Está en la página 1de 61

SIGAN AL CORDERO

Consejos para nuevos creyentes


Horatius Bonar

«Dejándonos ejemplo, para que vosotros sigáis sus pisadas»


1 Pedro 2:21


Sigan al Cordero
Horatius Bonar

Traducido del libro Follow the Lamb (en inglés), dominio público,
publicado por James Nisbet & Co., 1874.

Traducido al castellano por Julio Caro Alonso, © 2020. Prohibida la


reproducción total o parcial de esta obra por medio alguno sin permiso
escrito del traductor, a excepción de citas breves publicadas en reseñas.

Imagen de portada por Aaron Burden, tomada de la plataforma Unsplash.


Diseño de portada por Johanna Caro Alonso.

A menos que se indique lo contrario, todas las citas bíblicas fueron


tomadas de la versión Reina-Valera 1909, dominio público.

Editorial Roca Fuerte


editorialrocafuerte@gmail.com

«Para alabanza de la gloria de Su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el


Amado» Ef 1:6.

Contenido
Prefacio

SIGAN AL CORDERO

1. Esfuércense en la gracia que es en Cristo Jesús (2 Tim 2:1)

2. Mantengan la conciencia limpia

3. Retengan lo que han recibido

4. Sean honestos con ustedes mismos

5. Manténganse en compañía de Dios y de Su pueblo

6. Estudien la Biblia

7. Cuiden sus pasos

8. Quiten de ustedes la vanagloria y el amor a los elogios

9. Guárdense de Satanás

10. Cuídense de la verdad a medias

11. Hagan algo por Dios

12. Vivan esperando a su Señor

Conclusiones prácticas


Prefacio
He revisado y vuelto a escribir con mucho cuidado este librito, que
fue publicado por primera vez hace unos catorce años, mientras ocurría
un avivamiento importante en muchas regiones de Escocia.

Fue escrito como un breve libro o manual para aconsejar a los


nuevos creyentes. Ahora es republicado con el mismo propósito.

Abril de 1874.
SIGAN AL CORDERO
Es para ustedes, que son llamados por el nombre de Cristo, que se
han escrito estas páginas, a fin de que recuerden lo que Dios espera de
ustedes y los compromisos a los que los liga su nuevo nombre.

Ser cristiano es algo grandioso. El solo nombre es noble, más que


todos los títulos nobiliarios de la tierra. El hecho mismo es
inconcebiblemente bendito y glorioso. Decir «soy cristiano» es decir
«pertenezco a la nobleza de Dios; soy de la nobleza del cielo».

En consecuencia, mucho es lo que se espera de ustedes. No


deshonren el antiguo nombre familiar. No hagan nada indigno del que los
representa en el cielo y al que ustedes representan en la tierra. Él es fiel
para con ustedes; sean fieles para con Él. Que los hombres sepan qué
grandioso es el Señor y el Maestro al que ustedes sirven. Sean Sus
testigos, sean Su reflejo, sean Sus cartas vivientes. Dejen que Él hable al
mundo a través de ustedes; en verdad hablen de Él. Que sus vidas les
digan a sus prójimos lo que Él es, y lo que Él es para ustedes. Hablen bien
de Él con los hombres, así como Él habla bien de ustedes con Dios. Él los
ha honrado al darles Su nombre; los ha bendecido al concederles el
estatus de hijos, la realeza y una herencia eterna: asegúrense de hacerle
justicia a Su amor y magnifiquen Su grandeza.

Dejen que su luz brille. No la obstruyan, no la escondan ni la


mezclen con tinieblas. «Levántate, resplandece; que ha venido tu lumbre,
y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti» (Is 60:1).

La luz que han recibido es la del amor; déjenla brillar. Es la luz de la


verdad; déjenla brillar. Es la luz de la santidad; déjenla brillar. Y si alguien
pregunta: «¿Cómo puedo obtener la luz y mantenerla brillando en su
máximo esplendor?», le respondo: «TE ALUMBRARA CRISTO» (Ef 5:14). Hay
suficiente luz en el que es la luz del mundo: «El Cordero era su lumbrera»
(Ap 21:23). No hay luz para el hombre que no venga del CORDERO. Es la
cruz, solo la cruz, la que ilumina el alma oscura y la mantiene brillando,
de modo que andemos en luz como Él está en luz, pues «Dios es luz, y en
él no hay ningunas tinieblas».

Sean leales con el que los amó y los lavó de sus pecados con Su
propia sangre. Él merece recibir su lealtad. Es lo menos que pueden
hacer por Él.

Síganlo. Las primeras palabras que Él les dirigió fueron «Venid a


mí». Ustedes acudieron y hallaron descanso, pero Él añade otros dos
mensajes: «Permaneced en Mí» y «Sígueme». Toma tu cruz como Él tomó
la Suya, y síguelo. Sal fuera del campamento llevando Su vituperio (Lc
9:23; Heb 13:13). Por infamia y por buena fama, síguelo. Él te atrae, guía
y guarda, así que síguelo. Toda tu vida debe consistir en seguir
continuamente al Señor. «Si alguno me sirve, sígame: y donde yo
estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre
le honrará» (Jn 12:26). «Mis ovejas oyen mi voz… y me siguen» (Jn
10:27). Pedro describe a los creyentes como «Seguidores de AQUEL QUE ES
BUENO» (1 Pe 3:13 [esta es la traducción correcta del pasaje, no «de lo
bueno»]). Además, la promesa certera dice: «El que ME SIGUE, no andará en
tinieblas, mas tendrá la lumbre de la vida» (Jn 8:12).

Al seguirlo, mirarás hacia delante, pues Él afirmó Su rostro para


subir a Jerusalén, y cuando Pedro quiso impedir que fuera a la cruz,
respondió: «Quítate de delante de Mí, Satanás» (Mt 16:23). También
mirarás hacia arriba, pues Él «alzó los ojos al cielo» y la postura que tú
debes asumir es la de «levantar la mirada» con los afectos puestos en las
cosas de arriba (Col 3:1). Debes soportar la contradicción de los
pecadores como Él lo hizo (Heb 12:3). Debes tener por mayores riquezas
el vituperio de Cristo que todos los tesoros mundanales (Heb 11:26).
Debes mantener la mirada puesta en el que fue «despreciado y
desechado entre los hombres», pero aun así fue «manso y humilde de
corazón», cuyo corazón no se envaneció ni sus ojos se enaltecieron ni
anduvo en grandezas ni en cosas para él demasiado sublimes, en aquel
que se comportó y acalló su alma como un niño destetado de su madre,
cuya alma estuvo como un niño destetado (Sal 131:1, 2).
Ustedes comenzaron dándole la espalda al mundo y «mirando a
Jesús»: sigan siempre así. Mirarlo a Él les dio descanso en un comienzo y
les sanó el alma; de la misma manera, mirarlo a Él cada día los
mantendrá en ese descanso y perfeccionará su salud espiritual. «Mirar a
Jesús» les dará luz en las horas tenebrosas, los fortalecerá en la
debilidad, los consolará en la dificultad, los animará en el día del agobio.
Si sus ojos llegan a apartarse de la cruz1, de seguro retrocederán, se
enfriarán y olvidarán que fueron purificados de sus antiguos pecados (2
Pe 1:9). Esa cruz es vida, salud, santidad, consuelo, fuerza y gozo: no
dejen que nada se interponga entre ustedes y ella. A la luz de esa cruz,
sigan su curso constantes, pues no puede haber tinieblas duraderas para
aquel en cuyo sendero se halla brillando esa cruz. Puede que encuentre
nubes y eclipses, pero esa luz no puede apagarse, ese sol nunca se pone.

Recuerden lo que son y lo que Dios espera de ustedes. Vivan a la


altura de su propia profesión, de su propia fe, de sus propias oraciones.

Dios ha tenido misericordia de ustedes, y en Su gran amor ha


puesto Su mano omnipotente sobre ustedes para que pudieran ser
salvos. Envió desde lo alto, los tomó y los sacó de las muchas aguas (Sal
18:16), librándolos así no solo «de la ira que ha de venir» (1 Tes 1:10),
sino también «de este presente siglo malo» (Gal 1:4). Por Su poder y
gracia, los ha convertido del error de sus caminos, y uno de los muchos
nombres por los que, desde ese momento, ustedes han de ser conocidos
es el de «conversos» o «transformados».

Sin embargo, su «conversión» o «transformación» no es más que un


simple comienzo. No es el todo, sino solo el primer paso. Cada uno de
ustedes es un «discípulo», es decir, una persona bajo enseñanza, pero su
enseñanza, su discipulado, apenas ha comenzado. Tu vida es un libro.
Puede llegar a ser un volumen de mayor o menor tamaño, y la conversión
es apenas la portada o el prefacio. El libro mismo aún debe ser escrito, y
tus años, semanas y días son sus capítulos, hojas y líneas. Es un libro
escrito para la eternidad: asegúrate de escribirlo bien. Es un libro que
será inspeccionado tanto por enemigos como por amigos: cuida cada
palabra. Es un libro escrito bajo la mirada de Dios: prodúcelo con
reverencia, sin ligereza, pero a la vez sin apremio ni terror.

Permítanme darles algunos consejos. Pronto sentirán su necesidad


de ellos, a no ser que, tal vez, sean demasiado sabios como para aprender
y estén «vanamente hinchados en el sentido de su propia carne».


