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Inquisición

española
sistema de tribunal eclesiástico bajo el
control de los reyes de España (1478-
1834)

La Inquisición española o Tribunal del


Santo Oficio de la Inquisición fue una
institución fundada en 1478 por los
Reyes Católicos para mantener la
ortodoxia católica en sus reinos. La
Inquisición española tiene precedentes
en instituciones similares existentes en
Europa desde el siglo xii (véase el
artículo Inquisición), especialmente en la
fundada en Francia en el año 1184. La
Inquisición española estaba bajo el
control directo de la monarquía. Su
abolición fue aprobada en las Cortes de
Cádiz en 1812 por mayoría absoluta,
pero no se abolió definitivamente hasta
el 15 de julio de 1834, durante la
Regencia de María Cristina de Borbón,
encuadrada en el inicio del reinado de
Isabel II.
Escudo de la Inquisición española. A ambos lados de la cruz, la espada simboliza el trato a los herejes, la rama de
olivo la reconciliación con los arrepentidos. Rodea el escudo la leyenda «EXURGE DOMINE ET JUDICA CAUSAM TUAM.
PSALM. 73», frase en latín que traducida al castellano significa: Álzate, oh Dios, a defender tu causa, salmo 73 (74).

La Inquisición, como tribunal


eclesiástico, solo tenía competencia
sobre cristianos bautizados. Durante la
mayor parte de su historia, sin embargo,
al no existir libertad de culto ni en
España ni en sus territorios
dependientes, su jurisdicción se extendió
a la práctica totalidad de los súbditos
del rey de España. La inquisición sin
embargo, desde la creación de los
tribunales americanos, nunca tuvo
jurisdicción sobre los indígenas. El rey de
España ordenaba "que los inquisidores
nunca procediesen contra los indios, sino
contra los cristianos viejos y sus
descendientes y las otras personas
contra quien en estos reinos de España
se suele proceder".[1] ​

Orígenes

Precedentes

La institución inquisitorial no es una


creación española. La primera
inquisición, la episcopal, fue creada por
medio de la bula papal Ad abolendam,
promulgada a finales del siglo xii por el
papa Lucio III como un instrumento para
combatir la herejía albigense en el sur de
Francia. Cincuenta años después, en
1231-1233, el papa Gregorio IX creó
mediante la bula Excommunicamus la
inquisición pontificia que se estableció
en varios reinos cristianos europeos
durante la Edad Media. En cuanto a los
reinos cristianos de la península ibérica,
la inquisición pontificia solo se instauró
en la Corona de Aragón, donde los
dominicos catalanes Raimundo de
Peñafort y Nicholas Eymerich fueron
destacados miembros de la misma. Con
el tiempo, su importancia se fue
diluyendo, y a mediados del siglo xv era
una institución casi olvidada, aunque
legalmente vigente.

En la Corona de Castilla la represión de


la herejía corrió a cargo de los príncipes
seculares basándose en una legislación
también secular aunque reproducía en
gran medida los estatutos de la
inquisición pontificia. En Las Partidas se
admitió «la persecución de los herejes,
pero conducirlos, ante todo, a la
abjuración; sólo en caso de que
persistieran en sus creencias podían ser
entregados al verdugo. Los condenados
perdían sus bienes y eran desposeídos
de toda dignidad y cargo público». En el
reinado de Fernando III de Castilla fue
cuando se impusieron las penas más
duras a los herejes. El propio rey ordenó
marcarlos con hierros al rojo vivo, y una
crónica habla de que «enforcó muchos
home e coció en calderas».[2] ​

Contexto

Pedro Berruguete: Santo Domingo presidiendo un auto de fe (1475). Las representaciones artísticas normalmente
muestran tortura y la quema en la hoguera durante el auto de fe.
Gran parte de la península ibérica había
sido dominada por los árabes, y las
regiones del sur, particularmente los
territorios del antiguo Reino nazarí de
Granada, tenían una gran población
musulmana. Hasta 1492, Granada
permaneció bajo dominio árabe. Las
grandes ciudades, en especial Sevilla y
Valladolid, en Castilla, y Barcelona en la
Corona de Aragón, tuvieron grandes
poblaciones de judíos, que habitaban en
las llamadas «juderías».

Durante la Edad Media, se había


producido una coexistencia
relativamente pacífica —aunque no
exenta de incidentes— entre cristianos,
judíos y musulmanes, en los reinos
peninsulares. Había una larga tradición
de servicio a la Corona de Aragón por
parte de judíos. El padre de Fernando,
Juan II de Aragón, nombró a Abiathar
Crescas, judío, astrónomo de la corte.
Los judíos ocupaban muchos puestos
importantes, tanto religiosos como
políticos. Castilla incluso tenía un rabino
no oficial, un judío practicante.

No obstante, a finales del siglo xiv hubo


en algunos lugares de España una ola de
violencia antijudía, alentada por la
predicación de Ferrán Martínez,
arcediano de Écija. Fueron
especialmente cruentos los pogromos
de junio de 1391: en Sevilla fueron
asesinados cientos de judíos, y se
destruyó por completo la aljama,[3] ​y en
otras ciudades, como Córdoba, Valencia
o Barcelona, las víctimas fueron
igualmente muy elevadas.[a] ​

Una de las consecuencias de estos


disturbios fue la conversión masiva de
judíos. Antes de esta fecha, los
conversos eran escasos y apenas tenían
relevancia social. Desde el siglo xv
puede hablarse de los judeoconversos,
también llamados «cristianos nuevos»,
como un nuevo grupo social, visto con
recelo tanto por judíos como por
cristianos. Convirtiéndose, los judíos no
solamente escapaban a eventuales
persecuciones, sino que lograban
acceder a numerosos oficios y puestos
que les estaban siendo prohibidos por
normas de nuevo cuño, que aplicaban
severas restricciones a los judíos. Fueron
muchos los conversos que alcanzaron
una importante posición en los reinos
hispanos del siglo xv. Conversos eran,
entre muchos otros, los médicos Andrés
Laguna y Francisco López Villalobos
(médicos de la corte de Fernando el
Católico); los escritores Juan del Enzina,
Juan de Mena, Diego de Valera y Alfonso
de Palencia y los banqueros Luis de
Santángel y Gabriel Sánchez, que
financiaron el viaje de Cristóbal Colón.
Los conversos —no sin oposición—
llegaron a escalar también puestos
relevantes en la jerarquía eclesiástica,
convirtiéndose a veces en severos
detractores del judaísmo.[b] ​Incluso
algunos fueron ennoblecidos, y en el
siglo xvi varios opúsculos pretendían
demostrar que casi todos los nobles de
España tenían ascendencia judía.[c] ​La
revuelta de Pedro Sarmiento (Toledo,
1449) tuvo como principal elemento
movilizador el recelo de los cristianos
viejos hacia los cristianos nuevos,
sustanciado en los estatutos de limpieza
de sangre que se extendieron por
multitud de instituciones, prohibiéndoles
su acceso.
Causas

No hay unanimidad acerca de los


motivos por los que los Reyes Católicos
decidieron introducir en España la
maquinaria inquisitorial. Los
investigadores han planteado varias
posibles razones:

El establecimiento de la unidad
religiosa. Puesto que el objetivo de los
Reyes Católicos era la creación de una
maquinaria estatal eficiente, una de
sus prioridades era lograr la unidad
religiosa. Además, la Inquisición
permitía a la monarquía intervenir
activamente en asuntos religiosos, sin
la intermediación del Papa.
Debilitar la oposición política local a los
Reyes Católicos. Ciertamente, muchos
de los que en la Corona de Aragón se
resistieron a la implantación de la
Inquisición lo hicieron invocando los
fueros propios.
Acabar con la poderosa minoría
judeoconversa. En el reino de Aragón
fueron procesados miembros de
familias influyentes, como Santa Fe,
Santángel, Caballería y Sánchez. Esto
se contradice, sin embargo, con el
hecho de que el propio Fernando
continuase contando en su
administración con numerosos
conversos.
Financiación económica. Puesto que
una de las medidas que se tomaba
con los procesados era la
confiscación de sus bienes, no puede
descartarse esa posibilidad.

Creación

Cuadro Virgen de los Reyes Católicos en el que aparece arrodillado detrás del rey Fernando el Católico, el inquisidor
general Tomás de Torquemada, y arrodillado detrás de la reina el inquisidor de Aragón Pedro de Arbués.
El dominico sevillano Alonso de Ojeda
convenció a la reina Isabel I, durante su
estancia en Sevilla entre 1477 y 1478, de
la existencia de prácticas judaizantes
entre los conversos andaluces. Un
informe, remitido a solicitud de los
soberanos por Pedro González de
Mendoza, arzobispo de Sevilla, y por el
dominico Tomás de Torquemada,
corroboró este aserto. Para descubrir y
acabar con los falsos conversos, los
Reyes Católicos decidieron que se
introdujera la Inquisición en Castilla, y
pidieron al Papa su consentimiento. El 1
de noviembre de 1478 el Papa Sixto IV
promulgó la bula Exigit sinceras
devotionis affectus, por la que quedaba
constituida la Inquisición para la Corona
de Castilla, y según la cual el
nombramiento de los inquisidores era
competencia exclusiva de los monarcas.
Sin embargo, los primeros inquisidores,
Miguel de Morillo y Juan de San Martín,
no fueron nombrados hasta dos años
después, el 27 de septiembre de 1480, en
Medina del Campo.
El martirio de San Pedro de Arbués (1664), por Murillo (Museo del Hermitage, San Petersburgo). Pintura acerca del
asesinato del inquisidor Pedro Arbués, canonizado por ser considerada su muerte como la de un mártir. En el
siglo xvii la imagen del inquisidor era todavía para la gran mayoría de la población un ejemplo de fe a seguir.

En un principio, la actividad de la
Inquisición se limitó a las diócesis de
Sevilla y Córdoba, donde Alonso de
Ojeda había detectado el foco de
conversos judaizantes. El primer auto de
fe se celebró en Sevilla el 6 de febrero de
1481: fueron quemadas vivas seis
personas. El sermón lo pronunció el
mismo Alonso de Ojeda de cuyos
desvelos había nacido la Inquisición.
Desde entonces, la presencia de la
Inquisición en la Corona de Castilla se
incrementó rápidamente; para 1492
existían tribunales en ocho ciudades
castellanas: Ávila, Córdoba, Jaén, Medina
del Campo, Segovia, Sigüenza, Toledo y
Valladolid.

Establecer la nueva Inquisición en los


territorios de la Corona de Aragón resultó
más problemático. En realidad, Fernando
el Católico no recurrió a nuevos
nombramientos, sino que resucitó la
antigua Inquisición pontificia, pero
sometiéndola a su control directo. La
población de estos territorios se mostró
reacia a las actuaciones de la
Inquisición. Además, las diferencias de
Fernando con Sixto IV hicieron que este
promulgase una nueva bula en la que
prohibía categóricamente que la
Inquisición se extendiese a Aragón. En
esta bula, el Papa reprobaba sin
ambages la labor del tribunal
inquisitorial, afirmando que

muchos verdaderos y
fieles cristianos, por
culpa del testimonio
de enemigos, rivales,
esclavos y otras
personas bajas y aun
menos apropiadas, sin
pruebas de ninguna
clase, han sido
encerradas en
prisiones seculares,
torturadas y
condenadas como
herejes relapsos,
privadas de sus bienes
y propiedades, y
entregadas al brazo
secular para ser
ejecutadas, con peligro
de sus almas, dando
un ejemplo pernicioso
y causando escándalo
a muchos.
Citado en
Kamen (2011, p. 53)

Sin embargo, las presiones del monarca


aragonés hicieron que el Papa terminara
suspendiendo la bula, e incluso que
promulgara otra, el 17 de octubre de
1483, nombrando a Torquemada
inquisidor general de Aragón, Valencia y
Cataluña. Con ello, la Inquisición se
convertía en la única institución con
autoridad en todos los reinos de la
monarquía hispánica, y en un útil
mecanismo para servir en todos ellos a
los intereses de la corona. No obstante,
las ciudades de Aragón continuaron
resistiéndose, e incluso hubo conatos de
sublevación, como en Teruel en 1484–
1485. Sin embargo, el asesinato en
Zaragoza del inquisidor Pedro Arbués, el
15 de septiembre de 1485, hizo que la
opinión pública diese un vuelco en contra
de los conversos y a favor de la
Inquisición. En Aragón, los tribunales
inquisitoriales se cebaron especialmente
con miembros de la poderosa minoría
conversa, acabando con su influencia en
la administración aragonesa.

