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HISTORIA Y CONCIENCIA DE CLASE – GEORG LUKÁCS

¿QUÉ ES MARXISMO ORTODOXO?

Marxismo ortodoxo no significa reconocimiento acrítico de los resultados de la


investigación marxiana, ni fe en tal o cual tesis, ni interpretación de una escritura
sagrada. En cuestiones de marxismo, la ortodoxia se refiere exclusivamente al método.
Esa ortodoxia es la convicción científica de que en el marxismo dialéctico se ha
descubierto el método de investigación correcto, que ese método no puede
continuarse, ampliarse ni profundizarse más que en el sentido de sus fundadores. Y
que, en cambio, todos los intentos de “superarlo” o “corregirlo” han conducido y
conducen necesariamente a su deformación superficial, a la trivialidad, al eclecticismo.

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La dialéctica materialista es una dialéctica revolucionaria. Se trata de la cuestión fe la
teoría y la práctica. La naturaleza práctica de la teoría tiene que desarrollarse a partir
de ella misma y de su relación con su objeto. Marx enuncia las condiciones de la
posibilidad de la mentada relación ente la teoría y la práctica: “entonces se verá que el
mundo posee desde hace mucho tiempo el sueño de una cosa, de la que le basta con
tener conciencia para poseerla realmente”. Esta relación de la conciencia con la
realidad es lo que realmente posibilita una unidad de la teoría con la práctica.

- Solo si el paso a conciencia significa el paso decisivo que el proceso histórico tiene
que dar hacia su propio objetivo, compuesto de voluntades humanas pero no
dependiente del humano arbitrio
- Solo si la función histórica de la teoría consiste en posibilitar prácticamente ese paso
- Solo si está dada una situación histórica en la cual el correcto conocimiento de la
sociedad resulta ser para una clase condición inmediata de su autoafirmación en la
lucha
- Solo si para esa clase su autoconocimiento es al mismo tiempo n conocimiento recto
de la entera sociedad
- Y solo si, consiguientemente, esa clase es al mismo tiempo, para ese conocimiento,
sujeto y objeto del conocer y la teoría interviene de este modo inmediata y
adecuadamente en el proceso de subversión de la sociedad
→ Solo entonces es posible la unidad de la teoría y la práctica, el presupuesto
de la función revolucionaria de la teoría.

Una situación así se ha producido con la aparición del proletariado en la historia: la


teoría que lo expresa es simplemente la expresión intelectual del proceso
revolucionario mismo. Al no ser esa teoría más que la fijación y la conciencia de un
paso necesario, se convierte al mismo tiempo en presupuesto necesario del paso
siguiente inmediato.

Engels describe la formación de conceptos propia del método dialéctico poniéndola en


contraposición con la metafísica: en la dialéctica se disuelve la rigidez de los
conceptos y la de los objetos correspondientes; la dialéctica es un constante proceso
de fluyente transición de una determinación a otra; hay que sustituir la causalidad
unilateral y rígida por la interacción. Pero la relación dialéctica del sujeto y el objeto en
el proceso histórico no es aludida. Mas sin esa determinación, el método dialéctico de
los conceptos afluyentes deja de ser u método revolucionario.

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Es obvio que todo conocimiento de la realidad parte de los hechos.
El limitado empirismo niega, por supuesto, que los hechos llegan a ser tales solo a
través de una elaboración metódica, diversa según el objetivo del conocimiento.
Apelan entonces al método d las ciencias naturales, al modo en que estas consiguen
explicar y comunicar hechos puros por medio de la observación, abstracción,
experimento. Y entonces contraponen ese ideal cognoscitivo a las violentas
construcciones del método dialéctico.
Lo que a primera vista más atrae de un método así (el de las cs naturales) es que el
mismo desarrollo del capitalismo tiende a producir una estructura social muy afín a
esos modos de consideración. Pero aquí y precisamente por eso necesitamos el
método dialéctico para no sucumbir a la apariencia social así producida, y para
conseguir ver la esencia detrás de esa apariencia. Pues los hechos puros de las cs de la
naturaleza surgen porque un fenómeno de la vida se sitúa real o mentalmente en un
ambiente en el cual sus legalidades pueden estudiarse sin ninguna intervención
perturbadora debido a otros fenómenos. Esta situación se refuerza aún por el hecho de
que los fenómenos se reducen a su ser puramente cuantitativo, expresable con
números y relaciones numéricas. Los oportunistas pasan siempre por alto, a este
respecto, que corresponde a la esencia del capitalismo el producir los fenómenos de
ese modo. Marx describe ese proceso de abstracción de la vida: se trata de una
peculiaridad histórica de la sociedad capitalista. El desarrollo capitalista transforma los
fenómenos de la sociedad y junto con ellos su apercepción. Así nacen hechos aislados,
complejos fácticos aislados, campos parciales con leyes propias que ya en sus formas
inmediatas de manifestación parecen previamente elaboradas para una investigación
científica de esa naturaleza. La dialéctica, que frente a esos hechos y esos sistemas
parciales y aislados subraya la concreta unidad del todo, y descubre que esa apariencia
es precisamente una apariencia (aunque necesariamente producida por el capitalismo),
parece una mera construcción. La falta de cientificidad de ese método aparentemente
tan científico consiste, pues, en que ignora y descuida el carácter histórico de los
hechos que le subyacen.
La ciencia parece captar en su “pureza” el carácter histórico de los “hechos”. Esos
hechos, como producto del desarrollo histórico, se encuentran en constante
transformación, y, precisamente en la estructura de su objetividad, son producto de
una determinada época histórica: productos del capitalismo. La “ciencia” que reconoce
como fundamento de la factualidad científicamente relevante el modo como esos
hechos se dan inmediatamente, y su forma de objetividad como punto de partida de la
conceptuación científica, se sitúa simple y dogmáticamente en el terreno de la
sociedad capitalista, y acepta la esencia, la estructura objetiva y las leyes de esta, de
un modo acrítico, como fundamento inmutable de la “ciencia”.
Para poder avanzar desde esas “cosas” hasta las cosas en el sentido verdadero de la
palabra, hay que penetrar con la mirada su condicionamiento histórico como tal, hay
que abandonar el punto de vista para el cual están inmediatamente dadas: los mismos
hechos en cuestión tienen que someterse a un tratamiento histórico-dialéctico. Para
captar adecuadamente las cosas, hay que empezar por captar clara y precisamente
esa diferencia entre su existencia real y su estructura nuclear interna. Esa diferencia es
el primer presupuesto de una consideración realmente científica.
Lo que importa es, por una parte, desprender los fenómenos de la forma inmediata en
que se dan, hallar las mediaciones por las cuales pueden referirse a su núcleo; y, por
otra parte, conseguir comprensión de su carácter fenoménico, de su apariencia como
forma necesaria de manifestarse. Esta doble determinación, ese reconocimiento y esa
superación simultáneos del ser inmediato, es precisamente la relación dialéctica.
El conocimiento de los hechos no es posible como conocimiento de la realidad más que
en ese contexto que articula los hechos individuales de la vida social en una totalidad
como momentos del desarrollo social.
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Esta consideración dialéctica de la totalidad, que tanto se aleja, aparentemente de la
realidad inmediata, en la que la realidad parece tan “acientíficamente” construida, es
verdaderamente el único método que permite reproducir y captar intelectualmente la
realidad. La totalidad concreta es, pues, la categoría propiamente dicha de la realidad.
El método de las cs de la naturaleza, ideal metódico de toda ciencia de la reflexión y de
todo revisionismo, no conoce en su material contradicciones ni antagonismos. Pues
cuando, a pesar de todo, se produce alguna contradicción entre las diversas teorías,
ello se interpreta como signo de que el estadio del conocimiento conseguido hasta el
momento no es satisfactorio. Las teorías que parecen contradecirse tienen que
encontrar sus límites justamente en esas contradicciones, y por tanto, tienen que
modificarse, subsumirse bajo teorías más generales en las que desaparezcan
definitivamente esas contradicciones. En cambio, esas contradicciones no son, para la
realidad social, signo de que la captación de la realidad es insuficientemente científica,
sino que pertenecen más bien inseparablemente a la esencia de la realidad misma, a la
esencia de la sociedad capitalista. Se conciben como contradicciones necesarias, como
fundamento antagónico de ese orden de producción.
La misma pugna entre el método dialéctico y el método “crítico” o materialista vulgar
es un problema social. El ideal cognoscitivo de las ciencias de la naturaleza resulta ser,
aplicado al desarrollo social, un arma ideológica de la burguesía. Es vital para la
burguesía entender su orden productivo como si estuviera configurado por categorías
de atemporal validez, y determinado para durar eternamente por obra de leyes
eternas de la naturaleza y de la razón; y, por otra parte, estimar las inevitables
contradicciones no como propias de la esencia de ese orden de la producción, sino
como meros fenómenos superficiales.
Con la recusación o la debilitación del método dialéctico, se pierde la cognoscibilidad de
la historia: no se trata de afirmar la imposibilidad de describir más o menos
precisamente y sin ayuda del método dialéctico personalidades, épocas, de la historia.
Lo que ocurre es que es imposible la captación de la historia como proceso
unitario. La contraposición entre la descripción de una parte de la historia y la
descripción de la historia como proceso unitario, es una contraposición metódica, una
contraposición de puntos de vista.
Es perfectamente posible conocer y describir muy correctamente en lo esencial un
acaecimiento histórico sin ser por ello capaz de entenderse ese acontecimiento como lo
que realmente es, según su función en el todo histórico al que pertenece, o sea, sin
conceptuarlo en la unidad del proceso histórico. Aquí se evidencia la significación
decisiva de la consideración dialéctica de la totalidad.
La categoría de totalidad no supera en modo alguno sus momentos en una unidad
indiferenciada, en una identidad. La forma apariencial de su independencia, de su
legalidad propia, poseída por esos momentos en el orden de producción capitalista, se
revela como mera apariencia solo en la medida en que ellos mismos entran en una
relación dinámico-dialéctica, y se entienden como momentos dialéctico-dinámicos de
un todo igualmente dialéctico-dinámico.
La interacción de que aquí se trata tiene que rebasar la influencia recíproca entre
objetos por lo demás inmutables. Y la rebasa precisamente en su referencial todo: la
relación al todo se convierte en la determinación que determina la forma de
objetividad de todo objeto del conocimiento; toda alteración esencial y
relevante para el conocimiento se expresa como transformación de la relación
al todo, y, por tanto, como transformación de la forma misma de la
objetividad.
Esa constante transformación de las formas de objetividad de todos los fenómenos
sociales en su ininterrumpida interacción dialéctica, el origen de la cognoscibilidad de
un objeto partiendo de su función en la totalidad determinada en la que funciona, es lo
que hace a la consideración dialéctica de la totalidad (y a ella sola) capaz de concebir
la realidad como acaecer social. Solo en este momento las formas fetichistas de
objetividad que produce necesariamente el modo de producción capitalista se
disuelven en una apariencia de reconocida necesidad, pero apariencia al fin.
Solo el desgarramiento de ese velo posibilita el conocimiento histórico. Pues las
determinaciones reflexivas de las formas fetichistas de objetividad tienen precisamente
la función de presentar los fenómenos de la sociedad capitalista como esencialidades
suprahistóricas. El conocimiento de la objetividad real de un fenómeno, el
conocimiento de su carácter histórico y el de su función real en el todo histórico
constituyen así un acto indiviso de conocimiento.
La función encubridora de la realidad que tiene la apariencia fetichista y que rodea
todos los fenómenos de la sociedad capitalista no se limita a ocultar el carácter
histórico, transitorio, pasajero de esa sociedad: esa ocultación es posible solo porque
todas las formas de objetividad en las que necesariamente se presenta de modo
inmediato el mundo circundante al hombre de la sociedad capitalista, ante todo las
categorías económicas, ocultan también su esencia en cuanto formas de objetividad,
categorías d las relaciones entre los hombres, y aparecen en cambio como cosas y
relaciones entre cosas. Por eso, el método dialéctico, al mismo tiempo que desgarra el
velo de eternidad de las categorías, tiene que disolver también su solidez cósica, con
objeto de despejar el camino al conocimiento de la realidad.
La relación dialéctica de las partes al todo es más que una mera determinación
metódica. Por el hecho de que en cada categoría económica se manifiesta, se lleva a
conciencia y a concepto una determinada relación ente los hombres en un determinado
estadio de su desarrollo social, puede entenderse el desarrollo de la sociedad humana
misma según leyes internas, como producto de los hombres mismos y como producto
de fuerzas que, aunque nacidas de sus relaciones, se han sustraído a su control. Las
categorías económicas se hacen así dialéctico-dinámicas en 2 sentidos:
1) se encuentran en viva interacción entre ellas en cuanto categorías “puramente”
económicas y posmilitan el conocimiento d cualquier corte diacrónico a través
de la evolución social
2) y como han nacido de las relaciones humanas y funcionan en el proceso de
transformación de las relaciones humanas, la marcha misma del proceso de
hace visible en su interrelación con el sustrato real de la eficacia de esas
categorías.

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“No es la conciencia de los hombres la que determina su ser, sino que, a la
inversa, su ser social determina su conciencia”. Solo en este punto, cuando el
núcleo del ser se ha revelado como acaecer social, puede aparecer el ser como
producto de la actividad humana, y esa actividad misma, a su vez, como elemento
decisivo de la transformación del ser. Las puras formas naturales, o las formas sociales
mistificadas como si fueran relaciones naturales, se contraponen al hombre como
datos fijos, ya terminados, esencialmente inmutables, cuyas leyes él puede a lo sumo
aprovechar, pero sin conseguir nunca transformarlas. Por otra parte, esa concepción
excluye la posibilidad de práctica dentro de la conciencia individual.
La exigencia de Marx de entender la “sensibilidad”, el objeto, la realidad, como
actividad sensible humana significa una toma de conciencia del hombre acerca de sí
mismo como ser social, acerca del hombre como sujeto y simultáneamente objeto del
acaecer histórico-social. En el mundo de la igualdad formal de todos los hombres
(capitalismo) desaparecen aceleradamente las relaciones económicas que han reglado
inmediatamente el intercambio entre el hombre y la naturaleza. El hombre se hace ser
social en el más pleno sentido de la palabra. Y la sociedad llega a ser la realidad para
el hombre.
De este modo el conocimiento de la sociedad como realidad no es posible más que
sobre la base del capitalismo, de la sociedad burguesa. Pero la clase que se presenta
como portadora de esa transformación, la burguesía, consuma esa función de un modo
todavía inconsciente; las fuerzas sociales que ella misma ha desencadenado, las
fuerzas que, por su parte, la han llevado a ella misma al poder, se le contraponen
como una segunda naturaleza. Solo con la aparición del proletariado se consuma el
conocimiento de la realidad social, al descubrir el punto de vista de clase del
proletariado, punto a partir del cual se hace visible el todo de la sociedad.
Precisamente porque para el proletariado es una cuestión vital, una cuestión de vida o
muerte, conseguir completa claridad acerca de su situación de clase; precisamente
porque sus acciones tienen como presupuesto inevitable ese conocimiento;
precisamente por eso han nacido con el materialismo histórico la doctrina de “las
condiciones de la liberación del proletariado” y la doctrina de la realidad del proceso
total del desarrollo social. La unidad de teoría y práctica no es, pues, sino la otra
cara de la situación histórico-social del proletariado, el hecho de que desde su
punto de vista coinciden autoconocimiento y el conocimiento de la totalidad,
el hecho de que el proletariado es a la vez sujeto y objeto de su propio
conocimiento.
El proletariado no pude liberarse sin suprimir sus condiciones de vida. Y no puede
suprimir sus condiciones de vida sin suprimir al mismo tiempo todas las inhumanas
condiciones de vida de la sociedad actual, las cuales se concentran en su situación. Por
eso toda la esencia metódica del materialismo histórico no puede separarse de la
“actividad práctico-crítica” del proletariado, ambos son momentos del mismo proceso
de desarrollo de la sociedad. Y por eso tampoco el conocimiento de la realidad
facilitado por el método dialéctico puede separarse del punto de vista de clase del
proletariado. El método marxista, la dialéctica materialista como conocimiento
de la realidad, no se consigue más que desde el punto de vista de clase, desde
el punto de vista de lucha del proletariado.
Se trata de la génesis del materialismo histórico a partir del principio vital inmediato,
natural, del proletariado, el hecho de que el conocimiento totalizador de la realidad
resulta del punto de vista de clase del proletariado.
El proletariado es, sin duda, el sujeto conocedor de ese conocimiento de la realidad
total social. No se trata solo de que la clase misma, partiendo de sus acciones
espontáneas, inmediatas, de defensa inmediata desesperada, se haya constituido en
clase muy poco a poco, en constante lucha social. Sino que también la conciencia de la
realidad social, de la propia situación de clase, y la dimanante misión histórica, junto
con el método de la concepción materialista de la historia, son productos del mismo
proceso de desarrollo que el materialismo histórico reconoce adecuadamente y según
su realidad por primera vez en la historia.
La posibilidad del método marxista es un producto de la lucha de clases. El punto de
vista metódico de la totalidad, lo que hemos aprendido como presupuesto del
conocimiento de la realidad, es un producto de la historia en 2 sentidos:
1) ha sido producido por el desarrollo económico que ha producido también al
proletariado, por el nacimiento del proletariado mismo, por la transformación
así consumada, del sujeto y el objeto del conocimiento de la realidad social, que
es la posibilidad objetiva formal del materialismo histórico en cuanto a
conocimiento
2) esa posibilidad formal se ha convertido en una posibilidad real solo en el curso
del desarrollo del proletariado mismo. Pues la posibilidad de entender el sentido
del proceso histórico como algo inmanente, interno al proceso mismo,
presupone una conciencia altamente desarrollada del proletariado acerca de su
situación, un proletariado ya relativamente muy formado, y, por lo tanto, una
larga evolución previa.
El objetivo final es más bien la relación al todo (al todo de la sociedad considerada
como proceso) por la cual cobra sentido revolucionario cada momento de la lucha.

