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Capítulo Noveno

PREJUICIO, IDEOLOGÍA, RACIONALIDAD


Y SENTIDO RELIGIOSO

1. Puntualizaciones sobre el prejuicio

Si la negación trae consecuencias tan contrarias a la naturale-


za, ¿por qué se abandona el hombre a semejantes posturas? Me
parece que sólo hay una respuesta adecuada para esa pregunta:
por el predominio de las ideas preconcebidas; por el desenfreno
del prejuicio.
No será inútil remachar algunas observaciones que ya he indi-
cado con anterioridad. Es necesario ante todo distinguir dos
aspectos de la misma palabra:

a) Hay, como hemos visto, un sentido justo del término «pre-


juicio» o «juicio previo»: cuando esta palabra se usa en su sentido
etimológico. En efecto, frente a una propuesta, sea de la natura-
leza que sea, el hombre reacciona, y reacciona a base de lo que
sabe y de lo que es. Es más, cuanta más personalidad tiene uno
y más rico es su saber, más inmediatamente siente configurarse
dentro de sí frente a cualquier encuentro una imagen, una idea
determinada, un juicio claro. Inevitablemente aparece, por tanto,
que hay una cierta concepción previa frente a cualquier cosa.

b) El sentido negativo del término «prejuicio» se da cuando el


hombre se sitúa frente a la realidad que se le propone asumien-
do que su reacción es el criterio para juzgar y no sólo un condi-
cionamiento a superar mediante la apertura para preguntar
(recuérdese lo que hemos dicho en el tercer capítulo respecto a

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la moralidad en el acto de conocer). En efecto, es la superación


del prejuicio lo que permite llegar a un significado que exceda lo
que ya sabes (o crees ya saber). «Los hombres raramente apren-
den lo que creen ya saber»1, dice la escritora inglesa Barbara Ward.

Una vez, estando en clase, para provocar a los alumnos escri-


bí en la pizarra: «rau». Un chico exclamó: «¡Usted siempre está
haciendo política!». Era la época en que se había constituido la
República Arabe Unida (Egipto, Siria e Irak). Otro alumno pre-
guntó: «¿Qué significa eso?». Respondí: «No se lee ‘rau’; se lee
‘chai’ y significa ‘té’ en ruso». La primera intervención, que había
hecho uno de los más «politicastros» de la clase, me había juzga-
do desde el punto de vista de su preocupación política, herméti-
camente encerrado en ella; el segundo se salvó por su actitud de
preguntar, instintivamente abierta, y con ello se puso en condi-
ciones de poder aprender eventualmente una novedad.
En lo que nos interesa, dos son las raíces principales de la
cerrazón en las ideas preconcebidas:

1) El prejuicio materialista. Es la postura que revela este pasa-


je del entonces jovencísimo Pavese (¡diecisiete años!):

«Una vez metidos en el materialismo, no hay posibilidad de ir


más allá(...( Me debato en el intento de superarlo, pero me con-
venzo cada vez más de que no hay nada que hacer»2.

2) Lo que yo llamaría la «autodefensa social del prejuicio». Me


parece que esto se vislumbra bien en un pasaje del Gorgias de
Platón:

«Calicles: No sé cómo, pero a veces me parece que razonas


bien, Sócrates, aconteciéndome, sin embargo, lo que a tantos
otros les sucede: que no me quedo plenamente convencido.
Sócrates: Es el apego a la mentalidad común del pueblo, arrai-
gado en tu alma, lo que supone un obstáculo a mi razonamiento»3.

1 Cf. «Men do not learn when they believe they already know» (B. Ward,

Faith and Freedom, W. W. Norton & Company, Nueva York 1954, p. 4).
2 C. Pavese, Lettere 1924-1944, Einaudi, Turín 1966, p. 7.
3 Cf. Platón, Gorgias, 513c.

