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El valor de las cosas pequeñas

El genio le miró con una mezcla de incredulidad y enfado.

— ¿Cómo que no deseas nada? — bramó.

— Es que no necesito nada, soy feliz. — Corroboró de nuevo el humano.

Parecía que ese estúpido mortal se burlaba de él. Nadie era feliz, si no, no existirían los genios.

Los de su especie habían hecho realidad los deseos de los humanos durante siglos y después,
esa era su parte favorita, los tergiversaban.

Si alguien pedía riqueza, él hacía realidad su deseo, pero a cambio también obtenía soledad y
no podía compartir con nadie todo su dinero, cuando alguien pedía amor lo obtenía, pero su
pareja enfermaba y moría al poco tiempo. Pero sus favoritos eran los que pedía la
inmortalidad, pues su existencia se convertía en un sinfín de sufrimiento eterno que les hacía
anhelar la muerte.

Todo muy retorcido y muy poético a ojos del genio, pero ahora resultaba que ese estúpido
humano no quería nada, era feliz con su vida.

— Pero a ver, — insistió de nuevo el genio— algo desearás, no puede ser que seas tan feliz con
tu vida.

— Lo soy— corroboró de nuevo el humano— mi mujer me quiere y tengo dos hijas preciosas.
Todos estamos bien de salud, además tengo una tienda pequeña en el centro que, junto al
sueldo de mi mujer, nos da para vivir bien y darnos algún capricho de vez en cuando. No es
una vida de lujo, pero es una buena vida.

El genio enrojeció de ira al escucharle.

—¿Pero tú te estas oyendo? — le gritó fuera de sus casillas— ¡tienes una vida de mierda!, yo
podría hacerte el hombre más poderoso del mundo, hacer que miles de mujeres te desearan,
podrías tener infinidad de riquezas a tu alcance y tu te conformas con una vida que está al
alcance de cualquiera.

— Soy feliz así. — Esa fue la única respuesta del hombre.

— Llevo una eternidad encerrado em mi lampara cumpliendo los deseos de todos los mortales
que me encuentran, nunca me había pasado algo así.

Pasaron unos segundos después de que el genio habló, hasta que a su interlocutor por fin
pareció ocurrírsele algo.

— Quizá sí que podría desear algo— empezó a decir el humano.

El genio era todo oídos, estaba ansioso por hacer realidad su deseo y destruirle, cuando
terminara con él su tan perfecta vida se habría convertido en un infierno.

— Deseo, — empezó a formular el hombre— deseo que seas libre genio.


Los ojos del genio se abrieron de par en par y en cuestión de segundos empezó a
desvanecerse. No tuvo si quiera tiempo de gritar, de maldecir, ni de lanzar un hechizo. Pues la
única forma de destruir a un genio era esa, deseando su libertad.

El humano contemplo la escena con una expresión se satisfacción en el rostro, él creía que
acababa de hacer una buena obra. Sin embargo, había destruido una de las más poderosas y
peligrosas criaturas del universo.

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