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Delicia mortal

Al atardecer, un hombre dibujó un círculo mágico con sangre, compuesto por pentagramas e
iluminada cada esquina con una vela. Una brisa extraña emergió del centro, y con ella, una
voz profunda y grave que invadió los oídos del pobre hombre. Castañearon sus dientes, se
estremeció de pies a cabeza, y, en un ataque de temor, pateó las velas de las esquinas.

—Demasiado tarde, panadero. Pide tu deseo —dijo la voz.

—Quiero, si no es mucha molestia —tartamudeó el panadero—, a decir verdad, estoy en la


quiebra. Trabajo muy duro para sacar adelante mi negocio, pero mis panes no atraen clientes.
Deseo que la gente literalmente mate por mis panes, si sabe a qué me refiero.

—Eso se arregla fácil —respondió la voz—. Prepara panes de muerto y llévalos a un lugar
concurrido; encontrarás que se venderán como… pues, como pan caliente.

El panadero preparó la masa con la harina, la leche y la levadura, además del azúcar, la
moldeó en forma de roscas; agregó sal, huevos, mantequilla, más azúcar; en fin, preparó los
panes y los metió al horno; la levadura los infló y, cuando estuvieron listos, los sacó en una
charola. Un aroma dulce y delicioso inundó la cocina. Pero la sensación agradable duró tan
solo unos segundos. Un hedor de azufre se coló por las paredes y una sombra cubrió las
lámparas que iluminaban la cocina, nubes de un humo infernal. La voz entró con esas nubes
y tomó posesión del panadero; escuchó la voz en su cabeza, como pensamientos intrusivos,
ajenos a sí mismo.

—En poco tiempo acabará La Parténope en un teatro cercano. Venderás tus panes en la plaza
de afuera.

El panadero guardó los panes en un cesto y lo cubrió con el capote de palma que vestía, para
que guardaren su aroma y su calor. Salió en medio de la noche, un sombrero de ala ancha
cubriendo su cabeza. Sus pies descalzos se movían sin esfuerzo; sus miembros los impulsaba
una fuerza extraña. Ni un momento dudó que el plan de aquel ser diabólico funcionaría en
verdad. El éxito al final lo alcanzaría, después de todo. Aunque en los panes en sí no se
mostraba ningún signo de diferencia.

En todo caso, llegó a la plaza y se recargó en un árbol, a esperar. Frente a una fuente, se
levantaba un teatro, alto y elegante, muy popular entre los españoles y los criollos por igual.
Una multitud comenzaba a salir por los portones. Una brisa extranjera, venida de algún rincón
del cosmos, descendió sobre el panadero, se filtró dentro de su capote y se llevó consigo el
aroma de pan recién horneado, viajando por la plaza, a través de las aguas de la fuente, hasta
alcanzar a la concurrencia de varones y mujeres que salían del teatro.

Y como si en los hombres reviviese el juvenil recuerdo de la bella Parténope, interpretando


aquel aroma por su perfume, empezaron a empujarse para llegar primeros al origen de aquella
delicia. Y las mujeres, como punzadas por Cupido, chillaron encantadas por aquel dulce
aroma y desfilaron en masa, dirigidas por sus delicadas narices.

En ese momento, el panadero recobró la completa conciencia de su cuerpo y atisbó de lejos


una estampida de gente, gritando, empujando y golpeando a sus vecinos. Intentó correr, pero
le flaquearon las rodillas; los gritos, ladridos y chillidos helaron su sangre. Cuando esa turba
cruzó la fuente chapoteando en las aguas frías, el panadero miró el cesto en sus manos y
comprendió el terrible significado de su propio deseo. Sin titubear, lanzó los panes y
retrocedió.

La hambrienta jauría de humanos se arremolinó alrededor del cesto caído. Se arrancaban los
panes de las manos, se golpeaban para saborear por lo menos un pedazo de los manjares, e
incluso se mordían unos a otros, confundiendo las manos embarradas por mantequilla y
azúcar con los panes de muerto. Un monje franciscano que observaba a distancia, recordando
un pasaje de Ezequiel, exclamó:

—Ideo patres comedent filios in medio tui…

Pero no terminó la oración, atragantándose con la saliva que inundó su boca. Sus manos se
le crisparon y las tripas le rugieron. Escondió su rostro entre sus manos y huyó despavorido,
evitando unirse a la jauría enloquecida.

El panadero también huyó, perseguido por nadie en absoluto, excepto por su conciencia.
Cayó al suelo, enfangándose, y ahí se desvaneció hasta la mañana. Al despertar, se enteró
que cinco personas fallecieron en un episodio de locura colectiva, hoy olvidado por la
historia. Solo el panadero conocía la razón y el secreto lo mantuvo despierto incalculables
noches.

FIN

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