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DURKHEIM, Emilio.

Educación
y Sociología. Leega, 1994.

LA EDUCACIÓN, SU NATURALEZA Y SU FUNCIÓN

1.- Las definiciones de la educación

Examen crítico

La palabra educación se ha empleado algunas veces en un sentido muy extenso para designar el
conjunto de los influjos que la naturaleza o los otros hombres pueden ejercer, ya sobre nuestra
inteligencia, ya sobre nuestra voluntad. Comprende, dice Stuart Mill, todo lo que hacemos nosotros
mismos y todo lo que los demás hacen por nosotros con objeto de acercarnos a la perfección de
nuestra naturaleza. En su acepción más amplia, comprende hasta los efectos indirectos producidos
sobre el carácter y sobre las facultades del hombre por medio de cosas cuyo objeto es
completamente distinto; por medio de las leyes, de las formas de gobierno, de las artes industriales y
de los hechos físicos independientes de la voluntad del hombre, tales como el clima, el suelo y la
situación local. Pero esta definición comprende hechos completamente dispares y que no pueden
reunirse bajo un mismo vocablo sin exponerse a confusiones. La acción de las cosas sobre los
hombres es muy diferente, por sus procedimientos y sus resultados, de lo que proviene de los
hombres mismos; y la acción de los contemporáneos difiere de la que los adultos ejercen sobre los
más jóvenes. Sólo ésta última nos interesa aquí y, por lo tanto, a ella conviene concretar la palabra
educación.

Pero ¿en qué consiste esta acción sui generis? Se han dado contestaciones muy diferentes a esta
pregunta; pueden reducirse a dos tipos principales.

Según Kant, «el objeto de la educación es desarrollar en cada individuo toda la perfección de que es
susceptible». Pero ¿qué debe entenderse por perfección? Es, se ha dicho muchas veces, el
desarrollo armónico de todas las facultades humanas. Llevar al punto más elevado que pueda
alcanzarse todas las potencias que residen en nosotros, realizarlas tan completamente como sea
posible, pero sin que se perjudiquen las unas a las otras, ¿no es esto un ideal, al que no puede
superar ningún otro?

Pero si, hasta cierto punto, este desarrollo armónico es, en efecto, necesario y deseable, no es
integralmente realizable; porque está en contradicción con otra regla de la conciencia humana que
no es menos imperiosa: la que nos ordena consagrarnos a una tarea especial y restringida. No
podemos y no debemos consagrarnos todos al mismo género de vida; tenemos, según nuestras
aptitudes, funciones distintas que desempeñar, y hace falta que nos pongamos a tono con la que
nos incumbe. No todos estamos hechos para meditar; hacen falta hombres de sensación y de
acción. Inversamente, hacen falta otros que tengan como función el pensar. Ahora bien, el
pensamiento no puede desarrollarse más que desligándose del movimiento, recogiéndose en sí
mismo, apartándose de la acción exterior el sujeto que se le consagra por completo. De ahí una
primera diferenciación que no puede dejar de producir una ruptura de equilibrio. Y, a su vez, la
acción, lo mismo que el pensamiento, es susceptible de tomar una cantidad de formas diferentes y

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especiales. Sin duda, esta especialización no excluye un cierto fondo común y, por tanto, tanto
cierto equilibrio de las funciones, lo mismo orgánicas que psíquicas, sin el cual la salud del individuo
quedaría comprometida, al mismo tiempo que la cohesión social. No es por ello menos cierto que
una armonía perfecta no puede presentarse como fin último de la conducta y de la educación.

Menos satisfactoria es todavía la definición utilitaria según la cual la educación tendría por objeto
«hacer del individuo un instrumento de felicidad para sí mismo y para sus semejantes», (James Mill);
porque la felicidad es una cosa esencialmente subjetiva que cada uno aprecia a su manera. Una
fórmula semejante deja, pues, indeterminado el objeto de la educación, y, por consiguiente, la
educación misma, ya que la abandona a lo arbitrario individual. Spencer, es cierto, ha intentado
definir objetivamente la felicidad. Para él, las condiciones de la felicidad son las de la vida. La
felicidad completa es la vida completa. Pero ¿qué hemos de entender por la vida? Si se trata sólo de
la vida física, puede bien decirse que es aquello sin lo cual ella sería imposible; sobreentiende, de
hecho, un cierto equilibrio entre el organismo y su medio, y, puesto que los dos términos que están
en relación son datos que pueden definirse, lo mismo debe ocurrir con su relación. Pero no pueden
expresarse así sino las necesidades vitales más inmediatas. Ahora bien, para el hombre, y sobre
todo para el hombre de hoy día, esa vida no es la vida. Pedimos a la vida algo más que el
funcionamiento aproximadamente normal de nuestros órganos. Un espíritu cultivado prefiere no vivir
a tener que renunciar a los goces de la inteligencia. Aun sólo desde el punto de vista material, todo
lo que excede de lo estricto necesario, rehuye toda determinación. El standard of life, la medida de
vida, como dicen los ingleses; el mínimo más abajo del cual no nos parece que debamos consentir
en llegar, varía infinitamente según las condiciones, el ambiente y los tiempos. Lo que ayer
encontrábamos suficiente, nos parece hoy por bajo de la dignidad del hombre, tal como la sentimos
en la actualidad, y todo hace creer que nuestras exigencias, en este punto, irán creciendo cada vez
más.

