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Llamados nocturnos

Guillermo Saccomanno

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El diario informa apenas: “Amanda Bruni, su fallecimiento”. Y no mucho más: la mención a
su actividad en el teatro independiente como actriz, directora y dramaturga. Unos premios
a su vuelta del exilio y un paso corto por la tele, su gestión destacada en Teatro Abierto y
más tarde en Teatro por la Identidad. No mucho más. Porque no hay mucho más. Ni
quedará mucho más de Amanda. En un tiempo, nada.
Actores del árbol caídos, juguete del viento son, pienso. Ni hablemos de los que se dicen
chejovianos. La Bruni era una.
Me acuerdo de Amanda. Me acuerdo de los 70, una rubiecita inquieta, nerviosa. La veo
repartir volantes en la facultad. La veo putear la cana en una manifestación. La veo con
una guitarra cantando “Gracias a la vida”. Me dan ganas de fumar. Añoro la época en que
se fumaba en las redacciones. Las nubes de humo, el tableteo de las máquinas de
escribir. Ahora las redacciones son asépticas como un laboratorio.
Mejor termino de una vez esta nota sobre la inseguridad.
2
Teresa me llama unas semanas después de la muerte de Amanda. Quiere verme.
Necesita verme:
Sos de los contados que me quedan, dijo. No el único, pero el mejor. Vos viste que hay
una época, cuando creés haberlas vivido todas, en que uno quiere olvidarse del mundo.
Bueno, después viene otra época donde el mundo se olvida de vos. Creo que eso me
pasa.
Nos citamos en el Florida Garden este domingo por la tarde. El bar sigue siendo uno de
esos mausoleos que perduran desde fines de los 60. Durante la semana se mantiene
activo: comerciantes, tilingas, ejecutivos, economistas, espías, alcahuetes canosos que
flotan preservando una cierta elegancia. Pero los domingos, y especialmente por la tarde,
el Florida es un velorio de elegante decrepitud con algunos turistas, unos pocos
matrimonios entrados en la vejez. Un escenario ideal para probar la propia resistencia a la
corrosión de la melancolía. Si no fuera porque tienen el mejor café del barrio, le habría
propuesto a Tere otro lugar.
Tere está en una mesa del fondo. Naufraga en el segundo vodka, pero no se le nota. Al
menos todavía. Hace tanto que no nos veíamos, dice. No hace tanto, pienso. No la
contradigo. Tampoco cuando empieza a decir:
Por lo general se necesita haber vivido para avivarse de que el suicidio no puede
endilgársele a los demás. No son los otros los responsables de mi muerte. Soy yo que
elijo. Elijo qué. Poner un punto. Si me mato es por cansancio. Me cansé de vivir. Creo que
hay una canción de eso.
Así habla Tere este domingo por la tarde.
Primero fue la Colorada Márquez, dice. Y ahora saltó Amanda. Te juro que no doy más,
querido.
Ignoraba que Amanda hubiera saltado, le digo.
Sí, querido, saltó. Piso doce. Dos más arriba que la Colorada. Superó la marca, viste.
Tere mira a un costado, hacia la calle anochecida. Desde la última vez que nos vimos
hasta ahora le pasó un calendario por encima. Y sin embargo, no fue hace tanto.
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Fue en la vernisage de una muestra: “La arquitectura del suicidio”. Retratos y
construcciones de un arquitecto que ahora se lanzaba en la plástica. El catálogo describía
algunos de los personajes que inspiraban las pinturas:
“Francesco Borromini, el arquitecto barroco, se clavó su sable cuando se enteró que la
tumba del zar Alejandro VII se la encargaron a un rival suyo. Algo tiene la relación de la
arquitectura con el suicidio que impulsó a los estudiosos Marck y Hickler en 1981 a
proponer un sistema de variables que calificaron como modelo arquitectónico del suicidio.
El listado de suicidios de arquitectos que no pudieron sobrevivir a su obra es significativo.
Un ejemplo, el moderno Giuseppe Terragni, el arquitecto racionalista creador de la Casa
del Fascio, abatido y vacío tras vivir la guerra, terminó con su vida zambulléndose en el
hueco de una escalera. También eligió el suicidio el danés posmoderno Johann Otto von
Spreckelsen, responsable de la modernización del Arco de Triunfo, que no llegó a ver
terminada su obra”.
