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Hacer buena ciencia, esto es, generar conocimiento que propenda al bien
común, implica ser conscientes de nuestras propias limitaciones sobre el
entendimiento que tenemos de la verdad tras un fenómeno particular y de los
intereses propios que nos motivan a su estudio. El buen médico, en esencia el
buen samaritano, actúa esperando sólo ayudar, eventualmente curar o aliviar y
regocijarse con el agradecimiento natural que perciba desde aquel que asiste.
A su vez el buen científico, se regocija, en esencia, con el entender mejor, con
el descubrimiento y con el dar solución correcta a un problema por pequeño
que sea. Tanto el médico como el científico se alejan del bien común cuando
los conflictos de interés nublan su actuar. Todo ginecólogo obstetra, como
médico y científico, en pos del bien común de madre e hijo, debe
necesariamente obrar con ciencia y conciencia, nunca abogarse la verdad
absoluta y mantener siempre en mente sus propios conflictos de interés.
Conocer los caminos del infierno para no caer en el desastre. Esta reflexión de
Maquiavelo fue nudo central, acentuado con el transcurso de los años, de
muchas de las intervenciones filosóficas de Francisco Fernández Buey (1943-
2012). Para alejarse de senderos de destrucción, hybris, marginación social,
opresión y explotación, y de muerte en ocasiones, para ubicarse en el terreno
del buen vivir personal y colectivo, el conocimiento y la praxis anexa, un
conocimiento amplio, diverso, riguroso, no unilateral, superador de viejas y
paralizantes divisiones, fundado en diversos saberes teóricos, preteóricos y
artísticos, era –siempre fue en su caso– un elemento clave.
Einstein, Bohr, Hawking y tantos otros (¡y otras!) desmentirían pocos años
después lo que el gran escritor británico sostuvo sobre nuestra imposibilidad de
generalizaciones. No fue desmentido, en cambio, en un punto básico: la
importancia de aunar facultades, prácticas y saberes –artísticos, humanistas,
científicos– en la búsqueda, siempre inacabada, siempre en progreso, siempre
construyéndose, de la verdad, entendida esta como condición de
emancipación, no como medio instrumental para conseguir una mayor eficacia
en la destrucción irresponsable de nuestro entorno, en el dominio y opresión de
las y los más desfavorecidos, los condenados de la Tierra, los «de abajo» solía
decir el autor de Marx (sin ismos). Y, por supuesto, esta verdad práxica nos
debía ayudar a combatir el ecosucidio, la destrucción de un mundo por los
irresponsables descreadores de la Tierra y sus pobladores. La tarea que habría
que proponerse, escribió su amigo y compañero Manuel Sacristán, era
conseguir que «tras esta noche oscura de la crisis de una civilización
despuntara una humanidad más justa en una Tierra habitable, en vez de un
inmenso rebaño de atontados ruidosos en un estercolero químico, farmacéutico
y radiactivo». Fue también su propósito.