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ANEXO Cuentos seleccionados por la docente

para analizar durante el dictado de clases

La parte honda del río Juan Solá

La tarjetita decía que a las cinco, pero Sarita llegó a las cuatro porque su mamá la dejó de
pasada cuando se fue a tomar el colectivo, así que nos sentamos abajo del gomero para ver
lo que hacía mi mamá, que iba y venía por el patio, con el vestido de flores hecho una
campana, inflado de tanto viento norte.

La tarjetita decía que a las cinco, pero mi mamá había salido en la bicicleta bien temprano,
a las ocho, para ir a lo del Gringo a comprar las cosas para la tarde, para que esté todo listo
antes de que mis amigos y mis primos llegaran.

Con Sarita mirábamos a mamá poner la mesa, que en realidad no era una mesa, sino una
tabla larga que mi papá pintó de blanco para salir del paso. Mirábamos a mamá y
mirábamos la mesa blanca, que se fue llenando de platitos de plástico rojo y chizitos y
gaseosa de pomelo y, cada tanto, también se llenaba de las flores que se caían de los
lapachos porque se habían quedado dormidas.

Sarita me hizo reír porque trajo la tarjetita que decía que la invitaba a mi cumpleaños de
cinco a ocho por si en la puerta no la dejaban pasar, pero ¡cómo no la iban a dejar pasar, si
era mi mejor amiga! Yo sé que Sarita es mi mejor amiga porque cuando se dio cuenta de
que la tarjetita en realidad era una fotocopia, no se rió como se habían reido...

¡Los primos! avisó mi papá cuando escuchó el auto de la tía Nora. El auto o sus gritos, no
sé. La tía Nora habla más fuerte que los motores y enseguida se puso a gritar que ¡cuidado
con la zanja, Lucrecia! ¡cuidado que hay barro, Augusto! ¡se van a ensuciar las zapatillas
nuevas!

Augusto y Lucrecia aparecieron en el frente de casa, saltando con cara de asco los
charquitos, que eran como espejos para yuyos, acostados sobre la tierra húmeda.
¿No te podías ir a vivir un poquito más lejos?, le dijo la tía Nora a mi mamá cuando ella
salió a recibirla, secándose las manos con un repasador. La tía tenía cara de enojada y mi
mamá le dijo hola, Nora, pasá, pasá, te sirvo un poco de gaseosa con hielo.

Cuando vienen los primos, mamá se pone nerviosa porque nuestra casa es chiquita y ellos
miran para todos lados y preguntan por qué las paredes están mojadas y por qué el techo es
de chapas y por qué la puerta de mi cuarto es una sábana del Hombre Araña, pero nunca se
fijan en cómo crecen los tomates de la huerta, ni les importan ni un poco las flores, como
globos brillantes, que cuelgan de los árboles. Jamás preguntan qué significan las canciones
de los pajaritos ni saludan al Tom y a la Negrita cuando les mueven la cola para darles la
bienvenida. Al rato, se ponen chinchudos porque en mi casa no hay cable, ni videojuegos,
ni computadora, y dicen que leer y dibujar es aburrido y enseguida empiezan a preguntar
cuánto falta para volver.

Pero mi mamá dijo que igual tenía que invitarlos.

Para las cinco y media ya habían llegado todos y nos paramos alrededor de la tabla para
tomar una gaseosa de pomelo y comer lo que había en los platitos.

Lucrecia le dijo a mi mamá que quería una chocolatada y Augusto se metía los chizitos en
la boca y los escupía y como no había chocolate para la chocolatada, Lucrecia agarró su
vaso de pomelo y lo vació en el pasto.

Este cumpleaños es una mierda, dijo.

A mí me dieron muchas ganas de empujarla y tirarla al barro, pero escuché la voz de Sarita
y se me fueron las ganas de pelear, porque me mostró cómo hacer un caballo con palitos y
chizitos y al final hicimos muchos porque los otros chicos se pusieron a jugar con nosotros
y después Sarita nos contó que cuando los búhos se juntan en grupo, eso se llama
"parlamento".

¿Cuánto falta para irnos, mami? dijo Augusto a los gritos, pero la tía Nora ni le respondió.
No le hagas caso, me dijo Sarita. Te está buscando roña.
En eso llegó la Negrita. Venía de la calle, de jugar con los perros de la cuadra. Cuando me
vio, movió la cola y paró las orejas, como diciéndome feliz cumpleaños, y enseguida se me
vino encima, con tanta mala suerte que en el camino le pisó las zapatillas a Lucrecia.

Nunca la había escuchado gritar con tanta rabia. Lloró y pataleó y dijo malas palabras y
después corrió hasta donde estaba la tía y le dijo que la perra le había embarrado las
zapatillas nuevas. Yo corrí atrás de ella. ¡Fue sin querer, prima!, le dije, asustado. Tenía
miedo de que mi papá la castigara a la Negrita.

Lucrecia me miró con los ojos llenos de odio. Creo que del otro lado de sus pupilas había
un monstruo que quería comerme.

Vos porque no tenés ni zapatillas, me dijo, y la tía le gritó que si no se callaba la boca le iba
a dar una cachetada. Yo sé que a la tía le daba vergüenza que a los primos se les escapara
en voz alta lo que ella pensaba en silencio.

Mi papá, que no sabía pedir disculpas, no supo hacer otra cosa que agarrarla a manguerazos
a la Negrita. Pobre Negra. Aulló finito, finito, como suplicando que la perdonen. ¡Pegale
más fuerte, tío!, le pidió Lucrecia y mi papá le hizo caso porque no quería que nadie supiera
que a él le daba mucha vergüenza no haber podido comprar las zapatillas que le había
pedido.

Después de eso, la Negrita no vino a casa por varios días.

Mi mamá apareció con la torta en una bandeja y la canción del feliz cumpleaños en la boca
y papá y la tía y todos los demás (menos los primos) cantaron con ella.

Me hicieron pararme en la punta de la tabla con todos los chicos y pedir tres deseos y soplar
las velas y papá nos sacó fotos (después las mandaron a revelar y quedaron re lindas porque
eran más o menos las seis y media y a esa hora los árboles del fondo de casa se veían mitad
verdes y mitad anaranjados.)

La tía Nora vino con un paquete y mi mamá le dijo que muchas gracias, que no se hubiera
molestado, y ella dijo que feliz cumpleaños, sobrino, que no era nada. Que era ropa que
Augusto no quería usar, pero que estaba nuevita.
Mi papá me sacó una foto con la tía Nora, pero esa no salió tan linda.

Mi mamá agarró el cuchillo para cortar la torta y Sarita dijo ¡paren, que falta mi regalo! y
sacó de abajo de la mesa una bolsita de plástico negro.

¡Sorpresa!, me dijo, cuando saqué las zapatillas. Estaban buenísimas. Eran rojas, con
cordones blancos y unas tiritas de cuero marrón oscuro cosidas a los costados. Probátelas,
me dijo mi mamá, que estaba re contenta. Cuando me las puse, me di cuenta de que me
quedaban un poquito chicas, pero eran tan cómodas que no me importó. Me paré y era
como estar parado arriba de la cama de mis papás.