Tocamos con esto a la censura general en que incurren todas estas definiciones. Parten del
postulado de que hay una educación ideal, perfecta, que vale para todos los hombres
indistintamente; y es esta educación, universal y única, la que el teórico trata de definir. Pero, en
primer lugar, si se considera la historia, nada se encuentra en ella que confirme semejante hipótesis.
La educación ha variado infinitamente según los tiempos y según los países. En las ciudades
griegas y latinas, la educación preparaba al individuo para subordinarse ciegamente a la
colectividad, para llegar a ser la cosa de la sociedad. Hoy día trata de hacer de él una personalidad
autónoma. En Atenas pretendíase formar espíritus delicados, discretos, sutiles, enamorados de la
medida y de la armonía, aptos para saborear lo bello y los goces de la pura especulación; en Roma
se pretendía, antes que nada, que los niños se hicieran hombres de acción, apasionados por la
gloria militar, indiferentes a lo que concierne a las letras y a las artes. En la Edad Media la educación
era, ante todo, cristiana; en el Renacimiento toma el carácter más laico y más literario; hoy día la
ciencia tiende a tomar el lugar que antiguamente tenía el arte en la educación. ¿Se dirá que el hecho
no es el ideal; que si la educación ha variado es porque los hombres se han equivocado sobre lo que
ella debía ser? Pero si la educación romana hubiera tenido impreso un individualismo comparable al
nuestro, la ciudad romana no habría podido mantenerse; la civilización latina no habría podido
constituirse ni, por consiguiente, nuestra civilización moderna, que, en parte, deriva de ella. Las
sociedades cristianas de la Edad Media no habrían podido vivir si hubieran dado al libre examen el
lugar que le damos nosotros hoy en día. Hay, pues, en todo ello necesidades inevitables de las
cuales es imposible abstraerse. ¿Para qué puede servir el imaginarse una educación que sería
mortal para la sociedad que la pusiese en práctica?

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Este postulado tan discutible proviene, a su vez, de un error más general. Si empezamos
preguntándonos cuál debe ser la educación ideal, abstrayendo toda condición de tiempo y de lugar,
es que admitimos implícitamente que un sistema educativo no tiene nada real en sí mismo. No
vemos en él un conjunto de prácticas y de instituciones que se organizaron lentamente en el curso
del tiempo, que son solidarias de todas las otras instituciones sociales y que son expresión suya, y
que, por tanto, como ocurre con la estructura misma de la sociedad, no pueden cambiarse cuando
se quiere. Mas parece que es un simple sistema de conceptos realizados; desde este punto de vista,
parece sólo relacionado con la lógica. Nos figuramos que los hombres de cada tiempo lo organizan
voluntariamente para realizar un fin determinado; que si esta organización no es en todas partes la
misma, es porque la gente se ha equivocado sobre la naturaleza del objeto que conviene perseguir,
o sobre los medios que permiten alcanzarlo. Desde este punto de vista, las educaciones del pasado
se nos presentan como otras tantas equivocaciones, totales o parciales. No hay, pues, que contar
con ellas; no tenemos porqué solidarizarnos con los errores de observación o de lógica que hayan
podido cometer los que vivieron antes de nosotros; pero podemos y debemos ponernos el problema,
sin ocuparnos de las soluciones que se le hayan dado, es decir, que, dejando a un lado todo lo que
ha sido, no debemos preguntarnos sino lo que debe ser. Las enseñanzas de la historia pueden servir
a lo sumo para ahorrarnos la reincidencia en los errores que se cometieron antes.

Pero, de hecho, cada sociedad, considerada en un momento determinado de su desarrollo, tiene un


sistema de educación que se impone a las gentes con una fuerza generalmente irresistible. Es inútil
creer que podemos educar a nuestros hijos como queremos. Hay costumbres con las que estamos
obligados a conformarnos; si las desatendemos demasiado, se vengan en nuestros hijos. Estos, una
vez adultos, no se encuentran en estado de vivir entre sus contemporáneos, con los cuales no se
hallan en armonía. Que se les haya educado según ideas demasiado arcaicas o demasiado
prematuras, no importa; en un caso o en otro, no son de su tiempo, y, por tanto, no se encuentran en
condiciones de vida normal. Hay, pues, en cada momento del tiempo, un tipo regulador de
educación, del cual no podemos apartarnos sin chocar con resistencias vivas, que contienen las
veleidades de disidencias.