1. Esfuércense en la gracia que es en Cristo Jesús
(2 Tim 2:1)
Fue esta gracia o amor gratuito la que empezó con ustedes, y con la
que ustedes empezaron. Fue esa gracia la que ustedes «prendieron» o,
más bien, la que los «prendió» a ustedes. Además, el carácter especial
con que ustedes cuentan es el de hombres que «conocen la gracia de
Dios» (Col 1:6), que han «gustado que el Señor es benigno» (1 Pe 2:3),
hombres de los que Dios ha tenido compasión (Rom 9:15), hombres a los
que Él ha mostrado Su amor perdonador. Así son llamados ustedes.

Esta gracia de Dios es tu fortaleza, y también tu gozo. Solo si


permaneces en ella, podrás vivir verdaderamente la vida de los
redimidos. Esfuérzate, entonces, en esta gracia; obtén tu gozo de ella, y
ten cuidado de tornarte a otra cosa en busca de frescura, consuelo o
santidad. Aunque eres creyente, sigues siendo pecador ―pecador hasta el
final― y, como tal, nada te puede servir sino el amor gratuito de Dios.
Esfuérzate en él. Recuerda que fuiste salvo al creer, no al dudar; por
tanto, no dudes, sino cree. Apóyate continuamente en Cristo y Su
plenitud para recibir esta gracia. Si en algún momento eres seducido y te
apartas de ella, regresa a ella sin tardar, acude a ella nuevamente tal
como lo hiciste al comienzo. Si quieres recuperar la paz perdida, regresa
donde la obtuviste en un principio. Comienza tu vida espiritual una vez
más: ve de inmediato al lugar del descanso. Donde abundó el pecado, que
sobreabunde la gracia. No te vuelvas a tus sentimientos, experiencias o
evidencias buscando obtener de ellas la renovación de la paz que
perdiste. Vuelve de inmediato al amor gratuito de Dios. Encontraste paz
allí al principio; encontrarás paz allí hasta el final. Ese fue el principio de
tu confianza; que sea tanto el final como el principio.

Esta gracia abundante, entendida correctamente, no te hará pecar.


No relajará la moralidad ni hará que la inconsistencia parezca
insignificante. Magnificará el pecado y realzará su maldad ante tus ojos.
Tu solidez o «firmeza» en la gracia (Rom 5:2) será tan fuerte y bendita
como puede ser. Si tus pies están «calzados con el apresto del evangelio
de paz» (Ef 6:15), serás capaz de «estar firme» y «resistir», solo entonces.
Recuerda cómo Pablo y Bernabé instaron a esto mismo a los judíos de
Antioquía, persuadiéndolos a «que permaneciesen en la gracia de Dios»
(Hch 13:43; Gal 5:4; Tit 2:11; 1 Pe 5:12).


2. Mantengan la conciencia limpia
La primera vez que ustedes vieron la cruz, y entendieron el
significado de la sangre, sus conciencias fueron limpiadas «de las obras
de muerte» (Heb 9:14), y fue esa limpieza de conciencia la que les dio
paz. No es que hayan dejado de ser pecadores o hayan perdido la
conciencia de serlo, sino que hallaron algo que pacificó en justicia sus
conciencias e hizo que sus sentimientos hacia la ley y el Legislador
fueran como si ustedes nunca hubieran sido culpables.

Es fijando constantemente la mirada en esta sangre propiciatoria


que podrán mantener sus conciencias limpias y sus almas en paz. Es solo
esta sangre la que puede limpiar los pecados continuos que aparecen en
sus conciencias y que, de no ser limpiados de inmediato, lograrán
mancharla y nublar la paz. Ustedes saben que el acero de la espada más
fina puede llegar a oxidarse por una gota de agua. Sin embargo, si, en
lugar de permitir que el agua permanezca allí, la limpiamos tan pronto
cae en la espada, no dañará el acero ni producirá óxido. No obstante, si
por negligencia u alguna otra razón permitimos que el agua permanezca,
surgirá el óxido, que destruirá tanto el filo como el brillo del arma. Lo
mismo ocurre con el pecado. Tan pronto cae sobre la conciencia, hay que
aplicar la sangre; de lo contrario, las consecuencias serán ceguera y
dudas. Recuerden que es la sangre¸ solamente la sangre, la que puede
quitar esos efectos.

Si cuando pecas no vas de inmediato a la sangre para ser limpiado y


perdonado, sino que acudes primero a cualquier otra cosa, solo
empeorarás lo que ya es malo. Si evitas ir directamente a Cristo y Su
sangre ―si tratas de acercarte sigilosa e indirectamente, como si
esperaras librarte de parte del pecado antes de llegar a la fuente para
que la maldad ya no sea tan mala como en el momento en que la
cometiste―, no limpiarás tu conciencia; más bien, dejarás la carga y la
mancha donde mismo estaban. Si dices: «Pero estoy tan agitado por el
pecado, tan decaído y avergonzado al pensar en lo que he hecho, que no
me atrevo a ir directo a la sangre. Debo orar o leer hasta mejorar mi
condición y entonces iré a ser lavado», estás negando el método que Dios
usa para limpiar la conciencia y subestimando la sangre. Estás volviendo
a tus antiguas sendas de justicia propia y estás impidiendo la
restauración de la paz perdida, pues estás poniendo un obstáculo entre
tu conciencia y la sangre.

Por lo tanto, mantén la conciencia limpia mediante la aplicación


continua de la sangre, y encontrarás que ello, en lugar de animarte a
pecar, hará que sientas más vergüenza y miedo por el pecado que los que
sentirías si te hubieras desecho de él a tu propia manera orgullosa y
autosuficiente. ¿Qué puede ser más apropiado para hacerte temer y odiar
el pecado que verte forzado a acudir con él continuamente a Dios y tratar
directamente con Dios con relación a su perdón?

Cultiva una conciencia tierna, pero asegúrate de que no sea


enfermiza o mórbida. La conciencia tierna mira honesta y claramente la
verdad y el deber, y actúa en consecuencia. La conciencia enfermiza pasa
por alto lo amplio y lo general, y siempre está buscando nimiedades y
sutilezas, cuestionando cosas sin importancia. Debido a ello, produce un
cristianismo rígido, una religión artificial que se parece muy poco al
caminar erguido pero holgado del que posee la libertad de Cristo. Sé
natural, sé sencillo, sé holgado en tus palabras y tus maneras, no sea que
parezca que estás actuando. Abriga un espíritu libre, un gran corazón y
una conciencia limpia, así como lo hizo el apóstol, que, aunque se
compadeció del «hermano flaco» (1 Co 8:9-13), se negó a permitir que su
libertad en Cristo se viera reducida por la conciencia mórbida de otra
persona. Por supuesto, cuídate de los pecados pequeños, pero asegúrate
de que son pecados. No omitas ningún deber pequeño, pero cerciórate de
que son deberes. Una conciencia tierna y tranquila no transforma al
individuo en un «cascarrabias» complicado ni mucho menos en un
altanero malhumorado; lo vuelve franco, alegre, hermanable y servicial
en la familia, en la tienda, en la congregación y en el mercado, sea esa
persona pobre o rica. Por eso, los demás no pueden evitar ver cuán grata
es su salida y su entrada cuando come su pan «con alegría y con sencillez
de corazón» (Hch 2:46) y adorna así «en todo la doctrina de nuestro
Salvador Dios» (Tit 2:10).

3. Retengan lo que han recibido
Tengan cuidado con la flexibilidad: no sean llevados de acá para
allá por doctrinas diversas y extrañas. Es mala señal cuando un hombre
está cambiando frecuentemente de parecer y adoptando nuevas
opiniones. «Buena cosa es afirmar el corazón en la gracia» (Heb 13:9), y
es bueno conservar hasta el fin el principio de nuestra confianza (Heb
3:14). Ustedes comenzaron con la «justicia de Dios», y descubrieron que
es una cubierta amplia y un lugar de descanso idóneo. El hecho de que
Dios le haya imputado los pecados de ustedes a Cristo y a ustedes les
haya sido imputada Su justicia les trajo gozo y paz cuando sentían que la
carga del dolor era demasiado pesada para poder llevarla. Nunca se
suelten de esa verdad. Continúen regocijándose en ese bendito
intercambio. Que la justicia del Justo sea su revestimiento diario.

Cuando el hombre se cansa de lo antiguo y siempre está


aferrándose a lo nuevo, pareciera que ha caído en el engaño de apartarse
de la simplicidad que es en Cristo y ha perdido su gusto por las cosas de
Cristo. Es más, por poco parece que nunca ha sido «arraigado y
cimentado en amor». El amor por lo nuevo ha sido la ruina de muchas
almas. «Alguna cosa nueva», ese es el deseo, no solo de las personas de
Atenas, sino de muchos en la Iglesia de Dios. Son inquietos, llevados de
acá para allá por doctrinas diversas y extrañas. Las verdades antiguas les
parecen aburridas y añejas (Ef 4:14; Heb 13:9; 1 Jn 4:1). Cuídense de la
«comezón de oír» y de «amontonar maestros» (2 Tim 4:3).

Junto al amor a lo nuevo a menudo vemos el amor a la controversia,


que es casi igual de pernicioso, incluso si toma el lado de la verdad. Quien
prefiere pelear con respecto a la comida antes que ingerirla
probablemente se quedará flaco. A veces es necesario que vengan las
disputas, al igual que las ofensas, pero, como la «navaja amolada» de la
que habla David (Sal 52:2), «hacen engaño» y es difícil maniobrarlas de
forma segura. A menudo devoran el amor, incluso si no destruyen la fe.
De todas formas, aférrate a la verdad; es más, si el error te asalta,
contiende «eficazmente por la fe que ha sido una vez dada á los santos»;
«retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona». Resiste a
Satanás «firme en la fe», ya sea que se presente como el príncipe de las
tinieblas o como un ángel de luz. No coquetees con el error ni manipules
la verdad. «Compra la verdad» (Pr 23:23), cueste lo que cueste, pero «no
la vendas» ni por todo el oro y la plata del mundo.