Tere me interrumpió la lectura. Nos abrazamos a los besos entre canapés, champagne y
saludos alrededor. Vos estás siempre igual, querido, me dijo. Y vos hermosa, le dije. Una
manera seductora de decirnos que la amistad sigue aunque no nos veamos y que el
tiempo, pasados los sesenta, no nos ha mellado. Aunque bajamos la velocidad, seguimos
en carrera. Tere sigue siendo, aún a esta edad, una tipa atractiva. Lo que me gusta de
ella: no se hizo las tetas ni se tiñe. Su simpatía fue siempre un imán. Cómo estás, le
pregunté entonces. Bien, gracias, y vos. Bien, le dije. Tus hijos, me preguntó. En la suya,
le dije. No es que se olviden de mí, es que no quieren acordarse. Tere se rió: Lo mismo
que mi hija. Si no viajo yo a Roma, a ella ni se le ocurre venir. Después de un instante me
preguntó: Decime, por qué vos y yo nunca fuimos novios, querido. Vi que su alegría era la
del champagne. Cómo estás, le pregunté de nuevo. Y, dijo. Se cortó. Tardó en seguir:
Después de lo que hizo la Colorada Márquez quedé un poco estropeada del alma. Quise
consolarla: se veía que iba a hacerlo, le dije. Demasiado escabio, demasiada pasta.
Teresa me miró fijo: La soledad no viene sola, querido. Después, exultante de nuevo,
volvió a abrazarme: Qué bueno que nos vemos acá. Tenemos que llamarnos más
seguido, dijo.
Fue ella la que llamó.
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Y acá estamos. Domingo a la tarde. Florida Garden. De la Colorada me habla. Tere
enumera los amores de la Colorada. Y también sus entradas y salidas de la merca, su
divorcio previsible, los hijos en Canadá.
Hay que reconocer que la Colorada se daba los gustos en vida, se acuerda Tere. Gustos
caros, pero no se privó de ninguno. Ni antes ni después del exilio en México. Menos se
privó a la vuelta cuando montó la galería. Aunque tenía ojo como galerista y estuvo rápido
en la cima, siempre me dije que la Colo se hizo marchand para voltearse a cuanto macho
se le antojaba. Pero lo que la mató no fue, como puede pensarse, tanto la soledad como
su madre internada en el geriátrico. Tres veces por semana la visitaba. Una vez la
acompañé. A nuestra edad se vuelve duro tener padres ancianos. Una está adaptándose
a la vejez y tiene enfrente ese espejo que adelanta. Había que verla a la vieja. Se quitaba
la dentadura, se babeaba, se inclinaba, se tiraba pedos cuando no se cagaba encima. La
Colorada me dijo una vez: Habría que cortarla antes. Tener cojones. Y no tanto para librar
a los otros de la propia decadencia. Para librarse una. Tres veces por semana voy. Hiede.
Le tengo asco. Y trato de sobrellevarlo, Tere. Pero la Colorada no podía con eso de la
vieja. Se desbarrancó con las pastillas y el champagne. Te llamaba a cualquier hora de la
madrugada. Si no la escuchabas, te puteaba. La última vez le pedí por favor que no me
llamara a esa hora. Inútil. Insistió. Ustedes no quieren escucharme, me dijo. De qué
ustedes me hablás, le dije. Los psi. No soy tu analista, soy tu amiga, le dije. Vos no
existís, me dijo. A partir de este instante, estás muerta. Ya vas a ver. Y al amanecer se tiró
por el balcón de Libertador. No la chingó con la amenaza. Durante unos días fui una
muerta en vida. Lo que me costó salir del pozo. Es que el suicidio, se diga lo que se diga,
no me jodas, es una hija de putez. El suicida es un homicida tímido. Quién lo dijo. El que
lo dijo tenía razón.
Tere pide el tercer vodka.
Y ahora Amanda, dice Tere. Vos sabés su historia, querido.
Superficialmente, le digo.
La historia de Amanda. El hermano era monto y ella estaba en la JP. A su compañero la
patota no le pudo impedir que se mandara la pastilla de cianuro. El padre, un ingeniero
prestigioso, apelando a sus relaciones, logró sacar los hermanos del país. Amanda,
embarazada, partió a México, donde tuvo una beba. El hermano a Venezuela. Y después
a Cuba. Allí se unió a la contraofensiva. Apenas pisó Buenos Aires se lo chuparon.
Desapareció en la Esma. La madre no lo soportó. Murió de un cáncer galopante. Tras su
muerte, el padre se pegó un tiro. En el 83, con la vuelta a la democracia, Amanda
emprendió el retorno. Y se metió con todo en el teatro independiente. Una noche,
mientras hacía Chejov en una sala del Abasto, la nena murió de una bronquiolitis. En el
camarín se le murió. Amanda nunca se lo perdonó.
Debemos convenir con Tere que este no es el domingo a la tarde más alegre. Miramos
alrededor. Nos fuimos quedando solos. Termina su vodka. Como hace tres años y ciento
cincuenta y tres días que no bebo, voy por mi tercer café. Con seguridad, tendré que
subirla a Tere a un taxi. Bastante tengo con mi historia para cargar con la suya. No
obstante, soy un caballero.
Primero la Colorada, repite. Y ahora Amanda.
Comprendo.