La actividad de la
Inquisición
Henry Kamen divide la actividad de la
Inquisición en cinco períodos. El primero,
de 1480 a 1530, estuvo marcado por la
intensa persecución de los
judeconversos. El segundo, de principios
del siglo xvi, de relativa tranquilidad, fue
seguido por un tercer periodo, entre 1560
y 1614, en el que vuelve a ser intensa la
actividad del Santo Oficio centrada en
los protestantes y en los moriscos. El
cuarto periodo ocuparía el resto del
siglo xvii, en el que la mayoría de las
personas juzgadas son cristianos viejos
y el quinto, el siglo xviii, en el que la
herejía deja de ser el centro de atención
del tribunal porque ya no constituye un
problema.[4] ​

En cuanto al primer periodo, de 1480 a


1530, de intensa actividad en la
persecución de los judeoconversos, las
fuentes discrepan en cuanto al número
de procesos y de ejecuciones que
tuvieron lugar en esos años. Henry
Kamen arriesga una cifra aproximada,
basada en la documentación de los
autos de fe, de 2000 personas
ejecutadas.[d]
La expulsión de los judíos y la
persecución de los judeoconversos
Véase también: Judeoconverso (España)

Aunque los judíos que continuaban


practicando su religión no fueron objeto
de persecución por parte del Santo
Oficio, se recelaba de ellos porque se
creía que incitaban a los conversos a
judaizar: en el proceso del Santo Niño de
La Guardia, en 1491, fueron condenados
a la hoguera dos judíos y seis conversos
por un supuesto crimen ritual de carácter
blasfemo.

El 31 de marzo de 1492, apenas tres


meses después de la conquista del reino
nazarí de Granada, los Reyes Católicos
promulgaron el Decreto de la Alhambra
sobre expulsión de los judíos de todos
sus reinos. Se daba a los súbditos judíos
de plazo hasta el 31 de julio de ese
mismo año para elegir entre aceptar el
bautismo o abandonar definitivamente el
país, aunque les permitía llevarse todas
sus propiedades, siempre que no fueran
en oro, plata o dinero. La razón dada
para justificar esta medida en el
preámbulo del edicto era la «recaída» de
muchos conversos debido a la
proximidad de judíos no conversos que
los seducían y mantenían en ellos el
conocimiento y la práctica del judaísmo.
Una delegación de judíos, encabezada
por Isaac Abravanel, ofreció una alta
compensación económica a los Reyes a
cambio de la revocación del edicto.
Según se cuenta, los Reyes rechazaron la
oferta por presiones del inquisidor
general, quien irrumpió en la sala y arrojó
treinta monedas de plata sobre la mesa,
preguntando cuál sería esta vez el precio
por el que Jesús iba a ser vendido a los
judíos. Al margen de la veracidad de esta
anécdota, sí parece que la idea de la
expulsión procedió del entorno de la
Inquisición.

La cifra de los judíos que salieron de


España no se conoce, ni siquiera con
aproximación. Los historiadores de la
época dan cifras elevadísimas (Juan de
Mariana habla de 800 000 personas, e
Isaac Abravanel de 300 000). Sin
embargo, las estimaciones actuales
reducen significativamente esta cifra
(Henry Kamen estima que, de una
población aproximada de 80 000 judíos y
más de 200 000 Conversos,
aproximadamente —unos 40 000—
optaron por la emigración[5] ​). Los judíos
españoles emigraron principalmente a
Portugal (de donde volverían a ser
expulsados en 1497), al reino de Navarra
(fueron expulsados en 1498)[6] ​y a
Marruecos. Más adelante, los sefardíes,
descendientes de los judíos de España,
establecerían florecientes comunidades
en muchas ciudades de Europa, como
Ámsterdam, y el Norte de África, y, sobre
todo, en el Imperio otomano.

Los que se quedaron engrosaron el


grupo de conversos que eran el objetivo
predilecto de la Inquisición. Dado que
todo judío que quedaba en los reinos de
España había sido bautizado, si
continuaba practicando la religión judía,
era susceptible de ser denunciado.
Puesto que en el lapso de tres meses se
produjeron numerosísimas conversiones
—unas 40 000, si se acepta la cifra de
Kamen— puede suponerse con lógica
que gran parte de ellas no eran sinceras,
sino que obedecían únicamente a la
necesidad de evitar el decreto de
expulsión.

El período de más intensa persecución


de los judeoconversos duró hasta 1530;
desde 1531 hasta 1560, sin embargo, el
porcentaje de casos de judeoconversos
en los procesos inquisitoriales bajó muy
significativamente, hasta llegar a ser solo
el 3 % del total. Hubo un rebrote de las
persecuciones cuando se descubrió un
grupo de judaizantes, en 1588, en
Quintanar de la Orden, y en la última
década del siglo xvi volvieron a
aumentar las denuncias. A comienzos
del siglo xvii comienzan a retornar a
España algunos judeoconversos que se
habían instalado en Portugal, huyendo de
las persecuciones que la Inquisición
portuguesa, fundada en 1532, estaba
realizando en el país vecino. Esto se
traduce en un rápido aumento de los
procesos a judaizantes, de los que
fueron víctimas varios prestigiosos
financieros. En 1691, en varios autos de
fe, fueron quemados en Mallorca 36
chuetas o judeoconversos mallorquines.

A lo largo del siglo xviii se reduce


significativamente el número de
judeoconversos acusados por la
Inquisición. El último proceso a un
judaizante fue el de Manuel Santiago
Vivar, que tuvo lugar en Córdoba en 1818.

Represión del protestantismo en


España

La llegada en 1516 a España del nuevo


rey Carlos I fue vista por los conversos
como una posibilidad de terminar con la
Inquisición, o al menos de reducir su
influencia. Sin embargo, a pesar de las
reiteradas peticiones de las Cortes de
Castilla y de Aragón,[e] ​el nuevo monarca
mantuvo intacto el sistema inquisitorial.

Durante el siglo xiv, sin embargo, la


mayoría de los procesos no tuvieron
como objetivo a los falsos conversos. La
Inquisición se reveló un mecanismo
eficaz para extinguir los escasos brotes
protestantes que aparecieron en España.
Curiosamente, gran parte de estos
protestantes eran de origen judío.

El primer proceso relevante fue el que se


siguió contra la secta mística conocida
como los «alumbrados» en Guadalajara y
Valladolid. Los procesos fueron largos, y
se resolvieron con penas de prisión de
diferente magnitud, sin que ninguno de
los integrantes de estas sectas fuese
ejecutado. No obstante, el asunto de los
«alumbrados» puso a la Inquisición sobre
la pista de numerosos intelectuales y
religiosos que, interesados por las ideas
erasmistas, se habían desviado de la
ortodoxia (lo cual es llamativo porque
tanto Carlos I como Felipe II fueron
admiradores confesos de Erasmo de
Róterdam). Este fue el caso del
humanista Juan de Valdés, que debió
huir a Italia para escapar al proceso que
se había iniciado contra él, o del
predicador Juan de Ávila, que pasó cerca
de un año en prisión.

Los principales procesos contra grupos


luteranos propiamente dichos tuvieron
lugar entre 1558 y 1562, a comienzos del
reinado de Felipe II, contra dos
comunidades protestantes de las
ciudades de Valladolid y Sevilla.[f] ​Estos
procesos significaron una notable
intensificación de las actividades
inquisitoriales. Se celebraron varios
autos de fe multitudinarios, algunos de
ellos presididos por miembros de la
realeza, en los que fueron ejecutadas
alrededor de un centenar de personas.[g] ​
Después de 1562, aunque los procesos
continuaron, la represión fue mucho
menor, y se calcula que solo una decena
de españoles fueron quemados vivos por
luteranos hasta finales del xvi, aunque se
siguió proceso a unos doscientos.[7] ​Con
los autos de fe de mediados de siglo se
había acabado prácticamente con el
protestantismo español, que fue, por otro
lado, un fenómeno bastante minoritario.

La censura

Índice de libros prohibidos de la Inquisición española


Madrid, 1583

En el marco de la Contrarreforma, la
Inquisición trabajó activamente para
evitar la difusión de ideas heréticas en
España mediante la elaboración de
sucesivos Index Librorum Prohibitorum et
Derogatorum: se publicaron índices en
1551, 1559, 1583 y luego, en el siglo xvii,
en 1612, 1632 y 1640. Estos índices eran
listas de libros prohibidos por razones de
ortodoxia religiosa que ya eran comunes
en Europa una década antes de que la
Inquisición publicara el primero de los
suyos que era, en realidad, una
reimpresión del publicado en la
Universidad de Lovaina en 1546, con un
apéndice dedicado a los libros
españoles.[8] ​Los índices incluían una
enorme cantidad de libros de todo tipo,
aunque prestaban especial atención a las
obras religiosas y, particularmente, a las
traducciones vernáculas de la Biblia.
Se incluyeron en el índice, en uno u otro
momento, muchas de las grandes obras
de la literatura española.[h] ​También
varios escritores religiosos, hoy
considerados santos por la Iglesia
católica, vieron sus obras en el índice de
libros prohibidos.[i] ​En principio, la
inclusión en el índice implicaba la
prohibición total y absoluta del libro, so
pena de herejía, pero con el tiempo se
adoptó una solución de compromiso,
consistente en permitir las ediciones
expurgadas de algunos de los libros
prohibidos.[j] ​A pesar de que en teoría
las restricciones que el Índice imponía
para la difusión de la cultura en España
eran enormes, algunos autores, como
Henry Kamen, opinan que un control tan
estricto fue imposible en la práctica y
que existió mucha más libertad en este
aspecto de lo que habitualmente se cree.
La cuestión es polémica. Uno de los
casos más destacados —y más
conocidos— en que la Inquisición chocó
frontalmente con la actividad literaria es
el de Fray Luis de León, destacado
humanista y escritor religioso, de origen
converso, que sufrió prisión durante
cuatro años (entre 1572 y 1576) por
haber traducido el Cantar de los Cantares
directamente del hebreo. Es un hecho, no
obstante, que la actividad inquisitorial no
impidió el florecimiento del llamado Siglo
de Oro de la literatura española, a pesar
de que casi todos sus grandes autores
tuvieron en alguna ocasión sus más y
sus menos con el Santo Oficio.[k] ​

La Inquisición y los moriscos

La Inquisición no afectó en exclusiva a


judeoconversos y protestantes. Hubo un
tercer colectivo que sufrió sus rigores,
aunque en menor medida. Se trata de los
moriscos, es decir, los conversos
provenientes del Islam. Los moriscos se
concentraban sobre todo en tres zonas:
en el recién conquistado Reino nazarí de
Granada, en el Reino de Aragón y en el
Reino de Valencia. Oficialmente, todos
los musulmanes de la Corona de Castilla
se habían convertido al cristianismo en
1502; los de la Corona de Aragón, por su
parte, fueron obligados a convertirse por
un decreto de Carlos I en 1526.

Muchos moriscos mantenían en secreto


su religión; pese a ello, en las primeras
décadas del siglo xvi, época de intensa
persecución de conversos de origen
judío, apenas fueron perseguidos por la
Inquisición. Había varias razones para
ello: en los reinos de Valencia y de
Aragón la gran mayoría de los moriscos
estaban bajo jurisdicción de la nobleza, y
perseguirles hubiera supuesto ir
frontalmente contra los intereses
económicos de esta poderosa clase
social. En Granada, el problema principal
era el miedo a la rebelión en una zona
particularmente vulnerable en una época
en que los turcos señoreaban el
Mediterráneo. Por esta razón, con los
moriscos se ensayó una política
diferente, la evangelización pacífica, que
nunca fue seguida con los
judeoconversos.

No obstante, en la segunda mitad del


siglo, avanzado ya el reinado de Felipe II,
las cosas cambiaron. Entre 1568 y 1570
se produjo la rebelión de las Alpujarras,
una sublevación que fue reprimida con
inusitada dureza. Además de las
ejecuciones y deportaciones de
moriscos a otras zonas de la Corona de
Castilla que tuvieron lugar entonces, la
Inquisición intensificó los procesos a
moriscos, también en la Corona de
Aragón. A partir de 1570, en los
tribunales de Zaragoza, Valencia y
Granada los casos de moriscos eran con
mucho los más abundantes.[l] ​Sin
embargo, no se les aplicó la misma
dureza que a los judeoconversos y los
protestantes,[9] ​y el número de penas
capitales fue proporcionalmente menor.