Y así, en guardia contra los errores y los cambios, cuídate también


del entusiasmo. El «sentir que hubo también en Cristo» es calmo, no
inquieto y alborotado; la obra del Espíritu es calmar, no agitar, y la
tendencia del evangelio y de toda la verdad bíblica es calmar, no turbar.
No uses lenguaje fuerte, frases desconcertantes e imágenes salvajes que
pueden estremecer a los demás. El Espíritu de Dios no está en el fuego, el
terremoto ni el huracán, sino en el silbo apacible y delicado. Cuídate del
sensacionalismo, ya sea en la experiencia religiosa, en la declaración de
los hechos o en la exposición de la verdad. La mera emoción y el mero
sentimentalismo, no solo se extinguen, sino que a menudo dejan a su
paso insensibilidad, si no una conciencia cauterizada. El Maestro siempre
fue calmado: la calma es verdadera fortaleza o, por lo menos, el resultado
de la fortaleza. Así como el poderoso vendaval mantiene bajas las aguas
sobre las que se precipita, la verdadera intensidad del sentimiento
espiritual no se manifiesta en gritos fuertes, sino en la profundidad y
solemnidad de la calma que difunde por el alma, y se expresa en palabras
breves de tranquila simplicidad.

Sin embargo, no creas todo lo que oigas decir a los mundanos o a


los cristianos poco comprometidos sobre el «entusiasmo» que acompaña
los avivamientos. La conversión no es entusiasmo, el celo no es
entusiasmo, el amor por las almas no es entusiasmo, el temblor ante la
Palabra no es entusiasmo, e incluso si hubiera algo de entusiasmo en las
«reuniones de avivamiento», más vale que lo haya antes que las almas
perezcan. Hay más entusiasmo en el teatro, el salón de baile, el concierto,
las reuniones políticas y las elecciones parlamentarias, incluso en las
«tranquilas» reuniones sociales de la tarde. Sin embargo, la gente no se
queja de esos eventos ni se enoja por ellos. De todas formas, sé calmo,
pero no supongas que todo entusiasmo es pecaminoso o hipócrita. El
entusiasmo no es bueno, pero algunas cosas son incluso peores. Un
cristianismo opaco y somnoliento es peor, mucho peor; un formalismo
rígido y frío es peor, mucho peor; una religión mundana y simplista es
peor, mucho peor. Es bueno «ser celosos en bien siempre» (Gal 4:18) y
ser «ardientes en espíritu» (Rom 12:11). «Todo lo que te viniere á la
mano para hacer, hazlo según tus fuerzas» (Ec 9:10). Si vale la pena
hacer algo, hazlo bien: pon tu alma en ello, hazlo «de ánimo» (Col 3:23).


4. Sean honestos con ustedes mismos
«Si nos examinásemos á nosotros mismos, cierto no seríamos
juzgados» (1 Co 11:31), es decir, si tan solo nos juzgáramos a nosotros
mismos cabalmente, nos ahorraríamos los castigos divinos. Sin embargo,
no somos veraces con nuestras propias almas. Actuamos con mano
negligente en lo que tiene que ver con nuestros propios pecados y
dejamos sin reprensión ni condena ciertas cosas en nosotros mismos que
sí tenemos la agudeza de identificar y reprender en otros. Sean honestos
con cada área de sus vidas diarias, con el deber, la prueba, el sacrificio, la
abnegación y la paciencia con otros. Tengan cuidado con la parcialidad y
la autoindulgencia en la verdad, la experiencia o la práctica. Recuerden
que todas las cosas tienen dos caras: una conciencia tierna y una mente
balanceada lidian con las dos. Sean honestos con su conciencia en todas
las cosas, grandes y pequeñas, espirituales y temporales. Sean honestos
con la Iglesia de Dios y con los hermanos. Sean honestos con Dios, Padre,
Hijo y Espíritu Santo.

¡Qué extraño es que en las cosas espirituales no solo tratemos de


engañar a los demás, sino también a nosotros mismos! No obstante, así es.
No queremos ver con malos ojos nuestro propio caso, pensar mal de
nosotros mismos, actuar como duros censores de nuestras propias
omisiones y comisiones. Tenemos pocas excusas para los demás, pero
muchas para nosotros; males que nos parecen monstruosos en otros son
bagatelas en nosotros. Cuando observamos a los demás, usamos un
microscopio; cuando nos miramos a nosotros mismos, o bien cerramos
los ojos o nos colocamos un velo. Este actuar deshonesto es muy
pernicioso; este «encubrimiento del pecado» es destructivo para la paz y
el progreso. Cuando recordamos que toda deshonestidad hacia nosotros
mismos en realidad es deshonestidad hacia Dios, la maldad se muestra
más odiosa e inexcusable (Os 11:12). Sean honestos y rectos ante Dios y
los hombres. Sean honestos y rectos con sus propias conciencias, con la
sangre del rociamiento y con la ley que es «santa, y justa, y buena». No
agasajen sus propios corazones, no le mientan a la conciencia ni piensen
en engañar a Dios (Sal 101:7; Jer 9:6; 17:9; Gal 6:3; Stg 1:22; 1 Jn 1:8).

5. Manténganse en compañía de Dios y de Su
pueblo
La intimidad con Dios es la mismísima esencia de la religión y el
fundamento del discipulado. En la interacción con el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo vivimos las partes más reales de nuestras vidas, y todas las
partes que no vivimos en comunión con Aquel en quien «vivimos, y nos
movemos, y somos» son irreales, falsas, infructuosas e insatisfactorias.
Una cosa es entender la doctrina, otra es tener intimidad con Dios.
Siempre debieran ir de la mano, pero a menudo las vemos separadas, y
cuando está la primera sin la segunda, existe una religión dura, arrogante
y hueca. Sean enseñados por Dios (Job 36:22; Jer 23:30), saquen la
doctrina de Sus labios, aprendan la verdad de rodillas. Tengan cuidado
con las opiniones y las especulaciones: se transforman en ídolos y avivan
el orgullo intelectual; no alimentan el alma; nos quitan la savia y el
corazón; son como la escarcha invernal que se pega en el cristal de las
ventanas e impide que ingrese la calidez del sol.

Que Dios sea tu compañero, tu amigo cercano, tu instructor, tu


consejero. Llévalo contigo a la alcoba, a la oficina, a la tienda, al mercado,
al tren y al barco. Cuando hagas fiesta e invites huéspedes, invítalo
también a Él. Él siempre está dispuesto a asistir, y no hay compañía que
se le iguale. Cuando estés perplejo y pidas consejo a tus amigos, que Él
sea uno de los amigos que te aconsejen. Cuando te sientas solo,
transfórmalo en el compañero de tu soledad. Si los demás te conocen
como alguien dado a la compañía divina, te ahorrarás muchas compañías
y conversaciones inútiles. No te sentirás como en tu casa con los
mundanos, ni ellos se sentirán así contigo. No elegirás al cristiano a
medias, al formalista o al que sirve a dos señores como amigo, ni ninguno
de ellos buscará tu comunión.

Cuando te veas inmerso en la sociedad del mundo debido a tus


negocios o relaciones, como puede que ocurra en ocasiones, no dejes de
ser el cristiano. Tampoco intentes excusar la mundanalidad de las
personas con las que estás obligado a asociarte, pues eso simplemente es
tratar de excusarte a ti mismo por asociarte con ellas. No trates de
hacerte creer a ti mismo o hacerles creer a ellos que son religiosos
cuando no es así. Más bien, muéstrales de quién eres discípulo, no
necesariamente con palabras, sino con una línea de conducta más
expresiva y eficaz que las palabras. No te conformes al mundo para
agradar a los hombres o salvarte de sus mofas y burlas. No tengas miedo
de orar pidiendo la bendición por los alimentos, de hacer el culto familiar
ni de iniciar conversaciones religiosas porque se halla presente un
mundano. Mantente en constante compañía del gran Dios de los cielos y
la tierra y deja que todas las otras compañías sean reguladas por la Suya.
Ve donde quieras si lo puedes llevar contigo; no vayas a ningún lugar
donde Él no sea admitido o donde estés obligado a ocultar o disfrazar tu
condición de discípulo divino por un tiempo. Cuando José descendió a
Egipto, llevó al Niño con él (Mt 2:21); así también tú, dondequiera que
vayas, lleva al Niño contigo.