Ahora bien, las costumbres y las ideas que determinan este tipo no somos nosotros,
individualmente, quienes las hemos hecho. Son producto de la vida en común, y expresan sus
necesidades. Hasta son, en su mayor parte, obra de las generaciones anteriores. Todo el pasado de
la humanidad ha contribuido a hacer este conjunto de máximas que dirigen la educación en la
actualidad; toda nuestra historia ha dejado rasgos allí, como asimismo la historia de los pueblos que
nos han precedido. De esta suerte, los organismos superiores llevan en sí mismos como el eco de
toda la evolución biológica del cual son resultado. Cuando se estudia históricamente la manera cómo
se formaron y se desarrollaron los sistemas de educación, nos damos cuenta de que dependen de la
religión, de la organización política, del grado de desarrollo de las ciencias, del estado de la
industria, etc. Si los separamos de todas estas causas históricas, quedan incomprensibles. ¿Cómo,
entonces, puede pretender el individuo reconstruir, por el solo esfuerzo de su reflexión privada, lo
que no es obra del pensamiento individual? No se halla frente a una tabla rasa sobre la cual pueda
edificar lo que le plazca, sino frente a realidades existentes, que no puede ni crear ni destruir, ni
transformar a su gusto. No puede actuar sobre ellas más que en la medida en que ha aprendido a
conocerlas, en que sabe cuál es su naturaleza y las condiciones de que dependen; y no puede llegar
a saberlo sino yendo a su escuela, empezando por observarlas, como el físico observa la materia
bruta y el biólogo los cuerpos vivos.

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Además, ¿cómo proceder de otro modo? Cuando se pretende determinar, por la simple dialéctica, lo
que debe ser la educación, hay que empezar por definir los fines que debe tener. Pero, ¿qué es lo
que nos permite decir que la educación tiene tales fines con preferencia a tales otros? No sabemos a
priori cuál es la función de la respiración o de la circulación en el ser viviente. ¿Por qué privilegio
hemos de estar mejor informados respecto a la función educativa? Se contestará que, con toda
evidencia, ésta tiene por objeto educar a los niños. Pero esto es sólo presentar el problema en
términos algo diferentes; no es resolverlo. Haría falta decir en qué consiste esa educación, a qué
tiende, a qué necesidades humanas responde. Ahora bien, no puede contestarse a estas preguntas
más que empezando por observar en qué consistió esa educación, a qué necesidades respondió en
el pasado. Así, aunque sólo fuera para constituir la noción preliminar de la educación, para
determinar la cosa que se denomina de este modo, la observación histórica aparece como
indispensable.

2.- Definición de la educación

Para definir la educación hace falta, pues, considerar los sistemas educativos que existen o que han
existido, relacionarlos, separar los caracteres que les son comunes. La reunión de estos caracteres
constituirá la definición que buscamos.

De pasada hemos determinado ya dos elementos. Para que haya educación, es necesario que estén
en presencia una generación de adultos y una generación de jóvenes, y una acción ejercida por los
primeros sobre los segundos. Queda por definir la naturaleza de esta acción.

No hay, como quien dice, ninguna sociedad en la cual el sistema de educación no presente un doble
aspecto: éste es, a la vez, uno y múltiple.

Es múltiple. En efecto; en un sentido puede decirse que hay tantas clases de educación distintas en
esa sociedad como medios distintos. ¿Se halla ésta formada por castas? La educación varía de una
casta a otra; la de los patricios no era la de los plebeyos; la del brahmán no era la del sudra. Lo
mismo, en la Edad Media ¡Qué separación entre la cultura que recibía el joven paje, instruido en
todas las artes de la caballería, y la del villano, que iba a aprender a la escuela de su parroquia
algunos escasos elementos de cálculo, de canto y de gramática! Todavía hoy, ¿no vemos variar la
educación con las clases sociales y hasta con los medios especiales? La de la ciudad no es la del
campo, la del burgués no es la del obrero. ¿Se dirá que esta organización no puede justificarse
moralmente; que no puede verse en ella más que una supervivencia destinada a desaparecer? La
tesis es fácil de defender. Es evidente que la educación de nuestros hijos no debería depender del
fracaso que les hace nacer aquí o allá, de tales o cuales padres. Pero aunque la conciencia moral de
nuestro tiempo hubiese recibido, en este particular, la satisfacción que espera, no por ello la
educación se haría más uniforme. Aun dado que la carrera de cada niño dejase de estar, en gran
parte, predeterminada por una herencia ciega, la diversidad moral de las profesiones no dejaría de
arrastrar consigo una gran diversidad pedagógica. Cada profesión, en efecto, constituye un medio
sui generis que reclama aptitudes particulares y conocimientos especiales, en las que predominan
ciertas ideas, ciertas costumbres, ciertas maneras de ver las cosas; y cómo al niño se le debe
preparar para en vista de la función que será llamado a desempeñar, la educación, a partir de una
cierta edad, ya no puede seguir siendo la misma para todos los sujetos a quienes se aplica. Por esto
es por lo que vemos a todos los países civilizados tendiendo cada día más a diversificarse y a

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especializarse; y esta especialización se hace cada día más precoz. La heterogeneidad que se
produce así, no depende, como aquella cuya existencia señalábamos antes, de injustas
desigualdades; pero no es menor. Para encontrar una educación absolutamente homogénea e
igualitaria haría falta que nos remontásemos hasta nuestras sociedades prehistóricas, en el seno de
las cuales no existe ninguna diferenciación; y aun esta clase de sociedades no representa más que
un momento lógico en la historia de la humanidad.

