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Participación ciudadana en políticas públicas: algunos planteos


previos para su implementación.
Por Sergio De Piero1

El ciclo democrático abierto en 1983 y las reformas operadas sobre el aparato estatal en la
década siguiente, han transformado tanto las prácticas como la concepción acerca de la
participación ciudadana en nuestro país y en la región. Pero lo que parecía el inevitable camino
del pensamiento único, se destrabó con la crisis de 2001 y surgieron en el espacio público,
nuevas demandas, actores y debates, que permanecían latentes en la sociedad. Desde luego
ese camino no es lineal; surge de una profunda crisis del sistema político, acaso la mayor de su
historia, que se tradujo en fracturas partidarias y recomposiciones.

En ese contexto se presentan también discusiones respecto del perfil de las políticas públicas.
En particular nos interesa señalar el rol de los actores sociales en ellas, ya que luego de un
período donde la participación sólo era defendida por los sectores populares y de izquierda,
ingresó a la agenda estatal de la mano de un nuevo diseño de las políticas sociales, propuesto
ya sea por los propios estados, por organismos financieros internacionales, movimientos
sociales o instituciones académicas. Esto nos indica ya, que la comprensión de este fenómeno
no es simple. Implica analizar todos los actores involucrados y las diversas visiones que se
ponen en juego. En la actualidad, un conjunto heterogéneo de voces alienta la participación
ciudadana en la planificación,
gestión y control de las políticas públicas. Pero en ocasiones estas convocatorias, plagadas de
buenas intenciones, omiten ciertos debates necesarios para poder establecer el lugar y rol que
se le asigna a la ciudadanía en la participación y los objetivos de su inserción en el ciclo de las
políticas públicas.

De allí que el objetivo de este artículo es indagar sobre siete aspectos constituyentes de las
políticas de participación ciudadana en las políticas públicas, cuya reflexión no siempre es
atendida. Aquí presentaremos algunos aspectos iniciales sobre la cuestión, con el objetivo de
aportar al debate y proponer algunas líneas de acción.

LOS DEBATES SOBRE LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA: ¿POR QUÉ ES BUENA LA


PARTICIPACIÓN CIUDADANA EN LAS POLÍTICAS PÚBLICAS?

Surge de manera frecuente la pregunta acerca de la legitimidad de las organizaciones de la


sociedad civil y de la ciudadanía para incidir en las políticas públicas en sociedades
democráticas; esa respuesta es compleja. Por lo pronto, en las propuestas que circulan desde
hace algún tiempo, la justificación y legitimación acerca de la participación de la ciudadanía a
través de organizaciones de la sociedad civil (OSC) se construyen con una fuerte orientación
hacia una legitimidad de ejercicio más que de origen.

Pero la incorporación de nuevos actores al proceso de toma de decisiones, también se debate


en la tensión entre sostener la gobernabilidad y acrecentar la representación. Todos los
programas de participación ciudadana parten del supuesto respecto a que la representación
política, expresada en los partidos políticos e institucionalizada en los poderes de gobierno,
necesita ser reforzada por expresiones con capacidad de representación social.

1
Politólogo, Universidad Nacional de Buenos Aires; Magister en Ciencia Política y Sociología, FLACSO
Argentina, donde realizó el doctorado y es investigador y secretario académico de la Maestría en
Políticas Públicas para el Desarrollo. Profesor en la carrera de Ciencia Política de la UBA. Autor de
Organizaciones de la Sociedad Civil. Tensiones de una agenda en construcción (Buenos Aires, Paidós,
2005) y de artículos sobre las organizaciones sociales.
En estos dos campos, su capacidad técnica y la vinculación con distintos sectores de la
sociedad, son los pilares desde donde se argumenta a favor de la convocatoria a las OSC y a la
ciudadanía en general para intervenir en alguna de las instancias de las políticas públicas.

