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Dibujos fuera del papel

Ricardo Rodulfo

CAPITULO 2

De la caricia

Cuerpo materno espejo pizarrón


(hoja)

Volvemos a insertar el modelo que hemos abstraído de la situación clínica


descripta porque nos va a interesar sostenerlo y tratar de desarrollarlo. Después de
todo, en el psicoanálisis se ha echado mano a modelos del más diverso tipo y
extracción, hidraúlicos, mecánicos, biológicos, lingüísticos, comunicacionales, etc.
No nos viene mal probar con uno puramente clínicos y narrativo, por así decirlo
(como en aquellos cuentos donde el héroe emprende un viaje) y nacido en el seno
mismo de nuestra práctica. Claro que apelar a la narración conlleva todos los
riesgos de no sobrepasar el plano de lo mítico, pero a esto podemos responder
haciendo notar que, por lo menos, en este caso el riesgo está a la vista, lo que no
suele suceder con los otros, especialmente con los que vienen recargados con
emblemas de cientificidad.
Junto a esto, una segunda nota preliminar para agregar algo a lo escrito más
arriba acerca del “género” que hemos bautizado estudio clínico. No le damos ese

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nombre pensando en su contenido, en su temática dominante: lo esencial reside en
la manera de contar y de pensar que hemos adoptado, la cual creemos más congrua
con el particular decurso del tratamiento psicoanalítico, y sus flujos y reflujos en
contadísima excepción y por muy corto trecho lineales, y con las particularidades
del trabajo de pensamiento del analista, que en general no se parece mucho a lo
que suele llamarse “lógica”. Sinuosidad es una palabra que conviene como pocas al
estudio clínico y a toda escritura propensa a mantenerse fiel y lo más próxima
posible del psicoanálisis, no sólo como método, más abarcativamente, como
actitud.
Entonces, si esto es así, no nos queda otro remedio que seguir desplegando
preguntas, material tras material, sin respuesta inmediata; más aún, evitando
(precaución metodológica) caer en cualquier ping-pong pregunta-respuesta: he
aquí el abc de la forma psicoanalítica de procesamiento de materiales, tampoco
asimilable a la aplicación de un molde sobre una masa. En todo caso, del amasar,
del amasado irá deviniendo la conceptualización. En el estudio se procura
reproducir cierto modo de la marcha que afrontamos como podemos
cotidianamente en el consultorio.
Con estas reservas, no obstante, una conclusión se desprende de lo
desarrollado en el primer capítulo: de no haber un niño que lo invista, lo invente
como tal, un pizarrón, una hoja de papel, no es más que una “cosa” inerte entre las
demás cosas. Sólo por una suerte de ilusión óptica - dada por la perspectiva
adultocéntrica del observador - pre existe al niño. Y aún cuando pueda
fundamentar una precedencia, no menoscaba en nada lo ineliminable: un niño la
hace hoja al aposentarse allí. 1
Esto mismo nos procura cierta idea general de hacia donde apuntar el
proceso de la cura en una niña como la de la tiza. Sería perder el tiempo interpretar
“significados” del pizarrón que determinarían su extraño comportamiento: hay que

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lograr que consiga ocuparlo, que se vuelva habitable para ella. Habitar un lugar,
toscamente expresado, es poner cosas propias ahí, pero el punto es que esto no se
hace sin profundas modificaciones subjetivas en el ponedor. El trazado de una raya
produce un impacto estructurante en el “sujeto” de la operación. (Las comillas van
por cuenta de que ésta no se ajusta a los cánones occidentales en cuanto al par
sujeto/objeto). Justificamos en todo esto nuestra hipótesis de que la cura no debe
obstinarse en ‘descubrir’ qué significa ‘inconscientemente’ el pizarrón y sí
dirigirse a qué signifique algo para ella: no importa qué, mientras sirva como
superficie de inscripción.
Segunda proposición: la manera que un niño tiene - la única consistente - de
aposentarse en un lugar es a través de las marcas que hace y deja en él. El niño es
un ser marcante, ser de marca, demarcado por las marcas que es capaz de
escribir. En la práctica, allí comienza cierta evaluación diagnóstica 2. Luego, toda
una forma de matices en la relación con este marcar nos irán permitiendo
aproximaciones más finas y hasta el uso de categorías psicopatológicas, de ser
necesario.
Supongamos, por ejemplo, que entramos a un consultorio de dónde acaba de
irse un niño razonablemente pequeño (cuatro, cinco años) y supongamos no
encontrar nada desparramado por el suelo, los juguetes ‘en su lugar’ (donde no lo
son); ni tampoco hojas dibujadas o plastilina moldeada o fragmentada: enseguida
el asunto nos obligaría a descartar que ocurra por lo menos algo de una inhibición
considerable. Tendremos que ocuparnos de una suposición así.
Si Lacan señalaba hace muchos años3 el interés espontáneamente disparado
del niño por el mito y el cuento, otro tanto -pero más temprano aún - se comprueba
respecto a su inmediata disposición libidinal hacia todo lo que tenga que ver con la
marca y la acción de marcar. Una confirmación cuasi experimental de esto la tuve
un día en que, ya no recuerdo por qué razones, olvidé en mi consultorio de niños