Pero, sea cual fuere la importancia de estas educaciones especiales, no son ellas toda la educación.
Hasta puede decirse que no se bastan a sí mismas; dondequiera que se las observe, no se
distinguen las unas de las otras mas que a partir de un cierto punto, más allá del cual se confunden,
se apoyan todas en una base común. No hay pueblo donde no exista un cierto número de ideas, de
sentimientos y de prácticas que la educación debe inculcar a todos los niños indistintamente, sea
cualquiera la categoría social a que pertenezcan. Aún allí donde la sociedad está dividida en castas,
cerradas las unas a las otras hay siempre una religión común a todos y, por tanto, los principios de la
cultura religiosa, que es entonces fundamental, son los mismos en toda la extensión de la población.
Si cada casta, cada familia tiene sus dioses especiales, hay divinidades generales que son
reconocidas por toda la gente y que todos los niños aprenden a adorar. Y como estas divinidades
encarnan y personifican ciertos sentimientos, ciertas maneras de concebir el mundo y la vida, no se
puede ser iniciado en su culto sin contraer, a la vez, toda clase de hábitos mentales, que trascienden
de la esfera de la vida puramente religiosa. De la misma manera, en la Edad Media, siervos, villanos,
burgueses y nobles recibían igualmente la misma educación cristiana. Si esto es así con sociedades
donde la diversidad intelectual y moral alcanza este grado de contrastes ¡con cuánta más razón no
ocurre lo mismo en los pueblos más adelantados, en los cuales las clases, aun permaneciendo
distintas, están sin embargo separadas por un abismo menos profundo! Allí donde estos elementos
comunes a toda educación no se expresan bajo la forma de símbolos religiosos, no dejan, a pesar
de todo, de existir. En el curso de nuestra historia se ha venido constituyendo un conjunto de ideas
sobre la naturaleza humana, sobre la importancia respectiva de nuestras diferentes facultades, sobre
el derecho y sobre el deber, sobre la sociedad, sobre el individuo, sobre el progreso, sobre la
ciencia, sobre el arte, etcétera, que están en la base misma de nuestro espíritu nacional; toda
educación, lo mismo la del rico que la del pobre, la que conduce a las carreras liberales como la que
prepara para las funciones industriales, tiene por objeto fijarlas en las conciencias.

Resulta de estos hechos que cada sociedad se forma un cierto ideal del hombre, de lo que éste
debe ser, tanto desde el punto de vista intelectual como físico y moral; que este ideal es, hasta cierto
punto, el mismo para todos los ciudadanos; que a partir de cierto punto se diferencia según medios
particulares que toda sociedad lleva en su seno. Es este ideal, a la vez uno y diverso, lo que
constituye el polo de la educación. Este tiene, pues, por función suscitar en el niño: primero, un
cierto número de estados físicos y mentales que la sociedad a la que pertenece considera como no
debiendo estar ausentes en ninguno de sus miembros; segundo, ciertos estados físicos y mentales
que el grupo social particular (castas, clase, familia, profesión) considera igualmente como debiendo
encontrarse en cuantos lo forman. Así, son la sociedad, en su conjunto, y cada medio social
particular, quienes determinan ese ideal que la educación realiza. La sociedad no puede vivir si entre
sus miembros no existe una suficiente homogeneidad: la educación perpetúa y refuerza esta
homogeneidad, fijando de antemano en el alma del niño las semejanzas esenciales que exige la vida
colectiva. Pero, por otra parte toda cooperación sin una cierta diversidad, sería imposible: la
educación asegura la persistencia de esta diversidad necesaria, diversificándose y especializándose
ella misma. Si la sociedad llegó a este grado de desarrollo, en el cual las antiguas divisiones en

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castas y en clases no pueden ya mantenerse, ella prescribirá una educación más unitaria en su
base. Si en el mismo momento, el trabajo está más dividido, esa educación provocará en los niños,
sobre un primer fondo de ideas y de sentimientos comunes, una diversidad más rica de aptitudes
profesionales. Si vive en estado de guerra con las sociedades ambientes, se esfuerza por formar los
espíritus según un modelo fuertemente nacional; si la concurrencia internacional toma una forma
más pacífica, el tipo que ella pretende realizar es más general y más humano. La educación no es
pues, en sí misma, más que el medio con que prepara en el corazón de los niños las condiciones
esenciales de su propia existencia. Veremos más adelante cómo el mismo individuo tiene interés en
someterse a estas exigencias.

Llegamos, pues, a la fórmula siguiente: La educación es la acción ejercida por las generaciones
adultas sobre las que todavía no están maduras para la vida social. Tiene por objeto suscitar y
desarrollar en el niño cierto número de estados físicos, intelectuales y morales, que exigen de él la
sociedad política en su conjunto y el medio especial, al que está particularmente destinado.

3.- Consecuencia de la definición precedente: carácter social de la educación

Resulta de la definición precedente que la educación; consiste en una socialización metódica de la


generación joven. En cada uno de nosotros puede decirse existen dos seres que, no siendo
inseparables sino por abstracción, no dejan de ser distintos. El uno está hecho de todos los estados
mentales que se refieren únicamente a nosotros mismos y a los sucesos de nuestra vida personal:
es lo que podría llamarse el ser individual. El otro es un sistema de ideas, de sentimientos y de
hábitos que expresan en nosotros, no nuestra personalidad, sino el grupo, o los grupos diferentes,
de los cuales formamos parte; tales son las creencias religiosas, las creencias y las prácticas
morales, las tradiciones nacionales o profesionales, las opiniones colectivas de todo género. Su
conjunto forma el ser social. Constituir este ser en cada uno de nosotros, tal es el fin de la
educación.