La tía aprovechó que mi papá me sacaba una foto con las zapatillas nuevas para decir que
gracias por todo, que muy ricos los chizitos, que se les hacía tarde para la misa. Nos
tuvieron que obligar a darnos un beso con mis primos, que después se fueron saltando atrás
de la tía Nora, que gritaba ¡cuidado con el barro! ¡cuidado con la zanja!

No se dieron cuenta, me dijo Sarita, muerta de risa, mostrándome los pies descalzos,
escondidos debajo de la tabla.

Hoy nos vimos en la escuela y le conté que apareció la Negrita y ella me contó que le dijo a
la mamá que se había olvidado las zapatillas en la puerta de su casa porque volvió
caminando y había pisado barro y me dijo que su mamá le creyó y yo le conté que mi
mamá dijo que ella era como mi ángel de la guarda y ella me contó que el domingo había
visto un documental sobre animales y yo le conté que me quería comprar un cuaderno para
hacer historietas y ella me contó que si le sostenés la cola a los canguros, no pueden saltar y
yo le conté que hay una mariposa en África que es tan venenosa que puede matar seis gatos
y ella me contó que los pingüinos se quedan con un solo compañero por el resto de su vida
y yo pensé que ojalá Sarita y yo fuéramos pingüinos.

Continuidad de los parques Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,
volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la
trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su
apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la
tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de
intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se
puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del
placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez
que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del
atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los
héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento,
fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa;
ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente
restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para
repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y
senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad
agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se
sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo
del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de
otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares,
posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente
atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara
una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de
la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se
volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los
árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que
llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa
hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en
sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería,
una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la
segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el
alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una
novela.

A enredar los cuentos Gianni Rodari

-Érase una vez una niña que se llamaba Caperucita Amarilla.


-¡No, Roja!
-¡Ah!, sí, Caperucita Roja. Su mamá la llamó y le dijo: “Escucha, Caperucita Verde…”
-¡Que no, Roja!
-¡Ah!, sí, Roja. “Ve a casa de tía Diomira a llevarle esta piel de papa”.
-No: “Ve a casa de la abuelita a llevarle este pastel”.
-Bien. La niña se fue al bosque y se encontró una jirafa.
-¡Qué lío! Se encontró al lobo, no una jirafa.
-Y el lobo le preguntó: “¿Cuántas son seis por ocho?”
-¡Qué va! El lobo le preguntó: “¿Adónde vas?”
-Tienes razón. Y Caperucita Negra respondió…
-¡Era Caperucita Roja, Roja, Roja!
-Sí. Y respondió: “Voy al mercado a comprar salsa de tomate”.
-¡Qué va!: “Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no recuerdo el camino”.
-Exacto. Y el caballo dijo…
-¿Qué caballo? Era un lobo
-Seguro. Y dijo: “Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en la plaza de la Catedral,
tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una moneda en el suelo; deja los tres
peldaños, recoge la moneda y cómprate un chicle”.
-Tú no sabes contar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos. Pero no importa, ¿me
compras un chicle?
-Bueno, toma la moneda.
Y el abuelo siguió leyendo el periódico.

La Soga Silvina Ocampo


A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del
tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la
chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía
otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para
cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un
año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía
hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca colgada de un árbol, después
un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas,
después una horca para los reos, después un pasamano, finalmente una serpiente. Tirándola
con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con
ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a
los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga
lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la
soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con
tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y
retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: “Toñito, no
juegues con la soga.”La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo.
Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y
oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no
se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados.
Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire, como los discóbolos o
lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se
hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse
mejor. Si alguien le pedía:—Toñito, préstame la soga. El muchacho invariablemente
contestaba:—No. A la soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza, que era
algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. Toñito quiso ahorcar un
gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena. ¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas
en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes...
Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua. La bautizó con el nombre
Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y
Prímula obedecía. Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la
precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.
Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo
que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando
lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito
no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le clavó la lengua a través de la
blusa. Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos. La soga, con el flequillo
despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.

La lechera y el cántaro Esopo

Una muchacha muy feliz caminaba con un cántaro de leche para vender en el mercado de
su pueblo. Y mientras iba caminando, comenzó a sacar cuentas y soñaba:
Con el dinero que gane de la leche me podre comprar una cesta de huevos. Los huevos los
pondré a incubar y entonces tendré cuatro docenas de pollos.
Los pollos crecen rápido y los venderé. Con ese dinero ganado me compraré un pequeño
cerdito. Le voy a dar de comer muy bien, se pondrá gordo y muy rosado. Podre venderlo y
me compraré... ¡una ternera!
Venderé la ternera y me podre comprar un hermoso vestido de mis colores favoritos con el
que iré a pasear al pueblo y todos los muchachos me mirarán y querrán que yo sea su novia.
Y yo moveré la cabeza muy orgullosa. Así.
Y la lechera meneó la cabeza, así, y el cántaro de leche brincó y se destrozó.
Adiós, leche hasta la vista huevos, hasta luego pollos, adiós cerdo y... adiós ternera, pensó,
muy triste, la lechera.

Moraleja: “No te precipites a contar los pollos antes de que estos hayan nacido, debes
trabajar y ser paciente.”
Tres portugueses bajo un paraguas Rodolfo Walsh
1
El primero portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.

2
- ¿Quién fue?- preguntó el comisario Jiménez.
- Yo no - dijo el primer portugués.
- Yo tampoco - dijo el segundo portugués.
- Yo menos - dijo el tercer portugués.

3
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.

4
- ¿Qué hacían en esa esquina? - preguntó el comisario Jiménez.
- Esperábamos un taxi - dijo el primer portugués.
- Llovía muchísimo - dijo el segundo portugués.
- ¡Cómo llovía! - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.

5
- ¿Quién vio lo que pasó? - preguntó Daniel Hernández.
- Yo miraba hacia el norte - dijo el primer portugués.
- Yo miraba hacia el este - dijo el segundo portugués.
- Yo miraba hacia el sur - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando hacia el oeste.

6
- ¿Quién tenía el paraguas? - preguntó el comisario Jiménez.
- Yo tampoco - dijo el primer portugués.
- Yo soy bajo y gordo - dijo el segundo portugués.
- El paraguas era chico - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.

7
- ¿Quién oyó el tiro? - preguntó Daniel Hernández.
- Yo soy corto de vista - dijo el primer portugués.
- La noche era oscura - dijo el segundo portugués.
- Tronaba y tronaba - dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.

8
- ¿Cuándo vieron al muerto? - preguntó el comisario Jiménez.
- Cuando acabó de llover - dijo el primer portugués.
- Cuando acabó de tronar - dijo el segundo portugués.
- Cuando acabó de morir - dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.

9
- ¿Qué hicieron entonces? - preguntó Daniel Hernández.
- Yo me saqué el sombrero - dijo el primer portugués.
- Yo me descubrí - dijo el segundo portugués.
- Mis homenajes al muerto - dijo el tercer portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.
10
- Entonces, ¿qué hicieron? - preguntó el comisario Jiménez.
- Uno maldijo la suerte - dijo el primer portugués.
- Uno cerró el paraguas - dijo el segundo portugués.
- Uno nos trajo corriendo - dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.