Jamás ha habido, ni la habrá, porque no puede darse, una situación en la cual los
“hechos” hablen inequívocamente a favor o en contra de una determinada orientación
de los actos. Y cuanto más a conciencia se estudien los hechos (en ese aislamiento, o
sea, en sus conexiones de la mera reflexión), tanto menos podrán indicar
inequívocamente una dirección determinada. Se entiende sin más que una resolución
puramente subjetiva tiene que pulverizarse al chocar con la robustez de las cosas que
actúan sin ser comprendidas, con automática legalidad. De este modo la consideración
de la realidad propia del método dialéctico resulta ser la única capaz de mostrar una
orientación para las acciones, precisamente en el problema práctico. El
autoconocimiento subjetivo y objetivo del proletariado en un determinado estadio de
su evolución es al mismo tiempo conocimiento del estadio alcanzado en la evolución
social.
Pero la evolución social agudiza constantemente la tensión entre el momento parcial y
el todo. El camino de la conciencia en el proceso histórico no se hace más equilibrado,
sino, por el contrario, cada vez más difícil y más cargado de responsabilidad. Por eso,
la función del marxismo ortodoxo, su superación del revisionismo y del utopismo, no
es una resolución de tendencias falsas que pueda conseguirse de una vez, sino una
lucha siempre renovada contra el confusionario efecto de formas burguesas de
comprensión en el pensamiento del proletariado. Esa ortodoxia no es una guardiana de
tradiciones, sino proclamación, siempre vigilante, de la relación del instante presente y
de sus tareas con la totalidad del proceso histórico.

ROSA LUXEMBURG COMO MARXISTA

I
Lo que diferencia decisivamente al marxismo de la ciencia burguesa no es la tesis de
un predominio de los motivos económicos en la explicación de la historia, sino el punto
de vista de la totalidad. La categoría de totalidad, el dominio omnilateral y
determinante del todo sobre las partes, es la esencia del método que Marx tomó de
Hegel y transformó de manera original para hacer de él el fundamento de una nueva
ciencia. Y el elemento básicamente revolucionario de la ciencia proletaria no consiste
solo en contraponer a la sociedad burguesa contenidos revolucionarios, sino también y
ante todo en la esencia revolucionaria del método mismo. El dominio de la categoría de
totalidad es l portador del principio revolucionario en la ciencia.
Solo en el pensamiento de Marx se convierte la dialéctica hegeliana realmente en un
“álgebra de la revolución”. El principio revolucionario de la dialéctica hegeliana no
podía manifestarse en y por esa inversión sino porque se mantuvo la esencia del
método, el punto de vista de la totalidad, la consideración de todos los fenómenos
parciales como momentos del todo, del proceso dialéctico entendido como unidad de
pensamiento e historia.
El método dialéctico se orienta en Marx al conocimiento de la sociedad como totalidad.
Mientras que la ciencia burguesa atribuye ingenua y realísticamente una “realidad” o,
“críticamente”, una autonomía a las abstracciones (necesarias y útiles en el marco
metodológico de cada ciencia tomada aisladamente) que surgen a consecuencia del
aislamiento temático del objeto investigado y a consecuencia de la división del trabajo
y de la especialización científica, el marxismo, por su parte, supera esas divisiones al
levantarlas y rebajarlas a la condición de momentos dialécticos. Para el marxismo,
pues, hay solo una única ciencia, unitaria e histórico-dialéctica, del desarrollo de la
sociedad como totalidad.
El punto de vista de la totalidad no determina solo el objeto, sino también el sujeto de
conocimiento.
- La ciencia burguesa considera los fenómenos de la sociedad siempre desde el
punto de vista del individuo. Y desde el punto de vista del individuo no puede
obtenerse ninguna totalidad, sino, a lo sumo, aspectos de un campo parcial, y
en la mayoría de los casos solo elementos fragmentarios, hechos sin conexión o
leyes regionales abstractas.
- La totalidad del objeto no puede ponerse más que cuando el sujeto que lo pone
es él mismo una totalidad y, por lo tanto, para pensarse a sí mismo, se ve
obligado a pensar el objeto también como una totalidad. En la sociedad
moderna son exclusivamente las clases las que representan como sujetos ese
punto de vista de la totalidad.
Marx considera los problemas de la entera sociedad capitalista como problemas de las
clases que la constituyen, la de los capitalistas y la de los proletarios, tomadas como
totalidades.
Lo único que importa aquí es indicar claramente los 2 presupuestos de un manejo
veraz, no juguetón del método dialéctico, sin ese vicio de los epígonos de Hegel;
llamar la atención pues, sobre la exigencia de la totalidad, como objeto puesto y como
sujeto que pone.

II
En el momento en que se abandona el punto de vista de la totalidad, el punto de vista
y el objetivo, el presupuesto y la exigencia del método dialéctico; en el momento en
que la revolución no se concibe como momento del proceso, sino como acto aislado,
separado del desarrollo global, en ese momento el principio revolucionario de Marx
tiene que padecer una recaída en el período primitivo del movimiento obrero. Si cae el
principio de la revolución entendido como consecuencia del dominio categorial de la
totalidad, entonces se descompone todo el sistema del marxismo.
La marcha dialéctica de la historia, que es lo que principalmente intentaron extirpar del
marxismo, ha impuesto también aquí a los oportunistas las consecuencias necesarias.
(→ Lukács está criticando a los reformistas: Bernstein) La evolución económica de la
época imperialista ha imposibilitado cada vez más los ataques aparentes al sistema
capitalista, el análisis “científico” de sus fenómenos, considerados aisladamente en
interés de una ciencia objetiva y exacta. No solo había que decidirse políticamente
acerca de si se estaba a favor o en contra del capitalismo, sino que también había que
tomar una decisión teorética:
- o bien considerar de un modo marxista la evolución marxista la evolución
conjunta de la sociedad como una totalidad, y entonces dominar teorética y
prácticamente el fenómeno del imperialismo
- o bien evitar ese dominio limitándose a la investigación científico-especialista de
momentos aislados del fenómeno
Descubriendo “leyes de validez atemporal” para casos singulares y obteniendo
descripciones exactas de terrenos aislados, la socialdemocracia desdibujó la distinción
entre el imperialismo y el período anterior.

III
Problema central del método dialéctico: la posición de dominio de la categoría de
totalidad. El método filosófico de Hegel no ha sido nunca abandonado en este punto
por Marx. Pues la unificación dialéctica hegeliana de pensamiento y ser, la idea de su
unidad y totalidad de un proceso, es también la esencia de la filosofía de la historia del
materialismo histórico.
Para el método dialéctico todo (sea lo que sea) gira siempre en torno del mismo
problema: el conocimiento de la totalidad del proceso histórico. Por eso para él los
problemas “ideológicos” y “económicos” pierden su recíproca extrañeza y fluyen los
unos en los otros. El tratamiento histórico-problemático se convierte efectivamente en
una historia de problemas reales. Le expresión literaria, científica, de un problema
aparece como expresión de sus posibilidades, sus límites y sus problemas. El
tratamiento histórico-literario de los problemas puede así expresar del modo más puro
la problemática del proceso histórico. La historia de la filosofía se convierte en filosofía
de la historia.

IV
La nueva fundamentación “ética” del socialismo es el aspecto subjetivo de la falta de la
categoría de totalidad, única capaz de posibilitar la visión de conjunto. Para el
individuo, ya sea el capitalista o el individuo proletario, el mundo circundante tiene que
presentarse como un destino absurdo y brutal, como algo que eterna y esencialmente
le es extraño. Él no puede entender ese mundo más que aceptándolo, en la teoría, de
acuerdo con la forma de las “leyes eternas de la naturaleza”, o sea, solo si ese mundo
cobra una racionalidad ajena al hombre, impenetrable y no influible por las
posibilidades de acción del individuo; solo si el hombre se comporta con ella de un
modo puramente contemplativo, fatalista.
La posibilidad de la actuación en un mundo así se ofrece solo por 2 vías, las cuales son
ambas aparentes desde el punto de vista de la acción verdadera, de la transformación
del mundo:
- una es el aprovechamiento de las leyes inmutables descubiertas de modo
fatalista, para determinadas finalidades humanas.
- La otra es una acción orientada hacia la interioridad, como un intento de
realizar la transformación del mundo en el único punto que de este queda, o
sea, el individuo mismo. (ética)
Pero como la mecanización del mundo mecaniza también, necesariamente, al sujeto
del mundo, esa ética no pasa tampoco de ser abstracta, meramente normativa incluso
respecto de la totalidad del individuo aislado del mundo, y no llega a ser realmente
activa, productora de objetividad. Queda en el deber-ser: tiene carácter de mero
postulado. (→ dilema de la impotencia)
La rotura del punto de vista de la totalidad desgarra la unidad de la teoría y la práctica.
La acción, la práctica es por su esencia una penetración, una transformación de la
realidad. Mas la realidad no puede no puede captarse y penetrarse sino como
totalidad, y solo es capaz de esa penetración un sujeto que sea él mismo totalidad.
Estaba reservado a Marx el descubrir concretamente ese “verdadero como sujeto” y
establecer así la unidad de la teoría y la práctica, al centrar y limitar la realización de la
reconocida totalidad en la realidad del proceso histórico, determinando así cuál es la
totalidad cognoscible y de necesario conocimiento. La superioridad metódica del punto
de vista de clase (a diferencia del propio individuo) queda clara. El fundamento de esa
superioridad reside en que solo la clase puede penetrar activamente la realidad social y
transformarla en su totalidad. Por eso la crítica ejercida desde este punto de vista, al
ser consideración de la totalidad, es la unidad dialéctica de la teoría y la práctica al
mismo tiempo, reflejo y simultáneamente motor del proceso histórico-dialéctico. El
proletariado, como sujeto del pensamiento de la sociedad, desgarra de un golpe el
dilema de la impotencia: el dilema entre el fatalismo de las leyes puras y la ética de la
pura intención.
El que el conocimiento del condicionamiento histórico del capitalismo se convierta para
el marxismo en una cuestión vital se debe a que solo en ese contexto, solo en la
unidad de teoría y práctica, puede fundarse la necesidad de la revolución social, de la
plena transformación de la totalidad de la sociedad.
El proletariado es al mismo tiempo producto de la crisis permanente del capitalismo y
ejecutor de las tendencias que llevan al capitalismo a la crisis. El proletariado actúa en
la medida en que reconoce su situación. Y reconoce su situación en la sociedad en la
medida en que lucha contra el capitalismo.
La conciencia de clase del proletariado, la verdad del proceso “en cuanto sujeto”, no es
en modo alguno algo que se mantenga uniformemente estable o que proceda según
leyes mecánicas. Es la conciencia del proceso dialéctico mismo: es él mismo un
proceso dialéctico. Pues el lado práctico, activo, de la conciencia de clase, su verdadera
esencia, no puede ser visible según su auténtica figura más que si el proceso histórico
exige imperiosamente su vigencia, más que si una crisis aguda de la economía lo
mueve a la acción. En otro caso, y de acuerdo con la crisis permanente latente en el
capitalismo, él mismo es teorético y latente: se encuentra en la forma de “mera”
conciencia, como “suma ideal” de exigencias puestas a los problemas y las luchas del
día.
Pero en la unidad dialéctica de la teoría y la práctica que ha visto Marx en el
movimiento de liberación del proletariado, y a la cual él ha dado conciencia, no puede
haber mera conciencia, ni en la forma de teoría “pura” ni en la del puro postulado,
deber-ser, mera norma de conducta. El mismo postulado tiene aquí su realidad, esto
es: la situación del proceso histórico que imprime a la conciencia de clase del
proletariado un carácter de postulado, un carácter “latente y teorético”, tiene que
cobrar forma como realidad correspondiente, e intervenir como tal en la totalidad del
proceso. Esta forma de la conciencia proletaria en el partido.
Rosa Luxemburg ha visto tempranamente que la organización es más consecuencia
que presupuesto del proceso revolucionario, por el hecho mismo de que el proletariado
no puede constituirse en clase más que en el proceso y por él. En este proceso, que el
partido no puede ni evitar ni suscitar, el partido tiene en cambio una función muy alta:
ser portador de la conciencia de clase del proletariado, conciencia de su misión
histórica. La concepción de Rosa Luxemburg llega a ser fuente de la actividad
verdadera, de la actividad revolucionaria.
La conciencia de clase es la “ética” del proletariado, la unidad de su teoría y de su
práctica, el punto en el cual la necesidad económica de su lucha libertadora muta
dialécticamente en libertad. Al reconocerse al partido como forma histórica y portador
activo de la conciencia de clase, el partido se convierte al mismo tiempo en portador
de la ética del proletariado en lucha. Esta su función tiene que determinar su política.
Aunque su política no esté siempre en armonía son la realidad empírica del momento,
aunque sus consignas no sean seguidas en tales momentos, no solo le dará
satisfacción la marcha necesaria de la historia, sino que, además, la fuerza moral de la
verdadera conciencia de clase, de la correcta acción de clase, tendrá también sus
frutos desde el punto de vista del realismo político.
La fuerza del partido es una fuerza moral: se alimenta de la confianza de las masas
espontáneamente revolucionarias, obligadas a sublevarse por la evolución económica.
El partido vive del sentimiento que las masas tienen de que es la objetivación de su
más propia voluntad, que ellas mismas no tienen en claro, la forma visible y
organizada de su propia conciencia de clase. Solo cuando el partido se ha conquistado
y merecido esa confianza puede ser dirigente de la revolución. Pues solo entonces se
lanzará el impulso espontáneo de las masas, con toda su fuerza y con instinto cada vez
más claro, en la dirección del partido, en la dirección de su propia llegada a conciencia.
La llamada fe religiosa no es en ese caso sino certeza metódica acerca del hecho de
que, pese a todas las derrotas y retiradas momentáneas, el proceso histórico sigue su
camino hasta el final en nuestros actos, por nuestros actos.

