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Ofelia de mis sueños

“Eres toda hermosa, amiga mía, y no hay en ti defecto alguno.”


—Cantar de los Cantares 4:7

A ti dedico el versículo, aunque ahora te me apareces como su-


mergida en aguas turbias, decorada con flores de memorias difu-
sas. Ofelia, dime por qué interrumpes mi apacible soledad. No
evoques aquella tarde, cuando descansábamos bajo los árboles, y
las palabras que se encerraron en mi boca. Cuántas cosas me
guardé a causa de mi corazón cobarde. Pero ahora que no estás
aquí, te dedico estas ridículas y vergonzosas palabras.

Primer sueño

Regresemos a cuando asistíamos a la Preparatoria. Ofréceme ro-


mero para acordarme, porque no reconozco tus ojos ni el rubor en
tu blanco rostro; no recuerdo el color de tu cabello ni la figura de
tu cuerpo. Por esa razón tu risa suena más dulce en la memoria de
mis oídos y tu alma brilla más en el Paraíso de mi mente. Mis ojos
se nublan con lágrimas pensando que ignoras cuánto me alegra
haberte conocido. Aunque la ingratitud se convirtió en segunda
naturaleza para mí, guardaré tu memoria de aquí hasta la eterni-
dad. Eventualmente, cuando mi memoria comience a fallarme,
aquí y ahora quedarán inmortalizados los episodios en que nos
cruzamos. Si leyeras de casualidad esto, ríe de mis ridiculeces,
pero recuérdame con cariño.

No olvides cuando pediste ayuda en un trabajo de matemáticas a


un compañero, pero tu cabecita no lograba entender, así que en
adelante te acercarse a mí para resolver tus dudas. No escondías
tu ignorancia y te reías de ella con cierto desinterés. En aquel en-
tonces tan solo eras una muchacha que conocía, y no me imagi-
naba que amaría hasta la más insignificante memoria tuya.

Tu vestir nunca atrajo de mí una mirada perversa. La modestia


que exhalaba tu persona; ese pudor que no reconocía su propia
belleza, te volvió a mis ojos tan pura como una santa. Ese lunar
anormalmente grande debajo de tu mandíbula resaltaba tu alma
tan original.

Hermana mía, dulcifica mis sueños hasta que encuentre a una mu-
jer tan humilde y modesta como tú. ¿Acaso me engaño, y ahora
cambiaste tus maneras? Prefiero ignorarlo y que todo esto sea una
mera fantasía: una nota triste en una alegre melodía.
Segundo sueño

Segundo semestre, tú y yo de nuevo, en otro salón pero en el


mismo islote de mesas, mirándonos de frente. Una de las mejores
épocas de mi juventud. En aquel entonces se construía en mi co-
razón los muros de un claustro religioso. Fantaseaba con la vida
monástica y el sacerdocio. Ingenuo de mí, idiota y estúpido, mira
a dónde paraste. ¿Dónde dejaste al sangriento Abel? En aquel en-
tonces quizá mi alma flotaba entre las nubes celestes y un poco
de ese gozo lo compartí contigo.

No compartíamos religión, cabe resaltar; sin embargo, tu pequeño


interés por el tema de religión ahora me parece adorable. Todos
los demás eran católicos por etiqueta y evitaban el tema a propó-
sito; pero tú, alma cristiana, vivías el Evangelio con sutil caridad;
quizás no a la perfección, como nadie, pero tus firmes principios
y admirables ambiciones abochornan a un pecador empedernido
como yo.

Todavía recuerdo cuánto te importaba el cuidado del ambiente,


aunque este hermoso mundo no te lo agradeciera. Me contaste que
intentabas no desperdiciar agua, y por eso te duchabas con agua
congelada. No sin razón te llamo Ofelia. Además, con empeño
trataste dietas vegetarianas: una adorable resolución. Y a pesar de
todas nuestras diferencias, solo contigo compartía mi gusto de la
música de los 60’s, que escuchábamos mientras trabajábamos.

—¡Sube el volumen! —decías, mientras yo casi enrojecía al pen-


sar en atraer la atención. Admiro ese desinterés por la opinión de
los demás; mi resoluta amiga, te alabo por tu serena humildad.

Tampoco me olvido de aquella vez que trabajamos en la obra tea-


tral de Blanca Nieves. Nuestro equipo se reunió en una especie de
pequeño parque, al lado de una laguna. No interpreté ningún pa-
pel entre los actores, pero al menos grabé nuestras tonterías: el
entretenido trabajo del camarógrafo. Tú, en cambio, sobrellevaste
el papel principal de Blanca Nieves con esa misma despreocupa-
ción alegre. Gracias a ti y a los demás compañeros la obra resultó
una preciosa experiencia, antes que tediosa y vergonzosa.

Siempre me pareciste industriosa, que te esforzabas más que los


demás, a pesar que los resultados no fueran los esperados. Aun-
que tus fuertes no fueron las ciencias, ya alabé bastante tus virtu-
des, y aún falta un poco más, solo un último sueño.
Tercer Sueño

Cómo olvidar cuando visité tu casa con el pretexto de aquel pro-


yecto de ciencias. Al quedarnos solos, escuchamos música, en es-
pera del tercer integrante del equipo. Trabajamos, dimos lo mejor
de nosotros, y al final de la tarde, cuando nos encontramos solos
nuevamente, tú apareciste con una montaña de libros viejos. Me
dijiste que me regalabas cuantos libros quisiera. Permitiste que
tomara los que cabían en mis brazos, libros grandes y pequeños.
Un regalo como ese no se olvida fácilmente, y no he podido agra-
decerte lo suficiente. No sería capaz de replicar tanta confianza,
tanta caridad, pues admito que soy amante de los libros.

Con el próximo final del tercer semestre, se acercaba el día de


nuestra inevitable despedida. No me imaginaba lo mucho que me
arrepentiría de acobardarme, mientras te refugiabas bajo los árbo-
les, ensimismada en tus propios pensamientos. Ya entonces me
parecías una estrella inalcanzable. ¿Qué pudo pasar si hubiese te-
nido la valentía para acercarme? Los minutos no esperaron para
averiguarlo, y pasó mi oportunidad. Desapareciste sin dejar ras-
tro, sin recibir de ti mensaje alguno.

Aunque no sería la última vez que nos veríamos. Un año o más


después, regresaste tan solo por un momento. Ante tu saludo mi
corazón saltó y mi día se iluminó: una grata sorpresa. Quizá para
este punto cualquiera diría que estaba enamorado. Los enamora-
mientos no son más que un resfriado pasajero; pero tú, querida,
fuiste mi enfermedad crónica. Más que una enfermedad, fuiste y
seguirás siendo un sueño. Un recuerdo puro que temo mancillar
si te llamo de nuevo. Pues aún guardo en mis contactos tu número
de teléfono, y tu correo electrónico sigue entre mis correos envia-
dos; pero renuncié a la idea de volverte a dirigir la palabra, para
el bien mutuo. Espero que mis oraciones basten para mostrarte mi
agradecimiento.

Trataré de recordar ocasionalmente lo último que me escribiste,


hace cuatro años, el 14 de febrero precisamente, y lo guardaré un
secreto para el resto del mundo. Tus palabras, Ofelia de mis sue-
ños, son motivación para practicar las virtudes que me enseñaste.

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