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La dialéctica materialista es una dialéctica revolucionaria. Se trata de la cuestión fe la
teoría y la práctica. La naturaleza práctica de la teoría tiene que desarrollarse a partir
de ella misma y de su relación con su objeto. Marx enuncia las condiciones de la
posibilidad de la mentada relación ente la teoría y la práctica: “entonces se verá que el
mundo posee desde hace mucho tiempo el sueño de una cosa, de la que le basta con
tener conciencia para poseerla realmente”. Esta relación de la conciencia con la
realidad es lo que realmente posibilita una unidad de la teoría con la práctica.
- Solo si el paso a conciencia significa el paso decisivo que el proceso histórico tiene
que dar hacia su propio objetivo, compuesto de voluntades humanas pero no
dependiente del humano arbitrio
- Solo si la función histórica de la teoría consiste en posibilitar prácticamente ese paso
- Solo si está dada una situación histórica en la cual el correcto conocimiento de la
sociedad resulta ser para una clase condición inmediata de su autoafirmación en la
lucha
- Solo si para esa clase su autoconocimiento es al mismo tiempo n conocimiento recto
de la entera sociedad
- Y solo si, consiguientemente, esa clase es al mismo tiempo, para ese conocimiento,
sujeto y objeto del conocer y la teoría interviene de este modo inmediata y
adecuadamente en el proceso de subversión de la sociedad
→ Solo entonces es posible la unidad de la teoría y la práctica, el presupuesto
de la función revolucionaria de la teoría.
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Es obvio que todo conocimiento de la realidad parte de los hechos.
El limitado empirismo niega, por supuesto, que los hechos llegan a ser tales solo a
través de una elaboración metódica, diversa según el objetivo del conocimiento.
Apelan entonces al método d las ciencias naturales, al modo en que estas consiguen
explicar y comunicar hechos puros por medio de la observación, abstracción,
experimento. Y entonces contraponen ese ideal cognoscitivo a las violentas
construcciones del método dialéctico.
Lo que a primera vista más atrae de un método así (el de las cs naturales) es que el
mismo desarrollo del capitalismo tiende a producir una estructura social muy afín a
esos modos de consideración. Pero aquí y precisamente por eso necesitamos el
método dialéctico para no sucumbir a la apariencia social así producida, y para
conseguir ver la esencia detrás de esa apariencia. Pues los hechos puros de las cs de la
naturaleza surgen porque un fenómeno de la vida se sitúa real o mentalmente en un
ambiente en el cual sus legalidades pueden estudiarse sin ninguna intervención
perturbadora debido a otros fenómenos. Esta situación se refuerza aún por el hecho de
que los fenómenos se reducen a su ser puramente cuantitativo, expresable con
números y relaciones numéricas. Los oportunistas pasan siempre por alto, a este
respecto, que corresponde a la esencia del capitalismo el producir los fenómenos de
ese modo. Marx describe ese proceso de abstracción de la vida: se trata de una
peculiaridad histórica de la sociedad capitalista. El desarrollo capitalista transforma los
fenómenos de la sociedad y junto con ellos su apercepción. Así nacen hechos aislados,
complejos fácticos aislados, campos parciales con leyes propias que ya en sus formas
inmediatas de manifestación parecen previamente elaboradas para una investigación
científica de esa naturaleza. La dialéctica, que frente a esos hechos y esos sistemas
parciales y aislados subraya la concreta unidad del todo, y descubre que esa apariencia
es precisamente una apariencia (aunque necesariamente producida por el capitalismo),
parece una mera construcción. La falta de cientificidad de ese método aparentemente
tan científico consiste, pues, en que ignora y descuida el carácter histórico de los
hechos que le subyacen.
La ciencia parece captar en su “pureza” el carácter histórico de los “hechos”. Esos
hechos, como producto del desarrollo histórico, se encuentran en constante
transformación, y, precisamente en la estructura de su objetividad, son producto de
una determinada época histórica: productos del capitalismo. La “ciencia” que reconoce
como fundamento de la factualidad científicamente relevante el modo como esos
hechos se dan inmediatamente, y su forma de objetividad como punto de partida de la
conceptuación científica, se sitúa simple y dogmáticamente en el terreno de la
sociedad capitalista, y acepta la esencia, la estructura objetiva y las leyes de esta, de
un modo acrítico, como fundamento inmutable de la “ciencia”.
Para poder avanzar desde esas “cosas” hasta las cosas en el sentido verdadero de la
palabra, hay que penetrar con la mirada su condicionamiento histórico como tal, hay
que abandonar el punto de vista para el cual están inmediatamente dadas: los mismos
hechos en cuestión tienen que someterse a un tratamiento histórico-dialéctico. Para
captar adecuadamente las cosas, hay que empezar por captar clara y precisamente
esa diferencia entre su existencia real y su estructura nuclear interna. Esa diferencia es
el primer presupuesto de una consideración realmente científica.
Lo que importa es, por una parte, desprender los fenómenos de la forma inmediata en
que se dan, hallar las mediaciones por las cuales pueden referirse a su núcleo; y, por
otra parte, conseguir comprensión de su carácter fenoménico, de su apariencia como
forma necesaria de manifestarse. Esta doble determinación, ese reconocimiento y esa
superación simultáneos del ser inmediato, es precisamente la relación dialéctica.
El conocimiento de los hechos no es posible como conocimiento de la realidad más que
en ese contexto que articula los hechos individuales de la vida social en una totalidad
como momentos del desarrollo social.
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Esta consideración dialéctica de la totalidad, que tanto se aleja, aparentemente de la
realidad inmediata, en la que la realidad parece tan “acientíficamente” construida, es
verdaderamente el único método que permite reproducir y captar intelectualmente la
realidad. La totalidad concreta es, pues, la categoría propiamente dicha de la realidad.
El método de las cs de la naturaleza, ideal metódico de toda ciencia de la reflexión y de
todo revisionismo, no conoce en su material contradicciones ni antagonismos. Pues
cuando, a pesar de todo, se produce alguna contradicción entre las diversas teorías,
ello se interpreta como signo de que el estadio del conocimiento conseguido hasta el
momento no es satisfactorio. Las teorías que parecen contradecirse tienen que
encontrar sus límites justamente en esas contradicciones, y por tanto, tienen que
modificarse, subsumirse bajo teorías más generales en las que desaparezcan
definitivamente esas contradicciones. En cambio, esas contradicciones no son, para la
realidad social, signo de que la captación de la realidad es insuficientemente científica,
sino que pertenecen más bien inseparablemente a la esencia de la realidad misma, a la
esencia de la sociedad capitalista. Se conciben como contradicciones necesarias, como
fundamento antagónico de ese orden de producción.