Así es, además, como mejor se demuestra la importancia de su papel y la fecundidad de su acción.
En efecto, no sólo este ser social no aparece ya hecho, en la constitución primitiva del hombre, sino
que no ha resultado de ella por desarrollo espontáneo. Espontáneamente, el hombre no tendía a
someterse a una autoridad política a respetar una disciplina moral, a consagrarse y a sacrificarse.
No había nada en nuestra naturaleza congénita que nos predispusiese necesariamente a venir a ser
los servidores de divinidades, emblemas simbólicos de la sociedad, a rendirles un culto, a privarnos
de algo para prestarles honores. Fue la sociedad misma la que, según se iba formando y
consolidando, sacó de su propio seno estas grandes fuerzas morales ante las cuales el hombre ha
sentido su inferioridad. Ahora bien, si hacemos abstracción de las vagas e inciertas tendencias que
pueden ser debidas a la herencia, el niño, al entrar en la vida, no aporta más que su naturaleza
individual. La sociedad se encuentra, pues, a cada nueva generación en presencia de una tabla casi
rasa, en la cual tendrá que construir con nuevo trabajo. Hace falta que, por las vías más rápidas, al
ser egoísta y asocial que acaba de nacer, agregue ella otro, capaz de llevar una vida moral y social.
He ahí cuál es la obra de la educación, y bien se deja ver toda su importancia. No se limita a
desarrollar el organismo individual en el sentido indicado por la naturaleza, a tornar aparentes
fuerzas ocultas, que no piden más que revelarse. Ella crea en el hombre un ser nuevo.

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Esta virtud creadora es, además, un privilegio especial de la educación humana. Completamente
distinta es la que reciben los animales, sí podemos aplicar este nombre al entrenamiento progresivo
a que se hallan sometidos por parte de sus padres. Puede esta educación apresurar el desarrollo de
ciertos instintos dormidos en el animal, pero no le inicia en una vida nueva. Facilita el juego de las
funciones naturales, pero no crea nada. Instruido por su madre, el hijo sabe volar más pronto o hacer
su nido; pero no aprende casi nada que no hubiese podido descubrir por su experiencia personal. Es
que los animales, viven fuera de todo estado social o forman sociedades bastante simples, que
funcionan gracias a mecanismos instintivos que cada individuo lleva consigo, ya constituidos, desde
su nacimiento. La educación no puede, pues, agregar nada esencial a la naturaleza, ya que ésta
llega para todo, en la vida del grupo como en la del individuo. Por el contrario, en el hombre, las
aptitudes de toda clase que supone la vida social son demasiado complejas para poder encarnarse,
de cualquier modo, en nuestros tejidos y materializarse bajo la forma de predisposiciones orgánicas.
Resulta que no pueden transmitirse de una generación a otra por la vía de la herencia. Es mediante
la educación como la transmisión se hace.

Sin embargo, se dirá: si se puede concebir, en efecto, que las cualidades propiamente morales,
porque imponen privaciones al individuo, porque dificultan sus movimientos naturales, no pueden ser
suscitadas en nosotros sino bajo una acción venida de fuera, ¿no hay otras también que todo
hombre tiene interés en adquirir y que busca espontáneamente? Tales son las distintas cualidades
de la inteligencia, que le permiten acomodar mejor su conducta a la naturaleza de las cosas. Tales
son también las cualidades físicas, y todo lo que contribuye al vigor y a la salud del organismo. Con
éstas, por lo menos, parece que la educación, desenvolviéndolas, no hace más que ir al encuentro
del propio desenvolvimiento de la naturaleza, llevar al individuo a un estado de perfección relativa,
hacia el cual tiende él por sí mismo, si bien puede conseguirlo más rápidamente gracias al concurso
de la sociedad.

Pero lo que muestra bien, a pesar de las apariencias que, aquí como allá, la educación responde
antes que nada a necesidades sociales, es que hay sociedades en las cuales estas cualidades no
fueron cultivadas en absoluto, y que, no obstante, fueron muy diversamente entendidas según las
sociedades. Estamos lejos de que las ventajas de una sólida cultura intelectual hayan sido
reconocidas por todos los pueblos. La ciencia, el espíritu crítico, que hoy ponemos tan alto, han
estado durante mucho tiempo en entredicho. ¿No conocemos una gran doctrina que declara felices
a los pobres de espíritu? Hemos de guardarnos bien de creer que esta indiferencia hacia el saber
haya sido impuesta artificialmente a los hombres contra su naturaleza. Por sí mismos, éstos no
tienen la sed instintiva de ciencia que, con frecuencia y arbitrariamente, se les ha atribuido. No
desean la ciencia más que hasta donde la experiencia les ha mostrado que no pueden pasar sin ella.
Ahora bien, por lo que hace al manejo de su vida individual, no tenían nada que hacer con ella.
Como ya decía Rousseau, para satisfacer las necesidades vitales, la sensación, la experiencia y el
instinto, podía bastar, como bastan al animal. Si el hombre no hubiese conocido otras necesidades
que las, muy simples, que radican en su constitución individual, no se habría echado a buscar la
ciencia; tanto más cuanto que ésta no se ha adquirido sin grandes y dolorosos esfuerzos. No
conoció la sed del saber hasta tanto que la sociedad no la despertó en él, y la sociedad no la
despertó hasta que no sintió ella misma su necesidad. Este momento llegó cuando la vida social,
bajo todas sus formas, se hizo demasiado compleja para poder funcionar sin el concurso del
pensamiento reflexivo, es decir, del pensamiento esclarecido por la ciencia. Entonces, la cultura
científica se hizo indispensable, y por ello es por lo que la sociedad la exige de sus miembros y se la

