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La canasta mágica

María Eugenia Ludueña

I
A Javiera
A la Negrita se le torció un ojo y mamá encima no vino a buscarme. La Negrita es la única
muñeca que pude traer el día que nos mudamos al departamento. Tiene la cara negra, el
pelo negro, los ojos azules y la boca rosa como un chicle Bazooka. Yo quería traer a la
Negrita y también a Petula, la que canta con unos discos de colores que le pongo en la
espalda. Pero el día que nos mudamos yo no encontraba los discos y mamá dijo que no
había más tiempo para seguir buscando. Al final me dejó traer sólo a la Negrita, porque
teníamos que meter todas las cosas de la mudanza en el changuito de ir al mercado.
Pocas cosas entraron en el changuito y mi papá ese día no estaba para ayudarnos a
guardar. Mamá dijo que no importaba, porque el departamento era por unas semanas
nada más. Después íbamos a volver a nuestra casa y nos iban a estar esperando todos
mis juguetes, mi perro Polo y mi papá.
A la Negrita me la trajo mi papá cuando vino de un lugar que se llama Cuba. A Cuba no se
puede ir en auto ni caminando, solamente en avión, porque queda en el medio del mar. Yo
nunca viajé en avión, y me gustaría. Pero mamá dice que viajar en la canasta mágica es
mucho mejor.
A mí nunca me gustó lo de la canasta mágica. No era un juego. Mamá lo inventó el día
que llegamos al departamento. Es más chico que mi casa y tiene un balcón que cuelga en
el aire. Desde el balcón se ven los árboles de la calle y el patio de Laura.
Laura vive abajo y es nuestra amiga. A veces yo le grito desde el balcón, “Hola Laura”, y
ella aparece y me saluda desde el patio. Tiene muchas plantas y un perro salchicha que
se llama Ernesto y me hace acordar al mío. Ernesto mueve la cola y ladra de contento
cuando me ve. Polo saltaba de contento cada vez que yo entraba a mi casa. Se me tiraba
encima, una vez me rompió los bolsillos del delantal.
Al departamento no trajimos el delantal, pero a veces me siento en el balcón y canto la
marcha del Mundial como cantaba con los chicos. Siempre que no esté mamá, porque a
ella no le gusta el fútbol. Igual cuando juega Argentina yo escucho los goles desde el
sillón del living y me quedo mirando un cuadro con personas desnudas, amarillas, rosas y
azules bailando en el cielo. Pienso que están alegres y saltan porque Argentina hizo un
gol. Una vez le expliqué esto y ella no me escuchó. Pero mamá siempre sabe lo que estoy
pensando. Por eso no entiendo cómo se le ocurrió lo de la canasta mágica.
El primer día estábamos jugando a adivinar las formas de las nubes. Mamá dijo tengo una
idea. Le dije que yo también tenía una idea: que saliéramos a tomar un helado de banana
y chocolate. Pero ya me había dicho que no podíamos salir y me iba a mostrar un juego
nuevo. Al único juego nuevo que yo quería jugar era a llenar la bañadera de helado. Creí
que el juego de mamá era como el veo-veo, porque empezó con “vamos a jugar a una
cosa, a una cosa maravillosa”. Y prometió que si lo aprendía a jugar requetebién, un día,
dentro de poco tiempo, me iba a llevar a tomar un helado, y además nos íbamos a ir de
ese departamento. Después me pidió que la esperara en el balcón y entró al living a
buscar algo.
Volvió con una canasta, de esas que hay en algunos cuentos. La puso arriba de una silla
y metió la mano adentro. Pensé que mamá iba a sacar un mantel, chocolatada y torta,
que nos íbamos a sentar en el balcón a tomar la leche.
Pero ella puso voz de contar un cuento, dijo: “Había una vez una canasta mágica” y sacó
de adentro un rollito de soga para colgar la ropa. Ató la punta a la manija, se acercó a la
baranda del balcón y anudó otra parte al caño. Hizo muchos nudos. Después me preguntó
si me animaba a entrar en la canasta como si fuera una casita. Me dio miedo, le dije que
ni loca, pero mamá me agarró con sus manos y me ayudó a meterme adentro. Tuve que
juntar las rodillas, hacerme muy chiquita para entrar bien, mientras me preguntaba si
conocía la historia de la canasta mágica y viajera. Me acordé de que cuando me dijeron
que nos mudábamos me puse a llorar, pero igual estaba ahí con mi mamá cerca, sus
manos calentitas.
