese tenido ganas de estudiar y de
trabajar, si estuviese en casa con mi pobre papá, a estas horas no me encon-
traría aquí, en medio de los campos, haciendo de perro guardián en casa de
un campesino. ¡Oh, si pudiera volver a nacer otra vez...! ¡Pero ya es tarde, y
hay que tener paciencia!
Después de este pequeño desahogo, que le salía del corazón, entró en la
caseta y se durmió.

70
CAPITULO 22

Pinocho descubre a los ladrones y en recompensa


por haber sido fiel, es puesto en libertad

acia ya más de dos horas que dormía profundamente, cuando


alrededor de medianoche le despertó un murmullo y un cuchicheo
de extrañas vocecitas que le pareció oír en la era. Sacó la punta
de la nariz por la puertecilla de la caseta y vio en conciliábulo a
cuatro bichejos de oscuro pelaje, que parecían gatos. Pero no eran
gatos: eran garduñas, animalejos carnívoros muy aficionados a los huevos y a
los jóvenes pollastres.
Una de estas garduñas, separándose de sus compañeras, se acercó a la puerta
de la perrera y dijo en voz baja:
— Buenas noches, Melampo.
— No me llamo Melampo — respondió el títere.

—¿Entonces quién eres?


— Soy Pinocho.
—¿Y qué haces aquí?
—Hago de perro guardián.
—¿Dónde Melampo? ¿Dónde
está está el viejo perro que vivía en esta caseta?
— Ha muerto mañana.
esta
—¿Muerto? ¡Pobre animal! ¡Era tan bueno...! Pero a juzgar por tu fisonomía,
también pareces un perro amable.
— ¡Dispensa, no soy un perro!
—¿Qué eres?
— Un títere.

71
—¿Y de perro guardián?
estás
— ¡Desgraciadamente!
— Pues propongo
bien, te mis-
los

mos pactos que tenía con el difunto


Melampo: ¡no te arrepentirás!
— ¿Y cuáles eran esos pactos?
— Vendremos una vez por semana,
como siempre, a visitar de noche este
gallinero y nos llevaremos ocho galli-
nas. De estas gallinas, siete nos las
comeremos nosotros, y una te la da-
remos a ti, a condición, se entiende,
de que simules dormir y nunca tengas
el capricho de ladrar y de despertar

al campesino.
—¿Y Melampo hacía eso? — pre-
guntó Pinocho.
— Lo y siempre hemos
hacía, esta-
do de acuerdo con Así que duerme
él.

tranquilamente, y estáte seguro de


que, antes de irnos, te dejaremos en
la caseta una gallina bien pelada para
el desayuno de mañana. ¿Nos has en-

tendido bien?
— ¡Demasiado bien...! —respondió
Pinocho, ymeneó la cabeza de modo
amenazador, como si hubiese quepido
decir: «¡Dentro de poco volveremos a
hablar!»
Cuando cuatro garduñas se cre-
las
yeron seguras, fueron derechas al ga-
llinero, que además estaba muy cerca
de la caseta del perro, y abrieron a
fuerza de dientes y de uñas la puerte-
cita de madera que cerraba la entrada
y se deslizaron dentro, una tras otra.
Pero aún no habían terminado de en-
trar, cuando oyeron cerrarse con gran
violencia la puertecita.
Era Pinocho quien la había cerra-
do; pero no contento con haberla
cerrado, puso delante una gran pie-
dra, a guisa de puntal, para mayor
seguridad.
73
Y después empezó a ladrar y, ladrando como si fuese un perro guardián,
hacía bu-hu-bu-bu.
Al oír aquellos ladridos, el campesino saltó de la cama, tomó la escopeta y
asomándose a la ventana, preguntó:
— ¿Qué sucede?
— ¡Ladrones!— respondió Pinocho.
— ¿Dónde están?
— En el gallinero.
— Bajo enseguida.
En efecto, en un decir amén, el campesino bajó; entró de golpe en el gallinero
y, después de haber atrapado y encerrado en un saco a las cuatro garduñas,
les dijo con verdadera satisfacción:
— ¡Por fin habéis caído en mis manos! ¡Podría castigaros, pero no soy tan
vil! Me contentaré con llevaros mañana al hostelero del cercano pueblo para

que os desuelle y os cocine como si fueseis liebres gordas y tiernas. Es un honor


que no os merecéis, ¡pero los hombres generosos como yo no reparamos en
estas menudencias...!
Después, acercándose a Pinocho, comenzó a hacerle muchas caricias y, entre
otras cosas, le preguntó:
— ¿Qué has hecho para descubrir la conjuración de estas cuatro ladronzue-
las? ¡Y pensar que Melampo, mi fiel Melampo, nunca había advertido nada...!
El títere habría podido contar entonces lo que sabía, es decir, habría podido
contar los pactos vergonzosos que había entre el perro y las garduñas, pero
recordando que el perro estaba muerto, pensó para sí: «¿De qué sirve acusar
a los muertos...? ¡Los muertos están muertos, y lo mejor que se puede hacer
es dejarles en paz...!»
— Cuando llegaron las garduñas a la era, ¿estabas despierto o dormías?
— continuó preguntándole el carapesino.
— Dormía —
respondió Pinocho — pero las garduñas me despertaron con
,

sus charlatanerías, y una vino hasta la caseta para decirme: «¡Si prometes no
ladrar y no despertar al amo, te regalaremos una buena gallina desplumada...!»
¿Comprende? ¡Tener la desfachatez de hacerme una propuesta semejante!
Porque ha de saber que soy un títere, que tendré todos los defectos de este
mundo; ¡pero jamás el de ayudar a la gente deshonesta!
— ¡Buen muchacho! —
exclamó el campesino, dándole palmaditas en un
hombro — Estos sentimientos te honran y, para probarte mi gran satisfacción,
.

te dejo libre desde ahora para que puedas volver a casa.


Y le quitó el collar de perro.

74
CAPITULO 23
Pinocho llora la muerte de la hermosa Niña de los cabellos azules.
Después encuentra un palomo que le lleva a la orilla del mar
y allí se arroja al agua para salvar a su papá Gepeto

penas dejó Pinocho de sentir el durísimo y humillante peso de


aquel collar en torno al cuello, se puso a correr a través de los
campos y no se detuvo un solo minuto hasta alcanzar el camino
real, que debía conducirle hasta la casita del Hada.
Cuando llegó al camino real, se volvió hacia atrás para mirar
la llanura inferior, y divisó enseguida el bosque donde desgraciadamente había
encontrado al Zorro y al Gato. Por entre los árboles vio alzarse la copa de
aquel Roble grande, del que había estado colgado por el cuello; pero, a pesar
de mirar por aquí y de mirar por allá, no le fue posible descubrir la pequeña
casa de la hermosa Niña de los cabellos azules.
Entonces tuvo una especie de triste presentimiento y, empezando a correr
con toda la fuerza que le quedaba en las piernas, en pocos minutos se encontró
en el prado en el que una vez se alzaba la Casita blanca. Pero la Casita blanca
ya no estaba. En su lugar había una pequeña lápida de mármol sobre la que
se leían en letras de imprenta estas dolorosas palabras:

AQUÍ YACE
LA NIÑA DE LOS CABELLOS AZULES
MUERTA DE DOLOR
POR HABER SIDO ABANDONADA POR SU
HERMANITO PINOCHO

Podéis imaginar cómo se quedó el títere cuando deletreó con dificultad estas
palabras. Cayó de bruces al suelo y cubriendo de mil besos aquel mármol
mortuorio, se deshizo en llanto. Lloró toda la noche, y a la mañana siguiente,
al hacerse de día, seguía llorando, aunque ya no tuviese más lágrimas en los
ojos. Sus gritos y sus lamentos eran tan dolorosos y agudos que el eco los
repetía en todas las colinas de los alrededores.
Y llorando decía:
— Oh, Hadita mía, ¿por qué estáis muerta...? ¿Por qué, en vuestro lugar, no
estoy muerto yo, que soy tan malo, mientras que vos erais tan buena...? Y mi
papá, ¿dónde estará? Oh, Hadita mía, decidme dónde puedo encontrarle,
quiero estar siempre con él, ¡y no dejarle nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! ¡Oh, Hadita

75
mía, decidme que no es verdad que estéis muerta...! Si de verdad me queréis...
si queréis a vuestro hermanito, revivid ¡volved viva como antes...! ¿No os

disgusta verme solo y abandonado por todos...? Si llegan los asesinos, me


colgarán de nuevo de la rama del árbol... y esta vez moriré para siempre. ¿Qué
queréis que haga aquí, solo en este mundo? Ahora que os he perdido a vos y
a mi papá, ¿quién me dará de comer? ¿A dónde iré a dormir por la noche?
¿Quién me hará una chaquetita nueva? ¡Oh, sería mejor, cien veces mejor, que
también yo muriese! Sí, ¡quiero morir...! ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi...!
Y mientras se desesperaba de esta manera, intentaba arrancarse los cabellos:

76
pero como sus cabellos eran de madera ni siquiera pudo darse el gusto de meter
los dedos entre ellos.
Mientras tanto, pasó por el aire un gran palomo que, deteniéndose con las
alas extendidas, le gritó desde muy alto:
— Dime, niño, ¿qué haces ahí abajo?
— ¿No lo ves? ¡Lloro! —
dijo Pinocho levantando la cabeza hacia aquella voz
y frotándose los ojos con la manga de la chaqueta.
— Dime —
añadió entonces el Palomo —
¿no conoces por casualidad entre
,

tus compañeros a un títere que se llama Pinocho?


— ¿Pinocho...? ¿Has dicho Pinocho? —
repitió el títere poniéndose en pie de
un salto — ¡Pinocho soy yo!
.

El Palomo, ante esta respuesta, bajó velozmente y vino a posarse en tierra.


Era más grande que un pavo.
— Entonces, también conocerás a Gepeto, ¿no? —
preguntó al títere.
— ¡Sí que le conozco! ¡Es mi pobre papá! ¿Acaso te ha hablado de mí? ¿Sigue
vivo? Contéstame, por caridad: ¿sigue vivo?
— Le dejé hace tres días en la orilla del mar.
— ¿Qué hacía?
— Se estaba construyendo una pequeña barquita para atravesar el Océano.
Hace más de cuatro meses que ese pobre hombre recorre el mundo en tu busca,
y no habiéndote podido encontrar, ahora se le ha metido en la cabeza buscarte
por los países lejanos del Nuevo Mundo.
— ¿Cuánto hay desde aquí al mar?— preguntó Pinocho con ansia.
— Más de mil kilómetros.
— ¿Mil kilómetros? ¡Oh, Palomo mío, qué bien si pudiese tener tus alas!
— quieres
Si venir, te llevo.
—¿Cómo?
—A caballo sobre mi espalda. ¿Pesas mucho?
—¿Pesar? Soy
¡Al contrario! como unaligero hoja.
Y allí mismo, sin decir más. Pinocho saltó sobre la espalda del Palomo, puso
una pierna a un lado y otra al otro, como los jinetes, y gritó muy contento:
— ¡Galopa, galopa, caballito, que me urge llegar enseguida...!
El Palomo levantó el vuelo y en pocos minutos llegó tan alto, que casi tocaba
las nubes. Al llegar a aquella altura extraordinaria, el títere tuvo la curiosidad
de volverse hacia atrás para mirar y sintió tanto miedo y tanto vértigo que,
para evitar el peligro de caerse, se abrazó fuertemente al cuello de su emplu-
mada cabalgura.
Volaron todo el día. Al caer la noche, dijo el Palomo:
— ¡Tengo mucha sed!
— ¡Y yo mucha hambre! —
añadió Pinocho.
— Detengámonos en este palomar unos pocos minutos; y después continua-
remos el viaje, para estar mañana al amanecer en la orilla del mar.
Entraron en un palomar desierto, donde sólo había una jofaina llena de agua
y un cestito lleno de algarrobas.

77
El títere no podía soportar las algarrobas; según él, le producían náuseas,
le revolvían el estómago; pero aquella noche comió hasta hartarse y cuando

casi las había acabado, se volvió hacia el Palomo y le dijo:


— ¡Nunca hubiese creído que algarrobas fuesen tan buenas!
las
— Hay que convencerse, muchacho — replicó Palomo— de que cuando
el ,

se tienehambre de verdad y no hay otra cosa que comer, ¡hasta las algarrobas
resultan exquisitas! ¡El hambre no tiene caprichos ni glotonerías!
Después de haber tomado deprisa esta ligera cena, reemprendieron el viaje.
A la mañana siguiente llegaron a la orilla del mar.
El Palomo depositó en el suelo a Pinocho, y sin esperar a que le diera las

gracias por haber hecho tan buena acción, remontó rápidamente el vuelo y
desapareció.
El malecón estaba lleno de gente que gritaba y gesticulaba mirando hacia
el mar.
— ¿Qué ha sucedido? —preguntó Pinocho a una viejecita.
— Ha sucedido que un pobre padre, habiendo perdido a su hijito, se ha
metido en una barquita para ir a buscarle más allá del mar; y hoy el mar está
muy malo y barquita está a punto de irse a pique...
la

¿Dónde está la barquita?

Allá lejos, justo donde apunto con mi dedo —
dijo la vieja, señalando una
pequeña barca que, vista desde aquella distancia, parecía una cascara de nuez
con un hombrecito muy pequeño dentro.
Pinocho dirigió los ojos hacia aquella parte y, después de mirar atentamente,
lanzó un agudísimo chillido gritando:

¡Es mi papá! ¡Es mi papá!
Mientras tanto, la barquita, batida por la furia de las olas, unas veces
desaparecía entre las grandes olas, y otras veces volvía a flotar; y Pinocho, de
pie sobre la punta de una alta roca, no cesaba de llamar a su papá por su
nombre y de hacerle muchas señales con las manos y con un pañuelo e incluso
con el gorro.

78
.79
Y parecía como Gepeto, aunque estuviera muy lejos de la playa, recono-
si

ciese al hijito, porque también se quitó el gorro y le saludó y, a fuerza de gestos,


le hizo comprender que habría vuelto gustosamente, pero que el mar estaba
tan encrespado, que le impedía utilizar los remos y poder acercarse a tierra.
De repente, vino una terrible ola, y la barca desapareció. Esperaron que
volviese a flote, pero no se la vio más.
—¡Pobre hombre! —
dijeron entonces los pescadores, que estaban reunidos
en la playa, y mascullando en voz baja una plegaria, emprendieron la vuelta
hacia sus casas.
Cuando, de repente, oyeron un grito desesperado, y volviéndose hacia atrás,
vieron a un muchachito que, desde la punta de una roca, se tiraba al mar
gritando:
— ¡Quiero salvar a mi papá!
Pinocho, era de madera, flotaba con facilidad y nadaba como un pez.
como
Ya se le veía desaparecer bajo el agua, arrastrado por el ímpetu del mar, ya
reaparecía con una pierna o un brazo fuera a gran distancia de tierra. Por fin,
leperdieron de vista y no le vieron más.

¡Pobre muchacho! —
dijeron entonces los pescadores, que estaban reunidos
en la playa, y mascullando en voz baja una plegaria, se volvieron a sus casas.

80
CAPITULO 24
Pinocho llega a «El Pueblo de las Abejas Trabajadoras»
y encuentra al Hada

inocho, animado por lá esperanza de llegar a tiempo para ayudar


á

(I
W
^W^
Vi
f
^ ^^ pobre papá, nadó toda la noche.
¡Y qué horrible noche fue aquélla! Diluvió, granizó, tronó es-
pantosamente y hubo tantos relámpagos que parecía como si fuera
de día.
Al llegar la mañana, creyó ver una larga faja de tierra a poca distancia. Era
una isla en medio del mar.
Entonces hizo de todo para llegar a aquella playa, pero inútilmente. Las
olas, alzándose y amontonándose, le zarandeaban como si fuese una cañita o
un pajita. Al fin, y gracias a su buena suerte, vino una ola tan potente e
impetuosa, que le arrojó sobre la arena de la playa.
El golpe fue tan fuerte que, al dar en tierra, le crujieron todas las costillas
y todas las articulaciones, pero se consoló enseguida diciéndose:
—¡También esta vez me he librado de buena!
Mientras tanto, el cielo se serenó poco a poco; el sol salió con todo su
esplendor y el mar quedó tranquilo y apacible como una balsa de aceite.
Entonces el títere tendió sus ropas al sol para secarlas y se puso a mirar por
aquí y por allá para ver si, por casualidad, podía divisar una pequeña barquita
con un hombrecito dentro; pero después de haber mirado muy bien, no des-
cubrió más que cielo, el mar y alguna vela de barco, pero tan lejana, que
parecía una mosca.
—¡Si al menos supiese cómo se llama esta isla! —
iba diciendo —
Si al menos
.

supiese que esta isla está habitada por gente amable, quiero decir por gente
que no tenga el vicio de colgar a los muchachos de las ramas de los árboles;
pero ¿a quién puedo preguntárselo? ¿A quién si no hay nadie?
La idea de encontrarse solo, solo, solo en medio de aquel gran territorio
deshabitado le produjo tanta melancolía, que estaba a punto de llorar, cuando,
de repente, vio pasar a poca distancia de la orilla un gran pez, que nadaba
tranquilamente a su aire con toda la cabeza fuera del agua.
No conociendo su nombre, el títere le gritó con voz fuerte para hacerse oír:
—¡Eh, señor Pez!, ¿me permitiría una palabra?
— —
Y también dos respondió el Pez, que era un delfín muy amable, como
se encuentran pocos por los mares del mundo.

81
—¿Haría favor de decirme en
el hay pueblos donde
si esta isla
pueda se
comer, peligro de
sin comido? ser
— Estoy seguro de que — respondió Delfín— Encontrarás uno no muy
sí el .

lejosde aquí.
— ¿Y qué camino toma para se llegar?
— Debes tomar ese sendero de a mano izquierda, y caminar siempre en
ahí,
ladirección de No puedes equivocarte.
tu nariz.
— Dígame otra Usted que pasea todo
cosa. día y toda noche por mar, el la el
¿no se habrá tropezado por casualidad con una pequeña barquita con mi papá
dentro?
— ¿Y quién es tu papá?
— Es el papá más bueno del mundo, como yo soy el hijito más malo que
pueda darse.
—Con tempestad que ha habido
la esta noche — respondió el Delfín — , la
barquita habrá naufragado.
—¿Y mi papá?
—A horas
estas habrá tragado
se lo el Tiburón, que desde hace
terrible
algunos días ha venido a sembrar el exterminio y la desolación en nuestras
aguas.
—¿Es muy grande ese Tiburón? —preguntó Pinocho, que ya comenzaba a
temblar de miedo.
— ¡Sí, es — replicó Delfín— Para que puedas hacerte una
grande...! el . idea,
te diréque es más grande que una casa de cinco pisos, y que tiene una bocaza
tan ancha y proñinda, que podría pasar por ella cómodamente todo un tren
con la máquina humeando.