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Prejuicio, ideología, racionalidad y sentido religioso

2. Sobre la ideología

La ideología es una construcción teórico-práctica desarrollada


sobre la base de un prejuicio.
Más precisamente, es una construcción teórico-práctica basa-
da en un aspecto de la realidad que puede ser verdadero, pero
que es tomado de algún modo unilateralmente y tendencialmen-
te absolutizado por una filosofía o un proyecto político.
La ideología está construida sobre algún punto de partida que
ofrece realmente la experiencia, de modo que ésta misma se
toma como pretexto para una operación determinada por preo-
cupaciones extrañas a ella o desorbitadas.
Por ejemplo, frente al hecho de la existencia de los «pobres» se
teoriza acerca del problema de la necesidad, pero el hombre con-
creto con su necesidad concreta se convierte en un pretexto; al
individuo en concreto se le deja de lado una vez que ha servido
al intelectual como punto de partida para sus teorías, o al político
para justificar y dar publicidad a una operación suya. Las opinio-
nes de los intelectuales que el poder encuentra convenientes, y
que en consecuencia asume, llegan a convertirse en mentalidad
común a través de los medios de comunicación de masas, la ense-
ñanza y la propaganda, de modo que lo que Rosa Luxemburgo
denunciaba con lucidez revolucionaria, «el reptar del teórico»,
muerde en su raíz y corrompe todo impulso auténtico de cambio.
Un ejemplo clásico de esta dinámica social es precisamente el
del prejuicio materialista contra la religión.
Quiero citar un pasaje del conocido científico Lecomte du
Nouÿ tomado de su famoso libro L’Avenir de l’esprit:

«Aquellos que, sin prueba alguna (como se ha demostrado en


otro lugar), se han esforzado sistemáticamente en destruir la idea
de Dios, han realizado una obra vil y anticientífica. Lo digo con
más fuerza y convicción, si cabe, pues no poseo la fe, la verdade-
ra, ésa que nace del fondo del ser. No creo en Dios más de lo que
pueda creer en la realidad de la evolución o en la realidad de los
electrones... y tengo la certeza científica de que no me equivoco.
Lejos de estar (como otros hombres de ciencia a los que envidio)
sostenido y ayudado por una creencia firme en Dios, comencé a
caminar por la vida con el escepticismo destructor que estaba
entonces de moda. He necesitado treinta años de laboratorio para

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llegar a convencerme de que aquellos que tenían el deber de ilu-


minarme, aunque sólo fuera confesando su ignorancia, me habían
mentido deliberadamente. Mi convicción actual es racional. He lle-
gado a ella a través de los caminos de la biología y de la física, y
estoy convencido de que le resulta imposible a cualquier hombre
de ciencia que reflexione no llegar hasta aquí, a no ser que sea por
ceguera o mala fe. Pero el camino que he seguido es tortuoso, no
es el bueno. Y, para evitar a otros la inmensa pérdida de tiempo y
de esfuerzo que yo he sufrido, es por lo que me alzo violenta-
mente contra el espíritu maléfico de los malos pastores»4.

Solyenitsin, en su gran novela Pabellón C, retoma un punto


del filósofo Bacon donde éste analiza con detalle los diversos
mecanismos de esta dependencia alienante del hombre con rela-
ción a la ideología dominante de hecho en cada momento.

«Francis Bacon creó la teoría de los ídolos. Decía que los hom-
bres no se sienten inclinados a vivir con su pura experiencia; les
resulta preferible enturbiarla con prejuicios. Esos prejuicios son
precisamente los ídolos. Idolos de la especie, como los llamaba
Bacon. […] Los ídolos del teatro son las opiniones ajenas autori-
zadas, por las que el hombre se deja guiar cuando interpreta lo
que no ha experimentado personalmente. […] Los ídolos del tea-
tro derivan también del desmedido consenso con los resultados
de la ciencia. En suma, son los errores de los demás voluntaria-
mente asumidos. […] Los ídolos del mercado son los errores que
proceden de la recíproca conexión y comunión entre los hom-
bres. Éstos enredan al hombre porque se ha establecido el uso
de fórmulas que violentan la razón. Por ejemplo, ¡enemigo del
pueblo!, ¡elemento extraño!, ¡traidor!: y todos te abandonan»5.