La misma pugna entre el método dialéctico y el método “crítico” o materialista vulgar
es un problema social. El ideal cognoscitivo de las ciencias de la naturaleza resulta ser,
aplicado al desarrollo social, un arma ideológica de la burguesía. Es vital para la
burguesía entender su orden productivo como si estuviera configurado por categorías
de atemporal validez, y determinado para durar eternamente por obra de leyes
eternas de la naturaleza y de la razón; y, por otra parte, estimar las inevitables
contradicciones no como propias de la esencia de ese orden de la producción, sino
como meros fenómenos superficiales.
Con la recusación o la debilitación del método dialéctico, se pierde la cognoscibilidad de
la historia: no se trata de afirmar la imposibilidad de describir más o menos
precisamente y sin ayuda del método dialéctico personalidades, épocas, de la historia.
Lo que ocurre es que es imposible la captación de la historia como proceso
unitario. La contraposición entre la descripción de una parte de la historia y la
descripción de la historia como proceso unitario, es una contraposición metódica, una
contraposición de puntos de vista.
Es perfectamente posible conocer y describir muy correctamente en lo esencial un
acaecimiento histórico sin ser por ello capaz de entenderse ese acontecimiento como lo
que realmente es, según su función en el todo histórico al que pertenece, o sea, sin
conceptuarlo en la unidad del proceso histórico. Aquí se evidencia la significación
decisiva de la consideración dialéctica de la totalidad.
La categoría de totalidad no supera en modo alguno sus momentos en una unidad
indiferenciada, en una identidad. La forma apariencial de su independencia, de su
legalidad propia, poseída por esos momentos en el orden de producción capitalista, se
revela como mera apariencia solo en la medida en que ellos mismos entran en una
relación dinámico-dialéctica, y se entienden como momentos dialéctico-dinámicos de
un todo igualmente dialéctico-dinámico.
La interacción de que aquí se trata tiene que rebasar la influencia recíproca entre
objetos por lo demás inmutables. Y la rebasa precisamente en su referencial todo: la
relación al todo se convierte en la determinación que determina la forma de
objetividad de todo objeto del conocimiento; toda alteración esencial y
relevante para el conocimiento se expresa como transformación de la relación
al todo, y, por tanto, como transformación de la forma misma de la
objetividad.
Esa constante transformación de las formas de objetividad de todos los fenómenos
sociales en su ininterrumpida interacción dialéctica, el origen de la cognoscibilidad de
un objeto partiendo de su función en la totalidad determinada en la que funciona, es lo
que hace a la consideración dialéctica de la totalidad (y a ella sola) capaz de concebir
la realidad como acaecer social. Solo en este momento las formas fetichistas de
objetividad que produce necesariamente el modo de producción capitalista se
disuelven en una apariencia de reconocida necesidad, pero apariencia al fin.
Solo el desgarramiento de ese velo posibilita el conocimiento histórico. Pues las
determinaciones reflexivas de las formas fetichistas de objetividad tienen precisamente
la función de presentar los fenómenos de la sociedad capitalista como esencialidades
suprahistóricas. El conocimiento de la objetividad real de un fenómeno, el
conocimiento de su carácter histórico y el de su función real en el todo histórico
constituyen así un acto indiviso de conocimiento.
La función encubridora de la realidad que tiene la apariencia fetichista y que rodea
todos los fenómenos de la sociedad capitalista no se limita a ocultar el carácter
histórico, transitorio, pasajero de esa sociedad: esa ocultación es posible solo porque
todas las formas de objetividad en las que necesariamente se presenta de modo
inmediato el mundo circundante al hombre de la sociedad capitalista, ante todo las
categorías económicas, ocultan también su esencia en cuanto formas de objetividad,
categorías d las relaciones entre los hombres, y aparecen en cambio como cosas y
relaciones entre cosas. Por eso, el método dialéctico, al mismo tiempo que desgarra el
velo de eternidad de las categorías, tiene que disolver también su solidez cósica, con
objeto de despejar el camino al conocimiento de la realidad.
La relación dialéctica de las partes al todo es más que una mera determinación
metódica. Por el hecho de que en cada categoría económica se manifiesta, se lleva a
conciencia y a concepto una determinada relación ente los hombres en un determinado
estadio de su desarrollo social, puede entenderse el desarrollo de la sociedad humana
misma según leyes internas, como producto de los hombres mismos y como producto
de fuerzas que, aunque nacidas de sus relaciones, se han sustraído a su control. Las
categorías económicas se hacen así dialéctico-dinámicas en 2 sentidos:
1) se encuentran en viva interacción entre ellas en cuanto categorías “puramente”
económicas y posmilitan el conocimiento d cualquier corte diacrónico a través
de la evolución social
2) y como han nacido de las relaciones humanas y funcionan en el proceso de
transformación de las relaciones humanas, la marcha misma del proceso de
hace visible en su interrelación con el sustrato real de la eficacia de esas
categorías.
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“No es la conciencia de los hombres la que determina su ser, sino que, a la
inversa, su ser social determina su conciencia”. Solo en este punto, cuando el
núcleo del ser se ha revelado como acaecer social, puede aparecer el ser como
producto de la actividad humana, y esa actividad misma, a su vez, como elemento
decisivo de la transformación del ser. Las puras formas naturales, o las formas sociales
mistificadas como si fueran relaciones naturales, se contraponen al hombre como
datos fijos, ya terminados, esencialmente inmutables, cuyas leyes él puede a lo sumo
aprovechar, pero sin conseguir nunca transformarlas. Por otra parte, esa concepción
excluye la posibilidad de práctica dentro de la conciencia individual.
La exigencia de Marx de entender la “sensibilidad”, el objeto, la realidad, como
actividad sensible humana significa una toma de conciencia del hombre acerca de sí
mismo como ser social, acerca del hombre como sujeto y simultáneamente objeto del
acaecer histórico-social. En el mundo de la igualdad formal de todos los hombres
(capitalismo) desaparecen aceleradamente las relaciones económicas que han reglado
inmediatamente el intercambio entre el hombre y la naturaleza. El hombre se hace ser
social en el más pleno sentido de la palabra. Y la sociedad llega a ser la realidad para
el hombre.
De este modo el conocimiento de la sociedad como realidad no es posible más que
sobre la base del capitalismo, de la sociedad burguesa. Pero la clase que se presenta
como portadora de esa transformación, la burguesía, consuma esa función de un modo
todavía inconsciente; las fuerzas sociales que ella misma ha desencadenado, las
fuerzas que, por su parte, la han llevado a ella misma al poder, se le contraponen
como una segunda naturaleza. Solo con la aparición del proletariado se consuma el
conocimiento de la realidad social, al descubrir el punto de vista de clase del
proletariado, punto a partir del cual se hace visible el todo de la sociedad.