“LA COSIFICACIÓN Y LA CONSCIENCIA DEL PROLETARIADO” DE GEORG


LUKÁCS
No es casual que las dos grandes obras maduras de Marx empiecen con el análisis de
la mercancía. Enigma de la estructura de la mercancía. El problema de la mercancía
aparece como el problema estructural central de la sociedad capitalista en todas sus
manifestaciones vitales. Solo en este caso puede descubrirse en la estructura de la
relación mercantil el prototipo de todas las formas de objetividad y de todas las
correspondientes formas de subjetividad que se dan en la sociedad burguesa.
I. El fenómeno de la cosificación
1. La esencia de la estructura de la mercancía se ha expuesto muchas veces: se basa
en que una relación entre personas cobra el carácter de una coseidad y, de este modo,
una “objetividad fantasamal” que con sus leyes propias rígidas, aparentemente
conclusas del todo y racionales, esconde toda huella de su naturaleza esencial, el ser
una relación entre hombres. Debemos señalar los problemas fundamentales que
resultan del carácter de fetiche de la mercancía como forma de objetividad y del
comportamiento subjetivo correspondiente. El problema del fetichismo de la mercancía
es un problema específico de nuestra época, un problema del capitalismo moderno (el
tráfico mercantil es la forma dominante del intercambio o metabolismo de una
sociedad).
Al examinar ese hecho básico estructural hay que observar ante todo que por obra de
él el hombre se enfrenta con su propia actividad, con su propio trabajo, como algo
objetivo, independientemente de él, como con algo que lo domina a él mismo por obra
de leyes ajenas a lo humano. Y eso ocurre tanto desde el punto de vista objetivo
cuanto desde el subjetivo. Ocurre objetivamente en el sentido de que surge un mundo
de cosas y relaciones cósicas cristalizado cuyas leyes, aunque paulatinamente van
siendo conocidas por los hombres, se les contraponen siempre como poderes
invencibles, autónomos de su actuación. Y subjetivamente porque, en una economía
mercantil completa, la actividad del hombre se le objetiva a él mismo, se le convierte
en mercancía que, sometida a la objetividad no humana de unas leyes naturales de la
sociedad, tiene que ejecutar sus movimientos con la misma independencia respecto del
hombre que presenta cualquier bien para la satisfacción de las necesidades convertido
en cosa – mercancía.
La universalidad de la forma mercancía condiciona tanto subjetiva cuanto
objetivamente, una abstracción del trabajo humano, el cual se hace cosa en las
mercancías. Objetivamente por el hecho de que la forma mercancía como forma de la
igualdad, de la intercambiabilidad con objetos cualitativamente diversos, no es posible
más que considerando esos objetos como formalmente iguales en ese respecto que es
el que les da su objetividad en mercancías. Subjetivamente, porque esa igualdad
formal del trabajo humano abstracto no solo es el común denominador al que se
reducen los diversos objetos en la relación mercantil, sino que se convierte además en
principio real del proceso de producción efectivo de las mercancías. El trabajo propio
de la división capitalista del trabajo surge a la vez como producto y como presupuesto
de la producción capitalista, en el curso del desarrollo de ésta; y solo en el curso de
ésta, por tanto, llega a ser una categoría social, la cual influye decisivamente en la
forma de la objetividad tanto de los objetos cuanto de los sujetos de la sociedad así
nacida, de su relación con la naturaleza de las relaciones con ella posibles entre los
hombres. Con la descomposición moderna, “psicológica” del proceso de trabajo
(sistema Taylor), esta mecanización racional penetra hasta el “alma” del trabajador:
hasta sus cualidades psicológicas se separan de su personalidad total, se objetivan
frente a él, con objeto de insertarlas en sistemas racionales especializados y reducirlas
al concepto calculístico.
Las transformaciones decisivas que se producen en el sujeto y objeto del proceso
económico con el principio del cálculo, de la racionalidad basada en la calculabilidad,
son las siguientes: en primer lugar, la computabilidad del proceso del trabajo exige
una ruptura con la unidad del producto mismo, que es orgánico – irracional y está
siempre cualitativamente determinada. Una descomposición muy detallada de cada
complejo e sus elementos, mediante la investigación de las leyes parciales especiales
de su producción. La racionalización es inimaginable sin la especialización. Así
desaparece el producto unitario como objeto del proceso de trabajo. La unidad del
producto en cuanto mercancía no coincide ya con su unidad como valor de uso: la
independización técnica de las manipulaciones parciales de su producción se expresa
también económicamente, con la penetración del capitalismo en la sociedad, en la
forma de independización de las operaciones parciales, de la relativización creciente
del carácter de mercancía del producto en los diversos estadios de la producción.
En segundo lugar, significa el desgarramiento de su sujeto. Las peculiaridades
humanas del trabajador se presentan cada vez más como meras fuentes de error
respecto del funcionamiento racional y previamente calculado de esas leyes parciales
abstractas.
Con la racionalización y la mecanización crecientes del proceso de trabajo la actividad
del trabajador va perdiendo cada vez más intensamente su carácter mismo de
actividad, para convertirse paulatinamente en una actitud contemplativa. El tiempo lo
es todo y el hombre no es ya nada. Ya no importa la cualidad. La cantidad sola lo
decide todo. La descomposición mecánica del proceso del proceso de producción
desgarra también los vínculos que en la producción orgánica unían a los sujetos
singulares del trabajo en una comunidad. La mecanización de la producción hace de
ellos, también desde este punto de vista, átomos aislados abstractos, los cuales no son
ya copartícipes de un modo orgánico inmediato, por sus rendimientos y actos de
trabajo, sino que su cohesión depende cada vez más exclusivamente de las leyes
abstractas del mecanismo en el que están insertos y que media sus relaciones.
La situación cambia radical y cualitativamente al universalizarse la categoría
mercancía. El destino del trabajador se convierte entonces en destino universal de la
sociedad entera; pues la universalidad de ese destino es el presupuesto de que el
proceso del trabajo se organice en las empresas según esa orientación. La
mecanización racional del proceso del trabajo no es, en efecto, posible más que
cuando nace el trabajador “libre” capaz de vender libremente en el mercado su fuerza
de trabajo como mercancía “suya”, como cosa por él “poseída”. Condición necesaria
del proceso de cosificación es que toda la satisfacción de las necesidades se cumpla en
la sociedad en la forma del tráfico de mercancías. Poner relaciones racionalmente
cosificadas en el lugar de las situaciones espontáneas que muestran sin rebozo las
verdaderas relaciones humanas.
El movimiento de de las mercancías en el mercado, el origen de su valor, o, en una
palabra, el ámbito de juego real de cada cálculo racional, no solo está sometido a leyes
rígidas, sino que presupone además como fundamento del cálculo una rigurosa
legalidad de todo acaecer. Esta atomización del individuo no es, pues, más que un
reflejo consciente de que las “leyes naturales” de la producción capitalista han
abarcado todas las manifestaciones vitales de la sociedad, de que, por primera vez en
la historia, la sociedad entera está sometida, tendencialmente al menos, a un proceso
económico unitario, de que el destino de todos los miembros de la sociedad está regido
por leyes unitarias. Pero esa apariencia es una apariencia necesaria; esto es: la
comprensión inmediata, práctica y mental, que el individuo consiga de la sociedad, la
producción y la reproducción inmediatas de la vida no podrá realizarse sino en esa
forma de actos de intercambios racionales y aislados entre poseedores, también
aislados, de mercancías. El trabajador tiene que representarse a si mismo como
“poseedor” de su fuerza de trabajo como mercancías. Su posición específica estriba en
que esa fuerza de trabajo es lo único que posee. Y lo típico de su destino para la
estructura de toda la sociedad es que esa auto-objetivación, esa conversión de una
función humana en mercancías, revela con la mayor crudeza el carácter
deshumanizado y deshumanizador de la relación mercantil.
2. La objetividad racional encubre ante todo el carácter cósico inmediato, cualitativo y
material de todas las cosas. En las formas del capital se desdibujan hasta hacerse
plenamente imperceptibles e irreconocibles las relaciones entre los hombres y de ellos
con los objetos reales de la satisfacción de las necesidades, relaciones ocultas en la
relación mercantil inmediata, precisamente por eso se convierten necesariamente en
esas formas, para la consciencia cosificada, en verdaderas representantes de su vida
social. El carácter mercantil de la mercancía, la forma abstracta y cuantitativa de la
calculabilidad, aparece en las formas del capital del modo más puro; y por eso se
convierte necesariamente, para la consciencia cosificada, en forma de manifestación de
su inmediatez propia, por encima de la cual, precisamente porque es una conciencia
cosificada, no intenta siquiera remontarse, sino que tiende más bien a eternizarse
mediante una “profundización científica” de las leyes perceptibles en este campo. Del
mismo modo que el sistema capitalista se produce y reproduce constantemente en lo
económico a niveles cada vez más altos, así también penetra en el curso del desarrollo
del capitalismo la estructura cosificada, cada vez más profundamente, fatal y
constitutivamente, en la consciencia de los hombres.
El proceso de transformación tiene que abarcar todas las manifestaciones de la vida
social, si es que se han de cumplir los presupuestos del despliegue total de la
producción capitalista. De este modo, el desarrollo del capitalismo ha producido un
derecho concorde con sus necesidades y estructuralmente adherido a su propia
estructura, el estado correspondiente, etc. (Citas de Weber)
Se produce una sistematización racional de todas las regulaciones jurídicas de la vida,
la cual, por una parte y tendencialmente al menos, representa un sistema cerrado y
aplicable a todos los casos imaginables y posibles. El que este sistema se componga
internamente por vías puramente lógicas, por el camino de la dogmática puramente
jurídica, por la interpretación del derecho, o que la práctica judicial esté llamada a
colmar las “lagunas” de la ley, no constituye diferencia relevante alguna por lo que
hace a nuestro objetivo, que es identificar a esa estructura de la moderna objetividad
jurídica. Las categorías puramente sistemáticas con las que se constituye finalmente la
generalidad de la regulación jurídica que se extiende uniformemente a todo han nacido
en el curso del desarrollo moderno. El sistema jurídico aparece como algo siempre
terminado, exactamente fijado, como sistema rígido, pues, a los acaecimientos
singulares de la vida social. El derecho moderno, materialmente transformado repetida
y tormentosamente, muestra un carácter rígido, estático y concluso. Con esto aparece
también el carácter contemplativo del comportamiento del sujeto en el capitalismo.
El problema de la burocracia moderna no se comprende plenamente sino en este
contexto. La burocracia significa una adaptación del modo de vida y de trabajo, y, por
lo tanto, también de la consciencia, a los presupuestos económicos – sociales de la
economía capitalista análoga a la que hemos comprobado para el trabajador en la
empresa. Tratamiento cada vez, más formal – racionalista de todas las cuestiones
desde el punto de vista objetivo, de una separación, cada vez más radical, de la
esencia material cualitativa de las “cosas” de la operación burocrática. Una
intensificación monstrusosa de la especialización unilateral en la división del trabajo, la
cual hace violencia a la esencia humana del hombre. No todas las capacidades
intelectuales quedan aplastadas por la mecanización mecánica, sino que solo una
capacidad se separa de la personalidad total y se objetiva frente a ella en la forma de
cosa, de mercancía. La división del trabajo ha sido aquí arraigada en lo “ético”, al
modo como el taylorismo la ha arraigado ya en lo “psíquico”. El capitalismo ha
producido, con la estructura unitaria de la economía para toda la sociedad, una
estructura formalmente unitaria de la consciencia para toda esa sociedad. Los
problemas de consciencia del trabajo asalariado se repiten en la clase dominante,
refinados, sin duda, espiritualizados, pero precisamente por eso también agudizados.
La transformación de la relación mercantil en una cosa de “fantasmal objetividad” no
puede, pues, detenerse con la conversión de todos los objetos de la necesidad en
mercancías. Sino que imprime su estructura a toda la consciencia del hombre: sus
cualidades y capacidades dejan ya de enlazarse en la unidad orgánica de la persona y
aparecen como “cosas” que el hombre “posee” y “enajena” exactamente igual que los
diversos objetos del mundo externo.
Esta racionalización del mundo, aparentemente ilimitada, que penetra hasta el ser
psíquico y físico del hombre, tiene, empero, un límite en el carácter formal de su
propia racionalidad. Esto es: la racionalización de los elementos aislados de la vida y
las resultantes leyes formales se articulan inmediatamente, para la mirada superficial,
en un sistema de “leyes” generales, pero el desprecio en que se basa su legalidad, se
refleja en la real incoherencia del sistema legal mismo, en la casualidad de la relación
entre los sistemas parciales, en la independencia relativamente grande que poseen
esas partes las unas respecto de las otras.
Mas la estructura de la crisis resulta ser, una mera intensificación de la cantidad y la
intensidad de la vida cotidiana de la sociedad burguesa. La apariencia de que la entera
vida social está sometida a una legalidad “eterna, de bronce”, diferenciada,
ciertamente, en diversas leyes especiales para las diversas regiones, tiene al final que
desenmascararse como tal apariencia.
Ya se ha dicho que la división del trabajo destruye todo proceso orgánico y unitario del
trabajo y de la vida, lo descompone en sus elementos con objeto de permitir que las
funciones parciales, racional y artificialmente separadas, sean ejecutadas por
“especialistas” psíquica y físicamente adecuados a ellas y capaces de realizarlas del
modo más racional. Esa racionalidad y ese aislamiento de las funciones parciales tiene
como consecuencia necesaria el que cada una de ellas se independice y tienda a
desarrollarse por si misma, según la lógica de su propia especialidad,
independientemente de las demás funciones parciales de la sociedad. Y esa tendencia
crece comprensiblemente con la intensificación de la división del trabajo y de su
racionalización.
3. Por la especialización del rendimiento del trabajo se pierde todo cuadro del
conjunto. Y como a pesar de ello es imposible que se extinga la necesidad de una
captación del todo, se producen la impresión y el reproche de que sea la ciencia
misma, que se queda presa en la inmediatez, la que destruye y fragmenta la totalidad
de la realidad, perdiendo con su especialización la visión del todo. Se contempla el
trabajo de la ciencia desde un punto de vista externo, no desde el punto de vista de la
consciencia cosificada. Esa consideración revelará que cuanto más desarrollada está
una ciencia moderna, cuanto más plenamente ha conseguido claridad metódica acerca
de si misma, tanto más resueltamente tiene que apartarse de los problemas
ontológicos de su esfera, tanto más resueltamente tiene que eliminar esos problemas
del campo de la conceptualizad por ella elaborada. Y cuanto más desarrollada y más
científica sea, tanto más se convertirá en un sistema formalmente cerrado de leyes
parciales y especiales, para el cual es metódica y principalmente inasible el mundo
situado fuera de su propio campo, y, con él, también, y hasta en primer término, la
materia propuesta para el conocimiento, su propio y concreto sustrato de la realidad.
Aquí se aprecia la íntima relación entre el método científico nacido del ser social de una
clase, de sus necesidades y constricciones en cuanto al dominio conceptual de ese ser,
y el ser de la clase misma. Por ejemplo, el derecho y las crisis económicas. Esta
concepción del derecho convierte la génesis y la caducidad del derecho en algo
jurídicamente tan incomprensible como lo es la crisis para la ciencia económica.
En el terreno de la sociedad burguesa es imposible una alteración radical del punto de
vista. Se mantiene la tendencia básica del desarrollo filosófico: aceptar como
necesarios, como dados, los resultados y los métodos de las ciencias especiales y
atribuir a la filosofía la tarea de descubrir y justificar el fundamento de la validez de
esas conceptualizaciones. Con lo cual la filosofía se sitúa respecto de las ciencias
especiales como estas respecto a la realidad empírica. Al aceptar de este modo la
filosofía la conceptualización formalista de las ciencias especiales como sustrato dado
inmutable, queda consumada la imposibilidad de penetrar la cosificación que subyace
ese formalismo. El mundo cosificado se presenta ya definitivamente como único mundo
posible, único abarcable por conceptos, único mundo comprensible dado a los
hombres. El pensamiento moderno burgués, al buscar las “condiciones de la
posibilidad” de la validez de las formas en que se manifiesta su ser básico, se obstruye
a sí mismo el camino que lleva a los planteamientos claros, a las cuestiones de la
génesis y la caducidad, de la esencia real y el sustrato de esas formas.