La permanente tensión que causaba el


numeroso colectivo de los moriscos hizo
que se buscase una solución radical y
definitiva, y el 4 de abril de 1609, bajo el
reinado de Felipe III, se decretó la
expulsión de los moriscos, que se realizó
en varias etapas, hasta 1614, y durante la
cual pudieron salir de España cientos de
miles de personas. Muchos de los
expulsados eran cristianos sinceros;
todos estaban bautizados y eran
oficialmente cristianos. El número de
moriscos que permaneció en la
Península está sujeto a debate
académico, sobre todo desde la
publicación de estudios como los de
Trevor J. Dadson que ha resaltado las
altas tasas de retorno de los moriscos
expulsados[10] ​y la resistencia hacia la
orden de expulsión, tanto por los mismos
moriscos como por sus vecinos
cristianos y autoridades locales.[11] ​Aun
sin ser una comunidad de particular
preocupación para la Inquisición, durante
el siglo xvii la Inquisición continuó las
causas contra ellos, pero tuvieron una
importancia muy limitada: según Kamen,
entre 1615 y 1700 los casos contra
moriscos constituyeron solo el 9 % de
los juzgados por la Inquisición.[12] ​La
última causa masiva contra moriscos
tuvo lugar en Granada en 1727.[13] ​

Supersticiones y brujería

El apartado de supersticiones incluye los


procesos relacionados con la brujería. La
caza de brujas en España tuvo una
intensidad mucho menor que en otros
países europeos (especialmente Francia,
Inglaterra y Alemania). Un caso
destacado fue el proceso de Logroño, en
que se juzgó a las brujas de
Zugarramurdi (Navarra). En el auto de fe
que tuvo lugar en Logroño los días 7 y 8
de noviembre de 1610 fueron quemadas
seis personas, y otras cinco en efigie (por
haber muerto con anterioridad).[m] ​En
general, sin embargo, la Inquisición
mantuvo una actitud escéptica hacia los
casos de brujería, considerando, a
diferencia de los inquisidores
medievales, que se trataba de una mera
superstición sin base alguna. Alonso de
Salazar y Frías, que después del proceso
de Logroño llevó un edicto de gracia a
varias localidades navarras, indicó en su
informe a la suprema que: «No hubo
brujas ni embrujados en el lugar hasta
que se comenzó a tratar y escribir de
ellos».[14]

Otros delitos graves

Aunque la Inquisición fue creada para


evitar los avances de la herejía, se ocupó
también de una amplia variedad de
delitos que solo indirectamente pueden
relacionarse con la heterodoxia religiosa.
Sobre el total de 49 092 procesados en
el período de 1560 a 1700 de los que hay
registro en los archivos de la Suprema
fueron juzgados los siguientes delitos:
judaizantes (5007); moriscos (11 311);
luteranos (3499); alumbrados (149);
supersticiones (3750); proposiciones
heréticas (14 319); bigamia (2790);
solicitaciones (1241); ofensas al Santo
Oficio (3954); varios (2575).

Estos datos demuestran que no solo


fueron perseguidos por la Inquisición los
cristianos nuevos (judeoconversos y
moriscos) y los protestantes, sino que
muchos cristianos viejos sufrieron su
actividad por diferentes motivos.

Bajo el rubro de «proposiciones


heréticas» se incluían todos los delitos
verbales, desde la blasfemia hasta
afirmaciones relacionadas con las
creencias religiosas, la moral sexual o el
clero. Muchas personas[n] ​fueron
procesadas por afirmar que la «simple
fornicación» (relación sexual entre
solteros) no era pecado, o por poner en
duda diferentes aspectos de la fe
cristiana, tales como la presencia real de
Cristo en la Eucaristía o la virginidad de
María. También el propio clero era
acusado en ocasiones de proposiciones
heréticas. Estos delitos no llevaban
aparejadas generalmente penas
demasiado graves.
La Inquisición era competente además
en muchos delitos contra la moral, a
veces en abierto conflicto de
competencias con los tribunales civiles.
En particular, fueron muy numerosos los
procesos por bigamia, un delito
relativamente frecuente en una sociedad
en la que no existía el divorcio. En el
caso de los hombres, la pena solía ser
de cinco años de galeras. La bigamia era
asimismo un delito frecuente entre las
mujeres. También se juzgaron
numerosos casos de solicitación sexual
durante la confesión, lo que indica que el
clero era estrechamente vigilado.
Mención aparte merece la represión
inquisitorial de dos delitos sexuales que
en la época solían asociarse, por
considerarse ambos, según el derecho
canónico, contra naturam: la
homosexualidad y el bestialismo. La
homosexualidad, o mejor dicho el coito
anal homosexual o heterosexual,
denominado como «sodomía», era
castigada con la muerte por los
tribunales civiles. Era competencia de la
Inquisición solo en los territorios de la
Corona de Aragón, desde que en 1524
Clemente VII, en un breve papal,
concediera a la Inquisición aragonesa
jurisdicción sobre la sodomía, estuviese
o no relacionada con la herejía. En
Castilla no se juzgaban casos de
sodomía, a no ser que tuvieran relación
con desviaciones heréticas. El tribunal de
Zaragoza se distinguió por su severidad
juzgando este delito: entre 1571 y 1579
fueron juzgados en Zaragoza más de un
centenar de hombres acusados de
sodomía, y al menos 36 fueron
ejecutados; en total, entre 1570 y 1630
se dieron 534 procesos, y fueron
ejecutadas 102 personas.[15]

Organización
A pesar de ser competente en asuntos
religiosos, la Inquisición fue un
instrumento al servicio de la monarquía.
En general, sin embargo, esto no
significaba que fuese absolutamente
independiente de la autoridad papal, ya
que para su actividad debía contar, en
varios aspectos, con la aprobación de
Roma. Aunque el Inquisidor General,
máximo responsable del Santo Oficio,
era designado por el rey, su
nombramiento debía ser aprobado por el
Papa. El Inquisidor General era el único
cargo público cuya competencia
alcanzaba a todos los reinos de España
(incluyendo los virreinatos americanos),
salvo un breve período (1507–1518) en
que existieron dos inquisidores
generales, uno en la Corona de Castilla, y
otro en la de Aragón. Tanto fue así, que
en ciertas ocasiones la corona utilizaba
a la Inquisición para detener a personas
que habían sido condenadas en Castilla
y se encontraban en zonas protegidas
por fueros.[16] ​

A lo largo de su existencia, se produjeron


distintas fricciones entre Roma y los
Reyes de España por el control de la
Inquisición. Sixto IV había promulgado
una bula en 1478 por la que daba a la
corona española plenos poderes para el
nombramiento y destitución de los
inquisidores, pero al enterarse de los
abusos cometidos por estos en Sevilla,
revocó la bula en 1482, haciendo que los
inquisidores se sometieran a los obispos
de sus diócesis. Ante la protesta elevada
por Fernando el Católico, el Papa llegó a
decir que

la inquisición lleva
tiempo actuando no
por celo de la fe y
salvación de las almas,
sino por la codicia de
la riqueza, y muchos
verdaderos y fieles
cristianos [...] han sido
encerrados [...]
torturados y
condenados como
herejes relapsos,
privados de sus bienes
y propiedades, [...]
dando un ejemplo
pernicioso y causando
escándalo a
muchos.[17] ​

Como respuesta a ello, el rey acusó al


Papa de favorecer a los conversos, y se
permitió decirle esto:

Tenga cuidado [...] de


no permitir que el
asunto vaya más lejos,
y de revocar toda
concesión,
encomendándonos el
cuidado de esta
cuestión.[18] ​
Ante tanta resolución, Sixto IV se echó
atrás y dejó en manos de la corona el
control de la Inquisición. En 1483 el Papa
concedió a los conversos una bula que
revocaba todos los casos de apelación,
que debían ser presentados ante Roma,
pero once días más tarde la suspendió,
alegando que había sido engañado.

Otra cuestión conflictiva fue el caso de


las cartas a Roma. Como la constitución
del tribunal permitía al acusado apelar a
Roma, esto hicieron los conversos en
numerosas ocasiones, y como las
respuestas fueran tan contradictorias a
las sentencias, el Rey Católico acabó por
amenazar con muerte a quien apelara sin
permiso real y otorgó a la Inquisición el
derecho a escuchar apelaciones. Así, la
Santa Sede renunciaba a otra cuestión
más en el gobierno del tribunal. También
tuvo que claudicar ante la presión
ejercida por este para que se pudiera
procesar a Bartolomé de Carranza, aun
siendo él obispo (los obispos eran las
únicas personas al margen del Santo
oficio) y ser acusado injustamente.[19]

Consejo de la Suprema y General


Inquisición

El Inquisidor General presidía el Consejo


de la Suprema y General Inquisición
(generalmente abreviado en «Consejo de
la Suprema»), creado en 1488, formado
por seis miembros que eran nombrados
directamente por el rey (el número de
miembros de la Suprema varió a lo largo
de la historia de la Inquisición, pero
nunca fue mayor de diez). Con el tiempo,
la autoridad de la Suprema fue
creciendo, y debilitándose el poder del
Inquisidor General.

La Suprema se reunía todas las mañanas


de los días no feriados, y además los
martes, jueves y sábados, dos horas por
la tarde. En las sesiones matinales se
trataban las cuestiones de fe, mientras
que por la tarde se reservaban a los
casos de sodomía, bigamia, hechicería,
etc.[20]

Dependientes de la Suprema eran los


diferentes tribunales de la Inquisición,
que en sus orígenes eran itinerantes,
instalándose allí donde fuera necesario
para combatir la herejía, pero que más
adelante tuvieron sedes fijas. En una
primera etapa se establecieron
numerosos tribunales, pero a partir de
1495 se manifiesta una tendencia a la
concentración.
Auto de fe en la Plaza Mayor de Lima, Virreinato del Perú, siglo xvii.

En la Corona de Castilla se establecieron


los siguientes tribunales permanentes de
la Inquisición:

En 1482 en Sevilla y en Córdoba.


En 1485 en Toledo y en Llerena.
En 1488 en Valladolid y en Murcia.
En 1489 en Cuenca.
En 1505 en Las Palmas de Gran
Canaria.
En 1512 en Logroño.
En 1526 en Granada.
En 1574 en Santiago de Compostela.
Para la Corona de Aragón funcionaron
solo cuatro tribunales: Zaragoza y
Valencia (1482), Barcelona (1484) y
Mallorca (1488).[21] ​Fernando el Católico
implantó la Inquisición Española también
en Sicilia (1513), con sede en Palermo,[o] ​
y en Cerdeña. En América, en 1569 se
crearon los tribunales de Lima y de
México, y en 1610 el de Cartagena de
Indias.

La máxima autoridad era el Inquisidor


General.
Composición de los tribunales

Cada uno de los tribunales contaba al


inicio con dos inquisidores, un
«calificador», un alguacil y un fiscal. Con
el tiempo fueron añadiéndose nuevos
cargos.

Los inquisidores eran preferentemente


juristas, más que teólogos, e incluso en
1608 Felipe III estipuló que todos los
inquisidores debían tener conocimientos
en leyes. Los inquisidores no solían
permanecer mucho tiempo en el cargo:
para el tribunal de Valencia, por ejemplo,
la media de permanencia en el cargo era
de unos dos años.[22] ​La mayoría de los
inquisidores pertenecían al clero secular
(sacerdotes), y tenían formación
universitaria. Su sueldo era de 60 000
maravedíes a finales del siglo xv, y de
250 000 maravedíes a comienzos del .

Estructura de la Inquisición.

El procurador fiscal era el encargado de


elaborar la acusación, investigando las
denuncias e interrogando a los testigos.
Los calificadores eran generalmente
teólogos; a ellos competía determinar si
en la conducta del acusado existía delito
contra la fe.

Los consultores eran juristas expertos


que asesoraban al tribunal en cuestiones
de la casuística procesal.

El tribunal contaba además con tres


secretarios: el notario de secuestros,
quien registraba las propiedades del reo
en el momento de su detención; el
notario del secreto, quien anotaba las
declaraciones del acusado y de los
testigos; y el escribano general,
secretario del tribunal.
El alguacil era el brazo ejecutivo del
tribunal: a él competía detener y
encarcelar a los acusados.

Otros funcionarios eran el nuncio,


encargado de difundir los comunicados
del tribunal, y el alcaide, carcelero
encargado de alimentar a los presos.

Además de los miembros del tribunal,


existían dos figuras auxiliares que
colaboraban en el desempeño de la
actividad inquisitorial: los familiares y los
comisarios.

Los familiares eran colaboradores laicos


del Santo Oficio, que debían estar
permanentemente al servicio de la
Inquisición. Convertirse en familiar era
considerado un honor, ya que suponía un
reconocimiento público de limpieza de
sangre y llevaba además aparejados
ciertos privilegios. Aunque eran muchos
los nobles que ostentaban el cargo, la
mayoría de los familiares eran de
extracción social popular.

Los comisarios, por su parte, eran


sacerdotes regulares que colaboraban
ocasionalmente con el Santo Oficio.

Uno de los aspectos más llamativos de


la organización de la Inquisición es su
forma de financiación: carentes de un
presupuesto propio, dependían
exclusivamente de las confiscaciones de
los bienes de los reos. No resulta
sorprendente, por tanto, que muchos de
los encausados fueran hombres ricos.
Que la situación propiciaba abusos es
evidente, como se destaca en el
memorial que un converso toledano
dirigió a Carlos I:

Vuestra Majestad debe


proveer ante todas
cosas que el gasto del
Santo Oficio no sea de
las haciendas de los
condenados, porque
recia cosa es que si no
queman no comen.[23] ​
El proceso
Los inquisidores buscaban establecer la
veracidad de una acusación en materia
de fe (precisamente el verbo inquiro, en
latín, significa "buscar" e inquisitio, la
"búsqueda"). El procedimiento que
empleaban rompió con la forma
medieval de justicia basada en el
proceso acusatorio en el que el juez
decidía si la parte que acusaba había
aportado las pruebas suficientes para
demostrar lo que afirmaba. Para evitar
las acusaciones sin fundamento el que
acusaba corría el riesgo de ser
condenado a la misma pena que le
hubiera correspondido al acusado si lo
que afirmaba se demostraba que era
falso. Esto no ocurría en el proceso
inquisitorial en el que el juez podía actuar
de oficio sin necesidad de que un
acusador inicie la acción judicial o por
denuncias que recibía, sin que el que las
hacía corriera ningún riesgo de ser
condenado si lo que decía se
demostraba falso. Pero la diferencia
fundamental entre el proceso inquisitorial
y el proceso acusatorio estaba en el
papel del juez, que deja de ser una parte
"inactiva" del proceso ya que es quien
toma las declaraciones, interroga a los
testigos y al acusado y finalmente emite
el veredicto. Así, según Josep Pérez, el
inquisidor "reúne en su persona la
función de policía y el poder de juez
aunque, según el derecho canónico, no
asume la función de acusador, ya que lo
único que pretende es establecer la
verdad [inquisitio] con imparcialidad y no
acabar con su adversario". Pérez
concluye: "los inquisidores son jueces y
parte, acusadores y jueces; se conserva
la figura del fiscal, pero su función se
limita a mantener la ficción de un
proceso que enfrenta a dos partes. [...]
En realidad, el fiscal es un inquisidor
como los demás, salvo que no participa
en la votación de la sentencia".[24] ​

Así pues, la Inquisición no funcionó en


modo alguno de forma arbitraria, sino
conforme al derecho canónico. Sus
procedimientos se explicitaban en las
llamadas Instrucciones, elaboradas por
los inquisidores generales Torquemada,
Deza y Valdés.