Precisamente porque para el proletariado es una cuestión vital, una cuestión de vida o
muerte, conseguir completa claridad acerca de su situación de clase; precisamente
porque sus acciones tienen como presupuesto inevitable ese conocimiento;
precisamente por eso han nacido con el materialismo histórico la doctrina de “las
condiciones de la liberación del proletariado” y la doctrina de la realidad del proceso
total del desarrollo social. La unidad de teoría y práctica no es, pues, sino la otra
cara de la situación histórico-social del proletariado, el hecho de que desde su
punto de vista coinciden autoconocimiento y el conocimiento de la totalidad,
el hecho de que el proletariado es a la vez sujeto y objeto de su propio
conocimiento.
El proletariado no pude liberarse sin suprimir sus condiciones de vida. Y no puede
suprimir sus condiciones de vida sin suprimir al mismo tiempo todas las inhumanas
condiciones de vida de la sociedad actual, las cuales se concentran en su situación. Por
eso toda la esencia metódica del materialismo histórico no puede separarse de la
“actividad práctico-crítica” del proletariado, ambos son momentos del mismo proceso
de desarrollo de la sociedad. Y por eso tampoco el conocimiento de la realidad
facilitado por el método dialéctico puede separarse del punto de vista de clase del
proletariado. El método marxista, la dialéctica materialista como conocimiento
de la realidad, no se consigue más que desde el punto de vista de clase, desde
el punto de vista de lucha del proletariado.
Se trata de la génesis del materialismo histórico a partir del principio vital inmediato,
natural, del proletariado, el hecho de que el conocimiento totalizador de la realidad
resulta del punto de vista de clase del proletariado.
El proletariado es, sin duda, el sujeto conocedor de ese conocimiento de la realidad
total social. No se trata solo de que la clase misma, partiendo de sus acciones
espontáneas, inmediatas, de defensa inmediata desesperada, se haya constituido en
clase muy poco a poco, en constante lucha social. Sino que también la conciencia de la
realidad social, de la propia situación de clase, y la dimanante misión histórica, junto
con el método de la concepción materialista de la historia, son productos del mismo
proceso de desarrollo que el materialismo histórico reconoce adecuadamente y según
su realidad por primera vez en la historia.
La posibilidad del método marxista es un producto de la lucha de clases. El punto de
vista metódico de la totalidad, lo que hemos aprendido como presupuesto del
conocimiento de la realidad, es un producto de la historia en 2 sentidos:
1) ha sido producido por el desarrollo económico que ha producido también al
proletariado, por el nacimiento del proletariado mismo, por la transformación
así consumada, del sujeto y el objeto del conocimiento de la realidad social, que
es la posibilidad objetiva formal del materialismo histórico en cuanto a
conocimiento
2) esa posibilidad formal se ha convertido en una posibilidad real solo en el curso
del desarrollo del proletariado mismo. Pues la posibilidad de entender el sentido
del proceso histórico como algo inmanente, interno al proceso mismo,
presupone una conciencia altamente desarrollada del proletariado acerca de su
situación, un proletariado ya relativamente muy formado, y, por lo tanto, una
larga evolución previa.
El objetivo final es más bien la relación al todo (al todo de la sociedad considerada
como proceso) por la cual cobra sentido revolucionario cada momento de la lucha.
Jamás ha habido, ni la habrá, porque no puede darse, una situación en la cual los
“hechos” hablen inequívocamente a favor o en contra de una determinada orientación
de los actos. Y cuanto más a conciencia se estudien los hechos (en ese aislamiento, o
sea, en sus conexiones de la mera reflexión), tanto menos podrán indicar
inequívocamente una dirección determinada. Se entiende sin más que una resolución
puramente subjetiva tiene que pulverizarse al chocar con la robustez de las cosas que
actúan sin ser comprendidas, con automática legalidad. De este modo la consideración
de la realidad propia del método dialéctico resulta ser la única capaz de mostrar una
orientación para las acciones, precisamente en el problema práctico. El
autoconocimiento subjetivo y objetivo del proletariado en un determinado estadio de
su evolución es al mismo tiempo conocimiento del estadio alcanzado en la evolución
social.
Pero la evolución social agudiza constantemente la tensión entre el momento parcial y
el todo. El camino de la conciencia en el proceso histórico no se hace más equilibrado,
sino, por el contrario, cada vez más difícil y más cargado de responsabilidad. Por eso,
la función del marxismo ortodoxo, su superación del revisionismo y del utopismo, no
es una resolución de tendencias falsas que pueda conseguirse de una vez, sino una
lucha siempre renovada contra el confusionario efecto de formas burguesas de
comprensión en el pensamiento del proletariado. Esa ortodoxia no es una guardiana de
tradiciones, sino proclamación, siempre vigilante, de la relación del instante presente y
de sus tareas con la totalidad del proceso histórico.
I
Lo que diferencia decisivamente al marxismo de la ciencia burguesa no es la tesis de
un predominio de los motivos económicos en la explicación de la historia, sino el punto
de vista de la totalidad. La categoría de totalidad, el dominio omnilateral y
determinante del todo sobre las partes, es la esencia del método que Marx tomó de
Hegel y transformó de manera original para hacer de él el fundamento de una nueva
ciencia. Y el elemento básicamente revolucionario de la ciencia proletaria no consiste
solo en contraponer a la sociedad burguesa contenidos revolucionarios, sino también y
ante todo en la esencia revolucionaria del método mismo. El dominio de la categoría de
totalidad es l portador del principio revolucionario en la ciencia.
Solo en el pensamiento de Marx se convierte la dialéctica hegeliana realmente en un
“álgebra de la revolución”. El principio revolucionario de la dialéctica hegeliana no
podía manifestarse en y por esa inversión sino porque se mantuvo la esencia del
método, el punto de vista de la totalidad, la consideración de todos los fenómenos
parciales como momentos del todo, del proceso dialéctico entendido como unidad de
pensamiento e historia.
El método dialéctico se orienta en Marx al conocimiento de la sociedad como totalidad.
Mientras que la ciencia burguesa atribuye ingenua y realísticamente una “realidad” o,
“críticamente”, una autonomía a las abstracciones (necesarias y útiles en el marco
metodológico de cada ciencia tomada aisladamente) que surgen a consecuencia del
aislamiento temático del objeto investigado y a consecuencia de la división del trabajo
y de la especialización científica, el marxismo, por su parte, supera esas divisiones al
levantarlas y rebajarlas a la condición de momentos dialécticos. Para el marxismo,
pues, hay solo una única ciencia, unitaria e histórico-dialéctica, del desarrollo de la
sociedad como totalidad.
El punto de vista de la totalidad no determina solo el objeto, sino también el sujeto de
conocimiento.