¡Madre mía! —
gritó espantado el títere, y vistiéndose a toda prisa, se
volvió hacia el Delfín y le dijo —
Hasta la vista, señor Pez, perdone las
:

molestias y mil gracias por su arnabilidad.


Dicho esto, sendero y empezó a caminar con paso ligero,
tomó enseguida el

tan ligero, que parecía que corriese. Y al más pequeño ruido que oía, se volvía
rápidamente para mirar atrás, por miedo de verse perseguido por el terrible
Tiburón grande como una casa de cinco pisos y con un tren y su máquina en
la boca.
Después de media hora de camino, llegó a un pequeño pueblo llamado «El
Pueblo de las Abejas Trabajadoras». Las calles hormigueaban de personas que
corrían por aquí y por allá a sus asuntos; todas trabajaban, todas tenían algo
que hacer. No se encontraba un ocioso o un vagabundo ni siquiera buscándolo
con candil.
—Comprendo — perezoso Pinocho
dijo enseguida el ¡este pueblo no está — ,

hecho para mí! ¡Yo no he nacido para trabajar!


Entre tanto le atormentaba el hambre, porque ya había pasado más de
veinticuatro horas sin comer nada, ni siquiera un plato de algarrobas.
¿Qué hacer?
Sólo le quedaban dos formas de poder romper el ayuno: o buscar trabajo o
pedir como limosna un céntimo o un mendrugo de pan.

82
Se avergonzaba de pedir limosna,
porque su papá siempre le había di-
cho que la limosna sólo tienen dere-
cho a pedirla los viejos y los enfermos.
En este mundo los verdaderos pobres,
merecedores de asistencia y de com-
pasión, no son otros que aquellos que,
por razones de edad o de enfermedad,
se encuentran condenados a no poder-
se ganar el pan con el trabajo de sus
manos. Todos los demás tienen la
obligación de trabajar, y si no traba-
jan y pasan hambre, tanto peor para
ellos.
Mientras tanto, pasó por la calle un
hombre sudoroso y jadeante que
arrastraba con gran esfuerzo dos ca-
rretas cargadas de carbón.
Pinocho, juzgándole por su fisono-
mía, pensó que parecía un buen hom-
bre, se le acercó y, bajando los ojos
lleno de vergüenza, le dijo en voz
baja:
—¿Meharía la caridad de darme
un céntimo, pues me estoy muriendo
de hambre?
—No sólo un céntimo — respondió
elcarbonero — daré cuatro, a con-
, te
dición de que me ayudes a arrastrar
hasta casa estas dos carretas de car-
bón.

¡Qué me dice! —
respondió el tí-
tere casi ofendido —
¡Debe saber que
.

jamás he hecho el asno, jamás he ti-


rado de una carreta!

¡Mejor para ti! —
respondió el
carbonero — Entonces, muchacho, si verdaderamente te sientes morir de ham-
.

bre, cómete dos buenas porciones de tu soberbia y procura no pillar una


indigestión.
Pocos minutos después pasó por la calle un albañil que llevaba a hombros
un cesto de ladrillos.

¿Haría, buen hombre, la caridad de un céntimo para un pobre muchacho
al que se le abre la boca de hambre?

Encantado; ven conmigo a acarrear ladrillos — —
respondió el albañil y
en lugar de un céntimo, te daré cinco.

83
— Pero pesan — replicó Pinocho—
los ladrillos y no quiero cansarme.
— no quieres cansarte, entonces, muchacho,
,

Si diviértete bostezando, y buen


provecho te haga.
En menos de media hora pasaron otras veinte personas, y Pinocho pidió a
todas limosna, pero todas respondieron:
le

— ¿No te avergüenzas? ¡En lugar de hacer el haragán por la calle, ve a buscar


un poco de trabajo, y aprende a ganarte el pan!
Finalmente, pasó una mujercita que llevaba dos cántaros de agua.
— ¿Me dejaría, buena mujer, beber un sorbo de agua de su cántaro? dijo —
Pinocho, abrasado por el ardor de la sed.
— ¡Bebe, muchacho! —
dijo la mujercita, dejando los dos cántaros en el suelo.
Cuando Pinocho hubo bebido como una esponja, murmuró a media voz,
secándose la boca:
— ¡Me he quitado la sed! ¡Ah, si me pudiese quitar el hambre...!
La buena mujercita, oyendo estas palabras, añadió enseguida:
— Si me ayudas a llevar a casa uno de estos cántaros de agua, te daré un
buen pedazo de pan.
Pinocho miró el cántaro y no respondió ni sí ni no.
— Y además, con el pan te daré un buen plato de coliflor guisada con aceite
y vinagre —
añadió la buena mujer.
Pinocho echó otra ojeada al cántaro y no contestó ni sí ni no.
— Y después de la coliflor te daré un bombón relleno de rosoli.
Ante la promesa de esta última golosina. Pinocho no supo resistirse más y,
con ánimo resuelto, dijo:
— ¡Paciencia! ¡Le llevaré el cántaro hasta casa!
El cántaro era muy
pesado, y el títere, como no tenía ftierzas para llevarlo
en las manos, se resignó a llevarlo sobre la cabeza.
Llegados a casa, la buena mujercita hizo sentar a Pinocho a una pequeña
mesa y le puso delante el pan, la coliflor guisada y el bombón.
Pinocho no comió, sino que devoró. Su estómago parecía un cuarto que se
hubiese quedado vacío y deshabitado hacía cinco meses.
Cuando hubo calmado, poco a poco, los rabiosos mordiscos del hambre,
levantó la cabeza para dar las gracias a su benefactora; pero no había acabado
de mirarla bien, cuando lanzó un larguísimo ¡Ohhh! de admiración y quedó
como encantado, con los ojos desencajados, el tenedor en el aire y la boca llena
de pan y coliflor. •

— ¿A qué se debe este asombro? —


dijo riendo la buena mujer.
— Es que... —
respondió balbuceando Pinocho es que... es que vos os — ,

asemejáis... vos recordáis... sí, sí, sí, la misma voz... los mismos ojos... los
mismos cabellos... también vos tenéis los cabellos azules... ¡como ella...!
sí, sí, sí,

¡Oh, Hadita, mía! ¡Oh, Hadita mía...! ¡Decidme que sois vos, precisamente
vos...! ¡No me hagáis llorar más! ¡Si supieseis...! ¡He llorado tanto, he sufrido
tanto...!
Y aldecir esto. Pinocho lloraba a lágrima viva y, echándose al suelo,
abrazaba las rodillas de aquella mujercita misteriosa.

84
C APITULO 25
Pinocho promete al Hada ser bueno y estudiar,
porque está aburrido de ser un títere
y quiere convertirse en un buen muchacho

1^
1 principio la buena mujercita comenzó a decir que no era la
pequeña Hada de los cabellos azules, pero después, viéndose
descubierta y no queriendo prolongar más la comedia, terminó
por darse a conocer, y le dijo a Pinocho:
— ¡Títere bribón! ¿Cómo te has dado cuenta de que soy yo?
— Lo mucho que quiero me ha hecho saber.
os lo
—¿Te acuerdas? Me dejaste niña y ahora me encuentras mujer; tan mujer,
que podría
casi mamá. ser tu
— Me alegro mucho, porque en vez de hermanita, llamaré mamaíta.
así, os
¡Hace tanto tiempo que ansiaba tener una mamá como todos los demás mu-
chachos...! Pero ¿qué habéis hecho para crecer tan deprisa?
— Es un secreto.
— Contádmelo, también yo querría crecer un poco. ¿No lo veis? Sigo siendo
muy pequeño.
— —
Pero tú no puedes crecer replicó el Hada.
— ¿Por qué?
— Porque los títeres jamás crecen. Nacen títeres, viven títeres y mueren
títeres.
— ¡Oh, estoy aburrido de un — Pinocho, dándose un pesco-
ser títere! gritó
zón— Ya va siendo hora de que me haga un hombre como todos
. demás. los
—Y sabes
lo serás, si merecerlo...
—¿De verdad? ¿Y qué puedo hacer para merecerlo?
— Una cosa acostumbrarte a
facilísima: un buen muchacho. ser
—¿Es que acaso no soy? lo
— ¡Claro que Los muchachos buenos son obedientes, y en cambio...
no! tú
—Yo jamás obedezco.
—Los muchachos buenos tienen amor estudio y trabajo y al al tú...
—Yo hago haragán y vagabundo todo año.
el el el
— Los buenos muchachos siempre dicen verdad... la
—Y yo siempre digo mentiras.
— Los muchachos buenos van con gusto a la escuela...
—Y a mí escuela me da dolores de cabeza. Pero de hoy en adelante quiero
la
cambiar de vida.
—¿Me prometes?
lo

85
— Lo prometo. También quiero lle-
gar a ser un buen muchacho y quiero
ser el consuelo de mi papá... ¿Dónde
estará mi pobre papá a estas horas?
— No lo sé.
—¿Aún tendré suerte de poder
la
volver a y abrazarle?
verle
—Creo que estoy segura.
sí; casi
Ante esta respuesta fue tal y tanto
el contento de Pinocho, que tomó las
manos del Hada y comenzó a besár-
selas con tanto entusiasmo que pare-
cía casi fuera de sí. Después, levan-
tando el rostro y mirándola amorosa-
mente, le preguntó:

Decidme, mamaíta: ¿entonces no
es verdad que muerta?
estéis
— Parece que no — respondió son-
riente el Hada.
— qué dolor y qué nudo
Si supieseis
en la garganta tuve cuando leí aquí
yace...
— Lo y por eso te he perdonado.
sé,
La sinceridad de tu dolor me hizo
comprender que tenías buen corazón;
V de los muchachos de buen corazón,
aunque sean un poco granujas y mal
educados, siempre se puede esperar
algo, es decir, siempre se puede espe-
rar que vuelvan al buen camino. Por
eso he venido a buscarte hasta aquí.
Seré tu mamá...
— ¡Oh, qué bien!— gritó Pinocho
saltando de alegría.
— Me obedecerás y siempre harás
lo que yo te diga.
— ¡Encantado, encantado, encanta-
do!
—A de mañana — añadió
partir el

Hada— comenzarás a a ir la escuela.


De repente Pinocho se puso un
poco menos alegre.

Después, elegirás a tu gusto un
arte o un oficio...
Pinocho se puso serio.

86
—¿Qué murmuras entre dientes? —preguntó Hada con acento enojado. el

— —refunfuñó
Decía... a media voz — que ahora me parece un poco
el títere
tarde^Dara ir a la escuela.
-^No señor. Debes saber que nunca es tarde para instruirse y para aprender.
-^Pero no quiero hacer ni artes ni oficios/?^
—^¿Por qué?
-t/Porque el trabajo me cansa. ^
-/Muchacho -^dijo el Hada-^, los que dicen eso, casi siempre acaban en
la cárcel o en el hospital. Debes saber que el hombre, nazca rico o nazca pobre,
está obligado en este mundo
a hacer algo, a ocuparse de algo, a trabajar. ¡Ay
del que se deje atrapar por el ocio! El ocio es una enfermedad feísima, y es
necesario curarla enseguida, desde muchachos; si no, cuando se llega a mayor,
ya no se cura.
Estas palabras tocaron el alma de Pinocho, que levantando vivamente la
cabeza dijo al Hada:
— Estudiaré, trabajaré, haré todo lo que me digáis, porque la verdad es que
me aburre la vida de títere, y quiero ser un muchacho a toda costa. Me lo
habéis prometido, ¿no es verdad?
— Te lo he prometido, y ahora depende de ti.

87
CAPITULO 26
Pinocho va con sus compañeros de escuela
a la orilla del mar,
para ver al terrible Tiburón

1 día siguiente Pinocho fue a la escuela municipal.


¡Figuraos a aquellos picaros muchachos, cuando vieron entrar
a un títere en su escuela! Soltaban unas risotadas que no acababan
nunca. Uno gastaba una broma, otro, otra; uno le quitaba el
le
gorrito de la mano; otro le tiraba de la chaqueta por detrás; uno
intentaba hacerle con tinta unos grandes bigotes bajo la nariz, e incluso otro
quiso atarle hilos en los pies y en las manos para hacerle bailar.
Durante un rato Pinocho tuvo desparpajo y aguantó las bromas; pero final-
mente, sintiendo que la paciencia se le acababa, se volvió a los que más le
molestaban y le pegaban y les dijo resueltamente:
— Cuidado, muchachos, no he venido para ser vuestro bufón. Respeto a los
demás y quiero ser respetado.
— ¡Qué chico más listo! ¡Has hablado como un libro abierto! —
chillaron
aquellos granujas, doblándose de risa, y uno de ellos, más impertinente que
los demás, alargó la mano para agarrar al títere por la punta de la nariz.
Pero no le dio tiempo, porque Pinocho extendió la pierna bajo la mesa y le
propinó una patada en los tobillos.
— ¡Ay, qué pies más duros! —
gritó el muchacho frotándose el moretón que
le había hecho el títere. >

— ¡Y qué codos...! ¡Todavía más duros que los pies! —


dijo otro que, por sus
bromas descaradas, se había ganado un codazo en el estómago.
El hecho es que después de aquella patada y aquel codazo. Pinocho ganó
enseguida la estima y la simpatía de todos los muchachos de la escuela y todos
le hacían mil caricias y le querían.
Y también el maestro estaba satisfecho, porque le veía atento, estudioso,
inteligente, siempre el primero para entrar en la escuela, siempre el último
para ponerse de pie cuando terminaba la clase.
El único defecto que tenía era el de frecuentar a demasiados compañeros, y
entre éstos había muchos granujas conocidísimos por sus pocas ganas de
estudiar.
El maestro le advertía todos los días, y también la buena Hada no dejaba
de decírselo y de repetirle:
— ¡Cuidado, Pinocho! Estos compañeros tuyos, antes o después, acabarán

88
por hacerte perder el amor al estudio y quién sabe si no te traerán también
alguna desgracia.
— ¡No hay peligro! —respondía el títere, encogiéndose de hombros y tocán-
dose con el índice en medio de la frente, como diciendo: «¡Tengo mucho juicio
aquí dentro!»
Pero un buen día ocurrió que, mientras caminaba hacia la escuela, se
encontró con unos cuantos de sus habituales compañeros que, yendo a su
encuentro, le dijeron:
— ¿Sabes la gran noticia?
—No.
—Que ha llegado mar cercano un tiburón, grande como una montaña.
al
—¿De verdad...? ¡Quizá sea mismo tiburón de cuando ahogó mi pobre
el se
papá!
—Vamos a verlo a playa. ¿Vienes también?
la
—No, quiero a ir la escuela.
—¿Qué importa escuela? Mañana iremos a
te la Por una lección
la escuela.
de más o una de menos, seguiremos siendo mismos asnos.
los
—¿Y qué dirá maestro?
el
—Déjale decir maestro. Le pagan para que refunfuñe todo
al el día.

—¿Y mi mamá?
— Las mamas nunca saben nada — respondieron aquellos pillos.

89
—¿Sabéis qué haré? — dijo Pinocho —Quiero ver el tiburón por ciertas
.

razones mías... pero iré a verlo después de la escuela.


— ¡Pobre —
tonto! rebatió uno del grupo —
¿Crees que un pez de ese tamaño
.

va a estar ahí a tu disposición? En cuanto se aburra, decidirá irse a otra parte,


y entonces quien le haya visto, le habrá visto.
— ¿Cuánto tiempo se tarda de aquí a la playa? —
preguntó el títere.
— En una hora habremos ido y vuelto.
— ¡Entonces, vamos! ¡Y el que llegue primero, gana! —
gritó Pinocho.
Dada la señal de partida, aquel grupo de granujas, con sus libros y sus
cuadernos bajo el brazo, se puso a correr a través de los campos; y Pinocho
iba siempre delante de todos; parecía que tuviese alas en los pies.
De tanto en tanto, se volvía y se burlaba de sus compañeros que se estaban
quedando atrás, y al verles jadeantes, fatigados, polvorientos y con la lengua
fuera, se reía con fuerza. ¡En aquel momento el infeliz no sabía a qué terrores
y horribles desgracias se dirigía...!.

90
CAPITULO 27
Gran pelea entre Pinocho y sus compañeros; al ser herido
uno de ellos, Pinocho es arrestado por los guardias

penas llegó a la playa, Pinocho echó enseguida una gran ojeada


al mar; pero no vio ningún tiburón. El mar estaba tan liso como
un espejo de cristal.
—¿Dónde está el tiburón? —preguntó, volviéndose hacia sus
compañeros.
— Se habrá ido a comer —
respondió uno, riéndose.
— O se habrá tumbado sobre la cama para echarse una siesta — añadió otro,
riéndose todavía más fuerte.
Por aquellas respuestas disparatadas y por aquellas risotadas tontas. Pinocho
comprendió que sus compañeros le habían gastado una estúpida broma, ha-
ciéndole creer algo que no era verdad; y tomándolo a mal, les dijo con voz
colérica:
—¿Y ahora? ¿Qué gracia a hacerme le sacáis tiburón? creer la historieta del
— ¡La gracia —respondieron a coro aquellos granujas.
está asegurada...!
—¿Y es...?
— Hacerte perder escuela y hacerte venir con nosotros. ¿No da vergüen-
la te
za mostrarte todos los días tan puntual y tan diligente en las lecciones? ¿Cómo
haces para no avergonzarte de estudiar tanto?
—Y si ¿qué importa?
estudio, os
—Nos importa muchísimo porque nos obligas a hacer mal papel ante el
maestro.
—¿Por qué?
— Porque escolares que estudian siempre dejan en mal lugar a aquellos
los
que, como nosotros, no tienen ganas de estudiar. ¡Y no queremos hacer el
ridículo! ¡También nosotros tenemos nuestro amor propio...!
— Y entonces, ¿qué debo hacer para contentaros?
— También a ti deben aburrirte la escuela, las lecciones y
maestro, que el
son nuestros grandes enemigos.
tres
—¿Y quisiera seguir estudiando?
si

—No miraríamos más a


te a primera ocasión nos
la cara, ¡y la la pagarías...!
—De verdad, me hacéis — casi ladeando cabeza.
reír dijo el títere la
— ¡Eh, Pinocho! — entonces mayor de aquellos muchachos, mirán-
gritó el

dole a cara— ¡No vengas haciéndote


la . valentón, no vengas haciéndote el el

91
gallito...! ¡Porque si tú no nos tienes miedo, nosotros tampoco te tenemos miedo
a ti! Recuerda que tú estas solo y nosotros somos siete.
— como Siete —
los pecados capitales una gran carcajada.
dijo Pinocho con
—¿Habéis oído? ¡Nos ha insultado! ¡Nos ha llamado pecados capitales...!
— ¡Pinocho! Pide excusas por no, de
la ofensa... si ¡ay ti!