3
un sello ya en desuso (pero con tinta). Cada uno de los niños que ví esa tarde
reparó en él y lo usó a su manera, según estilos, posibilidades y problemáticas a
menudo limitativas: estuvo el que en torno a él montó una escena de juego de
oficina y estuvo el que lo empleó toscamente sellando a diestra y siniestra: pero a
ninguno le fué indiferente y me asombró en todos los casos la velocidad con que
todos repararan en él. Tanto así que a partir de aquel día el sello quedó incorporado
al ‘elenco’ de objetos del consultorio; los niños le habían otorgado un estatuto que
sobrepasaba lo accidental de su inclusión. (Si lo queremos, lo mío podría leerse
como un acto fallido: la convergencia más importante con éste es que ¿no se trata
acaso de pequeñas marcas en la psicopatología de la vida cotidiana? ¿no se trata de
marcas marginales como las del objeto roto u olvidado? ¿y no pensamos que
cuanto más marginal e imprevista la marca, más intenso el índice de subjetividad
que encarna?)
El “yo” saliendo del garabato en otro de los materiales expuestos es pensable
como una de las culminaciones y decantaciones, complejas decantaciones, de esos
laberintos de marcas. Una incursión en otras edades - como para no creernos que
esto concierne solamente al niño - nos ofrece lo siguiente: un paciente adulto que
acaba de escribir un trabajo de su especialidad (de un nivel de abstracción muy
alejado de los asuntos humanos) - hecho además importante porque implicaba
vencer tenaces dificultades y resistencias para participar de la vida científica de su
campo escribiendo y publicando - se refiere a ello diciendo en sesión: “me ví
reflejado en lo que escribí ...” Ahora estamos en condiciones de evaluar la inmensa
utilidad que el trabajo con niños y con adolescentes tiene para el mismo trabajo
con pacientes adultos, siempre que sepamos acarrear elementos de un campo al
otro. Después de ese “yo” dibujado en la punta de un mamarracho ya no podríamos
contentarnos con declarar el comentario del paciente de más edad como una mera
figura retórica, de hecho fuertemente convencionalizada, un simple modo de decir.

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Hay que aceptar pensar, en cambio, que, abstracto como es, el texto de su trabajo
dibuja su “yo” implantado en esas páginas para él.
Resortes apasionantes del trabajo analítico con el niño: su práctica nos
enseña como aquella locución a la cual sólo le concedíamos valor en sentido
figurado, en la figura retórica de la “metáfora”, valor de “comparación”, (nociones
según se ve, propias del sistema preconsciente), en lo inconsciente revelan tener
otro tipo de atadura (Bilding) umbilicadas a una literalidad carnal irreductible a un
epifenómeno de lenguaje (en la concepción tradicional que imagina el lenguaje al
4
modo de un revestimiento superestructural). Los usos del niño son la verdad de
los “usos de lenguaje”.
¿Cómo se hace esto, por qué medios un niño en principio apenas si
aposentado en el cuerpo de la madre, luego de aprender a reconocerse en el espejo,
sólo y acompañado, va a parar a un medio tan distinto, tan heterogéneo a los
anteriores como parece serlo una hoja de papel o superficie de inscripción similar
(como según lo veremos, una mesa de trabajo o aún un rincón en el suelo donde se
despliega una geografía con diversos juguetes)? Aquí es donde no basta con la
afirmación de que “ingresa en lo simbólico”, de una generalidad tan vaga que no
puede orientarnos en ningún punto concreto de trabajo, equivalente a la
invocación, en otras épocas, al “instinto de conservación” o al “instinto maternal”,
aunque se presente bendecida por el “estructuralismo”. Insiste el ¿cómo recorre
este camino, merced a qué medios?
Necesitamos ahora de un nuevo salto para poder valernos de elementos
propios de lo musical. No figura en la bastante matizada enumeración que Freud
proponía en El análisis profano, ni en ninguna que se haya hecho después, (dentro
de las referencias de que disponemos), pero lo cierto es que un cierto grado de
formación en música, y particularmente en cuestiones de escritura y de estructura
musical, vendríase muy bien a la labor teórica y a la clínica del psicoanalista.