Las instrucciones de Torquemada fueron


publicadas el 29 de octubre de 1484 con
el nombre de Compilación de las
instrucciones del Oficio de la Santa
Inquisición. En ellas se recogen las reglas
de procedimiento de la Inquisición
pontificia tal como figuran en la Practica
inquisitionis (1324) de Bernardo Gui o en
Directorium inquisitorum (1376) de
Nicholas Eymerich. Los inquisidores
generales Diego de Deza y Cisneros
añadieron algunas disposiciones que
fueron publicadas en 1536 por orden del
inquisidor general Alonso Manrique.
Finalmente en 1561 el inquisidor
Fernando de Valdés publicó las últimas
instrucciones que estarán vigentes hasta
la abolición de la Inquisición española,
aunque como señala Joseph Pérez, "las
circulares del Consejo supremo, las
cartas acordadas, aportan precisiones
cuando la ocasión lo requiere".[25] ​

Delación anónima

En los primeros tiempos cuando la


Inquisición llegaba a una ciudad, el
primer paso era el «edicto de gracia». En
la misa del domingo, el inquisidor
procedía a leer el edicto:[26] ​se
explicaban las posibles herejías y se
animaba a todos los feligreses a acudir a
los tribunales de la Inquisición para
descargar sus conciencias. Se
denominaban «edictos de gracia» porque
a todos los autoinculpados que se
presentasen dentro de un «período de
gracia» (aproximadamente, un mes) se
les ofrecía la posibilidad de reconciliarse
con la Iglesia sin castigos severos. La
promesa de benevolencia resultaba
eficaz, y eran muchos los que se
presentaban voluntariamente ante la
Inquisición. Sin embargo, a partir de 1500
los «edictos de gracia» fueron
sustituidos por los llamados «edictos de
fe», suprimiéndose esta posibilidad de
reconciliación voluntaria.

Como la herejía no era solo un pecado


sino un delito, no bastaba con la
confesión para ser absuelto —de hecho
se recordaba en los edictos de fe que los
sacerdotes debían remitir a la Inquisición
a aquellos que se acusaran de pecados
contra la fe— por lo que su confesión
debía ser pública. Como ha señalado
Joseph Pérez, «había algo terrorífico en
la regla: condenaba a la vergüenza de un
auto de fe público incluso a aquel que
confesaba su falta de forma libre y
espontánea». Además no bastaba con
denunciarse a sí mismo sino que había
que denunciar también a sus
«cómplices» -incluso si habían muerto,
porque en ese caso sus restos se
exhumaban y quemaban—, una
obligación que se extendía a todos los
creyentes bajo pena de excomunión.[27] ​
Gracias a esto la Inquisición contaba con
una inagotable provisión de informantes.

Los delatores se mantenían en el


anonimato y si sus afirmaciones se
demostraban falsas no eran castigados
con la misma pena que le hubiera
correspondido al acusado. De esta
forma se facilitaban las denuncias, y se
protegía a los testigos de las presiones y
de una posible venganza, pero también
se permitía con ello que muchas de ellas
se debieran a motivos de animadversión
personal o para deshacerse de un
competidor. "Estas denuncias
malintencionadas no siempre proceden
del pueblo llano; también las élites son
capaces de semejante vileza. En 1572,
son sus colegas de la Universidad de
Salamanca quienes denuncian a Fray
Luis de León a la Inquisición", afirma
Joseph Pérez.[28] ​

Según Henry Kamen, «las delaciones por


hechos de poca importancia eran la regla
más que la excepción». «En 1530,
Aldonça de Vargas fue delatada en las
islas Canarias por haber sonreído
cuando se mencionó a la Virgen María en
su presencia... En 1635, Pedro Ginesta,
un anciano de más de ochenta años de
edad, de origen francés, fue llevado ante
el tribunal de Barcelona por un antiguo
amigo por haber comido
inadvertidamente un poco de tocino y
cebollas en un día de abstinencia.» «El
dicho preso» —decía la acusación—
«siendo de una nación infectada por la
herejía [Francia], se presume que ha
comido carne en días prohibidos en
muchas ocasiones, a la manera de la
secta de Lutero». Por lo tanto, denuncias
basadas en sospechas llevaban a
acusaciones basadas en conjeturas.
Este es el tenor de los miles de datos
con que gentes malévolas, que vivían en
la misma comunidad que los
denunciados, dieron alimento a la
maquinaria de la Inquisición".[29] ​

El acusado no tenía ninguna posibilidad


de conocer la identidad de sus
acusadores, un privilegio que los testigos
tenían en los tribunales seculares. Este
era uno de los puntos más criticados y
así fue denunciado, por ejemplo, por las
Cortes de Castilla en 1518) o por la
ciudad de Granada en 1526, que en el
memorial que redactó denunció que el
sistema de secreto era una invitación
abierta al perjurio y al testimonio
malévolo. Es lo que le sucedió, por
ejemplo, a la familia y a los criados del
doctor Jorge Enríquez que pasó dos
años en la cárcel de la Inquisición por
una denuncia anónima que afirmaba que
cuando murió el médico fue enterrado
según los ritos judíos —fueron puestos
en libertad por falta de pruebas—.[30] ​En
la práctica, eran frecuentes las denuncias
falsas para satisfacer envidias o
rencores personales. Muchas denuncias
eran por motivos absolutamente nimios.
La Inquisición estimulaba el miedo y la
desconfianza entre vecinos, e incluso no
eran raras las denuncias entre familiares.
Un escritor toledano de origen converso
aseguró en 1538 que[31] ​

muchas gentes ricas...


se van a reinos
estraños por no vivir
toda su vida en temor
y sobresalto cuándo
entrará un alguacil de
la Inquisición por las
puertas, que mayor
muerte es el temor
continuo que la muerte
misma

Sin embargo, no en todos los lugares


despertaba el mismo temor la
Inquisición. Es el caso del Principado de
Cataluña, donde los inquisidores del
tribunal de Barcelona se quejaban en
1560 de que la gente «en son de tenerse
por buenos cristianos traen todos por
lenguaje que la Inquisición es aquí por de
mas, que ni se haze nada ni ay que
hazer». «Toda la gente de esta tierra, assi
ecclesiastica como seglar, ha mostrado
siempre poca afficion al Santo Officio».
Así, el tribunal tuvo que disculparse en
más de una ocasión ante el Consejo de
la Suprema por el reducido número de
procesos que llevaba, alegando que no
era ni por «negligencia ni descuydo
nuestro» sino por las «pocas
denunciaciones que se hazen».[32] ​
Detención sin acusación

Tras la denuncia, el caso era examinado


por los «calificadores», quienes debían
determinar si había herejía, y a
continuación se procedía a detener al
sospechoso. En la práctica, sin embargo,
eran numerosas las detenciones
preventivas, y se dieron situaciones de
detenidos que esperaron hasta dos años
en prisión antes de que los
«calificadores» examinasen su caso.[p] ​
Las Cortes del Reino de Aragón
protestaron en 1533 por estas
detenciones arbitrarias.[33] ​En las
Instrucciones de Torquemada se
recomendaba que no se procediera a la
detención hasta que no se hubieran
reunido los suficientes testimonios e
indicios, ya que hacerlo antes sería poner
en guardia al acusado y darle una
oportunidad de preparar su defensa.[34] ​

La detención del acusado implicaba la


confiscación inmediata de sus bienes por
la Inquisición. Estos se utilizaban para
pagar los gastos de su propio
mantenimiento y las costas procesales, y
a menudo los familiares del acusado
quedaban en la más absoluta miseria.
Para intentar paliar estas situaciones, las
Instrucciones de 1561 permitieron que
quienes estaban a cargo de los
encausados fueran mantenidos también
con los bienes confiscados, pero "incluso
después de 1561, las personas
acusadas tenían a veces poca seguridad
sobre la suerte de sus propiedades
frente a funcionarios poco honrados, o
contra las detenciones arbitrarias y los
larguísimos procesos". En el caso de que
el detenido fuera pobre los gastos
corrían a cargo del tribunal.[35] ​

Si el detenido era una persona


importante podía tener criados con él
pero debían permanecer encerrados
junto con su señor todo el tiempo que
estuviera detenido. Por otro lado, los
reos permanecían absolutamente
incomunicados —no podían recibir visitas
y no podían mantener contacto con los
otros detenidos—, y tampoco tenían
derecho a asistir a misa ni a recibir los
sacramentos ya que se presuponía que
eran "herejes".[34] [36]
​ ​

Las personas detenidas eran llevadas en


secreto a las cárceles de la Inquisición
donde esperaban juicio.[37] ​Como el
paradero del detenido no se daba a
conocer se hablaba de las cárceles
"secretas" de la Inquisición. Así durante
el tiempo que duraba la detención, que
podían ser semanas o meses, el
detenido permanecía completamente
aislado del mundo exterior. Desconocía
de qué se le acusaba, ni cuáles eran las
pruebas que había contra él, ni tampoco
quiénes eran los testigos de cargo.[38] ​A
los presos que protestaban —o
blasfemaban— se les amordazaba o se
les ponía el «pie de amigo», una horquilla
de hierro que mantenía erguida a la
fuerza la cabeza del reo. Cuando
finalmente lograban salir, a los detenidos
se les obligaba a que no revelaran nada
de lo que habían visto, oído o vivido
durante el tiempo que habían estado en
prisión.[36]

Como la Inquisición se cuidó de elegir


bien sus residencias, las cárceles
situadas en ellas estaban en general en
mejores condiciones que las ordinarias
—se conocen casos de presos de estas
últimas que hicieron declaraciones
heréticas para conseguir ser trasladados
a las cárceles de la Inquisición—. Pero
había algunas sedes como las de
Llerena o Logroño que presentaban unas
condiciones lamentables y decenas de
prisioneros murieron en sus calabozos.
De todas formas, la severidad de la vida
en las cárceles del Antiguo Régimen, de
la que Inquisición no era una excepción,
producía un promedio regular de
fallecimientos. "También la locura y el
suicidio eran consecuencias corrientes
de la estancia en prisión", afirma Henry
Kamen.[39] ​Sin embargo, algunos autores
niegan que haya evidencias de que las
prisiones inquisitoriales no fueran civiles,
por lo menos en la gran mayoría de los
casos. Los sufrimientos que padecían
estos reos, por tanto, se asemejaban a
los del resto de penados. El gobernador
de la prisión de Granada, Bartolomé de
Lescano, describía en 1557 la oscuridad
de las estancias donde yacían los
procesados por la Inquisición («no ay
donde se pueda dar vn poco de sol a vn
enfermo»), la ausencia de asistencia
médica o el sepultar a los muertos a
medianoche para ocultárselo a los
vecinos («casi no se puede guardar el
secreto»).[40] ​
Instrucción secreta e indefensión
del acusado

La instrucción no se basaba en el
principio de la presunción de inocencia,
sino en la presunción de culpabilidad, por
lo que era el acusado el que tenía que
demostrar su inocencia, y no el tribunal el
que tenía que probar que era culpable.
"La única tarea de la Inquisición era
obtener de su prisionero el
reconocimiento de su culpabilidad y una
sumisión penitente", afirma Henry
Kamen.[41] ​"Es esencial que el acusado
se reconozca culpable y lo haga
públicamente, así como que exprese
públicamente su arrepentimiento; es una
de las razones del auto de fe", asevera
Joseph Pérez.[42] ​

Toda la instrucción era llevada en el


secreto más absoluto, tanto para el
público como para el propio reo, que no
era informado de cuáles eran las
acusaciones que pesaban sobre él. La
obsesión por el secreto llegaba hasta el
extremo de que las Instrucciones de la
Inquisición eran de uso interno
exclusivamente y solo los inquisidores
podían tenerlas y consultarlas. Asimismo
se prohibía certificar que alguien había
sido condenado o detenido por la
Inquisición, por lo que, como señala
Joseph Pérez, "una persona no tenía
posibilidad de probar que nunca había
sido perseguida".[38] ​