- La ciencia burguesa considera los fenómenos de la sociedad siempre desde el
punto de vista del individuo. Y desde el punto de vista del individuo no puede
obtenerse ninguna totalidad, sino, a lo sumo, aspectos de un campo parcial, y
en la mayoría de los casos solo elementos fragmentarios, hechos sin conexión o
leyes regionales abstractas.
- La totalidad del objeto no puede ponerse más que cuando el sujeto que lo pone
es él mismo una totalidad y, por lo tanto, para pensarse a sí mismo, se ve
obligado a pensar el objeto también como una totalidad. En la sociedad
moderna son exclusivamente las clases las que representan como sujetos ese
punto de vista de la totalidad.
Marx considera los problemas de la entera sociedad capitalista como problemas de las
clases que la constituyen, la de los capitalistas y la de los proletarios, tomadas como
totalidades.
Lo único que importa aquí es indicar claramente los 2 presupuestos de un manejo
veraz, no juguetón del método dialéctico, sin ese vicio de los epígonos de Hegel;
llamar la atención pues, sobre la exigencia de la totalidad, como objeto puesto y como
sujeto que pone.
II
En el momento en que se abandona el punto de vista de la totalidad, el punto de vista
y el objetivo, el presupuesto y la exigencia del método dialéctico; en el momento en
que la revolución no se concibe como momento del proceso, sino como acto aislado,
separado del desarrollo global, en ese momento el principio revolucionario de Marx
tiene que padecer una recaída en el período primitivo del movimiento obrero. Si cae el
principio de la revolución entendido como consecuencia del dominio categorial de la
totalidad, entonces se descompone todo el sistema del marxismo.
La marcha dialéctica de la historia, que es lo que principalmente intentaron extirpar del
marxismo, ha impuesto también aquí a los oportunistas las consecuencias necesarias.
(→ Lukács está criticando a los reformistas: Bernstein) La evolución económica de la
época imperialista ha imposibilitado cada vez más los ataques aparentes al sistema
capitalista, el análisis “científico” de sus fenómenos, considerados aisladamente en
interés de una ciencia objetiva y exacta. No solo había que decidirse políticamente
acerca de si se estaba a favor o en contra del capitalismo, sino que también había que
tomar una decisión teorética:
- o bien considerar de un modo marxista la evolución marxista la evolución
conjunta de la sociedad como una totalidad, y entonces dominar teorética y
prácticamente el fenómeno del imperialismo
- o bien evitar ese dominio limitándose a la investigación científico-especialista de
momentos aislados del fenómeno
Descubriendo “leyes de validez atemporal” para casos singulares y obteniendo
descripciones exactas de terrenos aislados, la socialdemocracia desdibujó la distinción
entre el imperialismo y el período anterior.
III
Problema central del método dialéctico: la posición de dominio de la categoría de
totalidad. El método filosófico de Hegel no ha sido nunca abandonado en este punto
por Marx. Pues la unificación dialéctica hegeliana de pensamiento y ser, la idea de su
unidad y totalidad de un proceso, es también la esencia de la filosofía de la historia del
materialismo histórico.
Para el método dialéctico todo (sea lo que sea) gira siempre en torno del mismo
problema: el conocimiento de la totalidad del proceso histórico. Por eso para él los
problemas “ideológicos” y “económicos” pierden su recíproca extrañeza y fluyen los
unos en los otros. El tratamiento histórico-problemático se convierte efectivamente en
una historia de problemas reales. Le expresión literaria, científica, de un problema
aparece como expresión de sus posibilidades, sus límites y sus problemas. El
tratamiento histórico-literario de los problemas puede así expresar del modo más puro
la problemática del proceso histórico. La historia de la filosofía se convierte en filosofía
de la historia.
IV
La nueva fundamentación “ética” del socialismo es el aspecto subjetivo de la falta de la
categoría de totalidad, única capaz de posibilitar la visión de conjunto. Para el
individuo, ya sea el capitalista o el individuo proletario, el mundo circundante tiene que
presentarse como un destino absurdo y brutal, como algo que eterna y esencialmente
le es extraño. Él no puede entender ese mundo más que aceptándolo, en la teoría, de
acuerdo con la forma de las “leyes eternas de la naturaleza”, o sea, solo si ese mundo
cobra una racionalidad ajena al hombre, impenetrable y no influible por las
posibilidades de acción del individuo; solo si el hombre se comporta con ella de un
modo puramente contemplativo, fatalista.
La posibilidad de la actuación en un mundo así se ofrece solo por 2 vías, las cuales son
ambas aparentes desde el punto de vista de la acción verdadera, de la transformación
del mundo:
- una es el aprovechamiento de las leyes inmutables descubiertas de modo
fatalista, para determinadas finalidades humanas.
- La otra es una acción orientada hacia la interioridad, como un intento de
realizar la transformación del mundo en el único punto que de este queda, o
sea, el individuo mismo. (ética)
Pero como la mecanización del mundo mecaniza también, necesariamente, al sujeto
del mundo, esa ética no pasa tampoco de ser abstracta, meramente normativa incluso
respecto de la totalidad del individuo aislado del mundo, y no llega a ser realmente
activa, productora de objetividad. Queda en el deber-ser: tiene carácter de mero
postulado. (→ dilema de la impotencia)
La rotura del punto de vista de la totalidad desgarra la unidad de la teoría y la práctica.
La acción, la práctica es por su esencia una penetración, una transformación de la
realidad. Mas la realidad no puede no puede captarse y penetrarse sino como
totalidad, y solo es capaz de esa penetración un sujeto que sea él mismo totalidad.
Estaba reservado a Marx el descubrir concretamente ese “verdadero como sujeto” y
establecer así la unidad de la teoría y la práctica, al centrar y limitar la realización de la
reconocida totalidad en la realidad del proceso histórico, determinando así cuál es la
totalidad cognoscible y de necesario conocimiento. La superioridad metódica del punto
de vista de clase (a diferencia del propio individuo) queda clara. El fundamento de esa
superioridad reside en que solo la clase puede penetrar activamente la realidad social y
transformarla en su totalidad. Por eso la crítica ejercida desde este punto de vista, al
ser consideración de la totalidad, es la unidad dialéctica de la teoría y la práctica al
mismo tiempo, reflejo y simultáneamente motor del proceso histórico-dialéctico. El
proletariado, como sujeto del pensamiento de la sociedad, desgarra de un golpe el
dilema de la impotencia: el dilema entre el fatalismo de las leyes puras y la ética de la
pura intención.
El que el conocimiento del condicionamiento histórico del capitalismo se convierta para
el marxismo en una cuestión vital se debe a que solo en ese contexto, solo en la
unidad de teoría y práctica, puede fundarse la necesidad de la revolución social, de la
plena transformación de la totalidad de la sociedad.