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impone como un deber. Pero, en un principio, mientras la organización social es muy sencilla, muy
poco variada, siempre igual a sí misma, la ciega tradición es bastante, como el instinto al animal.

Entonces, el pensamiento y el libre examen son inútiles y hasta peligrosos, ya que no pueden sino
amenazar a la tradición. Es por lo que se les proscribe.

No pasan de otro modo las cosas con las cualidades físicas. Basta con que el medio social incline la
conciencia pública hacia el ascetismo, y la educación física quedará relegada al segundo plano. Es
un poco lo que sucedió en las escuelas de la Edad Media; y este ascetismo era necesario porque la
única manera de adaptarse a la rudeza de aquellos tiempos difíciles era amándola. Del mismo
modo, siguiendo la corriente de la opinión, esta misma educación se entenderá en los sentidos más
diferentes. En Esparta, tenía, sobre todo, como objeto fortalecer los miembros contra el cansancio;
en Atenas, era un medio de hacer cuerpos bellos a la vista; en el tiempo de la caballería se te pedía
que formase guerreros ágiles y flexibles; en nuestros días no tiene más que un fin higiénico, y se
preocupa sobre todo de contrarrestar los peligrosos efectos de una cultura intelectual demasiado
intensa, Así, hasta las cualidades que parecen, a primera vista, tan espontáneamente deseables, el
individuo no las busca más que cuando la sociedad le invita a ello, y las busca de la manera que ella
le ordena.

Llegamos así al punto de contestar a una cuestión suscitada por todo lo que precede. Mientras que
mostrábamos la sociedad formando, según sus necesidades, a los individuos, podía parecer que
éstos sufrían con ello una insoportable tiranía. Pero, en realidad, ellos mismos tienen interés en esta
sumisión; porque el nuevo ser que la acción colectiva edifica, mediante la educación, en cada uno de
nosotros, representa lo que hay de mejor en nosotros, de propiamente humano. El hombre, en
efecto, no es hombre más que porque vive en Sociedad. Es difícil, en el curso de un artículo,
demostrar con rigor una proposición tan general, tan importante y que resume los trabajos de la
sociología contemporánea. Pero, desde luego, puede afirmarse que ella es cada vez menos
impugnada. Además, no es imposible recordar someramente los hechos más esenciales que la
justifican.

En primer término, si existe hoy día un hecho, históricamente establecido, es que la moral tiene una
relación estrecha con la naturaleza de las sociedades, ya que, como hemos mostrado de paso, ella
cambia cuando las sociedades cambian. Es, pues, cierto que ella es una resultante de la vida el
común. Es la sociedad, en efecto, quien nos saca fuera de nosotros mismos, quien nos obliga a
contar con otros intereses diferentes de los nuestros; es ella quien nos enseña a dominar nuestras
pasiones, nuestros instintos, a imponerles una ley, a molestarnos, a privarnos, a sacrificarnos, a
subordinar nuestros fines personales a fines más altos. Todo el sistema de representación que
mantiene en nosotros la idea y el sentimiento de la regla, de la disciplina, lo mismo interna que
arrastrar a la sociedad quien lo instituyó en nuestras conciencias. Así es como hemos adquirido este
poder de resistencia contra nosotros mismos, este dominio sobre nuestras tendencias, que es uno
de los rasgos distintivos de la fisonomía humana y que se encuentra tanto más desarrollada cuanto
más plenamente somos hombres.

No debemos menos a la sociedad, desde el punto de vista intelectual. Es la ciencia la que elabora
las nociones cardinales que dominan nuestro pensamiento; nociones de causa, de leyes, de
espacio, de número; nociones de los cuerpos, de la vida, de la conciencia, de la sociedad, etcétera.
Todas estas ideas fundamentales están perpetuamente en evolución: es que son el resumen, la

