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Tan buen lugar es una prisión lúgubre llena de moribundos como cualquier otro para tener una charla despreocupada. Las paredes oyen... pero éstas, húmedas y antiguas, han dejado de interesarse por la vida terrenal. Una vida perdida entre canciones y cuentos para niños.
Tan buen lugar es una prisión lúgubre llena de moribundos como cualquier otro para tener una charla despreocupada. Las paredes oyen... pero éstas, húmedas y antiguas, han dejado de interesarse por la vida terrenal. Una vida perdida entre canciones y cuentos para niños.
Tan buen lugar es una prisión lúgubre llena de moribundos como cualquier otro para tener una charla despreocupada. Las paredes oyen... pero éstas, húmedas y antiguas, han dejado de interesarse por la vida terrenal. Una vida perdida entre canciones y cuentos para niños.
Todos los derechos reservados “Una anécdota que no ocurrió, en tanto que nadie ya la recuerda, y sus actores no pueden contarla. Un vistazo mínimo a su condición, dejando más preguntas que respuestas. Este relato breve, corto y efímero no es sino un atisbo de la realidad de este plano, conocido y bello, pero limitado en sus formas. Un cuento descriptivo precede la narración, sin mayor finalidad. Una vida perdida entre leyendas y canciones” Este cuento narra una historia ya olvidada, siempre oculta tras la fantasía. La historia de un niño diferente, en una realidad lejana. Frágil y distante. Sensible a lo invisible, dibujante del aire y de las sombras. Su condición le traicionó, le costó su vida, todo lo que alguna vez quiso. Sobrevivió, no obstante. Ocultado, fingiendo ser otro ser menos vivo. Consiguió, no sin esfuerzo, controlar su condición, explorando otras verdades. Usó a las marionetas y engañó a las muñecas de trapo. Buscaba una razón que doliese menos Descubrió que había otras verdades no menos reales que la suya, donde le había tocado existir. Le costó su vida, pero esta vez, digamos simplemente, llegó hasta el final.
Su historia se enterró en el tiempo, solo su obra se mantuvo en este
plano. Deseada, envidiada, necesitada por todos y todas. Alguna vez cumplieron su destino, decidido por otros, claro está. Pero nunca tomaron prestado de nadie el suyo. Cada uno de los que tocaron su obra buscó su propia razón, y nunca fue la esperada. Su obra no era lo que querían. Era lo que existía, sin más, y en cada uno estaba aceptarlo o rechazarlo. El chico observó en todos los tiempos y en todas las formas, disfrutando de los frutos de su árbol de cristal. Ahora reía, y entendía el por qué. La realidad de esta existencia era simple. Las personas siempre desean lo que nunca podrán tener, y esperan recibir lo que no se merecen. una conversación intrascendente El guardia hizo un último reconocimiento por las celdas antes de acostarse. Sin mucho interés ni cuidado, se paseó por el lúgubre pasillo echando un rápido vistazo al interior de las enanas celdas de poco más de tres vigas de ancho, a todas luces insuficiente para la convivencia de dos reclusos, por muy poco que se movieran. Por supuesto, esta realidad no le interesaba al guardia en lo más mínimo. Le tocaba el turno de noche, y tenía ganas de dormir. Al acabar la ronda, volvió sobre sus pasos para salir del pasillo dando un estruendoso portazo con el portón de hierro. El silencio inundó otra vez las celdas. Durante el resto de la noche no se escucharían suspiros, quejidos o el más leve sonido que pudiera hacer una persona viva. Aquellas cáscaras vacías no estaban más vivas que un cadáver, aunque quizás oliesen peor. Esperaban pacientemente, sin más pensamientos que el ansiado final repetido una y otra vez en sus cabezas. El ojo de las veladoras se encontraba casi en mitad del cielo. Sus rayos tenues entraban por las pocas rejillas de ventilación que daban al exterior. En la tercera celda de la izquierda, contando desde el portón de entrada, una cáscara anónima alzó la cabeza, haciendo crujir su dolorido cuello. Respiraba entrecortadamente; se imaginaba que moriría pronto. Quería ver la luz de las estrellas una última vez. No sabía bien si la muerte iba a ser magnánima con él. Desde luego, no había seguido con demasiada rectitud la Élbisol, si fuera así no estaría en el penoso estado en el que se encontraba. Por seguro que, si hubiera protegido más el buenpaso y alejado de él los profundos y brillantes impulsos de su propia naturaleza, Inca Mora le elegiría un destino más piadoso. Pero sabía que eso no iba a ocurrir. Un leve sonido llamó su atención. El pobre viejo con el que compartía celda se encontraba tirado boca abajo desde hacía un par de