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Según insistiré en mostrarlo, el inconsciente “es” (puede ser muy estrechamente
aproximado) un fenómeno musical, sobre todo en referencia a la música occidental,
especificada por un tejido polifónico que lleva la sincronía a insospechados
espesores.5 Por eso mismo, el conocimiento de la trama de lo musical es una guía
inapreciable cuando debemos enfrentar algunos de los problemas teóricos (y de los
enigmas clínicos que los causan) más arduos en nuestro propio campo.
De todos modos, aunque esa formación falte, quien más quien menos tiene
sus aficiones musicales y ya sea escuchando una orquesta sinfónica, un conjunto de
rock o un piano sólo ha percibido seguramente que siempre hay un bajo en nuestra
escritura musical. El lego - sobre todo si su intuición para la escucha espontánea de
matices no es muy grande - le prestará muy poca atención, tenderá a considerarlo
como algo superfluo o secundario. Si rebasamos esa actitud superficial estaremos
en condiciones de preguntar, menos rutinariamente: ¿por qué siempre tiene que
haber un bajo? ¿Qué hace necesaria, por ejemplo, la presencia de ese enorme
contrabajo emitiendo sonidos sordos sin ningún protagonismo? ¿Qué función viene
eso a cumplir? ¿Es una mera burocracia, inercia de hábitos sin sentido? ¿Qué
razones, si las hay, dan cuenta de esa invisibilidad constante, que nunca se gana los
aplausos?
Hemos de juntar todas estas preguntas con la que resumiera nuestra hipótesis
actual sobre la niña de la tiza: su rotundo fracaso delante del pizarrón lo
preguntaremos cómo: ¿Qué cosas, en lo que a ella respecta, no se escribieran
antes? ¿Y en dónde no se escribieron? ¿Qué marcas no se produjeron y en qué
otros lugares?. Y vamos a necesitar -cascando las nueces de a dos, según lo
aconsejaba Freud- un puente que vincule este caso tan “psiquiátrico” en su aroma a
psicosis con hechos harto menos insólitos de la vida cotidiana.
Se trata esta vez de un fenómeno tan común y corriente o tan universal como
el de la caricia. Lo abordaremos por la vía de un juego, juego que se da entre el

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niño y algún ‘grande’ muy especial para él6 , y que constituye una verdadera
escena de escritura7: con un sólo dedo éste debe recorrer lentamente el rostro del
niño (bastante pequeño, señalemos que no llegado aún a la lecto-escritura),
contorneando primero el óvalo de la cara, deteniéndose luego en cada
particularidad geográfica, sea el espesor de las cejas o los orificios de la nariz. Una
enumeración verbal de cada uno de estos elementos suele acompañar este
dibujado. Digamos que aquí el acariciar -en otras ocasiones más errático o más
casual- se organiza un poco más, planificando su recorrido por el sistema del rostro
y por una exigencia de totalidad: el niño no consiente que alguna parte quede
excluida. Digamos también que -con una universalidad sólo limitada por
cuestiones de patología grave: fobias al tocamiento en pequeños autistas u
obsesivos- el niño pide la repetición del juego tal cual lo ha hecho con el cuento y
la canción. Disfruta también con la introducción de pequeñas variaciones 8 en el
curso de la escena.
No es raro que ésta se transponga a la situación analítica. En una paciente de
Marisa Rodulfo, la niña, después de haberle solicitado dibujara su rostro, consiguió
llevárselo a la casa. Al tiempo, la analista se enteró que el retrato estaba sobre la
mesa de luz de la paciente, es decir, un lugar nada casual, inmediatamente ligada a
las problemáticas del narcisismo a las que solemos dar el equívoco nombre de
identidad. En este caso, se trata de una hoja de papel, pero es evidente de dónde
sale, su derivación histórica. De manera más acotada, lo mismo encontramos
cuando un niño extiende su mano sobre una hoja en blanco y hace con un lápiz el
contorno.
Tampoco es rara la transición a relatos ya vecinos al cuento. La madre de
una de mis pacientitas había encontrado el modo de articular el juego a la cuestión
del origen de los niños. Así, le iba diciendo de cómo el padre y ella la habían