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resultante de todo el trabajo científico lejos de su punto de partida, como creía Pestalozzi. Nosotros
no nos representamos al hombre, la naturaleza, las causas, el espacio mismo, como se los
representaban en la Edad Media: es que nuestros conocimientos y nuestros métodos científicos no
son ya los mismos. Ahora bien, la ciencia es una obra colectiva, puesto que supone una vasta
cooperación de todos los sabios, no sólo de un mismo tiempo, sino de todas las épocas sucesivas
de la historia. -Antes de haberse constituido las ciencias, la religión llenaba la misma función: porque
toda mitología consiste en una representación, ya muy elaborada, del hombre y del universo. La
ciencia, además, fue heredera de la religión. Y una religión es una institución social. Al aprender una
lengua, aprendemos todo un sistema de ideas distintas y clasificadas, y heredamos todo el trabajo
de donde salieron esas clasificaciones, que resumen siglos de experiencias. Hay más: sin el
lenguaje no tendríamos, como quien dice, ideas generales, puesto que es la palabra la que,
fijándola, da a los conceptos una consistencia suficiente para que puedan ser cómodamente
manejados por el espíritu. Es, pues, el lenguaje lo que nos ha permitido elevarnos por encima de la
sensación pura, y no hay necesidad de demostrar que el lenguaje es, en el más alto grado, una cosa
social.

Se deja ver, por estos pocos ejemplos, a qué quedaría reducido el hombre si se le despojara de todo
lo que le viene de la sociedad: caería en el rango del animal. Si ha podido transponer el estadio en
que se detuvieron los animales ha sido, primero, porque no está reducido al solo producto de sus
esfuerzos personales, sino que coopera regularmente con sus semejantes, lo que refuerza la
resultante de la actividad de cada uno. Luego, y principalmente, porque los productos del trabajo de
una generación no quedan perdidos para la que la sigue. De lo que un animal haya podido aprender
en el curso de su existencia individual, casi nada puede sobrevivirle. Por el contrario, los resultados
de la experiencia humana se conservan casi íntegramente y hasta en los detalles, gracias a los
libros, a los monumentos representativos, a los utensilios, a los instrumentos de toda clase que se
transmiten de generación en generación a la tradición oral, etc. El suelo de la naturaleza se cubre
así de un rico aluvión que va creciendo sin cesar. En lugar de disiparse, cada vez que una
generación se extingue, y viene otra a sustituirla, la sabiduría humana se acumula sin cesar, y esta
acumulación indefinida es la que eleva al hombre por encima del animal y por encima de sí mismo.
Pero, igual que con la cooperación de que tratábamos antes, esta acumulación no es posible más
que en la sociedad y por la sociedad. Pues para que el legado de cada generación pueda
conservarse y añadirse a los otros, hace falta que exista una personalidad moral que perdure más
allá de las generaciones que pasan, que ligue unas a las otras: es la sociedad. Así, el antagonismo,
que con excesiva frecuencia se ha admitido que existe entre la sociedad y el individuo, no
corresponde a nada en los hechos. Muy lejos de que estos dos términos se opongan y no puedan
desarrollarse más que en sentido inverso uno del otro, se implican mutuamente. El individuo, al
querer a la sociedad, se quiere a sí mismo. La acción que ésta ejerce sobre él, señaladamente por
medio de la educación, no tiene, de ningún modo, como objeto y como efecto, comprimirle,
disminuirle, desnaturalizarle; sino, por el contrario, engrandecerle y hacer de él un ser
verdaderamente humano. Es cierto que no puede engrandecerse a sí mismo, más que poniendo su
esfuerzo. Pero es que, precisamente, la facultad de hacer voluntariamente un esfuerzo es una de las
características más esenciales del hombre.

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4.- Función del Estado en materia de educación

Esta definición de la educación permite resolver fácilmente la cuestión, tan debatida, de los deberes
y los derechos del Estado en materia de educación.

Se les opone los derechos de la familia. El niño, se dice, pertenece primeramente a sus padres; es,
pues, a éstos a quienes toca dirigir, como ellos entiendan, su desarrollo intelectual y moral. Se
concibe entonces la educación como una cosa esencialmente privada y doméstica. Colocados en
este punto de vista, la tendencia natural es reducir al mínimo posible la intervención del Estado en la
materia. Este debería, se dice, limitarse o servir de auxiliar y de sustituto a las familias. Cuando
éstas no se encuentran en estado de cumplir sus deberes, es natural que aquél se encargue de ello.
Es hasta natural que les haga su tarea lo más fácil posible, poniendo a su disposición escuelas
donde puedan, si quieren, enviar a sus hijos. Pero debe concretarse estrictamente a estos límites, y
prescindir de toda acción positiva destinada a imprimir una orientación determinada en el espíritu de
la juventud.

Pero no debe, ni mucho menos, limitarse a un papel tan negativo. Si, como hemos tratado de
establecer, la educación tiene antes que nada una función colectiva; si tiene por objeto adaptar el
niño al medio social en que está destinado a vivir, es imposible que la sociedad se desinterese de
semejante operación. ¿Cómo podría estar ausente, cuando es ella el punto de referencia por el cual
la educación debe dirigir su acción? Es a ella a quien corresponde recordar incesantemente al
maestro cuáles son las ideas, los sentimientos que hay que imprimir en el niño para ponerle en
armonía con el medio en que debe vivir. Si no estuviera siempre presente y vigilante, para obligar a
la acción pedagógica a ejercerse en un sentido social, ésta se pondría necesariamente al servicio de
creencias particulares, y la grande alma de la patria se dividiría y se resolvería en una multitud
incoherente de pequeñas almas fragmentarias, en conflicto unas con otras. No se puede ir de
manera más completa contra el objeto fundamental de toda educación. Hay que elegir: si atribuimos
algún valor a la existencia de la sociedad -y acabamos de ver lo que ella es para nosotros- hace falta
que la educación asegure entre los ciudadanos una suficiente comunidad de ideas y de
sentimientos, sin la cual toda sociedad es imposible; y para que ella pueda producir este resultado,
importa mucho que no quede por completo abandonada al arbitrio de los particulares.