TEORÍA TRADICIONAL Y TEORÍA CRITICA DE MAX HORKHEIMER

INTRODUCCIÓN (Jacobo Muñoz)


Max Horkheimer y la evolución de la “teoría crítica”
Descripción de Max Horkheimer como uno de los pensadores mas “centroeuropeos”;
inserción en la gran tradición filosófica de Kant y Hiel, por su completa sensibilidad
cultural, por su gusto por la especulación y su pericia para el concepto, por su
profunda vivencia de las expectativas revolucionarias de la Alemania de Weimar.
Lucidez y pesimismo.
Teoría y crítica
Cuando en 1931 asumió la dirección intelectual del Institut, Horkheimer aún hablaba
centralmente de “filosofía social”. En 1937, sin embargo, ya habla de “teoría crítica”.
La “teoría crítica” de 1937 es la “filosofía social”, ético – políticamente modulada, de
siempre, tal y como Horkheimer la cree posible y necesaria desde las alturas del
tiempo alcanzado.
Recuperación en el corazón del marxismo, de la instancia práctica – filosófica,
“revolucionaria”, de la que la Escuela de Frankfort es documento y resultado.
Singular paradoja que opera en el cuerpo entero de la “teoría crítica”: frente al
carácter supuestamente “neutro” de la “teoría tradicional”, de raíz
epistemológicamente cartesiana, que en realidad encubre su condición de simple
elemento, del proceso de reproducción del modo de producción dominante; la “teoría
crítica” queda definida como electo subvertidor de ese mismo proceso. O lo que es
igual: como un elemento más del proceso revolucionario.
Conciencia creciente de la destrucción del sujeto clásico de dicho proceso. La
conciencia, en fin, del debilitamiento progresivo de la clase obrera revolucionaria.
He ahí su razonamiento: la revolución de 1789 dio a la actividad burguesa un sentido
inmanente, inseparable de ese programa de realización cismundana de los ideales
oscuramente latentes en la religión y la filosofía, que cabe sintetizar por recurso al
conocido lema “liberté, egalité, fraternité”. A saber: el sentido de crear entre los
hombres unas condiciones justas, un orden social llamado a dar cumplimiento a la
reivindicación irrenunciable de una vida racional para todos (para cada uno de los
individuos).
Durante el curso mismo de la revolución irrumpió ya esa contradicción entorno a la que
no habríamos cesado de girar: la contradicción desvelada por la evidencia, inmediata y
elemental, de que la liberación bastaba para implementar la libertad. La libertad real,
claro es; la “libertad positiva”. Porque la nueva libertad resultó ser equivalente a
libertad de desarrollo del poder económico.
La sociología burguesa nació precisamente en ese momento histórico: en el momento
de la evidencia del fracaso de las expectativas racionalistas e ilustradas de paso
armonioso a un orden en el que las contradicciones reales quedaran suspendidas. Y
nació, en consecuencia, como ciencia rectora e inspiradora de un necesario haz de
técnicas de dominación y domesticación del conflicto, del antagonismo. Como ciencia
“restauradora”; como ejercicio sistemático de una forzada “reconciliación”.
Un pensamiento el sociológico, que en lugar de trascender en clave transformadora la
sociedad, se vio constreñido de un concepto y unas técnicas de “orden”, “ley”, y
“progreso” que jamás desbordaran los límites de las relaciones capitalista de
producción. Que “racionalizaran” las necesarias reformas e hicieran superflua cualquier
posible revolución realmente transformadora. “Destreza” de intencionalidad
restauradora y estabilizadora. Pérdida del primado de la totalidad, la pérdida de vista
de lo existente en su conjunto.
Pérdida razonada, además, por los sociólogos y a la vez justificada, como requisito
inalienable de su propio estatus de científicos, en la medida al menos que para ellos
ese punto de vista de la totalidad que Horkheimer reclamará siguiendo a Korsch y a
Lukács como piedra de toque de la “teoría crítica”, remitirá a los grandes sistemas del
pasado, con toda su riqueza de pensamiento.
La Teoría Crítica se autoconcebirá como alternativa teórica a la sociología “burguesa”.
Teoría y “práctica”, por supuesto. Pero también se autoconcebirá como constante
ejercicio crítico. Esta “teoría crítica” será un desarrollo interno al paradigma de la
economía política desarrollada por Marx en sus grandes textos de madurez. Será el
materialismo histórico llevado a su necesaria autoconciencia teórica.
Al reivindicar este programa de la sociedad “emancipada”, el Horkheimer juvenil de la
esperanza y la lucha, pasará a concebir la filosofía como un momento necesario, el
ético – teleológico, de la crítica de la economía política. Con lo que a la vez confirmaba
la lectura hegeliana del marxismo insinuada a comienzos de la década del ´20 por
Korsch o Lukács, como también su propia genealogía kantiana.
Horkheimer entraba en flagrante contradicción con todo posible reformismo. También
con el concepto tradicional de “teoría”, porque a la luz de esta expresión “teoría crítica”
ya es un sinsentido.
La teoría crítica solo puede ser asumida como una actividad ético – político de orden
distinto al explicativo: una reflexión valorativa de una realidad a cuyo conocimiento el
crítico accede por la vía de la teoría. “Teoría crítica” en cuanto opuesta a la
“tradicional”.
“Teoría crítica” y crítica de las ideologías
Horkheimer concebirá la crítica marxiana de la economía política como un capítulo
central de la crítica de las ideologías. Concretamente, como crítica de todas las
tentativas hechas por la economía y la sociología convencionales de naturalizar la
economía, esto es, de presentar, generando así diferentes formas de “falsa conciencia”
social, las relaciones específicas de la sociedad capitalista como relaciones
supratemporales, identificables a “constantes transhistóricas”. De acuerdo con esta
genealogía y dad su intencionalidad profunda, difícilmente podría ser la Teoría Crítica
otra cosa que crítico – ideológica en un sentido muy radical. Dadas las características
de la sociedad cuyo conocimiento procura la propia Teoría Crítica ésta no puede sino
autoasumirse como un “juicio existencial” crítico adecuadamente “desplegado” o
desarrollado.
Esta universalización exigirá a la Teoría Crítica una notable ampliación de su
instrumental teórico y analítico. Y así Horkheimer considerará necesario allegar a la
crítica de la economía política el psicoanálisis freudiano, en alguno de sus registros, o
determinados desarrollos de la psicología social, de la teoría literaria, etc. Algo
interpretable como una existencia del propio objeto material escogido: las relaciones
sociales cosificadas y el aislamiento de los individuos en la atomizada y disgregada
sociedad burguesa. O de la propia Teoría Crítica, de su empeño central de sacar a la
luz cómo se comportan realmente estos individuos, y de acuerdo con qué claves y
pautas, más allá de la falsa conciencia inmediata de su hacer personal y social.
Doble movimiento: crítico y cognoscitivo, de este quehacer teórico, tan centralmente
llamado a horadar la instancia inmediata de unas relaciones sociales literalmente
cosificadas. Pero no por ello menos históricas. Es decir: “mortales”.
Crítica y transformación
Tarea que Horkheimer asigna a la “teoría crítica”: convertirse en el instrumento idóneo
de la transformación revolucionaria del proceso capitalista. Este es el criterio que de
manera central le sirve para diferenciarla de la “tradicional”, que vendría a ser, por el
contrario, la incipiente en los procesos de trabajo especializados mediante los que se
reproduce la actual sociedad capitalista.
Madrinaje que señala Horkheimer entre el científico convencional y el empresario,
goznes ambos, entre otros, de un cosificado mecanismo social que solo
engañosamente puede hacerle sentirse “libres”.
Este carácter de punta de lanza revolucionaria que Horkheimer asigna a la “teoría
crítica” conlleva necesariamente una muy característica sobrevaloración del momento
político de la crítica. Porque Horkheimer convierte la “teoría crítica” en crítica
inmanente de la sociedad capitalista.
El “teórico crítico” será, en efecto, “el teórico cuya ocupación consiste en acelerar un
proceso que debe conducir a la sociedad sin injusticia”. Aquel, pues, a cuyo trabajo
subyazca un muy calificado interés emancipatorio.
Uno de los aspectos más llamativos del general mecanismo reproductivo de la
cosificada vida social capitalista es el control de la conciencia de sus miembros. Ese
control al que una gigantesca “industria cultural” venía a prestar sus cada vez más
perfeccionadas técnicas, coadyuvando así de modo decisivo al secuestro del Sujeto de
la Revolución y aún del “individuo” libre, consciente, dueño de sí.
“Teoría tradicional y teoría crítica” es un documento tan representativo de la Escuela
de Francfort y de su especificidad irreductible en el pensamiento contemporáneo como
“Dialéctica de la Ilustración” o “Para una crítica de la razón instrumental”.