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gestado mezclando sus elementos y haciendo un día, por ejemplo, la nariz (y aquí
la dibujaba), otro día la boca, etc., etc.
Varias observaciones se desprenden de estos materiales:
1) el acariciar se revela en su valor de juego, acto de juego, manifestación del
jugar. No es simplemente una “expresión” de afecto de carácter más o menos
sensual. Su desplegarse constituye un auténtico campo de juego intersubjetivo.
(Apreciamos la exactitud de designar como juego amoroso lo que Freud llama
“placer preliminar”. Este juego amoroso está compuesto fundamentalmente por
caricias.)
Arrancarla de su habitual versión “expresiva” (que nunca puede considerarla
otra cosa que un epifenómeno) permite preguntar: ¿qué hace una caricia? ¿Es que
el niño -si acudimos a las primerísmas emergencias del acariciar -ya tiene un
cuerpo y con él acaricia y es acariciado? Esto desemboca en la siguiente
observación:
2) el acariciar es una de las prácticas, uno de los dispositivos, secuencia de jugares,
en fin, que van formando lo que decimos “cuerpo”, que entonces deja de ser
pensado una unidad previa al trazado de un tejido de caricias. Junto a otras
operaciones, funda cuerpo. Lápiz avant la lettre (apréciese la inexactitud de esta
locución en este contexto) el dedo del grande transforma en rostro la cara.
Nos servirá recordar ahora nuestra caracterización anterior del niño ser
marcante para mantenernos a cierta distancia de una formulación estructuralista,
que inmediatamente se reapropiaría de esa ¿potencialidad? de marca para difundir
la imago de un niño como acariciado, vale decir, pasivo en la operación. Es a la
vez una ilusión de observador conductista, cuya superficialidad nunca se podrá
exagerar: el niño es tan acariciante como acariciado, el esquema dar/recibir es
singularmente inadecuado para representar la complejidad de una operación como
ésta; no sólo por los acariciares que ya el lactante emite de modos bien explícitos:

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también por las manifestaciones intensamente libidinales con que el niño
acompaña las caricias que le hacen que lo hacen.
Siguiendo el declive de la distinción y del pasaje de lo literal a lo figurado
(que hemos subrayado como uno de los ejes del estudio clínico) tomaremos en
cuenta otros modos de aparición del acariciar fuertemente típicos. Por ejemplo,
cuando un niño acomete la búsqueda de sí mismo -de un sí mismo futuro, en
verdad- a través de esos particulares dibujos que son los diversos relatos familiares
acerca de su nacimiento y de otras circunstancias de su historia y de su prehistoria.
Lo mismo puede decirse del apasionado interés por los álbumes familiares de
fotografías. Y la contrapartida de esto nos la ofrece el daño que sufre un niño
cuando estos diversos registros de su cuerpo se encuentran ocluídos por
formaciones patológicas (y patógenas) en el archivo familiar 9 . Recuerdo el primer
niño epiléptico que atendí, cerca de treinta años atrás, un niño de 8 años con
convulsiones y pérdida de conciencia que -hasta la entrada del psicoanálisis- la
medicación no lograba controlar del todo. A él no se le había dicho una palabra
sobre lo que le pasaba, sobre esos intervalos en que su subjetividad se hundía,
sobre la razón de tantas visitas al médico. Lo primero que en el tratamiento pudo
hacer -tras meses áridos a causa de mi falta de recursos para pensarlo hasta el
afortunado azar de unas páginas de Eduardo Pavlovsky sobre terapia de grupo con
niños epilépticos)- fue una escenificación bien de cuerpo, una suerte de
psicodrama espontáneo, (era un niño además de muy escasos recursos verbales y
lúdicos en general) donde por primera vez escribió, le dio alguna figura a sus
ataques, en la forma de un violento asesino que venía de noche a estrangularlo10. Si
lo pensamos detenidamente, esta es otra variación del acariciar.