El proletariado es al mismo tiempo producto de la crisis permanente del capitalismo y
ejecutor de las tendencias que llevan al capitalismo a la crisis. El proletariado actúa en
la medida en que reconoce su situación. Y reconoce su situación en la sociedad en la
medida en que lucha contra el capitalismo.
La conciencia de clase del proletariado, la verdad del proceso “en cuanto sujeto”, no es
en modo alguno algo que se mantenga uniformemente estable o que proceda según
leyes mecánicas. Es la conciencia del proceso dialéctico mismo: es él mismo un
proceso dialéctico. Pues el lado práctico, activo, de la conciencia de clase, su verdadera
esencia, no puede ser visible según su auténtica figura más que si el proceso histórico
exige imperiosamente su vigencia, más que si una crisis aguda de la economía lo
mueve a la acción. En otro caso, y de acuerdo con la crisis permanente latente en el
capitalismo, él mismo es teorético y latente: se encuentra en la forma de “mera”
conciencia, como “suma ideal” de exigencias puestas a los problemas y las luchas del
día.
Pero en la unidad dialéctica de la teoría y la práctica que ha visto Marx en el
movimiento de liberación del proletariado, y a la cual él ha dado conciencia, no puede
haber mera conciencia, ni en la forma de teoría “pura” ni en la del puro postulado,
deber-ser, mera norma de conducta. El mismo postulado tiene aquí su realidad, esto
es: la situación del proceso histórico que imprime a la conciencia de clase del
proletariado un carácter de postulado, un carácter “latente y teorético”, tiene que
cobrar forma como realidad correspondiente, e intervenir como tal en la totalidad del
proceso. Esta forma de la conciencia proletaria en el partido.
Rosa Luxemburg ha visto tempranamente que la organización es más consecuencia
que presupuesto del proceso revolucionario, por el hecho mismo de que el proletariado
no puede constituirse en clase más que en el proceso y por él. En este proceso, que el
partido no puede ni evitar ni suscitar, el partido tiene en cambio una función muy alta:
ser portador de la conciencia de clase del proletariado, conciencia de su misión
histórica. La concepción de Rosa Luxemburg llega a ser fuente de la actividad
verdadera, de la actividad revolucionaria.
La conciencia de clase es la “ética” del proletariado, la unidad de su teoría y de su
práctica, el punto en el cual la necesidad económica de su lucha libertadora muta
dialécticamente en libertad. Al reconocerse al partido como forma histórica y portador
activo de la conciencia de clase, el partido se convierte al mismo tiempo en portador
de la ética del proletariado en lucha. Esta su función tiene que determinar su política.
Aunque su política no esté siempre en armonía son la realidad empírica del momento,
aunque sus consignas no sean seguidas en tales momentos, no solo le dará
satisfacción la marcha necesaria de la historia, sino que, además, la fuerza moral de la
verdadera conciencia de clase, de la correcta acción de clase, tendrá también sus
frutos desde el punto de vista del realismo político.
La fuerza del partido es una fuerza moral: se alimenta de la confianza de las masas
espontáneamente revolucionarias, obligadas a sublevarse por la evolución económica.
El partido vive del sentimiento que las masas tienen de que es la objetivación de su
más propia voluntad, que ellas mismas no tienen en claro, la forma visible y
organizada de su propia conciencia de clase. Solo cuando el partido se ha conquistado
y merecido esa confianza puede ser dirigente de la revolución. Pues solo entonces se
lanzará el impulso espontáneo de las masas, con toda su fuerza y con instinto cada vez
más claro, en la dirección del partido, en la dirección de su propia llegada a conciencia.
La llamada fe religiosa no es en ese caso sino certeza metódica acerca del hecho de
que, pese a todas las derrotas y retiradas momentáneas, el proceso histórico sigue su
camino hasta el final en nuestros actos, por nuestros actos.
APÉNDICE (1937)
La teoría crítica en su sentido tradicional, fundada por Descartes, y tal como alienta
por todas partes en el funcionamiento de las ciencias especializadas, organiza la
experiencia en función de interrogantes que surgen cono la reproducción de la vida
dentro del marco de la sociedad actual. La teoría crítica de la sociedad, tiene por
objeto a los hombres en tanto que productores de todas sus formas históricas de vida.
Las condiciones de realidad de las que parte la ciencia no aparecen a la teoría crítica
como datos que simplemente hubiera que constatar y calcular de antemano según las
leyes de la probabilidad.
En lo tocante a la relación que mantiene con la producción humana el material de
hechos aparentemente últimos a que se debe atener el investigador, la teoría crítica de
la sociedad coincide con el idealismo alemán. Pero para el idealismo la actividad que se
manifiesta en el material dado era una actividad espiritual. Por el contrario, para la
concepción materialista esa actividad fundamental es el trabajo social, cuya forma, la
división de clases, imprime su sello en todos los modos humanos de reacción, incluida
la teoría. La teoría crítica persigue de modo plenamente conciente el interés en la
organización racional de la actividad humana, interés cuya aclaración y legitimación
también le compete a ella.
La teoría crítica preserva el legado no ya del idealismo alemán, sino de la filosofía en
general. Esta teoría no apunta en modo alguno simplemente a la ampliación del saber
en cuanto tal, sino a emancipar a los hombres de las relaciones que los esclavizan.
Para la teoría crítica, la economía actual está esencialmente determinada por la
circunstancia de que los productos que los hombres producen más allá de sus propias
necesidades no pasan inmediatamente a manos de la sociedad, sino que se apropian e
intercambian por dinero de tal forma que se favorece el beneficio privado. Con la
superación de esta situación se alude a un principio superior de organización
económica, en modo alguno a una utopía filosófica.
La teoría dialéctica no ejerce su crítica partiendo de la mera idea. No juzga según lo
que está por encima del tiempo, sino según aquello cuyo tiempo ha llegado. La teoría
crítica tiene la función dialéctica de medir cada etapa histórica a la luz de su contenido
originario y total. La filosofía correcta no consiste hoy en retirarse de los análisis
económicos y sociales concretos hacia categorías vacías y carentes de relaciones, que
por todas partes se emplea para ocultar la realidad. La teoría crítica nunca ha sido
absorbida por la ciencia económica. La dependencia de la política respecto de la
economía era su objeto, no su programa.
El pensamiento dialéctico constituye desde su origen el más avanzado estado del
conocimiento, y solo de él puede venir en último término la decisión. La realización de
las posibilidades depende de las luchas históricas. La filosofía que cree encontrar
descanso en si misma, en una verdad cualquiera, no tienen nada que ver con la teoría
crítica.