Tengan cuidado con la decadencia en la oración. Cuando sientan


que su alcoba se está transformando en un lugar aburrido, pueden estar
seguros de que algo anda mal. Ha comenzado la rebelión. Vayan de
inmediato a Dios pidiéndole que la «medicine» (Os 14:4). No jueguen con
ella ni recurran a otros expedientes para aliviar la apatía, expedientes
como acortar el tiempo devocional o comprar libros religiosos animados
con el propósito de quitar el cansancio. Vayan de inmediato al Gran
Vivificador con el siguiente clamor: «Vida nos darás, é invocaremos tu
nombre» (Sal 80:18). Tengan cuidado con orar de forma descuidada y
superficial, como un jornalero que hace su trabajo solo para terminarlo.
Oren en «el Espíritu Santo» (Jud 20). Oren «sin cesar». Oren con fervor
honesto y fe sencilla, como hombres que de verdad desean lo que piden y
esperar recibirlo todo. Pocas cosas tienden más a adormecer el alma,
endurecer el corazón y acabar con la espiritualidad que la oración fría y
formal. Carcomerá como gangrena. Témanla y huyan de ella. No hagan
burla de Dios pidiéndole cosas que no desean o pretendiendo desear algo
que no les interesa. «El fin de todas las cosas se acerca: sed pues
templados, y VELAD EN ORACION» (1 Pe 4:7).
Estén mucho tiempo a solas con Dios.2 No le nieguen un cuarto de
hora cada mañana y cada tarde. Inviertan tiempo para familiarizarse por
completo. Conversen de todo con Él. Ábranse a Él completamente:
cuéntenle de cada pensamiento, sentimiento, deseo, plan y duda. Él
quiere dialogar con Sus criaturas, ¿no querrán sus criaturas dialogar con
Él? Él no solo quiere estar «en buenos términos» con ustedes ―si
podemos usar lenguaje humano―, sino desarrollar intimidad: ¿le negarán
la intimidad satisfaciéndose con conocerlo de lejos? ¡¿Qué?!
¡¿Desarrollarán intimidad con el mundo, con amigos, con vecinos, con
políticos, con filósofos, con naturalistas y con poetas, pero no con Dios?!
Eso de verdad es enfermizo. ¡Es necio preferir el barro antes que el
alfarero, el mármol antes que el escultor, esta diminuta tierra y sus
criaturas inferiores antes que el poderoso Creador del universo, el gran
«Todo en todo»!

No rehúyan estar solos. Gran parte de la verdadera vida del


verdadero hombre debe vivirse así. Por ello, David Brainerd escribe: «Mi
estado de soledad no hace que las horas pesen en mis manos. ¡Oh, qué
gratitud tengo por ese retiro! Encuentro que no llevo una vida cristiana, y
parece que no puedo llevarla, cuando estoy en público y no puedo pasar
el tiempo que debería en devoción, conversación y meditación seria.
Estas semanas en que ahora estoy obligado a estar lejos de casa para
aprender el idioma de los indios pasan mayormente en perplejidad y
aridez, sin mucho deleite en las cosas divinas, y me siento como un
extraño ante el trono de la gracia por no retirarme con más frecuencia y
constancia».

No supongan que el retiro para conversar con Dios obstaculizará su


trabajo. Los ayudará grandemente. La abundante comunión privada con
Dios los hará siete veces más exitosos. Oren mucho si quieren trabajar
mucho y si quiere trabajar más, oren más. Cuando se veía presionado con
más ocupaciones de lo usual, Lutero solía decir: «Debo orar más hoy».
Sean como él en el día del trabajo o de la prueba. No crean que el mero
hecho de trabajar los mantendrá rectos o los enderezará. El reloj no
puede funcionar hasta que se arregla su resorte. El trabajo no les servirá
de nada hasta que hayan acudido a Dios para pedirle un corazón
trabajador. Tratar de mejorar el estado de los sentimientos a punta de
trabajo no solo es totalmente inútil, sino también perjudicial. Ustedes
dicen: «Quiero sentir más y amar más». Muy bien, pero no pueden lograr
eso a punta de trabajo. Cuando alguien siente su frialdad, yo nunca le
digo: «Ve y trabaja». El trabajo, si no es de corazón, solo los enfriará más.
Deben ir directamente a Jesús con ese corazón frío y calentarlo en Su
cruz. Entonces, el trabajo será una necesidad y a la vez un deleite exitoso.


6. Estudien la Biblia
No la ojeen ni la lean: estúdienla, cada una de sus palabras. Estudien
toda la Biblia, el Antiguo y el Nuevo Testamento; no solo sus capítulos
favoritos, sino toda la Palabra de Dios de principio a fin. No se
compliquen con los comentaristas: pueden ser de provecho si se
mantienen en su lugar, pero ellos no son sus guías; su guía es «el
Intérprete», el muy escogido (Job 33:23) que los llevará a toda la verdad
y los guardará de todo error.

No estoy diciendo que no deban leer ningún libro que no sea la


Biblia. Todo lo que es verdadero y bueno vale la pena leerlo, si tienen
tiempo, y todo, usado correctamente, los ayudará a estudiar las
Escrituras. El cristiano no cierra los ojos a las escenas naturales de
belleza que lo rodean. No cesa de admirar las colinas, los llanos, los ríos y
los bosques de la tierra porque ha aprendido a amar al Dios que los hizo;
tampoco se aparta de los libros científicos ni de la verdadera poesía
porque ha descubierto un libro más veraz, más precioso y más poético
que todos los otros juntos. Además, el alma no puede mantenerse en una
sola postura más que el cuerpo. El ojo debe ser aliviado por la variedad
de los objetos, y las extremidades, por el movimiento; así también el
alma debe ser aliviada mediante el cambio de temas y posiciones. «Toda
verdad es preciosa, aunque no toda divina». Entonces, en la medida en
que lo permita el tiempo y se presente la oportunidad, «inquiramos y
busquemos con sabiduría sobre todo lo que se hace debajo del cielo».

Sin embargo, que la Biblia nos sea el libro de los libros, el único
libro del mundo que tiene solo palabras veraces, y solo versículos que
son sabiduría. Al estudiarla, asegúrense de recibirla como es en verdad,
la revelación de los pensamientos de Dios que nos ha sido dada en las
palabras de Dios. Si solo fuera un libro de pensamientos divinos y
palabras humanas, sería de poco provecho, pues nunca podríamos estar
seguros de que las palabras en verdad plasman los pensamientos. Es
más, podríamos estar bastante seguros de que el hombre equivocaría las
palabras al tratar de encapsular los pensamientos divinos. Por lo tanto, si
solo tuviéramos las palabras del hombre, es decir, la traducción humana
de los pensamientos divinos, tendríamos uno de los libros más pobres e
incorrectos de todos, algo así como lo que obtendríamos si las obras de
Homero y Platón fueran vertidas al castellano por un niño de seis años.
Sin embargo, como sabemos que tenemos pensamientos divinos
plasmados en palabras divinas gracias a la inspiración de un Traductor
inerrante, nos sentamos a estudiar el volumen celestial con la certeza de
que en todas sus enseñanzas hallaremos la perfección de la sabiduría y
de que en su lenguaje encontraremos la expresión más precisa de esa
sabiduría que el habla finita del hombre puede proferir.

Toda palabra de Dios es tan perfecta como pura (Sal 19:7; 12:6).
Leamos y releamos las Escrituras, meditando en ellas de día y de noche.
Nunca envejecen, nunca pierden la savia, nunca se secan. Aunque, como
he dicho, es bueno y útil leer otros libros si son buenos y veraces, tengan
cuidado de leer demasiados. No dejen que un libro del hombre deje en un
rincón el libro de Dios. No permitan que los comentarios sofoquen el
texto ni dejen que lo que es verdadero y bueno deje fuera lo que es mejor
y más veraz.

En especial, cuídense de la lectura ligera. Eviten las novelas: son la


maldición literaria de nuestra época. Son para el alma lo que las pasiones
ardientes son para el cuerpo. Si son padres, mantengan las novelas lejos
del sendero de sus hijos. Pero sean o no padres, no las lean ustedes
mismos ni les den a otros el ejemplo de leer novelas. No permitan que las
novelas descansen sobre su mesa ni que se vean en sus manos o aun en
su equipaje de viaje. La «lectura ligera para el viaje» ha causado daños
profundos en muchos jóvenes y jovencitas. La literatura liviana de
nuestros días está obrando todo un mundo de males: vicia los gustos de
los jóvenes, debilita sus mentes, los incapacita para los trabajos duros de
la vida, devora su amor por la Biblia, les enseña una moralidad falsa y
crea en el alma un estándar irreal respecto a la verdad, la belleza y el
amor. No sean demasiado aficionados al periódico. Aun así, léanlo para
que sepan tanto lo que el hombre está haciendo como lo que Dios está
obrando, y saquen de todo lo que lean material para meditar y orar.
Eviten las obras que bromean con lo que es bueno o malo, no sea que
inconscientemente adopten un falso estándar de la verdad y el deber, el
estándar del ridículo, y así le tomen miedo a hacer lo recto por la sola
causa de la rectitud, temiendo el desdén del mundo y subvalorando una
buena consciencia y la sonrisa aprobatoria de Dios. Seleccionen siempre
sus lecturas y comiencen todo lo que leen buscando la bendición de Dios.
Sin embargo, asegúrense de que su deleite en la Biblia sea mayor que
todos los demás deleites, y apenas comiencen a sentir un goce mayor en
otro libro, déjenlo a un lado hasta que hayan buscado la liberación de esa
trampa y el Espíritu Santo les haya otorgado un deleite más intenso, un
apetito más voraz, por la Palabra de Dios (Jer 15:16; Sal 19:7-10).


7. Cuiden sus pasos
Tengan cuidado, no solo de caer, sino también de tropezar. «Mirad,
pues, cómo andéis avisadamente; no como necios, mas como sabios»,
como hombres en territorio enemigo, como viajeros que escalan una
montaña cubierta de hielo resbaloso y rodeada de terribles precipicios,
donde cada paso puede significar una caída y cada caída, un salto al
abismo. Tengan cuidado de los pequeños resbalones, de las
inconsistencias leves, como se les dice: son el comienzo de toda rebelión
y son malas en sí mismas, además de odiosas ante los ojos de Dios.
Mantengan sus vestiduras inmaculadas (Ap 3:4); tengan tanto cuidado
con las manchitas como con las manchas o roturas más groseras. Apenas
descubran una mácula, por pequeña que sea, vayan a lavarla a la fuente,
para sus vestidos siempre sean blancos y, por consiguiente, agradables
ante los ojos de Aquel a quien ustedes pertenecen y sirven. Crucifiquen
«la carne con los afectos y concupiscencias» (Gal 5:24). «Amortiguad,
pues, vuestros miembros que están sobre la tierra» (Col 3:5).