9
Es de recordar que ya hay en Freud un primer reconocimiento de la función
estructurante del acariciar, particularmente a la caricia materna. Observaciones
tempranas dispersas, pero retomadas bien tardíamente, sobre todo en el sesgo de la
seducción que el grande ejerce sobre el niño, y, en no pocas observaciones, el
hermano o la hermana mayor o la institutriz. Por esta óptica de lo traumático, por
exceso de sexuación prematuro, ingresa la caricia como objeto de estudio
psicoanalítico. Y, en lo esencial, son observaciones que no han envejecido. En
particular su valor como “punto de fijación” en la constitución de condiciones
eróticas se mantiene con plena vigencia clínica, pese a todo el apalabramiento que
ha sufrido la teoría psicoanalítica por parte de las tendencias logocéntricas
directamente derivadas de la metafísica occidental11.
Pero además Freud alcanza a esbozar, en su vuelta tardía sobre el tema, una
función más abarcativa de erotización del cuerpo del niño atribuida a la caricia
materna, ya fuera del campo psicopatológico.
El paso que a partir de aquí propongo es el siguiente: de mantenernos atentos
a la idea de una caricia que produce placer en el niño y a este estado (la invocación
al placer y a la satisfacción eximiría de mayores inquisiciones), nos quedamos
encerrados en el circuito corto de una referencia hedonista “porque sí”. Esta
concepción (base de muchas críticas conservadoras al “freudismo”) cierra el paso a
pensar lo que, no obstante sus frecuentes tics mecanicistas y biologistas, Freud
llega a pensar: no en la forma de un “más allá” sino en la de un a través del placer:
a su través el niño se subjetiva, pasa del organismo al cuerpo, se escribe en tanto
corporeidad. En este lugar, exactamente, revemos el extraordinario valor del
concepto “la experiencia de la vivencia de satisfacción”, pertinente como ninguno
para pensar el estatuto de lo que estoy llamando caricia y acariciar12 .
(Y no dejemos de tomar nota de los múltiples canales por los que algo
llamado “caricia” de hecho circula: el lenguaje de la calle nos dice de desnudar a

10
alguien con la mirada, de una voz acariciante, de ‘empaquetar’ a otro inclusive, lo
cual sería un uso psicopático de esa función envolvente que se construye
acariciando. La noción ya clásica de equivalencias posibilitadoras de pasajes y
circulaciones entre las zonas erógenas facilita esta línea de consideraciones).
Ahora bien, el paso del tiempo y de nuestro trabajo autoriza un pequeño,
pero útil, subrayado: la experiencia de la vivencia de satisfacción funciona, y
justifica su estatuto, como experiencia de subjetivación, acarrea ese efecto, es la
consecuencia del experienciar la satisfacción. Esta perspectiva destraba todo lo que
haya que destrabar en cuanto a una concepción estrecha, de fin en sí misma, del
placer, a la cual la pluma de Freud no es siempre ajena.
Aún podemos recurrir a una contraprueba: lo que estamos desarrollando
sobre el acariciar es innecesario y no tiene cabida en los tratados de fisiología; en
el plano en que las creencias biológicas sitúan el organismo la referencia a la
satisfacción (sobre todo en su aspecto más conceptual) carece de sentido y de
lugar: podríamos escribirlo como que está precluída de ese sistema teórico. La
biología no tiene ninguna necesidad de categorizar cosas como las del placer o la
satisfacción para estudiar el funcionamiento general del cuerpo humano. En un
tratado de fisiología en vano esperaríamos encontrar una mención sobre hechos sin
embargo tan ‘físicos’ como el de una mano materna acariciando zonas del cuerpo
del bebé al lavarlo y cambiarlo. Y siendo tan difícil encontrar algo tan ‘concreto’
como un hecho de esta naturaleza. En cambio no podemos prescindir de estos
actos, de estos gestos, cuando nos proponemos estudiar los procesos de
subjetivación tempranos.
(Contraprueba de distinta clase nos la ofrece la patología grave: en su
extremo más extremado, el de las perturbaciones autísticas primarias, nada tan
dañado y desconstituido como ese intercambio de tocares que constituye el
acariciar).

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A manera de recapitulado: partiendo del juego de la caricia, nuestro camino
nos ha llevado a un punto en que el placer se desdobla a sí mismo, al encontrarse
en él una función más “profunda” que él mismo.
Concomitantemente, estamos en condiciones de otorgar toda su complejidad
e importancia a la pregunta: ¿qué hace una caricia?, al decir que la caricia
subjetiva, es una operación crucial para esa transformación de un pequeño
mamífero, un animalito más, en sujeto deseante13.
Antes de seguir viaje vale la pena constatar que nos hemos alejado de la niña
de la tiza muchísimo menos de lo que podríamos creer: lo expuesto ilumina ahora
de otra manera ese segmento de la observación donde ella dibuja algunos rasgos
parciales de su rostro sobre la imagen aparentemente tan plena en el espejo,
dejándolo pensar como un intento trunco de reproducir algo de ese juego de la
caricia en otro espacio y con otros elementos de escritura.