I. TEORÍA TRADICIONAL Y TEÓRICA CRÍTICA (1937)


La cuestión de qué es teoría según el estado actual de la ciencia no parece ofrecer
grandes dificultades. En la investigación usual, por “teoría” se entiende un conjunto de
proposiciones acerca de un ámbito de objetos conectadas entre sí de tal modo que a
partir de algunas de ellas se pueden deducir las restantes. La teoría es un saber
acumulado de tal forma que se torna utilizable para la caracterización de los hechos
más detallada y profunda posible. Como objetivo de la teoría en general se presenta el
sistema universal de la ciencia. Éste ya no se circunscribe a un ámbito particular, sino
que abarca todos los objetos posibles. La separación de las ciencias se supera al
reducirse a las mismas premisas las proposiciones referidas a ámbitos diferentes. El
mismo aparato conceptual puesto a punto para la determinación de la naturaleza
inanimada sirve asimismo para clasificar la naturaleza viva.
Se suele derivar esta concepción de la teoría del inicio de la filosofía moderna con
Descartes. La deducción se supone aplicable a la totalidad de la ciencia. En sentido
estricto, la teoría es “una conexión sistemática de proposiciones en la forma de una
deducción sistemática unitaria”. Ciencia significa “un cierto universo de proposiciones
que se originan, como siempre, en el trabajo teórico, y en cuya ordenación sistemática
resulta determinado un cierto universo de objetos”. Si se puede hablar de que esta
concepción tradicional de la teoría muestra una tendencia, ésta apunta a un sistema de
símbolos puramente matemático. Las ciencias del hombre y de la sociedad se
esfuerzan por imitar el modelo de las exitosas ciencias naturales. En los últimos
períodos de la sociedad contemporánea las llamadas ciencias del espíritu sólo tienen
un fluctuante valor de mercado. Se deben intentar equiparar como mejor puedan a las
afortunadas ciencias naturales, cuyas posibilidades de aplicación están fuera de duda.
Se denomina así explicación teórica al establecer la relación entre la mera percepción o
constatación del estado de cosas y la estructura conceptual de nuestro saber.
Lo que los científicos de los diversos ámbitos consideran la esencia de la teoría se
corresponde realmente con su tarea inmediata. Los progresos técnicos de la era
burguesa no se pueden disociar de esta función de la actividad científica: la
configuración del material científico en una estructura ordenada de hipótesis. Cuando
el concepto de teoría se autonomiza, como si se pudiera fundamentar a partir de la
esencia interna del conocimiento o de algún otro modo ahistórico, se transforma en
una categoría deificada, ideológica.
Los nuevos puntos de vista se abren paso en contextos históricos concretos, aun
cuando para los propios científicos solo sean determinantes motivos inmanentes. Y del
mismo modo que la influencia del material empírico sobre la teoría al material empírico
es un proceso meramente intracientífico, sino que es también un proceso social. La
relación de las hipótesis con los hechos no se cumple en último término en la cabeza
del investigador, sino en la industria.
Entre las diversas escuelas filosóficas, los positivistas y los pragmatistas parecen
particularmente atentos al entrelazamiento del trabajo teórico con el proceso vital de
la sociedad. Ambas corrientes caracterizan la previsión y la utilidad de los resultados
como tareas de la ciencia. Pero en realidad esta conciencia de los objetivos, la creencia
en el valor social de su profesión, es para el científico un asunto privado. El científico y
su ciencia están insertos en el aparato social, sus rendimientos son un momento de las
autoconservación, de la reproducción permanente de lo existente, y no importa la
interpretación personal que se tenga del asunto. Para el científico la actividad teórica,
su particular forma de espontaneidad, consiste en el registro, la reorganización, la
racionalización del conocimiento de hechos, sin importar si se trata de la exposición
más detallada posible del material, como sucede en la historia y en las ramas
descriptivas de otras ciencias especializadas, o si se trata de la compilación de masas
de datos y la obtención de reglas generales, como en física. El dualismo de
pensamiento y ser, de entendimiento y percepción, le resulta natural.
La concepción tradicional de la teoría es el resultado de una abstracción que parte de
la actividad científica tal como se lleva a cabo en un nivel dado de división del trabajo.
Corresponde a la actividad del científico tal como se desempeña junto a todas las
restantes actividades de la sociedad, sin que la relación entre dichas actividades
particulares sea inmediatamente transparente. En la concepción tradicional no aparece
la verdadera función social de la ciencia. La vida de la sociedad es en realidad el
resultado del trabajo conjunto de las distintas ramas de la producción, y aunque la
división del trabajo en el modo de producción capitalista funciona mal, sin embargo sus
ramas, incluida la ciencia, no se pueden considerar autosuficientes e independientes.
No son relaciones eternas o naturales. Surgen del modo de producción en
determinadas formas sociales.
La falsa autoconciencia del científico burgués en la era del liberalismo se muestra en
los diversos sistemas filosóficos. El ideal es aquí el sistema unitario de una ciencia
todopoderosa. El autoconocimiento del hombre en el presente no es, empero, la
ciencia natural matemática, que se presenta como logro eterno, sino la teoría crítica de
la sociedad existente regida por el interés en las situaciones racionales.
Hay que pasar a una concepción en la que la unilateralidad que surge necesariamente
de la disociación de procesos intelectuales parciales respecto de la totalidad de la
praxis social sea a su vez superada. Las ciencias sociales toman la totalidad de la
naturaleza humana y extrahumana como dada y se interesan por la construcción de las
relaciones del hombre con la naturaleza, y de los hombres entre si. Pero el concepto de
teoría no se puede desarrollar señalando esa relatividad, inmanente a la ciencia
burguesa, de la relación del pensamiento teórico con los hechos, sino mediante
consideraciones que afectan tanto al científico como a los individuos cognoscentes en
general.
La totalidad del mundo perceptible, tal como existe para el miembro de la sociedad
burguesa, se presenta al sujeto como un conjunto de facticidades; el mundo esta ahí,
y debe ser aprehendido. El pensar organizador de cada individuo pertenece al conjunto
de las relaciones sociales que tienden a adaptarse del modo más adecuado posible a
las necesidades. Pero entre el individuo y la sociedad existe en este punto una
diferencia esencial. El mismo mundo que para el individuo es algo existente en sí, es al
mismo tiempo, en la forma que existe y subsiste, un producto de la praxis social
general. Los hechos que los sentidos nos presentan están socialmente preformados de
dos modos: a través del carácter histórico del objeto percibido y a través del carácter
histórico del órgano percipiente. Sin embargo, el individuo se experimenta a sí mismo
en la percepción como receptivo y pasivo. Esta diferencia en la existencia del hombre y
la sociedad es una expresión de la escisión que hasta ahora era propia de las formas
históricas de la vida social.
La producción humana contiene siempre un elemento de conformidad a un plan. En los
niveles elevados de la civilización, la praxis humana consciente determina
inconcientemente no solo el lado subjetivo de la percepción, sino también el objeto. Lo
que el miembro de la sociedad industrial ve cotidianamente en torno a él, todo es
mundo sensible, presenta los rasgos del trabajo consciente, y no se puede establecer
realmente la diferencia entre lo que de todo ello pertenece a la naturaleza inconsciente
y lo que pertenece a la praxis social. La economía burguesa no se rige por un plan; la
vida de la totalidad surge en este sistema solo bajo fricciones desmesuradas, en una
forma atrofiada y como por casualidad.
Dada la división de la sociedad en grupos y clases, se comprende que las
construcciones teóricas mantengan una relación diferente con dicha praxis general en
función de su pertenencia a uno u otro grupo. La teoría en su forma tradicional ejerce
una función social positiva.
Ahora bien, existe una actitud humana que tiene por objeto la sociedad misma. No
apunta tan solo a subsanar unas cuantas situaciones deficitarias, sino que estas les
parecen más bien necesariamente ligadas a la organización total del edificio social.
Aunque esta actividad surge de la estructura social, ni su propósito consciente ni su
significado objetivo apuntan a que algo en esta estructura funcione mejor. La
separación de individuo y sociedad, en virtud de la cual el individuo acepta como
naturales los límites de su actividad que han sido trazados de antemano, se relativiza
en la teoría crítica.
El carácter escindido de la totalidad social en su forma actual se desarrolla en de la
actitud crítica hasta convertirse en una contradicción consciente. Reconociendo el
sistema económico actual y la totalidad de la cultura fundada en él como un producto
del trabajo humano, como la organización que la humanidad se ha dado y de la que es
capaz en esta época, los sujetos de la actitud crítica se identifican con esta totalidad y
la conciben como voluntad y razón; es su propio mundo. Pero al mismo tiempo
experimentan que la sociedad se puede comparar con procesos naturales no humanos,
con meros mecanismos, porque las formas culturales que se basan en la lucha y la
opresión no testimonian una voluntad unitaria y autoconciente; este mundo no es el
suyo, sino el del capital. El reconocimiento crítico de las categorías que dominan la
vida social contiene al mismo tiempo su sentencia condenatoria. La razón no puede
hacerse transparente a si misma mientras los hombres actúen como miembros de un
organismo irracional. El organismo como unidad que crece y perece naturalmente no
es un modelo para la sociedad, sino una forma enmohecida de existencia de la que se
ha de emancipar. Una actividad que, orientada hacia esa emancipación, tiene por
objetivo la transformación de la totalidad se puede servir del trabajo teórico, tal como
tiene lugar dentro de los órdenes de la realidad existente. Pero prescinde del carácter
pragmático que resulta del pensamiento tradicional entendido como una profesión
socialmente útil.
Al pensamiento tradicional le son externos tanto el origen de los estados de cosas
determinados como la utilización práctica de los sistemas conceptuales en los que
aquéllos se recogen. Esta alienación protege al científico de las contradicciones
señaladas y dota a su trabajo de un marco fijo. La estructura de la actitud crítica,
cuyos objetivos van más allá de la praxis social dominante, no está, ciertamente, más
emparentada con estas disciplinas sociales que con la ciencia natural. Su oposición al
concepto tradicional de teoría no surge tanto de una diversidad de objetos cuanto de
sujetos. Para quienes ejercitan la actividad crítica, los estados de cosas dados en la
percepción se conciben como productos que pertenecen esencialmente al dominio del
hombre y que en todo caso deberían quedar bajo el control humano en el futuro, tales
estados de cosas pierden su carácter de mera facticidad.
El pensamiento crítico contiene un concepto del hombre que entra en conflicto consigo
mismo mientras no produzca esta identidad. Siempre habrá algo que permanezca a la
vida intelectual y material del hombre: la naturaleza, entendida como el conjunto de
factores todavía no dominados con los que la sociedad tiene que habérselas. Pero
cuando a ellos se suman las condiciones que dependen únicamente de los propios
hombres, esta exterioridad no solo es una categoría eterna y suprahistórica sino que
es el signo de una impotencia lamentable. Someterse a ella es contrario al hombre y a
la razón.
El pensamiento burgués está constituido de tal modo que en la reflexión sobre su
propio sujeto reconoce con necesidad lógica un Ego que se cree autónomo
(individualidad abstracta). En oposición inmediata a este punto de vista está la
convicción que sirve a la expresión no problematizada de una comunidad ya existente,
como por ejemplo la ideología de los pueblos. El pensamiento crítico y su teoría se
oponen a ambas formas de pensamiento. No es la función de un individuo aislado ni la
de una universalidad de individuos. Antes bien, toma conscientemente como sujeto al
individuo determinado en sus relaciones reales con otros individuos y grupos, en su
confrontación con una determinada clase, y por último en su entrelazamiento, mediada
de este modo, con el todo social y con la naturaleza.
¿Cómo se relaciona el pensamiento crítico con la experiencia? En la realidad social la
actividad de representación nunca permanece aislada en sí misma, sino que desde
siempre ha funcionado como un momento no independiente del proceso del trabajo,
que tiene sus propias tendencias. Existe una diferencia entre la teoría tradicional y la
crítica respecto a la función de la experiencia. Los puntos de vista que la teoría crítica
extrae del análisis histórico como fines de la actividad humana, son inmanentes al
trabajo humano aunque no estén presentes adecuadamente en la conciencia de los
individuos o en la opinión pública, Hace falta un determinado interés para percibir y
conocer estas tendencias. La enseñanza de Marx y Engels es que entre el proletariado
este interés se produce necesariamente. A causa de su situación en la sociedad
moderna, el proletariado percibe la conexión entre un trabajo que proporciona a los
hombres medios cada vez más poderoso para su lucha contra la naturaleza, y la
renovación permanente de una organización social envejecida. La aplicación de la
totalidad de los medios espirituales y físicos de dominación de la naturaleza se ve
impedida por el hecho de que tales medios quedan, en las elaciones dominantes, en
manos de intereses particulares opuestos entre si.
Pero tampoco la situación del proletariado ofrece en esta sociedad garantías de
proporcionar un conocimiento correcto. Por más que el proletariado experimente en si
mismo el sinsentido como perpetuación e incremento de la miseria y la injusticia, sin
embargo la diferenciación de su estructura social, promovida desde arriba, y el
conflicto entre intereses personales y de clase, solo superado excepcionalmente,
impiden que esta conciencia se haga valer inmediatamente.
Si la teoría crítica consistiese esencialmente en formular los sentimientos y
representaciones correspondientes de una clase, no mostraría diferencia estructural
alguna frente a las ciencias especializadas. La relación entre ser y conciencia es
diferente en las diferentes clases de la sociedad. La mera descripción de la
autoconciencia burguesa no expresa, pues, la verdad acerca de esta clase. Tampoco la
sistematización de los contenidos de conciencia del proletariado podría ofrecer una
imagen verdeara de su existencia y de sus intereses.
La figura tradicional de la teoría es un momento del proceso de producción en su forma
actual, caracterizado por la división del trabajo. La profesión del teórico crítico es la
lucha, a la que pertenece su pensamiento, y no el pensamiento como algo
independiente o que se pueda separar de la lucha. El objetivo que el pensamiento
crítico aspira a alcanzar, la situación racional, se fundamenta en la penuria del
presente. Pero con esta penuria no está dada todavía la imagen de su eliminación.
Los sistemas conceptuales del entendimiento ordenador constituye el aparato
conceptual que ha ido puliéndose y demostrando su eficacia en su relación con el
proceso real del trabajo. Este mundo de conceptos constituye la conciencia universal,
posee un fundamento al que pueden apelar sus defensores. También los intereses del
pensamiento crítico son universales, pero no están universalmente reconocidos. Los
conceptos que surgen bajo su influjo critican el presente. Por esta razón, y aunque la
teoría crítica nunca procede arbitraria o azarosamente, el pensamiento dominante la
considera subjetiva y especulativa, unilateral e inútil. La transformación que la teoría
crítica pretende realizar no se impone paulatinamente, de tal modo que su éxito,
aunque lento, fuese no obstante continuo.
La teoría que aspira a la transformación de la totalidad social tiene como consecuencia
inmediata el recrudecimiento de la lucha a la que está vinculada. Además, aunque las
mejoras materiales debidas al fortalecimiento de la resistencia de determinados grupos
se puedan remontar indirectamente a la teoría, éstos no son sectores de la sociedad de
cuya expansión constante pueda surgir la nueva sociedad. Tales concepciones
malentienden la diferencia fundamental que existe entre una totalidad social
desgarrada, en la que el poder material e ideológico funciona a favor del
mantenimiento de los privilegios, y una asociación de hombres libres en la que todos
tienen las mismas posibilidades de desarrollarse.
La capacidad para realizar actos de pensamiento tales como se requieren en la vida
social y en la ciencia ha sido desarrollada en los hombres por medio de una secular
educación realista. Se trata aquí de la autoconservación individual inmediata, y los
hombres de la sociedad burguesa han tenido ocasión de desarrollar la capacidad de tal
autoconservación. El conocimiento en este sentido tradicional, incluye todo tipo de
experiencias, está contenido en la teoría y la praxis críticas. Pero falta la percepción
concreta correspondiente a la transformación esencial a la que ambas aspiran,
mientras dicha transformación no se haga realidad.
El teórico cuya ocupación consiste en acelerar un proceso que debe conducir a la
sociedad sin injusticia se puede encontrar en conflicto con opiniones que predominan,
precisamente en el proletariado. La posibilidad de una perspectiva amplia de los
profesores universitarios y los funcionarios medios, los médicos, abogados, etc., debe
conformar la intelligentsia, esto es, un estrato especial, o incluso suprasocial. La
independencia respecto de las clases se convierte en la característica esencial de la
intelligentsia (concepto sociológico), en una especie de privilegio de la que ésta se
enorgullece. La neutralidad de esta categoría corresponde a la autocomprensión
abstracta del científico. Se establece una división del trabajo entre los hombres que
influyen sobre el curso de la historia en las luchas sociales y el analista sociológico que
les asigna su lugar (crítica a Weber).
La teoría crítica contradice el concepto formal de espíritu que subyace a esta
concepción de la intelligentsia. Para la teoría crítica existe solo una verdad, y no se
puede atribuir en el mismo sentido a cualquier otra teoría y praxis los predicados
positivos de honradez y consecuencia interna, racionalidad, y aspiración a la paz, la
libertad y la felicidad.
De las diferencias entre el pensamiento tradicional y el pensamiento crítico tocantes a
su función resultan las diferencias de su estructura lógica. Los principios supremos de
la teoría tradicional definen conceptos universales bajo los cuales se deben subsumir
todos los hechos del ámbito de objetos de la teoría. En medio hay una jerarquía de
géneros y especies entre las que existen por todas partes relaciones correspondientes
de subordinación. Los hechos son casos singulares. No hay diferencias temporales
entre las unidades del sistema. Los cambios se consideran como una carencia de
nuestro conocimiento anterior o como la sustitución de unos fragmentos particulares
del objeto por otros.
La teoría crítica de la sociedad comienza igualmente con determinaciones abstractas;
por lo pronto trata la época contemporánea con la caracterización de una economía
fundada en el intercambio. La teoría misma no se agota en poner en relación los
conceptos con la realidad a través de la hipótesis. La concepción que aquí entra en
juego del proceso entre sociedad y naturaleza, y la idea de una época unitaria de la
sociedad, de su autoconservación, etc., surgen ya de un profundo análisis del proceso
histórico, un análisis orientado además por el interés por el futuro. La teoría crítica de
la sociedad comienza, pues, con una idea del intercambio simple de mercancías
determinada mediante conceptos relativamente generales; a continuación muestra
cómo la economía de intercambio, en ciertas condiciones, debe conducir
necesariamente a ese recrudecimiento de las contradicciones sociales que en la época
histórica actual conduce a las guerras y a la revolución.
El sentido de la necesidad a la que nos referimos es al mismo tiempo semejante y
diferente de los rasgos correspondientes de la teoría tradicional. La teoría crítica no
pone el énfasis en el hecho de que en todas partes donde domina el intercambio
simple de mercancías se debe desarrollar el capitalismo, aunque esto sea verdadero,
sino que enfatiza la derivación de esta sociedad real, que partiendo de Europa abarca
la tierra entera y para la cual se afirma la validez de la teoría, a partir de la relación
fundamental del intercambio en general.
La teoría crítica de la sociedad es, como totalidad, un único juicio existencial
desplegado. Este juicio afirma que la forma fundamental de la economía de mercancías
históricamente dada, sobre la que se asienta la historia moderna, contienen en si
misma los antagonismos internos y externos de la época, los reproduce
continuamente, cada vez con mayor crudeza, y tras un período de incremento, de
despliegue de las fuerzas humanas, de emancipación del individuo; tras la expansión
gigantesca del poder humano sobre la naturaleza, finalmente obstaculiza el desarrollo
posterior y empuja a la humanidad a una nueva barbarie.
Existe una diferencia decisiva por lo que respecta a la relación entre sujeto y objeto. El
asunto con el que se relaciona el científico especialista permanece absolutamente
intacto por parte de su propia teoría: sujeto y objeto están rigurosamente separados.
El comportamiento consciente crítico forma parte del desarrollo de la sociedad. La
construcción del proceso histórico como un producto necesario de un mecanismo
económico contiene al mismo tiempo la protesta, surgida de ese mismo mecanismo,
contra este orden y la idea de la autodeterminación del género humano, es decir, la
idea de una situación en la que los actos de los hombres ya no emanan de un
mecanismo, sino de sus decisiones. Cada una de las partes de la teoría presupone la
crítica y la lucha contra lo existente en la dirección determinada por ella misma.
No se trata aquí simplemente de una comprensión equivocada, sino de la oposición
real de dos actitudes diferentes. En la teoría crítica, el concepto de necesidad es él
mismo un concepto crítico; presupone el concepto de libertad, aunque no como
concepto existente. La idea de una libertad que desde siempre está ahí, aunque los
hombres estén encadenados; el concepto, pues, de una libertad meramente interior,
pertenece al pensamiento idealista.
La incapacidad de pensar la unidad de teoría y praxis y la restricción del concepto de
necesidad a un acontecer fatalista se fundan, desde el punto de vista de la teoría del
conocimiento, en la hipóstasis del dualismo cartesiano de pensamiento y ser.
Si no se avanza en el esfuerzo teórico que, en interés de una sociedad futura
racionalmente organizada, ilumina críticamente la sociedad presente y construye su
objeto echando mano de las teorías tradicionales formadas en las ciencias
especializadas, se quitan las bases de la esperanza de mejorar en profundidad de la
existencia humana. La exigencia de positividad y subordinación, que amenaza con
embotar la sensibilidad para la teoría también en los grupos más progresistas de la
sociedad, atañe necesariamente no solo a la teoría, sino también a la praxis de la
liberación.
Transformación permanente del juicio existencial teórico acerca de la sociedad,
condicionado por su relación consciente con la praxis histórica. La teoría crítica no
tiene hoy un contenido doctrinal y mañana otro. La estabilidad de la teoría se debe a
que en todo cambio de la sociedad permanece idéntica su estructura económica
fundamental, la relación de clases en su forma más simple, y, con ella, también la idea
de su superación. El desarrollo histórico de los antagonismos, desarrollo con el que el
pensamiento crítico está comprometido, modifica la importancia de los momentos
particulares del pensamiento, obliga a establecer distinciones y transforma el
significado de los conocimientos de las ciencias especializadas para la teoría y la praxis
críticas.
Es incompatible con la teoría crítica la creencia idealista de que ella expone algo que
trasciende a los hombres y tiene un crecimiento. La teoría no tiene un destino.
La construcción de la sociedad según la imagen de una transformación radical, que en
modo alguno ha superado todavía la prueba de su posibilidad real, carece la ventaja de
ser común a muchos sujetos. La aspiración a una situación sin explotación ni opresión,
en la que exista realmente la humanidad autoconciente y en la que se pueda hablar de
un pensamiento que trascienda los individuos, esta aspiración no es todavía su
realización. La transmisión más estricta de la teoría crítica es una condición de su éxito
histórico, pero no se realiza sobre el fundamento fijo de una praxis perfectamente
pulida, sino por medio del interés en le cambio, un interés que se reproduce
necesariamente ante la injusticia dominante, pero que debe cobrar forma y orientarse
por la propia teoría, al mismo tiempo que revierte sobre ella. La teoría crítica carece de
confirmación hasta el final de la época, confirmación que se alcanza con la victoria.
No hay criterios generales para la teoría crítica como un todo; como tampoco existe
una clase social a cuya aprobación podamos atenernos. La conciencia de cualquier
estrato social se puede haber estrechado y corrompido ideológicamente en las
condiciones actuales, por mucho que dicha conciencia esté destinada a la verdad. La
teoría crítica no tiene de su parte otra instancia específica que el interés en la
supresión de la injusticia social. El futuro de la humanidad depende hoy de la
existencia de la actitud crítica, que naturalmente entraña elementos de la teoría
tradicional y de esta cultura moribunda en general.