11
- Usted lo mató - dijo Daniel Hernández.
- ¿Yo, señor? - preguntó el primer portugués.
- No, señor - dijo Daniel Hernández.
- ¿Yo, señor? - preguntó el segundo portugués.
- Sí, señor - dijo Daniel Hernández.

12
- Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada - dijo Daniel Hernández. - Uno miraba
al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno
una bocacalle distinta, para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche
tormentosa.
"El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte
delantera del sombrero.
"El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que
miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que
miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la
víctima. Pero al darse vuelta se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está
seco en el medio; es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron
solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había
dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo por el pavimento
húmedo.
"El asesino utilizó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan
los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los
truenos (esta noche hubo tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo
portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma
tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En
esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo
es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable."

El primero portugués se fue a su casa. Al segundo no lo dejaron. El tercero se llevó el


paraguas. El cuarto portugués estaba muerto. Muerto.

A la deriva Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y
al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba
otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban
dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más
la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las
vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante
contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo
el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su
rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre
sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la
herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica
sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos
violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía
adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un
ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había
sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos
vasos, pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre
gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una
monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle.
La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par.
Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la
frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en
la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las
inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí
sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta
vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la
ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre
desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre
pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su
compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo
fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros,
exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del
suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para
llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros,
encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto,
asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla
lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua
fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin
embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un
violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía
mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta
inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas
para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que
antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en
la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera
también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había
coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre
el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja
de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí
misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez
mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón
Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses
y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración…
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto
Esperanza un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves…
Y cesó de respirar.

Casa tomada Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas
sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de
nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa
podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana,
levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones
por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no
quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando
en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces
llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes
sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos.
Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y
silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por
nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos
primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los
ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese
demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se
pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo
creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no
hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias
para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en
un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana
encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a
comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que
devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y
preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada
valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo


importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro,
pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día
encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila.
Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a
Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses
llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el
tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos
como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se
agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la


biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia
Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del
ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al
cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con
mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría
la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente
el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la
puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la
izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la
cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande;
si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para
moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá
de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en
los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a
otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los
mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo
bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo
en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene
estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner
al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y
daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la
biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o
un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo
después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré
contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo;
felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más
seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a
Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me
acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada
muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos
en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia
(pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y
nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose
tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos
cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo.
Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría
platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener
que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la
mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido
a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de
estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada
uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A
veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el
mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a
no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a
esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía
que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor.
Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier
cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave
del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce
metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta
de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la
parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En
una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella.
Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y
al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no
molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta
voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de
acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la
puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el
baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca
manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los
ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el
baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta
cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a
espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se
oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta
la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado,
soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi


dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la
cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de
alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No
fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con
la casa tomada.

Lento regreso a Casa tomada Felix Bruzzone

No tenemos dónde vivir. Los negocios salieron mal, nos remataron el departamento y, sin
un centavo para pagar alquileres o cosas así, vamos de casa en casa. Sueño con encontrar
una y quedarnos. Podría pasar, pienso, que una pareja de hermanos solteros y paranoicos
tengan una y de golpe piensen que está tomada y salgan, tiren la llave en la alcantarilla y se
vayan, dejándonos a nosotros el hogar que necesitamos.

Pero nada es tan fácil. Algunos nos alojan dos días, a lo sumo tres. Otros nos dan unos
pesos para pagar una pensión por un tiempo. Todo es complicado. La gente es buena, pero
no tonta. Mi gran amigo Roberto, por ejemplo, nos alojó solamente un mes. Esto antes no
pasaba. Hoy instalársele a alguien, por cercano que sea, choca demasiado con las rutinas y
las obsesiones del anfitrión. Y siempre está, por debajo, el reproche de lo que hoy cuesta un
alquiler. Aunque en el caso de Roberto es entendible. Vive solo y debe ser muy incómodo
tener que hacer lugar para tantos.

Nos acomodamos en el living, en tres colchones que conseguimos prestados, y él se queda


en su cuarto, que por suerte tiene buena ventilación. Los chicos no se quejan. Son cuatro
luces pequeñas y movedizas. Y aunque mi mujer nunca lo dice, estoy seguro de que, como
yo, se acuerda de los diez coreanos inflados de olor a pescado frito y ajo que vivían arriba
nuestro. A los quince días de convivencia Roberto me da un almanaque y me pide que le
haga un círculo al día en que podríamos irnos. Debe querer que nos vayamos cuanto antes,
no puede más. Entonces, muy tranquilo, como si a mi lado hubiera un hongo hipnótico
gigante y lleno de amor, le digo que no se preocupe, que al día siguiente, como mucho al
otro, nos vamos. Pero tenemos suerte: esa noche empieza a llover, la lluvia dura tres días, y
como Roberto no quiere que nos mojemos, nos quedamos dos semanas más.
Después de lo de Roberto no quedan amigos ni parientes que no nos hayan recibido. Y rotar
de un lugar a otro es de lo más desgastante. Aunque si uno estuviera acostumbrado podría
vivir en cualquier lugar. Una estación de trenes, un puente, un caño. Lo fundamental es
hacerse a la idea. Ella viene, revolotea, aterriza a unos metros, se acerca, levanta vuelo otra
vez, vuelve a aterrizar, se acerca un poco más; todo es cuestión de tiempo hasta que la idea
termina por posarse en tu mano para que la atrapes y, sin darte cuenta, te la lleves a la boca
cual manjar inesperado. Pero el ave peregrina del destino nos tiene buenas noticias. Una
tarde dejo a mi mujer y a los chicos en un parador. Es temprano, y es casi seguro que
lograrán pasar allí la noche. Mientras tanto, salgo a buscar comida en la basura. Más allá de
algunas medialunas verdosas, nada muy tentador. Hasta que encuentro, adentro de una caja,
una bolsa pequeña, cerrada, negra y llena de papeles dispuestos en fajos. Pienso en billetes.
El corazón se me enloquece y lucha por escurrirse entre las costillas. Cuando logro
controlarlo un poco, cierro los ojos y empiezo a abrir la bolsa. El hecho de cerrar los ojos es
quizá una forma de invocar a la magia que convertirá a los papeles (si es que no lo son ya)
en dinero.

Pero no: se trata de unos cuantos volantes abandonados. Algún volantero habrá cobrado su
jornal sin repartirlos. Me desilusiono, y estoy a punto de dejarlos cuando veo que son
anuncios de empleo. Si nadie los repartió, nadie fue a tomar el puesto que ofrecen. Sonrío.
Mientras camino hacia la dirección que figura en el volante sigo pensando en este trío de
cosas tan esenciales para la vida: inteligencia, sentido del humor y sentido del deber. Tres
pilares fundamentales; para que uno no se desmorone deberían estar siempre equilibrados.
Entonces: buena señal. Aunque hay que controlarse, ahora, porque sonrío feliz,
extremadamente feliz, y ya empiezo a desequilibrarme otra vez. En eso ando cuando, casi
sin darme cuenta, aparezco frente al lugar en cuestión.