días. Pensaba que ya estaba muerto; él aún podía sentarse sin tambalearse demasiado. Pero el viejo volvió a emitir el mismo gemido. Esta vez pudo ver cómo su mano derecha se sacudía ligeramente. La carcasa observó cómo el cuerpo se erguía lentamente, con la cabeza caída hacia un lado como si fuera de trapo. Se sentó igual que él, con los brazos apoyados en las rodillas huesudas. Al fin levantó la cabeza, haciendo también crujir su cuello. Parecía haberse reencarnado; a la carcasa anónima le hizo gracia que alguien corriese la suerte de caer reencarnando en un lugar como ese. A veces la muerte era una malnacida sin escrúpulos. —Podre lugar… Su voz retumbó en las paredes, sobresaltando al resto de reclusos que, con espasmos, comenzaron a emitir gemidos lastimeros y a cambiar de postura, algo que no ocurría muy a menudo. La carcasa rio por la ocurrencia del reencarnado, lo que le costó toser durante un buen rato. Su garganta estaba seca e hinchada. —Has revivido en el hogar de Inca Mora, amigo. No te quedan muchos más días por ver. El viejo giró la cabeza hacía él, hasta que cruzaron miradas. Sus ojos azules se hundían en la calavera, pero su mirada estaba viva. La inquietud inundó a la carcasa anónima; pensó que era grato sentir otra emoción, para variar. —Estás en una celda —continuó con la voz rota, si poder apenas vocalizar—. Aquí traen a los desgraciados como yo, perdidos en el malpaso, para redimirse en la siguiente vida. El viejo no gesticuló. Simplemente volvió a mirar al frente. —Está oscuro —respondió—, eso me gusta. El sol es demasiado impertinente con sus podres rayos abrasadores. Y el suelo está fresquito. El problema es el olor… La carcasa escuchó con atención el monólogo, advirtiendo su manera de hablar. Con una cadencia rítmica, las sílabas repiqueteaban en su garganta antes de salir apresuradamente por la boca. Los labios, ocultos tras una larga y fina barba ceniza, recitaban ágilmente acompañando a su voz suave y pausada. —¿Quién eres? El viejo soltó una carcajada. La carcasa pensó que su pregunta no tenía mucha gracia, pero esperó pacientemente. —Oh, solo un anciano aburrido. No tengo muchos amigos, ¿sabes? A veces se echa de menos una conversación banal. —Eres signante —le espetó la carcasa—. Lo sé por tu manera de hablar. El viejo señaló con la cabeza las esposas de tela con la palabra “init” sellada en ellas, que ocultaban las manos de la carcasa. —Por lo visto tú también lo eres, taciño. La carcasa recibió una nueva identidad. Hacía mucho tiempo que era un cadáver más, incluso para sí mismo. Levantó levemente sus manos, lo poco que sus fuerzas le dejaron. Se encogió de hombros. —Has tenido que ser un malnacido para acabar aquí. —Tu suerte no es muy diferente, viejo —respondió escueto el taciño —. He decidido, y he decidido mal. Eso es todo. El reencarnado volvió a carcajearse. —Sí, eso es lo que nos dicen a todos. Que nos hemos equivocado, que hemos decidido mal. Que nuestro camino no es el correcto. Que estas confundido o perdido. Nunca te van a dejar acertar. El taciño resopló, cansado. —¿Qué eres, un paria o algo así? —Oh, ni mucho menos. No tengo interés en adorar a Jínaroh ni a ninguna personificación encumbrada para excusar decisiones tomadas en libre albedrío. —Se frotó la calva con energía, incómodo por su frágil cuerpo esquelético. —Libres o no, al final las decisiones tienen sus consecuencias. —El taciño tosió otra vez—. Está en ti asumirlas o mirar hacia otro lado. —O aceptar que no te pertenecen. El viejo volvió a girarse hacia su interlocutor. —Si lo piensas un poco, en realidad, no tiene mucho sentido dividir todas las decisiones posibles en una vida en “buenas” o “malas”. Con tantos caminos por recorrer, actúas en función de tu propio bienestar, por supervivencia o porque no sabes hacerlo mejor ¿Por qué es un error mío que el camino que elijo tomar afecte a alguien que ni conozco ni me importa? —El viejo chasqueó la lengua con desprecio—. Solo quieren encasillar a las personas, ni sus actos ni sus consecuencias. Solo tenernos controlados. —¿De quién estás hablando? El taciño lo miraba extrañado. No sabía quién era aquel reencarnado pero, desde luego, no era un signante cualquiera. Ni siquiera los signantes mentálicos que había conocido reflexionaban tanto sobre los caminos y sus reglas como aquel ser. Porque comenzaba a sospechar que, quizás, el reencarnado no era tal. Ni siquiera le parecía ya humano. El viejo volvió a su posición de carcasa paciente. No respondió al taciño, se quedó en silencio observando los barrotes de la celda. Aunque el signante deseaba continuar con la conversación, no siguió preguntando. Sabía