APÉNDICE (1937)
La teoría crítica en su sentido tradicional, fundada por Descartes, y tal como alienta
por todas partes en el funcionamiento de las ciencias especializadas, organiza la
experiencia en función de interrogantes que surgen cono la reproducción de la vida
dentro del marco de la sociedad actual. La teoría crítica de la sociedad, tiene por
objeto a los hombres en tanto que productores de todas sus formas históricas de vida.
Las condiciones de realidad de las que parte la ciencia no aparecen a la teoría crítica
como datos que simplemente hubiera que constatar y calcular de antemano según las
leyes de la probabilidad.
En lo tocante a la relación que mantiene con la producción humana el material de
hechos aparentemente últimos a que se debe atener el investigador, la teoría crítica de
la sociedad coincide con el idealismo alemán. Pero para el idealismo la actividad que se
manifiesta en el material dado era una actividad espiritual. Por el contrario, para la
concepción materialista esa actividad fundamental es el trabajo social, cuya forma, la
división de clases, imprime su sello en todos los modos humanos de reacción, incluida
la teoría. La teoría crítica persigue de modo plenamente conciente el interés en la
organización racional de la actividad humana, interés cuya aclaración y legitimación
también le compete a ella.
La teoría crítica preserva el legado no ya del idealismo alemán, sino de la filosofía en
general. Esta teoría no apunta en modo alguno simplemente a la ampliación del saber
en cuanto tal, sino a emancipar a los hombres de las relaciones que los esclavizan.
Para la teoría crítica, la economía actual está esencialmente determinada por la
circunstancia de que los productos que los hombres producen más allá de sus propias
necesidades no pasan inmediatamente a manos de la sociedad, sino que se apropian e
intercambian por dinero de tal forma que se favorece el beneficio privado. Con la
superación de esta situación se alude a un principio superior de organización
económica, en modo alguno a una utopía filosófica.
La teoría dialéctica no ejerce su crítica partiendo de la mera idea. No juzga según lo
que está por encima del tiempo, sino según aquello cuyo tiempo ha llegado. La teoría
crítica tiene la función dialéctica de medir cada etapa histórica a la luz de su contenido
originario y total. La filosofía correcta no consiste hoy en retirarse de los análisis
económicos y sociales concretos hacia categorías vacías y carentes de relaciones, que
por todas partes se emplea para ocultar la realidad. La teoría crítica nunca ha sido
absorbida por la ciencia económica. La dependencia de la política respecto de la
economía era su objeto, no su programa.
El pensamiento dialéctico constituye desde su origen el más avanzado estado del
conocimiento, y solo de él puede venir en último término la decisión. La realización de
las posibilidades depende de las luchas históricas. La filosofía que cree encontrar
descanso en si misma, en una verdad cualquiera, no tienen nada que ver con la teoría
crítica.

III RAZÓN Y AUTOCONSERVACIÓN (1942)

Los conceptos troncales de la civilización occidental están a punto de desmoronarse. El


concepto de razón es central. La burguesía no conoce otra idea más alta. La razón
debería regular las relaciones entre los hombres, fundar toda actividad que se exija a
los individuos, aunque sea el trabajo de esclavos. La razón subyace a los órdenes de la
naturaleza. Sobre la razón se deben fundar las constituciones de los pueblos y sus
instituciones. Según Kant, el secreto sentido de la historia del mundo consiste en
conducir a la victoria de la razón. A la razón estaban vinculados los conceptos de
libertad, justicia y verdad. Se concebían como ideas innatas de la razón, intuidas o
necesariamente pensadas por ella.
La filosofía burguesa (y no existe otra filosofía, pues el pensamiento surge en las
ciudades) es racionalista por su propia esencia. Pero el racionalismo se vuelve contra
su propio principio y recae una y otra vez en el escepticismo. El matiz dogmático o
escéptico que predomina en una filosofía decide sobre la relación de ésta con los
poderes sociales. Desde el principio, el concepto de razón contuvo en sí, al mismo
tiempo, el concepto de crítica. El racionalismo estableció como criterios del
conocimiento racional a la infalibilidad, el rigor, la claridad y la distinción.
El sistema deductivo de Descartes entraña la razón. Pero el sistema deductivo no
proyecta utopía alguna: sus conceptos universales no significan la universalidad de la
libertad, sino la del cálculo.
Hoy la depuración escéptica del concepto de razón no ha dejado gran cosa de él. Este
concepto ha sido desarticulado. Al destruir los fetiches conceptuales, la razón termina
anulando su propio concepto. Ninguna de las categorías del racionalismo ha
sobrevivido. La razón misma aparece como un fantasma surgido de los usos
lingüísticos. Hoy se tiene a esta razón por un signo sin sentido. Ahí está, es una figura
alegórica carente de función. Todas las ideas están comprometidas con la razón, en la
medida en que apuntan más allá de la realidad dada. Por eso tiene poco valor traer a
colación, en discursos y panfletos humanitarios, la libertad y la dignidad del hombre, o
incluso la verdad; sus nombres solo despiertan la sospecha de que falta o se silencia
cualquier fundamento riguroso.
La razón simplemente ha sido reducida a su sentido instrumental de un modo más
radical que nuca. Se han evaporado las tesis de la metafísica racionalista, y permanece
el comportamiento orientado a fines. Los cometidos de la razón se resumen en la
adaptación óptima de los medios a los fines, el pensamiento como una función de
ahorro de trabajo. La razón es un instrumento, tiene en mente el beneficio; la frialdad
y la sobriedad son sus virtudes.
La fe en la razón se funda en motivos coactivos más bien que en las tesis de la
metafísica. Cuando, en ocasiones, también el dictador anima a emplear la razón,
quiere decir que él posee más tanques. Fue lo bastante racional para construirlos; los
demás deben ser lo bastante racionales para ceder. Atentar contra esta razón es el
delito por antonomasia.

La razón ha estado siempre tan estrechamente vinculada a la praxis como lo está hoy.
Los fines humanos no se encuentran inmediatamente en la naturaleza. Los hombres
persiguen sus fines. La utilidad es una categoría social. Ella fundamenta la
subordinación del individuo al todo, dado que el poder del primero no alcanza a
transformar el segundo en su beneficio: dado que el individuo aislado está perdido. La
entrega del individuo a la colectividad, tiene lugar en la sociedad burguesa, según su
tendencia, por la conciencia que los individuos tienen de su beneficio. (los primitivos lo
realizaban por instinto)
Incluso el idealismo griego era pragmático: pero si bien es cierto que la utilidad es el
principio de la razón, no menos cierto es que a este principio anteponen el de la
totalidad. Lo que importa es el bienestar de la colectividad. Sin la colectividad el
individuo no es nada. La razón es el modo es que el individuo establece con sus
acciones el equilibrio entre su propio beneficio y el de la colectividad.
La presencia de lo universal en el interés particular, la idea de la armonía entre ambos,
fue el ideal de la ciudad griega. Quien quiera vivir entre hombres debe obedecer las
leyes. Este es el consejo de la razón.
Toda la meditación burguesa tiene en común la creencia de que la razón puede exigir
en todo momento la renuncia al pensamiento, sobre todo entre los más pobres.
El individuo se debe hacer violencia a sí mismo. Debe comprender que la vida de la
colectividad es condición necesaria de la suya propia. Gracias a su capacidad racional
de comprensión debe dominar los sentimientos e instintos contrarios. Solo la inhibición
de los impulsos posibilita la cooperación humana. La inhibición, que originariamente
viene de afuera, debe ser impuesta por la propia conciencia.
En la era cristiana cada uno se debía obligar a sí mismo. La reforma, finalmente,
trasladó a la conciencia moral la instancia de la Iglesia.
- Para los de abajo la armonía de lo universal y lo particular solo era una exigencia.
Estaban excluidos de aquel universal que debían convertir en su propio asunto. El
hecho de que en realidad nuca fuese racional para ellos renunciar a sus impulsos
significa que nunca han sido realmente alcanzados por la civilización. Aún hoy son
seres sociales por la violencia.
- Los burgueses, en cambio, reconocieron con razón a sus propios dignatarios en las
autoridades políticas y espirituales, externas e internas. Realizaron para sí la idea de la
civilización racional; su sociabilidad se originó en el reconocimiento del interés
individual.
Las dificultades de la filosofía racionalista tienen su secreto origen en la circunstancia
de que la universalidad que se atribuye a la razón no puede significar otra cosa que la
concordancia de los intereses de todos los individuos, al tiempo que la sociedad sigue
escindida en clases. Dado que la universalidad hipostatiza la concordancia de intereses
en un mundo en el que todavía divergen irreconciliablemente, la apelación teórica a lo
universal de la razón muestra siempre los rasgos de la falsedad, de la represión.
La razón del burgués siempre se ha definido por su relación con la autoconservación
individual. Pero: la creciente universalidad formal de la razón burguesa no significa una
creciente conciencia de la solidaridad universal.
El pensamiento se ha convertido en una instancia carente de relaciones que ya no
piensa sus objetos de forma concreta, sino que se contenta con ordenarlos, con
clasificarlos. Como la razón se conforma decididamente con ver en los objetos, de una
vez y para siempre, solo una multiplicidad extraña, un “caos”, se constituye a sí misma
en una especie de máquina burocrática que dispensa juicios analíticos. El conocimiento
se convierte en registro.
Según la doctrina pluralista (pluralismo de los fines), existe una escisión entre los
juicios teóricos y el reino de los fines: el juicio de valor no tiene nada que ver con la
razón y la ciencia. El sujeto estable el fin como mejor le parece: el fin proviene del
arbitrio. Pero la libertad de elección estuvo siempre restringida a un caso que existía
solo para ciertos grupos reducidos: la abundancia. A los privilegiados les era posible
elegir entre los llamados bienes culturales, siempre que estos hubiesen pasado la
censura que determinaba si también ellos armonizaban con el poder, aunque no fuese
de forma inmediata. De otro modo no hubiese habido ninguna pluralidad de fines.
Frente a los esclavos, los siervos y las masas en general dominaba la voluntad de
autoconservación de los superiores, pertrechada con los correspondientes medios
materiales e intelectuales de poder.
La burguesía es solidaria con las clases dominantes cesantes en contra de los
dominados. El poder debe aparecer como eterno, no como perecedero. Como
autoafirmación total, esta autoafirmación se vuelve también contra el individuo que se
afirma a sí mismo. Para el verdadero burgués, lo universal se debía acreditar siempre
en su interés individual, ya se proclamase lo universal como una idea metafísica o
como la religión de la patria.
El concepto de razón, convertido en el principio de autoconsevación tras ser sometido
a una limpieza nominalista, ha fundamentado el sacrificio, su propia contradicción. Ya
en las edades heroicas el individuo destrozaba su vida a favor de los intereses y los
símbolos del grupo, que era el supuesto necesario de su propia vida. El grupo ha
representado el patrimonio. El patrimonio perdura a través de las generaciones. El
nombre de los burgueses se emancipó del lugar que poblaban, y el patrimonio se
convirtió en esa cosa mediante cuya herencia el individuo aislado se trasciende a sí
mismo. Al disponer conscientemente se sus bienes en el testamento, el individuo
atomizado se asegura la perpetuación después de la muerte. Pero entregar la vida por
el Estado, cuyas leyes garantizan la herencia, no contraviene la autoconservación. El
sacrificio se torna racional.
Por supuesto, la racionalidad del sacrificio y de la renuncia a los impulsos se
diferenciaba con precisión en función del status social. Con un patrimonio reducido y
con escasas perspectivas de felicidad, dicha racionalidad también disminuía y
aumentaba la coacción necesaria para consumar el sacrificio. El camino intelectual
desde el propio provecho al interés en la conservación de la sociedad en su forma dada
fue siempre interminablemente largo para los quienes pertenecían a la masa. Nunca se
confió en la sola renuncia racional a los impulsos.

La figura social del protestantismo armoniza ante todo con la eficacia de la razón que
establece fines. El protestantismo fue el poder más fuerte en la expansión de la fría
individualidad racional. Hundió el instrumento de martirio en el alma del hombre,
convertido en un impulso indestructible bajo el cual el hombre produce los
instrumentos de apropiación del trabajo y del espacio vital. Tal vez la religión
protestante también fue el opio del pueblo, pero un opio mediante el cual el pueblo
pudo soportar el ataque ordenado por el racionalismo. Al final, los hombres retuvieron
como forma racional de autoconservación la docilidad voluntaria. Con esta docilidad
pierde el individuo la libertad, y sin ella pierde la vida, en el Estado totalitario. La
autonomía del individuo se despliega hasta convertirse en su heteronomía.