Una casa bien puesta. Puerta de roble. Raro que acá ofrezcan trabajo. Toco timbre. Espero.
Toco la puerta. Espero. Me apoyo en un poste; pasa una mujer arrastrando a un viejo. Este
es un barrio de viejos. ¿El trabajo será de cuidar viejos? Algo es algo. Adentro hay luces
encendidas, y ningún movimiento. ¿Tengo que rendirme? Puede ser, pero de golpe, desde
la alcantarilla, junto al cordón de la vereda, salta un resplandor que parece querer morderme
los talones. Me agacho, reviso. ¿Hay una llave? Sí, es una llave. ¡La llave de mi sueño!
Pruebo abrir y… ¡funciona! Empujo la puerta de roble; se mueve ruidosa.

La casa es vieja pero su conservación es perfecta. ¡Y la biblioteca!, eso sí que se parece a


una cápsula del tiempo. Viéndola bien, toda la casa parece haber quedado herméticamente
cerrada durante décadas, y el pasado no sólo viene a dar su testimonio, sino a vivir un rato
más entre nosotros. Pero, a la vez, alguien tiene que haber mantenido todo esto. La llave en
la alcantarilla no fue arrojada ahí hace tanto. Eso pasó unos instantes antes de que yo
llegara buscando la dirección que indicaba el volante. De hecho, encuentro dos
almohadones tibios. Dos, sí. Ella teje, él lee. Primero los espero. Si vuelven, siempre tengo
la excusa de haber llegado por el aviso de empleo. Pero cuando el tiempo pasa y es seguro
que nadie va a aparecer, busco a mi familia y nos instalamos.

A poco de vivir en la casa entendemos que nadie de acá mandó a imprimir oferta laboral
alguna, sino que la agencia de trabajo de la otra cuadra debió haber impreso volantes con la
dirección equivocada, lo que hizo que los descartaran, tirándolos donde los encontré. Y
como nunca nadie viene, pensamos que quizá, aquella noche, los dueños salieron a comprar
y tuvieron un accidente, o fueron secuestrados, abducidos o, sencillamente, pasaron a otra
dimensión. Una ironía muy común, supongo: tanto evitar los cambios del mundo moderno
y de golpe la realidad se asoma y te convierte en humo. En cualquier caso: un accidente. La
gente fanática del pasado debe ser propensa a cosas así. Las pasiones nostálgicas siempre
terminan mal. Ahora que lo pienso, es probable que el accidente que nos imaginamos haya
sido un viaje al pasado. Un sueño hecho realidad. Un sueño doble: para ellos, el viaje; para
nosotros, la casa.

Mientras vivimos en la casa los chicos tienen sus días más felices. Corren, saltan, y
encuentran cosas poco comunes y sorprendentes. Ellos ya no son cuatro luces pequeñas y
movedizas sino una sola, más grande, que no se cansa de rebotar contra las paredes y
cambia de forma y de color conforme la alegría es más verde, más azul, más rosada. Entre
las cosas que encontramos están los tejidos que llenan casi todos los cajones, como una
plaga, y quince mil pesos que nos gastamos rápidamente. Los tejidos, la ropa que no nos
gusta, los muebles y los libros, los vamos vendiendo a la gente que pasa por la puerta.

Un día, mi tío Ernesto se entera de nuestra nueva situación y se acerca a buscar refugio. Él
fue quien insistió en hacer todos los negocios idiotas que nos llevaron a la ruina. “Estoy en
otra etapa, Ernesto”, le digo, “volvé en unos días”.

Después de eso, discutimos con mi mujer sobre qué hacer. Ernesto es un resorte. Le pegás y
se va, pero vuelve y se te entierra en las tripas. Entonces no tardamos mucho en vender lo
que queda: la cocina, el termotanque, las estufas. Se acerca el invierno y nos
calefaccionamos quemando los tablones del piso. Cuando no queda nada por quemar,
prendemos fuego la casa y nos vamos. El fuego es nuestra máxima esperanza.

Mientras dejo mis datos en la agencia de trabajo pienso en Ernesto: cuando vuelva a
buscarme y vea la casa incendiada, también él tendrá nuevas esperanzas y podrá pensar,
como nosotros ahora, en un futuro mejor.

Emma Zunz Jorge Luis Borges

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y


Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo
que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la
inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma
leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había
fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre
firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la
hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las
rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día
siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su
padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió
el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo
ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la
que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de
Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una
chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de
Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de
prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero»,
recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el
ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora
uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni
siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía
que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía;
Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la
ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera
como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre,
contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres,
que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su
apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con
la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego,
se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años,
pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa
de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así,
laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular
alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de
algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el
Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal,
insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y
prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a
una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las
doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó
después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la
etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la
victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo
abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta
de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente.
Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que
los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la
ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y
confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al
puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por
luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al
principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la
rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno,
muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y
grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta
y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en
el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un
pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya
porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no
parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones
inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el
sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su
desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre
la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en
seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una
herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la
justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz
estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes
había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió,
apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su
cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y
procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se
agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba
al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara.
Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había
contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos
en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a
ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le
ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un
avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a
los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio,
nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada
muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su
verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para
conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de
obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos
ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la
obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio
sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma
se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el
señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada
anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al
miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que
permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un
instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del
pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la
de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa
deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a
Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos
nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que
Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos,
pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver.
Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el
humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la
boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo
que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de
brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la
acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar...”), pero
no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a
comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván,
desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero.
Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras:
Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto
de la huelga... Abusó de mí, lo maté...
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente
era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio.
Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la
hora y uno o dos nombres propios.
ERIK GRIEG Martín Kohan