La instrucción del proceso inquisitorial se


componía de una serie de audiencias, en
las cuales declaraban tanto los
denunciantes como el acusado, pero
separadamente, ya que se evitaba
expresamente cualquier careo entre
ellos, porque entonces el acusado
conocería a los testigos de cargo.[42] ​De
todo tomaba nota un secretario, y si el
declarante no hablaba castellano se
traducía lo que había dicho, lo que daba
lugar a tergiversaciones que levantaron
las protestas, por ejemplo, de las
instituciones del Principado de Cataluña,
aunque la Inquisición hizo caso omiso de
ellas.[43]

Según Henry Kamen, "una de las


peculiaridades del procedimiento
inquisitorial que causó penalidades y
sufrimientos a mucha gente fue la
negativa a divulgar las razones para la
detención, así que los presos pasaban
días, meses e incluso años, sin saber por
qué estaban en las celdas del tribunal".
Así, en vez de acusar al preso, los jueces
cuando lo interrogaban le invitaban a que
dijera por qué había sido detenido y a
que lo confesara todo, lo que se repetía
en los siguientes interrogatorios. "Con
esta forzada falta de conocimiento
sobre la acusación se lograba el efecto
de deprimir y quebrantar la moral del
preso. Si era inocente, quedaba hecho un
mar de confusiones sobre lo que habría
de confesar, o bien confesaba delitos de
los que ni siquiera le estaba acusando la
Inquisición; si era culpable, quedaba con
la duda de qué parte sabría realmente la
Inquisición, y de si no sería un truco para
obligarle a confesar".[44] ​

Pasados tres interrogatorios de este tipo


sin que confesara, se le mostraban los
cargos que había contra él —que
generalmente eran muy imprecisos ya
que se suprimían los nombres de los
testigos y cualquier indicio que pudiera
ayudar a indentificarlos, lo que
provocaba la indefensión del detenido—
y se le nombraba un abogado de los que
trabajaban para la Inquisición. Un preso
de Valencia le dijo en 1559 a su
compañero de celda que[45] ​

aunque el Inquisidor le
diera un abogado, no
le daría ninguno
bueno, sino un
individuo que haría lo
que el Inquisidor
quisiera, y que si por
casualidad pidiera un
abogado o un
procurador que no
fuera de la Inquisición,
no le servirían, ya que
si se oponían a los
deseos de los
Inquisidores, ya se
encargarían de
acusarles de falsas
creencias o de falta de
respeto y los meterían
en la cárcel

La misión fundamental del abogado no


era, pues, defender al acusado, sino
incitarle a confesar. Además no podía
hablar a solas con el detenido y siempre
tenía que estar presente un inquisidor en
la entrevista. Para defenderse el
acusado podía recurrir a tres
procedimientos: el «proceso de tachas»,
que consistía en dar una lista con los
nombres de personas que quisieran
perjudicarle —esta era el único medio
que tenía para recusar a un testigo, ya
que no conocía quiénes eran, aunque si
alguno aparecía en la lista su testimonio
no era admitido—; el «proceso de
abonos», presentar testigos en favor de
su moralidad; y el «proceso de
indirectas», aportar declaraciones o
hechos que indirectamente pudieran
probar que las acusaciones eran
falsas.[46] ​También podía recusar a los
jueces pero este era un recurso muy
poco utilizado excepto si podía probar
que eran sus enemigos personales,
como sucedió en el proceso Carranza.
Más frecuente era alegar locura,
embriaguez, extrema juventud, etc. para
conseguir la benevolencia del tribunal, y
en algún caso se conseguía.[47]

El peor inconveniente
[de la instrucción
inquisitorial], desde el
punto de vista del
preso, era la
imposibilidad de una
defensa adecuada. El
papel de su abogado
estaba limitado a
presentar artículos de
defensa a los jueces;
aparte de esto no se
permitían más
argumentos ni
preguntas. Esto
significaba que, en
realidad, los
inquisidores eran a la
vez juez y jurado,
acusación y defensa, y
la suerte del preso
dependía enteramente
del humor y el
carácter de los
inquisidores.
Kamen (2011, p. 191-
192)
Tortura

Imagen ficticia de una cámara de tortura inquisitorial. Grabado del siglo xviii de Bernard Picart Kamen (2011, pp. 192-
193)

Para interrogar a los reos, la Inquisición


hizo uso de la tortura, pero no de forma
sistemática. Se aplicó sobre todo contra
los sospechosos de judaísmo y
protestantismo, especialmente en el
siglo xvi. Por poner un ejemplo, H. C. Lea
estima que entre 1575 y 1610 fueron
torturados en el tribunal de Toledo
aproximadamente un tercio de los
encausados por herejía.[q] ​En otros
períodos la proporción varió
notablemente. La tortura era siempre un
medio de obtener la confesión del reo, no
un castigo propiamente dicho. Se
aplicaba sin distinción de sexo ni edad,
incluyendo tanto a niños mayores de 14
años como a ancianos.

Según Joseph Pérez, «como todos los


tribunales del Antiguo Régimen, la
Inquisición torturaba a los prisioneros
para hacerlos confesar, pero mucho
menos que los otros, y no por un
sentimiento humanitario, porque le
repugnara utilizar estos métodos, sino
simplemente porque le parecía un
procedimiento erróneo y poco eficaz».
«Quaestiones sunt fallaces et inefficaces»,
escribía Eymerich en su Manual de
inquisidores. Pérez cita este pasaje del
libro del inquisidor medieval catalán:

El tormento no es un
medio seguro de
conocer la verdad.
Hay hombres débiles
que, al primer dolor,
confiesan incluso los
crímenes que no han
cometido; en cambio
hay otros, más fuertes
y obstinados, que
soportan los mayores
tormentos.
Pérez (2012, pp. 133)

Según la Instrucciones del inquisidor


general Fernando de Valdés los
inquisidores tienen que asistir a la sesión
de tortura, obligación de la que les
habían eximido las Instrucciones de
Torquemada. Junto a ellos estarán
presentes únicamente, el escribano
forense y el verdugo. Los nobles y el
clero no están exentos como en la
justicia ordinaria —«El privilegio que las
leyes otorgan a las personas nobles de
no poder ser procesadas en las otras
causas no ha lugar en materia de
herejía», se dice en el Manual de los
inquisidores—, y como con el resto de
acusados, la decisión de torturar la debía
tomar el tribunal al completo, y después
de que un médico haya diagnosticado
que el reo soportará la prueba. Las
instrucciones prohíben que en las
sesiones de tortura se mutile al acusado
o se derrame sangre.[48] ​

Los procedimientos de tortura más


empleados por la Inquisición fueron tres:
la «garrucha», la «toca» y el «potro». El
tormento de la garrucha consistía en
colgar al reo del techo con una polea por
medio de una cuerda atada a las
muñecas y con pesos atados a los
tobillos, ir izándolo lentamente y soltar
de repente, con lo cual brazos y piernas
sufrían violentos tirones y en ocasiones
se dislocaban. La toca, también llamada
«tortura del agua», consistía en atar al
prisionero a una escalera inclinada con la
cabeza más baja que los pies e introducir
una toca o un paño en la boca a la
víctima, y obligarla a ingerir agua vertida
desde un jarro para que tuviera la
impresión de que se ahogaba —en una
misma sesión se podían administrar
hasta ocho cántaros de agua—. En el
potro el prisionero tenía las muñecas y
los tobillos atados con cuerdas que se
iban retorciendo progresivamente por
medio de una palanca.[48]
El escribano que estaba presente en la
sesión de tortura recogía todos los
detalles y «anotaba cada palabra y cada
gesto, dándonos con ello una
impresionante y macabra prueba de los
sufrimientos de las víctimas de la
Inquisición». El siguiente es un ejemplo
de estos documentos. Se trata de una
mujer judeoconversa acusada de seguir
practicando su antigua religión por no
comer carne de cerdo y cambiarse de
ropa los sábados (aunque ella cuando es
puesta en el potro desconoce
completamente la acusación y lo que
han afirmado los testigos de cargo, pues
esta era la forma de actuar de la
Inquisición: que el reo confesara sin que
se le dijera de qué se le acusaba):[49] ​

Se ordenó que fuera


puesta en el potro, y
ella preguntó:
«Señores, ¿por qué no
me dicen lo que tengo
que decir? Señor,
pónganme en el suelo,
¿no he dicho ya que
hice todo eso?». Le
pidieron [los
inquisidores] que lo
dijera. Y ella
respondió: «No
recuerdo, quítenme de
aquí. Hice lo que los
testigos han dicho». Le
pidieron que explicara
con detalle qué es lo
que habían dicho los
testigos. Y ella replicó:
«Señor, como ya le he
dicho, no lo sé seguro.
Ya he dicho que hice
todo lo que los testigos
dicen. Señores,
suéltenme, por favor,
porque no lo
recuerdo». Le pidieron
que lo dijera. Y ella
respondió: «Señores,
esto no me va a
ayudar a decir lo que
hice y ya he admitido
todo lo que he hecho y
que me ha traído a
este sufrimiento.
Señor, usted sabe la
verdad. Señores, por
amor de Dios, tengan
piedad de mí. ¡Oh,
señor! Quite estas
cosas de mis brazos,
señor, suélteme, me
están matando». Fue
atada en el potro con
las cuerdas, y
amonestada a que
dijera la verdad, se
ordenó que fueran
apretados los
garrotes. Ella dijo:
«Señor, no ve que estas
personas me están
matando? Lo hice, por
amor de Dios, dejen
que me vaya».

Veredicto

Condenados por la Inquisición, de Eugenio Lucas (siglo xix, Museo del Prado). «La Inquisición generalmente
condenaba al culpable a ser “azotado mientras recorría las calles”, en cuyo caso (si se trataba de un varón) tenía que
aparecer desnudo hasta la cintura, a menudo montado sobre un asno para que sufriera una mayor deshonra, siendo
debidamente azotado por el verdugo con el número señalado de latigazos. Durante este recorrido por las calles, los
transeúntes y los chiquillos mostraban su odio por la herejía tirando piedras a la víctima.» [50] ​

La instrucción no concluía cuando el


fiscal lo decidía sino cuando lo pedía el
acusado, porque si el fiscal lo hacía
reconocía que no tenía nada más que
añadir, mientras que si era el acusado el
fiscal conservaba la posibilidad de
aportar nuevos argumentos o testigos
hasta el último momento.[51] ​

Una vez concluida la instrucción, los


inquisidores se reunían con un
representante del obispo y con los
llamados «consultores», expertos en
teología o en derecho, en lo que se
llamaba «consulta de fe». En la votación
del caso se requería la unanimidad de
los inquisidores y del representante
episcopal, cuyo voto prevalecía incluso
contra la mayoría de los «consultores».
En caso de no alcanzarla se remitía el
caso al Consejo de la Suprema para que
decidiera. En el siglo xviii las «consultas
de fe» desaparecieron porque todas las
sentencias eran elevadas a la
Suprema.[52] ​

Según Joseph Pérez, "el veredicto final no


tiene más utilidad que regularizar a
posteriori la detención [del acusado]". El
tribunal solo contemplaba la posibilidad
de absolverlo cuando había sido víctima
de falsos testimonios; en todos los
demás casos se imponía la condena y si
esta resultaba difícil de justificar el
tribunal declaraba la "suspensión" del
caso, lo que le permitirá reabrilo en
cualquier momento. Para la Inquisición
española era "esencial dar la impresión
de que el Santo Oficio no se equivoca
nunca, que no detiene a nadie sin
motivos; sobre todo, es preciso impedir
que pueda decirse que se ha detenido a
un inocente". Por eso, aunque al principio
la Inquisición pronunció algunos
veredictos de absolución, "más tarde es
extremadamente raro que un proceso
inquisitorial termine con un veredicto de
absolución". Pérez recuerda que "ante la
Inquisición todo reo es presuntamente
culpable" y el procedimiento y la
instrucción del proceso están orientados
a ese objetivo —que el acusado
reconozca su culpabilidad—.[53] ​
La segunda preocupación de los
inquisidores era "que el acusado se
declare culpable y que manifieste su
arrepentimiento". En función de esto se
establecen tres categorías de acusados:
aquellos de los que se piensa que son
culpables pero no se han hallado
pruebas suficientes para demostrarlo y
que además alegan que son inocentes;
los que confiesan que son culpables
(convictos y confitentes); y los
"pertinaces", que son los que reinciden
tras una primera condena y los que lo
son por primera vez y se niegan a
confesar su culpabilidad a pesar de las
pruebas reunidas contra ellos. A las dos
primeras categorías se les permite la
reconciliación: poderse reintegrar a la
Iglesia tras haber abjurado de sus
errores, abjuración que podía adoptar
tres formas distintas: abjuración de levi,
para los que solo había una ligera
sospecha de herejía; abjuración de
vehementi, para los acusados de los que
existen serias sospechas de culpabilidad
o se niegan a confesar; y la abjuración
«en forma», para los acusados
declarados culpables y que han
confesado. La tercera categoría de
acusados, la de los "pertinaces", se
divide en tres grupos: el de los penitentes
relapsos, los reincidentes que han
confesado su culpabilidad y se han
arrepentido; el de los impenitentes no
relapsos, los que siendo culpables no
han confesado ni se han arrepentido,
pero no son reincidentes; y el de los
impenitentes relapsos, los que reinciden
y siguen sin confesar su culpabilidad. A
los relapsos les espera la hoguera,
aunque con una notable diferencia: los
penitentes serán estrangulados antes de
ser quemados; los impenitentes serán
quemados vivos. Las sentencias de
muerte no las ejecuta la Inquisición
porque se trata de un tribunal
eclesiástico por lo que los condenados
son "relajados al brazo secular", es decir,
son entregados a los tribunales reales
para que estos apliquen las penas de
muerte.[54] ​
En resumen, los veredictos podían ser
los siguientes:

