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Una incursión posible al ‘pluriverso’ de Joyce

El ejercicio de trasladar el folio inicial de esta novela, en los años sesenta para la revista

sNob, con 33 notas incluidas, bastó a Salvador Elizondo para hastiarlo y alcanzar

simultáneamente el estatus de “primer intérprete de Finnegans Wake en castellano”; a quien

se sumarían en los noventa nombres como los españoles Víctor Pozanco, traductor

profesional, que en Lumen publicó un “compendio”, y Francisco García Tortosa, erudito

sevillano, para una edición crítica del capítulo VIII en Cátedra. En ambos casos, con

resultados desastrosos.

Se cuenta en Perú con un esfuerzo válido de trasladar algunos pasajes dispersos de

la obra a cargo de un eminente miembro de la Academia Peruana de la Lengua, Ricardo

Silva-Santisteban, quien ha vertido también la obra entera de Mallarmé al español; seguido

por el ubicuo Eduardo Lago, o en Argentina, Luis Chitarroni y Osvaldo Lamborghini, cada

uno por su parte, con similares resultados; hasta la versión íntegra de Marcelo Zabaloy, la

cual vio la luz en junio de 2016, y que podría considerarse como un boceto fiable-pero-aún-

incomprensible del corpus finneganiano, por dedicarse en exclusiva a traducir lo que podría

entender en inglés común cualquier lector nativo de esa lengua.

Pero resulta que “Finnegans Wake” no está escrita en inglés, sino en un revoltijo de

más de 60 idiomas y dialectos, algunos reales y otros inventados, como el volapuk, que era

identificado en ese entonces, los años veinte, como un ejercicio lingüístico artificial,

precursor del esperanto.


Dejando pues atrás la discusión (ya estéril) sobre la “ilegibilidad” e “imposibilidad

de comprensión” de la obra de marras, al considerar la evidencia que aquí se presenta,

enfoquémonos en la factibilidad de sistematización de su estudio, cuyos lineamientos ya

había identificado Umberto Eco en su emblemático trabajo “Obra Abierta”, aun sin

exponerlo cabalmente de manera precisa.

Así pues, nos recuerda el semiólogo italiano que la primera cosa que una obra dice,

la dice a través del modo en que está hecha. Y es así como el arte produce complementos

del mundo, formas autónomas que se añaden a las existentes exhibiendo leyes propias y

vida personal. Por ello, en las obras abiertas que singularizan nuestro tiempo, el autor

ofrece al usuario una “propuesta inconclusa”: no sabe exactamente de qué modo podrá ser

llevada a su término, pero sabe que la resolución final será, no obstante, siempre su obra, y

no otra...

Así, las sugerencias de interpretación son voluntarias, se estimulan, se reclaman

explícitamente, pero dentro de los límites preordenados por el autor o, mejor dicho, de la

máquina estética que él ha puesto en movimiento.

Sin embargo, como señala Eco, en fenómenos complejos como la comprensión de

una forma estética al modo del “Finnegans Wake”, en la que entran en acción factores

materiales y convenciones semánticas, referencias lingüísticas y culturales, actitudes de la

sensibilidad y decisiones de la inteligencia, las razones de incomprensión son mucho más

complejas; tanto, que comúnmente se acepta la imposibilidad de adaptación como un

fenómeno misterioso; o bien se trata de negarla a través de capciosos análisis críticos que

pretenden demostrar la absoluta e intemporal validez de la incomprensión.

En el caso específico del reto que implica “aprehender” un código multilingüe como

el de esta novela, se evidencia por parte de Umberto Eco que cada lengua es un hecho

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humano, un típico sistema de ramificaciones en el cual han intervenido numerosos hechos

que actúan para producir un estado de orden, unas relaciones precisas. De esta manera,

todos los obstáculos y accidentes que se evidencian para el lector no avezado en dicho

código son, desde el punto de vista de la información, ruido.