Recuerden las palabras del Señor para Su Iglesia: «Mas tienes unas
pocas personas en Sardis que no han ensuciado sus vestiduras: y
andarán conmigo en vestiduras blancas; porque son dignos».
Manténganse alejados de la jovialidad del mundo, y cuídense de las que
llaman «distracciones inocentes». No condeno todas las distracciones,
pero espero que sean útiles y provechosas, no solo inocentes. El baile y los
juegos de cartas son los instrumentos que el mundo usa para matar el
tiempo. Son trocitos del mundo y de las sendas del mundo que les
entramparán los pies y los alejarán de la cruz. Abandónenlos.
Manténganse lejos del salón de baile, de la ópera, del oratorio, del teatro.
Los vestidos, la ostentación y los espectáculos son trampas mortales.
Despójense de la liviandad y la frivolidad, de toda conversación tonta y
de todo chisme, recordando las palabras del apóstol: «Ni palabras torpes,
ni necedades, ni truhanerías, que no convienen» (Ef 5:4), y «Ninguna
palabra torpe salga de vuestra boca, sino la que sea buena para
edificación, para que dé gracia á los oyentes. Y no contristéis al Espíritu
Santo de Dios, con el cual estáis sellados para el día de la redención» (Ef
4:29, 30).

«Huye también los deseos juveniles» si eres joven o jovencita.


Huyan de todas las concupiscencias, sean jóvenes o ancianos. Eviten las
compañías superficiales y no se deleiten en la conversación de las
«personas vanas». «Apartaos de toda especie de mal». Sean tan cristianos
en las cosas pequeñas como en las grandes. Teman los pecados
pequeños, los errores pequeños, las pequeñas omisiones del deber.
Tengan cuidado de los pasos en falso, y si dan uno, retrocedan apenas lo
descubran. Si perseveran en él, las consecuencias pueden ser meses de
dolor.

«Ese pecado amado te va a costar muy caro».

Recuerden que, como comenta un escritor francés, tarde o


temprano «toda corona de flores se transforma en una corona de
espinas».

Rediman el tiempo: gran parte de su progreso depende de esto.


Sean hombres y mujeres de disciplina y puntualidad. No pierdan ningún
momento: tengan siempre algo que hacer y háganlo. Utilicen los breves
espacios de la vida, los intervalos cortos entre los distintos compromisos.
Tengo un amigo que, un invierno, leyó unos cinco o seis volúmenes
grandes utilizando los breves intervalos entre el culto familiar y el
desayuno. Empaquen bien sus vidas. El portamaletas puede contener el
doble de objetos si están bien empacados: presten atención, pues, al
empaque de cada día y cada hora. Haciendo esto, podrán ahorrar años.
¡Cuántos han «resbalado» y «caído» debido a la ociosidad! ¡Cuántos
comienzan cientos de cosas y no terminan nada, malgastan las horas de
sus mañanas y sus tardes, duermen más tiempo del necesario, cumplen
sus deberes sin seriedad, corriendo de trabajo a trabajo, de libro a libro o
de reunión a reunión en lugar de ser calmos, metódicos y enérgicos! Así
se va la vida lentamente, y cada tarde el sol se pone dejando a su paso
doce horas desperdiciadas y una conciencia inquieta e insatisfecha. Sean
puntuales y regulares en todo deber y compromiso. No dejen esperando a
nadie. Sean honestos con respecto al tiempo, tanto con el de ustedes
mismos como con el de los demás, no sea que caigan en un estado
crónico de agitación y entusiasmo, que destruye mucho de la paz y el
progreso y entristece en gran manera al Espíritu, cuya naturaleza es la
calma y el descanso.

Estas cosas pueden parecer pequeñas, pero son las raíces de las
grandes. Resistan los comienzos. Llévenle la delantera al tiempo. Vivan
mientras viven. Cuiden sus pasos, cuenten sus minutos, vivan como
personas que se esfuerzan por entrar a un Reino y que tienen temor, no
solo de la apostasía abierta, sino también de la más mínima omisión del
deber, de la mancha más pequeña sobre la vestidura de un santo, del más
mínimo insulto contra el nombre de un discípulo (Heb 4:1; Jud 23).

Cuídense de los pecados especiales, de las cosas que tienen


«apariencia de mal» y de las que llevan al mal y deshonran «el buen
nombre que fué invocado sobre vosotros» (1 Tes 5:22; Stg 2:7). Si tienen
un mal temperamento, cuídense de él. Si hablan de forma descortés, si
son fríos, distantes y repulsivos o si son difíciles de agradar, cuídense
bien de eso y sean «amigables» (1 Pe 3:8). Si son de temperamento
codicioso, viles en el trato o tacaños, tengan cuidado: «El amor del dinero
es la raíz de todos los males». Si son descuidados en el vestir,
desordenados en la presentación personal o descorteses en la conducta,
dispónganse a rectificar estos defectos. Si son perezosos, suntuosos,
dados a la buena vida, egoístas, poco serviciales, poco amistosos,
maleducados, bruscos o poco fraternales, miren a Aquel que es su
Modelo y vean si esas características se hallaban en Él. Si son
caprichosos, frívolos, irreverentes, demasiado bromistas o se dejan
arrastrar por la risa inmoderada, estén en guardia. Sin son románticos y
sentimentales, tengan cuidado, no sea que al gratificar ese
temperamento caigan en irritabilidad y autocompasión y evadan
cobardemente los deberes comunes de la vida. Si son críticos, reparones,
orgullosos, mandones, arrogantes, malhumorados y siempre están
encontrando defectos en los demás, echen fuera de inmediato ese
espíritu inmundo3. Si son chismosos, callejeros o dados a inmiscuirse en
los asuntos de otras personas, tengan cuidado: por esas grietas se mete
Satanás. Si son reservados y sagaces, si tienen una naturaleza baja y
astuta que no los deja olvidar nunca sus propios intereses, ¡tengan
cuidado! Cristo no fue así; Pablo no fue así. Sean francos, abiertos,
decorosos. Recuerden cómo se resume el retrato del hombre
bienaventurado que nos pinta David: «en cuyo espíritu no hay
superchería [engaño]» (Sal 32:2). No sean como Jacob, hombres de
engaño, sino como Israel, príncipes nobles, verdaderos Israelitas, en los
cuales «no hay engaño» (Jn 1:47).

Caminen «en derechura» por la senda de la vida, como hombres


perdonados, con Dios a su lado (Gn 5:24; 6:9) y con el gozo del Señor por
fortaleza (Neh 8:9; Ec 9:7). Hagan de corazón su trabajo cotidiano, sea
sacro o común, con la frente en alto y un rostro serio pero a la vez alegre.
En resumen, cuídense de su viejo hombre en cada aspecto.

No eludan estos comentarios diciendo que algunas de las cosas que


he mencionado son pequeñeces que no merecen atención. Nada, ni
bueno ni malo, debería ser tan pequeño como para escapar la atención
de un cristiano. Recuerden que el Maestro habló de negarnos a nosotros
mismos, cada parte de nosotros mismos. No sean esclavos de ustedes
mismos, adoradores de ustedes mismos ni «amadores de ustedes
mismos» (2 Tim 3:2) en modo alguno. Tomen su cruz y sigan a su Señor
(Mt 16:24), como está escrito: «Cristo no se agradó á sí mismo» (Rom
15:3).


8. Quiten de ustedes la vanagloria y el amor a los
elogios
El propósito de Dios en todas las acciones de Su gracia es «apartar
del varón la soberbia», obstaculizar la jactancia, mantener al pecador
humilde. El cristiano anciano solamente puede decir «Por la gracia de
Dios soy lo que soy», y el cristiano más joven no tiene otra confianza ni
otro alarde. Toda «confianza en la carne» (Flp 3:1), toda confianza en
nosotros mismos, toda dependencia de la criatura, es dejada a un lado
por la grandiosa obra del Sustituto Divino, que hizo todo por nosotros y
no nos dejó nada que hacer, nada que pueda servirnos como motivo de
jactancia (2 Co 12:9; Gal 6:14; Is 41:16; 45:25).

El primer acto de fe del pecador es cuando consiente en ser tratado


como pecador y simplemente como pecador, como alguien que no se
debe nada a sí mismo en forma alguna ni sentido alguno, sino todo a Dios
y a Su amor gratuito en Cristo Jesús Señor nuestro. Fue entonces que
rindió todo su orgullo y vanagloria. Entonces entendió el significado de
las palabras «Gloriaos en su santo nombre» (1 Cr 16:10), pues el nombre
en que comenzó a gloriarse fue el nombre revelado en Éxodo (Ex 34:6),
el nombre que le aseguró el amor del Dios a quien tiene que dar cuenta.

El «yo» fue puesto a un lado, y Cristo ingresó para hacer y ser todo
lo que, hasta ese punto, se suponía que el «yo» debía ser y hacer. Las cosas
que antes nos eran ganancia, desde entonces las contamos pérdida por
Cristo, y dejamos para siempre de gloriarnos en la carne y de ser
deudores de cualquier cosa distinta a la sangre y la justicia del Hijo de
Dios. Aprendimos a decir: «Mas lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz
de nuestro Señor Jesucristo» (Gal 6:14).