El desprecio de nuestro tiempo hacia el concepto de razón no se refiere en modo


alguno al comportamiento conforme a fines. La aniquilación del dogmatismo
racionalista mediante la autocrítica de la razón, que tuvo lugar en los movimientos
nominalistas siempre renovados de la historia de la filosofía, se ratifica ahora
visiblemente en la realidad histórica. La categoría de individuo, a la que, pese a todas
las tensiones, estaba ligada la idea de autonomía, no ha resistido a la gran industria.
La razón ha sido destruida en la medida en que fue la proyección ideológica de,
precisamente, la mala universalidad en la que los sujetos aparentemente autónomos
experimentan hoy su nulidad. La destrucción de la razón y la del individuo son una
sola. “El yo es insalvable” y a la autoconservación se le esfuma su sujeto.
La propiedad y la permanencia de la sociedad burguesa proporcionan la idea del
pasado y del futuro propios. En lugar de la antiquísima responsabilidad burguesa por
uno mismo y por los suyos a través de las generaciones, aparece la capacidad de
adaptación a tareas mecánicas de todo tipo. El individuo ya no puede asomarse al
futuro, debe simplemente estar dispuesto a adaptarse. La célula de la sociedad ya no
es la familia, sino el átomo social, el individuo solo. La lucha por la existencia consiste
en la resolución del individuo en no ser aniquilado físicamente en cualquier momento
en este mundo.
La fuerza corporal es el producto de la cosificación, y tiene como portadores a estratos
enteros de la sociedad, reducidos a esta condición. La cultura fue el intento de domar
el bárbaro principio de la fuerza física como principio de la violencia inmediata. Pero
con esta doma, la cultura ha ocultado el esfuerzo físico como núcleo del trabajo.
Naturalmente, el individuo necesita hoy más de la presencia de ánimo que de los
músculos. En lugar de ser, como eran antes, apéndices de las máquinas solo en la
fábrica, los hombres deben hoy convertirse en apéndices en general, en cualquier
sector. El pensamiento reflexivo y la teoría en general pierden relevancia para la
autoconservación.
El aparato ya no deja tiempo a nadie. Hay que poder orientarse rápidamente, hay que
poder intervenir con prontitud. En la economía planificada los hombres están
dominados por los medios de producción de forma aún más irrestricta que en la forma
de dominación que se desvía y pasa por el mercado. Una insuficiente capacidad de
rendimiento se castiga con la muerte. El escaso tiempo libre que aún pertenecía a cada
cual está hoy protegido contra el desperdicio. El peligro de que el tiempo libre
degenere en ocio, el estado más odiado por toda industria, está controlado. Desde
Descartes, la filosofía burguesa es un intento único de ponerse como ciencia al servicio
del modo de producción dominante, un intento torcido solamente por Hegel.

Con la decadencia del yo y de su razón reflexiva, las relaciones humanas se aproximan


a un límite en el que la dominación de todas las relaciones personales por las
económicas, la mediación universal de la convivencia por la mercancía, cambia
bruscamente y pasa a un nuevo modo de inmediatez. Los objetos aislados de la
dominación ya no tienen nada que los separe entre sí.
En lugar de la penetración profunda en el significado, aparece por todas partes la
comprobación de la función. Se han extirpado los restos animistas de la teoría, y este
triunfo se paga con el sacrificio del intelecto. La técnica sale adelante sin la física.

Romeo y Julieta murieron contra la sociedad por aquello que ésta misma proclamaba.
Al entregarse irracionalmente, afirmaban la libertad de lo individual frente al dominio
de la propiedad sobre las cosas.
Cuando la razón libre de moral se ha vuelto todopoderosa, sea cual sea el precio de su
imposición, nadie debe quedar fuera y poder contemplar desde allí. La existencia de un
único ser irracional arroja luz sobre la ignominia de toda la nación. Su existencia
proclama la relatividad del sistema de la autoconservación radical, que se postula
como absoluto. Cuando se liquida toda superstición hasta tal punto que ya solo es
posible la superstición, ningún necio tiene derecho a andar por ahí buscando con su
débil entendimiento la felicidad en otro lugar distinto del progreso despiadado.
La sospecha de locura es la fuente inagotable de persecución. Surge de la desconfianza
hacia la propia razón saneada, desconfianza a la que sucumbe la civilización racional.
La estúpida adhesión a un Dios que siempre les ha dejado en la estacada, la
irreconciabilidad del principio hacia el que lazan la mirada con el poder del mundo,
fundamenta el odio hacia los judíos, que es idéntico al placer sanguinario contra los
dementes.
Pero el medio de hacer que vuelvan de aquellos mundos inteligibles, en los que ya
Kant prohibió extraviarse, es el dolor. Desde siempre, el dolor ha sabido aleccionar en
la razón de la forma más segura. Hace volver en sí a los díscolos y a los soñadores, a
los fantasiosos y a los utopistas, reduciéndolos a sus cuerpos, a una parte de sus
cuerpos. En el dolor todo se nivela, cada uno se vuelve igual a los demás, el hombre
igual al hombre, el hombre igual al animal. El dolor succiona la vida entera del ser al
que se aferra: ya no es nada más que despojos de dolor. Se consuma una y otra vez
aquella reducción del yo de la que está afectada la humanidad entera. El dolor es el
paradigma del trabajo en la sociedad de clases, y al mismo tiempo es su organon.
El fascismo ha vuelto a instalar completamente el dolor. El nuevo orden, el orden
fascista, es la razón en la que la razón misma se revela como sinrazón.
La antiquísima definición burguesa de la razón por la autoconservación era ya su
limitación. El hombre se libera mediante la razón de las trabas de la naturaleza; pero
no para dominarla, como ellos creen, sino para comprenderla. La sociedad, dominada
por la razón autoconservadora de los propietarios, siempre ha reproducido, también, la
vida de la clase dominada, aunque fuese de mala manera y como por casualidad. Algo
de la relación objetiva con lo vivo, y no solo con la propia existencia, se ha conservado
en aquella facultad subjetiva de la razón por el hecho de que esta obedece a los fines
y, al mismo tiempo, aprende de ellos cómo escapar a ellos.
La razón es siempre capaz de reconocer la figura de la injusticia en la dominación, y
gracias a ello elevarse por encima de la injusticia hasta la verdad. Al peder sus
ilusiones racionalistas en este infierno en el que ella misma, como dominación, ha
convertido el mundo, es capaz de resistirlo y reconocerlo como lo que es. Poco le
queda ya por poner en orden.
La cultura no es hoy una oposición, sino un momento de la cultura de masas, un
momento valioso porque en las condiciones del monopolio esta no se puede
suministrar de otra forma, y por ello se ve forzada a ocupar la posición de un bien sui
generis del monopolio.

El sí mismo que se destruye en el más reciente estadio de la sociedad, no solo era el


fundamento de la autoconservación, sino también de la ideología. Con su disolución,
las inmensas dimensiones de la violencia se convierten en el único obstáculo que
obstruye la comprensión del carácter superfluo de la violencia misma. Por muy
mutilados que estén todos, se podrían dar cuenta, por un instante, de que el mundo
completamente racionalizado bajo la coacción de la dominación podría desligarles de la
autoconservación que ahora enfrenta a todos contra todos. El terror que colaboró con
la razón es al mismo tiempo el último medio de detenerla; tan cerca está ya la verdad.
Cuando los hombres atomizados y desintegrados sean capaces de vivir sin propiedad,
sin lugar, sin tiempo y sin pueblo, se desharán también del yo en el que residía, como
toda otra astucia, también la estupidez de la razón histórica y toda su connivencia con
la dominación. Cuando la razón que se supera a sí misma llega al final de su progreso,
no le queda nada más que la recaída en la barbarie o el comienzo de la historia.

DIALÉCTICA DE LA ILUSTRACIÓN - MAX HORKHEIMER Y THEODOR ADORNO

Prólogo (1944 y 1947)


Lo que nos habíamos propuesto era nada menos que comprender por qué la
humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, se hunde en un
nuevo género de barbarie.
A las tendencias en oposición a la ciencia oficial les sucede lo que siempre sucedió al
pensamiento triunfante: en cuanto abandona voluntariamente su elemento crítico y se
convierte en mero instrumento al servicio de lo existente, contribuye sin querer a
transformar lo positivo que había hecho suyo en algo negativo y destructor.
La aporía ante la que nos encontramos en nuestro trabajo se reveló así como el primer
objeto que debíamos analizar: la autodestrucción de la Ilustración. No albergamos
ninguna duda, y esta es nuestra petición de principio, de que la libertad en la sociedad
es inseparable del pensamiento ilustrado. Pero creemos haber descubierto con igual
claridad que el concepto de este mismo pensamiento contiene ya el germen de aquella
regresión que hoy se verifica por doquier. Si la Ilustración no asume en sí misma la
reflexión sobre este momento regresivo, firma su propia condena. En la medida en que
deja a sus enemigos la reflexión sobre el momento destructivo del progreso, el
pensamiento ciegamente pragmatizado pierde su carácter superador, y por tanto
también su relación con la verdad.
Creemos que con estos fragmentos contribuimos a dicha comprensión, en la medida en
que mostramos que la causa de la regresión de la Ilustración a mitología no debe ser
buscada tanto en las modernas mitologías nacionalistas, paganas y similares, ideadas
a propósito con fines regresivos, sino en la Ilustración misma paralizada por el miedo a
la verdad.
El primer ensayo (Concepto de Ilustración), que constituye la base teórica de los
siguientes, trata de esclarecer la mezcla de racionalidad y realidad social, así como la
mezcla, inseparable de la anterior, de naturaleza y dominio de la naturaleza. La crítica
que en él se hace de la Ilustración tiene por objeto preparar un concepto positivo de
esta, que la libere de su cautividad en el ciego dominio. En términos generales, el
primer ensayo podría resumirse, en su momento crítico, en 2 tesis:
- el mito es ya Ilustración
- la Ilustración recae en mitología

“Concepto de Ilustración”

La Ilustración, en el más amplio sentido del pensamiento en continuo progreso, ha


perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos
en señores. Pero la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una
brutal calamidad. El programa de la Ilustración era el desencantamiento del mundo.
Pretendía disolver los mitos y derrocar la imaginación mediante la ciencia.
La superioridad del hombre reside en el saber, de ello no cabe duda.
La unión feliz que Bacon tiene en mente entre el entendimiento humano y la
naturaleza de las cosas es patriarcal: el intelecto que vence a la superstición debe
dominar sobre la naturaleza desencantada. El saber, que es poder, no conoce límites.
La técnica es la esencia del saber. Este no aspira a conceptos o imágenes, tampoco a
la felicidad del conocimiento, sino al método, a la explotación del trabajo de los otros,
al capital.
Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es servirse de ella para
dominarla por completo, a ella y a los hombres. La Ilustración ha consumido hasta el
último resto de su propia autoconciencia. Solo el pensamiento que se hace violencia a
sí mismo es lo suficientemente duro para quebrar los mitos. Poder y conocimiento son
sinónimos. El verdadero fin y la función de la ciencia consiste en el obrar y trabajar, y
en el descubrimiento de datos hasta ahora desconocidos para un mejor equipamiento y
ayuda en la vida.
En el camino hacia la ciencia moderna los hombres renuncian al sentido. Sustituyen el
concepto por la fórmula, la causa por la regla y la probabilidad. La causa ha sido solo
el último concepto filosófico con el que se ha medido la crítica científica, en cierto
modo porque era la única de las viejas ideas que se le enfrentaba, la secularización
más tardía del principio creador.
La Ilustración persiguió como superstición la pretensión de verdad de los universales.
En la autoridad de los conceptos universales cree aún descubrir el miedo a los
demonios. A partir de ahora la materia debe ser dominada por fin sin la ilusión de
fuerzas superiores o inmanetes, de cualidades ocultas. Lo que no se doblega al criterio
del cálculo y la utilidad es sospechoso para la Ilustración.
Ante cada resistencia espiritual que encuentra, la fuerza de la Ilustración no hace sino
aumentar. La Ilustración se reconoce a sí misma incluso en los mitos. Cualesquiera que
sean los mitos que ofrecen resistencia, por el solo hecho de convertirse en argumentos
de tal conflicto, esos mitos se adhieren al principio de racionalidad analítica, que ellos
mismos reprochan a la Ilustración. La Ilustración es totalitaria.
En la base del mito la Ilustración ha visto siempre antropomorfismo: la proyección de
lo subjetivo en la naturaleza. Lo sobrenatural, espíritus y demonios, es reflejo de los
hombres que se dejan aterrorizar por la naturaleza. Las diversas figuras míticas
pueden reducirse todas, según la Ilustración, al mismo denominador: el sujeto.
La Ilustración reconoce en principio como ser y acontecer solo aquello que puede
reducirse a la unidad; su ideal es el sistema, del cual derivan todas y cada una de las
cosas.
La lógica formal ha sido la gran escuela de la unificación. Ella ofreció a los ilustrados el
esquema de la calculabilidad del mundo. El número se convirtió en el canon de la
Ilustración.
La sociedad burguesa se haya dominada por lo equivalente. Ella hace comparable lo
heterogéneo reduciéndolo a grandezas abstractas. Todo lo que no se agota en
números, en definitiva, en el uno, se convierte para la Ilustración en apariencia; el
positivismo moderno lo confina en la literatura. Se mantiene el empeño en la
destrucción de los dioses y las cualidades.

Pero los mitos que caen víctimas de la Ilustración eran ya productos de ésta. El mito
quería representar, explicar, fijar. Pronto se convirtió de narración en doctrina.
El mito se disuelve en Ilustración y la naturaleza en mera objetividad. Los hombres
pagan el acrecentamiento de su poder con la alienación de aquello sobre lo cual lo
ejercen. El hombre de la ciencia conoce las cosas en la medida en que puede hacerlas.
De tal modo, el en sí de las mismas se convierte en para él. En la transformación se
revela la esencia de la cosas siempre como lo mismo: como materia o substrato de
dominio. Esta identidad constituye la unidad de la naturaleza. Una unidad que, como la
del sujeto, no se presuponía en el conjuro mágico.
Es la identidad del espíritu y su correlato, la unidad de la naturaleza, ante la que
sucumbe la multitud de las cualidades. La naturaleza así descalificada se convierte en
material caótico de pura división, y el sí mismo omnipotente en mero tener, en
identidad abstracta. En la magia se da una sustituibilidad específica. La sustitución en
el sacrificio significa un paso hacia la lógica discursiva. Llevaban en sí la arbitrariedad
del ejemplar. Pero el carácter sagrado, la unicidad del elegido, que adquiere el
sustituto, lo diferencia radicalmente, lo hace (incluso en el intercambio) insustituible.
La ciencia pone fin a esto. En ella no ha sustituibilidad específica. La sustituibilidad se
convierte en fungibilidad universal.
La imperturbable confianza en la posibilidad de dominar el mundo, que Freud atribuye
anacrónicamente a la magia, corresponde solo al dominio del mundo, ajustado a la
realidad, por medio de la ciencia más experta. Para que las prácticas localmente
vinculadas del brujo pudieran ser sustituidas por la técnica industrial universalmente
aplicable fue antes necesario que los pensamientos se independizasen frente a los
objetos, como ocurre en el yo adaptado a la realidad.

