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Capítulo II
La sociología de la educación
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1. La educación, un fenómeno social
Siguiendo una línea de argumentación que es típica en él, para demostrar que la
educación es un hecho social, Durkheim comienza por examinar críticamente las
definiciones de educación más corrientes en su época. Entre otras, analiza la
definición que da Kant, para quien el objetivo de la educación consiste en
desarrollar en cada individuo toda la perfección de que él es susceptible.
Durkheim considera que esta definición es inadecuada, porque no existe una idea
universalmente válida de lo que se debe entender por perfección. Toma también
la de Stuart Mill, según la cual la educación comprende todo lo que hacemos por
nosotros mismos y todo lo que los demás hacen por nosotros con el fin de
aproximarnos a la perfección de nuestra naturaleza. En su más amplia acepción,
esta definición comprende incluso los efectos indirectos que producen sobre el
carácter y sobre las facultades del hombre cosas cuyo fin es muy otro: las leyes y
las formas de gobierno, las artes industriales, y hasta los factores físicos
independientes de la voluntad del hombre, tales como el clima, el suelo y la
posición social. Para Durkheim, esta definición es inaceptable pues comprende
hechos totalmente diferentes que no pueden ser reunidos en un mismo vocablo
sin crear confusiones. Por último, toma la definición pragmática de James Mill: el
objeto de la educación es hacer del individuo un instrumento de felicidad para sí
mismo y para sus semejantes. Según Durkheim, esto también es inaceptable pues
la felicidad es una cosa esencialmente subjetiva que cada uno aprecia a su
manera; por lo tanto, la definición deja indeterminado el objetivo de la educación,
y de hecho, la educación misma.
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Un segundo error del supuesto subyacente a las definiciones analizadas
anteriormente, es que conducen a una concepción absurda sobre los sistemas
educativos. Durkheim dice al respecto: “Si comenzamos así a preguntarnos cuál
debe ser la educación ideal, hecha abstracción de toda consideración de tiempo y
lugar, es que admitimos implícitamente que un sistema educativo no tiene nada
de real por sí mismo. Sólo se ve en él un conjunto de prácticas y de instituciones
que se han organizado lentamente, con el correr del tiempo, que son solidarias de
todas las demás instituciones sociales, que las expresan, y que, en consecuencia,
como la propia estructura de la sociedad, no pueden ser cambiadas a voluntad,
sino que parecen ser un puro sistema de conceptos realizados; en ese sentido, el
mismo parece derivar únicamente de la lógica. [...] Pero, de hecho, cada sociedad
considerada en un momento determinado de su desarrollo, tiene un sistema de
educación que se impone a los individuos con una fuerza generalmente
irresistible. Es vano creer que podemos educar a nuestros hijos como queremos.
Hay costumbres que estamos obligados a aceptar; si nos apartamos de ellas, se
vengan en nuestros hijos. [...] Hay, pues, en cada momento histórico, un tipo
regulador de educación del que no podemos apartarnos sin chocar con vivas
resistencias que sirven para contener las veleidades de disidencia”.
Durkheim concluye su argumentación tratando de demostrar que la educación es
un hecho social, y lo es porque comparte con ellos ciertas características que
permiten diferenciarlos de otro tipo de fenómenos: es supraindividual y es
coactiva. Veamos en qué consisten estas características.
En primer lugar, la educación, como todos los fenómenos sociales, es
supraindividual, existe fuera de las conciencias individuales y no pertenece a
ninguna de ellas en particular, sino que pertenece a la sociedad. Toda sociedad,
dice Durkheim, produce fenómenos nuevos, diferentes de los que se engendran
en las conciencias individuales. Los hechos sociales residen en la misma sociedad
que los produce y no en sus partes; son, en este sentido, exteriores a las
conciencias individuales. Son cosas que tienen su existencia propia. El individuo
las encuentra completamente formadas, y no puede hacer que no sean, o que
sean de otra manera de lo que son; está pues obligado a tenerlas en cuenta, y le es
difícil (no decimos imposible) modificarlas porque, en grados diversos,
participan de la supremacía material y moral que la sociedad tiene sobre sus
miembros. Claro está que el individuo interviene en su génesis, pero para que
exista un hecho social, es preciso que muchos hayan, por lo menos, combinado su
acción, y que de esta combinación se haya engendrado algún producto nuevo. Y
como esta síntesis se realiza fuera de nosotros, pues entran en ella una pluralidad
de conciencias, tiene necesariamente por efecto el fijar, el instituir fuera de
nosotros, determinadas maneras de obrar y determinados juicios, que no
dependen de cada voluntad particular tomada separadamente. Para Durkheim,
las costumbres y las ideas que definen el tipo de educación propio de una
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sociedad en un determinado momento no son producidas por cada individuo en
particular. “Son el producto de la vida en común y expresan las necesidades de la
misma. Son incluso, en su mayor parte, obra de las generaciones anteriores. Todo
el pasado de la humanidad ha contribuido a hacer ese conjunto de máximas que
dirigen la educación de hoy; toda nuestra historia ha dejado allí sus rastros, e
incluso la historia de los pueblos que nos han precedido. Del mismo modo que
los organismos superiores llevan en sí como un eco de toda la evolución biológica
cuya culminación constituyen. Cuando se estudia históricamente la manera como
se han formado y desarrollado los sistemas de educación, se ve que ellos
dependen de la religión, de la organización política, del grado de desarrollo de
las ciencias, del estado de la industria, etc. Si se les separa de todas esas causas
históricas, se vuelven incomprensibles. ¿Cómo puede el individuo, por lo tanto,
pretender reconstruir, por el solo esfuerzo de su reflexión privada, lo que no es
obra del pensamiento individual? No se encuentra frente a una tabla rasa sobre la
que puede edificar lo que quiere sino a realidades existentes que no puede crear
ni destruir ni transformar a voluntad. Sólo puede actuar sobre ellas en la medida
en que ha aprendido a conocerlas, en que sabe cuáles son su naturaleza y las
condiciones de que dependen; y sólo puede llegar a saberlo si entra en su escuela,
si comienza por observarlas, como el físico observa la materia bruta y el biólogo
los cuerpos vivos”.