Dejamos de obrar para ganarnos la salvación, pues la recibimos sin


obrar. La recibimos, no para poder entregarnos al pecado porque abundó
la gracia, sino para que, habiendo sido sueltos de todas nuestras cadenas
legales y libertados de la prisión, podamos servir a Dios de todo corazón
y alma desde ese momento. De esta manera, nos transformamos en
deudores, «no á la carne, para que vivamos conforme á la carne» (Rom
8:12) (pues la carne no ha hecho nada por nosotros y no le debemos
nada), sino en deudores a Dios y a Su amor. No nos transformamos en
deudores a nosotros mismos ni al viejo hombre, pues lo único que nos
hemos dado a nosotros mismos es pecado y maldad, sino en deudores a
Jesucristo y Su preciosa sangre. No a la ley, pues solo nos ha condenado y
mantenido en esclavitud, sino al «Espíritu libre» (Sal 51:12), al «Espíritu
bueno» (Neh 9:20), al «Espíritu de vida en Cristo Jesús» que nos libra «de
la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8:2). De esta manera, todo lo que
podría haber producido orgullo fue eliminado de un comienzo, y eso no
en virtud de la ley, sino por la misma necesidad del caso, por la misma
naturaleza de la salvación que se nos ha otorgado, no por nada que
nosotros pudiéramos o no pudiéramos hacer, sino por el amor, la obra y
la sangre de otro.

Arrojemos lejos la autoestima y la altivez, pues son la mismísima


esencia de la incredulidad, como el profeta anunció a Israel: «Escuchad y
oíd; no os elevéis: pues Jehová ha hablado» (Jer 13:15). Sean mansos,
sean pobres en espíritu, sean humildes, sean dóciles, sean gentiles y
benignos. Despójense de todo pensamiento altivo y toda imaginación
altanera, ya tenga que ver con lo que somos o con lo que podemos hacer.
Conténtense con ocupar el rincón más oscuro y el asiento más humilde, y
esto sin entregarse a la falsa humildad o al orgullo disfrazado de
humildad que alimenta nuestra vanidad con la idea de que somos
mártires e infla nuestra mente carnal haciéndonos pensar en lo
maravillosa que es nuestra condescendencia o meditar en nuestras
supuestas injurias y pruebas. Seamos verdaderamente humildes, como lo
fue el Hijo de Dios. Contentémonos con vivir en la anonimidad y hacer
nuestro trabajo sin que nadie lo note, como una labor realizada, no para
el ojo del hombre, sino para Dios.

Quiten de ustedes toda envidia y todo celo, también toda malicia y


toda mala palabra (Ef 4:31). Amen oír de la prosperidad de sus
hermanos. No miren con malos ojos cuando se les ofrecen unas pocas
palabras de elogio sincero ni intenten maliciosamente invertir su
significado añadiendo un envidioso «pero», un grave silencio o un
movimiento de cabeza altivo a menos que tengan razones muy especiales
para invalidar la aclamación. Recuerden que «el hombre malo» de
Salomón es el que «guiña de sus ojos, habla con sus pies, indica con sus
dedos» (Pr 6:13; 10:10). Tengan cuidado con la difamación y las
calumnias: solo hablen de las faltas de una persona con ella misma y con
Dios. No sean críticos y faltos de amor en pensamiento ni en palabra. Los
cristianos inconsistentes a menudo son más críticos que el mundo, pues
necesitan excusarse por su inconsistencia menoscabando las excelencias
de los que son más consistentes que ellos e intentando creer que los
hombres buenos no son mejores que los demás.

Algunos aman hablar y muestran su orgullo de esa forma, tanto en


privado como en público. Si eres joven y hace poco fuiste sacado de tu
antigua ignorancia, ten cuidado con esta trampa. Recuerda la
recomendación de Pablo: «No un neófito (es decir, un recién convertido),
porque inflándose no caiga en juicio del diablo» (1 Tim 3:6). Si tienes
dones, úsalos en silencio y con modestia, no ostentosamente. No seas
pronto a contar tu experiencia, a dar tu opinión ni a colocarte por encima
de tus mayores. No creas que el fervor y la sabiduría están limitados a ti
y a unas pocas personas que te rodean. No condenes a otros porque no
están precisamente de acuerdo contigo en todas las cosas ni digas que
son fríos, muertos y poco espirituales. No pienses que nadie más que tú
se preocupa por las almas, que nadie puede presentar el evangelio u orar
como tú o que es improbable que Dios bendiga a alguien más que a ti. Sé
humilde y muestra tu humildad, no hablando siempre mal de ti mismo
con los demás ni usando la engreída frase «en mi humilde opinión»
(como la usan algunos para mostrar su humildad), sino no hablando de ti
mismo en absoluto. Mantén el «yo» en segundo plano y no digas ni hagas
nada que tenga la apariencia de poder alimentar tu deseo de recibir un
pequeño elogio.

A algunos les encanta gobernar y administrar. Ese era el caso de


Diótrefes (3 Jn 9). Tales personas no son felices si no están a la cabeza de
todo, si no crean todos los planes, si no presiden todas las sociedades, si
no hablan en todas las reuniones. Cuídense de este amor a la
prominencia, pues arruinará sus propias almas y dañará a la Iglesia de
Dios. Si Dios pone una tarea en sus manos, háganla, y háganla fielmente,
por infamia o por buena fama. Aguanten cuando los contradigan y hablen
en contra suya. No se irriten cuando las cosas no salen como ustedes
querían ni según sus planes; no se amorren como niños mimados cuando
no logren salirse con la suya ni tiren la toalla en disgusto cuando algo los
obstaculiza. No se crean Salomón ni supongan que toda la sabiduría
morirá con ustedes (Job 12:2). Si son llamados a presidir o administrar,
háganlo, y háganlo con energía y autoridad, como personas con una
misión que cumplir. Sin embargo, no sean «altivos» (Rom 12:16), no
busquen «para ustedes grandezas» (Jer 45:5). «El que es mayor entre
vosotros, sea como el más mozo; y el que es príncipe, como el que sirve»
(Lc 22:26). Sean «todos sumisos unos á otros» (1 Pe 5:5), «previniéndoos
con honra los unos á los otros» (Rom 12:10).

No obstante, sean juiciosos. No llamen verdad al error por causa de


la caridad. No elogien a las personas sinceras por el mero hecho de ser
sinceras. Una cosa es ser sincero en la verdad, otra muy distinta es ser
sincero en el error. El sincero en la verdad es bienaventurado, no tanto
por causa de su sinceridad como por causa de la verdad. El sincero en el
error es detestable a los ojos de Dios y ustedes deben evitarlo. Recuerden
que el Señor Jesús dijo esto desde el cielo sobre el error: «lo cual yo
aborrezco» (Ap 2:6-15; 1 Tim 6:4, 5). Hemos perdido de vista que el
verdadero discernimiento espiritual ―el discernimiento entre el bien y el
mal, entre lo falso y lo veraz― es una gracia cristiana genuina. «Amados,
no creáis á todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque
muchos falsos profetas son salidos en el mundo» (1 Jn 4:1). Este
«discernimiento» propio de todos los que han sido enseñados por Dios es
todo lo contrario a lo que hoy en día recibe el jactancioso nombre de
«apertura de mente». El discernimiento espiritual y la «apertura de
mente» tienen poco en común: «Aborreciendo lo malo, llegándoos á lo
bueno» (Rom 12:9). La apertura mental, que pone «lo amargo por dulce,
y lo dulce por amargo» (Is 5:20), es muy distinta al amor, que «no piensa
el mal» (1 Co 13:5). LA VERDAD es poderosa ante los ojos de Dios, véanla los
hombres como quieran verla. Todo error es, en cierta medida, directa o
indirectamente, una tergiversación del carácter de Dios y una subversión
contra Su revelación (Ap 22:18, 19).

9. Guárdense de Satanás
Satanás es su principal enemigo, la «serpiente antigua», el
«dragón», el «mentiroso y homicida» desde el principio. Es contra él que
ustedes deben pelear. «Porque no tenemos lucha contra sangre y carne
[es decir, enemigos terrenales, hombres como nosotros]; sino contra
principados, contra potestades, contra señores del mundo, gobernadores
de estas tinieblas, contra malicias espirituales en los aires» (Ef 6:12). El
mundo trata de encantarnos y seducirnos, pero es el «dios de este
mundo», el «príncipe de este mundo», el «príncipe de la potestad del
aire» quien más se esmera por coloca trampas frente a nosotros,
haciendo uso de la belleza del mundo, del placer y de la vanidad para
llevarnos cautivos a su propia voluntad. «¡Oh!, ¡cómo te atrincheras,
Satanás!», escribió alguien, «¡Cómo te atrincheras en tus bonitos
engaños! Has desempeñado bien tu rol en estos últimos días. ¡Eres todo
menos el Santo, tú, impostor consumado!». Es esto lo que le da su
especial poder dañino al salón de baile, a las danzas, al teatro y a la
música sensual, pues esas cosas son las redes y los anzuelos satánicos
que el diablo usa para seducir a los incautos y llevar al creyente de vuelta
al terreno de la incredulidad. Esas redes debilitan nuestra vigilancia, nos
encandilan la visión, reviven nuestra mundanalidad y pueden incluso
hacer que nos durmamos completamente por un tiempo.

Sabemos que, por sus eficaces artimañas, vendrán tiempos


peligrosos en los que muchos, siendo amadores de sí mismos, traidores,
arrebatados, hinchados y amadores del placer, seguirán teniendo
«apariencia de piedad» (2 Tim 3:1-5). Sabemos también que los últimos
días serán como los de Noé y Lot (Lc 17:26-32), días de deleites,
banquetes y lujos. Tengamos cuidado, no sea que, estando como estamos
al borde de esos días, seamos arrastrados por los pecados de una era
cautivada por Satanás a voluntad de él.