— ¡Cucú! — hizo poniéndose pulgar sobre


el títere, punta de
el la la nariz,
en señal de burla.
— Pinocho, ¡que vamos a acabar mal...!
— ¡Cucú!
— ¡Que vamos a azotar como a un
te asno...!
—¡Cucú!
— ¡Que vas a volver a casa con nariz la rota...!
— ¡Cucú!
— cucú ¡El voy a dar ahora
te lo — más valiente de aquellos
yo! gritó el
granujas — Entre tanto toma esto a cuenta y guárdatelo para
. cena de la esta
noche.
Y diciendo así le pegó un puñetazo en la cabeza.
Pero fue, como suele decirse, dado y devuelto; porque el títere, como era de
esperar, respondió enseguida con otro puñetazo y, en un momento, el combate
se generalizó y se encarnizó.
Pinocho, aunque estaba solo, se defendía como un héroe. Trabajaba tan bien
con aquellos pies suyos de madera durísima, que mantenía a sus enemigos a
respetuosa distancia. Donde sus pies podían llegar y tocar, dejaban siempre
un cardenal de recuerdo.
Entonces los muchachos, enfadados por no poderse medir con el títere cuerpo
a cuerpo, pensaron en echar mano de proyectiles, y desatados los paquetes de
sus libros de escuela, comenzaron a lanzar contra él las Cartillas, las Gramáticas,
los Juanitas, los Fragmentos , los Cuentos de Thouar, el Pollito de Baccini y otros
libros escolares; pero el títere, que era de ojo ágil y avispado, siempre los
esquivaba, así que todos los volúmenes, pasándole por encima de la cabeza,
iban a caer al mar.
¡Figuraos los peces! Estos, creyendo que los libros eran cosas de comer,
corrían en tropel a flor de agua; pero después de morder alguna página o alguna
tapa, la escupían enseguida haciendo con la boca un gesto que parecía querer
decir: «¡No son cosas para nosotros; estamos acostumbrados a alimentos mucho
mejores!»
Entre tanto, el combate se hacía cada vez más feroz; en esto, un gran
cangrejo, que había salido fuera del agua y, poco a poco, había trepado por
la playa, gritó con un vozarrón de trombón resfriado:
—¡Parad, pihuelos, que no sois otra cosa! Estas peleas entre muchachos
raramente acaban bien. ¡Siempre ocurre alguna desgracia...!
¡Pobre cangrejo! Fue lo mismo que si hubiese hablado al viento. Hasta el
granuja de Pinocho, volviéndose hacia atrás para mirarle de reojo, le dijo
groseramente:
—¡Cállate, aburrido cangrejo! Sería mejor que chuparas unas pastillas de

92
liquen para curarte ese resfriado de garganta. ¡Vete a la cama y trata de sudar!
Mientras tanto, los muchachos, que habían acabado de tirar todos sus libros,
vieron a poca distancia el paquete con los libros del títere, y se apoderaron de
él en menos que se cuenta.
Entre estos libros había un volumen encuadernado en grueso cartón y con
el lomo de pergamino. Era un Tratado de Aritmética. ¡Os dejo imaginar lo pesado

que era!
Uno de aquellos granujas agarró aquel volumen y, apuntando a la cabeza
de Pinocho, lo lanzó con todas sus fuerzas, pero en lugar de alcanzar al títere,
alcanzó en la cabeza a uno de sus compañeros, el cual se puso muy pálido y
dijo sólo estas palabras:
— ¡Ay, madre mía, ayudadme... porque me muero!
Después cayó tendido sobre la arena de la playa.
A la vista de aquel muchacho moribundo, los compañeros, asustados, se
dieron a la fuga y a los pocos minutos no se veía a ninguno.
Pero Pinocho se quedó y aunque, por el dolor y por el susto, también estaba
más muerto que vivo, corrió sin embargo a mojar su pañuelo en el agua del
mar y se puso a humedecer la sien de su pobre compañero de escuela. Entre
tanto, llorando a lágrima viva y desesperándose, le llamaba por su nombre y
le decía:
— ¡Eugenio...! ¡Pobre Eugenio ¡Abre los ojos y mírame...! ¿Por qué
mío...!
no me contestas? ¡No he sido yo, ¿sabes?, quien te ha hecho tanto mal! ¡Créelo,
no he sido yo...! Abre los ojos, Eugenio. Si tienes los ojos cerrados, harás que
yo también muera... ¡Oh Dios mío! ¿Qué haré ahora para volver a casa...?
¿Con qué ánimo podré presentarme ante mi buena mamá? ¿Qué será de mí...?
¿A dónde huiré? ¿A dónde iré a esconderme...? ¡Oh, habría sido mejor, mil
veces mejor, que hubiese ido a la escuela...! ¿Por qué habré hecho caso a estos
compañeros, que son mi perdición...? ¡Y el maestro me lo había dicho...! ¡Y
mi mamá me lo había repetido!: «¡Guárdate de los malos ^^^
compañeros!» Pero soy un obstinado... un testarudo... ¡dejo ^^5^
opinar a todos, y después siempre actúo a mi modo! Y luego ^
me toca pagarlo... Y por eso, desde que estoy en
el mundo, jamás he tenido un cuarto de hora de

sosiego. ¡Dios mío! ¿Qué será de mí, qué será de


mí, qué será de mí...?
Y Pinocho continuaba llorando, berreando,
dándose puñetazos en la cabeza y llamando por
su nombre al pobre Eugenio, cuando, de pronto,
oyó el ruido sordo de unos pasos que se acercaban.
- Se volvió: eran dos guardias.
— —
¿Qué haces tirado por el suelo? preguntaron
a Pinocho.

Ayudo a este compañero de escuela.

¿Se ha puesto malo?
— ¡Parece que sí...!

93
— ¡Más que malo! — uno de guardias, inclinándose y observando a
dijo los
Eugenio desde cerca — Este muchacho ha sido herido en una
. ¿Quién sien. le
ha herido?
— Yo no — que no tenía
farfulló el títere, resuello en casi
cuerpo. el
— no has sido entonces ¿quién ha sido?
Si tú,
— Yo no — Pinocho.
repitió
— ¿Y con qué ha sido herido?
—Con este libro.
Y recogió del suelo el Tratado de Aritmética, encuadernado en cartón
el títere

y pergamino, para mostrárselo al guardia.


— ¿Y de quién
este libro es?
—Mío.
— Basta no necesito saber más. Levántate enseguida y ven con nosotros.
ya,
— Pero yo...
— ¡Ven con nosotros...!
— Pero soy inocente...
— ¡Ven con nosotros!
Antes de partir, los guardias llamaron a algunos pescadores, que en aquel
momento pasaban con su barca cerca de la playa, y les dijeron:
— Os confiamos a este muchachito herido en la cabeza. Llevadle a vuestra
casa y cuidadle. Mañana volveremos para verle.
Luego se volvieron hacia Pinocho y, después de ponerle en medio de los dos,
le ordenaron autoritariamente:
— ¡Adelante! ¡Y camina rápido; si no, peor para ti!
Sin hacérselo repetir, el títere comenzó a caminar por aquella senda que
conducía al pueblo. Pero el pobre diablo ni siquiera sabía en qué mundo estaba.
Le parecía soñar, ¡y qué mal sueño! Estaba fuera de sí. Sus ojos veían todo
doble, las piernas le temblaban, la lengua se le había quedado pegada al
paladar y no podía pronunciar uha sola palabra. Sin embargo, en medio de
aquella especie de estupidez y de aturdimiento, una agudísima espina le tala-
draba el corazón: el pensamiento de tener que pasar bajo las ventanas de la
casa de su buena Hada en medio de los guardias. Antes habría preferido
morirse. •

Ya habían entrado en el pueblo, cuando una ráfaga de viento arrebató el


gorro de la cabeza de Pinocho llevándoselo a una docena de pasos.
— — —
¿Me dejan dijo el títere a los guardias que vaya a recoger mi gorro?
— Vete, pero hazlo rápidamente.
El títere recogió el gorro... pero en lugar de ponérselo en la cabeza, se lo
metió entre los dientes, y después comenzó a correr a toda velocidad hacia la
orilla del mar. Iba como una bala de fusil.
Los guardias, pensando que sería difícil alcanzarle, le soltaron un gran
mastín, que había ganado el primer premio en todas las carreras de perros.
Pinocho corría mucho, pero el perro corría más. Por tanto la gente se
asomaba a las ventanas y se arremolinaba en mitad de la calle ansiosa por ver
el final de aquella feroz persecución. Pero no pudieron lograrlo, porque el perro

y Pinocho levantaban tal polverada en el camino que a los pocos instantes ya


no se podía ver nada.

94
95
CAP ITU LO 28
Pinocho corre el peligro de ser frito
en una sartén, como un pez

urante aquella desesperada carrera hubo un momento terrible, un


momento en que Pinocho se creyó perdido, pues habéis de saber
que Alidoro (así se llamaba el perro), a fuerza de correr y correr,
casi le alcanza.
El títere sentía en sus espaldas la jadeante respiración del perro,
e incluso percibía el caliente vaho de sus resoplidos.
Afortunadamente ya estaba cerca de la playa y mar
estaba a pocos pasos.
el
En cuanto llegó a la playa, el títere dio un buen salto, que no habría podido
mejorar una rana, y fue a caer en medio del agua. Alidoro quiso detenerse,
pero arrastrado por el ímpetu de la carrera, fue a parar también al agua. Y
aquel desgraciado no sabía nadar, por lo que enseguida comenzó a patalear
para mantenerse a flote, pero cuanto más pataleaba, más se le hundía la cabeza
bajo el agua.
Cuando logró sacar la cabeza fuera, el pobre perro tenía los ojos aterrori-
zados y en blanco y, ladrando, gritaba:
— ¡Me ahogo! ¡Me ahogo!
— ¡Revienta!— le respondió Pinocho desde lejos, pues ahora se veía fuera de
todo peligro.
— ¡Ayúdame, Pinochito mío...! ¡Sálvame de la muerte...!
Ante aquellos gritos desgarradores, el títere, que en el fondo tenía un exce-
lente corazón, se compadeció y, volviéndose hacia el perro, le dijo:
— Si te ayudo a salvarte, ¿me prometes no molestarme más y no correr más
detrás de mí?
— ¡Te lo prometo, te lo prometo! Date prisa, por caridad, porque si tardas
otro medio minuto, estaré bien muerto.
Pinocho vaciló un poco, pero después, acordándose de que su papá le había
dicho muchas veces que no se pierde nada por hacer una buena acción, fue
nadando hasta llegar a Alidoro y, agarrándole por la cola con las dos manos,
lo llevó sano y salvo hasta la arena seca de la playa.
El pobre perro no se tenía de pie. Había bebido, sin querer, tanta agua
salada, que estaba hinchado como un globo. Por otro lado, el títere, no que-
riendo fiarse demasiado, estimó prudente tirarse nuevamente al mar y, aleján-
dose de la playa, gritó al amigo salvado:
— Adiós, Alidoro, que tengas buen viaje y muchos saludos a los de tu casa.
— Adiós, Pinocho — respondió el perro —
mil gracias por haberme librado
,

96
de lamuerte. Me has prestado un gran servicio y en este mundo el que da,
recibe. Si se presenta la ocasión, ya hablaremos.
Pinocho continuó nadando, manteniéndose siempre cerca de tierra. Final-
mente le pareció llegar a un lugar seguro y, echando una ojeada a la playa,
vio sobre los escollos una especie de gruta, de la que salía un larguísimo
penacho de humo.
«En aquella gruta» dijo entonces para sí, «debe de haber fuego. ¡Tanto
mejor! Iré a secarme y a calentarme, ¿y después...? Bueno, después será lo que
sea».
Tomada esta decisión, se acercó a la escollera; pero cuando iba a trepar,
sintió bajo el agua algo que subía, subía, subía y le llevaba por el aire.
Enseguida intentó huir, pero ya era tarde, porque con grandísimo asombro se
encontró encerrado dentro de una gruesa red en medio de un revoltijo de peces
de todas formas y tamaños, que coleaban y se debatían como almas desesperadas.
Y al mismo tiempo vio salir de la gruta a un pescador tan feo, pero tan feo,
que parecía un monstruo marino. En vez de pelo tenía sobre la cabeza una
espesísima mata de hierba verde, verde era la piel de su cuerpo, verdes sus
ojos, verde su larguísima barba, que le caía pecho abajo. Parecía un gran
lagarto erguido sobre las patas traseras.
Cuando el pescador sacó la red del mar, gritó muy contento:
— ¡Bendita Providencia! ¡También hoy podré darme un buen atracón de
peces!
«¡Menos mal que no soy un pez!», se dijo Pinocho, recobrando un poco el
ánimo.
La red llena de peces fue llevada dentro de la oscura y ahumada gruta, en
medio de burbujeaba una gran sartén con aceite, que despedía un
la cual
olorcillo a sebo que cortaba la respiración.
— ¡Veamos ahora qué peces han caído! —
dijo el pescador, y metiendo en la
red una manaza tan desproporcionada que parecía una pala de panadero, sacó
un puñado de salmonetes.
— ¡Buenos salmonetes! —
dijo mirándolos y olfateándolos con satisfacción. Y
después de haberlos olfateado, los arrojó a un barreño sin agua.
Después repitió más veces la misma operación, y cada vez que sacaba otros
peces, sentía hacérsele la boca agua y regocijándose decía:
¡Buenas pescadillas...!
¡Exquisitos mújoles...!
¡Deliciosos lenguados...!
¡Excelentes calamares...!
¡Me comeré estas anchoas con cabeza y todo!
Como podéis imaginaros, las pescadillas, los mújoles, los lenguados, los
calamares y las anchoas, todos, fueron al barreño a hacer compañía a los
salmonetes.
El último que quedó en la red fue Pinocho.
Apenas le sacó el pescador, se le desencajaron de asombro sus ojazos verdes,
y gritó casi asustado:

97
—aspecto!
cQ"^
este
clase de pez es éste? ¡No recuerdo haber comido jamás peces con

Y volvió a mirarle atentamente, y después de haberle mirado muy bien por


todos lados, terminó diciendo:
— Ya he comprendido: debe de ser un cangrejo de mar.
Entonces Pinocho, molesto al verse confundido con un cangrejo, dijo con
acento resentido:
— ¿Pero qué cangrejo ni qué cangrejo? ¡Mire cómo me Para que trata! lo
sepa, soy un títere.
—¿Un — replicó pescador— La verdad que
títere? el . es un ¡el pez-títere es
pez nuevo para mí! ¡Mejor ¡Te comeré con gusto!
así!
— ¿Comerme? Pero ¿no quiere comprender que no soy un pez? ¿Es que no
oye que hablo y razono como usted? '

— Es verdad — pescador— y como veo que


dijo el ,
un pez queeres tiene la
fortuna de hablar y de razonar como trataré con
yo, te debidos cuidados.
los
—¿Y cuáles serían cuidados...?
estos
— En señal de amistad y de particular estima, dejaré tecómo quieres elegir
ser cocinado. ¿Deseas ser frito en sartén, o prefieres ser cocido en cazuela con
salsa de tomate?
— —
A decir verdad repuso Pinocho —
si debo escoger, prefiero ser dejado
,

en libertad, para poder volver a mi casa.


— ¡Bromeas! ¿Te parece que voy a perder la ocasión de probar un pez tan
raro? ¡No se presenta todos los días un pez-títere por estos mares! Déjame
hacer: te freiré en sartén junto a los demás peces, y te sentirás contento. Ser
frito en compañía siempre es un consuelo.
El infeliz Pinocho, ante este panorama, comenzó a llorar, a chillar, a pedir
ayuda y llorando decía:
— ¡Cuánto mejor habría sido que hubiese ido a la escuela! ¡He querido hacer
caso a los compañeros, y ahora lo pago...! ¡Hi...! ¡Hi...! ¡Hi...!
Y como se movía como una anguila y hacía increíbles esfuerzos para librarse
de las garras del pescador, éste tomó un junco y, después de atarle las manos
y los pies como un salchichón, le tiró al fondo del barreño con los demás peces.
Después sacó un platazo de madera lleno de harina y se dedicó a enharinar
todos aquellos peces; y a medida que los enharinaba, los echaba en la sartén
para freírlos.
Las primeras en bailar dentro del aceite hirviendo fueron las pobres pesca-
dillas; después les tocó a los calamares, luego a los mújoles, después a los
lenguados y a las anchoas, y después le llegó el turno a Pinocho. Al verse tan
cercano a la muerte (¡y qué horrible muerte!) fue preso de tanto temblor y de
tanto espanto, que no tenía ni aliento para pedir ayuda.
¡El pobre muchacho pedía ayuda con los ojos! Pero el pescador, sin siquiera
fijarse, le dio cinco o seis vueltas en la harina, enharinándole tan bien de cabeza
a pies, que parecía un títere de yeso.
Después, le agarró por la cabeza y...

98
99
CAPITULO 29
Regreso a casa del Hada, que le promete
que al día siguiente ya no será un títere,

sino que se convertirá en un muchacho.


Gran merienda con café con leche
para festejar este acontecimiento

uando pescador estaba justo a punto de echar a Pinocho en la


el
sartén, entró en la gruta un gran perro atraído por el penetrante
olor de fritura.
— —
I

¡Largo! le gritó el pescador amenazándole mientras soste-


\nía en la mano al títere enharinado.
Pero el pobre perro tenía el hambre de cuatro y, gruñendo y moviendo la
cola, parecía decir:
— Dame un bocado de fritura y te dejo en paz.
— ¡Largo, —te digo! repitió el pescador; y alargó la pierna para darle un
puntapié.
Entonces el perro, que, cuando tenía hambre de verdad, no soportaba ni
siquiera que las moscas se le posaran en la nariz, se revolvió arisco contra el
pescador, mostrándole sus terribles colmillos.
En aquel momento se oyó en la gruta una vocecita muy débil, que dijo:
— ¡Sálvame, Alidoro! ¡Si no me salvas, dame por frito...!
El perro reconoció enseguida la voz de Pinocho y observó con gran asombro
que la vocecita salía del bulto enharinado que el pescador tenía en la mano.
Entonces ¿qué hizo? Dio un gran salto desde el suelo, agarró el bulto
enharinado y sosteniéndolo cuidadosamente entre los dientes, salió corriendo
de la gruta, rápido como un relámpago.
El pescador, rabiosísimo al ver que le arrancaban de la mano el pez que se
hubiese comido con tanto gusto, trató de alcanzar al perro, pero después de
unos pocos pasos, le dio un golpe de tos y tuvo que volverse.
Mientras tanto, Alidoro encontró la senda que conducía al pueblo; allí se
detuvo y dejó delicadamente en tierra al amigo Pinocho.
— ¡Cuánto te lo agradezco! —
dijo el títere.
— —
No es necesario replicó el perro —
tú me salvaste y no he hecho más
,

que devolverte el favor. Ya se sabe: en este mundo hemos de ayudarnos los


unos a los otros.
— ¿Pero cómo llegaste a aquella gruta?
— Seguía tendido en la playa más muerto que vivo, cuando el viento me
trajo desde lejos un olorcillo a fritura. Ese olorcillo me ha abierto el apetito y
lo he seguido. ¡Si llego un minuto más tarde...!