Desde el momento en que la educación es una función esencialmente social, el Estado no puede
desinteresarse de ella. Por el contrario, todo lo que es educación debe estar, hasta cierto punto,
sometido a su acción. No quiere esto decir que deba necesariamente monopolizar la enseñanza. La
cuestión es demasiado compleja para que se la pueda tratar así, de paso; la reservaremos para otra
ocasión. Puede creerse que los progresos escolares son más fáciles y más rápidos donde se deje
cierto margen a las iniciativas individuales; porque el individuo tiene más propensión a ser innovador
que el Estado. Pero que el Estado deba, por interés público, dejar que se abran otras escuelas
además de aquellas en que su responsabilidad es más directa, no quiere decir que deba
desentenderse de lo que pasa en ellas. Por el contrario, la educación que se da allí, debe quedar
sometida a su inspección. No llega a ser admisible que la función de educador pueda ser
desempeñada por alguien que no presente garantías especiales, de las cuales es el Estado el único
juez. Sin duda, los límites en que debe mantenerse su intervención, pueden ser bastante difíciles de
determinar siempre. No hay escuela que pueda reclamar el derecho de dar con toda libertad, una
educación antisocial.

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Sin embargo, hemos de reconocer que el estado de división en que se encuentran actualmente los
espíritus en nuestro país, hace que sea particularmente delicado este deber del Estado, al mismo
tiempo que más importante. En efecto, no pertenece al Estado el crear esa comunidad de ideas y de
sentimientos sin la cual no hay sociedad; debe ésta constituirse por sí misma, y el Estado sólo puede
consagrarla, sostenerla, hacer que sea más consciente en los particulares.

Ahora bien, es desgraciadamente innegable que, en nuestro país, esa unidad moral no es, en todos
los puntos, lo que debería ser. Estamos divididos entre conceptos divergentes y algunas veces hasta
contradictorios. Hay en estas divergencias un hecho que es imposible negar y que hay que tener en
cuenta. No puede ser cuestión el reconocer a la mayoría el derecho de imponer sus ideas a los hijos
de la minoría. La escuela nunca podrá ser el negocio de un partido, y el maestro falta a sus deberes
cuando emplea la autoridad de que dispone, para arrastrar a sus alumnos por el camino de sus
prejuicios, por muy justificados que puedan parecerle. Pero, a pesar de todas estas disidencias,
existen ya hoy, en la base de nuestra civilización, un cierto número de principios que, implícita o
explícitamente, son comunes a todos, principios que muy pocos se atreven a negar abiertamente y
de frente: respeto a la razón, a la ciencia, a las ideas y a los sentimientos que están en la base de la
moral democrática. La función del Estado es abrir paso a estos principios esenciales, hacer que
sean enseñados en las escuelas, velar para que en ninguna parte se consienta que los ignoren los
niños, por que en todas partes se hable de ellos con el debido respeto. Hay, en este punto, una
acción que debe ejercerse y que será quizá tanto más eficaz cuanto menos agresiva sea y menos
violenta, y cuanto mejor sepa contenerse dentro de discretos límites.

5.- Poder de la educación. Los medios de acción

Después de haber determinado el objeto de la educación, importa que tratemos de determinar cómo
y en qué medida se puede alcanzar este objeto; es decir, cómo y en qué medida puede ser eficaz la
educación.

La cuestión ha sido siempre muy debatida. Para Fontenelle, «ni la buena educación hace el buen
carácter, ni la mala lo destruye». Por el contrario, para Locke, para Helvetius, la educación lo puede
todo. Según este último, «todos los hombres nacen iguales y con aptitudes iguales; sólo la
educación hace las diferencias». La teoría de Jacotot se acerca mucho a la precedente. La solución
que se da al problema depende de la idea que se tiene de la importancia y de la naturaleza de las
predisposiciones innatas, de un lado, y, de otro, de la potencia de los medios de acción de que
dispone el educador.

La educación no hace al hombre de la nada, como creían Locke y Helvetius; se aplica a


disposiciones que encuentra ya hechas. Por otro lado, se puede admitir de una manera general que
esas tendencias congénitas son muy fuertes, muy difíciles de destruir o de transformar radicalmente,
porque dependen de condiciones orgánicas en las cuales el educador puede influir muy poco. Por lo
tanto, en la medida en que ellas tienen un objeto definido, en que ellas inclinan el espíritu y el
carácter hacia ciertas maneras de obrar y de pensar, estrechamente determinadas, todo el porvenir
del individuo se encuentra determinado de antemano, y no queda mucho que hacer a la educación.

Pero, afortunadamente, una de las características del lo que pueda reclamar disposiciones innatas
son en él muy generales y muy vagas. En efecto, el tipo de la predisposición definida, rígida,

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