1. El acusado podía ser absuelto. Las


absoluciones fueron en la práctica
muy escasas.
2. El proceso podía ser «suspendido»,
con lo que en la práctica el acusado
quedaba libre, aunque bajo
sospecha, y con la amenaza de que
su proceso se continuase en
cualquier momento. La suspensión
era una forma de absolver en la
práctica sin admitir expresamente
que la acusación había sido
errónea.
3. El acusado podía ser
«penitenciado». Era el menor de los
castigos que se imponían. El
culpable debía abjurar públicamente
de sus delitos (abjuración de levi si
era un delito menor, y abjuración de
vehementi si el delito era grave), y
después cumplir un castigo
espiritual o corporal. Entre estos se
encontraban el sambenito, el
destierro (temporal o perpetuo),[r] ​
multas o incluso la condena a
galeras.[s] ​
4. El acusado podía ser
«reconciliado». Además de la
ceremonia pública en la que el
condenado se reconciliaba con la
Iglesia Católica (el auto de fe),
existían penas más severas, entre
ellas largas condenas de cárcel[t] ​o
galeras,[u] ​y la confiscación de
todos sus bienes. También existían
castigos físicos, como los
azotes.[v] ​Los reconciliados no
podían ocupar cargos eclesiásticos
ni empleos públicos, así como
tampoco podían ejercer
determinadas profesiones, como
recaudador de impuestos, médico,
cirujano o farmacéutico. La
inhabilitación se extendía a sus
hijos y nietos, aunque estos podían
librarse de ella pagando una multa
llamada de composición.[55]
5. El máximo castigo era la
«relajación» al brazo secular, que
implicaba la muerte en la hoguera.
Recibían esta pena los herejes
impenitentes y los «relapsos»
(reincidentes). La ejecución era
pública. Si el condenado se
arrepentía, se le estrangulaba
mediante el garrote vil antes de
entregar su cuerpo a las llamas. Si
no, era quemado vivo. Los casos
más frecuentes eran los de que,
bien por haber sido juzgados in
absentia, bien por haber fallecido
antes de que terminase el proceso,
eran quemados en efigie.
La distribución de las penas varió mucho
a lo largo del tiempo. Según se cree, las
condenas a muerte fueron frecuentes
sobre todo en la primera etapa de la
historia de la Inquisición (según García
Cárcel, el tribunal de Valencia condenó a
muerte antes de 1530 al 40% de los
procesados, pero después el porcentaje
bajó hasta el 3%).[56] ​Kamen confirma
esta tesis de que las condenas a muerte
pasado el primer periodo se redujeron
drásticamente, como lo muestran los
datos de los tribunales de Valencia y de
Santiago. En Valencia entre 1566-1609
solo el 2 por 100 fueron quemados en
persona y el 2,1 por 100 en efigie; en
Santiago, entre 1560 y 1700, el 0,7 en
persona y el 1,9 en efigie.[57] ​En el
siglo xviii las "relajaciones" disminuyeron
aún más y así durante los reinados de
Carlos III y Carlos IV solo cuatro
personas murieron en la hoguera.[58] ​

Apelación

Los condenados tenían derecho a apelar


al Consejo de la Suprema Inquisición, que
siempre confirmaba la sentencia si se
trataba de la pena de muerte. Pero los
tribunales utilizaban todo tipo de
argucias para que los reos no tuvieran
oportunidad de recurrir la sentencia.
Según Joseph Pérez, "el medio más
eficaz era que ignoraran la suerte que les
esperaba el mayor tiempo posible y no
informarles hasta el último momento, en
el auto de fe, cuando ya no tenían tiempo
de apelar".[59] ​

Por otro lado, la Monarquía Hispánica


nunca permitió que se pudiera apelar al
papa, como lo demuestra esta
instrucción de Felipe II:[60] ​

Ningún asunto
importante de la
Inquisición ha de ser
comunicado a Roma
para ser examinado en
última instancia; todo
debe juzgarse en el
reino, en virtud de la
delegación apostólica
que ha recibido el
inquisidor general; los
obispos y los hombres
de leyes del reino
conocen mejor que
nadie las costumbres y
los hábitos de sus
compatriotas; es
normal, por tanto, que
los españoles sean
juzgados por
españoles y no por
extranjeros, que no
están al corriente de
las peculiaridades
nacionales y locales.
Auto de fe

Auto de Fe en la Plaza Mayor de Madrid, Francisco Rizi, 1683, óleo sobre lienzo, 277 x 438 cm, Madrid, Museo del
Prado.

Si la sentencia era condenatoria,


implicaba que el condenado debía
participar en la ceremonia denominada
auto de fe, que solemnizaba su retorno al
seno de la Iglesia (en la mayor parte de
los casos), o su castigo como hereje
impenitente. Los autos de fe podían ser
privados («auto particular») o públicos
(«auto público» o «auto general»).

Aunque inicialmente los autos públicos


no revestían especial solemnidad ni se
pretendía una asistencia masiva de
espectadores, con el tiempo se
convirtieron en una ceremonia solemne,
celebrada con multitudinaria asistencia
de público, en medio de un ambiente
festivo. El auto de fe terminó por
convertirse en un espectáculo barroco,
con una puesta en escena
minuciosamente calculada para causar
el mayor efecto en los espectadores.
Los autos solían realizarse en un espacio
público de grandes dimensiones (en la
plaza mayor de la ciudad,
frecuentemente), generalmente en días
festivos. Los rituales relacionados con el
auto empezaban ya la noche anterior (la
llamada «procesión de la Cruz Verde») y
duraban a veces el día entero. El auto de
fe fue llevado a menudo al lienzo por
pintores: uno de los ejemplos más
conocidos es el cuadro de Francisco Rizi
conservado en el Museo del Prado y que
representa el celebrado en la Plaza
Mayor de Madrid el 30 de junio de 1680
(ver imagen).
Relajación

Detalle del cuadro Auto de Fe presidido por Santo Domingo de Guzmán de Pedro Berruguete (c. 1500) en el que se ve
a dos condenados por la Inquisición española siendo ejecutados a garrote vil y quemados por herejes

La relajación era la entrega a los


tribunales reales de los condenados a
muerte por la Inquisición española. La
Inquisición era un tribunal eclesiástico
por lo que no podía condenar a la pena
capital de ahí que "relajara" a los reos al
brazo secular que era el encargado de
pronunciar la sentencia de muerte y de
conducirlos al lugar donde iban a ser
quemados —estrangulados previamente
mediante garrote vil si eran penitentes, y
quemados vivos si eran impenitentes, es
decir, si no habían reconocido su herejía
o no se habían arrepentido—. La
relajación se producía durante el auto de
fe, en el que en contra de lo que suele
creerse, no se ejecutaba a nadie, sino
inmediatamente después y en otro lugar.
Fin de la Inquisición

La Inquisición en el siglo xviii

La llegada de la Ilustración a España


desaceleró la actividad inquisitorial en la
segunda mitad del siglo xviii. En la
primera mitad aún se quemó en persona
a 111 condenados, y en efigie a 117, la
mayoría de ellos los denominados
«judaizantes». En el reinado de Felipe V
el número de autos de fe fue de 728. Sin
embargo, en los reinados de Carlos III y
Carlos IV solo se quemó a cuatro
condenados.
Con el Siglo de las Luces la Inquisición
se reconvirtió: las nuevas ideas
ilustradas eran la amenaza más próxima
y debían ser combatidas. Las principales
figuras de la Ilustración Española fueron
partidarias de la reforma de la
Inquisición y en algún caso de su
abolición. Muchos de los ilustrados
españoles fueron procesados por el
Santo Oficio, entre ellos Olavide, en 1776;
Iriarte, en 1779; y Jovellanos, en 1796.
Este último elevó un informe a Carlos IV
en el que señalaba la ineficacia de los
tribunales inquisitoriales y el
desconocimiento que los actuantes
tenían:
frailes que toman [el
puesto] sólo para
lograr el platillo y la
exención de coro; que
ignoran las lenguas
extrañas, que sólo
saben un poco de
teología escolástica...
Elorza (1986, p. 81)

En la nueva tarea, la Inquisición trató de


acentuar su función censora de las
publicaciones, pero encontró que Carlos
III había secularizado los procedimientos
de censura y, en muchas ocasiones, la
autorización del Consejo de Castilla
chocaba con la más intransigente
postura inquisitorial. Generalmente era la
censura civil y no la eclesiástica la que
terminaba imponiéndose. Esta pérdida
de influencia se explica también porque
la penetración de obras extranjeras
ilustradas se hacía a través de miembros
destacados de la nobleza o el
gobierno,[w] ​personas influyentes a
quienes era muy difícil interferir. Así entró
en España, por ejemplo, la Enciclopedia
Metódica, gracias a licencias especiales
otorgadas por el Rey.
Condenada por la Inquisición española que lleva una coroza con dibujos de llamas lo que significa que va ser
quemada en la hoguera por hereje (grabado de la serie Los Caprichos de Francisco de Goya).

No obstante, a partir de la Revolución


francesa, el Consejo de Castilla,
temiendo que las ideas revolucionarias
terminasen por penetrar en España,
decidió reactivar el Santo Oficio a quien
se encomendó encarecidamente la
persecución de las obras francesas. El
13 de diciembre de 1789 un edicto
inquisitorial, que recibió el beneplácito de
Carlos IV y del Conde de Floridablanca,
dictaminó que:

teniendo noticias de
haberse esparcido y
divulgado en estos
reinos varios libros ...
que, sin contentarse
con la sencilla
narración de unos
hechos de naturaleza
sediciosos ... parecen
formar un código
teórico y práctico de
independencia a las
legítimas potestades
.... destruyendo de esta
suerte el orden político
y social... se prohíbe la
lectura, bajo multa, de
treinta y nueve obras
en francés
Elorza (1986, p. 84)

No obstante, la actividad inquisitorial se


vio imposibilitada ante la avalancha de
información que cruzaba la frontera,
reconociendo en 1792 que

la muchedumbre de
papeles sediciosos ...
no da lugar para ir
formalizando los
expedientes contra los
sujetos que los
introducen...

La lucha contra la Inquisición en el


interior se produjo casi siempre de forma
clandestina. Los primeros textos que
cuestionaron el papel inquisitorial y
alababan los ideales de Voltaire o
Montesquieu aparecieron en 1759. Tras
la suspensión de la actividad censora
previa por parte del Consejo de Castilla
en 1785, el periódico El Censor inició la
publicación de protestas contra la
actividad del Santo Oficio mediante la
crítica racionalista e, incluso, Valentín de
Foronda publicó Espíritu de los mejores
diarios, un alegato en favor de la libertad
de expresión que se leía con avidez en
los ateneos; igualmente, el militar Manuel
de Aguirre, en la misma línea, escribió
«Sobre el tolerantismo» en El Censor, El
Correo de los Ciegos y El Diario de
Madrid.[x]

El último reo quemado fue la beata


Dolores, en Sevilla (1781).[y] ​

Durante el reinado de Carlos IV y, a pesar


de los temores que suscitaba la
Revolución francesa, se produjeron
varios hechos que acentuaron el declinar
de la institución inquisitorial. En primer
lugar, el Estado iba dejando de ser un
mero organizador social para tener que
preocuparse por el bienestar público y,
con ello, tenía que plantearse el poder
terrenal de la Iglesia, entre otras
cuestiones, en los señoríos y, de forma
general, en la riqueza acumulada que
impedía el progreso social.[z] ​Por otro
lado, la permanente pugna entre el poder
del Trono y el poder de la Iglesia se
inclinó cada vez más de parte de aquel,
en donde los ilustrados encontraban
mejor protección a sus ideales. El propio
Godoy se mostró abiertamente hostil a
una institución cuyo único papel había
quedado reducido a la censura y que
mostraba una leyenda negra
internacional de España que no convenía
a los intereses políticos del momento:
¿La Inquisición? Su
antiguo poder no
existía ya: la
autoridad horrible que
este tribunal
sanguinario había
ejercido en otros
tiempos quedaba
reducida, quedaba
muy reducida ... el
Santo Oficio había
venido a parar en ser
una especie de
comisión para la
censura de libros, no
más ...
Elorza (1986, p. 88)
De hecho, las obras prohibidas
circulaban con fluidez en entornos
públicos, como las librerías de Sevilla,
Salamanca o Valladolid.