La razón ha estado siempre tan estrechamente vinculada a la praxis como lo está hoy.
Los fines humanos no se encuentran inmediatamente en la naturaleza. Los hombres
persiguen sus fines. La utilidad es una categoría social. Ella fundamenta la
subordinación del individuo al todo, dado que el poder del primero no alcanza a
transformar el segundo en su beneficio: dado que el individuo aislado está perdido. La
entrega del individuo a la colectividad, tiene lugar en la sociedad burguesa, según su
tendencia, por la conciencia que los individuos tienen de su beneficio. (los primitivos lo
realizaban por instinto)
Incluso el idealismo griego era pragmático: pero si bien es cierto que la utilidad es el
principio de la razón, no menos cierto es que a este principio anteponen el de la
totalidad. Lo que importa es el bienestar de la colectividad. Sin la colectividad el
individuo no es nada. La razón es el modo es que el individuo establece con sus
acciones el equilibrio entre su propio beneficio y el de la colectividad.
La presencia de lo universal en el interés particular, la idea de la armonía entre ambos,
fue el ideal de la ciudad griega. Quien quiera vivir entre hombres debe obedecer las
leyes. Este es el consejo de la razón.
Toda la meditación burguesa tiene en común la creencia de que la razón puede exigir
en todo momento la renuncia al pensamiento, sobre todo entre los más pobres.
El individuo se debe hacer violencia a sí mismo. Debe comprender que la vida de la
colectividad es condición necesaria de la suya propia. Gracias a su capacidad racional
de comprensión debe dominar los sentimientos e instintos contrarios. Solo la inhibición
de los impulsos posibilita la cooperación humana. La inhibición, que originariamente
viene de afuera, debe ser impuesta por la propia conciencia.
En la era cristiana cada uno se debía obligar a sí mismo. La reforma, finalmente,
trasladó a la conciencia moral la instancia de la Iglesia.
- Para los de abajo la armonía de lo universal y lo particular solo era una exigencia.
Estaban excluidos de aquel universal que debían convertir en su propio asunto. El
hecho de que en realidad nuca fuese racional para ellos renunciar a sus impulsos
significa que nunca han sido realmente alcanzados por la civilización. Aún hoy son
seres sociales por la violencia.
- Los burgueses, en cambio, reconocieron con razón a sus propios dignatarios en las
autoridades políticas y espirituales, externas e internas. Realizaron para sí la idea de la
civilización racional; su sociabilidad se originó en el reconocimiento del interés
individual.
Las dificultades de la filosofía racionalista tienen su secreto origen en la circunstancia
de que la universalidad que se atribuye a la razón no puede significar otra cosa que la
concordancia de los intereses de todos los individuos, al tiempo que la sociedad sigue
escindida en clases. Dado que la universalidad hipostatiza la concordancia de intereses
en un mundo en el que todavía divergen irreconciliablemente, la apelación teórica a lo
universal de la razón muestra siempre los rasgos de la falsedad, de la represión.
La razón del burgués siempre se ha definido por su relación con la autoconservación
individual. Pero: la creciente universalidad formal de la razón burguesa no significa una
creciente conciencia de la solidaridad universal.
El pensamiento se ha convertido en una instancia carente de relaciones que ya no
piensa sus objetos de forma concreta, sino que se contenta con ordenarlos, con
clasificarlos. Como la razón se conforma decididamente con ver en los objetos, de una
vez y para siempre, solo una multiplicidad extraña, un “caos”, se constituye a sí misma
en una especie de máquina burocrática que dispensa juicios analíticos. El conocimiento
se convierte en registro.
Según la doctrina pluralista (pluralismo de los fines), existe una escisión entre los
juicios teóricos y el reino de los fines: el juicio de valor no tiene nada que ver con la
razón y la ciencia. El sujeto estable el fin como mejor le parece: el fin proviene del
arbitrio. Pero la libertad de elección estuvo siempre restringida a un caso que existía
solo para ciertos grupos reducidos: la abundancia. A los privilegiados les era posible
elegir entre los llamados bienes culturales, siempre que estos hubiesen pasado la
censura que determinaba si también ellos armonizaban con el poder, aunque no fuese
de forma inmediata. De otro modo no hubiese habido ninguna pluralidad de fines.
Frente a los esclavos, los siervos y las masas en general dominaba la voluntad de
autoconservación de los superiores, pertrechada con los correspondientes medios
materiales e intelectuales de poder.
La burguesía es solidaria con las clases dominantes cesantes en contra de los
dominados. El poder debe aparecer como eterno, no como perecedero. Como
autoafirmación total, esta autoafirmación se vuelve también contra el individuo que se
afirma a sí mismo. Para el verdadero burgués, lo universal se debía acreditar siempre
en su interés individual, ya se proclamase lo universal como una idea metafísica o
como la religión de la patria.
El concepto de razón, convertido en el principio de autoconsevación tras ser sometido
a una limpieza nominalista, ha fundamentado el sacrificio, su propia contradicción. Ya
en las edades heroicas el individuo destrozaba su vida a favor de los intereses y los
símbolos del grupo, que era el supuesto necesario de su propia vida. El grupo ha
representado el patrimonio. El patrimonio perdura a través de las generaciones. El
nombre de los burgueses se emancipó del lugar que poblaban, y el patrimonio se
convirtió en esa cosa mediante cuya herencia el individuo aislado se trasciende a sí
mismo. Al disponer conscientemente se sus bienes en el testamento, el individuo
atomizado se asegura la perpetuación después de la muerte. Pero entregar la vida por
el Estado, cuyas leyes garantizan la herencia, no contraviene la autoconservación. El
sacrificio se torna racional.
Por supuesto, la racionalidad del sacrificio y de la renuncia a los impulsos se
diferenciaba con precisión en función del status social. Con un patrimonio reducido y
con escasas perspectivas de felicidad, dicha racionalidad también disminuía y
aumentaba la coacción necesaria para consumar el sacrificio. El camino intelectual
desde el propio provecho al interés en la conservación de la sociedad en su forma dada
fue siempre interminablemente largo para los quienes pertenecían a la masa. Nunca se
confió en la sola renuncia racional a los impulsos.
La figura social del protestantismo armoniza ante todo con la eficacia de la razón que
establece fines. El protestantismo fue el poder más fuerte en la expansión de la fría
individualidad racional. Hundió el instrumento de martirio en el alma del hombre,
convertido en un impulso indestructible bajo el cual el hombre produce los
instrumentos de apropiación del trabajo y del espacio vital. Tal vez la religión
protestante también fue el opio del pueblo, pero un opio mediante el cual el pueblo
pudo soportar el ataque ordenado por el racionalismo. Al final, los hombres retuvieron
como forma racional de autoconservación la docilidad voluntaria. Con esta docilidad
pierde el individuo la libertad, y sin ella pierde la vida, en el Estado totalitario. La
autonomía del individuo se despliega hasta convertirse en su heteronomía.