100
— ¡No me lo digas! — gritó Pinocho, que todavía temblaba de miedo — . ¡No
me un minuto más tarde, a estas horas estaría frito, comido
lo digas! Si llegas
y digerido. ¡Brrr...! ¡Me entran escalofríos sólo de pensarlo...!
Alidoro, riéndose, extendió la pata derecha hacia el títere, que la estrechó
muy fuerte en señal de gran amistad, y después se separaron.
El perro volvió a tomar el camino de casa y Pinocho, que estaba solo, se
dirigió hacia una cabana no muy distante y preguntó a un viejecillo que estaba
en la puerta calentándose al sol:
— Dígame, buen hombre, ¿sabe algo de un pobre muchacho herido en la
cabeza que llamaba Eugenio?
se
— El muchacho fue llevado por unos pescadores a esa cabana, y ahora...
— ¡Ahora estará muerto...! —interrumpió Pinocho con gran dolor.
—No, ahora y ya ha vuelto a su
está vivo, casa.
—¿De verdad, de verdad? — saltando de alegría— ¿Entonces
gritó el títere, .

laherida no era grave?


— Pero podía haber sido gravísima incluso mortal — respondió e el viejeci-

— porque tiraron a cabeza un grueso


llo le la encuadernado en cartón.
libro
—¿Y quién
,

se lo tiró?
— Un compañero de un Pinocho...
escuela, tal
—¿Y quién Pinocho? — preguntó
es ese haciéndose desentendido.
el títere el

—Dicen que un muchachuelo, un vagabundo, un verdadero tarambana...


— ¡Calumnias! ¡Todo calumnias!
—¿Conoces a Pinocho? ese
— ¡De — respondió
vista! el títere.

—¿Y qué piensas de — preguntó él? le el viejecillo.

—A mí me parece un buen muchacho, con ganas de estudiar, obediente,


encariñado con su papá y con su familia...
Mientras el títere desgranaba con descaro todas estas mentiras, se tocó la
nariz y advirtió que se le había alargado más de un palmo. Entonces, muy
asustado, empezó a gritar:

No haga caso, buen hombre, de todo lo bueno que he dicho porque
conozco muy bien a Pinocho y puedo asegurarle que de verdad es un mucha-
chuelo, un desobediente y un distraído, que en lugar de ir a la escuela, ¡va con
sus compañeros a hacer el golfo!
Apenas pronunció estas palabras, su nariz se acortó y volvió a su tamaño
natural, como era antes.
—¿Y por qué estás todo blanco de ese modo? — le preguntó de pronto el
viejecillo.
— Le diré... sin darme cuenta, me he restregado contra un muro que estaba
reciénblanqueado —
respondió el títere, avergonzándose de confesar que le
habían enharinado como a un pez para después freírle en la sartén.
Y dicho esto se dirigió hacia el pueblo.
Pero a lo largo del camino no se sentía muy tranquilo; tanto era así que
daba un paso hacia adelante y otro hacia atrás y, hablando consigo mismo,
iba diciendo:

101
«¿Qué haré para presentarme ante mi buena Hadita? ¿Qué dirá cuando me
vea...? ¿Querrá perdonarme esta segunda chiquillada...? ¡Apuesto a que no me
la perdona...! ¡Oh, seguro que no me la perdona...! Y estará en su derecho
porque soy un granuja que siempre prometo corregirme, ¡y jamás lo cumplo...!»
Llegó al pueblo cuando ya era noche oscura y, como hacía mal tiempo y
caía agua a cántaros, fue derecho a casa del Hada con el ánimo decidido de
llamar a la puerta para que le abrieran.
Pero cuando llegó, sintió que le faltaba el coraje y, en vez de llamar, se alejó
corriendo una veintena de pasos. Se acercó una segunda vez a la puerta, y no
hizo nada; se acercó una tercera vez, y nada. La cuarta vez tomó, temblando,
la aldaba de hierro en la mano, y llamó con un golpecillo.
Esperó y esperó, y al cabo de media hora se abrió por fin una ventana en
el último piso (la casa tenía cuatro pisos) y Pinocho vio asomarse a un gran
caracol que tenía una velita encendida sobre la cabeza y que le dijo:
— ¿Quién es a estas horas?
— ¿Está el Hada en casa? — preguntó el títere.
— El Hada duerme y no quiere que la despierten. ¿Quién eres?
— ¡Soy yo!
— ¿Qué yo?
— Pinocho.
— ¿Qué Pinocho?
— El títere, el que vive en casa con el Hada.
— ¡Ah, comprendo! — —
dijo el Caracol Espérame ahí, ahora bajo y te abro
.

enseguida.
— Date prisa, por caridad, porque me muero de frío.
— Muchacho, soy un caracol, y los caracoles jamás tienen prisa.
Pasó una hora, pasaron dos, y la puerta no se abría; por lo cual Pinocho,
que temblaba de frío, de miedo y a causa de la mojadura que tenía encima,
se animó a llamar por segunda vez, y llamó más fuerte.
A este segundo golpe, se abrió una ventana en el piso de abajo y se asomó
el mismo Caracol.

— ¡Buen Caracol! — gritó Pinocho desde la calle — .¡Hace dos horas que
espero! Y dos horas, con esta nochecita, se hacen más largas que dos años.
Date prisa, por caridad.
— Muchacho — le respondió desde la ventana aquel animalejo todo paz y
todo flema — ,muchacho, soy un caracol, y los caracoles jamás tienen prisa.
Y laventana volvió a cerrarse.
Poco después el reloj dio la medianoche; después la una, después las dos, y
la puerta continuaba cerrada.
Entonces Pinocho, perdida la paciencia, agarró con rabia la aldaba de la
puerta para golpear con gran fuerza y atronar la casa, pero la aldaba, que era
de hierro, se convirtió de repente en una anguila viva que, escurriéndose de
sus manos desapareció en el arroyuelo de agua que corría por mitad de la calle.
— Ah, ¿sí? —
gritó Pinocho cada vez más cegado por la cólera —Si ha
.

desaparecido la aldaba, seguiré llamando a patadas.

102
Y echándose un poco hacia pegó un soberbio puntapié en la puerta
atrás,
de la casa. El golpe fue tan fuerte, que el pie penetró en la madera hasta la
mitad y cuando el títere trató de sacarlo fue inútil, porque el pie se había
quedado dentro, como un clavo remachado.
¡Figuraos al pobre Pinocho! Debió pasar el resto de la noche con un pie en
el suelo y el otro levantado.
Por la mañana, al hacerse de día, se abrió la puerta al fin. El Caracol, aquel
buen animalejo, había tardado sólo nueve horas en descender desde el cuarto
piso hasta la calle. ¡Y habéis de saber que llegó bañado en sudor!
— —
¿Qué haces con un pie clavado en la puerta? preguntó riéndose.
— Ha sido una desgracia. Caracolito bonito, mira a ver si logras liberarme
de este suplicio.
— Muchacho, para esto es necesario un carpintero, y yo nunca he sido
carpintero.
— ¡Pídeselo Hada de mi
al parte...!
— El Hada duerme y no quiere que despierten. la
—¿Pero qué quieres que haga clavado todo día en puerta?
el esta
—Diviértete contando hormigas que pasan por
las la calle.
—Al menos, tráeme alguna cosa para comer, porque me siento extenuado.
— ¡Enseguida! — Caracol.
dijo el
En efecto, tres horas y media más tarde Pinocho le vio volver con una

103
bandeja de plata en la cabeza. En la bandeja había un pan, un pollo asado y
cuatro albaricoques maduros.
— Éste es el desayuno que te manda el Hada —
dijo el Caracol.
A la vista de aquella gracia de Dios, el títere se consoló del todo. ¡Pero cuál
fue su desengaño cuando al empezar a comer advirtió que el pan era de yeso,
el pollo, de cartón, y los cuatro albaricoques, de alabastro coloreado!
Quería llorar, quería desesperarse, quería tirar la bandeja y lo que contenía,
pero fuese por el gran dolor o por debilidad del estómago, el caso es que cayó
desvanecido.
Cuando se recobró, se encontró echado sobre un sofá. El Hada estaba junto
a él.
— También esta vez te perdono —
le dijo el Hada —
¡pero ay de ti si haces
;

otra de las tuyas...!


Pinocho prometió y juró que estudiaría y que siempre se comportaría bien.
Y cumplió su palabra durante el resto del año. En efecto, en los exámenes,
tuvo el honor de ser el mejor de la escuela; y su comportamiento, en general,
fue estimado tan loable y satisfactorio, que el Hada, muy contenta, le dijo:
— ¡Mañana, finalmente, será satisfecho tu deseo!
—¿Cuál?
— Mañana dejarás de un ser títere de madera y te convertirás en un mucha-
cho.
Quien no haya visto la alegría de Pinocho, por esta noticia tan deseada,
jamás podrá figurársela. Todos sus amigos y compañeros de escuela debían
ser invitados al día siguiente a una gran merienda en casa del Hada para
festejar juntos elgran acontecimiento. El Hada había hecho preparar doscien-
tas tazas de café con leche y cuatrocientos panecillos untados de mantequilla.
Aquella jornada prometía ser muy bonita y muy alegre, pero...
Desgraciadamente, en la vida de los títeres siempre hay un pero que todo lo
echa a perder.

104
CAPITULO 30
Pinocho, en lugar de convertirse en un muchacho,
parte a escondidas con su amigo Pabilo
hacia «El país de los juguetes»

orno es natural, Pinocho pidió permiso enseguida al Hada para


,dar una vuelta por la ciudad y hacer las invitaciones; y el Hada
¡le dijo:
—Vete a invitar a tus compañeros a
merienda de mañana,
la
pero acuérdate de volver a casa antes de que se haga de noche.
¿Has comprendido?
— —
Prometo estar de vuelta antes de una hora replicó el títere.
— ¡Cuidado, Pinocho! Los muchachos hacen promesas fácilmente, pero la
mayoría de las veces no las cumplen.
— Pero yo no soy como los demás; cuando digo una cosa, la cumplo.
— Ya veremos. En el caso de que desobedezcas, peor para ti.
—¿Por qué?
— Porque muchachos que no hacen caso de consejos de quienes saben
los los
más que siempre
ellos, encuentran con alguna desgracia.
se
— ¡Lo he comprobado! — Pinocho— ¡Pero ya no
dijo más!
. reincidiré
—Ya veremos dices verdad.
si la
Sin añadir más palabras, el títere saludó a la buena Hada, que para él era
como su mamá y, cantando y bailando, salió por la puerta de casa.
En poco más de una hora, todos sus amigos fueron invitados. Unos aceptaron
enseguida y encantados; otros se hicieron un poco de rogar al principio, pero
cuando supieron que los panecillos para mojar en el café con leche tendrían
también mantequilla acabaron diciendo todos: «También nosotros iremos, para
complacerte.»
Ahora habéis de saber que Pinocho, entre sus amigos y compañeros de clase,
tenía uno predilecto y queridísimo, el cual se llamaba Romeo, pero todos le
llamaban con el sobrenombre de Pabilo, por su cuerpecillo enjuto, seco y flaco,
como el pabilo nuevo de una lamparilla de aceite.
Pabilo era el muchacho más perezoso y más pihuelo de toda la escuela, pero
Pinocho le quería mucho. De hecho fue a buscarle enseguida a casa, para
invitarle a la merienda, y no le encontró; volvió una segunda vez, y Pabilo no
estaba; volvió una tercera vez e hizo el viaje en vano.
¿Dónde poderle encontrar? Busca por aquí, busca por allá, finalmente le vio
escondido en el cobertizo de una casa de campesinos.
— ¿Qué haces ahí? —
le preguntó Pinocho acercándose.

105
— Espero medianoche para
la partir.
—¿A dónde vas?
— ¡Lejos, lejos, lejos!
— ¡Y yo que he ido veces a buscarte a tres casa...!
—¿Qué querías de mí?
—¿No sabes gran acontecimiento? ¿No sabes suerte que he tenido?
el la
—¿Qué suerte?
— Que mañana dejo de un y me convierto en un muchacho como
ser títere
tú y como todos demás. los
— Buen provecho haga. te
— Entonces, espero mañana a merendar en mi
te casa.
— ¡Pero digo que me marcho noche!
si te esta
—¿A qué hora?
— A medianoche.
—¿Y dónde vas?
a
— Me voy a a un país que
vivir mejor país de mundo: ¡una
es el este
verdadera Tierra de Jauja!
—¿Y cómo llama? se
— Se llama «El País de Juguetes». ¿Por qué no vienes también
los tú?
—¿Yo? ¡No, de verdad!
— ¡Te equivocas, Pinocho! Créeme, no arrepentirás. ¿Dónde
si vienes, te
quieres encontrar un país más estupendo para nosotros los muchachos? No
hay escuelas, no hay maestros, no hay libros. En aquel bendito país no se
estudia jamás. El jueves no hay escuela; y cada semana se compone de seis
jueves y un domingo. Figúrate que las vacaciones de verano comienzan a
primeros de enero y finalizan a finales de diciembre. ¡Ese es verdaderamente
un país como a mí me gustan! ¡Así deberían ser todos los países civilizados...!
—¿Pero cómo pasan días en «El País de Juguetes»?
se los los
— Se pasan jugando y divirtiéndose de mañana a noche. Después, por la la
lanoche, uno se va a la cama, y a la mañana siguiente se comienza otra vez.
¿Qué te parece?

¡Hum...! —
dijo Pinocho y meneó ligeramente la cabeza como diciendo:
«Es una vida que también yo haría encantado.»

Entonces, ¿quieres partir conmigo? ¿Sí o no? Decídete.

No, no, no y no. Ya he prometido a mi buena Hada convertirme en un
buen muchacho, y quiero cumplirlo. Como veo que el sol está bajo, te dejo
enseguida y me voy. Así que adiós y buen viaje.

¿A dónde vas con tanta prisa?

A casa. Mi buena Hada quiere que vuelva antes de la noche.
— Espera dos minutos más.
— Se hace demasiado tarde.
— Sólo dos minutos.
—¿Y después Hada me
si el grita?
— Déjala Cuando haya gritado mucho,
gritar. se callará — dijo el granuja
de Pabilo.

106
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—¿Y qué haces? ¿Te vas o "acompañado? solo
—¿Solo? Seremos más de muchachos. cien
—Y el hacéis a
viaje ¿lo pie?
—A medianoche pasará por aquí carro que debe recogernos y conducirnos
el

hasta confines de
los afortunadísimo
ese país.
— ¡Daría cualquier cosa por que ahora medianoche...! fiaese
—¿Para qué?
— Para veros a todos juntos.
partir
— Quédate otro poco y lo verás.
— No, no; quiero volver a casa.
— Espera otros dos minutos.
— Me he entretenido demasiado. El Hada estará preocupada por mí.
— ¡Pobre Hada! ¿Acaso miedo de que
tiene coman murciélagos?te los
— Pero oye — agregó Pinocho — verdaderamente seguro de que en
-, ¿estás
ese país no hay escuelas?
—Ni siquiera sombra de
la ellos.
—¿Y tampoco maestros?
—Ni siquiera uno.
—¿Y nunca hay obligación de estudiar?
— ¡Nunca, nunca, nunca!
— ¡Qué hermoso — Pinocho, sintiendo que boca
país! dijo hacía la se le
agua— ¡Qué hermoso
. ¡No he estado nunca, pero me
país! imagino...! lo
—¿Por qué no vienes también tú?
— que me
¡Es inútil Ya he prometido a mi buen Hada convertirme
tientes! le
en un muchacho juicioso y no quiero a mi palabra.faltar
— Entonces saludos a todas
adiós, ¡y escuelas municipales...! Y también
las
a encuentras por
los liceos, si los camino. el
—Adiós, Pabilo; que tengas buen y acuérdate alguna vez de
viaje, diviértete
los amigos.
Dicho dos pasos con intención de irse, pero después se
esto, el títere dio
detuvo y, volviéndose hacia su amigo, le preguntó:
— ¿Estás verdaderamente seguro de que en ese país todas las semanas se
componen de seis jueves y de un domingo?

107
— Segurísimo.
—¿Y sabes con certeza que vacaciones empiezan a primeros de enero y
las
terminan fmales de diciembre?
a
—Con toda certeza.
— ¡Qué hermoso — Pinocho, babeando de puro gusto.
país! repitió
Pero después, con ánimo añadió a toda
resuelto, prisa:
— Bueno, adiós y buen viaje.
— Adiós.
—¿Cuándo partiréis?
— ¡Dentro de dos horas!
— ¡Lástima! una hora para
Si sólo faltase partida, capaz de
la casi sería
esperar.
—¿Y el Hada...?
— ¡Ya ha hecho
se tarde...! Y volver a casa una hora antes o una hora
después, mismo.
es lo
— ¡Pobre Pinocho! ¿Y si el Hada te grita?
— La dejaré
¡Paciencia! gritar. Cuando haya
gritado mucho, se callará.
Entre tanto ya se había hecho de noche, y noche oscura. De pronto vieron
moverse a lo lejos una lucecita... ¡y oyeron un ruido de cascabeles y un toque
de trompeta, tan ligero y ahogado, que parecía el zumbido de un mosquito!
— ¡Aquí — Pabilo, poniéndose de
está! gritó pie.
—¿Quién? — preguntó en voz baja Pinocho.
— El carro que viene a recogerme. Venga,
: o no? vienes, ¿sí
—¿Pero verdaderamente
es — preguntócierto — que en el títere ese país los
muchachos jamás tienen obligación de estudiar?
la

— Jamás, jamás, jamás!


— ¡Qué hermoso ¡Qué hermoso
país...! ¡Qué hermoso país...! país...!

108
CAPITULO 31

Pinocho va a «El País de los Juguetes»


y pasa allí cinco meses

inalmente carro llegó, y llegó sin hacer el más mínimo ruido,


el

porque sus ruedas estaban cubiertas con estopa y con trapos.


Lo arrastraban doce parejas de borricos, todos del mismo ta-
maño, pero de diverso pelaje.
Algunos eran pardos, otros blancos, otros grises, y otros tenían
rayas amarillas y azules.
Pero lo más singular era que aquellas doce parejas, o sea, aquellos veinti-
cuatro borricos, en lugar de estar herrados como todas las demás bestias de
tiro o de carga, tenían en los pies botines blancos.
¿Y conductor del carro...?
el
Figuraos a un hombrecillo más ancho que alto, tierno y untuoso como una
bola de mantequilla, con carita de manzana, una boquita que siempre se reía
y una voz dulce y acariciadora, como la de un gato que confía en el buen
corazón del ama de casa.
Todos los muchachos, apenas le veían, quedaban encantados y rivalizaban
por subir a su carro, para ser conducidos por él hasta aquella verdadera Tierra
de Jauja, conocida en las cartas geográficas con el seductor nombre de «El País
de los Juguetes».
De hecho, el carro ya estaba lleno de muchachos entre los ocho y los doce
años, amontonados unos sobre otros, como anchoas en salmuera. Iban mal,
iban apretujados, casi no podían respirar; pero ninguno decía ¡ay!, ninguno se
lamentaba. El consuelo de saber que dentro de pocas horas estarían juntos en
un país donde no había ni libros, ni escuelas, ni maestros les ponía tan
contentos y resignados que no sentían ni las molestias, ni los saltos, ni el
hambre, ni la sed, ni el sueño.
Apenas se detuvo el carro, el Hombrecillo se volvió hacia Pabilo y, con mil
muecas zalameras, le preguntó sonriendo:

Dime, guapo muchacho, ¿también tú quieres venir a este afortunado país?

