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Por más de tres siglos, los cristianos fueron uno de los colectivos más
perseguidos del Imperio Romano: aunque por lo general el Estado romano era
muy tolerante con los cultos, el mensaje cristiano tenía implicaciones que podían
hacer peligrar pilares esenciales para la estabilidad del dominio romano, como el
culto a los emperadores, un sistema político y económico que dependía de la
guerra y una desigualdad clara entre clases, pueblos y sexos.
En la época en la que surgió el cristianismo (siglo I), Roma era la capital del
Imperio romano (que se extendía por casi toda Europa, África del Norte y Asia
Occidental) y el centro del desarrollo intelectual, cultural y artístico. La religión en
el imperio era politeísta, convivía una gran cantidad de cultos, contemplando
varios dioses asimilados de otras culturas, estrategia que contribuyo a la adhesión
de los territorios conquistados.
Los cristianos borraron a golpe de cincel los relieves de este templo dedicado a
Isis, que fue reconsagrado a la Virgen.
El cristianismo tenía muchos elementos que lo hacían muy atractivo para las
clases más humildes, que conformaban la mayoría de la población del Imperio:
pobres, esclavos o de algún modo oprimidos podían encontrar consuelo en una
religión que les concedía mayor esperanza que los dioses antiguos, cuyo
temperamento y conducta en los mitos no eran precisamente un modelo a seguir.
Un paso imprescindible para formar parte de la comunidad cristiana era el rito del
bautismo. Si bien a los recién nacidos se les podía realizar sin dificultad, en el
caso de los adultos había que seguir un ritual por el cual la persona abandonaba
públicamente sus prácticas paganas.