Todo el mundo sabe que una puta no besa: que para sostener la ficción de su entrega es
necesario omitir, por lo menos, dos o tres circunstancias: la exigencia del pago previamente
acordado, cierto aire de ausencia, que se nota pese a cualquier esmero, y la renuencia a
besar. Por eso, cuando esa mujer, a la que había elegido en un bar cercano al puerto por
percibir en ella algo indefinido pero especial, acercó los labios entreabiertos a los suyos,
abiertos también, pero en el goce, para besarlos o, en realidad, para hacerse besar, se sintió
Erik Grieg primero confuso, más aturdido aún de lo que ya estaba por culpa del alcohol;
pero luego, de inmediato, se sintió también extrañamente feliz. En medio de esa euforia
soltó unas pocas palabras entrecortadas, en una lengua que de todas formas la mujer no
podía comprender, se tensó en un instante en el que pareció de piedra, y por fin se recostó,
ya distendido, junto a la puta que lo había besado.
No hubo otra ternura en el pequeño cuarto incierto, más que ese beso que pronto pareció no
haber ocurrido. La puta se quedó distante, o más bien triste, mirando las manchas que había
en el techo; el marinero se vistió callado, dejó en una mesita todos los billetes que tenía, y
se fue como si nunca hubiese estado.
Sin nombre, casi sin cara, sin voz y sin palabras, esa puta estaba, como casi todas, destinada
al olvido. A Grieg pronto se le confundirían los dos días pasados en una remota ciudad
llamada Buenos Aires, con los de todos los otros puertos y todas las otras putas que lo
esperaban todavía, antes de estas de regreso en Helsinki. Su barco zarpaba esa misma
noche: del humo de ese bar oscuro y del encuentro, apresurado y mudo, en la habitación
desolada, pronto no quedaría más que un relato hecho en altamar, exagerado en medio de
las carcajadas y de los alardes de los otros marineros.
Sin embargo, Grieg abandonó de ese confuso bar de puerto, salió a la calle calurosa y
quieta, tratando de despejarse un poco antes de volver a bordo y presentarse ante el capitán.
Anduvo algunas cuadras sin pensar en nada ni cruzarse con nadie. Llegó hasta el río y ni
siquiera lo miró: para mirar desde la orilla un río o un mar, o un río que se parece a un mar,
hay que no ser marinero. Grieg se sentó a fumar y dejó que la brisa le temblara en la ropa
blanca. No se fijó en la hora, pero sabía que tenía tiempo. Ni cuenta se dio de que volvía a
pensar en la puta, hasta que al final acabó por admitirlo.
Regresó al bar y buscó a un compañero que pudiera prestarle algo de plata.
Encontró a Gustav, más colorado su rostro de lo que siempre estaba, borracho y locuaz, dos
mujeres casi desnudas fingiendo comprender las cosas que él les decía y riendo exageradas.
Más por ufanarse frente a esas mujeres que por verdadera generosidad, le alargó a Erik un
montón de billetes medio arrugados. Erik Grieg se guardó el dinero en un bolsillo y se fue
ahora a buscar a la puta con la que había estado hacía un rato. En el lugar había más
sombras que luces, y las pocas luces que había se azulaban por el humo, pero no fue por eso
que no la encontró. No la encontró porque no estaba. Le bastó a Grieg esa comprobación
para que las ganas que tenía de volver a estar con la misma mujer de antes se convirtieran
en deseo y ansiedad. Supuso que la mujer estaría ahora con otro: es inaudito, pero la celó.
Se sentó a esperarla.
Recordó el beso de esa puta y la idea de no volver a verla decididamente lo angustió.
Pasaron unas dos horas: nadie usaba a una mujer durante tanto tiempo en un bar de
marineros. Entonces volvió Grieg a salir a las calles casi desiertas de los bordes de la
ciudad, no para despejarse de la borrachera ni tampoco para retornar a su barco, pese a que
ya no faltaba tanto tiempo para la hora de la partida. Salió para encontrar a aquella mujer en
una esquina o en un umbral.
Otras putas se le acercaron; estaban donde parecía que no había nadie y no empleaban más
que gestos, porque con los gestos les bastaba. Las putas son casi intercambiables; Grieg las
ignoró, sin embargo, no bien verificó que ninguna de ellas era la mujer que él andaba
buscando. Regresó al bar y después regresó a las calles: la mujer no estaba en ninguna parte
y él se sintió desesperar.
Llegó la hora en que su barco partía. Grieg se detuvo bajo un farol de luz imprecisa, sacó de
su bolsillo el dinero que había conseguido y lo contó. El beso imposible de esa puta volvió
a cruzar por su memoria. Hacía calor, pero empezaba a lloviznar. Erik Grieg decidió que no
retornaría al barco, que lo dejaría ir y que se quedaría en esta ciudad que desconocía y cuyo
idioma no hablaba ni alzaba a comprender.
No tenía nada para hacer y nada hizo en los días que siguieron. Durmió durante el día,
tirado entre las sogas y las bolsas del puerto; en las noches, recorría los bares de las orillas,
buscando, urgente, a la mujer de aquella vez.
En recuerdo y la invención no tardan, por lo general, en mezclarse, pero para Erik Grieg el
encuentro de esa noche se volvía cada vez más nítido en su memoria. Evocaba el momento
en el que, recorriendo con la mirada la hilera de putas que se le ofrecían, había elegido a
ésa, a ésa y no a otra, no otra de cuerpo más tentador o de boca más provocativa. Eligió a
ésa precisamente porque le pareció tímida y cohibida, porque no estaba vestida como para
atraer a un hombre. Estuvo con ella y supo que era tanto una mujer como una muchacha
apenas; que, en efecto, nada hizo con gracia ni con desenvoltura, que parecía temerle o tal
vez estar pensando en otra cosa. No fue displicente con él, pero no pareció importarle
tampoco convencerlo de nada. Más que hacer se dejó hacer, y en apariencia todo le
resultaba desconocido.
Sólo cuando lo besó, en realidad, sólo al rozarlo con esa boca inesperada y ofrecerle sus
labios sin humedad, pareció la mujer considerar su presencia y hacer algo con respecto a él.
Ese beso pasó rápido, intenso pero fugaz, tan extraño a toda la situación (a la puta lejana, a
la sordidez de esa habitación de burdel y a la propia rudeza de un marinero como Erik
Grieg), que no bien pasó se esfumó, y no quedó, irrepetible, más que en su memoria (pero
en su memoria quedó definitivo, imborrable).
Pasaron algunos días; a fuerza de deambular entre barcos y muelles, que era, en la
extrañeza de esta ciudad, el único mundo que podía reconocer, consiguió Grieg que lo
aprovecharan para algún trabajo ocasional y así pudo ganar un poco más de dinero. Con el
correr de esos días pudo también aprender algunas palabras de la lengua de la ciudad; las
primeras que logró balbucear eran las que necesitaba para describir a la mujer a la que
estaba buscando: esa obsesión era lo único que Erik Grieg tenía para decir.
La puta de aquella noche no volvía a aparecer, pero además todos negaban recordarla o
conocerla. Ni las otras putas, que, merodeando en una misma zona de la ciudad, se conocen
siempre unas a otras, ni tampoco los rufianes o los taciturnos que frecuentan estos bares
supieron nunca decirle a Grieg nada de ella. Desesperando ya por su ausencia, temiendo
que la búsqueda pudiese llevarle años o que, peor aún, pudiese no llegar nunca a su fin, una
noche cometió Grieg la razonable torpeza de tratar de olvidarla. Después de beber ginebra y
ensimismarse durante casi tres horas, eligió, si cabe decir acaso que Grieg pudiese elegir
nada, a una puta muy joven y muy alta, de cuerpo generoso y risa fácil. Se fue con ella a un
cuarto que se parecía mucho al cuarto de aquella otra noche, pero eso porque todos los
cuartos en los burdeles de un puerto se parecen entre sí. Estuvo un rato con ella (desde la
vez de la otra puta, la inolvidable, no había vuelto a estar con ninguna). Ella le entregó su
alegría inverosímil y algunos suspiros que no pertenecían a esa noche; él le entregó un
mismo montón de billetes arrugados sobre la mesa de luz. Después, acomodando todavía su
ropa, Grieg salió de vuelta a la calle, y nunca el mundo le pareció haber quedado tan igual
que antes.
Esa noche hubiese sido capaz de matar, con tal de encontrarse otra vez con la puta que lo
había besado. El tiempo que acababa de pasar con otra, resoplando entre su pelo rojo y
viendo temblar su cuerpo debajo del de él, no sirvió más que para comprobar lo que, de
todas formas, ya sabía: que la salida no era pagarse una puta más bella, más hábil o más
atrevida que aquella a la que quería olvidar, porque la que quería olvidar no había sido
especialmente bella, ni había sido demasiado hábil, y nada le había resultado más ajeno que
el atrevimiento. Su aspecto no era semejante a de las putas que frecuentan a los marineros
cerca de los puertos; parecía una mujer común y corriente (Grieg lo supo cuando, en una
lengua que no era la suya, necesitó describirla).
Lejos de toda audacia, cada uno de sus ademanes pareció tener que sobreponerse a la
timidez y al temor. No fue desenvuelta ni tampoco se esforzó, según suelen hacer las putas
para destacar en el hombre su virilidad.
Fue queda y hasta melindrosa, y si el beso que le dio o se hizo dar se volvió increíble, fue
no sólo porque proviniera de una puta, sino porque a esta puta en particular parecía faltarle