Claro que quiero ir.

Pero te advierto, cariño mío, que no hay sitio en el carro. Como ves, ¡está
lleno...!
— ¡Paciencia! — replico Pabilo — . Si no hay sitio dentro, me conformaré con
ir sentado en varas del carro.
las
Y dando un salto, se sentó sobre una vara.
—¿Y tú, amor mío...? — Hombrecillo volviéndose, todo ceremonioso,
dijo el
hacia Pinocho — . ¿Qué quieres hacer? ¿Vienes con nosotros o te quedas...?

109
— Me quedo — respondió Pinocho— . Quiero volver a mi casa, quiero estu-
diar y quiero tener buenas notas en la escuela, como hacen todos los muchachos
buenos.
— ¡Buen provecho haga! te
— ¡Pinocho! — entonces Pabilo— Hazme caso, vente con nosotros y
dijo . lo
pasaremos bien.
— ¡No, no, no!
— ¡Vente con nosotros y pasaremos bien! —gritaron otras cuatro voces
lo
dentro del carro.
— ¡Vente con nosotros y pasaremos lo —gritaron, todas juntas, un
bien!
centenar de voces dentro del carro.
— V me voy con vosotros, ¿qué dirá mi buena Hada? —
si que dijo el títere,
comenzaba a ablandarse y a cambiar de opinión.
— No cabeza con tantas preocupaciones. ¡Piensa que vamos
te calientes la
a un país donde podremos estar de juerga de la mañana a la noche!
Pinocho no respondió, pero dio un suspiro. Después, dio otro suspiro, des-
pués, un tercer suspiro; finalmente, dijo:
— Hacedme un poco de sitio: ¡Yo también quiero ir!
— —
Todos los sitios están ocupados replicó el Hombrecillo pero para — ,

demostrarte cuánto te quiero, puedo cederte mi sitio en el pescante...


—¿Y usted...?
—Yo haré camino a
el pie.
—No, de verdad, no permito. ¡Antes prefiero subirme a
lo la grupa de alguno
de — Pinocho.
estos borricos! gritó
Dicho y hecho; de la derecha de la primera pareja e
se acercó al borrico
hizo ademán de querer montar en él; pero la bestezuela, volviéndose de repente,
le dio una gran hocicada en el estómago y le tiró con las piernas por el aire.
¡Figuraos la impertinente y burlona risotada de todos los muchachos que
presenciaban la escena!
Pero el Hombrecillo no se rió. Se acercó lleno de ternura al borrico rebelde,
y, fingiendo darle un beso, le arrancó de un mordisco la mitad de la oreja
derecha.
Entre tanto, Pinocho, levantándose del suelo muy fiarioso, saltó sobre la
grupa del pobre animal. Y el salto fiíe tan bonito, que los muchachos dejaron
de reírse y comenzaron a gritar: «¡Viva Pinocho!» y prorrumpieron en unos
aplausos que no terminaban nunca.
De improviso, el borrico levantó las patas traseras y, dando un brinco
enorme, lanzó al pobre títere en medio del camino sobre un montón de guijarros.
Hubo de nuevo grandes risotadas, pero el Hombrecillo, en lugar de reírse,
se sintió preso de tanto amor por aquel intranquilo asnillo que, con un beso,
le arrancó de golpe la mitad de la otra oreja. Después, dijo al títere:

—Vuelve a montar y no tengas miedo. Ese borrico tenía algún grillo en la


cabeza, pero le he dicho dos palabritas a la oreja y espero haberle vuelto manso
y razonable.
Pinocho montó y el carro empezó a moverse, pero mientras los borricos

110
111
galopaban y el carro corría sobre los guijarros del camino real, al títere le
parecía oír una voz profunda y apenas inteligible que le decía:

¡Pobre bobo! ¡Has querido hacerlo a tu manera, pero te arrepentirás!
Pinocho, casi aterrorizado, miró aquí y allá, para saber de dónde venían
aquellas palabras, pero no vio a nadie. Los borricos galopaban, el carro corría,
los muchachos dormían dentro del carro. Pabilo roncaba como un lirón y el
Hombrecillo, sentado en el pescante, canturreaba entre dientes:

— Todos duermen por la noche,

y yo no duermo jamás...

Recorrido otro medio kilómetro. Pinocho oyó la misma vocecita débil que
le decía:
— ¡Rétenlo en cabeza, majadero! Los muchachos que dejan de estudiar y
la
vuelven la espalda a los libros, a las escuelas y a los maestros para dedicarse
enteramente a los juguetes y a las diversiones, ¡sólo pueden tener un final
desgraciado...! Lo sé por experiencia... ¡y te lo puedo decir! ¡Llegará un día en
que tú también llorarás, como hoy lloro yo..., pero entonces será tarde!
Ante estas palabras quedamente susurradas, el títere, más asustado que
nunca, saltó de la grupa de la cabalgadura y fiae a agarrar al burro por el
hocico.
¡E imaginaos cómo se quedó, cuando advirtió que su borrico lloraba... y que
lloraba igual que un muchacho!
— ¡Eh, señor Hombrecillo! — Pinocho amo del carro— ¿sabe qué
gritó al ,

sucede? Este borrico llora.


— Déjale que ya
llore, cuandose reirá se case.
—¿Pero acaso también ha enseñado a hablar?
le

—No, aprendió por solo a sí algunas palabras, después de estar


farfijllar tres
años en una Compañía de perros amaestrados.
— ¡Pobre bestia...!
— Vamos, vamos — Hombrecillo— no perdamos tiempo viendo cómo
dijo el ,

llora un asno. Monta y vamonos; la noche está fi-esca y el camino es largo.


Pinocho obedeció sin rechistar. El carro reanudó su carrera y por la mañana,
al despuntar el alba, llegaron felizmente a «El País de los Juguetes».

112
Este país no se parecía a ningún otro país delmundo. Su población estaba
íntegramente compuesta de muchachos. Los más viejos tenían catorce años,
los más jóvenes apenas tenían ocho. ¡En las calles había una alegría, un bullicio,
unos gritos que levantaban dolor de cabeza! Bandas de granujas por todas
partes: unos jugaban a la nuez, otros al tejo, otros a la pelota, otros montaban
en velocípedo, unos en caballitos de madera; éstos jugaban a la gallina ciega,
aquellos otros corrían; otros, vestidos de payasos, simulaban comer fuego; unos
recitaban, otros cantaban, unos daban saltos mortales, otros se divertían an-
dando con las manos en el suelo y con las piernas por el aire. Uno jugaba al
aro, otro paseaba vestido de general con un casco de papel y un sable de
cartón-piedra; uno reía, otro chillaba, otro llamaba, otro aplaudía, otro imitaba
el canto de la gallina cuando ha puesto un huevo; en suma, tal pandemonio,

tal algarabía, tal griterío endiablado, que era necesario ponerse algodón en los
oídos para no quedarse sordo. En todas las plazas se veían teatritos de tela,
abarrotados de muchachos de la mañana a la noche, y sobre todas las paredes
de las casas se leían escritas con carbón cosas bellísimas como: ¡Vivan losjugetes!
(en lugar á^ juguetes) ; no qeremos más escelas (en lugar de no queremos más escuelas)
abajo Larin Mética (en lugar de La Aritmética) y otras frases semejantes.
Pinocho, Pabilo y los demás muchachos que habían hecho el viaje con el
hombrecillo, apenas puestos los pies en la ciudad se introdujeron en aquella
baraúnda y en pocos minutos, como es fácil imaginárselo, se hicieron amigos
de todos. ¿Quién más feliz, quién más contento que ellos?
En medio de las continuas diversiones y los variados entretenimientos, las
horas, los días, las semanas pasaban volando.
— ¡Oh, qué buena vida! — decía Pinocho cada vez que por casualidad se
encontraba con Pabilo.
—¿Ves cómo yo razón? — replicaba
tenía este último — ¡Y pensar que no
.

querías venir! ¡Y pensar que se te había metido en la cabeza volver a casa de


tu Hada para perder el tiempo estudiando...! Si hoy te has librado del aburri-
miento de los libros y de las escuelas, me lo debes a mí, a mis consejos, a mis
prisas, ¿estás de acuerdo? Sólo los verdaderos amigos sabemos hacer estos
grandes favores.

¡Es verdad. Pabilo! Si hoy soy un muchacho verdaderamente feliz, es
mérito tuyo. Y el maestro, en cambio, ¿sabes lo que decía hablando de ti?
Siempre me decía: «¡No frecuentes a ese granuja de Pabilo, porque es un mal
compañero y sólo puede aconsejarte cosas malas!»

¡Pobre maestro! —
replicó el otro meneando la cabeza —
¡Demasiado sé
.

que me tenía manía y que siempre se divertía calumniándome, pero soy


generoso y le perdono!

¡Alma grande! —
dijo Pinocho, abrazando afectuosamente al amigo y
besándole en la frente.
Mientras tanto, hacía ya cinco meses que duraba esta estupenda vida de
juguetear y de divertirse todos los días sin ponerse jamás delante ni de un libro
ni de una escuela cuando, una mañana, al despertarse, Pinocho tuvo una tan
mala sorpresa, que le puso muy inquieto.

113
CAPITULO 32
A Pinocho le salen unas orejas de burro,

y después se convierte en un borrico de verdad


y empieza a rebuznar

uál fue esa sorpresa?


Os lo diré,mis queridos y pequeños lectores: la sorpresa fue
que Pinocho, al despertarse, tuvo ganas de rascarse la cabeza, y
a\ rascarse la cabeza notó...

¿Adivináis qué notó?


Notó con grandísimo asombro que las orejas le habían crecido más de un
palmo.
Sabéis que el títere, desde su nacimiento, tenía unas orejas muy pequeñitas,
tan pequeñitas que, a simple vista, ni siquiera se veían. Así que imaginaos
cómo se quedó cuando notó que sus orejas, durante la noche, se habían
alargado tanto que parecían dos escobillas.
Enseguida fue en busca de un espejo, para poderse ver, pero como no lo
encontró, llenó de agua la palangana del lavabo, y mirándose dentro, vio lo
que jamás habría querido ver: vio su imagen adornada con un magnífico par
de orejas de asno.
¡Os dejo imaginar el dolor, la vergüenza y la desesperación del pobre Pino-
cho!
Empezó a llorar, a gritar, a golpearse la cabeza contra la pared; pero cuanto
más se desesperaba, más crecían y crecían sus orejas, y más peludas se volvían.
Ante el ruido de aquellos agudísimos gritos, entró en la estancia una guapa
Marmotita que habitaba en el piso de encima; y viendo al títere en tan gran
agitación, le preguntó atentamente:
—¿Qué ocurre, mi querido vecino?
te
— Estoy enfermo, Marmotita mía, muy enfermo... ¡Y enfermo de una enfer-
medad que me da miedo! ¿Sabes tomar pulso? el

— Un poquito.
— Entonces mira por casualidad tuviese yo
si fiebre.
La Marmotita levantó lapata delantera derecha y, después de haber tomado
el pulso a Pinocho, le dijo suspirando:
— Amigo mío, ¡siento tener que darte una mala noticia...!
—¿Cuál?
— ¡Tienes una fiebre muy mala...!
—¿Y qué fiebre es?
— La fiebre del asno.

114
— ¡No conozco esa — respondió
fiebre! que embargo
el títere,había sin sí

comprendido.
— Entonces explicaré — agregó Marmotita— Debes saber que dentro
te lo la .

de dos o horas ya no
tres un un muchacho...
serás ni títere, ni
—¿Y qué seré?
—Dentro de dos o horas convertirás en un auténtico borrico como
tres te
losque tirande un y llevan
carrito berzas y lechugas
las mercado.
las al
— ¡Oh, pobre de mí! ¡Pobre de mí! — Pinocho agarrándose con
gritó las
manos las dos orejas y tirando y estirando rabiosamente como si se tratase de
las orejas de otro.
— Querido mío —
replicó la Marmotita para consolarle ¿qué le vas a — ,

hacer? Es el destino. Está escrito en los decretos de la ciencia que todos los
muchachos desobedientes que, aburridos de los libros, las escuelas y los maes-
tros, pasan sus jornadas entre juguetes, entre juegos y entre diversiones, antes
o después acaban transformándose en otros tantos pequeños asnos.
— Pero ¿de verdad es así? —
preguntó sollozando el títere.
— ¡Desgraciadamente lo es! Y ahora los llantos son inútiles. ¡Tendrías que
haberlo pensado antes!
— Pero la culpa no es mía: ¡la culpa, créelo, Marmotita, es toda de Pabilo...!
— ¿Y quién es ese Pabilo...?
— Un compañero mío de escuela. Yo quería volver a casa, quería ser obe-
diente, quería seguir estudiando y consiguiendo buenas notas... pero Pabilo me
dijo: «¿Por qué quieres aburrirte estudiando? ¿Por qué quieres ir a la escuela?
Vente mejor conmigo a "El País de los Juguetes"; allí no estudiaremos más;
allí nos divertiremos de la mañana a la noche y siempre estaremos alegres.»

— ¿Y por qué seguiste el consejo de ese falso amigo, de ese mal compañero?
— ¿Por qué...? Porque, Marmotita mía, soy un títere sin juicio... y sin
corazón. ¡Oh, si hubiese tenido un poquito de corazón, jamás habría abando-
nado a aquella buena Hada, que me quería como una madre y que tanto había
hecho por mí...! ¡Y a estas horas no sería ya un títere... sino un muchacho
cuerdo, como hay tantos! ¡Oh..., pero si me encuentro a Pabilo, pobre de él!
¡Le voy a decir de todo...!
E hizo ademán de ir a salir. Pero cuando llegó a la puerta, se acordó de que
tenía orejas de asno, y avergonzándose de mostrarlas en público, ¿qué inventó?

115
Tomó un gran gorro de algodón y, poniéndoselo en la cabeza, se lo encasquetó
hasta la punta de la nariz.
Después salió y se dedicó a buscar a Pabilo por todas partes. Lo buscó por
las calles, por las plazas, por los teatritos, por todas partes; pero no le encontró.
Preguntó a cuantos encontró por la calle, pero nadie le había visto.
Entonces fue a buscarle a casa; llegó ante la puerta y llamó.
— ¿Quién es? — preguntó Pabilo desde dentro.
— ¡Soy yo! — respondió el títere.

— Espera un poco y abriré. te


Al cabo de media hora se abrió la puerta ¡y figuraos cómo se quedó Pinocho
cuando, entrando en la estancia, vio a su amigo Pabilo con un gran gorro de
algodón en la cabeza que le tapaba hasta la punta de la nariz!
A la vista de aquel gorro Pinocho se sintió casi consolado y pensó enseguida
para sí:
«¿Estará mi amigo enfermo de mi misma enfermedad? ¿Tendrá también la
fiebre del borrico...?»
Y fingiendo no haber advertido nada, le preguntó sonriendo:
— ¿Cómo estás, mi querido Pabilo?
— Muy como un ratón en un queso parmesano.
bien,
—¿Lo en
dices serio?
—¿Y por qué debería una mentira?
decirte
— Perdóname, amigo; entonces, ¿por qué en cabeza tienes la ese gorro de
algodón que cubre te las orejas?
— Me ha mandado médico porque me he hecho daño en
lo el esta rodilla.
Y tú, querido títere, ¿por qué llevas ese gorro de algodón encasquetado hasta
la nariz?
— Me ha mandado
lo el médico, porque me he despellejado un pie.
— ¡Oh, pobre Pinocho...!
— ¡Oh, pobre Pabilo...!
Después de estas palabras se produjo un larguísimo silencio durante el cual
los dos amigos no hicieron más que mirarse burlonamente.
Finalmente el títere, con una vocecita meliflua y aflautada, dijo a su compa-
ñero:
— Por curiosidad, mi querido Pabilo: ¿has tenido alguna enfermedad en las
orejas?
— Jamás...! ¿Y tú?
—También
Jamás! Pero desde mañana me duele una
esta oreja.
— yo tengo misma enfermedad.
la
— ¿También ¿Y cuál
tú...? oreja que duele?
es la te
— Las ¿Y ados. ti?

— Las ¿No será misma enfermedad?


dos. la
— Me temo que sí.

—¿Quieres hacerme un Pabilo? favor.


— ¡Encantado! De todo corazón.
—¿Me dejas ver orejas? tus

116
—¿Por qué no? Pero antes quiero ver tuyas, querido Pinocho.
las
—No, debes
tú primero.
ser el
— ¡No, querido! ¡Primero después tú, yo!
— Bueno — entonces
dijo — hagamos un pacto de buenos amigos.
el títere ,

— Oigamos pacto.
el

— Quitémosnos dos gorro mismo tiempo. ¿Aceptas?


los el al
—Acepto.
— Entonces ¡atento!
Y Pinocho empezó a contar en voz alta:
— ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!
Al decir tres, los dos muchachos se quitaron sus gorros de la cabeza y los
lanzaron al aire.
Y entonces ocurrió una escena que parecería increíble, si no hubiera sido
verdadera. Sucedió que Pinocho y Pabilo, cuando se vieron los dos aquejados
por la misma desgracia, en lugar de sentirse mortificados y doloridos, comen-
zaron a mover sus orejas desmesuradamente grandes y, tras mil desgarbados
gestos, terminaron por soltar una gran risotada.
Y se rieron, se rieron, se rieron hasta tenerse que sujetar el cuerpo; pero en
lo mejor de la risa. Pabilo se calló de repente y, tambaleándose y cambiando
de color, le dijo al amigo:
— ¡Socorro, socorro, Pinocho!
—¿Qué tienes?
— ¡Pobre de mí! No puedo mantenerme sobre piernas. las
—Yo tampoco — Pinocho, llorando y tambaleándose.
gritó
Y mientras decían esto, los dos cayeron suelo a cuatro patas y, caminando
al
con las manos y los pies, comenzaron Y
a girar y a correr por la estancia.
mientras corrían, sus brazos se convirtieron en patas, sus caras se alargaron y
se convirtieron en hocicos y sus espaldas se cubrieron de un pelaje grisáceo
claro, con vetas negras.
¿Pero sabéis cuál ftie el peor momento para estos dos desgraciados? El peor
momento y el más humillante ftie cuando sintieron que empezaba a salirles
por detrás una cola. Entonces, vencidos por la vergüenza y por el dolor,
sintieron la necesidad de llorar y de lamentarse por su destino.
¡Nunca lo hubieran hecho! En vez de gemidos y de lamentos, lanzaban
rebuznos de asno; y rebuznando sonoramente, hacían los dos a coro: hi-a, hi-a,
hi-a.
En aquel momento llamarona la puerta y una voz dijo desde fiaera:
— ¡Abrid! Soy el Hombrecillo, soy el conductor del carro que os trajo a este
país. ¡Abrid enseguida, o pobres de vosotros!