En segundo lugar, la educación es coactiva. Consiste, según Durkheim, en un
esfuerzo continuo para imponer a los niños maneras de ver, de sentir y de obrar,
a las cuales ellos no podrían haber llegado espontáneamente. Desde los primeros
momentos de su vida les obligamos a comer, a beber, a dormir a determinadas
horas; a la limpieza, al sosiego, a la obediencia; más tarde les hacemos fuerza
para que tengan en cuenta a los demás, para que respeten los usos y las
convenciones; los coaccionamos para que trabajen, etc. Si con el tiempo dejan de
sentir esta coacción, es porque poco a poco han desarrollado hábitos y tendencias
internas que la hacen inútil, pero que sólo la reemplazan porque derivan de ella.
Esta presión permanente que sufre el niño es la presión misma del medio social
que tiende a moldearlo a su imagen y del cual los padres y los maestros no son
más que los representantes y los intermediarios.
Finalmente, Durkheim propone su propia definición de educación, que condensa
toda su argumentación anterior y expresa una perspectiva puramente sociológica
sobre ella: “la educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre
las que no están aun maduras para la vida social. Tiene por objeto suscitar y
desarrollar en el niño determinado número de estados físicos, intelectuales y
morales que reclaman de él, por un lado la sociedad política en su conjunto, y por
otro, el medio especial al que está particularmente destinado”. La educación es,
en definitiva, la socialización metódica de la nueva generación; consiste en la
acción ejercida por una generación adulta sobre una generación joven, y la
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finalidad de esta acción es la formación del ‘ser social’. Por ser social Durkheim
entiende el “sistema de ideas, de sentimientos y de hábitos que expresan en
nosotros, no nuestra personalidad, sino el grupo o los grupos diferentes de que
formamos parte; tales son las creencias religiosas, las creencias y las prácticas
morales, las tradiciones nacionales o profesionales, las opiniones colectivas de
toda clase”.
Si bien la razón de ser de la sociología de la educación reside en que la educación
es un fenómeno social, como acabamos de demostrar siguiendo a Durkheim, se
pueden esgrimir algunas otras razones por las cuales la educación es un objeto de
estudio privilegiado de la sociología y se ubica en el centro del debate social.
Primero, el contenido de la educación, es decir, lo que se trasmite de una
generación a otra, está constituido por los aspectos centrales de la cultura de una
sociedad. Segundo, y muy ligado a lo anterior, las instituciones educativas son el
ámbito y el medio fundamental de la trasmisión de esa cultura. Por último, esa
trasmisión implica una relación entre generaciones, una generación joven,
todavía inmadura para la vida social, y una generación adulta que ejerce una
acción sobre la primera. En estas relaciones se condensan las tensiones del
cambio social, aspecto fundamental de las relaciones entre educación y sociedad.
En suma, la educación, además de ser un factor clave para el desarrollo de la vida
social, juega un papel central en el proceso de control social y en la estructura de
poder de una sociedad, temas que no pueden resultar indiferentes en ningún
análisis de la sociedad, cualquiera sea la postura ideológica que se adopte.