toda iniciativa. Recordando nuevamente la manera en que sus bocas por única vez se
habían juntado, se durmió Grieg sobre unas bolsas de arpillera, bajo el cielo de Buenos
Aires y sin abrigo, mientras algunos gatos, cerca de él, se paseaban sigilosos.
No bien tuvo el dinero suficiente, Erik Grieg volvió a pagarse una mujer: fue torpe dos
veces, y la segunda, más que la primera. Y eso porque esta vez, valiéndose de su incipiente
español y del dinero de que disponía, le puso a la puta que había elegido, como única
condición para ir con ella y no con otra, que durante su encuentro ella lo besara. La mujer
lo pensó un momento y luego pronunció una cifra (la cifra era más del doble de la que
habitualmente se estipulaba), porque si bien es cierto que las putas no besan, que
determinadas formas del afecto las retacean y las preservan con recelo, también es cierto
que muchas veces basta con acordar un pago para que una puta haga lo que de otra forma
no haría (en las narraciones oídas a bordo durante tantos viajes a través del mundo, Grieg
había sabido de las inclinaciones más extrañas, escatológicas o humillantes, exigidas, por
dinero, a alguna puta; lo que él pedía, al fin de cuentas, era apenas que lo besaran).
La boca de esa mujer era tibia como su cuerpo, y al igual que su cuerpo, vibraba y se
entreabría en la oscuridad. Pasaron a la habitación, vestidos todavía, y la puta ya besaba al
marinero; lo besó mientras se echaban, desnudos, entre las sábanas ásperas y frías de esa
cama ajena; mientras lo envolvía con sus brazos y lo recibía sobre su cuerpo, no dejó de
besarlo; lo besó más intensamente cuando más intenso fue el temblor del marinero (y más
intensas las palabras que, en una lengua incomprensible, él le decía).
Después Erik Grieg volvió a echar el dinero sobre la pequeña mesa de madera, se vistió
rápido, y salió sin decir nada.
Esa noche se emborrachó por pura desesperación. Bebió con avidez, un trago tras otro.
Hubiese querido pelearse con alguien, lastimarlo o hacerse lastimar, pero ni siquiera halló
la ocasión de provocar una pelea. Hubiese querido ser capaz de estar en Helsinki o en
altamar, pero no lo era. Seguía buscando a esa puta, seguía escrutando, ya casi por
costumbre, el rostro de cada una de las que llegaban al bar desde la calle o bajaban desde
las habitaciones del piso de arriba. Si algo le faltaba para saber que aquella mujer resultaría
única, eso eran los besos vacíos e inútiles, profusos, prescindibles, del último encuentro.
En medio del aturdimiento del alcohol y la tristeza, pensó Grieg confusamente en lo que le
pasaba, y trató de imaginar, tan sólo para su desconsuelo, cómo sería la vida de esa mujer
inefable a la que no conseguía reencontrar. Pensó, creyó descubrir, que no era una puta
típica de los burdeles de marineros y que en eso consistía su peculiaridad. Habría de ser una
puta acostumbrada a hombres no tan toscos, no tan arduos, y que por alguna razón
inescrutable había venido a ofrecer sus suaves maneras, por una noche, a un bar de la zona
baja.
Si así eran las cosas, pensó Grieg, torcido sobre una silla, una mano colgando junto al
cuerpo, la otra sujetando una botella oscura, la búsqueda debía ampliarse: ya no había que
indagar solamente entre las calles penumbrosas de los límites de la ciudad, sino también en
otros barrios, en otros mundos: son pocos aquellos en los que las putas faltan.
Pronto Erik Grieg descartó la idea, no supo si con alivio o con pena. Es cierto que pensar en
la sutiliza de esa mujer no era del todo injusto, pero tampoco podía decirse que su atractivo
fuese la exquisitez propia de una prostituta más refinada de las que frecuentaban él y
hombres como él. La reticencia, el pudor mal disimulado, el beso imposible que de alguna
manera derivó en todo eso, no correspondían a una prostituta que hiciese de lo suyo una
especie de arte. Las actitudes de la mujer de aquella noche, semejantes siempre a un simple
tanteo, parecían corresponder más a una puta que conocía poco lo que estaba haciendo, que
a otra que lo conociera demasiado bien.
Fue así que estableció Grieg lo que podría considerarse una primera certeza: la puta con la
que había estado aquella noche, era virgen. La idea, por algún motivo, lo entusiasmó. Sabía
que la posibilidad de iniciar a una muchacha era una especie de privilegio, un privilegio
difícilmente accesible para un simple marinero nórdico como él. Lo que lamentó, eso sí, fue
no haber sabido de antemano que esa muchacha iba a entregarse a un hombre por primera
vez. Recordó el relato de un viejo marinero del que llegó a hacerse casi amigo durante un
viaje por la costa de Brasil: todos sus ahorros, un reloj relativamente apetecible y buena
parte de su ropa de trabajo, los había empleado aquel hombre para pasar una noche con una
niña virgen, con una puta holandesa de once años de edad. Le extrañó a Grieg que la puta
con la que había estado, y que pese a ser mayor que aquella niña, era igualmente virgen, no
hubiese hecho valer esa condición para tratar de obtener, a cambio de su entrega, una suma
más elevada. La hipótesis de la virginidad le permitió entender a Grieg el extraño
comportamiento que esa mujer había tenido todo el tiempo, y también, posiblemente,
entender incluso esa ráfaga excepcional en la que lo había besado. Con eso no explicaba,
sin embargo, por qué aquella puta no había vuelto a aparecer, por qué nadie la conocía, ni le
permitía tampoco descubrir la forma de volver a encontrarla (ninguna otra cosa le
importaba ya, en eso empezaba y terminaba su vida).
Se quedó Grieg perplejo y algo adormecido. En el bar había un grupo de marineros que
cantaban a coro, eran argentinos y festejaban algo que a él no le importó. Sobre la mesa
larga y firme, una puta bailaba y amagaba desnudarse. Desde abajo, golpeando la mesa con
los puños, otros hombres la alentaban a que lo hiciera, le arrojaban billetes mojados o la
aplaudían. Uno que estaba solo, no se sabe por qué, la insultaba en portugués.
De pronto, en medio del bullicio, una idea extraña se le ocurrió a Erik Grieg.
Esa idea lo despejó en un instante: Grieg sintió despertar y tuvo que repetirse a sí mismo la
idea que había tenido, como si en vez de eso fuese una frase que otro le dijera y que él no
había oído bien. Esa mujer, pensó Grieg, no era una puta. Era, muy probablemente, virgen
todavía, o poco menos; pero, además de eso, no era puta, y así todo se explicaba: los gestos
que, queriendo ser firmes, decididos, en verdad todo el tiempo vacilaban; la distancia, la
indiferencia, el desapego; de pronto: el beso; el desinterés por el dinero; el hecho de que
nadie la conociera y que ella nunca hubiera vuelto a aparecer.
No habían sido pocas las desdichas de Erik Grieg en las últimas semanas. Lo poco que era,
lo poco que tenía, lo había perdido por el propósito de buscar a una mujer. Ahora se sentía
más infeliz que nunca: sabía que esa búsqueda era poco menos que infinita y que, por lo
tanto, nunca se liberaría de su agobio. De haber sido aquella una puta orillera, él habría
tenido que persistir, con la constancia de los obsesionados, en los bares y en las calles de
los alrededores del puerto para volver a dar con ella. Si hubiese sido, en cambio, como
llegó a suponer, una puta de ambientes más considerables, él habría tenido que trajinar
otros sitios no siempre de fácil acceso, otras formas de llegar a un mismo fin (un hombre
que paga, una mujer que finge su entrega). Pero al ser, como era, una simple mujer y no una
puta, la búsqueda de Grieg excedía ahora los límites de los burdeles o de las casas de citas:
la búsqueda de Grieg abarcaba ahora la ciudad entera y a todas las mujeres que vivían en
ella.
Erik Grieg salió a la calle y se alejó de la zona del puerto. No le interesó irse a recorrer
otras partes de lo que era Buenos Aires en 1922; más bien quiso dejar atrás todo lo que
había pasado, y olvidarlo. Mientras caminaba, sin embargo, con paso apurado y sin destino,
no pensaba más que en la mujer de aquella noche. Se preguntó, sin dar con una respuesta
posible, qué razones habría tenido para hacerse pasar, esa vez, por prostituta. Supuso que
tramaba algún plan, y que por eso parecía estar pensando en otra cosa (todas las putas
piensan en otra cosa, pero como esta no lo era, se le notaba demasiado).
Dedujo, y dedujo bien, que ese encuentro con un hombre cualquiera, en un lugar
cualquiera, era una parte del plan que urdía. Lo que ella quería, pensó Grieg, y pensó bien,
era infligirse la humillación de ese encuentro, tal vez para aumentar su odio hacia alguien,
tal vez para darse impulso hacia algo. Supo así, sin que nadie lo aliviara ya de tanta pena,
que el beso que le había dado no fue una muestra de sutileza erótica, ni mucho menos una
expresión de afecto que ella no supo o no quiso reprimir, sino, por el contrario, una forma
casi perversa de aumentar esa humillación a la que la mujer se entregaba. La imaginó esa
noche, ya sola en el cuarto, no bien él había partido. La imaginó, y la imaginó bien,
rompiendo el dinero que él le había dejado. Apenas lo hizo, la mujer se arrepintió: romper
el dinero es una impiedad. Es como tirar el pan.