3. Sobre la razón

El prejuicio se limita a aspectos notorios o supuestamente


conocidos, en tanto que la ideología tiende a atribuir una aureo-

4 Cf. P. Lecomte du Nouÿ, L’avvenire dello spirito, Einaudi, Turín 1948, p.


209.
5 A. Solyenitsin, Pabellón de Cáncer, Tusquets, Barcelona 1993.

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Prejuicio, ideología, racionalidad y sentido religioso

la de redención y salvación a visiones y prácticas bien determi-


nadas, dominables y manipulables: «científicas», las llaman. Pero
actualmente la investigación de más alto nivel y más seria da un
testimonio claro contra el proceso reduccionista del prejuicio y
de la ideología.
Ahora sabemos ya que la actividad científica —en el sentido
propio del término— no puede agotar el contenido de la expe-
riencia. La atención a la experiencia no puede reducirse a la
investigación científica. Justamente «por experiencia» vivimos
situaciones y fenómenos que no se reducen al ámbito biológico
y físico-químico.
La experiencia misma, considerada en su totalidad, guía hacia
la comprensión auténtica del término razón o racionalidad. En
efecto, la razón es ese acontecimiento singular de la naturaleza
en el cual ésta se revela como exigencia operativa de explicar la
realidad en todos sus factores, de manera que el hombre se vea
introducido en la verdad de las cosas. Así pues, la realidad emer-
ge en la experiencia y la racionalidad ilumina sus factores. Decir
«racional» es afirmar la transparencia de la experiencia humana,
su consistencia y profundidad; la racionalidad es la transparencia
crítica —esto es, que se da mediante una visión totalizante— de
nuestra experiencia humana.
Insistimos: lo que caracteriza a la existencia propia del hom-
bre es el ser transparente a sí mismo, el ser consciente de sí y en
sí de todo el horizonte de lo real.
Como hemos visto, racionalidad no coincide con mensurabili-
dad exacta o dialectización. Un gran filósofo francés contempo-
ráneo, Paul Ricoeur, ha indicado la esencia de inagotable apertu-
ra que tiene la razón frente al inagotable reclamo de la realidad
con una frase perfecta: «Lo que yo soy es inconmensurable con
lo que yo sé»6.
Por subrayarlo más aún: una vez planteado un concepto que
no demuestra la experiencia integral, se pueden hacer discursos
lógicos sobre él, incluso de volúmenes enteros, pero totalmente
fuera de la realidad. Es esto lo que refleja la carta que me mandó
una alumna y que transcribo a continuación:

6 «Ce que ‘je suis’ est incommesurable à ce que ‘je sais’» (P. Ricoeur, Gabriel

Marcel et Karl Jaspers, Éditions du Temps Présent, París 1947, p. 49).

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El sentido religioso

«¿Qué puedo decir a una persona como mi padre que afirma


que las preguntas sobre el significado de la vida no tienen senti-
do? Según mi padre, el hombre, al máximo, puede preguntarse:
‘¿Qué objetivo quiero dar a mi vida? ¿Para quién o para qué quie-
ro gastar mis energías?’ Preguntas como ‘¿cuál es el sentido últi-
mo de mi vida, por qué estoy viviendo, por qué me encuentro
aquí y dónde iré a terminar?’ son insensatas, porque el hombre
está loco si piensa que tiene un significado. Y si pretende dar
sentido al mundo en función suya, el ejemplo que me pone siem-
pre es: ‘¿No te parecería extraño que una piedra te preguntase
por qué existe? Está allí y basta; su presencia no tiene ningún sig-
nificado’. Del mismo modo, el hombre sería una miserable y
minúscula partícula dentro del universo que no tiene ningún sig-
nificado. Según mi padre, es necesario liberarse del deseo de
estar en el centro del mundo y aceptar nuestra situación, aceptar
lo que somos. A mí, que no me quedo contenta con esto, me dice
que soy una ilusa, y que no tiene sentido, que no construye para
nada mi personalidad, el preocuparme durante años de estas pre-
guntas que no sé responder. Yo entiendo que esta postura suya
es muy inhumana, pero nunca sé qué responderle, porque los
argumentos de mi padre me parecen lógicos y racionales».