Le dije que adónde podíamos viajar en esa canasta. Mamá me explicó que una canasta
mágica te puede llevar adonde quieras, siempre que sepas manejarla bien, y para eso
hay secretos.
–Podemos jugar a ir de excursión al patio de Laura –dijo.
Justo esa tarde Laura me había invitado a tomar la merienda y a jugar con Ernesto.
–¿Puedo ir con la Negrita? –le pregunté.
–Claro.
Fue al living, volvió con la Negrita y me la puso en los brazos. Me dio un beso y dijo que
iba a ser un viaje rápido y lindo. Antes de bajar me pidió que prestara atención. Dijo que
yo tenía que ser buena, hacer caso. La canasta estaba atada. Ella iba a ir soltando de a
poquito la soga. La canasta iba a frenar un rato antes de tocar el piso, para que yo no me
lastimara. Lo importante era que me quedara quieta y esperara ahí, como una estatua, sin
salirme de la canasta, hasta que Laura fuera a buscarme.
–Ya entendí, ya entendí. Pero no sé si quiero jugar. Creo que no.
–Dale, sé buena. No te va a pasar nada, estoy acá, abajo están Laura y Ernesto.
A la una, a las dos, a las tres. Mamá hizo mucha fuerza para levantar la canasta de la
silla. La apoyó en la pared del borde del balcón. Entonces le pregunté: “¿Qué gano
cuando llego abajo?”. Mamá dijo que podía pedir un deseo.
–Y ese deseo, ¿puede ser que se cumplan todos los deseos?
–Claro.
Yo sabía que era mentira porque quería pedir un helado pero cuando llegara abajo no iba
a estar. Igual no me importó porque sólo quería que el viaje en la canasta mágica fuera
rápido y llegar al patio donde Laura me iba a convidar con galletitas Kremokoa que
guardaba en una caja. Mamá empezó a soltar de a poco la soga y la canasta bajó
despacio. Al principio se movía mucho, después menos, al final casi nada.
–¿Estás bien? –preguntó mamá.
–No.
–Falta muy poco. No te muevas mucho. Escuché ladrar a Ernesto y a Laura que me decía
que ya llegaba; abracé fuerte a la Negrita. La canasta se quedó quieta. Laura aplaudió y
vino corriendo para ayudarme a salir, Ernesto se me tiró encima y me chupó la cara.
Laura me preguntó si me había gustado el juego. Le dije que la canasta mágica me
gustaba menos que las escobas charlatanas. Entonces llegó mamá al patio, ellas tomaron
mate y yo un Nesquik batido y dos Kremokoa.
Esa tarde vinieron de visita unos amigos que yo no conocía. Tocaron la guitarra y
cantaron canciones para mí. Desde que vivimos en el departamento, mamá y yo jugamos
mucho. Ella me inventa juegos locos. Hace teatro de sombra chinas, amasa galletitas con
formas, canta cuentos.
Un juego loco es el de las escobas charlatanas. A veces lo jugamos con Laura. Ella desde
abajo golpea con la escoba en nuestro piso y yo tengo que adivinar qué dicen. Cuando
vaya a visitar a mis abuelos les voy a contar de este juego. Antes yo me quedaba a dormir
algunas noches con ellos. Ahora mamá está siempre apurada y nos tenemos que
encontrar en un bar. Mis abuelos siempre llevan regalos: tortitas negras, una plastilina. La
última vez mi abuela me regaló un rosario de vidrio azul brillante y me dijo que tenía que
rezarle y pedirle mucho a diosito por la familia. Mi abuelo me regaló una foto muy linda de
mi papá. Mi mamá la encontró en un bolsillo y me dijo que la mirara bien y la guardara en
el corazón, ya me había explicado que no podemos tener fotos.
Cuando mi papá se fue de viaje yo empecé a despertarme a la noche. No me gusta estar
sola en la oscuridad. Mamá dice que cuando crezca se me va a pasar y me leyó un
cuento que se llama “La niña que iluminó la noche”. Cuando siento que están por venir los
monstruos, le digo: mamá contame “La niña” y le pido que me traiga a la Negrita.