117
CAPITULO 33

Convertido en un verdadero borrico,


Pinocho es vendido y lo compra el Director
de una Compañía de payasos para enseñarle a bailar

y a saltar por los aros, pero una noche


se queda cojo y entonces lo compra otro hombre
para hacer un tambor con su piel

iendo que puerta no se abría, el Hombrecillo la abrió de una


la
violentísima patada y, una vez dentro de la estancia, dijo con su
habitual risita a Pinocho y a Pabilo:
— ¡Buenos muchachos! Habéis rebuznado bien y enseguida os
he reconocido por la voz. Y por eso estoy aquí.
Ante dos borricos quedaron entontecidos, con la cabeza
tales palabras, los
caída, con las orejas gachas y con el rabo entre las piernas.
En cuanto entró, el Hombrecillo los examinó, los acarició, los palpó; después,
sacando un cepillo, comenzó a cepillarlos bien. Y cuando a fuerza de cepillarlos,
los dejó brillantes como dos espejos, les puso un cabezal y los condujo a la
plaza del mercado, con la esperanza de venderlos y de conseguir una buena
ganancia.
Y, en efecto, los compradores no se hicieron esperar.
Pabilo fue comprado por un campesino al que se le había muerto el borrico
el día anterior; y Pinocho fue vendido al Director de una Compañía de payasos

y de acróbatas, que le compró para amaestrarlo y después hacerle saltar y


bailar junto con los otros animales de la Compañía.
¿Y ahora, mis queridos lectores, habéis comprendido cuál era el bonito oficio
que ejercía el Hombrecillo? Este hombre ruin y malo, que tenía un aspecto tan
amable v untuoso, iba de cuando en cuando con un carro a darse una vuelta
por el mundo; por el camino recogía con promesas y con caricias a todos los
muchachos holgazanes que se aburrían con los libros y en las escuelas. Después
de cargados en su carro, les conducía a «El País de los Juguetes» para que
pasaran todo el tiempo en juegos, griteríos y diversiones. Cuando después estos
pobres muchachos ilusos, a fuerza de jugar siempre y de jamás estudiar, se
convertían en borricos, entonces, satisfecho y contento, se adueñaba de ellos y
los llevaba a vender a las ferias y a los mercados. Y así, en pocos años había
hecho dinero en abundancia y se había convertido en millonario.
No sé qué sucedió con Pabilo; sin embargo sé que desde los primeros días
Pinocho tuvo una vida durísima y cruel.
Cuando le condujeron a la cuadra, el nuevo amo le llenó el pesebre de paja,
pero Pinocho, después de probar un bocado, la escupió.
Entonces el amo, refunfuñando, le llenó el pesebre de heno; pero tampoco
el heno le gustó.

118
—Ah, ¿no te gusta el heno? — gritó el amo
encolerizado —
¡Aguarda, her- .

moso borrico, que si tienes caprichos en la cabeza, ya me encargaré yo de


quitártelos!
Y como correctivo, le dio con la fusta en las patas. Pinocho comenzó a llorar
por el intenso dolor y, rebuznando, dijo:
—Hi-a, ¡no puedo
hi-a, digerir la paja...!
— ¡Entonces cómete heno! — elamo, que entendía muy bien
replicó el el

dialecto asnal.
—Hi-a, heno me da dolor de
hi-a, ¡el barriga...!
—¿Pretendes que mantenga a un borrico como con pechugas de pollo y tú
fiambre de capón? — añadió amo encolerizándose cada vez más y dándole
el

un segundo golpe de ftista.


Ante este segundo golpe Pinocho se calló enseguida, por prudencia, y no
dijo nada más.
Entre tanto cerraron la cuadra y Pinocho se quedó solo y, como hacía
muchas horas que no había comido, comenzó a bostezar de hambre y abría
una boca que parecía un horno.
Por fin, no encontrando otra cosa en el pesebre, se resignó a masticar un
poco de heno y, después de haberlo masticado muy bien, cerró los ojos y se lo
tragó.
«Este heno no es malo», pensaba mientras comía; «¡pero cuánto mejor habría
sido que hubiese continuado con mis estudios...! A estas horas, en lugar de
heno, ¡podría comer un cacho de pan reciente y una buena loncha de salchi-
chón...! ¡Paciencia!»
A la mañana buscó en el pesebre un poco de heno;
siguiente, al despertarse,
pero no lo encontró, porque se lo había comido todo por la noche.
Entonces tomó un bocado de paja trillada y mientras lo masticaba pensaba
que el sabor de la paja trillada no se parecía ni al arroz a la milanesa ni a los
macarrones a la napolitana.
— ¡Paciencia! —
dijo en voz alta mientras seguía masticando Que por lo — .

menos mi desgracia pueda servir de lección a todos los muchachos holgazanes


que no tienen ganas de estudiar. ¡Paciencia...! ¡Paciencia...!
— ¡Paciencia, un cuerno! —
gritó el amo, entrando en aquel momento en la
cuadra —¿Acaso crees, mi hermoso borrico, que te he comprado sólo para
.

darte de beber y de comer? Te he comprado para que trabajes y me hagas


ganar muchos cuartos. ¡Así que, vamos! Ven conmigo al Circo, y allí te
enseñaré a saltar por los aros, a romper con la cabeza los toneles de papel y
a bailar el vals y la polka, manteniéndote derecho sobre las patas de atrás.
El pobre Pinocho, quisiera o no quisiera, tuvo que aprender todas estas
bonitas cosas; pero necesitó tres meses de lecciones para aprenderlas y muchos
golpes de fusta.
Finalmente, llegó el día en que su amo pudo anunciar un espectáculo
verdaderamente extraordinario. Los cartelones de diferentes colores, pegados
en las esquinas de las calles, decían así:

119
ERAN ESPECTÁCULO DS GALA
Esta Noche
tendrán lugar los habituales saltos
y ejercicios sorprendentes

REALIZADOS POR TODOS LOS ARTISTAS

y por todos bs caballos de ambos sexos de la Compañía


y además
será presentado por priméis vez el famoso

BORRICO PINOCHO
llamado

LA ESTRELLA DE LA DANZA

El teatro estará fantdsticatnente ilumiruido

Aquella noche, como podéis figuraros, una hora antes de comenzar el espec-
táculo, el teatro ya estaba abarrotado.
No se podía encontrar una butaca ni una localidad reservada ni un palco
ni aun pagándolos a peso de oro.
Las graderías del Circo bullían de niños, de niñas y de muchachos de todas
las edades, ansiosos por ver bailar al famoso borrico Pinocho.
Acabada la primera parte del espectáculo, el Director de la Compañía,
vestido con fi'ac negro, pantalones blancos ajustados y botas de piel hasta las
rodillas, se presentó ante el hacinadísimo público y, hecha una gran reverencia,
recitó con gran solemnidad el siguiente disparatado discurso:
— ¡Respetable público, caballeros y damas!
»Este que os habla, de paso por esta ilustre metrópoli, ha querido procrear
no sólo el honor sino el placer de presentar a este inteligente y conspicuo
auditorio un célebre borrico, que ya ha tenido el honor de bailar en presencia
de Su Majestad el Emperador de todas las Cortes Principales de Europa.
»Y dándoos las gracias, ¡ayudadnos con vuestra animadora presencia y
perdonadnos!
Este discurso ñie acogido con muchas risas y con muchos aplausos; pero los
aplausos se redoblaron y se convirtieron en una especie de huracán ante la
presencia del borrico Pinocho en medio de la pista. Estaba ataviado de fiesta.
Llevaba una brida nueva de piel brillante con hebillas y tachuelas de bronce;
dos plumeros blancos y rosas, la crin dividida en múltiples rizos atados con
borlas de seda rosa, una gran cincha de oro y de plata y la cola trenzada con
cintas de terciopelo. ¡Era, en suma, un borrico encantador!
El Director, al presentarle al público, añadió estas palabras:
— ¡Mis respetables oyentes! No estoy aquí para contaros mentiras sobre las
grandes dificultades superadas por mí para comprender y sojuzgar a este

120
4 f
mamífero, mientras pacía libremente de montaña en montaña en las llanuras
de la zona tórrida. Observad, os ruego, cuánta fiereza rezuma de sus ojos, por
lo que habiendo resultado vanos todos los medios para domesticarlo a la vida
de los cuadrúpedos civiles, muchas veces he debido recurrir al afable dialecto
de la fusta. Pero cada gentileza mía, en lugar de hacerme ganar su cariño, me
ha hecho ganar su odio. Sin embargo, siguiendo el sistema Galles, encontré en
su cráneo un pequeño cartílago óseo que la misma Facultad de Medicina de
París reconoce ser el bulbo regenerador de los cabellos y de la danza pírrica.
Y por esto le quise amaestrar para el baile, así como enseñarle los correspon-
dientes saltos por los aros y por los toneles. ¡Admiradle y después juzgadle!
Pero antes de separarme de vosotros, permitidme, señores, que os invite al
diurno espectáculo de mañana por la noche, pero en la apoteosis de que el
tiempo lluvioso amenace agua, entonces el espectáculo, en lugar de mañana
noche, será postpuesto a mañana por la mañana, a las once horas antimeri-
dianas del mediodía.
Y aquí el director hizo otra profundísima reverencia, después, volviéndose
hacia Pinocho, le dijo:
— ¡Ánimo, Pinocho! Antes de principiar tus ejercicios, saluda a este respe-
table público, ¡caballeros, damas y muchachos!
Pinocho, obediente, dobló enseguida las dos rodillas delanteras hasta el
suelo, y permaneció arrodillado hasta que el Director, restallando la fusta, le
gritó:
— ¡Al paso!
Entonces el borrico se levantó sobre las cuatro patas y comenzó a marchar
alrededor de la pista, caminando siempre al paso.
Poco después el Director gritó:
— ¡Al trote! —
y Pinocho, obedeciendo la orden, marchó al trote.
— ¡Al galope! —y Pinocho inició el galope.
— ¡A la carrera! — y Pinocho comenzó a correr a toda velocidad. Pero cuando
corría como un loco, el Director, alzando el brazo, disparó al aire con su pistola.
Ante aquella señal, el borrico, fingiéndose herido, cayó tendido en la pista,
como si de verdad estuviese moribundo.
Al levantarse del suelo, en medio de un estallido de aplausos, de gritos y de

122
palmadas que llegaron hasta tuvo el impulso natural de alzar la
las estrellas,
cabeza y mirar hacia arriba... y vio en un palco a una bella señora que llevaba
en el cuello un gran collar de oro del que pendía un medallón. En el medallón
estaba pintado el retrato de un títere.
«¡Ese retrato es el mío...! ¡Esa señora es mi Hada!», dijo para sí Pinocho,
reconociéndola enseguida y, dejándose llevar por la gran alegría, trató de gritar:
«¡Oh, Hadita mía! ¡Oh, Hadita mía!»
Pero en lugar de estas palabras, le salió de la garganta un rebuzno tan sonoro
y prolongado que hizo reír a todos los espectadores, especialmente a los mu-
chachos que estaban en el teatro.
Entonces el Director, para enseñarle y para hacerle comprender que no es
de buena educación ponerse a rebuznar cara al público, le dio con el mango
de la fusta un golpe en la nariz.
El pobre borrico, sacando un palmo de lengua, estuvo lamiéndose la nariz
al menos cinco minutos, creyendo que se calmaría así el dolor que sentía.
¡Pero cuál sería su desesperación cuando, volviéndose por segunda vez hacia
arriba, vio que el palco estaba vacío y que el Hada había desaparecido...!
Se sintió morir; los ojos se le llenaron de lágrimas y comenzó a llorar
desconsoladamente. Pero nadie se dio cuenta, y menos que nadie el Director,
que, por el contrario, haciendo restallar la fusta, gritó:

¡Bravo, Pinocho! Ahora haz ver a estos señores con cuánta gracia sabes
saltar los aros.
Pinocho lo intentó dos o tres veces, pero cada vez que llegaba delante del
aro, en lugar de atravesarlo, pasaba cómodamente por debajo. Por fin dio un
salto y lo atravesó, pero desgraciadamente las patas traseras se le quedaron
enganchadas en el aro, por lo cual cayó al suelo como un fardo por el otro lado.
Cuando se levantó estaba cojo y a duras penas pudo volver a la cuadra.
— ¡Que salga Pinocho! ¡Queremos ver al borrico! ¡Que salga el borrico!
—gritaban los muchachos de la platea, apiadados y conmovidos por el tristí-
simo suceso.
Pero aquella noche el borrico no se dejó ver más.
A la mañana siguiente el veterinario, o sea el médico de las bestias, cuando
le visitó, declaró que se quedaría cojo para toda la vida.

123
Entonces el Director dijo a su mozo
de cuadra:
—¿Que quieres que haga con un
burro cojo? Sería un holgazán y un
gorrón. Por lo tanto, llévatelo a la pla-
za y revéndelo.
Apenas llegaron a la plaza, encon-
traron alcomprador, que le preguntó
al mozo de cuadra:
— ¿Cuánto quieres por borrico
este
cojo?
—Veinte liras.
—Te doy veinte céntimos. No creas
que lo compro para utilizarlo; única-
mente lo compro por su piel. Veo que
tiene la piel muy dura, y con ella quie-
ro hacer un tambor para la banda de
música de mi pueblo.
¡Os dejo pensar, muchachos, el
gran placer que sentiría el pobre Pi-
nocho al oír que estaba destinado a
convertirse en tambor!
El hecho es que el comprador, ape-
nas pagados los veinte céntimos, llevó
al borrico hasta un escollo que estaba
sobre la orilla del mar; le puso una
piedra al cuello y le ató por una pata
con una soga que tenía en la mano y,
sin más, le dio un empujón y le tiró
al agua.
Pinocho, con aquella piedra atada
al cuello, se fue enseguida al fondo; y
el comprador, teniendo siempre la
soga bien sujeta en la mano, se sentó
en el escollo y se quedó esperando a
que el borrico se ahogara, para luego
quitarle la piel.

124
CAPITULO 34
Pinocho, arrojado al mar, es comido por los peces,
y vuelve a ser un títere como antes;
pero mientras nada para ponerse a salvo,
es engullido por el terrible Tiburón

iranscurridos cincuenta minutos desde que el borrico se había


^, hundido en agua, el comprador dijo, hablando consigno mismo:
el
«A estas horas mi pobre borrico cojo ya debe estar bien aho-
gado. Recojámoslo, pues, y hagamos con su piel ese tambor».
Y empezó a tirar de la soga con la que le había atado por una
pata: y tira, tira, tira, al final vio aparecer a flor de agua... ¿adivináis qué? En
lugar de un borrico muerto, vio aparecer a flor de agua un títere vivo que
coleaba como una anguila.
Al ver a aquel títere de madera, el pobre hombre creyó soñar y se quedó
atontado, con la boca abierta y los ojos fiaera de las órbitas.
Algo repuesto de su primer estupor, dijo llorando y balbuceando:

¿Y dónde está el borrico que tiré al mar?

¡Ese borrico soy yo! —
respondió el títere, riendo.
-¿Tú?
—Yo.
— ¡Ah, granuja! ¿Acaso pretendes burlarte de mí?
—¿Burlarme de usted? Todo contrario, querido amo, hablo en
lo le serio.
—¿Pero cómo que hace poco eras un
tú, ahora, en agua,
borrico, tras estar el
tehas convertido en un de madera?
títere
— Será agua del mar. El mar gasta
efecto del bromas. estas
— ¡Cuidado, títere, No creas que vas a
cuidado...! a mi divertirte costa.
¡Pobre de ti, me acaba paciencia!
si se la
— Pues amo: ¿quiere saber toda
bien, verdadera Suélteme
la historia? esta
pierna y se la contaré.
El chapucero del comprador, curioso por conocer la verdadera historia, le
soltó enseguida el nudo de la soga con que le había atado y entonces Pinocho,
encontrándose libre como un pájaro en el aire, empezó a decir:
—Sepa que era un títere de madera como soy ahora, pero estaba que si me
convertía o no me convertía en un muchacho, como hay tantos en este mundo;
pero por mis pocas ganas de estudiar y por hacer caso a los malos compañeros,
me escapé de casa... y un buen día, al despertarme, ¡me encontré convertido
en un asno con grandes orejas... y con una gran cola...! ¡Qué vergüenza para
mí...! Llevado a vender al mercado de los asnos, ñii comprado por el Director
de una Compañía ecuestre, al cual se le metió en la cabeza hacer de mí un
gran bailarín y un gran saltador de aros. Una noche, durante el espectáculo,

125
tuve una mala caída en el teatro y me quedé cojo de las dos patas. Entonces
el Director, no sabiendo qué hacer con un asno cojo, me mandó revender, ¡y
usted me compró!
— ¡Desgraciadamente! Pagué veinte céntimos por Y ahora, ¿quién me ti.

devuelve mis veinte céntimos?


— ¿Y por qué me compró? ¡Me compró para hacer un tambor con mi piel...!
¡Un tambor...!
—¿Y ahora dónde encontraré otra piel...?
— No dé a desesperación, amo. ¡Hay tantos borricos en mundo!
se la este
— Dime, granuja impertinente: ¿y acaba ahí?
tu historia
— No — respondió el — otras dos palabras, y termina. Después de
títere ,

comprarme, me condujo a este lugar para matarme; pero después, cediendo a


un piadoso sentimiento de humanidad, prefirió atarme una piedra al cuello y
tirarme al fondo del mar. Este delicado sentimiento le honra muchísimo y le
guardaré eterno agradecimiento. Por otro lado, querido amo, esta vez ha
echado sus cuentas sin el Hada...

¿Y quién es esa Hada?