Yo querría preguntarle a este hombre por qué esas preguntas,


si constituyen una apertura inherente a nuestra naturaleza, son
«insensatas». Me parece que sólo hay una respuesta: ¡porque lo
dice él! Proyecta su sombra sobre la luz de su corazón: esto es
exactamente el prejuicio. Es cierto que una piedra no se pregun-
ta «por qué existe»: ¡precisamente porque es una piedra, y no un
hombre! El hombre es justamente el nivel de la naturaleza en el
que ésta se pregunta «por qué existo». El hombre es exactamente
la partícula minúscula que exige un significado, una razón, la
razón. Y precisamente porque aceptamos lo que somos, no
podemos censurar el deseo que nos apremia como una espuela.
Uno lleva dentro esta pregunta y, aunque la respuesta sea más
grande que su capacidad de captarla e imaginarla, considerarla
por eso como una «ilusión» es repetir la fábula de la zorra y las
uvas verdes.
Así, pues, los argumentos de ese hombre podrán ser lógicos,
pero no son racionales, porque se apoyan en un prejuicio, no se
desarrollan de acuerdo con lo que indica la experiencia, y no

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obedecen a ésta precisamente en su invitación última y decisiva.


Cuando llega al punto álgido del interrogante reniega de éste y
lo censura.

4. Sobre el sentido religioso y la racionalidad

El sentido religioso vive de esta racionalidad y es precisamen-


te su rostro, su expresión más auténtica. Este es el sentido que
tiene lo que afirma Siniavski en sus Pensamientos repentinos: «No
hay que creer por tradición, por miedo a la muerte o por si acaso.
Tampoco porque haya alguien que mande e infunda temor, ni
por razones humanistas, para salvarse o para hacer el excéntrico.
Hay que creer por la sencilla razón de que Dios existe»7.
El sentido religioso aparece como la primera y más auténtica
aplicación del término razón, puesto que no cesa de intentar dar
respuesta a la exigencia más estructural de ésta: el significado.
En su Tractatus Wittgenstein afirma: «Al sentido de la vida, es
decir, al sentido del mundo, podemos llamarlo Dios.[…] Orar es
pensar en el sentido de la vida»8.
Solamente se puede intuir la dinámica estructural de la con-
ciencia (o razón) entera con una dimensión religiosa:
1) porque plantea la exigencia del significado, que es como el
resumen último o la intensidad última de todos los factores de la
realidad; y
2) porque nos abre y pone a las puertas de lo distinto, de lo
otro, de lo infinito.

Kant intuye esto en una inolvidable página de su Crítica de la


razón pura:

«La razón humana tiene este particular destino [en una especie
de sus conocimientos]: está constreñida por cuestiones que no
puede rechazar, porque le son impuestas por la naturaleza de la
razón misma, y sin embargo no está en condiciones de respon-
der a ellas, porque superan toda capacidad de la razón humana
[...] Parte de principios cuyo uso es inevitable a lo largo de la

7 A. Siniavski, Pensieri improvvisi, Jaca Book, Milán 1967, p. 75.


8 L. Wittgenstein, «Cuadernos - 11 de junio de 1916».

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experiencia [...] y asciende cada vez más alto. Pero, como se da


cuenta de que su obra va a tener que quedar siempre incomple-
ta, se ve forzada entonces a buscar refugio en principios que
superan todo posible uso de la experiencia [...], que no admiten
ya la piedra de toque de la experiencia»9.

Pero el hecho de que la razón se vea «forzada» a buscar otros


principios es una «constricción» que está implicada en la expe-
riencia, ya que es un factor de la experiencia misma: negar este
paso es ir en contra de la experiencia, es renunciar a algo que
está implicado en ella.
Si no se obedece a esa implicación necesariamente se vuelve
a caer en la ideología y en el prejuicio.

9 Cf. I. Kant, Crítica de la razón pura, Editorial Porrúa, México 1991, p. 5.

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