Un día jugamos a la canasta mágica y yo me puse a llorar porque quería ir a la casa de
los abuelos. No lloré de miedo sino porque al final la canasta no era tan mágica. Y porque
yo sabía que los abuelos querían verme y mamá no me quería llevar. Laura me acompañó
al baño, me lavó la cara con agua calentita y me puso un perfume con flores. Abrió el
placard, sacó una valija y la abrió sobre la cama. Había pelucas, collares, pulseras, ropa y
pinturas. Nos disfrazamos y nos pintamos. Mamá se puso una peluca rubia y zapatos con
taco. Estaba linda, pero no parecía mi mamá. Me hizo trencitas como me hace mi abuela.
Ayer le dije a mamá si podíamos salir de excursión. Dijo que no. Me paré adelante y le
dije otra vez y volvió a decir que no. Jugamos a la peluquería, nos pintamos las uñas de
rojo y ella se cortó el pelo por los hombros y con flequillo. Le pedí que me cortara igual y
que me pusiera el vestido turquesa y los zapatos de charol de salir. Le pregunté si íbamos
a ir a ver a los abuelos y me dijo que no sabía. Raro porque las mamás siempre saben.
Pero ella me hizo upa y me contó que si me decía no–no–no capaz se equivocaba y si me
decía sí–sí–sí capaz que también. Que después íbamos a ver, que Laura iba a venir a
tomar mate y a jugar.
Se pasaron el día fumando y tomando mate. Mi mamá fuma mucho desde que estamos
acá. Ella fuma, yo me aburro. A Laura se le ocurrió que arregláramos las macetas y
bajamos a su patio. Me dieron una palita para que ayudara a remover la tierra, pero la tiré:
estaba cansada de jugar. Quería ver a mis abuelos. Volvimos al departamento y le pedí a
mamá de salir al balcón.
Nos sentamos afuera. Vimos cómo el sol se iba atrás de los edificios, los árboles y las
nubes. Chau sol, dije. Mamá dijo que mejor fuéramos adentro porque al otro día tenía que
acompañarla a hacer unos trámites importantes. Era un poco lejos y teníamos que salir
temprano y portarme bien.
–¿Temprano como cuando salga el sol?
–Sí, temprano. Cuando salga el sol. A lo mejor un ratito antes. ¿Vamos a hacer la comida?
Mientras ella cocinaba, yo puse la mesa. Comí dos platos de fideos con manteca.
Hablamos de todo lo que íbamos a hacer cuando volviéramos a casa con Polo y papá.
Estábamos contentas porque al otro día íbamos a salir.
Me ayudó a sacarme los zapatos de charol, me puso el pijama y nos tiramos en la cama
grande. Le pedí el rosario que me había regalado mi abuela. Cerré los ojos. Cuando
empecé a rezar escuché a Laura jugando a las escobas charlatanas. Hablaban como
nunca, pum–pum–pum–pum–pum y pum. Le dije a mamá que las escobas parecían
locas, no charlatanas. Y que ese juego de noche era mucho peor que de día.
Mamá me llevó a upa hasta el living. Iba rápido. Cuando pasamos por el cuadro, las
personas desnudas amarillas, rosas y azules parecía que se movían. Le pedí que por
favor me contara el cuento de “La niña”. Creo que no me escuchó. Abrió la puerta del
balcón y salimos. Hacía frío. Me llevó hasta la canasta mágica.
–Mamá, no es hora de tus juegos.
No me escuchó. Me metió adentro de la canasta, me dio un beso en la cabeza y empezó
a subirla para apoyarla en el borde.
–Falta la Negrita –le dije.
Dijo que no había tiempo. Cuando empezó a soltar la soga, se sacudió más que nunca. El
viaje fue rápido. La canasta no frenó como las otras veces, sino que golpeó un poco fuerte
contra el piso. No me lastimé, pero me dolía la panza. La llamé. Vi la sombra arriba, en el
balcón.
–Ahí va –me dijo y tiró algo.
Era la Negrita. Cayó al lado mío, muy cerca de la canasta.
Escuché ruido de platos rotos, de elefantes y monstruos corriendo. Miré de nuevo hacia
arriba. No oí a Laura llamándome, como otras veces, pero la vi agachada al lado de las
macetas. Me hacía señas con las manos para que me acercara en silencio. Salí sola de la
canasta, busqué a la Negrita y caminé hasta las plantas. Laura me agarró de la mano, me
hizo entrar a su casa, cerró la puerta del patio y dijo que me quedara tranquila.
Mamá todavía no vino a buscarme.

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