Es ahora un adolescente en análisis, con 19 años y una neurosis muy


complicada, en la que resulta fácil desmadejar numerosas formaciones de tipo
obsesional. (Sólo que el material que expondremos nos mostrará cuán equivocados
estamos al reducir la neurosis a un simple rótulo, “claro y distinto”). Es músico, ha
formado y participado en diversos conjuntos de rock, con resultados más bien
modestos; no sólo toca un instrumento, también compone música (es lo que le
interesa más) y la mención que hicimos a la función del bajo en la escritura
alcanzará mayor desarrollo con este material.
Por otra parte, su recurrir al análisis parece muy motivado en lo que diríamos
su desencuentro interior con las mujeres, y un tiempo de sesiones llama la
atención sobre el modo o los modos y la mucha habitualidad con que pasa o salta o
asocia un motivo al otro, frecuentemente como si hubiera una relación de

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interferencia: estar de algún modo con una chica de algún modo le impide escribir,
reunirse para ensayar, etc., etc.
Pero otras veces, ambos motivos desembocan en una misma escena donde lo
que prima él alguna vez lo nombra “desolación” (subrayamos el recuerdo de haber
apelado a esta palabra para dar cuenta de cierto estado de la niña de la tiza ante el
pizarrón). Así se da frente a una chica que presuntamente podría gustarle (forma
parte de sus más serias dificultades que esto sólo pueda aparecer como una
presunción para el paciente, nunca esa certeza fácil, inmediata, que fluye cuando
algo se desea).
Por las huellas de tal desolación (nos tentaría escribir “experiencia de la
vivencia de desolación”) desembocamos en un manojo de actitudes contradictorias
hacia la mujer: la facilidad con que surgen el asco, la repulsa; el apuro compulsivo
en acercarse sexualmente, compulsivo porque no coincide con un grado de
“calentura”, todo lo contrario, en frío.
A partir de estos fragmentos el análisis llega a determinar la existencia de
una escena que no puede tener lugar entre la mujer y él: es la escena de un abrazo.
(Sobre todo, se establecerá, ese abrazo donde es imposible separar los elementos
de la excitación erótica de los tiernos y cariñosos; precisamente el abrazo en su
plenitud abraza estas distintas cosas además de distintos cuerpos). Es una
imposibilidad concreta, manifestada en una condición rígida: él no tolera o tolera
poco y mal el cara a cara del abrazo, busca el boca abajo de la mujer, el amor de
espaldas (aunque la penetración sea vaginal), el beso fugaz. Aquellos ascos y
repulsas son la respuesta a un beso prolongado e intenso.
Conjuntamente, su impresión dominante es la de no acceso a auténticos
orgasmos, antes bien, se trataría de eyaculaciones. No es un muchacho que
conozca episodios de impotencia explícitos, pero la experiencia del orgasmo como
tal -y aquí estamos ante todo un paradigma en cuanto a la vivencia de satisfacción-

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es apenas esporádica. No falta incluso la tendencia a la eyaculación demasiado
rápida.
Regularmente, si un coito se prolonga, experimenta un franco
desdoblamiento: una parte de él se pregunta, mientras observa, qué está haciendo
allí (latentemente; ¿quién es el que está haciendo allí?); la otra sufre lo que es
menester conceptualizar como desubjetivación (o subjetación, negativa): como que
se pone de relieve, monstruosamente, todo lo que el coito tiene de movimiento
mecánico (si se prescinde del elemento desiderativo, si no se lo ve en la escena),
todo lo que a él enseguida le evoca el funcionamiento de máquinas, con émbolos,
válvulas y pistones. Se entiende que en esas condiciones la experiencia del
orgasmo no sea accesible como tal y que el abrazo resulte imposible; lo envolvería
peligrosamente en un estrechamiento de piezas y partes deshumanizadas, lo cual lo
hace violento y frustrado las pocas veces que se da. (Sólo que enseguida nos
cuestionamos el “la evoca”, si ha de ser concebido en el marco clásico de la
“asociación de ideas”, pues lo que el paciente transmite -dificultosamente- se
arrima más bien al orden de la sensación, como cuando alguien dice ‘tuve la
sensación de que...’. Y esto es muy importante para la ubicación de un fenómeno
de este tipo en el modelo clínico que estamos introduciendo). El espacio del
abrazo, merced a vivencias semejantes, no es un espacio en el que él pueda
implantarse.
Este conjunto de síntomas, vivencias e impresiones en general penosas,
desoaldoras, se engrosa con nuevos elementos que el trabajo del análisis (durante
mucho tiempo ceñido a explorar y esclarecer la fenomenología de lo que el
paciente traía, en principio, vaga y parcamente) va extrayendo de a poco:
repetitivamente, cada vez que algo le gusta en el rostro de una chica, y
especialmente teniéndolo cerca, sucede lo siguiente: bruscamente lo percibe como
“feo” (¿proyección?), pero cuando va precisando esa fealdad, cede el paso a una