Romeo y Julieta murieron contra la sociedad por aquello que ésta misma proclamaba.
Al entregarse irracionalmente, afirmaban la libertad de lo individual frente al dominio
de la propiedad sobre las cosas.
Cuando la razón libre de moral se ha vuelto todopoderosa, sea cual sea el precio de su
imposición, nadie debe quedar fuera y poder contemplar desde allí. La existencia de un
único ser irracional arroja luz sobre la ignominia de toda la nación. Su existencia
proclama la relatividad del sistema de la autoconservación radical, que se postula
como absoluto. Cuando se liquida toda superstición hasta tal punto que ya solo es
posible la superstición, ningún necio tiene derecho a andar por ahí buscando con su
débil entendimiento la felicidad en otro lugar distinto del progreso despiadado.
La sospecha de locura es la fuente inagotable de persecución. Surge de la desconfianza
hacia la propia razón saneada, desconfianza a la que sucumbe la civilización racional.
La estúpida adhesión a un Dios que siempre les ha dejado en la estacada, la
irreconciabilidad del principio hacia el que lazan la mirada con el poder del mundo,
fundamenta el odio hacia los judíos, que es idéntico al placer sanguinario contra los
dementes.
Pero el medio de hacer que vuelvan de aquellos mundos inteligibles, en los que ya
Kant prohibió extraviarse, es el dolor. Desde siempre, el dolor ha sabido aleccionar en
la razón de la forma más segura. Hace volver en sí a los díscolos y a los soñadores, a
los fantasiosos y a los utopistas, reduciéndolos a sus cuerpos, a una parte de sus
cuerpos. En el dolor todo se nivela, cada uno se vuelve igual a los demás, el hombre
igual al hombre, el hombre igual al animal. El dolor succiona la vida entera del ser al
que se aferra: ya no es nada más que despojos de dolor. Se consuma una y otra vez
aquella reducción del yo de la que está afectada la humanidad entera. El dolor es el
paradigma del trabajo en la sociedad de clases, y al mismo tiempo es su organon.
El fascismo ha vuelto a instalar completamente el dolor. El nuevo orden, el orden
fascista, es la razón en la que la razón misma se revela como sinrazón.
La antiquísima definición burguesa de la razón por la autoconservación era ya su
limitación. El hombre se libera mediante la razón de las trabas de la naturaleza; pero
no para dominarla, como ellos creen, sino para comprenderla. La sociedad, dominada
por la razón autoconservadora de los propietarios, siempre ha reproducido, también, la
vida de la clase dominada, aunque fuese de mala manera y como por casualidad. Algo
de la relación objetiva con lo vivo, y no solo con la propia existencia, se ha conservado
en aquella facultad subjetiva de la razón por el hecho de que esta obedece a los fines
y, al mismo tiempo, aprende de ellos cómo escapar a ellos.
La razón es siempre capaz de reconocer la figura de la injusticia en la dominación, y
gracias a ello elevarse por encima de la injusticia hasta la verdad. Al peder sus
ilusiones racionalistas en este infierno en el que ella misma, como dominación, ha
convertido el mundo, es capaz de resistirlo y reconocerlo como lo que es. Poco le
queda ya por poner en orden.
La cultura no es hoy una oposición, sino un momento de la cultura de masas, un
momento valioso porque en las condiciones del monopolio esta no se puede
suministrar de otra forma, y por ello se ve forzada a ocupar la posición de un bien sui
generis del monopolio.
“Concepto de Ilustración”
Pero los mitos que caen víctimas de la Ilustración eran ya productos de ésta. El mito
quería representar, explicar, fijar. Pronto se convirtió de narración en doctrina.
El mito se disuelve en Ilustración y la naturaleza en mera objetividad. Los hombres
pagan el acrecentamiento de su poder con la alienación de aquello sobre lo cual lo
ejercen. El hombre de la ciencia conoce las cosas en la medida en que puede hacerlas.
De tal modo, el en sí de las mismas se convierte en para él. En la transformación se
revela la esencia de la cosas siempre como lo mismo: como materia o substrato de
dominio. Esta identidad constituye la unidad de la naturaleza. Una unidad que, como la
del sujeto, no se presuponía en el conjuro mágico.
Es la identidad del espíritu y su correlato, la unidad de la naturaleza, ante la que
sucumbe la multitud de las cualidades. La naturaleza así descalificada se convierte en
material caótico de pura división, y el sí mismo omnipotente en mero tener, en
identidad abstracta. En la magia se da una sustituibilidad específica. La sustitución en
el sacrificio significa un paso hacia la lógica discursiva. Llevaban en sí la arbitrariedad
del ejemplar. Pero el carácter sagrado, la unicidad del elegido, que adquiere el
sustituto, lo diferencia radicalmente, lo hace (incluso en el intercambio) insustituible.
La ciencia pone fin a esto. En ella no ha sustituibilidad específica. La sustituibilidad se
convierte en fungibilidad universal.
La imperturbable confianza en la posibilidad de dominar el mundo, que Freud atribuye
anacrónicamente a la magia, corresponde solo al dominio del mundo, ajustado a la
realidad, por medio de la ciencia más experta. Para que las prácticas localmente
vinculadas del brujo pudieran ser sustituidas por la técnica industrial universalmente
aplicable fue antes necesario que los pensamientos se independizasen frente a los
objetos, como ocurre en el yo adaptado a la realidad.
Los mitos, como los ritos mágicos, significan la naturaleza que se repite. Esta es el
alma de lo simbólico: un ser o un fenómeno es representado como eterno, porque
debe convertirse una y otra vez en acontecimiento por medio de la realización del
símbolo.
En cuanto signo, la palabra pasa a la ciencia; como imagen, la palabra es repartida
entre las diversas artes. En cuanto signo, el lenguaje debe resignarse a ser cálculo;
para conocer la naturaleza ha de renunciar a la pretensión de asemejársele. En cuanto
imagen debe resignarse a ser una copia; para ser enteramente naturaleza ha de
renunciar a la pretensión de conocerla.
El arte debe probar aún su utilidad. La imitación está prohibida en él. Razón y religión
proscriben el principio de la magia. La naturaleza no debe ya ser influida mediante la
asimilación, sino dominada mediante el trabajo. La obra de arte posee aún en común
con la magia el hecho de establecer un ámbito propio y cerrado en sí, que se sustrae al
contexto de la realidad profana. En él rigen leyes particulares. En cuanto expresión de
la totalidad, el arte reclama la dignidad de lo absoluto. Ello indujo en ciertas ocasiones
a la filosofía a asignarle un lugar de preferencia respecto del conocimiento conceptual.