Resistan al diablo, y él huirá de ustedes. Peleen la buena batalla de


la fe contra él y sus ejércitos. Velen en oración. «Sed templados, y velad;
porque vuestro adversario el diablo, cual león rugiente, anda alrededor
buscando á quien devore» (1 Pe 5:8). En estos últimos días, él pondrá sus
trampas con más astucia que nunca para engañar, si es posible, aun a los
elegidos. Él descenderá con gran ira, sabiendo que tiene poco tiempo (Ap
12:12).


10. Cuídense de la verdad a medias
Pocas cosas son más peligrosas o propensas a guiar al error abierto.
Por ejemplo, tengan cuidado de malinterpretar lo que dice la Escritura
sobre el viejo hombre y el nuevo hombre, sobre la carne y el espíritu.
Dicho error podría llevarlos a negar su propia responsabilidad personal
por todo lo que dicen o hacen, como también a desestimar la necesidad
diaria de la sangre de Cristo para toda nuestra persona y la necesidad
constante que todo nuestro ser tiene del poder Espíritu mientras
vivamos.

Nuestro Señor y Sus apóstoles usan muchas figuras para mostrar la


grandeza del cambio producido por el nuevo nacimiento. Se refieren a
este cambio como una verdadera morada interna y personal de Cristo
mismo: «Cristo en vosotros la esperanza de gloria» (Col 1:27); «vive
Cristo en mí» (Gal 2:20); «que habite Cristo por la fe en vuestros
corazones» (Ef 3:17). Sin embargo, que Cristo viva y habite en nosotros
no nos hace iguales a Cristo. Tampoco hace a Cristo igual a nosotros ni
reduce nuestra necesidad de la sangre y el Espíritu. No hace que Cristo
sea responsable de nuestros pecados ni nos vuelve libres de pecado. No
nos lleva a decir que no necesitamos preocuparnos por lo que hacemos,
ya que Cristo habita en nosotros y todo lo que hacemos es Su obra.

Por otro lado, la Escritura dice que «estamos en Cristo» (2 Co 5:17;


1 Co 1:30). Sin embargo, que estemos en Cristo no significa que nosotros
(es decir, todo nuestro ser, cuerpo, alma y espíritu) seamos literalmente
vertidos en Cristo como se vierte el agua en un recipiente. Esa
interpretación destruiría el sentido de las palabras y además implicaría o
bien que estamos libres de pecado o que Cristo es el autor de nuestros
pecados, el que hace todo lo que nosotros hacemos. Estas figuras sí
significan que hay una cercanía tan maravillosa entre Cristo y nosotros,
una conexión tan viva, que recibimos Su poder y plenitud, pero no
significan que nosotros y Cristo hayamos dejado de ser dos personas
para convertirnos en una sola; que ya no seamos dos cuerpos, sino uno
solo ni ya más dos almas, sino una sola.
Otro ejemplo, en el Antiguo Testamento el Espíritu Santo dice: «Y
os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y
quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré corazón de
carne» (Ez 36:26). Eso no significa que se nos quite una piedra real de
granito o de mármol y en su lugar se nos inserte un pedazo de carne
literal creado en el cielo. Tampoco significa que toda nuestra antigua
naturaleza nos es quitada de una sola vez sin dejar ningún retazo y que
en su lugar se nos da una nueva naturaleza completa, de modo que ya no
hay absolutamente nada en nosotros salvo lo que es perfecto y divino. Si
ese fuera el significado de la figura, todas las conversiones serían pasos a
la perfección instantánea en que no quedarían fragmentos de la vieja
naturaleza y no habría ninguna característica de la nueva naturaleza que
requiriera perfeccionamiento y desarrollo. Por consiguiente, no habría
conflictos, dificultades, decadencia, ninguna posibilidad de recaer. El
cambio que así se nos ilustra en verdad es muy grandioso, pero no puede
significar que una persona se transforme en otra ni que el hombre se
transforme en un ángel.

Por otra parte, nuestro Señor le dice a Nicodemo: «El que no


naciere otra vez, no puede ver el reino de Dios» (Jn 3:3). Nicodemo
interpretó Sus palabras de forma literal, destruyendo así por completo el
significado de este símbolo divino. Los que en la actualidad sostienen que
al momento de la conversión nos es insertada una nueva cosa creada de
forma concreta y literal, creación que denominan nuevo hombre, están
diciendo exactamente lo mismo que Nicodemo: «¿Puede entrar [el
hombre] otra vez en el vientre de su madre, y nacer?». El nuevo
nacimiento no significa que haya una nueva persona. Cristo no quiso
decir que Nicodemo ya no sería Nicodemo o que Pedro ya no sería Pedro
después de la conversión, sino que ocurriría una obra espiritual tal que
cambiaría toda su naturaleza y carácter espiritual, aunque ellos seguirían
siendo Nicodemo y Pedro con sus correspondientes personalidades y
peculiaridades. Nuestro Señor no dice que parte del hombre debe nacer
de nuevo, sino que el hombre debe nacer de nuevo. Puede que el cambio
no sea perfecto en un comienzo, pero sí afecta la totalidad del hombre, de
modo que la persona puede decir, no que una parte de ella nació de
nuevo, sino «Yo nací de nuevo».
En esta misma línea, hallamos las afirmaciones respecto a la nueva
criatura: «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es [o «hay
una nueva creación»]: las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas
nuevas» (2 Co 5:17). No es que se haya puesto una nueva criatura dentro
del hombre como si se tratara de vino nuevo en odres viejos, sino que
todo el hombre es la nueva criatura, y Dios lo considera así desde el día de
su nuevo nacimiento. La figura no implica que la transformación será
perfecta y completa desde el comienzo. Sí nos asegura más allá de toda
duda que un día será todo lo que la metáfora simboliza.

Lo mismo es cierto con respecto a la carne y el espíritu, el viejo


hombre y el nuevo hombre. La carne es el hombre (llámese Pedro o
Pablo) con los remanentes de su antiguo yo; el espíritu es el mismo
hombre (puede ser Pedro o Pablo) con la nueva vida desplegándose en
su interior. La figura menciona dos hombres, el viejo y el nuevo, pero no
debemos interpretar las palabras en un sentido carnal y ultraliteral como
lo hizo Nicodemo. Después de todo, el hombre es uno solo todo el tiempo,
pues así habla el apóstol: «Porque yo por la ley soy muerto á la ley, para
vivir á Dios. Con Cristo estoy juntamente crucificado, y vivo, no ya yo, mas
vive Cristo en mí» (Gal 2:19, 20). Aquí no dice «Mi viejo hombre es
muerto», sino «yo mismo soy muerto». No dice «Mi viejo hombre está
crucificado», sino «Yo mismo estoy crucificado, y esa misma persona (yo
mismo) que está muerta y crucificada aún vive». Pablo no dice «Una
sección de mí está muerta y otra vive», sino «YO MISMO estoy muerto y yo
mismo estoy vivo. Yo, la misma persona, estoy muerto y también vivo».
Ese es el verdadero significado de la figura. Este conflicto, no entre dos
personas, sino entre dos partes (o condiciones) de una sola persona es el
que el apóstol pone de relieve en el capítulo 7 de Romanos: «Vivía… yo
morí… yo soy carnal, vendido á sujeción del pecado… lo que hago, no lo
entiendo… ni lo que quiero, hago… lo que aborrezco, aquello hago… en
mí (es á saber, en mi carne) no mora el bien… tengo el querer, mas
efectuar el bien no lo alcanzo… no hago el bien que quiero; mas el mal
que no quiero, éste hago… ya no obro aquello, sino el pecado que mora
en mí… queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: Que el mal está en
mí… según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios: Mas veo otra
ley en mis miembros… ¿quién ME librará del cuerpo de esta muerte?». Es
el mismo Pablo, hablando por sí mismo, alguien que se delita en la ley de
Dios, quien expresa estas extrañeces, estas aparentes contradicciones.
No es una parte perfecta de Pablo luchando contra una parte imperfecta
de Pablo, sino el mismo Pablo luchando contra Pablo mismo.4 El único
Pablo, la única persona, tiene dos elementos interiores en conflicto, y
cada uno de ellos lucha por ejercer dominio. «El [hombre] interior», dice,
«se renueva de día en día» (2 Co 4:16). Este proceso de renovación diaria
es lo que tiene lugar en su interior. La luz y las tinieblas luchan entre sí,
pero la luz conquista y brilla cada vez más hasta que el día es perfecto.

En especial, tengan cuidado con las verdades a medias referentes a


todo lo que tenga que ver con Cristo mismo. La fe nos une a la Persona de
Cristo en todas Sus partes y aspectos. Nos une a toda la obra de Cristo, de
la cuna al trono, de Belén al cielo de los cielos. Nos une a Su nacimiento,
Su vida, Su muerte, Su sepultura, Su resurrección, Su ascensión y Su
gloria. De todo ello, la fe saca vida y fortaleza. La herencia de la fe es la
vida en un Cristo crucificado, la vida en un Cristo resucitado, la vida en
un Cristo glorificado. De la muerte, la muerte de cruz donde Él fue
crucificado por flaqueza, nos llegan la vida y el poder; del trono donde
ahora está sentado Cristo, el poseedor y dispensador del Espíritu de la
promesa, descienden esas mismas bendiciones. Hay poder en la cruz.
Hay poder en la resurrección. Hay poder en ese trono de gloria. Es como
el Cristo glorificado (Jn 7:39) que Él recibió por nosotros el Espíritu
Santo con todos Sus dones (Sal 68:18; Ef 4:7-13). Es al Cristo glorificado a
quien estamos unidos por la fe, y Él nos da bendición, poder, vida y
consuelo. «Porque yo vivo, y vosotros también viviréis».