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cosa distinta: una especie de “juego” de animalización de ese rostro, un “jugar” a
imaginarse a qué animal se lo podría referir (el “juego” encubre una dimensión
menos ‘especulativa’, la de ese oscuro instante en que el rostro es apresado por la
impresión de una extraña fealdad). En ocasiones, si el “juego” dura lo suficiente, la
percepción de lo animalesco llega al impreciso borde de lo alucinatorio (a nuestro
juicio, un fondo alucinatorio es responsable de ese giro de “lindo” a “feo” que en
realidad, encubre una oposición humano/inhumano). En este punto recordemos el
hecho, nada sorprendente, de que un esquizofrénico dibuje un hombre con facies
de lobo; como para urdir gradaciones en serie de un fenómeno que dejan atrás
esquematismos como los que oponen linealmente “neurosis” a “psicosis”. El
paciente no ‘es’ un psicótico, pero vivencias de esta clase no se dejan enmarcar en
el concepto clásico de síntoma, o pensado de otra manera, abren en éste un punto
de umbilicación que aquí ensambla formaciones obsesivas con experiencias con
toques, con matices, de esquizofrenia y con reductos, o “núcleos” o barreras
autistas14 (en este paciente detectables en la atracción por lo maquinal, y en la
tendencia a reducir a eso vivencias afectivas y pulsionales). Cuando un
caricaturista hace una caricatura explotando el potencial zoomórfico de un rostro,
verdaderamente juega con aquello que para mi paciente es una fuerza torturante
que lo arrastra cerca de lo que en un esquizofrénico sería alucinación efectiva.
(También podemos recordar la escena del primer beso a Albertine, en Proust, con
la maravillosa descripción del rostro de la muchacha descomponiéndose a medida
que el amante se aproxima: al protagonista se le pierde, se le diluye el rostro de ella
en lo que diríamos su “unidad narcisista”, para quedarse sólo con una miríada de
poros y otros fragmentos sueltos; al fracasar la caricia, estalla esa unidad que
creemos un rostro “humano”).
Una segunda metamorfosis del rostro femenino, bastante menos angustiante
para el paciente, auqnue igualmente involuntaria y repetitiva, consiste en

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masculinizarlo. Por lo general él expone esto en forma de queja: todas las chicas
que le gustan acaban por exhibir rasgos chocantemente varoniles. En este caso el
proceso no permanece tan fijado al rostro, puede atribuirse también al vocabulario
de ella, o a determinadas actitudes. Pero el resultado final es el mismo:
imposibilidad de permanecer a su lado.
No se trata de “tendencias homosexuales”. Lo “masculino” en cada caso
postulado, suele responder a particiones de género extremadamente míticas y
prejuiciosas en el paciente. En cambio, hay sesiones en las que llega a decir, con
cierto matiz de nostalgia, de un anhelo de apoyar su cabeza en el regazo de una
chica y de lo imposible de ese anhelo ante esa emergencia de un elemento viril o
viriloide. (Creemos reconocer un progreso en el vislumbre de nostalgia,
pensándolo como índice de un deseo de inclusión y de aposentamiento en el regazo
o en el seno femenino en intenso contraste con la postura tensa (muscular,
posturalmente, inclusive), crispada, preñada de distanciamientos defensivos que
signan su relacionamiento con la mujer.
Notemos que la aparición borrosa, tenue, de esta escena deseada es el
reverso de la que él monta la realidad, con una mujer de espaldas a la que no se le
puede ver la cara, donde el contacto, invirtiendo la globalidad del abrazo, se
controla a fin de que sea lo más acotado posible, de parte a parte: pene-vagina, y
sobre todo, boca-vagina. Al respecto, es interesante que el paciente hable del
aburrimiento que le depara la vida sexual bajo estas condiciones, y lo asocie al
aburrimiento que se respira en las películas pornográficas.
El hecho es que así pone el dedo en la llaga: la diferencia cualitativa que
separa lo pornográfico de lo erótico reside esencialmente en que aquel precluye lo
propiamente subjetivo: el cuerpo está tratado como lo que el psicoanálisis clásico
denomina “objeto parcial”, y aún más allá de este concepto, como un fenómeno de
máquina, anónimo y carente de marcas. El paciente ha hecho algo más que

16
‘comparar’: esboza un insight de lo que le falta por recorrer para arribar a una
genuina experiencia de la vivencia de satisfacción, y no sólo en el plano de lo
circunscibible como genitalidad.