Es mi mamá, la cual se parece a todas las buenas mamas que quieren
mucho a sus muchachos y jamás les pierden de vista y les cuidan amorosamente
en todas las desgracias, incluso cuando estos muchachos, por sus travesuras y
por su mal comportamiento, merecerían ser abandonados y dejados como
niñeras de sí mismos. Decía, pues, que la buena Hada, apenas me vio en peligro
de ahogarme, mandó enseguida a mi alrededor un infinito grupo de peces que,
creyéndome de verdad un borrico bien muerto, ¡comenzaron a comerme! ¡Y
qué bocados daban! Jamás hubiese creído que los peces fiíeran más glotones
que los muchachos! Uno me comió las orejas, otro me comió el hocico, otro el
cuello y las crines, otro la piel de las patas, otro la piel de la espalda... y entre
ellos había un pececillo tan amable que por fin se dignó comerme la cola.
— De hoy en adelante —
dijo el comprador, horrorizado —
juro no probar
más el pescado. ¡Me desagradaría demasiado abrir un salmonete o una pesca-
dilla fi-ita y encontrarme dentro el rabo de un burro!
—Pienso como usted — replicó el títere, riéndose —
Por lo demás, debe saber
.

que cuando los peces terminaron de comerme toda aquella corteza asnal, que
me cubría de la cabeza a los pies, llegaron, como es natural, al hueso... o mejor
dicho, llegaron a la madera, porque, como ve, estoy hecho de madera durísima.
Y después de darme los primeros mordiscos, aquellos peces glotones se dieron
cuenta enseguida de que la madera no era carne para sus dientes, y disgustados
por esta indigesta comida, se fijeron unos por aquí y otros por allá, sin siquiera
volverse para darme las gracias... Y aquí tiene por qué, al tirar de la soga, se
encontró con un títere vivo, en lugar de con un borrico muerto.
— —
Me río de tu historia gritó el comprador, encolerizado Me he gastado— .

veinte céntimos en comprarte y quiero mis cuartos. ¿Sabes qué haré? Te llevaré
de nuevo al mercado y te revenderé al peso como madera seca para encender
el fijego en la chimenea.
—Entonces revéndame, me parece bien —
dijo Pinocho.

126
Pero Y
dio un buen brinco y saltó al agua.
al decir esto, nadando alegremente
y alejándose de la playa, gritaba al pobre comprador:
— Adiós, amo; si necesita una piel para hacer un tambor, acuérdese de mí.
Y después se reía y seguía nadando; y un poco después, volviéndose hacia
atrás, gritaba más fuerte:
— Adiós, amo; si necesita un poco de madera seca para encender la chime-
nea, acuérdese de mí.
El caso es que en un abrir y cerrar de ojos se había alejado tanto, que casi
no se le veía; o sea, sólo se veía sobre la superficie del mar un puntito negro
que, de tanto en tanto, sacaba las piernas hiera del agua y daba brincos y
saltos, como un alegre delfín.
Mientras Pinocho nadaba sin rumbo, en medio del mar divisó un escollo
que parecía de mármol blanco; y en la cima del escollo, una hermosa cabrita
que balaba amorosamente y que le hacía señas para que se acercara.
Lo más singular era esto: que la lana de la cabrita, en lugar de ser blanca,
o negra, o de dos colores, como las de las demás cabras, era azul, pero de un
color azul fiílgurante, que recordaba muchísimo los cabellos de la hermosa
Niña. ¡Os dejo imaginar lo fiaerte que comenzó a latir el corazón de Pinocho!
Redoblando sus ñierzas y sus energías nadó hacia el escollo blanco y ya estaba
a medio camino, cuando salió fiaera del agua y vino a su encuentro una horrible
cabeza de monstruo marino con la boca abierta de par en par, como una sima,
y tres hileras de dientes que, incluso pintados, habrían asustado a cualquiera.
¿Y sabéis quién era aquel monstruo marino?
Aquel monstruo marino era ni más ni menos que el gigantesco Tiburón,
aparecido más veces en esta historia y que por sus estragos y por su insaciable
voracidad era apodado «El Atila de los peces y de los pescadores».
¡Imaginaos el espanto del pobre Pinocho a la vista del monstruo! Trató de
esquivarlo, de cambiar de camino; pero aquella inmensa boca, abierta de par
en par siempre, se le venía encima con la velocidad de una flecha.
— ¡Date prisa. Pinocho, por caridad! — gritaba balando la hermosa cabrita.
Y Pinocho nadaba desesperadamente con los brazos, con el pecho, con las
piernas y con los pies.
— ¡Corre, Pinocho, que el monstruo se acerca...!
Y Pinocho, reuniendo todas sus fiaerzas, nadaba cada vez más aprisa.
— ¡Cuidado, Pinocho...! ¡El monstruo te alcanza...! ¡Ya está ahí...! ¡Ya está
ahí...! ¡Date prisa, por caridad, o estás perdido...!
Y Pinocho nadaba más rápidamente que nunca, y deprisa, deprisa, deprisa,
como iría una bala de fiasil.
¡Y ya estaba cerca del escollo, y ya la cabrita, inclinándose sobre el mar,
alargaba sus patitas delanteras para ayudarle a salir del agua...!
¡Pero ya era tarde! El monstruo le había alcanzado y, al respirar, se bebió
al pobre títere, como se habría sorbido un huevo de gallina; y lo hizo con
tanta violencia y avidez que Pinocho, cayendo dentro del Tiburón, se dio un
golpe tan fuerte, que quedó aturdido durante un cuarto de hora.
Cuando volvió en sí después de aquel espanto, ni siquiera sabía en qué
mundo se encontraba. Por todas partes, a su alrededor, había una gran oscu-

127
ridad; pero una oscuridad tan negra y profunda, que le parecía haber metido
la cabeza en un calamar lleno de tinta. Estuvo a la escucha y no oyó ningún
ruido, sólo de tanto en tanto notaba que le daba en la cara una ráfaga de
viento. Al principio no comprendía de dónde podía provenir aquel viento, pero
después se dio cuenta de que salía de los pulmones del monstruo. Porque habéis
de saber que el Tiburón sufría muchísimo de asma y cuando respiraba parecía
como soplase la tramontana.
si

Pinocho, ante todo, se las ingenió para darse un poco de ánimo, pero cuando
comprobó y se convenció de que se encontraba encerrado en el cuerpo del
monstruo marino, empezó a llorando decía:
llorar y a chillar. Y
— ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Oh, pobre de mí! ¿No hay nadie que venga a salvarme?
— ¿Quién quieres que te salve, desgraciado...? — dijo en aquella oscuridad
un cascado vozarrón.
— ¿Quién habla así? — preguntó Pinocho, sintiéndose helado de espanto.
— ¡Soy yo! Soy un pobre atún, engullido contigo por el Tiburón. Y tú ¿qué
pez eres?
—Yo no tengo nada que ver con peces. Soy un los títere.
—Y entonces, no un pez, ¿por qué
si eres has dejado por
te engullir el
monstruo?
—No soy yo quien ha dejado se ¡ha sido quien me ha engullido!
engullir, él

¿Y ahora qué debemos hacer aquí en oscuridad...? la


— ¡Resignarnos y esperar a que Tiburón nos digiera a el los dos...!
— ¡Pero yo no quiero digerido! — Pinocho, volviendo a
ser gritó llorar.
—Tampoco yo quiero digerido — ser Atún— pero soy bastante
dijo el ;

filósofoy me
consuelo pensando que, cuando se nace atún, ¡es más digno morir
en el agua que en el aceite...!
— ¡Bobadas! —
gritó Pinocho.
— La mía es una opinión —
replicó el Atún —
¡y las opiniones, como dicen
,

los atunes políticos, deben ser respetadas!


— Bueno... yo quiero irme de aquí... quiero huir...
— ¡Huye, si puedes...!
— ¿Es muy grande este Tiburón que nos ha engullido? preguntó el títere. —
— Figúrate que su cuerpo mide más de un kilómetro, sin contar la cola.
Al tiempo que tenían esta conversación en la oscuridad, a Pinocho le pareció
ver muy una especie de claridad.
lejos
— —
¿Qué será esa lucecita que se divisa a lo lejos? dijo Pinocho.
— ¡Será algún compañero de desventuras, que esperará como nosotros el

momento de ser digerido...!


—Quiero a su encuentro. ¿No podría darse caso de que fuese algún
ir el

viejopez capaz de enseñarme camino para escapar?


el

—Te deseo de todo corazón, querido


lo títere.

—Adiós, Atún.
— Adiós, y buena
títere, suerte.
—¿Dónde volveremos a vernos?
—¿Quién ¡Es mejor no pensarlo!
sabe...?

128
CAPITULO 35
Pinocho encuentra en el cuerpo del Tiburón...
¿a quién encuentra?
Leed este capítulo y lo sabréis

penas Pinocho hubo dicho adiós a su buen amigo el Atún, se


movió tambaleándose en medio de aquella oscuridad, y empezó
a caminar a tientas dentro del cuerpo del Tiburón, dirigiéndose
despacito hacia aquella pequeña claridad que veía centellear muy
lejos.
Y al caminar, sintióque sus pies chapoteaban en un charco de agua grasicnta
y resbaladiza, y que aquel agua tenía un olor tan penetrante a pescado frito,
que le parecía estar en mitad de la Cuaresma.
Y cuanto más avanzaba, más brillante y mejor se veía la claridad, hasta
que, andando andando, llegó al fin. Y cuando llegó... ¿qué encontró? Os doy
mil oportunidades para adivinarlo: encontró una pequeña mesa puesta, con
una vela encendida encima, metida en una botella de cristal verde y, sentado
a la mesa, a un viejecito todo blanco, como si fiaese de nieve o de nata montada,
que estaba mordisqueando algunos pececillos vivos, pero tan vivos, que a veces,
mientras se los comía, se le escapaban de la boca.
Al verle, el pobre Pinocho tuvo una alegría tan grande y tan inesperada,
que le faltó poco para delirar. Quería reír, quería llorar, quería decir un montón
de cosas; y en vez de eso murmuraba confusamente y balbuceaba palabras
entrecortadas e inconexas. Finalmente consiguió lanzar un grito de alegría y
abriendo los brazos y lanzándose al cuello del viejecito comenzó a gritar:
— ¡Oh, papaíto mío! ¡Finalmente le he encontrado! ¡Ahora ya no le dejaré
nunca más, nunca más, nunca más!
— ¿Entonces mis ojos me dicen la verdad? —
replicó el viejecito —¿Entonces
.

eres realmente mi querido Pinocho?


— ¡Sí, sí, soy yo, realmente yo! Y ya me ha perdonado, ¿no es verdad? ¡Oh,
papaíto mío, qué bueno es...! Y pensar que yo, en cambio... ¡Oh, pero si supiese
cuántas desgracias me han llovido sobre la cabeza y cuántas cosas me han
salido al revés! Figúrese que el día que usted, pobre papaíto, al vender su
chaqueta, me compró el Abecedario para ir a la escuela, me escapé para ver
los títeres, y el titiritero me quería echar al fuego para que le cocinase el carnero
asado, que fue quien después me dio cinco monedas de oro para que se las
llevase a usted, pero me encontré con el Zorro y el Gato, que me condujeron
a la hostería de «El Cangrejo Rojo», donde comieron como lobos, y al partir

129
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Mmwaiill

• ~ii.
•SfíP*
solo de noche me encontré con los asesinos que se pusieron a correr detrás de
mí, y yo corría, y ellos corrían, y yo corría, y ellos siempre detrás, y yo corría,
hasta que me ahorcaron de una rama del Roble grande, de donde la hermosa
Niña de los cabellos azules me mandó traer en su carrocita, y los médicos,
cuando me visitaron, dijeron enseguida: «Si no está muerto, es señal de que
sigue vivo», y entonces se me escapó una mentira, y la nariz comenzó a
crecerme y no podía pasar de la puerta del cuarto, motivo por el cual fui con
el Zorro y el Gato a enterrar las cuatro monedas de oro, pues una la había
gastado en la hostería, y el Papagayo se puso a reír, y en lugar de dos mil
monedas no encontré ninguna, cuando el juez supo que había sido robado,
inmediatamente me hizo meter en prisión, para dar una satisfacción a los
ladrones, al venir vi un hermoso racimo de uva en un campo, pero quedé preso
en la trampa y el campesino con sus santas razones me puso el collar del perro
para que hiciese la guardia en el gallinero, hasta que reconoció mi inocencia
y me dejó ir, y la Serpiente, con la cola que humeaba, empezó a reírse y se le
reventó una vena en el pecho, y así volví a la casa de la hermosa Niña, que
estaba muerta, y el Palomo viendo que lloraba me dijo: «He visto a tu papá
que se construía una barquita para ir a buscarte» y le dije: «¡Oh, si también
tuviese alas!» y me dijo: «¿Quieres ir con tu papá?» y le dije: «¡Ojalá!, pero
¿quién me lleva?» y me dijo: «Te llevo yo» y le dije: «¿Cómo?» y me dijo:
«Móntate sobre mi espalda» y así volamos toda la noche, y después por la
mañana todos los pescadores que miraban hacia el mar me dijeron: «Hay un
pobre hombre en una barquita que está ahogándose» y desde lejos le reconocí
enseguida, porque me lo decía el corazón, y le hice señas para volver a la
playa...
—Yo también te reconocí —dijo Gepeto —y habría vuelto encantado a la
playa, ¿pero qué hacer? El mar estaba grueso y una ola me volcó la barquita.
Entonces, un horrible tiburón que estaba allí cerca, apenas me vio en el agua,
corrió hacia mí y, sacando la lengua, me atrapó despacito y me engulló como
a un tortellino de Bolonia.
— —
Y ¿cuánto tiempo hace que está usted aquí dentro? preguntó Pinocho.

132
—Desde aquel día ya hará dos años. ¡Dos años, Pinocho mío, que me han
parecido dos siglos!
—¿Y qué ha hecho para ¿Y dónde ha encontrado
vivir? vela? Y la las cerillas
para encenderla, ¿quién ha dado?
se las
—Ahora contaré todo. Debes saber que aquella misma borrasca que volcó
te
mi barquita, también hundió un barco mercante. Todos los marineros se
salvaron, pero el barco se fue al fondo y el mismo Tiburón, que aquel día tenía
un excelente apetito, después de tragarme a mí, también se tragó el barco...
— ¿Cómo? ¿Se lo tragó todo de un bocado...? —
preguntó Pinocho asombra-
do.
—Todo de un bocado; y sólo escupió el palo mayor, porque se
había le
quedado entre los dientes como una espina. Afortunadamente para mí, aquel
barco estaba cargado de carne conservada en latas de estaño, de galletas, o
sea de pan tostado, de botellas de vino, de uvas pasas, de queso, de café, de
azúcar, de velas y de cajas de cerillas de cera. Con todo esto, gracias a Dios,
he podido vivir dos años, pero he agotado los últimos restos. Hoy ya no hay
nada en la despensa, y esta vela, que ves encendida, es la última que me
queda...
—¿Y después?
—Después, querido mío, nos quedaremos a oscuras.
— Entonces, papaíto mío — Pinocho— no hay tiempo que perder. Es
dijo ,

necesario pensar en huir...


— ¿Y cómo?
¿Huir...?
— Escapándonos por boca del Tiburón y tirándonos mar.
la al
—Tienes razón; pero, querido Pinocho, yo no nadar. sé
—¿Y qué importa...? Se monta a sobre mis hombros
caballito como soy y,
un buen nadador, lesano y salvo hasta
llevaré playa. la
— muchacho mío! — replicó Gepeto, meneando
¡Ilusiones, cabeza y son- la
riendo melancólicamente — ¿Te parece posible que un
. de apenas un títere,
metro, como tú, pueda tener tanta fuerza como para llevarme a nado sobre los
hombros?
— ¡Pruebe y verá! De
todos modos, si está escrito en el cielo que debemos
morir, tendremos al menos el gran consuelo de morir abrazados.
Y sin decir más. Pinocho tomó la vela en la mano y, poniéndose delante
para alumbrar, dijo a su papá:
— Venga detrás de mí y no tenga miedo.
Y así caminaron un buen trecho y atravesaron todo el cuerpo y todo el
estómago del Tiburón. Pero al llegar al punto donde comenzaba la gran
garganta del monstruo, creyeron oportuno detenerse para echar una ojeada y
escoger el momento oportuno para la fuga.
El Tiburón, que era muy viejo y sufría de asma y de palpitaciones de
corazón, estaba obligado a dormir con la boca abierta, por lo que Pinocho,
asomándose al comienzo de la garganta y mirando hacia arriba, pudo ver, más
allá de aquella enorme boca abierta, un buen pedazo de cielo estrellado y una
bellísima luz de luna.
— Este es el momento apropiado para escapar — cuchicheó entonces volvién-
133
dose hacia su papá —
El Tiburón duerme como un lirón; el mar está tranquilo
.

y se ve como de día. Vamos, papaíto, venga detrás de mí y dentro de poco


estaremos salvados.
Dicho y hecho; subieron por la garganta del monstruo marino y al llegar a
aquella inmensa boca, comenzaron a caminar de puntillas sobre la lengua, una
lengua tan larga y tan ancha que parecía la vereda de un jardín. Y ya estaban
a punto de dar el gran salto y de tirarse a nadar al mar, cuando, en lo mejor,
el Tiburón estornudó, y al estornudar dio una sacudida tan violenta, que

Pinocho y Gepeto rebotaron hacia detrás y fueron arrojados nuevamente al


fondo del estómago del monstruo.
Con el golpazo de la caída la vela se apagó y padre e hijo se quedaron a
oscuras.
—¿Y — preguntó Pinocho poniéndose
ahora...? serio.
—Ahora, muchacho mío, estamos completamente perdidos.
— ¿Por qué perdidos? Déme
—¿A dónde me
mano, papaíto. ¡Y cuidado con
la resbalar...!
llevas?
— Debemos intentar de nuevo Venga conmigo y no tenga miedo.
la fuga.
Dicho Pinocho tomó a su papá de la mano y caminando siempre de
esto.
puntillas, volvieron a salir juntos por la garganta del monstruo; después atra-
vesaron toda la lengua y sobrepasaron las tres hileras de dientes. Antes de dar
el gran salto, el títere dijo a su papá:

— Monte a caballito sobre mis hombros y abráceme muy fuerte. Del resto
me encargo yo.
Apenas Gepeto se hubo acomodado bien sobre los hombros del hijito. Pino-
cho, muy seguro de sus acciones, se tiró al agua y comenzó a nadar. El mar
estaba tranquilo como una balsa de aceite, la luna brillaba con toda su claridad
y el Tiburón seguía durmiendo con un sueño tan profundo que ni siquiera le
habría despertado un cañonazo.

134
CAPITULO 36
Finalmente, Pinocho deja de ser un títere

y se convierte en un muchacho

ientras Pinocho nadaba deprisa para alcanzar la playa, advirtió


que su papá, al cual llevaba a caballito sobre los hombros y tenía
* las piernas medio en el agua, temblaba mucho, como si el pobre
hombre tuviese fiebres tercianas.
¿Temblaba de fi^ío o de miedo? ¿Quién sabe...? Quizá un poco
de lo uno y un poco de lo otro. Pero Pinocho, creyendo que aquel temblor fiaese
de miedo, le dijo para confortarle:
— ¡Ánimo, papá! Dentro de pocos minutos llegaremos a tierra y estaremos
salvados.
— Pero ¿dónde esa bendita playa? —preguntó
está cada vez más el viejecito
inquieto, y aguzaba como hacen
los ojos, cuando enhebran los sastres la
aguja — Miro por todas partes y no veo más que
.
y mar. cielo
—Yo veo también playa — la — Para que sepa, soy como
dijo el títere . lo
los gatos,veo mejor de noche que de día.
El pobre Pinocho fingía estar de buen humor aunque... Aunque comenzaba
a desanimarse; las fiaerzas le menguaban, su respiración se hacía fatigosa... en
suma, no podía más, y la playa seguía estando lejos.
Nadó hasta que le faltó el aliento; después, volvió la cabeza hacia Gepeto,
y dijo con palabras entrecortadas:

Papá mío, ayúdeme... ¡porque me muero!
Y padre e hijito estaban ya a punto de ahogarse, cuando oyeron un vozarrón
que decía:
— ¿Quién se muere?
— ¡Yo y mi pobre papá!
— ¡Reconozco esa voz! ¡Tú eres Pinocho...!
— Exacto, ¿y tú?
— Soy Atún, compañero de prisión en cuerpo del Tiburón.
el tu el

—¿Y qué has hecho para escapar?