El mito es ya Ilustración. La propia mitología ha puesto en marcha el proceso sin fin


de la Ilustración, en el cual toda determinada concepción teórica cae con inevitable
necesidad bajo la crítica demoledora de ser solo una creencia, hasta que incluso el de
Ilustración queda reducido a magia animista. Como los mitos ponen ya por obra la
Ilustración, así queda esta atrapada en cada uno de sus pasos más hondamente en la
mitología. Todo el material lo recibe de los mitos para destruirlo, pero en cuanto juez
cae en el hechizo mítico.
Los hombres están ligados a la autoconservación mediante la adaptación. Lo que
podría ser distinto es igualado. La identidad de todo con todo se paga al precio de que
nada puede ya ser idéntico consigo mismo. La Ilustración deshace la injusticia de la
vieja desigualdad, la dominación directa, pero la eterniza al mismo tiempo en la
mediación universal, en la relación de todo lo que existe con todo.
A los hombres se les ha dado su sí mismo como suyo propio, distinto de todos los
demás, para que con tanta mayor seguridad se convierta en igual. Pero dado que ese
sí mismo no fue asimilado nunca del todo, la Ilustración simpatizó siempre con la
coacción social, incluso durante el período liberal. La unidad del colectivo manipulado
consiste en la negación de cada individuo singular; es un sarcasmo para la sociedad
que podría convertirlo realmente en un individuo.
La abstracción, el instrumento de la Ilustración, se comporta respecto de sus objetos
como el destino cuyo concepto elimina: como liquidación.
La distancia del sujeto frente al objeto, presupuesto de la abstracción, se funda en la
distancia frete a la cosa que el señor logra mediante el siervo. Con el fin del
nomadismo se constituye el orden social sobre la base de la propiedad estable.
Dominio y trabajo se separan.
La universalidad de las ideas, tal como la desarrolla la lógica discursiva, el dominio en
la esfera del concepto, se eleva sobre el fundamento del dominio en la realidad. En la
sustitución de la herencia mágica, de las viejas y difusas representaciones, por la
unidad conceptual se expresa la organización de la vida ordenada mediante el
comando y determinada por los hombres libres. El sí mismo, que aprendió el orden y la
subordinación en el sometimiento del mundo, identificó muy pronto la verdad en
cuanto tal con el pensamiento ordenador, sin cuyas firmes distinciones aquella no
podía subsistir. Ha tabuizado el conocimiento que alcanza realmente al objeto.
En el mundo luminoso de la religión griega perdura la turbia indiscriminación del
principio religioso, que en los estadios más antiguos conocidos de la humanidad fue
venerado como mana. Primario, indiferenciado se todo lo desconocido, extraño;
aquello que trasciende el ámbito de la experiencia, lo que en las cosas es algo más que
su realidad ya conocida. Lo que el primitivo experimenta en tal caso como sobrenatural
no es una sustancia espiritual en cuanto opuesta a la material, sino la complejidad de
lo natural frente al miembro individual. El desdoblamiento de la naturaleza en
apariencia y esencia, acción y fuerza, que hace posibles tanto el mito como la ciencia,
nace del temor del hombre, cuya expresión se convierte en explicación. No es que el
alama sea introyectada en a naturaleza; el mana, el esíritu moverte, no esun
aproyección, sino el eco de la superioridad real de la naturaleza en las débiles almas de
los salvajes. La separación entre lo animado y lo inanimado brota ya de este
preanimismo. En él ya está dada la separación ente sujeto y objeto.
El concepto, que suele ser definido como unidad característica de lo que bajo él se
halla comprendido, fue, en cambio, desde el principio, el producto del pensamiento
dialéctico, en el que cada cosa solo es lo que es en la medida en que se convierte en
aquello que no es. Esta fue la forma originaria de la determinación objetivante, en la
que concepto y cosa se separaron recíprocamente; la misma determinación que se
encuentra ya muy extendida en la epopeya homérica y que se invierte en la ciencia
moderna positiva.
El hombre cree estar libre del terror cuando ya no existe nada desconocido. Lo cual
determina el curso de la desmitologización, de la Ilustración, que identifica lo viviente
con lo no viviente, del mismo modo que el mito identifica lo no viviente con lo viviente.
La Ilustración es el temor mítico hecho radical. Nada absolutamente debe existir fuera,
pues la sola idea del exterior es la genuina fuente del miedo.
El paso del caos a la civilización, donde las relaciones naturales no ejercen ya su poder
directamente, sino a través de la conciencia de los hombres, no ha cambiado nada en
el principio de igualdad. Antes, los fetiches estaban bajo la ley de la igualdad. Ahora, la
misma igualdad se convierte en fetiche.

Los mitos, como los ritos mágicos, significan la naturaleza que se repite. Esta es el
alma de lo simbólico: un ser o un fenómeno es representado como eterno, porque
debe convertirse una y otra vez en acontecimiento por medio de la realización del
símbolo.
En cuanto signo, la palabra pasa a la ciencia; como imagen, la palabra es repartida
entre las diversas artes. En cuanto signo, el lenguaje debe resignarse a ser cálculo;
para conocer la naturaleza ha de renunciar a la pretensión de asemejársele. En cuanto
imagen debe resignarse a ser una copia; para ser enteramente naturaleza ha de
renunciar a la pretensión de conocerla.
El arte debe probar aún su utilidad. La imitación está prohibida en él. Razón y religión
proscriben el principio de la magia. La naturaleza no debe ya ser influida mediante la
asimilación, sino dominada mediante el trabajo. La obra de arte posee aún en común
con la magia el hecho de establecer un ámbito propio y cerrado en sí, que se sustrae al
contexto de la realidad profana. En él rigen leyes particulares. En cuanto expresión de
la totalidad, el arte reclama la dignidad de lo absoluto. Ello indujo en ciertas ocasiones
a la filosofía a asignarle un lugar de preferencia respecto del conocimiento conceptual.
Pero el mundo burgués estuvo raras veces abierto a esta fe en el arte. Donde puso
límites al saber, no lo hizo, en general, para dar paso al arte, sino para hacer un lugar
a la fe. Mediante esta, la religiosidad militante de la nueva época pretendía reconciliar
espíritu y realidad. La fe, en la medida en que depende de la limitación del saber, está
también ella limitada.
Los símbolos toman el aspecto de fetiches. Su contenido se revela como la
permanencia, por ellos representada, de la coacción social.
Este carácter social de las formas de pensamiento es signo de la impenetrable unidad
de sociedad y dominio. El dominio confiere a la totalidad social en la que se establece
mayor fuerza y consistencia. La división de trabajo a la que conduce el dominio en el
plano social, sirve a la totalidad dominada para su autoconservación. El dominio se
enfrenta al individuo singular como lo universal, como la razón en la realidad.
Lo que sucede a todos por obra de unos pocos se cumple siempre como avasallamiento
de los individuos singulares por parte de muchos: la opresión de la sociedad lleva en sí
siempre los rasgos de la opresión por parte de un colectivo. Es esta unidad de
colectividad y dominio la que sedimenta en las formas de pensamiento. El lenguaje
mismo confería a las relaciones de dominio aquella universalidad que él había asumido
como medio de comunicación de una sociedad civil. Finalmente, la Ilustración ha
devorado no solo los símbolos, sino también a sus sucesores, los conceptos
universales, y no ha dejado de la metafísica más que el miedo ante lo colectivo, del
cual ella nació. La Ilustración en cuanto nominalística, se detiene ante el nomen, el
concepto indiferenciado, puntual, el nombre propio.

La Ilustración es totalitaria como ningún otro sistema. Su falsedad radica en que para
ella el proceso está decidido de antemano. (ejemplo del procedimiento matemático en
el que lo desconocido se convierte en la incógnita de la ecuación, que en realidad está
predeterminada). Con la previa identificación del mundo enteramente pensado,
matematizado, con la verdad, la Ilustración se cree segura frente al retorno de lo
mítico. Identifica el pensamiento con las matemáticas. El pensamiento se deifica en un
proceso automático que se desarrolla por cuenta propia. El modo del procedimiento
matemático se convirtió en ritual del pensamiento. Pese a la autolimitación axiomática,
dicho procedimiento se instaura como necesidad y objetivo: transforma el pensamiento
en cosa, en instrumento, como él lo denomina. El distanciamiento del pensamiento
respecto de la tarea de arreglar lo que existe, el salir del círculo fatal de la existencia,
significa para la mentalidad científica locura y autodestrucción: se toman las
disposiciones necesarias para que la violación del tabú tenga incluso en la realidad
consecuencias funestas para el sacrílego.
No hay ser en el mundo que no pueda ser penetrado por la ciencia, pero lo que puede
ser penetrado por la ciencia no es el ser. El dominio universal sobre la naturaleza se
vuelve contra el mismo sujeto pensante, del cual no queda nada más que aquel “yo
pienso” eternamente igual, que debe poder acompañar todas mis representaciones.
Sujeto y objeto quedan, ambos, anulados.
Lo que parece un triunfo de la racionalidad objetiva, la sumisión de todo lo que exístela
formalismo lógico, es pagado mediante la dócil sumisión de la razón a los datos
inmediatos.
La entera pretensión del conocimiento es abandonada. Ella no consiste en percibir,
clasificar y calcular, sino justamente en la negación determinada de lo inmediato. Por
el contrario, el formalismo matemático, cuyo instrumento es el número, la figura más
abstracta de lo inmediato, mantiene el pensamiento en la pura inmediatez. Cuanto
más domina el aparato teórico todo cuanto existe, tanto más ciegamente se limita a
repetirlo. De este modo, la Ilustración recae en la mitología. En la pregnancia de la
imagen mítica, como en la claridad de la fórmula científica, se halla confirmada la
eternidad de lo existente, y el hecho bruto es proclamado como el sentido que él
mismo oculta.
El dominio no se paga solo con la alienación de los hombres respecto de los objetos
dominados: con la reificación del espíritu fueron hechizadas las mismas relaciones
entre los hombres, incluso las relaciones de cada individuo consigo mismo. El
animismo había vivificado las cosas; el industrialismo deifica las almas.
A través de las innumerables agencias de la producción de masas y de su cultura se
inculcan al individuo los modos normativos de conducta, presentándolos como los
únicos naturales, decentes y razonables. El individuo queda ya determinado solo como
cosa, como elemento estadístico, como éxito o fracaso. Su norma es la
autoconservación, la acomodación lograda o no a la objetividad de su función y a los
modelos que le son fijados.
El horror mítico de la Ilustración tiene al mito por objeto. Ella lo percibe en toda
expresión humana en la mediad en que esta no tenga un lugar en el contexto
instrumental de aquella autoconservación. Cuanto más se logra el proceso de
autoconservación a través de la división del trabajo, tanto más exige dicho proceso la
autoalienación de los individuos, que han de modelarse en cuerpo y alma según el
aparato técnico. La subjetividad se ha volatilizado en la lógica de las reglas de juego
aparentemente arbitrarias, para poder dominar con tanta mayor libertad.
La razón sirve como instrumental universal, útil para la fabricación de todos los demás,
rígidamente orientado a su función, fatal como el trabajo exactamente calculado en la
producción material, cuyo resultado para los hombres se sustrae a todo cálculo.
Finalmente se ha cumplido su vieja ambición de ser puro órgano de fines. La
exclusividad de las leyes lógicas deriva de esta univocidad de la función, en última
instancia del carácter coactivo de la autoconservación.
El sí mismo, completamente atrapado por la civilización, se disuelve en un elemento de
aquella inhumanidad a la que la civilización trató de sustraerse desde el comienzo. Se
cumple el temor más antiguo: el de perder el propio nombre. A través de la
subordinación de toda la vida a las exigencias de su conservación, la minoría que
manda garantiza con la propia seguridad también la supervivencia del todo. El placer
sigue estando sometido a la autoconservación para la que él mismo había educado a la
razón, entretanto depuesta. En las grandes mutaciones de la civilización occidental, el
temor a la naturaleza incontrolada y amenazadora, consecuencia de su misma
materialización y objetivación, fue degradado a superstición animista, y el dominio de
la naturaleza, interior y externa, fue convertido en fin absoluto de la vida. Finalmente,
automatizada la autoconservación, la razón es abandonada por aquellos que en cuanto
guías de la producción han asumido su herencia y ahora la temen en los desheredados.
La esencia de la Ilustración es la alternativa, cuya ineludibilidad es la del dominio.

En un relato homérico se hala expresada la interconexión de mito, dominio y trabajo →


Odisea
Odisea es sustituido en el trabajo. Así como no puede ceder a la tentación del
abandono de sí, de la misma manera está privado también, en cuanto propietario, de
participar en el trabajo, y en definitiva incluso de su dirección, mientras por otro lado
sus compañeros, aun estando tan cercanos a las cosas, no pueden gozar del trabajo,
porque este se cumple bajo la constricción, sin esperanza, con los sentidos
violentamente obstruidos. El siervo permanece sometido en cuerpo y alma; el señor se
degrada. Ninguna forma de dominio ha sido capaz de evitar este precio.
La maldición del progreso imparable es la imparable regresión. Esta regresión no se
limita a la experiencia del mundo sensible, ligada a la proximidad física, sino que
afecta también al intelecto dueño de sí, que se separa de la experiencia sensible para
sometérsela. El espíritu se convierte de hecho en el aparato de dominio y autodominio
con el que lo confundió siempre la filosofía burguesa.

El pensamiento, en cuyo mecanismo coactivo se refleja y perpetúa la naturaleza, se


refleja también, justamente en virtud de su imparable coherencia, a sí mismo como
naturaleza olvidada de sí, como mecanismo coactivo. Mediante el pensamiento los
hombres se distancian de la naturaleza para ponerla frente a sí de tal modo que pueda
ser dominada. Como la cosa o el instrumento material, que se mantiene idéntico en
diversas situaciones y así se separa del mundo (como lo caótico, multiforme y
disparatado) de lo conocido, uno e idéntico, el concepto es el instrumento ideal que se
ajusta a cada cosa en el lugar en donde se las puede aferrar. El pensamiento se vuelve
ilusorio siempre que quiere renegar de la función separadora, de la distanciación y
objetivación. Toda unificación mística es un engaño. Pero en la medida en que la
Ilustración tiene razón contra todo intento de hipostasiar la utopía y proclama
impasible el dominio como escisión, la ruptura entre sujeto y objeto, que ella misma
impide cubrir, se convierte en el índice de la propia falsedad y de la verdad.
La Ilustración nunca estuvo al abrigo de la tentación de confundir la libertad con el
ejercicio de la autoconservación. La suspensión del concepto dejó libre el campo libre a
la mentira.
La relación de la necesidad con el reino de la libertad sería solo mecánica, cuantitativa,
y la naturaleza, afirmada como enteramente extraña, se convertiría, lo mismo que en
la primera mitología, en totalitaria y terminaría por absorber la libertad junto con el
socialismo. Con la renuncia al pensamiento, que se venga en los hombres olvidados de
él, la Ilustración ha renunciado a su propia realización. Al disciplinar a los individuos ha
dejado a la totalidad indefinida la libertad de volverse, en cuanto dominio sobre las
cosas, e contra del ser y de la conciencia de los hombres. Pero la praxis
verdaderamente subversiva depende de la intransigencia de la teoría frente a la
inconciencia con la que la sociedad permite deificarse al pensamiento.
La Ilustración se realiza plenamente y se supera cuando los fines prácticos más
próximos se revelan como lo más lejano logrado, y la naturaleza desconocida por la
ciencia dominadora, es recordada como las tierras del origen. Hoy que la utopía de
Bacon de “ser amos de la naturaleza en la práctica” se ha cumplido a escala planetaria,
se manifiesta la esencia de la constricción que él atribuía a la naturaleza no dominada.
Era el dominio mismo.

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