Es por ello que, para partir y variar un poco el ejemplo que se emplea en la

traducción de “Obra abierta” a la que tengo acceso, en afán de brindar la mayor claridad,

para estar seguro de que un mensaje como «Te oigo» será recibido de manera correcta, y de

que un error de “teléfono descompuesto” no lo convertirá en un «Te odio», o que los

silbidos del viento no lo harán incomprensible, yo puedo decir o escribir: «te oigo, es decir,

te escucho». Y es así como, por mal que vayan las cosas en la interpretación de mis

palabras, quien reciba el mensaje tendrá la posibilidad, con base en los pocos e incompletos

elementos recibidos, de reconstruirlo de la mejor forma posible. Ello se identifica como

“redundancia”.

Pues bien, esto es exactamente lo que hace Joyce en la composición de su novela

menos celebrada, incluso relegada, pero más estudiada por parte de la Academia; aunque

¿cómo se puede comunicar la información velada en sus palabras polisémicas y políglotas?

Pues reduciendo el número de los elementos en juego y de las elecciones posibles;

introduciendo un código, un sistema de reglas que contemple un número fijo de elementos

dados, ya que cualquier ruptura de la organización usual del discurso presupone un nuevo

tipo de organización, que es desorden respecto de la organización precedente, pero es orden

respecto de parámetros asumidos en el interior del nuevo discurso.

Y mientras el arte clásico introducía movimientos originales en el interior de un

sistema lingüístico del que sustancialmente respetaba las reglas básicas, como los recursos

lúdico-culteranos que alcanzan su cima en el Siglo de Oro con Góngora y Sor Juana, el arte

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contemporáneo realiza su originalidad al proponer un nuevo sistema lingüístico que tiene

en sí mismo las nuevas leyes (a veces, obra por obra).

Pero Eco hace énfasis en que, de introducirse un sistema absolutamente nuevo, el

discurso se disolvería en la incomunicación; la dialéctica entre forma y posibilidad de

significados múltiples que nos parecía ya esencial en las obras «abiertas» se plasma en

realidad precisamente en este movimiento pendular. Así, el poeta contemporáneo (como

Joyce) propone un sistema que ya no es aquél de la lengua en que se expresa, pero no es

tampoco el de una lengua inexistente: introduce módulos de desorden organizado en el

interior de un sistema para aumentar su posibilidad de información. Más aún, como

ejemplos extremos en el arte que lindan con la incomunicación, superando en arbitrariedad

(fingida) al “Finnegans Wake”, como parte de las vanguardias del temprano siglo XX se

señalan ciertos dadaístas, y Hugo Bali, en el «Cabaret Voltaire» de Zurich, en 1916, quien

recitaba versos en una especie de jerga fantástica; lo mismo hace cierta vanguardia musical,

confiándose únicamente a la felicidad del azar.

Pues bien, al contrario de ellos, el motor de “Finnegans Wake” no son el capricho ni

el azar, sino una estructura en palimpsesto congruente e interrelacionada; lírica, lúdica y

plurilingüe como el discurso de un dios ebrio, quien resulta ser el narrador omnisciente y

omnipresente que recorre la obra como un espíritu, y levanta testimonios de sus personajes

que reproduce “a su modo”: dios de dios, o al menos su par en cierto plano narrativo, ya

que el mismo protagonista Humphrey Chimpden Earwicker es avatar y/o suplente del dios

caído en desgracia.

Finalmente, la apertura como se experimenta en “Finnegans Wake” es garantía de

un tipo de goce particularmente rico y sorprendente que persigue nuestra civilización actual

como un valor entre los más preciosos, puesto que todos los datos de nuestra cultura nos

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llevan a concebir, sentir y, por consiguiente, ver el mundo según la categoría de lo posible;

es decir, interpretando todos los significados viables de manera simultánea en el mismo

mensaje o unidad autónoma de información.