Abolición

La Inquisición fue abolida por Napoleón


mediante los decretos de Chamartín de
diciembre de 1808,[61] ​por lo que no
existió durante el reinado de José I
(1808-1812). En 1813, los diputados
liberales de las Cortes de Cádiz
aprobaron también su abolición,[62] ​en
buena medida impulsados por el
sentimiento de rechazo que había
generado la condena del Santo Oficio a
la sublevación popular contra la invasión
francesa. Sin embargo, fue brevemente
restaurada cuando Fernando VII recuperó
el trono el 1 de julio de 1814,[63] ​y luego
de nuevo abolida durante el Trienio
liberal.[64] ​

Posteriormente, en la Década Ominosa,


la Inquisición no fue formalmente
restablecida, a diferencia de lo que se
cree,[aa] ​siendo sustituida en algunas
diócesis por las Juntas de Fe, toleradas
por las autoridades locales. La Junta de
Fe de Valencia tuvo el triste honor de
condenar a muerte al último hereje
ejecutado en España, el maestro de
escuela Cayetano Ripoll, ahorcado en
Valencia el 31 de julio de 1826 y todo ello
entre un escándalo internacional en
Europa por el despotismo que todavía
pervivía en España.

La Inquisición fue definitivamente abolida


el 15 de julio de 1834[65] ​por un Real
Decreto firmado por la regente María
Cristina de Borbón, durante la minoría de
edad de Isabel II y a propuesta del
Presidente del Consejo de Ministros el
liberal moderado Francisco Martínez de
la Rosa. (No existe ninguna prueba de
que un organismo semejante a la
Inquisición actuase durante la primera
Guerra Carlista en las zonas dominadas
por los carlistas, aunque una de las
medidas de gobierno que preconizaban
era la reimplantación de la Inquisición).

Número de víctimas

Placa en Ribadavia que conmemora el proceso realizado por la Inquisición hace cuatrocientos años contra vecinos de
la villa por causa de sus creencias

El cronista Hernando del Pulgar,


contemporáneo de los Reyes Católicos,
calculó que hasta 1490 (solo una década
después del comienzo de su actividad),
la Inquisición habría quemado en la
hoguera a 2000 personas, y reconciliado
a otras 15 000.[66] ​
Las primeras estimaciones cuantitativas
del número de procesados y ejecutados
por la Inquisición española las ofreció
Juan Antonio Llorente, que fue secretario
general de la Inquisición de 1789 a 1801
y publicó en 1822, en París, Historia
crítica de la Inquisición. Según Llorente, a
lo largo de su historia la Inquisición
habría procesado a un total de 341 021
personas, de las cuales algo menos de
un 10 % (31 912) habrían sido
ejecutadas. Llegó a escribir: «Calcular el
número de víctimas de la Inquisición es
lo mismo que demostrar prácticamente
una de las causas más poderosas y
eficaces de la despoblación de
España».[67] ​El principal historiador
moderno de la Inquisición, Henry Charles
Lea, autor de History of the Inquisition of
Spain, consideró que estas cifras, que no
se basan en estadísticas rigurosas, eran
muy exageradas.

Los historiadores modernos han


emprendido el estudio de los fondos
documentales de la Inquisición. En los
archivos de la Suprema, actualmente en
el Archivo Histórico Nacional, se
conservan, en los informes que
anualmente debían remitir todos los
tribunales locales, las relaciones de
todas las causas desde 1560 hasta
1700. Ese material proporciona
información de 49 092 juicios, que han
sido estudiados por Gustav Henningsen y
Jaime Contreras.[68] ​Según los cálculos
de estos autores, un 1,9 % de los
procesados fue quemado en la hoguera.

Los archivos de la Suprema apenas


proporcionan información acerca de las
causas anteriores a 1560. Para
estudiarlas, es necesario recurrir a los
fondos de los tribunales locales, pero la
mayoría se han perdido. Se conservan
los de Toledo, Cuenca y Valencia.
Dedieu[69] ​ha estudiado los de Toledo,
donde fueron juzgadas unas 12 000
personas por delitos relacionados con la
herejía. Ricardo García Cárcel[70] ​ha
analizado los del tribunal de Valencia. De
las investigaciones de estos autores se
deduce que los años 1480-1530 fueron
el período de más intensa actividad de la
Inquisición, y que en estos años el
porcentaje de condenados a muerte fue
bastante más significativo que en los
años estudiados por Henningsen y
Contreras.

García Cárcel estima que el total de


procesados por la Inquisición a lo largo
de toda su historia fue de unos 150 000.
Aplicando el porcentaje de ejecutados
que aparece en las causas de 1560-1700
—cerca de un 2 %— podría pensarse que
una cifra aproximada puede estar en
torno a las 3000 víctimas mortales. Sin
embargo, muy probablemente esta cifra
deba corregirse al alza si se tienen en
cuenta los datos suministrados por
Dedieu y García Cárcel para los
tribunales de Toledo y Valencia,
respectivamente. Con base en los
estudios de Henningsen y Contreras,
García Cárcel, Wagner y otros, aunque
usando una extrapolación algo menor
(125 000 procesados), Pérez ha
estimado en menos de 10 000 las
sentencias a muerte seguidas de
ejecución.[71] ​Sin embargo, a causa de
las lagunas en los fondos documentales,
es imposible determinar la exactitud de
esta cifra y es probable que nunca se
sepa con seguridad el número exacto de
los ejecutados por la Inquisición.

Stephen Haliczer, uno de los profesores


universitarios que trabajaron en los
archivos del Santo Oficio, dice que
descubrió que los inquisidores usaban la
tortura «con poca frecuencia» y
generalmente durante menos de 15
minutos. De 7000 casos en Valencia, en
menos del 2 % se usó la tortura y nadie
la sufrió más de dos veces. Más aún, el
Santo Oficio tenía un manual de
procedimiento que prohibía muchas
formas de tortura usadas en otros sitios
de Europa. Los inquisidores eran en su
mayoría hombres de leyes, escépticos en
cuanto al valor de la tortura para
descubrir la herejía.

Leyenda negra de la
Inquisición
A mediados del siglo xvi, coincidiendo
con la persecución de los protestantes,
empieza a aparecer en las plumas de
varios intelectuales europeos
protestantes una imagen de la
Inquisición que exagera sus rasgos
negativos con fines propagandísticos.
Uno de los primeros en escribir acerca
del tema es el inglés John Foxe (1516-
1587), quien dedica un capítulo entero de
su libro The Book of Martyrs a la
Inquisición Española. Otra de las fuentes
de la leyenda negra de la Inquisición fue
Sanctae Inquisitionis Hispanicae artes
aliquot detectae (Algunas artes de la
Santa Inquisición española), publicado en
Heidelberg en 1567, firmada bajo el
seudónimo de Reginaldus Gonsalvius
Montanus, que fue probablemente
escrita por dos protestantes españoles
exiliados, Casiodoro de Reina y Antonio
del Corro. Este libro tuvo un gran éxito y
fue traducido al inglés, francés,
neerlandés, alemán y húngaro,
contribuyendo a cimentar la imagen
negativa que en Europa se tenía de la
Inquisición. Neerlandeses e ingleses,
rivales políticos de España, fomentaron
también esta leyenda negra.
Otras fuentes de la leyenda negra de la
Inquisición proceden de Italia. Los
intentos de Fernando el Católico de
exportar la Inquisición Española a
Nápoles desencadenaron varias
revueltas, y todavía en fechas tan tardías
como 1547 y 1564 hubo levantamientos
antiespañoles cuando se creyó que se
iba a establecer la Inquisición. En Sicilia,
donde sí llegó a establecerse, hubo
también revueltas contra la actividad del
Santo Oficio, en 1511 y 1516. Son
numerosos los autores italianos que en
el siglo xvi se refieren con horror a las
prácticas inquisitoriales.
La Inquisición española en
las artes

Pintura

Auto de fe de la Inquisición, visto por Francisco de Goya.

Durante el siglo xvii, se realizaron varias


representaciones de autos de fe, como el
óleo de grandes proporciones pintado
por Francisco Rizi, que representa el auto
de fe celebrado en la Plaza Mayor de
Madrid en 1680. Este tipo de cuadros
subraya sobre todo la solemnidad y
espectacularidad de los autos de fe.

La crítica a la Inquisición es una


constante en la obra del pintor Francisco
de Goya, especialmente en los
Caprichos. En esta serie de grabados,
realizados a finales del siglo xviii,
aparecen varios penitenciados por la
Inquisición, y una leyenda al pie explica
por qué fueron condenados. Las
leyendas subrayan con mordacidad la
nimiedad de los motivos y contrastan
con los rostros de angustia y
desesperación de los reos. Un extranjero
que ha sido juzgado como hereje lleva la
leyenda «Por haber nacido en otra
parte». Estos grabados acarrearon al
pintor problemas con el Santo Oficio, y,
para evitar ser procesado, terminó
regalando las planchas originales al rey
Carlos IV.

Bastante después, entre 1815 y 1819,


Goya pintó otros lienzos acerca de la
Inquisición. Destaca sobre todo Auto de
fe de la Inquisición (en la imagen).

Literatura

La literatura del siglo xviii aborda el


tema de la Inquisición desde un punto
de vista crítico. En el Cándido, de
Voltaire, aparece como epítome de la
intolerancia y la arbitrariedad jurídica
la Inquisición, en Portugal y en
América.
Durante el Romanticismo, la novela
gótica, que se desarrolló sobre todo en
países protestantes, asocia con
frecuencia el catolicismo con el terror
y la represión. Esta visión de la
Inquisición española aparece, entre
otras obras, en El monje (1796), de
Matthew Lewis, en Melmoth el
errabundo (1820) de Charles Robert
Maturin y en Manuscrito encontrado en
Zaragoza, del polaco Jan Potocki.
Uno de los más conocidos relatos de
Edgar Allan Poe, El pozo y el péndulo,
fantasea en esta misma línea acerca
de las torturas de la Inquisición. El
procedimiento de tortura que aparece
en la historia no tiene ninguna base
histórica.
En Francia, a comienzos del siglo xix,
se editó la novela epistolar Cornelia
Bororquia, o la víctima de la Inquisición,
atribuida al español Luis Gutiérrez, que
critica ferozmente a la Inquisición y a
sus representantes.
La Inquisición aparece también en uno
de los capítulos de la novela Los
hermanos Karamázov de Fiódor
Dostoievski, en que se plantea qué
hubiese ocurrido si Jesús hubiera
regresado a la Tierra en la época de la
Inquisición española.
La novela de Carme Riera publicada en
1994, Dins el darrer blau (En el último
azul), se ambienta en la represión de
los chuetas (judeoconversos de
Mallorca) a finales del siglo xvii.
En 1998, el escritor español Miguel
Delibes publicó la novela histórica El
hereje, acerca del grupo protestante de
Valladolid y a su represión por la
Inquisición.
En el 2000, Noah Gordon publica El
último judío, el viaje iniciático de un
judío en la España de la Inquisición.
Cine

Los fantasmas de Goya, (Miloš Forman,


2006)
Akelarre (Pedro Olea, 1984), trata del
proceso de Logroño a las brujas
navarras de Zugarramurdi.
El relato El pozo y el péndulo, de Edgar
Allan Poe, ha sido llevado al cine en
varias ocasiones, de las cuales la más
conocida es Pit and the Pendulum
(Roger Corman,1961).
Marlon Brando interpretó a Tomás de
Torquemada en una breve aparición en
la película 1492: La conquista del
paraíso (1992).
El Santo Oficio (Arturo Ripstein 1974)

Véase también
Inquisición
Inquisición en América
Leyenda negra de la Inquisición
española
Lista de inquisidores generales
Unidad católica de España
Tomás de Torquemada
Cardenal Cisneros
Hernando de Talavera