1
Desarrollo de una de las paradojas de Winnicott: el niño crea lo que encuentra o lo que se le
ofrece desde el Otro. v. Realidad y Juego, Ed. Gedisa, Barcelona, 1992.
2
Desarrollamos así la interrogación de “¿en qué trabajo anda?” propuesta en nuestro primer libro
en común: Clínica psicoanalítica con niños y adolescentes: una introducción. Marisa y Ricardo
Rodulfo, Ed. Lugar, Buenos Aires, 1986.
3
Camino que va del pictograma al significante en mi libro Estudios Clínicos: de un tipo de
escritura otro, para soslayar el mitema de la “profundidad” en Freud y en Jung.
4
Una fundamentación teórica extremadamente rigurosa de esto en otro terreno y sobre otro
objeto teórico - pero un objeto teórico muy en resonancia con el del psicoanálisis la lleva a cabo
Lévi-Strauss en La obertura y en el final de las Mitológicas (Tomos I y IV respectivamente, Ed.
F.C.E., México, 1972), cuando utiliza los grandes géneros musicales de Occidente para estudiar
la trama interna del mito, lo cual, por lo demás, insiste y retoma a lo largo de toda esa obra
monumental, y nunca analógicamente ni por someterse a un ‘modelo’ extrínseco al asunto. No.
Lévi-Strauss puede llegar a demostrar que un mito o un conjunto mítico está escrito de los
mismos procedimientos que un rondó o una fuga, según el caso. De punta a punta, los cuatro
tomos son un gigantesco tema con variazioni.
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Se verá que recurro con frecuencia a esta denominación de ‘grande’, tomada prestada al léxico
infantil, en razón de una serie de ventajas: a) des-edipiza-des familiariza un tanto el vocabulario
psicoanalítico, tan sobrecargado en ese sentido; b) no oculta las relaciones de poder que tensan el
campo de relación, como sí lo hace escribir “adulto”; también pone de relieve la dimensión

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mítica que para el niño resuena en todo lo que es grande, un tanto “adulto” biologiza esa
dimensión con su connotación evolutiva banal y profundamente impregnada de ideología.
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Para este término, remitirse a Derrida. Por ejemplo, El cartero de la verdad, en La tarjeta
postal, Ed. Siglo XXI, México, 1986. La escritura y la diferencia, Ed. Anthropos, Barcelona,
1989 (particularmente el ensayo Freud y la escena de la escritura).
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En el caso de una hija mía -que fue quien en verdad me ayudó a valorar este juego- la
variación más apetecida, porque introducía a la vez la irregularidad imprevista y oscilaciones de
ritmo -era que yo “borrara” algún rasgo recién hecho, declarándome insatisfecho con el
resultado, y lo volviera a hacer.
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Evoco el concepto de archivo que, inspirado en Foucault, desarrollé en El niño y el
significante.
9
v. las observaciones que he consignado sobre la importancia táctica de ingresar al niño a través
de la dramatización corporal, cuando ni juega con juguetes, ni dibuja, ni narra fantasías en
Trastoros narcisistas no psicóticos, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1995 (en particular en el capítulo
“Jugar en el vacío”).
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La reducción de la caricia a la palabra -sustituyendo un estadio de sus complejas relaciones, y
del carácter primordialmente tocante de la palabra- es uno de los rasgos más acusados y
objetables de la obra de Lacan. Hasta el fin. En su introducción al primer encuentro
“lacanamericano” de Caracas (1980) puede leerse una última manifestación sobre este punto.
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Un primer estudio de este punto -muy cercano a diversos acercamientos de Piera Aulagnier,
Frances Tustin y David Maldavsky- efectuado en el capítulo 17 de mi Estudios Clínicos.
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Hay que cuidarse aquí de los males de una dicotomización rígida (como la que Derrida objeta
en Lacan, v. op. cit.) pues la observación de los animales domésticos, los que conviven
cotidianamente con nosotros, testimonia de los efectos marcantes y subjetivantes del acariciar de
modo no menos rotundo.
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Según la expresión propuesta por F. Tustin.

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