' —He imitado ejemplo. Has sido quien me ha enseñado camino, y
tu tú el
después de también me he fugado
ti, yo.
— ¡Atún mío, por casualidad muy a tiempo! Te ruego que me ayudes,
llegas
por amor que
el a Atuncitos, o estamos perdidos.
tienes tus hijos los
— Encantado y de todo corazón. Asios dos a mi y dejaos conducir.
los cola,
En cuatro minutos os llevaré a la orilla.

135
Gepeto y Pinocho, como podéis imaginaros, aceptaron enseguida la invita-
ción; pero en lugar de asirse a la cola, juzgaron más cómodo sentarse, sin más,
sobre el lomo del Atún.

¿Pesamos demasiado? —
le preguntó Pinocho.


Ni por asomo; me parece llevar encima dos caracolas —
respondió el Atún,
que tenía una corpulencia tan grande y robusta que parecía un ternero de dos
años.
Arribados a la orilla, Pinocho saltó a tierra el primero, para ayudar a su
papá a hacer lo mismo; después se volvió hacia el Atún, y con voz conmovida
le dijo:
— ¡Amigo mío, has salvado a mi papá! ¡No tengo palabras para agradecértelo
bastante! ¡Permíteme al menos que te dé un beso en señal de eterno agradeci-
miento...!
El Atún sacó el hocico fuera del agua, y Pinocho, arrodillándose en el suelo,
le dio un afectuosísimo beso en la boca. Ante este rasgo de espontaneidad y
vivísima ternura, el pobre Atún, se sintió tan conmovido, que avergonzándose
de que le vieran llorar como un niño, metió la cabeza bajo el agua y desapa-
reció.
Entre tanto se había hecho de día.
Entonces Pinocho, ofreciendo su brazo a Gepeto, que apenas tenía aliento
para tenerse de pie, le dijo:

Apóyese en mi brazo, querido papaíto, y vayámonos. Caminaremos tan
despacio como las hormigas y cuando estemos cansados descansaremos junto
al camino.

¿Y a dónde debemos ir? —
preguntó Gepeto.

En busca de una casa o de una cabana, donde nos quieran hacer la caridad
de un bocado de pan y un poco de paja que nos sirva de cama.
Todavía no habían dado cien pasos, cuando vieron sentados al borde del
camino a dos malas fachas, que estaban allí en actitud de pedir limosna.
Eran el Gato y el Zorro, pero no parecían los de otras veces. Figuraos que
el Gato, a fuerza de fingirse ciego, había acabado ciego de verdad; y el Zorro
envejecido, tinoso y muy estropeado, ni siquiera tenía cola. Aquel pérfido ladrón,
caído en la más triste miseria, se había visto obligado un buen día a vender hasta
su bellísima cola a un buhonero, que la compró para hacerse un matamoscas.

Pinocho — gritó el Zorro con voz de plañidera —
ten un poco de caridad
,

con estos dos pobres enfermos.



¡Enfermos! — repitió el Gato.
— —
¡Adiós, farsantes! respondió el títere —
Me engañasteis una vez y ahora
.

ya no me pilláis más.

¡Créenos, Pinocho, ahora somos pobres y desgraciados de verdad!

¡De verdad! — repitió el Gato.

Si sois pobres, os lo merecéis. Recordad el proverbio que dice: «El dinero
robado jamás aprovecha.» ¡Adiós, farsantes!

¡Ten compasión de nosotros...!

¡De nosotros...!
— ¡Adiós, farsantes!

136
iNo nos abandones...!
.dones! — repitió el Gato.
¡Adiós, farsantes!
Y diciendo esto,
Pinocho y Gepeto siguieron tranquilamente su camino hasta
que, dados otros cien pasos, vieron al fondo de un sendero en medio de los
campos una bonita cabana de paja con el tejado cubierto de pizarra.

Esta cabana debe de estar habitada por alguien dijo Pinocho —
Vamos — .

allá y llamemos.
En efecto, fueron y llamaron a la puerta.

¿Quién es? —
dijo una vocecita desde dentro.

Somos un papá y un hijito sin pan y sin techo —
respondió el títere.

Girad la llave y la puerta se abrirá —
dijo la misma vocecita.
Pinocho giró la llave, y la puerta se abrió. Apenas entrados, miraron por
aquí, miraron por allá, y no vieron a nadie.

¿Dónde está el dueño de la cabana? —
dijo Pinocho maravillado.

¡Aquí arriba!
Papá e hijito miraron enseguida hacia el techo y vieron sobre una viga al
Grillo-parlante.
— ¡Oh, mi querido — Pinocho saludando graciosamente.
Grillito! dijo
—Ahora me llamas «tu querido ¿no verdad? ¿Pero
Grillito», acuerdas
es te
de cuando, para echarme de me arrojaste un mazo de madera...?
tu casa,
— ¡Tienes razón, Échame también a
Grillito! tírame también un mazo
mí...
de madera; pero ten piedad de mi pobre papá...
—Tendré piedad papá y también del
del pero he querido recordarte
hijito,
el mal que en este mundo, cuando se puede, es
trato recibido para enseñarte
necesario mostrarse cortés con todos si queremos ser correspondidos con similar
cortesía en los momentos necesarios.
—Tienes razón, razón de sobra y no olvidaré
Grillito, tienes lección que la
me has dado, pero dime, ¿qué has hecho para comprarte bonita cabana? esta
— Me regaló ayer una graciosa cabra que tenía lana de un bellísimo
la la
color azul.
—¿Y dónde cabra? — preguntó Pinocho con vivísima curiosidad.
está la
—No lo sé.
—¿Y cuándo volverá...?
— No volverá jamás. Ayer partió muy balando, parecía
afligida y, decir:
«¡Pobre Pinocho... ya no le volveré a ver más... a estas horas el Tiburón ya le
habrá devorado...!»

137
—¿Verdaderamente ¡Entonces era ella...! ¡Era mi querida
dijo eso...?
Hada...! — comenzó a gritar Pinocho, sollozando y llorando a lágrima viva.
Lloró y lloró y luego se secó los ojos y, preparando una buena camita de
paja, tendió encima al viejo Gepeto. Después, le preguntó al Grillo-parlante:

Dime, Grillito: ¿dónde podría encontrar un vaso de leche para mi papá?

A tres campos de distancia está el hortelano Juanjo, que tiene vacas. Vé
a su casa y encontrarás la leche que buscas.
Pinocho fue corriendo a casa del hortelano Juanjo, y éste le preguntó:
—¿Cuánta leche quieres?
— Quiero un vaso lleno.
— Un vaso de leche cuesta cinco céntimos. Así que empieza por darme los
cinco céntimos.
— No tengo siquiera uno — respondió Pinocho mortificado y dolido.
ni
— Mal, mío — replicó
títere hortelano— el siquiera un céntimo,
. Si ni tienes
yo siquiera tengo un dedo de
ni leche.
— ¡Paciencia! — Pinocho hizo ademán de
dijo e irse.
— Espera un poco — Juanjo— Entre y yo podemos
dijo . tú ¿Quie- arreglarlo.
re ponerte a hacer girar la noria?
—¿Qué noria?
es la
— Es mecanismo de madera que
ese para sacar agua de
sirve
cisterna y la
regar las hortalizas.
— Lo intentaré...
— Entonces sácame cien cubos de agua y en compensación regalaré un te
vaso de leche.
— Está bien.
Juanjo condujo al títere hasta la huerta y le enseñó la manera de hacer girar
la noria. Pinocho se puso enseguida a trabajar, pero antes de sacar los cien
cubos de agua, estaba chorreando sudor de la cabeza a los pies. Jamás había
realizado un esfuerzo de este tipo.

Hasta ahora este trabajo —
dijo el hortelano —
lo hacía mi borrico; pero
ese pobre animal se encuentra al final de su vida.
—¿Me a verlo? —
lleva dijo Pinocho.
— Encantado.
Apenas entró Pinocho en la cuadra, vio un hermoso borrico tendido sobre
la paja, extenuado por el hambre y el excesivo trabajo. Cuando le hubo mirado
fijamente, dijo para turbado:

«¡Pero si yo conozco a este borrico! ¡No me resulta nueva su fisonomía!»


E inclinándose hasta él, le preguntó en dialecto asnal:
— ¿Quién eres?
Ante esta pregunta, el borrico abrió sus moribundos ojos y respondió bal-
buceando en el mismo dialecto:

Soy Pa...bi...lo...
Y después volvió a cerrar los ojos y expiró.
— ¡Oh, pobre Pabilo! — Pinocho a media voz, y tomando un puñado de
dijo
paja, se secó una lágrima que le corría por la cara.
4
138
—¿Tanto conmueves por un asno que no ha costado nada? —
te te dijo el
hortelano— ¿Qué debería hacer yo que
. compré con dinero contante y
lo
sonante?
— Es amigo mío!
que... ¡era
—¿Tu amigo?
— ¡Un compañero de escuela...!
— ¡¿Cómo?! — Juanjo dando una gran carcajada— ¡¿Cómo?! ¡Tenías
gritó .

asnos por compañeros de escuela...! ¡Imagino los bonitos estudios que debes
de haber hecho...!
El títere, sintiéndose mortificado por estas palabras, no respondió; tomó su
vaso de leche recién ordeñada y se volvió a la cabana.
Y desde aquel día en adelante, durante más de cinco meses, continuó
levantándose cada mañana antes del alba, para ir a trabajar en la noria y
ganarse así aquel vaso de leche que tanto bien hacía a la achacosa salud de
su papá. Y no se contentó con esto, porque a ratos perdidos aprendió a hacer
cestos y paneras de mimbre. Y con el dinero que ganaba hacía fi"ente con
muchísima sensatez a todos los gastos diarios.
Entre otras cosas, construyó un elegante carrito para sacar de paseo a su
papá los días hermosos y para hacerle tomar una bocanada de aire.
Después, por las noches, aprendía a leer y escribir. Había comprado en el
vecino pueblo, por pocos céntimos, un grueso libro, al que le faltaban la portada

139
y el con aquél hacía su lectura. En cuanto a escribir, se servía de una
índice, y
pajita afilada a guisa de pluma; y no teniendo ni tintero ni tinta, la mojaba en
un Frasquito lleno de jugo de moras y de cerezas.
El hecho es que, con su buena voluntad e ingenio, trabajando y economi-
zando, no sólo había logrado mantener desahogadamente a su padre, siempre
enfermizo, sino que también había podido ahorrar cuarenta céntimos para
comprarse un trajecito nuevo.
Una mañana le dijo a su padre:
— Voy al mercado cercano a comprarme una chaquetita, un sombrerito y
un par de zapatos. Cuando vuelva a casa —
añadió sonriente —
estaré tan bien
vestido, que me confundirá con un gran señor.
Y, saliendo de casa, comenzó a correr alegre y contento. Cuando de pronto
oyó que le llamaban por su nombre y, al volverse, vio un hermoso caracol que
salía de un seto.
—¿No me reconoces? — preguntó Caracol. el

— Me parece y no me parece...
—¿No acuerdas de aquel Caracol que hacía de camarero en
te la casa del
Hada de los cabellos azules? ¿No recuerdas aquella vez, cuando bajé a alum-
brarte y estabas con un pie clavado en la puerta de casa?
— Me acuerdo de todo — exclamó Pinocho— . Respóndeme enseguida, Ca-
racolito bonito:¿dónde has dejado a mi buena Hada? ¿Qué hace? ¿Me ha
perdonado? ¿Se acuerda de mí? ¿Me sigue queriendo? ¿Está muy lejos de aquí?
¿Podría ir a buscarla?
A todas estas preguntas hechas precipitadamente y sin tomar aliento, el

Caracol respondió con su habitual flema:


— ¡Pinocho mío! ¡La pobre Hada yace en un lecho en el hospital,..!
—¿En el hospital...?
— ¡Desgraciadamente! Afligida por mil penas, ha enfermado gravemente y
no para comprarse un pedazo de pan.
tiene ni
— ¿De verdad...? ¡Oh, qué gran dolor me has dado! ¡Oh, pobre Hadita...!
¡Pobre Hadita! ¡Pobre Hadita...! ¡Si tuviese un millón correría a llevárselo...!
Pero sólo tengo cuarenta céntimos... aquí están: precisamente iba a comprarme
un traje nuevo. Tómalos, Caracol, y ve a llevárselos enseguida a mi querida
Hada.

¿Y nuevo...?
tu traje
—¿Qué me importa ¡Vendería hasta estos harapos que llevo para
el traje?
poder ayudarla! Vete, Caracol, y date prisa. Dentro de dos días vuelve aquí,
que espero darte algunos céntimos más. Hasta ahora he trabajado para man-
tener a mi papá; de hoy en adelante, trabajaré cinco horas más para mantener
también a mi buena mamá. Adiós, Caracol, y te espero dentro de dos días.
El Caracol, en contra de su costumbre, empezó a correr como corre una
lagartija en las grandes canículas de agosto.
Cuando Pinocho volvió a casa, su papá le preguntó:
—¿Y el traje nuevo?

140
—No me ha sido posible encontrar uno que me sentara bien. ¡Paciencia...!
Ya me locompraré otro día.
Aquella noche Pinocho, en vez de trabajar hasta las diez, trabajó hasta dada
la medianoche; y en vez de hacer ocho cestos de mimbre, hizo dieciséis.
Después se fue a la cama y se durmió. Y mientras dormía, le parecía ver en
sueños al Hada, muy bella y sonriente, que, después de darle un beso, le decía
así:
— ¡Bravo, Pinocho! Por tu buen corazón, te perdono todas las granujadas
que has hecho hasta hoy. Los muchachos que cuidan amorosamente a sus
propios padres en sus miserias y en su enfermedad, merecen siempre grandes
elogios y grandes afectos, incluso si no pueden ser citados como modelos de
obediencia y de buena conducta. En lo sucesivo ten juicio y serás feliz.
En este punto el sueño terminó y Pinocho se despertó con los ojos fuera de
las órbitas.
E imaginaos cuál sería su asombro cuando, al despertarse, notó que ya no
era un títere de madera, ¡sino que se había convertido en un muchacho como
todos los demás! Echó una ojeada alrededor y en lugar de las paredes de paja
de la cabana, vio un cuartito amueblado y adornado con una sencillez casi
elegante. Saltando de la cama, encontró un bonito traje, un gorro nuevo y un
par de botitas de piel, que le parecieron un verdadero prodigio.
Apenas se hubo vestido, le dieron, como es natural, ganas de meterse las
manos en los bolsillos y encontró un pequeño portamonedas de marfil, sobre

141
el que estaban escritas estas palabras: «El Hada de los cabellos azules devuelve
a su querido Pinocho los cuarenta céntimos y le da por su buen
las gracias
corazón.» Abierto el monedero, en vez de cuarenta céntimos de cobre, encontró
dentro cuarenta flamantes monedas de oro.
Después fue a mirarse al espejo, y le pareció que era otro. Ya no vio reflejada
la acostumbrada imagen del títere de madera, sino la imagen vivaz e inteligente
de un guapo chico con el cabello castaño, con los ojos azules y con un aire
festivo y alegre como unas pascuas.
En medio de todas estas maravillas, que se sucedían las unas a las otras.
Pinocho ni siquiera sabía si estaba despierto de verdad o si soñaba con los ojos
abiertos.
—¿Y mi papá dónde está? — de repente.
gritó
Y entrando en la estancia contigua encontró al viejo Gepeto sano, vivaz y
de buen humor, como antes; y habiendo vuelto a su profesión de tallista de
madera, estaba dibujando precisamente un bellísimo marco con abundantes
hojarascas, flores y cabecitas de diversos animales.
—Dígame una cosa, papaíto: ¿cómo se explican todos estos cambios impre-
vistos?— le preguntó Pinocho saltándole al cuello y cubriéndole de besos.
—Estos cambios imprevistos en nuestra casa son todos mérito tuyo dijo —
Gepeto.
—¿Por qué mérito mío...?
—Porque cuando los muchachos de malos se convierten en buenos, tienen
la virtud de dar un aspecto nuevo y sonriente incluso al interior de su familia.
—¿Y dónde estará escondido el viejo Pinocho de madera?
—Ahí está — respondió Gepeto, y le señaló un gran títere apoyado en una
silla con la cabeza girada a un lado, los brazos colgando y las piernas cruzadas

y medio plegadas: parecía un verdadero milagro que se mantuviese derecho.


Pinocho se volvió a mirarlo y después de contemplarlo un poco, se dijo con
grandísima complacencia:
«¡Qué gracioso era de títere! ¡Y qué contento estoy ahora por haberme
convertido en un muchacho...!»

FIN

142
Cario Collodi era el seudónimo de Cario Lorenzini, famoso escritor de origen humilde nacido
en el norte de Italia en 1826. Tomó el nombre de Collodi por el lugar de nacimiento de su
madre. Se educó en Florencia y, aunque no aprovechó mucho en sus estudios durante su
niñez, entró en un seminario al salir de la escuela. Al cabo de un tiempo comprendió que
no tenía vocación y se hizo periodista, fundó dos periódicos y desarrolló en ellos buena parte
de su actividad creativa. En 1860 se convirtió en funcionario y se dedicó de modo especial
a la educación y empezó, entonces, a escribir para niños. Las aventuras de Pinocho, que
aparecieron primero en forma de serial en una revista, se publicaron como libro en 1883 y
tuvieron un éxito enorme en Italia. Pocos años después se publicaron en varios idiomas
europeos y es ya, desde entonces, un clásico de la literatura infantil.
* F
Garlo COLLÜDI nació en el norte de
Italia en el año 1826 y asistió a la
escuela en Florencia. Fue periodista y
funcionario antes de empezar a escribir
para niños. En 1883 Las aventuras de
Pinocho aparecieron en forma de libro,
antes se habían publicado como un
serial en una revista, e inmediatamente
se convirtieron en un éxito del que,
solamente en Italia, se vendieron un
millón de ejemplares.

Roberto INNOCENTI nació el año


1940 en una pequeña ciudad cercana a
Florencia. Cuando tenía dieciocho años
se fue a Roma para trabajar en un
estudio de animación. Nunca ha
tomado clases en una escuela de arte,
pero tiene una extraordinaria intuición
artística que le ha permitido trabajar
con acierto en la diagramación de libros
y en la creación de imágenes para
películas y carteles de teatro. Es en la
actualidad un ilustrador muy conocido
y apreciado en el mundo entero.

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