Una dimensión del discurso que alentó dichos cambios, se apoyó de manera decidida en la
necesidad de replantear tanto la legitimidad como la eficacia de las políticas públicas. Respecto
al primer punto, la legitimidad del Estado está puesta en discusión por fuerzas supranacionales,
pero también por poderes locales renuentes a aceptar su soberanía. Respecto a la eficacia, la
discusión transita por los carriles del agotamiento del paradigma burocrático de principios de
siglo XX, identificado con las posturas weberianas. Para ambas dimensiones, se presentaron
diferentes propuestas de salida de la crisis. En el aspecto que aquí nos interesa, rescatamos
las argumentaciones que fijan su crítica en el nivel de centralidad del Estado, lo que se traduce
en cómo se diseñan y ejecutan las políticas públicas. Esta crisis afecta además de manera
directa al sistema político. En esta nueva ola democrática que vive América Latina, la más
importante de su historia, se han sucedido numerosas reformas constitucionales y electorales;
la ingeniería institucional fue puesta como un epicentro sobre el que se debían apoyar los
estados tanto para recuperar su legitimidad como así también para reforzar su eficacia. Estas
reformas constitucionales tendieron, en líneas generales, a reemplazar las constituciones
promulgadas por gobiernos de facto, a la incorporación y garantía de nuevos derechos (los
derechos de 4ª generación o derechos difusos), al establecimiento de nuevas relaciones entre
los diferentes poderes (en particular, modificando las facultades del Poder Ejecutivo, a la
descentralización política, pero también agregando dimensiones novedosas como el cuarto
poder en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela o la plurinacionalidad de
Bolivia). En general, no remodificó el régimen político en lo que hace al federalismo y la
centralización, más allá de los procesos de descentralización de políticas. Sin embargo, a pesar
de las recomendaciones de variados espacios académicos e intelectuales, ningún
país cambió de régimen político, conservándose el presidencialismo en toda la región. Este
dato debe tomarse en cuenta a la hora de definir los rasgos de la nueva ola democrática. La
década del ‘80 fue muy ilustrativa al respecto: se multiplicaron las voces a favor de generar un
sistema político y un sistema de partidos que tendiera de manera firme hacia la concertación,
para evitar nuevas experiencias trágicas como las dictaduras de las que se acababa de salir. La
concertación era necesaria justamente por la complejidad del momento que se vivía (Dos
Santos y Grossi, 1985). Las democracias exitosas serían aquellas cuyas elites políticas
estuviesen dispuestas a colaborar entre sí (O’Donnell, 1992). Este momento de reformas de
diferente escala se sostenía aún sobre la centralidad de los partidos políticos como ejes
“naturales” del sistema político y encargados de mejorar la calidad de la democracia. La
necesaria participación para hacer este proceso lo más virtuoso posible, sería canalizada a
través de los partidos. Sin embargo, diferentes variables como la fuerte crisis económica de
finales de la década y el avance del Consenso de Washington, parecieron dar por terminada la
ola a favor de los consensos, y el decisionismo se impuso como la herramienta política precisa
para promover las reformas de mercado. Mayor concentración del poder en los presidentes,
desapego respecto de las formas procedimentales y, fundamentalmente, desarticulación o
represión de los movimientos sociales y políticos (sindicatos, partidos, movimientos de protesta)
derivaron en una crisis generalizada del sistema político. Todo ello en su conjunto hizo volar por
los aires la visión positiva acerca de la búsqueda de consensos.

En el caso argentino, con un contexto hiperinflacionario, el decisionismo del presidente era


aceptado en nombre de la crisis a efectos de salvar la gobernabilidad, sólo que esta práctica no
estaba dirigida sólo a superar la grave situación imperante sino a instaurar un nuevo modelo
económico, que tenía sus orígenes en la dictadura iniciada en 1976. El decisionismo crece
cuando las articulaciones con la sociedad se debilitan. Si bien la participación electoral no sufrió
grandes cambios en el transcurso de la década, el poder y el nivel de representatividad social
de los partidos mermaron de tal manera que no dudaríamos en calificarla como grave. De la
apatía por participar se derivó, en 2001, en la “bronca” hacia el conjunto de la clase política, lo
cual minó de desconfianza a cualquiera de sus acciones.