Notas
1. Kamen (2011, p. 17) ofrece cifras
aproximadas para las víctimas de
Valencia (250) y Barcelona (400). No
aporta datos concretos sobre
Córdoba.
2. Fueron notables casos como los del
obispo Pablo de Santa María, autor
de Scrutinium Scripturarum, de
Jerónimo de Santa Fe
(Hebraeomastix) y de Pedro de la
Caballería (Zelus Christi contra
Judaeos). Los tres eran conversos.
Kamen (2011, p. 39).
3. Destacan dos libelos del siglo xvi: el
Libro verde de Aragón y el Tizón de
la nobleza de España Kamen (2011,
p. 38).
4. Ofrece cifras contundentes: eran de
origen judío el 91,6 % de las
personas juzgadas en Valencia entre
1484 y 1530, y el 99,3 % de los
juzgados en Barcelona entre 1484 y
1505. Kamen (2011, p. 60).
5. Las Cortes de Castilla pidieron al rey
la reforma de los procedimientos de
la Inquisición al menos en las
siguientes fechas: 1518, 1520, 1523
y 1525. Las Cortes de Aragón, al
menos en 1518. 2011 (, pp. 78-81).
6. Estos procesos —en concreto, el del
grupo de Valladolid— proporcionan al
escritor Miguel Delibes las bases
para el argumento de su excelente
novela histórica El hereje (1998). Los
procesos contra los protestantes
castellanos fueron estudiados por
Jesús Alonso Burgos en El
luteranismo en Castilla durante el
siglo xvi.
7. 2011 (, p. 99) da la cifra aproximada
de 100 ejecuciones entre 1559 y
1566. Compara estas cifras con los
condenados a muerte en otros
países europeos en las mismas
fechas, concluyendo que en períodos
similares fueron ejecutados en
Inglaterra (bajo el gobierno de la
católica María Tudor)
aproximadamente el doble de
herejes; en Francia el triple, y diez
veces más en los Países Bajos.
8. Los principales escritores españoles
que fueron incluidos en el Índice
fueron: Gil Vicente, Bartolomé Torres
Naharro, Juan del Enzina, Jorge de
Montemayor, Juan de Valdés, Juan
de Ávila, Luis de Granada, Francisco
de Borja, Ignacio de Loyola o Lope
de Vega, así como el anónimo
Lazarillo de Tormes y el Cancionero
General, de Hernando del Castillo. La
Celestina, que no figuró en los
índices del siglo xvi, se expurgó en
1632 y se prohibió totalmente en
1790. Entre los autores no españoles
se objetaba a Ovidio, Dante, Rabelais,
Ariosto, Maquiavelo, Erasmo de
Rotterdam, Jean Bodin y Tomás
Moro, entre muchos otros.
9. Es el caso de los santos Juan de
Ávila, Luis de Granada y Francisco de
Borja, entre otros.
10. Éste fue el caso, por ejemplo, del
Lazarillo de Tormes, que, tras entrar
en el índice, sólo fue accesible en
ediciones expurgadas hasta entrado
el siglo xix.
11. También Cervantes y Góngora
tuvieron problemas, aunque leves,
con la Inquisición. A Cervantes, en
concreto, la Inquisición le expurgó
del Quijote la línea siguiente: «Las
obras de caridad que se hazen tibia y
flojamente no tienen mérito ni valen
nada». En el siglo xviii se prohibió
también una comedia de Lope de
Vega, La fianza satisfecha.
12. «A partir de la década de 1570, en
Aragón y Valencia los moriscos
formaban el grueso de las
persecuciones de la Inquisición. En el
propio tribunal de Granada, los
moriscos representaban el 82 por
100 de los acusados entre 1560 y
1571» 2011 (, p. 217).
13. Este proceso es el tema de la
película Akelarre, del director
español Pedro Olea.
14. «En Toledo, las acusaciones por
defender la «simple fornicación»
constituyeron una quinta parte del
total de causas entre 1566 y 1570, y
una cuarta entre 1601 y 1605»
(2011 (, p. 256); según datos
basados en las investigaciones de
Dedieu en los archivos del tribunal
inquisitorial de Toledo).
15. En Sicilia la Inquisición estuvo
vigente hasta el 30 de marzo de
1782, en que fue abolida por el rey
Fernando IV. Se estima que durante
su actividad fueron ejecutadas unas
200 personas.
16. «En el tribunal de Valladolid, en 1699,
varios sospechosos (incluyendo a
una niña de nueve años y a un
muchacho de catorce) estuvieron
encarcelados hasta dos años sin que
se hubiera hecho la menor
calificación de las acusaciones que
pesaban contra ellos» Kamen (2011,
p. 180).
17. H.C. Lea, III, p. 33. Citado en
Kamen (2011, p. 185). Recoge las
mismas estadísticas García Cárcel,
op. cit., p. 43.
18. «El exilio o el destierro de la localidad
era una sentencia común para las
malas influencias. Siempre que era
posible se hacían confiscaciones.»
Kamen (2011, p. 196).
19. «Las galeras eran una pena
desconocida para la Inquisición
medieval, concebida para el nuevo
tribunal por el propio Fernando, que
de ese modo halló una fuente de
mano de obra barata sin tener que
recurrir descaradamente a la
esclavitud. (...) Las galeras
constituían una forma económica de
pena: los tribunales se veían libres
del deber de mantener a los
penitentes en sus prisiones y el
estado ahorraba en igual cantidad el
gasto que suponía contratar
remeros.» Kamen (2011, p. 196).
20. «El encarcelamiento ordenado por la
Inquisición podía ser por un breve
período de meses o años, o de por
vida, siendo esta última pena
clasificada como "perpetua e
irremisible". Pero la sentencia,
entonces como ahora, no se cumplía
de manera literal. En el siglo xvii,
prisión "perpetua" significaba en la
práctica, normalmente, unos cuantos
meses, y pocas veces suponía el
encarcelamiento por más de tres
años, si es que el acusado se
arrepentía; una sentencia "de por
vida" solía cumplirse en diez años. A
pesar de ello la Inquisición siguió
dictando cadenas "perpetuas",
probablemente porque en derecho
canónico era costumbre condenar a
los herejes a la cárcel de por vida.
Sentencias incongruentes, tales
como "prisión perpetua de un año"
aparecen como norma en los
decretos inquisitoriales.
De hecho, ninguna de las sentencias
suponía el encarcelamiento forzoso
en una cárcel. De acuerdo con las
Instrucciones de 1488, los
inquisidores podían confinar a
discreción a un hombre en su propio
domicilio o en determinadas
instituciones, como un convento o un
hospital.»Kamen (2011, p. 195).
21. «Los acusados eran rara vez
sentenciados a un período superior a
los cinco años, en contraste con los
tribunales seculares que entonces y
después condenaban los presos a
galeras de por vida.»Kamen (2011,
p. 196).
22. «Los azotes eran una forma de
castigo físico más común. El uso del
látigo a modo de escarmiento era
muy antiguo en la tradición cristiana.
Como forma de castigo de
criminales, sin embargo, era una
pena muy severa, pues conllevaba el
estigma de la degradación y el
deshonor, por lo que sólo podía
emplearse contra personas de bajo
status social. La Inquisición
generalmente condenaba al culpable
a ser "azotado mientras recorría las
calles", en cuyo caso (si se trataba
de un varón) tenía que aparecer
desnudo hasta la cintura, a menudo
montado sobre un asno para que
sufriera una mayor deshonra, siendo
debidamente azotado por el verdugo
con el número señalado de latigazos.
Durante este recorrido por las calles,
los transeúntes y los chiquillos
mostraban su odio por la herejía
tirando piedras a la víctima. Las
mujeres eran azotadas igual que los
hombres. Tampoco había límite de
edad: hay casos registrados de niñas
de poco más de diez años y
ancianas de setenta u ochenta años
sufriendo el mismo trato. La regla
general era prescribir como máximo
200 latigazos, mientras que las
sentencias de 100 latigazos era muy
comunes.»Kamen (2011, p. 196).
23. Los miembros del Gobierno y del
Consejo de Castilla, además de otros
miembros cercanos a la Corte,
obtenían una autorización especial
para que los libros adquiridos en
Francia, Países Bajos o Alemania
cruzasen la frontera sin previa
inspección por los miembros del
Santo Oficio. Esta práctica se
extendió desde el reinado de Carlos
III.
24. Los argumentos utilizados por los
periódicos y en los opúsculos que
circulaban por España eran copias
casi exactas traducidas al español
de las reflexiones de Montesquieu o
Rousseau.
25. Se conservan distintos testimonios
para distintos lugares: En Logroño
fue en 1719 (Pozo Cubillas (http://w
ww.amigosdelarioja.com/revista_siet
e_rios/35/35PozoCubillas.htm) ).
26. Las propiedades de la Iglesia en
general, y del Santo Oficio en
particular, ocupaban grandes
extensiones de terreno en la actual
Castilla y León, Extremadura y
Andalucía. Los terrenos estaban
dados a censo a los campesinos, o
bien a los municipios que los
explotaban como bienes comunales
con muchas limitaciones, debiendo
entregar una parte de la renta,
generalmente en dinero, a la Iglesia.
27. Si bien los historiadores suelen
considerar distintas versiones sobre
si se produjo el hecho, en general se
sostiene que si bien durante la
Década Ominosa se restableció la
Inquisición el 1 de octubre de 1823,
el Real Decreto que debería haber
abolido el dictado en el Trienio
Liberal nunca fue redactado o, al
menos si lo fue, no se publicó. La
abolición formal durante la Regencia
de María Cristina no fue otra cosa
que una ratificación de la ocurrida en
1820.

Referencias
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Cincuenta años de la inquisición en
el Tribunal de Cartagena de Indias.
p. 86. «la Inquisición americana
nunca se involucró en la conversión y
evangelización de los indígenas ,
pues éstos estaban al margen de su
jurisdicción desde la misma
promulgación de los edictos de
fundación de los tribunales
americanos ».
2. Martín Hernández, 1980, p. 16-17;
19.
3. Kamen, 2011, p. 17.
4. Kamen, 2011, p. 192.
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2013. Consultado el 2 de junio de
2016.
12. Kamen, 2011, p. 221.
13. Europa Press News Agency: Experto
descubre "linajes ocultos" de
moriscos que se quedaron en
Andalucía, a pesar de la orden de
expulsión (http://www.europapress.e
s/andalucia/noticia-experto-descubr
e-linajes-ocultos-moriscos-quedaron-
andalucia-pesar-orden-expulsion-201
01123171241.html) (In Spanish)
14. Citado en Kamen (2011, p. 264).
15. Kamen, 2011, p. 259.
16. Kamen (2011, p. 169); hablando en
especial del caso de Antonio Pérez,
que llegó a ser primer ministro de
Felipe II.
17. Kamen (2011, p. 53) (que cita a su
vez a H. C. Lea, I, p. 587)
18. Kamen (2011, p. 54) (que cita a su
vez a H. C. Lea, I, p. 590, Apéndice
11)
19. Kamen, 2011, p. 155-161.
20. García Cárcel, Ricardo: La
Inquisición, p. 21.
21. Kamen, 2011, p. 141.
22. García Cárcel, Ricardo, op.cit., p. 24.
23. Citado en Kamen (2011, p. 151).
24. Pérez, 2012, pp. 121-122.
25. Pérez, 2012, pp. 122-123.
26. Kamen, Henry (2011) [1999]. La
Inquisición Española. Una revisión
histórica (3.ª edición). Barcelona:
Crítica. p. 171. ISBN 978-84-9892-
198-4. «Al finalizar el sermón o el
credo, el inquisidor o su
representante sostenía un crucifijo
delante de la congregación y pedía a
todos que levantaran su mano
derecha, se persignaran y repitieran
después de él una solemne promesa
de ayudar a la Inquisición y sus
ministros. Entonces el inquisidor o su
representante procedía a leer el
edicto. »
27. Pérez, 2012, pp. 123-125.
28. Pérez, 2012, pp. 127-128; 131.
29. Kamen, 2011, pp. 173-174.
30. Kamen, 2011, pp. 178-179.
31. Kamen, 2011, pp. 174-175.
32. Kamen, 2011, p. 175.
33. Kamen, 2011, p. 179.
34. Pérez, 2012, pp. 130.
35. Kamen, 2011, pp. 180; 182.
36. Kamen, 2011, p. 183.
37. Kamen, 2011, p. 180.
38. Pérez, 2012, pp. 130-131.
39. Kamen, 2011, pp. 180, 181, 183, 184.
40. Garrad, Kevin (1960). «La Inquisición
y los moriscos granadinos (1526-
1580)» (https://digibug.ugr.es/bitstre
am/handle/10481/33572/Garrad.60.
pdf?sequence=1&isAllowed=y) .
Miscelánea de estudios árabes y
hebraicos. Sección Árabe-Islam 9:
69-70.
41. Kamen, 2011, p. 188.
42. Pérez, 2012, pp. 131.
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47. Kamen, 2011, p. 190-191.
48. Pérez, 2012, pp. 134.
49. Kamen, 2011, p. 187.
50. Kamen, 2011, p. 196.
51. Pérez, 2012, pp. 135.
52. Kamen, 2011, p. 191.
53. Pérez, 2012, pp. 135-136.
54. Pérez, 2012, pp. 136-138.
55. Pérez, 2012, pp. 138.
56. García Cárcel, Ricardo, op. cit., p. 39.
57. Kamen, Henry (2011). La Inquisición
en España. Una revisión histórica.
pp. 193-194. «El número
proporcionalmente pequeño de
ejecuciones un argumento eficaz
contra la leyenda de un tribunal
sediento de sangre. Nada,
ciertamente, puede borrar el horror
de los primeros y terribles años. Ni
pueden minimizarse ciertas
explosiones ocasionales de
salvajismo, como las padecidas por
los chuetas a finales del siglo xvii.
Pero está claro que la Inquisición,
durante la mayor parte de su
existencia, estuvo lejos de ser una
máquina de la muerte, tanto por sus
propósitos como por lo que
realmente podía llevar a cabo. »
58. Kamen, 2011, p. 198.
59. Pérez, 2012, pp. 138-139.
60. Pérez, 2012, pp. 139-140.
61. Gaceta de Madrid (https://www.boe.
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62. Gaceta de la Regencia de las
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63. Gaceta de Madrid (https://www.boe.
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23/07/1814, páginas 839 a 840
64. Gaceta de Madrid (https://www.boe.
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10/03/1820, página 253
65. Gaceta de Madrid (https://www.boe.
es/datos/pdfs/BOE//1834/150/A006
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17/07/1834, página 649
66. Citado en Kamen (2011, p. 62).
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Enlaces externos
Wikisource contiene obras originales
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Multimedia: Spanish Inquisition (http
s://commons.wikimedia.org/wiki/Cate
gory:Spanish_Inquisition) / Q184725
(https://commons.wikimedia.org/wiki/
Special:MediaSearch?type=image&se
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