Tanto los planteos de Durkheim sobre la educación, como los desarrollos que se
producen en la primera mitad de siglo XX, a los cuales hicimos alusión en el
capítulo anterior, son la expresión de un cierto sociologismo que condicionó, en
cierta medida, la consolidación de la sociología de la educación como disciplina
científica. Por sociologismo entendemos aquí una postura que, desde la
sociología, quiere dar cuenta de toda la realidad; en su versión extrema, implica
una consideración reduccionista del fenómeno educativo a una sola de sus
dimensiones, la social, ignorando que, por tratarse de un fenómeno complejo,
está constituido por múltiples dimensiones y puede ser abordado desde
diferentes perspectivas: psicológica, biológica, pedagógica, filosófica, económica,
etc.
Pero los cambios que acabamos de señalar no son el único factor que contribuye a
la institucionalización de la sociología de la educación como una rama especial
de la sociología. Esta institucionalización se produce en un contexto y una
sociedad concretos, los EEUU de la posguerra. El país del norte se encontraba
sumido en una lucha competitiva por el logro de la hegemonía política y militar a
nivel mundial. Tener en cuenta este hecho permite entender porqué esta
disciplina se desarrolla fundamentalmente en ese país, y dentro de la orientación
funcionalista predominante en la sociología norteamericana. Ese desarrollo
implicó una fenomenal producción de conocimientos científicos, como resultado
de la gran cantidad de recursos que se destinaban a la investigación en este
campo. Se podría afirmar que la figura de T. Parsons ocupa el lugar más
destacado en esta etapa de evolución de la sociología de la educación. Como
vimos en el capítulo anterior, todos los desarrollos posteriores lo han tenido
como punto de referencia, ya sea para seguir su orientación teórica, o para fundar
un nuevo enfoque a partir de las críticas a sus planteos.
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¿Qué podemos decir sobre el objeto de la sociología de la educación? Para
responder a esta pregunta hay que aclarar primero qué es la educación para la
sociología. El pensamiento de los clásicos desarrollados en el capítulo anterior, y
particularmente las ideas de Durkheim expuestas en los párrafos precedentes,
nos dan la clave para hacer dicha aclaración. Para la sociología, educación quiere
decir formación de hábitos, de disposiciones básicas, que determinan la forma en
que cada uno de nosotros piensa, siente y actúa. Este proceso de formación de
hábitos y disposiciones se puede llevar a cabo de dos maneras: una intencional,
consciente o explícita, y otra tácita, latente, no intencional, no consciente.
Algunos autores, como Agulla (1969) designan con el concepto de ‘educación’ a
la primera y con el de ‘socialización’ a la segunda. Pero los sociólogos, con
Durkheim a la cabeza, no hacen esta distinción, utilizan indistintamente uno u
otro término. La educación que más le interesa a la sociología es esta última, es
decir, la socialización en términos de Durkheim. Más adelante volveremos sobre
estos conceptos y precisaremos mejor las diferencias entre las dos maneras de
‘educar’ que acabamos de señalar. Por ahora, el siguiente ejemplo puede servir
para ilustrar esa diferencia: “... quienes estudian para ingenieros de caminos,
canales y puertos en las instituciones correspondientes -de las que las aulas
constituyen uno solo de los espacios significativos-, aprenden cosas mucho más
decisivas que a hacer caminos, canales y puertos, y ello en virtud de sutiles
procesos, los cuales, desde luego, que no aparecen reflejados en el plan de
estudios, porque están situados en la frontera de la conciencia de quienes
intervienen en esos procesos”.
Desde el punto de vista de Agulla, el punto de partida para la delimitación del
ámbito de la sociología de la educación no está dado por el contexto sobre el cual
se desarrolla la investigación, como afirman algunos autores, sino por el tipo de
problemas que analiza y la perspectiva desde la cual los analiza. Como toda
disciplina científica, la sociología de la educación no estudia relaciones reales
entre cosas, sino relaciones teóricas entre conceptos, que son los que definen la
perspectiva de análisis. Por lo tanto, esta disciplina puede aplicar su perspectiva
al estudio de la educación, como fenómeno y como proceso social, cualquiera sea
el ámbito en donde ella tenga lugar: la escuela, la familia, la iglesia, el grupo de
pares, etc. Esto implica ver a la educación como un tipo particular de relación
social, orientada a la formación de un habitus, es decir, a la adquisición de ese
conjunto de disposiciones de percepción, de pensamiento, de sentimiento y de
acción, a la que hacíamos alusión en un párrafo anterior. El desarrollo del habitus
en el sujeto es el resultado de una actividad, un tipo de práctica social concreta, la
educativa, que puede ser llevada a cabo por diferentes agentes (padres, maestros,
sacerdotes, amigos, etc.). Cuando esta actividad se institucionaliza, adquiere un
carácter formal y se le asigna un objetivo explícito: la inculcación sistemática,
continua y duradera, en todo o en parte, de los elementos fundamentales de la
cultura de una sociedad. Este es, precisamente, el cometido de los sistemas
educativos. Para la sociología, estos sistemas son el instrumento esencial para la
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conservación y la reproducción de la cultura, y a partir de esto, para la
legitimación del orden social existente en una determinada sociedad.