Este contexto político enmarca el tipo de crisis de legitimidad que sufre el Estado y el sistema
político. Para el primero se presentan las condicionalidades que le impone el orden
internacional: el poder de organismos como el FMI o el BM que condicionan las políticas
económicas de los Estados, los grupos internos que cuestionan la capacidad de integración
nacional de los Estados, etc. En cuanto al sistema político, la deslegitimidad no llega a
profundizarse hasta afectar las formas jurídicas, pero sí se establece una brecha entre el
sistema político y la sociedad civil.

Ello hace que, mientras la legitimidad de procedimientos y la institución del voto como
expresión de la soberanía popular permanece vigente y no es cuestionada en sentido profundo,
la confianza en los líderes políticos y en las instituciones se encuentra socavada, en ocasiones
de manera radical, lo cual puede expresarse en ausentismo electoral, en manifestaciones de
protesta o incluso en desobediencia civil (Rosanva-llon, 2007).

El segundo aspecto al que nos referimos versa acerca de la eficacia del Estado en la aplicación
de sus políticas públicas. Las reformas de los ’90 se presentaron con el objetivo de acabar con
años de ineficiencia, burocracia e ineficacia en la administración pública, bajo las fórmulas de la
descentralización, privatización y reducción del aparato estatal, moldeando así una nueva
versión de la noción de modernización. El proceso de reformas realizaba una lectura
combinada entre la crisis de legitimidad de las instituciones estatales y de sus principales
actores (con énfasis en la desconfianza) y la ineficiencia de las políticas públicas. Por ello el
programa de reformas del Estado en sus diferentes versiones introdujo la necesidad de abrir
espacios de participación a la sociedad
civil. ¿Qué significaba y qué objetivos perseguía esta apertura? Las discusiones son variadas,
pero en líneas generales el aspecto principal era asumir la evaluación negativa, presente en la
opinión pública, de los canales de mediación y representación (los partidos, el Congreso
Nacional) y su ineficacia en ese rol de mediadores entre la administración pública y la
ciudadanía; evaluación vinculada en parte a sus resistencias ante los cambios que el Consenso
de Washington proponía.
Éste es el escenario en el cual se plantean mecanismos de participación ciudadana, dirigidos a
la administración pública. Entenderemos por participación, en este caso, a una que está dirigida
a incidir de manera directa en algunas de las instancias de las políticas públicas (su diseño,
ejecución o evaluación) y lo hace de forma sistemática. Ello puede ser llevado adelante por
ciudadanos de manera individual, o bien agrupados en organizaciones o movimientos. Implica a
su vez la existencia de canales formales y estables por parte del Estado, para que esta
participación sea efectiva y pueda lograr resultados y compromisos de parte de la autoridad
pública. Podemos sostener entonces:
“...si por gestión pública entendemos la manera de organizar el uso de los recursos para el
cumplimiento de los objetivos y tareas del Estado, la participación ciudadana en la gestión
pública se refiere al rol del ciudadano en cuanto partícipe y en cuanto usuario de las decisiones
y gestiones asociadas a la implementación de acciones públicas”(Modernización del Estado de
Chile, 2001: 15).

A su vez los mecanismos de participación abiertos desde la administración pública implican una
doble vía de origen: son producto de la crisis del Estado y, en parte, de ciertas demandas
emanadas desde la sociedad civil. Lo cual implica la movilización de esta. Dada la abundante
producción, plantemos a continuación siete ejes centrales sobre los que se apoyan los
diferentes autores y sobre y sobre los que se articulan los debates al respecto.

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