No, no comprendés, querido. Hasta no hace mucho con Amanda nos encontrábamos al
menos tres noches a la semana. Hacíamos un sushi y después bailábamos tango. Nos
mandábamos a todas las milongas. Amanda me decía: Cuidado, nena, estamos cerca del
precipicio. Tenía su sentido del humor Amanda. Vos, Tere, me decía, tenés suerte.
Todavía no se te cayeron las lolas. Es que a esta edad lo único que sube son las encías.
Pero el humor no la acompañó en el último tiempo. Me di cuenta por sus llamados. Lo
mismo que la Colorada. Empezó a llamarme de madrugada. Una vuelta me dijo: Tengo
miedo de estar sola en casa. Venite, le dije. Vino. Y se quedó, se fue quedando. Mujeres
solas. Quién fue el que escribió esa novela.
El mismo que dijo que el suicida es un homicida tímido, le digo.
Ya lo tengo, dice Tere. Pavese. Señal de que el vodka no causa Alzheimer.
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Tere cuenta que hubo un momento en que no aguantó más a Amanda. Una noche
Amanda le cayó de improviso, su expresión lo decía todo: veía el final, lo veía cerca. Fue
hasta el equipo de audio, puso a todo volumen “Pavana para una infanta difunta”. No seas
patética, le dijo. Amanda se rió. Basta, no te aguanto más, le dijo Tere. Ya tuve bastante
con la Colorada. Yo también tengo una vida. Mañana, arranco temprano. viene un
paciente a las ocho de la mañana, Amanda. Un suicida, le preguntó la otra. Está en el
borde, le dijo Tere. Cuántos pacientes se te suicidaron, le preguntó Amanda. Pregunta de
mierda, le dijo Tere. Cuántos, la quiso apretar Amanda. Cuando trabajás con suicidas es
el riesgo que corrés, le contestó Tere. Claro, hay que trabajar con suicidas, le dijo. Vos
creés que me la voy a dar, Amanda la observaba interrogante. Y sobradora. Lo que creo,
le dijo Tere, es que te vas a tu casa de una buena vez. Me hartaste.
Me aguantás un cuarto trago, me pregunta ahora Tere. Y aclara: El último.
Yo te aguanto, le digo. Hay que ver si el cuerpo te aguanta.
Tere asiente. Y llama al mozo. El cuarto vodka.
Entonces Amanda volvió a su departamento, sigue contando Tere. No nos llamamos por
dos días. Supe que tenía que mantenerme firme. Debo confesar que el silencio de
Amanda estaba por torcerme el brazo. Estaba por llamarla cuando se me adelantó. A
veces una parada de carro viene bien, me dijo. Me cortaste el mambo, Tere. Se le notaba
el alcohol en el tono. Me acordé tanto de la Colorada. A partir de ese llamado, volvimos a
hablarnos. Siempre por teléfono. Porque rehuía encontrarla. Me acordé de una tortura
china. A un condenado se lo ata a un muerto. A medida que el muerto se va pudriendo, el
condenado empieza a enloquecer. Y enloquece nomás. Los llamados de Amanda se
volvieron más y más insistentes. Igual que antes la Colorada, su voz en el contestador de
madrugada. Atendé, Tere, sé que estás ahí. Atendé, turra, me tiró una de las últimas
veces. Me querés largar en banda como largaste a la Colorada. Te juro, querido, que
estuve por reputearla. Me contuve. Y en la mañana, cuando estaba en el consultorio, me
avisó el portero de su edificio. Amanda superó a la Colorada por dos pisos.
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Como verás, querido, dice Tere, superé la tortura china. No enloquecí. Estoy acá, todo lo
entera que se puede estar a esta edad.
Cuando dejamos el Florida Garden es de noche.
Puedo sola, dice Tere. No necesito que me remolques.
Si querés, caminamos unas cuadras, le digo. Te va a hacer bien.
Unas cuadras, repite.
Se agarra de mi brazo, apoya su cabeza en mi hombro.
Nos tenemos que ver más seguido, dice. Cada vez somos menos.
Seguro que no querés que te lleve, le pregunto.
Me falta para saltar, dice.
De pronto, cambiando la expresión, ahora más seca, distante:
Mañana tengo un programa, dice. Tengo que ir a vaciar el depto de mi madre. Murió la
semana pasada.
No sabía, le digo.
No le dije a nadie, dice.
No me animo a preguntarle si necesita ayuda.
Mañana, dice.
Y para un taxi:
No llores por mí, Argentina, se despide. A menos que empiece a llamarte en la
madrugada.
Me quedo parado en la esquina de Córdoba y Florida. Veo alejarse su taxi en la noche. El
asfalto húmedo. La avenida casi desierta. No quiero volver a mi departamento. Camino la
ciudad, doy vueltas. Pero vuelvo. Pienso en la Colorada, pienso en Amanda, pienso en
Tere. En quien más pienso es en Tere. Pienso en su historia. Me quedo dormido
pensando en Tere. Entonces suena el teléfono. Miro la hora. Las tres y cuarto.
El timbre se calla antes de que atienda.

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