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que hoy entendemos por sociología de la educación ya estaba presente en aquella
propuesta.
Para cerrar este punto nos parece necesario dejar planteada una cuestión de
orden epistemológico que no podemos desarrollar aquí, pero es motivo de
discusión en el campo de las ciencias de la educación. Actualmente se insiste
mucho en el trabajo interdisciplinario. Esto debe ser bienvenido en la medida en
que implique un trabajo conjunto en el cual cada uno haga aportes sustanciales
desde su propia disciplina. Lo que ocurre con frecuencia es que, en lugar de
interdisciplina, lo que se produce es una confusión entre disciplinas que se
dedican al análisis del mismo fenómeno, pero desde distintos ángulos. A nuestro
criterio, y a pesar de las dificultades que ello implica, es necesario, por no decir
imprescindible, que se procure precisar de manera lo más clara posible cuál es la
perspectiva específica de cada una de las disciplinas que estudian el fenómeno
educativo. A ello está ligado el futuro de las ciencias de la educación en su
conjunto. En lo que a la sociología de la educación se refiere, ese futuro
dependerá, en gran medida, de la estrecha colaboración que se pueda lograr
entre sociólogos de la educación y educadores conscientes de la perspectiva
sociológica. Pero para evitar las confusiones que ya se registraron en el pasado, es
importante definir con total claridad la especificidad del análisis sociológico de la
educación. Esta es la tarea que nos proponemos realizar a lo largo de este texto,
confiamos en que podremos lograr este objetivo.
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Capítulo III
Los temas que vamos a desarrollar en este capítulo son fundamentales para
iniciar ese proceso de ‘desnaturalización’ de lo dado, propio de la perspectiva
sociológica. Ésta nos ayudará a descubrir, en primer lugar, que el hombre no es
un ser social, sino que se hace social en virtud de procesos que la sociedad pone
en funcionamiento con ese fin; y en segundo lugar, que la sociedad, si bien se nos
presenta como una realidad dada (preexiste al individuo y lo sobrevive), debe su
existencia a la continua interacción entre los miembros que la constituyen, en el
marco de una determinada cultura que, a su vez, es creada, mantenida y recreada
por esa interacción.
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1. Elementos constitutivos de la vida social: individuo, cultura y sociedad
Antes de abordar el tema central de este capítulo, haremos una breve revisión de
algunos conceptos de la sociología relacionados con los elementos constitutivos
de la vida social y la forma en que ellos se vinculan entre sí: el individuo, la
sociedad y la cultura. Los tres forman parte de una única realidad, la realidad
social, que solamente se puede descomponer con fines analíticos. Hay que tener
en cuenta que todas las ciencias del hombre trabajan con estos elementos; lo que
difiere es la perspectiva desde la cual lo hacen.
Las modernas ciencias del hombre han demostrado que el ser humano es, entre
los seres vivos, el que nace más indefenso y el más inmaduro desde el punto de
vista biológico. Los sociólogos asignan a esta peculiaridad de la naturaleza
biológica del hombre una gran importancia, ya que determina la dependencia de
éste respecto de otros hombres para su desarrollo como persona humana. Si a un
bebé se lo aísla físicamente, no tiene ninguna posibilidad de subsistir; si se
satisfacen sus necesidades físicas y fisiológicas, pero se lo priva de afecto y de
contacto con otros individuos de su especie, no puede desarrollarse como un ser
normal. De esta manera, la convivencia con otros seres humanos se convierte en
un imperativo, no sólo para el desarrollo de sus estructuras biológicas y sus
facultades mentales, sino también para el de su personalidad psicológica y social.
La convivencia humana, la ‘situación social’ en la que un individuo es ‘arrojado’
al nacer, es para él lo que el agua es para el pez. A esa situación social el hombre
la encuentra ya hecha, no tiene posibilidad de elegirla, y por algún tiempo,
tampoco puede modificarla, al menos voluntaria y activamente, aunque sí puede
hacerlo ‘pasivamente’ y de hecho lo hace, pues el mero hecho de que un nuevo
miembro se incorpore a la situación, trae aparejados inevitablemente algunos
cambios. Cuando él se convierta en un ‘actor social’, para lo cual deberá aprender
las pautas culturales propias de su sociedad, su papel será diferente.
2. Socialización y educación
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No es necesario acudir a estos casos extremos para advertir la importancia que
tiene la convivencia para el desarrollo humano. Cada uno de nosotros ha tenido
oportunidad de leer, por lo general en la crónica policial, acerca de niños que han
sufrido algún tipo de privación. Dicha crónica da cuenta, con frecuencia, de la
forma en que esa privación afecta el comportamiento del individuo en cuestión.