La llorona Leyenda urbana


En las altas horas de la noche, cuando todo parece dormido y sólo se escuchan los gritos
rudos con que los boyeros avivan la marcha lenta de sus animales, dicen los campesinos
que allá, por el río, alejándose y acercándose con intervalos, deteniéndose en los frescos
remansos que sirven de aguada a los bueyes y caballos de las cercanías, una voz lastimera
llama la atención de los viajeros.
Es una voz de mujer que solloza, que vaga por las márgenes del río buscando algo, algo que
ha perdido y que no hallará jamás. Atemoriza a los chicuelos que han oído, contada por los
labios marchitos de la abuela, la historia enternecedora de aquella mujer que vive en los
potreros, interrumpiendo el silencio de la noche con su gemido eterno.
Era una pobre campesina cuya adolescencia se había deslizado en medio de la tranquilidad
escuchando con agrado los pajarillos que se columpiaban alegres en las ramas de los
higuerones. Abandonaba su lecho cuando el canto del gallo anunciaba la aurora, y se dirigía
hacia el río a traer agua con sus tinajas de barro, despertando, al pasar, a las vacas que
descansaban en el camino.
Era feliz amando la naturaleza; pero una vez que llegó a la hacienda de la familia del patrón
en la época de verano, la hermosa campesina pudo observar el lujo y la coquetería de las
señoritas que venían de San José. Hizo la comparación entre los encantos de aquellas
mujeres y los suyos; vio que su cuerpo era tan cimbreante como el de ellas, que poseían una
bonita cara, una sonrisa trastornadora, y se dedicó a imitarías.
Como era hacendosa, la patrona la tomó a su servicio y la trajo a la capital donde, al poco
tiempo, fue corrompida por sus compañeras y los grandes vicios que se tienen en las
capitales, y el grado de libertinaje en el que son absorbidas por las metrópolis. Fue seducida
por un jovencito de esos que en los salones se dan tono con su cultura y que, con
frecuencia, amanecen completamente ebrios en las casas de tolerancia. Cuando sintió que
iba a ser madre, se retiró “de la capital y volvió a la casa paterna. A escondidas de su
familia dio a luz a una preciosa niñita que arrojó enseguida al sitio en donde el río era mas
profundo, en un momento de incapacidad y temor a enfrentar a un padre o una sociedad que
actuó de esa forma. Después se volvió loca y, según los campesinos, el arrepentimiento la
hace vagar ahora por las orillas de los riachuelos buscando siempre el cadáver de su hija
que no volverá a encontrar.
Esta triste leyenda que, día a día la vemos con más frecuencia que ayer, debido al
crecimiento de la sociedad, de que ya no son los ríos, sino las letrinas y tanques sépticos
donde el respeto por la vida ha pasado a otro plano, nos lleva a pensar que estamos
obligados a educar más a nuestros hijos e hijas, para evitar lamentarnos y ser más
consecuentes con lo que nos rodea. De entonces acá, oye el viajero a la orilla de los ríos,
cuando en callada noche atraviesa el bosque, aves quejumbrosos, desgarradores y terribles
que paralizan la sangre. Es la Llorona que busca a su hija…