Y me preguntarán: ¿Cuál es el placer que he hallado en desentrañar “Finnegans

Wake” durante más de diez años de mi vida “productiva”, cuando su autor amenazó con

que se requerirían 200 años cabales para comprenderla? Bueno, la respuesta también se

encuentra en los ensayos de Umberto Eco, quien resalta que un estímulo se presenta a la

atención del usuario como ambiguo, inconcluso, y produce una tendencia a obtener

satisfacción; en suma, plantea una crisis, de modo que el intérprete tenga necesidad de

encontrar un punto firme que le resuelva la ambigüedad. En tal caso surge una emoción,

puesto que la tendencia a una respuesta queda súbitamente detenida o inhibida; si la

tendencia fuera satisfecha, no habría alteración emotiva. Algo similar a “resolver el

misterio”, cuando ese enigma resulta develado de acuerdo con mis propias convicciones y

deducciones. Algo que Sherlock Holmes entendería muy bien. Y cuanto más inesperada es

la solución, más intenso es el placer al verificarse.

Es sabido que la estética debe interesarse más en las formas de decir que en lo que

se dice, por ello sostengo que “Finnegans Wake” es, quizá hasta el día de hoy, la forma más

acabada de arte verbal al que podemos aspirar los descendientes de las vanguardias del

siglo XX y de todos nuestros clásicos a lo largo de 3 mil años.

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Sinopsis

El segundo capítulo de “Finnegans Wake” se caracteriza por develar la identidad de H. C.

Earwicker, por lo que son desechadas inicialmente varias teorías para acreditar al Talmud,

que plasma la historia anterior a la expulsión del Paraíso, en donde el protagonista se

muestra arando en la arena con el falo cuando el rey es anunciado, encabezando un cortejo

de caza, por lo que HCE se presenta ante él como el súbdito que se encarga del puesto de

peaje, llevando una trampa para tijeretas (o tijerillas) que consiste en “una alta percha sobre

la cual una maceta fue fijada & levantada la tierra de cabeza con cuidado”. Confundido, el

monarca cree que su vasallo es un pescador que intenta atrapar langostas, pero celebra el

ingenio exhibido cuando se le explica la verdad y, mientras bebe cerveza, comenta a dos

personajes de su comitiva: “¡Huesos santos de San Huberto cómo nuestro hermano rojo de

Pomerania donde llueve a cántaros echaría humo de coraje ruidosamente si hubiera sabido

que tenemos un pícaro peajero en su terreno fiel a toda prueba quien es por turnos un pejero

de confianza no más rara vez que un tijeretero!”

Aún en duda “los hechos de su nominigentilización”, otros personajes míticos

envidian dicha historia de grandeza, porque “este hombre es montaña y en una de polvo

transformado asciende”; lo cierto es que desde entonces se le reconoce con las siglas

H.C.E., por lo que recibió el apodo de “Here Comes Everybody”, que tenía Hugh Culling

Eardley Childers, un renombrado político británico del siglo XIX, célebre por su gordura.

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La fama de ser como “todo el mundo” lo llevó a que su escandalosa vida sea retratada en el

teatro, al que él mismo asiste, ocupando un sitio especial como “virrey del vicio”.

Como se ha visto, sus detractores lo culpan de todas las atrocidades, incluyendo

haber padecido una enfermedad venérea e intervenir en un episodio vergonzoso que irritó a

los fusileros en el Parque Phoenix, de Dublín; evocándose los embustes en contra de

personajes distinguidos de la historia, la religión y la mitología. De esta manera, un soplón

le imputa la calumnia, “adelantada por algunos guardabosques o guardias reales forestales

(ebrios)… de haberse portado de manera inmoderada & descortés frente a un par de

exquisitas doncellas”; aunque los testimonios de las involucradas son contradictorios, se

presume una exposición indecente (masturbándose mientras ellas orinaban) que puede

atribuirse al calor excesivo de “un verano anormal”, pues era 15 de julio: día de San

Swithin.