que no le respondería por más que insistiera, así que calló, intrigado por quién sería o por qué había aparecido allí, de repente, en el cadáver de otra carcasa anónima. —La tranquilidad de estos lugares viene bien de vez en cuando — respondió a la pregunta inexistente—, en comparación con el caos y la masividad de ahí fuera. Cada día sobrevivir es más complicado. —Sí, me alegro de estar aquí —se burló la carcasa. —Oh, no desprecies tu sino, taciño. Los hay mucho peores, créeme. —¿Peor que esto? —La carcasa comenzó a carcajear, mezclando la risa con tos espasmódica, incapaz de controlarse—. Eres gracioso, viejo. —Te contaré algo. —El cuerpo se echó hacia atrás en la penumbra, apoyándose en la pared—. Cuando creció el primer cristal, creí que lo había logrado. Mi primer cristal. No te imaginas como brillaba. Rio como si hubiera visto la expresión de desconcierto del taciño. »Oh, sí, lo descubrí después de muchos intentos, y sin querer, en realidad. Fue la respuesta a miles de preguntas formuladas durante años de vejaciones y humillación, de ocultarme, de fingir. —Asintió arqueando la ceja—. Yo también tomé una decisión. Inspiró profundamente, como recordando un pasado lejano y difuso. Tuvo que frotarse la nariz para desprenderse del nauseabundo olor que impregnaba el lugar. El taciño se giró hacia él, sin poder creer lo que oía. No podía estar refiriéndose a los cristales. Aquello había ocurrido hacía demasiado tiempo. —Como sabes, completé mi obra magna con éxito —continuó el viejo —, mostré al mundo una nueva realidad. Pero también cree nefastas consecuencias para muchos. Y ninguna de las dos cosas es responsabilidad mía. Es más difícil aceptar esto que admitir el camino que se supone que has elegido. Ahora sí, la carcasa se giró completamente hacia el viejo. El cuerpo seguía siendo de su compañero de celda, pero ya no podía verlo como tal. Mitos Tanéh era el que hablaba. —Tú estás muerto —espetó. El viejo rio de nuevo. —Sería lo más lógico, la verdad. —¿Acabas de reencarnarte aquí? ¿Ante mí? —El taciño se arrastró débilmente para acercarse al viejo—. Si la muerte te ha maldecido así a ti, yo no tengo ninguna posibilidad… —En realidad, eres tú quien se ha empeñado en creer que me he reencarnado. Sigo vivo, de hecho. Oh, aunque mi cuerpo físico es otra historia… —¿Tu cuerpo…? —Hay peores destinos que una muerte larga y tediosa. Pero estoy contento —resolvió, sonriente—. Las personas somos adaptativas por naturaleza, sigas el buenpaso o adores a divias imaginarias. Adaptarse es sobrevivir. Adaptarse es tener el poder de cambiar el futuro. Poder para elegir tu propio camino. —¿Por qué me cuentas todo esto? ¿Qué haces aquí realmente? Mitos rio de nuevo, disfrutando ante la incapacidad del taciño por comprender o gestionar aquella situación. Pensó que quizás se había sobrepasado. En fin, siempre se emocionaba cuando tenía una oportunidad de hablar con tranquilidad. Últimamente no tenía demasiadas. —Tranquilo, amigo. Ya te lo he dicho; a veces, uno echa de menos una conversación insustancial con algún desconocido. Todos necesitamos hablar. Miró al taciño, divertido. Sus ojos se fueron aclarando poco a poco, dejando que una capa grisácea ocultase el azul cielo. Sus brazos fueron perdiendo fuerza hasta quedar colgando a los lados. La sonrisa se fue desdibujando en su rostro. —Suerte en tu próxima vida, signante. Elige bien tu camino. Tras pronunciar la última palabra, el cuerpo sin vida del viejo se desplomó en el suelo, sobresaltando al taciño. El ambiente quedó enrarecido tras la marcha, pero nada más ocurrió. Ningún gemido, ruido o crujido de otro ser vivo volvió a escucharse. Las veladoras se iban despidiendo poco a poco tras las rejillas. El taciño volvió a acomodarse en la fría piedra, turbado. El eco de la voz de Mitos y sus palabras retumbaban en su cabeza; ya le parecía que todo había sido una alucinación, producto de los desvaríos de un moribundo. Su mirada penetrante se le había anclado en la memoria, pero el resto de la conversación se desvanecía paulatinamente bajo el peso de la quietud y el silencio. La carcasa regresó a la prisión familiar del anonimato. La calma y la penumbrele envolvió de nuevo; los pensamientos del ansiado final recuperaron su posición y, poco a poco, se dejó vencer. Solo una llama, una sutil y minúscula, apenas perceptible, vibraba nerviosa en su pecho. Un regalo inesperado de despedida, que permanecería como remanente en las siguientes vidas, cualesquiera que decida la muerte para él. SOBRE EL AUTOR
Nacido en Cádiz. Psicólogo de profesión, escritor por devoción.
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