Pero el mundo burgués estuvo raras veces abierto a esta fe en el arte. Donde puso
límites al saber, no lo hizo, en general, para dar paso al arte, sino para hacer un lugar
a la fe. Mediante esta, la religiosidad militante de la nueva época pretendía reconciliar
espíritu y realidad. La fe, en la medida en que depende de la limitación del saber, está
también ella limitada.
Los símbolos toman el aspecto de fetiches. Su contenido se revela como la
permanencia, por ellos representada, de la coacción social.
Este carácter social de las formas de pensamiento es signo de la impenetrable unidad
de sociedad y dominio. El dominio confiere a la totalidad social en la que se establece
mayor fuerza y consistencia. La división de trabajo a la que conduce el dominio en el
plano social, sirve a la totalidad dominada para su autoconservación. El dominio se
enfrenta al individuo singular como lo universal, como la razón en la realidad.
Lo que sucede a todos por obra de unos pocos se cumple siempre como avasallamiento
de los individuos singulares por parte de muchos: la opresión de la sociedad lleva en sí
siempre los rasgos de la opresión por parte de un colectivo. Es esta unidad de
colectividad y dominio la que sedimenta en las formas de pensamiento. El lenguaje
mismo confería a las relaciones de dominio aquella universalidad que él había asumido
como medio de comunicación de una sociedad civil. Finalmente, la Ilustración ha
devorado no solo los símbolos, sino también a sus sucesores, los conceptos
universales, y no ha dejado de la metafísica más que el miedo ante lo colectivo, del
cual ella nació. La Ilustración en cuanto nominalística, se detiene ante el nomen, el
concepto indiferenciado, puntual, el nombre propio.
La Ilustración es totalitaria como ningún otro sistema. Su falsedad radica en que para
ella el proceso está decidido de antemano. (ejemplo del procedimiento matemático en
el que lo desconocido se convierte en la incógnita de la ecuación, que en realidad está
predeterminada). Con la previa identificación del mundo enteramente pensado,
matematizado, con la verdad, la Ilustración se cree segura frente al retorno de lo
mítico. Identifica el pensamiento con las matemáticas. El pensamiento se deifica en un
proceso automático que se desarrolla por cuenta propia. El modo del procedimiento
matemático se convirtió en ritual del pensamiento. Pese a la autolimitación axiomática,
dicho procedimiento se instaura como necesidad y objetivo: transforma el pensamiento
en cosa, en instrumento, como él lo denomina. El distanciamiento del pensamiento
respecto de la tarea de arreglar lo que existe, el salir del círculo fatal de la existencia,
significa para la mentalidad científica locura y autodestrucción: se toman las
disposiciones necesarias para que la violación del tabú tenga incluso en la realidad
consecuencias funestas para el sacrílego.
No hay ser en el mundo que no pueda ser penetrado por la ciencia, pero lo que puede
ser penetrado por la ciencia no es el ser. El dominio universal sobre la naturaleza se
vuelve contra el mismo sujeto pensante, del cual no queda nada más que aquel “yo
pienso” eternamente igual, que debe poder acompañar todas mis representaciones.
Sujeto y objeto quedan, ambos, anulados.
Lo que parece un triunfo de la racionalidad objetiva, la sumisión de todo lo que exístela
formalismo lógico, es pagado mediante la dócil sumisión de la razón a los datos
inmediatos.
La entera pretensión del conocimiento es abandonada. Ella no consiste en percibir,
clasificar y calcular, sino justamente en la negación determinada de lo inmediato. Por
el contrario, el formalismo matemático, cuyo instrumento es el número, la figura más
abstracta de lo inmediato, mantiene el pensamiento en la pura inmediatez. Cuanto
más domina el aparato teórico todo cuanto existe, tanto más ciegamente se limita a
repetirlo. De este modo, la Ilustración recae en la mitología. En la pregnancia de la
imagen mítica, como en la claridad de la fórmula científica, se halla confirmada la
eternidad de lo existente, y el hecho bruto es proclamado como el sentido que él
mismo oculta.
El dominio no se paga solo con la alienación de los hombres respecto de los objetos
dominados: con la reificación del espíritu fueron hechizadas las mismas relaciones
entre los hombres, incluso las relaciones de cada individuo consigo mismo. El
animismo había vivificado las cosas; el industrialismo deifica las almas.
A través de las innumerables agencias de la producción de masas y de su cultura se
inculcan al individuo los modos normativos de conducta, presentándolos como los
únicos naturales, decentes y razonables. El individuo queda ya determinado solo como
cosa, como elemento estadístico, como éxito o fracaso. Su norma es la
autoconservación, la acomodación lograda o no a la objetividad de su función y a los
modelos que le son fijados.
El horror mítico de la Ilustración tiene al mito por objeto. Ella lo percibe en toda
expresión humana en la mediad en que esta no tenga un lugar en el contexto
instrumental de aquella autoconservación. Cuanto más se logra el proceso de
autoconservación a través de la división del trabajo, tanto más exige dicho proceso la
autoalienación de los individuos, que han de modelarse en cuerpo y alma según el
aparato técnico. La subjetividad se ha volatilizado en la lógica de las reglas de juego
aparentemente arbitrarias, para poder dominar con tanta mayor libertad.
La razón sirve como instrumental universal, útil para la fabricación de todos los demás,
rígidamente orientado a su función, fatal como el trabajo exactamente calculado en la
producción material, cuyo resultado para los hombres se sustrae a todo cálculo.
Finalmente se ha cumplido su vieja ambición de ser puro órgano de fines. La
exclusividad de las leyes lógicas deriva de esta univocidad de la función, en última
instancia del carácter coactivo de la autoconservación.
El sí mismo, completamente atrapado por la civilización, se disuelve en un elemento de
aquella inhumanidad a la que la civilización trató de sustraerse desde el comienzo. Se
cumple el temor más antiguo: el de perder el propio nombre. A través de la
subordinación de toda la vida a las exigencias de su conservación, la minoría que
manda garantiza con la propia seguridad también la supervivencia del todo. El placer
sigue estando sometido a la autoconservación para la que él mismo había educado a la
razón, entretanto depuesta. En las grandes mutaciones de la civilización occidental, el
temor a la naturaleza incontrolada y amenazadora, consecuencia de su misma
materialización y objetivación, fue degradado a superstición animista, y el dominio de
la naturaleza, interior y externa, fue convertido en fin absoluto de la vida. Finalmente,
automatizada la autoconservación, la razón es abandonada por aquellos que en cuanto
guías de la producción han asumido su herencia y ahora la temen en los desheredados.
La esencia de la Ilustración es la alternativa, cuya ineludibilidad es la del dominio.