Por otra parte, todos podemos observar a diario las diferencias en las conductas
de niños provenientes de ambientes sociales distintos, es más, a partir de esas
conductas podemos predecir, con cierto grado de certidumbre, a qué estrato
social pertenecen. Estas experiencias cotidianas pueden servir para hacernos
tomar conciencia de la forma en que la convivencia humana afecta el modo en
que el individuo se comporta, sus actitudes frente a diferentes circunstancias y
hechos, su manera de ver las cosas, su lenguaje, sus preferencias, su modo de
vestir, etc., etc. Al nacer somos ‘arrojados’, como les gusta decir a algunos
filósofos, en un medio social determinado. Este medio no es indiferente para
nadie porque, de alguna manera, lo ‘marca’ a uno de manera inconfundible para
toda su vida, y lo que es más importante aún, condiciona nuestras posibilidades
objetivas de acceder a todo tipo de bienes sociales (educación, trabajo, ingresos,
poder, prestigio, etc.) y disponer de mejores oportunidades en la sociedad.
Con estas referencias sólo pretendemos destacar algo que todos experimentamos
a diario sin reflexionar en ello: la importancia que tiene la sociedad para cada uno
de nosotros. El ser humano es el resultado de una doble trasmisión, la biológica,
que forma parte de la herencia genética, y la social, que se da gracias a la
convivencia. Es precisamente mediante el proceso de socialización que
adquirimos la herencia social, es decir, aprendemos la cultura y al mismo tiempo
vamos madurando socialmente, lo cual nos permite reducir nuestra dependencia
inicial, incorporar los valores y las metas de la sociedad y llegar a comportarnos
como la sociedad espera que lo hagamos. La sociedad, por su parte, se asegura
con esto su propia supervivencia.
Hemos dicho antes que Agulla, al menos en la obra citada1 , adopta una
perspectiva puramente funcionalista. Desde allí define a la educación como un
proceso especial de formación de la ‘persona social’, dado por la comunicación de
contenidos culturales, de un educador a un educando (relación educativa), con
vistas al logro de un objetivo o un fin determinado. El resultado de este proceso
es la transformación de la ‘persona social’ en una dirección determinada, la que
fijan los fines definidos por el sistema educativo, o los que se propone la agencia
educativa de que se trate (familia, escuela, iglesia). En consecuencia, según esta
definición, para que exista un proceso educativo (y no un mero proceso de
socialización) deben darse determinadas condiciones.
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por lo que sabe, sino también por la función que la sociedad le asigna, es
decir, porque ejerce un mandato institucional.
Es un proceso institucional, donde se da, como hemos dicho, una función
manifiesta de enseñar y aprender. Es decir, a un actor concreto que ocupa la
posición de maestro la institución le asigna la función de comunicar
contenidos culturales (enseñar), y a otro, que ocupa la posición de alumno, le
asigna la función de adquirir esos contenidos (aprender). La comunicación y
el aprendizaje de esos contenidos es consciente, intencional, y está orientada
al logro de un conjunto definido de objetivos.
Según Agulla, estas serían las características que permiten identificar a la
educación como fenómeno y como proceso social. Por lo tanto, siempre que se
dan estas condiciones podemos hablar de una relación educativa (desde la
perspectiva sociológica). Esa relación adquiere diferentes formas según el
momento histórico (no era lo mismo en la Edad Media que en la Edad Moderna),
según la sociedad de que se trate (la educación en Argentina es diferente que en
China), según la clase social (la educación de las clases altas no es la misma que la
de las clases bajas) y según el espacio geográfico en que se da (no es igual en las
zonas rurales que en las urbanas). Para Agulla estas serían las variables
diferenciales del proceso educativo, es decir, los factores que condicionan la
relación educativa, y por lo tanto, el desarrollo del proceso. El Cuadro nº 1
resume lo que acabamos de afirmar.
Cuadro nº 1: Características diferenciales de los procesos de socialización y de educación
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Al definir a la educación de esta manera, Agulla, dentro de la misma
orientación que Durkheim, se aparta de éste en varios sentidos. En primer lugar,
distingue la educación de la socialización; una es un proceso especial, la otra un
proceso general, no intencional, latente. Segundo, la sociedad como tal no cumple
funciones educativas; como la educación es un proceso intencional y voluntario,
solamente educan personas concretas a quienes se ha asignado ese papel en
determinadas instituciones: los maestros, los padres, los sacerdotes, etc. Tercero,
la educación no es la acción ejercida por una generación sobre otra, como sostenía
Durkheim. Para Agulla, el concepto de generación no es apropiado en este caso
porque se trata de una categoría histórica y no sociológica, y además, porque una
generación no cumple su función social de forma manifiesta sino latente.