Evidenciando su acento extranjero mientras se defiende, nos enteramos de cómo

surgió el rumor cuando el divinizado Earwicker, la mañana de un 13 de abril, primer

aniversario de su asunción al Cielo, “eras y eras después del presunto delito”, andaba por

dicho parque y se encontró a un luciferino canalla con una pipa, la cual soplaba como gaita,

quien, para preguntarle la hora, lo abordó con un curioso saludo: “Guinness thaw tool in

jew me dinner ouzel fin?”, que en gaélico se entendería: “Conas tá tú indiu mo dhuine uasal

fionn?”, lo que se puede traducir: “¿Cómo estás tú hoy mi güero caballero?”; pero el

atribulado paseante interpretó: “¿Una cerveza Guinness bien helada me haría ser el oscuro

judío agudo & caballeroso de la cena?”, insinuándole la delación de Judas a Cristo. Con

temor de ser asesinado, y aun escuchando las diez campanadas de una iglesia cercana, el

protagonista respondió “que eran las doce de ambos tiempos sideral y cervezeal estándar”.

A continuación, confrontó al presunto agresor con su acostumbrada erección y una señal

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obscena, en dirección al obelisco de Wellington, para jurar tartamudeando “que no hay una

pizca de verdad, permíteme decirte, en esa la más pura de las invevé invenciones”.

El canalla, “branquiabierto”, comprendió entonces que lo que aquél negaba era

verdad; por lo que se quitó el sombrero, recibió unas monedas y huyó, dejando un rastro de

caspa, para relatarle a su esposa & sobrina (Berenice Maxwelton) lo ocurrido, de manera

encubierta, en la sobremesa de la pobre cena que él imaginaba un banquete; luego ella,

“con un rápido oído para las escupideras”, interpretó el mensaje escondido y lo contó a

otras ciento once mujeres y a su confesor, Mr. Browne; quien a su vez lo narraría

“casualmente” al maestro Philly Thurnston, durante una carrera de caballos. Esta noticia

sería escuchada, al pasar, por dos bribones gemelos: Treacle Tom “y su propio hermano de

sangre y leche Frisky Shorty”, ambos liberados recientemente de la cárcel.

Tras salir del hipódromo y correrse una juerga en varias cantinas, el “meloso”

Treacle Tom llegó muy borracho a una casa comunal ubicada en la Cuadra W.W., en Pump

Court, distrito The Liberties, al sur del río Liffey, en donde compartía desnudo la cama con

otros. Después de vomitar y quedarse dormido, entre ronquidos reveló también el cuento,

oído en tal ocasión por tres personajes venidos a menos: Peter Cloran, comerciante

arruinado; O’Mara, “un secretario exparticular sin domicilio fijo”, y el cantante ambulante

Hosty, suicida, extranjero & “el más muerto de hambre”, quien había intentado matarse de

diversas formas durante dieciocho años, siendo frecuente su estancia en hospitales. Este trío

ocupó la misma litera esa noche, durmiendo como recién nacidos, unos encima de otros,

pero al alba se despertó Hosty reanimado con la intención de diseminar la sabida historia,

por lo que el “séquito de recámara” se encaminó hacia la taberna “The Old Sots' Hole”,

ubicada realmente en Essex Gate y frecuentada por Jonathan Swift. En este sitio, se unieron

a un empleado que había cobrado su sueldo semanal “y todos los triviablantes (¿quién dice

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no al sustantivo?) tuvieron estimulantes en la forma de ginebra y vaginas pagadas por el

maldito tipo decente de negra suerte”. Al salir del lugar, Hosty comenzó a improvisar la

balada de Earwicker, “el más vil tartamudo cabrón de pesadilla pero avatar más atractivo

como atracción que el mundo ha tenido que explicar”.

Esta canción fue soltada primero, en medio de unos disturbios, a un gentío

representativo de toda la sociedad irlandesa en la provincia de Leinster, que incluye a

Dublín. La letra “fue estampada como estampilla perplejamente en un papelito de blanco

vacío”, y de esta forma se extendió por todos lados, con un austero arreglo musical de

silbidos, hasta finalizar interpretada por una gran orquesta. “Y alrededor del pasto & de la

tierra la rima fluyó & corrió y ésta es la estrofa que hizo Hosty”. Aplausos atronadores.

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