La flor del ceibo Leyenda folclórica argentina


Según cuenta la leyenda la flor del ceibo nació cuando Anahí fue condenada a morir en la
hoguera, después de un cruento combate entre su tribu y los guaraníes.
Por entre los árboles de la selva nativa corría Anahí. Conocía todos los rincones de la
espesura, todos los pájaros que la poblaban, todas las flores. Amaba con pasión aquel suelo
silvestre que bañaba las aguas oscuras del río Barroso. Y Anahí cantaba feliz en sus
bosques, con una voz dulcísima, en tanto callaban los pájaros para escucharla. Subía al
cielo la voz de la indiecita, y el rumor del río que iba a perderse en las islas hasta
desembocar en el ancho estuario, la acompañaba.
Nadie recordaba entonces que Anahí tenía un rostro poco agraciado, ¡tanta era la belleza de
su canto!
Pero un día resonó en la selva un rumor más violento que el del río, más poderoso que el de
las cataratas que allá hacia el norte estremecían el aire. Retumbó en la espesura el ruido de
las armas y hombres extraños de piel blanca remontaron las aguas y se internaron en la
selva. La tribu de Anahí se defendió contra los invasores. Ella, junto a los suyos, luchó
contra el más bravo.
Nadie hubiera sospechado tanta fiereza en su cuerpecito moreno, tan pequeño. Vio caer a
sus seres queridos y esto le dio fuerzas para seguir luchando, para tratar de impedir que
aquellos extranjeros se adueñaran de su selva, de sus pájaros, de su río.
Un día, en el momento en que Anahí se disponía a volver a su refugio, fue apresada por
dos soldados enemigos. Inútiles fueron sus esfuerzos por librarse aunque era ágil.
La llevaron al campamento y la ataron a un poste, para impedir que huyera. Pero Anahí,
con maña natural, rompió sus ligaduras, y valiéndose de la oscuridad de la noche, logró dar
muerte al centinela. Después intentó buscar un escondite entre sus árboles amados, pero no
pudo llegar muy lejos. Sus enemigos la persiguieron y la pequeña Anahí volvió a caer en
sus manos.
La juzgaron con severidad: Anahí, culpable de haber matado a un soldado, debía morir en
la hoguera. Y la sentencia se cumplió. La indiecita fue atada a un árbol de anchas hojas y a
sus pies apilaron leña, a la que dieron fuego. las llamas subieron rápidamente envolviendo
el tronco del árbol y el frágil cuerpo de Anahí, que pareció también una roja llamarada.
Ante el asombro de los que contemplaban la escena, Anahí comenzó de pronto a cantar.
Era como una invocación a su selva, a su tierra, a la que entregaba su corazón antes de
morir. Su voz dulcísima estremeció a la noche, y la luz del nuevo día pareció responder a su
llamada.
Con los primeros rayos del sol, se apagaron las llamas que envolvían Anahí. Entonces, los
rudos soldados que la habían sentenciado quedaron mudos y paralizados. El cuerpo moreno
de la indiecita se había transformado en un manojo de flores rojas como las llamas que la
envolvieron, hermosas como no había sido nunca la pequeña, maravillosas como su
corazón apasionadamente enamorado de su tierra, adornando el árbol que la había
sostenido.
Así nació el ceibo, la rara flor encarnada que ilumina los bosques de la mesopotamia
argentina. La flor del ceibo que encarna el alma pura y altiva de una raza que ya no existe.
El Enano Saltarín (Rumpelstiltskin) Un cuento de los hermanos Grimm

Cuentan que en un tiempo muy lejano el rey decidió pasear por sus dominios, que incluían
una pequeña aldea en la que vivía un molinero junto con su bella hija. Al interesarse el rey
por ella, el molinero mintió para darse importancia: "Además de bonita, es capaz de
convertir la paja en oro hilándola con una rueca." El rey, francamente contento con dicha
cualidad de la muchacha, no lo dudó un instante y la llevó con él a palacio.

Una vez en el castillo, el rey ordenó que condujesen a la hija del molinero a una habitación
repleta de paja, donde había también una rueca: "Tienes hasta el alba para demostrarme que
tu padre decía la verdad y convertir esta paja en oro. De lo contrario, serás desterrada."

La pobre niña lloró desconsolada, pero he aquí que apareció un estrafalario enano que le
ofreció hilar la paja en oro a cambio de su collar. La hija del molinero le entregó la joya y...
zis-zas, zis-zas, el enano hilaba la paja que se iba convirtiendo en oro en las canillas, hasta
que no quedó ni una brizna de paja y la habitación refulgía por el oro.

Cuando el rey vio la proeza, guiado por la avaricia, espetó: "Veremos si puedes hacer lo
mismo en esta habitación." Y le señaló una estancia más grande y más repleta de paja que
la del día anterior.

La muchacha estaba desesperada, pues creía imposible cumplir la tarea pero, como el día
anterior, apareció el enano saltarín: "¿Qué me das si hilo la paja para convertirla en oro?"
preguntó al hacerse visible. "Sólo tengo esta sortija." Dijo la doncella tendiéndole el anillo.
"Empecemos pues," respondió el enano. Y zis-zas, zis-zas, toda la paja se convirtió en oro
hilado. Pero la codicia del rey no tenía fin, y cuando comprobó que se habían cumplido sus
órdenes, anunció: "Repetirás la hazaña una vez más, si lo consigues, te haré mi esposa."
Pues pensaba que, a pesar de ser hija de un molinero, nunca encontraría mujer con dote
mejor. Una noche más lloró la muchacha, y de nuevo apareció el grotesco enano: "¿Qué me
darás a cambio de solucionar tu problema?" Preguntó, saltando, a la chica. "No tengo más
joyas que ofrecerte," y pensando que esta vez estaba perdida, gimió desconsolada. "Bien,
en ese caso, me darás tu primer hijo," demandó el enanillo. Aceptó la muchacha: "Quién
sabe cómo irán las cosas en el futuro." - "Dijo para sus adentros." Y como ya había
ocurrido antes, la paja se iba convirtiendo en oro a medida que el extraño ser la hilaba.
Cuando el rey entró en la habitación, sus ojos brillaron más aún que el oro que estaba
contemplando, y convocó a sus súbditos para la celebración de los esponsales.

Vivieron ambos felices y al cabo de una año, tuvieron un precioso retoño. La ahora reina
había olvidado el incidente con la rueca, la paja, el oro y el enano, y por eso se asustó
enormemente cuando una noche apareció el duende saltarín reclamando su recompensa.

"Por favor, enano, por favor, ahora poseo riqueza, te daré todo lo que quieras." ¿Cómo
puedes comparar el valor de una vida con algo material? Quiero a tu hijo," exigió el
desaliñado enano. Pero tanto rogó y suplicó la mujer, que conmovió al enano: "Tienes tres
días para averiguar cuál es mi nombre, si lo aciertas, dejaré que te quedes con el niño. Por
más que pensó y se devanó los sesos la molinerita para buscar el nombre del enano, nunca
acertaba la respuesta correcta.

Al tercer día, envió a sus exploradores a buscar nombres diferentes por todos los confines
del mundo. De vuelta, uno de ellos contó la anécdota de un duende al que había visto saltar
a la puerta de una pequeña cabaña cantando:

"Hoy tomo vino,


y mañana cerveza,
después al niño sin falta traerán.
Nunca, se rompan o no la cabeza,
el nombre Rumpelstiltskin adivinarán!"

Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó su propio nombre a la reina, ésta le
contestó: "¡Te llamas Rumpelstiltskin!"
"¡No puede ser!" gritó él, "¡no lo puedes saber! ¡Te lo ha dicho el diablo!" Y tanto y tan
grande fue su enfado, que dio una patada en el suelo que le dejó la pierna enterrada hasta la
mitad, y cuando intentó sacarla, el enano se partió por la mitad.

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