Nos parece pertinente exponer aquí la distinción que hace Mannheim (1966)
entre educación, instrucción y enseñanza. Desde su punto de vista, la confusión
entre estos términos es frecuente y da lugar a confusiones en la discusión. Para
Mannheim, la instrucción representa únicamente la transmisión de información;
aquí el énfasis se pone sobre la materia o la cuestión que presenta el instructor, y
se parte del supuesto de que éste domina el contenido de lo que se propone
transmitir. El concepto de instrucción nada dice acerca de la relación entre el que
transmite y el que recibe, ni sobre lo que éste hace con el contenido que recibe. La
enseñanza, por su parte, hace hincapié en la relación entre dos personas: el
maestro y el alumno. Implica que el maestro se interesa por el proceso de
aprendizaje de sus alumnos y la necesidad de que éstos aprendan, que traten de
seguir lo que se les enseña, de forma que el maestro pueda estar seguro de que el
contenido ha sido efectivamente entendido y aprendido. “Es de esperar que la
importancia en este intercambio recaiga, ahora, sobre el maestro, lo que tiene que
decir y cómo lo dice, y también sobre el alumno, su desarrollo en comprender y
su iniciativa mental para captar y transformar cuanto se le presenta”. La
educación alude a un proceso en el cual “una personalidad actúa sobre la otra
con el fin de modificar el desarrollo de esta última. Es decir que el proceso no es
solamente consciente, sino deliberado, para el educador que tiene la intención
claramente advertida, de dar forma y modificar el desarrollo del alumno”. Como
podemos apreciar, la educación comprende una relación entre dos
personalidades y un espectro de influencias más amplio, que van más allá de la
mera instrucción o de la pura enseñanza. La sociología se ocupa estrictamente del
análisis y la explicación del proceso educativo, no de la instrucción o de la
enseñanza; esto le compete a otras disciplinas.
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3. Diferentes perspectivas sobre el proceso de socialización
“la educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre las que no están aún maduras para la
vida social. Tiene por objeto suscitar y desarrollar en el niño determinado número de estados físicos,
intelectuales y morales que reclaman de él, por un lado, la sociedad política en su conjunto, y por el otro, el
medio especial al que está particularmente destinado [...] De la definición que precede resulta que la
educación consiste en una socialización metódica de la joven generación. En cada uno de nosotros, puede
decirse, existen dos seres que, aunque sean inseparables salvo por abstracción, no dejan de ser distintos.
Uno está hecho de todos los estados mentales que sólo se refieren a nosotros mismos y a los acontecimientos
de nuestra vida personal: es el ser individual. El otro es un sistema de ideas, de sentimientos y de hábitos
que expresan en nosotros, no nuestra personalidad, sino el grupo o los grupos diferentes de que formamos
parte; tales son las creencias religiosas, las creencias y las prácticas morales, las tradiciones nacionales o
profesionales, las opiniones colectivas de toda clase. Su conjunto forma el ser social. Construir ese ser en
cada uno de nosotros, tal es el fin de la educación. [...] ...dicho ser social no sólo no ha sido totalmente hecho
en la constitución primitiva del hombre; tampoco ha resultado de un desarrollo espontáneo.
Espontáneamente, el hombre no estaba inclinado a someterse a una autoridad política, a respetar una
disciplina moral, a consagrarse a algo y a sacrificarse. [...] Es la propia sociedad que, a medida que se fue
formando y consolidando, fue sacando de su propio seno esas grandes fuerzas morales ante las cuales el
hombre sintió su inferioridad. [...] La sociedad se encuentra pues, en cada nueva generación, en presencia de
una tabla casi rasa sobre la cual debe construir con nuevos esfuerzos. Es necesario que, por las vías más
rápidas, agregue, al ser egoísta y asocial que acaba de nacer, otro capaz de llevar una vida moral y social.
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Tal es la obra de la educación, y percibimos toda su grandeza. [...] En el hombre -al contrario de los
animales- las aptitudes de toda clase que supone la vida social son demasiado complejas para poder
encarnarse, de algún modo, en nuestros tejidos y materializarse bajo la forma de predisposiciones orgánicas.
De ahí que no puedan trasmitirse de una generación a otra por vía de la herencia. La trasmisión se hace por
la educación. [...] En tanto que mostramos la sociedad moldeando, de acuerdo a sus necesidades, a los
individuos, podría parecer que éstos sufrirán, en consecuencia, una insoportable tiranía. Pero, en
realidad, ellos mismos están interesados en esa sumisión; porque el nuevo ser que la acción colectiva,
por medio de la educación, edifica así en cada uno de nosotros, representa aquello que hay de mejor en
nosotros, lo que hay en nosotros de propiamente humano. El hombre, en efecto, no es un hombre sino
porque vive en sociedad”.
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El desarrollo de la persona se produce en etapas. La primera es la etapa de la
imitación. Aquí el niño copia, imita lo que hacen los adultos. Por ejemplo, la niña
juega con las cacerolas que su madre utiliza para cocinar; el niño lo hace con las
herramientas mientras su padre repara el auto, etc. Aún no tiene una concepción
real de sí mismo como ser independiente y separado del otro. La segunda etapa
es la del juego: el niño actúa creativamente adoptando los roles de los otros. Él
pretende que es el papá, el médico o el cartero; dicho de otra forma, juega los
roles de cualquiera de estos personajes, pero es conciente de que él es alguien
diferente de su padre, el médico o el cartero. Aquí comienza a verse a sí mismo
como un objeto social. Es en esta etapa que se inicia el desarrollo del Mi; pero
todavía no ve este juego de roles como una necesidad social, simplemente se
limita a jugar los roles de la vida social. La tercera etapa, que Mead denomina
etapa del deporte, corresponde al verdadero desarrollo del Mí. El niño asume
(más que juega) el rol del otro en una situación social, teniendo real conciencia de
la importancia de él para el grupo y de la del grupo para él. La analogía con el
deporte hace alusión a una conducta compleja que requiere la participación en un
juego organizado, sujeto a reglas, donde el jugador debe ajustar
permanentemente su conducta a las necesidades del equipo y a las situaciones
específicas que surgen en el juego. Sobre todo, debe respetar ese conjunto
impersonal de demandas y expectativas que constituyen las reglas del juego. En
este momento se puede afirmar que el niño está respondiendo a las demandas
del otro generalizado, es decir, de la comunidad organizada, en definitiva, de la
sociedad. De esta manera la sociedad ejerce control sobre la conducta de sus
miembros, un control que es necesario para la supervivencia de la misma
sociedad; ésta se crea por la colaboración de todos, pero no está fundada
apriorísticamente sobre una solidaridad general, existente de hecho, como
pensaba Durkheim. Como en el deporte, las reglas de la vida social deben ser
conocidas, compartidas y respetadas por todos, de lo contrario el juego no
funciona.
“Ya que la sociedad existe como realidad tanto objetiva como subjetiva, cualquier comprensión teórica
adecuada de ella debe abarcar ambos aspectos. Como ya sostuvimos anteriormente, estos aspectos reciben
su justo reconocimiento si la sociedad se entiende en términos de un continuo proceso dialéctico compuesto
de tres momentos: externalización, objetivación e internalización. En lo que se refiere a los fenómenos de la
sociedad, estos momentos no deben concebirse como si ocurrieran en una secuencia temporal: más bien los
tres caracterizan simultáneamente a la sociedad y a cada sector de ella, de manera que cualquier análisis
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que se ocupe sólo de uno o de dos de ellos no llena su finalidad. Lo mismo puede afirmarse del miembro
individual de la sociedad, que externaliza simultáneamente su propio ser y el mundo social y lo internaliza
como realidad objetiva”.
Para Berger y Luckmann es claro que el hombre no nace social, lo que posee es
una predisposición hacia la socialidad, gracias a la cual puede convertirse en
miembro de sociedad. Existe en la vida de todo individuo una secuencia
temporal en el curso de la cual cada uno de nosotros es inducido a participar en la
dialéctica de la sociedad.
“El punto de partida de este proceso lo constituye la internalización: la aprehensión o interpretación
inmediata de un acontecimiento objetivo en cuanto expresa significado, o sea, en cuanto es una
manifestación de los procesos subjetivos de otro que, en consecuencia, se vuelven significativos para mí [...]
Más exactamente, la internalización, en este sentido general, constituye la base, primero, para la
comprensión de los propios semejantes y, segundo, para la aprehensión del mundo en cuanto realidad
significativa y social. [...] Esta aprehensión no resulta de las creaciones autónomas de significado por
individuos aislados, sino que comienza cuando el individuo ‘asume’ el mundo en que ya viven otros. Por
cierto que el ‘asumir’ es de por sí, en cierto sentido, un proceso original para todo organismo humano, y el
mundo, una vez ‘asumido’, puede ser creativamente modificado o (menos probablemente) re-creado. Sea
como fuere, en la forma compleja de la internalización, yo no sólo ‘comprendo’ los procesos subjetivos
momentáneos del otro: ‘comprendo’ el mundo en que él vive, y ese mundo se vuelve mío”.
Una vez que el individuo ha llegado a este grado de internalización recién puede
considerárselo miembro de una sociedad. A este proceso ontogenético Berger y
Luckmann lo llaman socialización y lo definen como la inducción amplia y
coherente de un individuo en el mundo objetivo de una sociedad o en un sector de él. Este
proceso de ‘inducción’ comienza con el nacimiento y dura toda la vida; se
distinguen en él dos etapas claramente diferenciables, la socialización primaria y
la socialización secundaria.
a) Socialización primaria
Por las condiciones en que se produce, esta etapa de la socialización del
individuo es fundamental. El niño al nacer se encuentra con una estructura social
próxima, generalmente su familia. Pero, además, se encuentra con un mundo
social objetivo, es decir, una estructura social más amplia a la cual debe
incorporarse. La socialización primaria se desarrolla en la estructura social
próxima y tiene las siguientes características:
Relevancia del lenguaje. Por medio del lenguaje el niño internaliza las
definiciones de la realidad que se han institucionalizado. Además aprende
los rudimentos del aparato legitimador, es decir, el por qué las cosas son lo
que son y por qué hay que comportarse de una manera y no de otra.
Definición social y condicionamiento biológico de las secuencias del
aprendizaje. Cada sociedad define qué debe aprender un niño a una edad
determinada. Define también qué aprendizajes son apropiados para los niños
y cuáles para las niñas; qué cosas aprende un niño de clase alta y cuáles uno
de clase baja, etc. Pero, además, la definición social de esas secuencias está
condicionada biológicamente. Para ciertos aprendizajes cuenta la madurez
neuromotora y psicológica del individuo. Por ejemplo, no se puede exigir a
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un niño de un año que se comporte en la mesa como uno de cuatro, ni que
use los cubiertos, porque sencillamente no puede hacerlo.
Formación dentro de la conciencia del ‘otro generalizado’. Al comienzo el
niño asocia los roles y las actitudes a la persona del ‘otro significante’. A
medida que crece, los va abstrayendo progresivamente hasta convertirlos en
roles y actitudes en general. Berger y Luckmann ilustran esto con un ejemplo:
en la internalización de normas existe una progresión que va desde “mamá
está enojada conmigo ahora porque derramé la sopa”, hasta “mamá se enoja
conmigo cada vez que derramo la sopa”. A medida que ‘otros significantes’
adicionales (padre, abuela, hermana mayor, etc.) apoyan la actitud negativa
de la madre con respecto a derramar la sopa, la generalidad de la norma se
extiende subjetivamente. El paso decisivo viene cuando el niño reconoce que
todos se oponen a que derrame la sopa y la norma se generaliza como “Uno
no debe derramar la sopa”, en la que ‘uno’ es él mismo como parte de la
generalidad que incluye, en principio, todo aquello de la sociedad que resulta
significativo para el niño. Esta abstracción de los roles y actitudes de otros
significantes concretos se denomina ‘otro generalizado’. Su formación en la
conciencia significa que ahora el individuo se identifica no sólo con otros
concretos, sino con una generalidad de otros, o sea, con una sociedad.
Solamente en virtud de esta identificación generalizada logra estabilidad y
continuidad su propia autoidentificación. La socialización primaria concluye
cuando el individuo ha logrado la formación, dentro de su conciencia, del
‘otro generalizado’. A esta altura ya es miembro efectivo de la sociedad y
está en posesión subjetiva de un Yo y un mundo. Al mismo tiempo que se
produce el establecimiento subjetivo de una realidad coherente y continua (la
sociedad), se cristaliza, en el mismo proceso de internalización, la identidad
de la persona. Esta cristalización se corresponde con la internalización del
lenguaje. Éste constituye el contenido más importante y el instrumento por
excelencia de la socialización.
b) La socialización secundaria
El individuo puede iniciar esta etapa cuando ha formado en su conciencia el
concepto de ‘otro generalizado’. Ninguna sociedad, y menos aún las sociedades
modernas con gran división del trabajo y distribución del conocimiento, puede
prescindir de la socialización secundaria. Este tipo de socialización
correspondería a lo que vimos como proceso de educación en Agulla. Berger y
Luckmann la definen como la internalización de submundos institucionales o basados
sobre instituciones. El alcance y las características de este proceso dependen de la
complejidad de la división del trabajo y la distribución concomitante del
conocimiento especializado.
“Podemos decir que la socialización secundaria es la adquisición del conocimiento específico de roles,
estando éstos directa o indirectamente arraigados en la división del trabajo. [...] La socialización
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secundaria requiere la adquisición de vocabularios específicos de roles, lo que significa, por lo pronto,
la internalización de campos semánticos que estructuran interpretaciones y comportamientos de rutina
dentro de un área institucional. Al mismo tiempo también se adquieren comprensiones tácitas,
evaluaciones y coloraciones afectivas de estos campos semánticos. Los submundos internalizados en la
socialización secundaria son generalmente realidades parciales que contrastan con el mundo de base
adquirido en la socialización primaria. Sin embargo, también ellos constituyen realidades más o menos
coherentes, caracterizadas por componentes normativos y afectivos a la vez que congnoscitivos”7 .
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