11. Hagan algo por Dios
Ustedes no nacieron ni volvieron a nacer solo para ustedes mismos.
Es posible que no puedan hacer mucho, pero hagan algo: trabajen
mientras dura el día. Es posible que no puedan dar mucho, pero den algo
según sus capacidades, recordando que Dios ama al dador alegre.
Presten atención y tengan cuidado con la codicia, pues el amor al dinero
es la raíz de todos los males. Cuando la mundanalidad hace ingreso, en
cualquier forma ―ya como amor al dinero, ya como amor al placer―,
ustedes dejan de ser fieles a Cristo y empiezan a intentar servir al mismo
tiempo a Dios y a Mammón.

Por lo tanto, hagan algo por Dios mientras dure el tiempo. Puede
que no dure mucho, pues el día se va y las sombras de la tarde ya están
extendidas. Hagan algo cada día. Trabajen, y pongan el corazón en esa
obra. Obren con gozo y voluntad buena y recta, como hombres que aman
su labor y también a su Señor. No se cansen de hacer bien.

Trabajen, y trabajen en fe. Trabajen en amor, paciencia y esperanza.


No eviten el trabajo arduo, los deberes desagradables ni las funciones
difíciles para la carne y la sangre. «Tú pues, sufre trabajos como fiel
soldado de Jesucristo» (2 Tim 2:3). Estén firmes y constantes, creciendo
en la obra del Señor siempre (1 Co 15:58). No crucen los brazos, no
suelten la vara ni pongan su espada en la vaina. No cedan a la pereza y a
la gratificación de la carne diciéndose a ustedes mismos: «Puedo llegar al
cielo sin trabajar».

Sus dones pueden ser pequeños; su tiempo, escaso, sus


oportunidades, pocas, pero trabajen, y háganlo en silencio, sin bullicio ni
ideas de grandeza, no como los que agradan a los hombres, sino a Dios.
No busquen el honor que viene de los hombres, sino el que viene de Dios.
Ya vendrá el día del honor, y el «bien hecho» del Maestro compensará
toda dificultad y todo trabajo aquí. Cuando el Hijo del hombre venga en
Su gloria con todos Sus santos ángeles y cuando se siente sobre el trono
de Su gloria, será una bendición ser colocados a Su diestra y reconocidos
como los que lo han alimentado, vestido y visitado en la prisión. En
verdad, sería amargo ser «salvados así como por fuego», es decir,
salvados apenas nada más, salvados (¡si es posible concebir tal cosa!) sin
haber hecho nada por Aquel que nos salvó. Sería amargo ser salvados sin
haberle dado agua en Su sed, sin entregarle comida en Su hambre y sin
haberle provisto de ropa para cubrir Su desnudez, sin nunca habernos
acercado a Él cuando estuvo en la prisión.


12. Vivan esperando a su Señor
Quien ama a Cristo anhela verlo y no se contenta con las
interacciones que otorga la fe. Quien ama busca a su ser amado ausente:
la esposa, a su esposo; el hijo, a la madre. Hagan ustedes lo mismo con su
Señor. No es suficiente que puedan comunicarse diariamente con Él a
través de las cartas que la fe trae y lleva: deben verlo cara a cara; de lo
contrario, hay un hueco en sus vidas, un vacío en su existencia, una nube
que cubre su amor, un tambaleo en su cántico. El que ha sido salvo desea
reunirse con su Salvador, y siente que su gozo será inevitablemente
imperfecto hasta entonces. La marca del discípulo es que espera al Hijo
de Dios «de los cielos» (1 Tes 1:10), que ama, aguarda y anhela la
aparición de Cristo. Que esta marca se aprecie en ustedes y sean como
los santos de Corinto, de quienes dijo su apóstol: «De tal manera que
nada os falte en ningún don, esperando la manifestación de nuestro
Señor Jesucristo» (1 Co 1:7). «Teniendo los lomos de vuestro
entendimiento ceñidos, con templanza, esperad perfectamente en la
gracia que os es presentada cuando Jesucristo os [sea] manifestado» (1
Pe 1:13).
Conclusiones prácticas
Permítanme concluir con algunas observaciones prácticas.

«Yo soy Jehová vuestro Dios», esta era la salutación amorosa que
Dios le dirigía a Israel (Lv 11:44). Ahora no ha dejado de ser Su
salutación de gracia para cada cual que ha creído en el nombre de Su
Hijo, Jesucristo. Dios se convierte en nuestro Dios en el instante en que
recibimos Su testimonio acerca de Su amado Hijo. Esta nueva relación
entre Dios y nosotros en virtud de la cual Él nos llama Suyos y nosotros lo
llamamos a Él nuestro es el simple resultado de un evangelio creído.

Si alguien que está leyendo estas líneas se pregunta ¿cómo puedo


transformarme en hijo?, respondemos con las palabras de verdad: «Todo
aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios». Nada menos que
creer puede convertirnos en hijos, y no se necesita nada más. El gozo, la
paz, el amor y el fervor son los efectos de la fe, pero no son la fe. Son los
frutos de la conciencia de nuestra condición de hijos, que se produjo al
creer en el testimonio divino acerca de Jesús como el Hijo de Dios y el
Salvador de los perdidos. «A todos los que le recibieron, DIOLES POTESTAD de
ser hechos hijos de Dios, á los que creen en su nombre» (Jn 1:12). El
simple mensaje de la gracia de Dios contiene paz para el pecador. El
pecador extrae la paz contenida en él, no mediante esfuerzos o
sentimientos, sino meramente creyendo en las palabras verdaderas de
Dios. Las buenas noticias alegran cuando son creídas y no están
dispuestas a abrir sus tesoros preciosos a nada que no sea la simple fe.
Crean las nuevas de la paz de Dios, y la paz será toda suya.

No es a los que obran, sienten o aman que Dios dice «Yo soy Jehová
vuestro Dios», sino a los que CREEN. Y cuando Dios usa la palabra creer,
quiere decir justamente eso y no procura incluir nada sino lo que lo que
el hombre entiende por esa palabra. Si hubiera querido decir alguna otra
cosa, nos lo habría indicado, y no habría permitido que nos
extraviáramos o fuéramos engañados al malinterpretar una palabra de la
que la Biblia está llena. Si el significado hubiera sido obrar, sentir o amar,
lo habría expresado así y no hubiera permitido que supusiéramos que
CREER en verdad es todo.

¡Qué libro más engañoso y misterioso sería la Biblia si «creer» no


significara «creer», sino algo más o algo menos! Convertirlo en algo
menos sería quitarle a la palabra de Dios, tanto como si arrancáramos un
libro de la Biblia. Convertirlo en algo más sería añadir a la Palabra de
Dios de forma tan real y pecaminosa como si hubiéramos redactado otro
evangelio u otra epístola o hubiéramos aceptado los libros apócrifos
como parte de los escritos inspirados. Hacemos a Dios mentiroso cuando
nos rehusamos a tomar en serio Su palabra y no le damos crédito cuando
expresa esa verdad sencilla que, si es creída, nos lleva a la salvación.

Sin embargo, recordemos también el otro extremo de esta


afirmación, es decir, que somos hallados mentirosos cuando añadimos a
Su palabra. «Toda palabra de Dios es limpia» (Pr 30:5), ¿podemos
volverla más limpia, más transparente o más sencilla? Le añadimos para
que no sea demasiado sencilla, demasiado infantil, demasiado bendita. Le
ponemos de nuestra propia cosecha para hacerla más «sustanciosa» y
completa, y eso que le añadimos (llámese sentimiento, conciencia o
amor) destruye la sencillez y transparencia divina de la fe. «No añadas á
sus palabras, porque no te reprenda, y SEAS HALLADO MENTIROSO» (Pr 30:6).
¿Acaso podemos mejorar un rayo de sol arrojando polvo en él?, ¿acaso
hace eso que se parezca más al sol de donde vino? Echarle mugre a un
vaso de agua pura de manantial, ¿la hará más cristalina y refrescante?
Todo lo que le añadimos al creer tiende a destruir su verdadera
naturaleza y a estropear sus efectos. Si Dios hubiera dicho que somos ser
salvos al creer que el diluvio cubrió la tierra y que hubo una ocasión en
que el sol se detuvo en los cielos, habríamos entendido lo que quiso decir
mediante esas palabras. ¿Acaso es más difícil entenderlo cuando dice: «El
que cree es justificado de todas las cosas»? ¿Acaso creer significa una
cosa en Génesis y otra distinta en Romanos? ¿Tiene un significado para
Abraham y otro para nosotros? ¿Significa algo hoy y otra cosa mañana?
¿O acaso la fórmula de la salvación, «Cree en el Señor Jesucristo, y serás
salvo», no tiene el propósito de ser la declaración más sencilla y
comprensible que el hombre ha escuchado?
Creemos en el testimonio del Espíritu Santo: que Jesús murió y
resucitó, «el justo por los injustos». Eso salva. Creemos la promesa divina
anexa a ese testimonio, que todo aquel que cree este testimonio celestial
tiene la vida, y esa creencia en la promesa (que algunos llaman
apropiación) nos asegura, según la Palabra de Dios, que esa vida es
nuestra, a nivel personal. No recibimos la vida al creer que la vida es
nuestra ni tampoco recibimos a Cristo creyendo que Cristo es nuestro.
Esa idea es tan absurda como pensar en pagar nuestras deudas creyendo
que están pagadas. Por el contrario, recibimos la vida y recibimos a
Cristo al creer en las buenas nuevas divinas acerca de Jesús y Su obra
consumada en la cruz. En Cristo hay suficiente para pagar la deuda de
todo hombre, pero la deuda de ningún hombre está efectivamente
pagada hasta que él ha confiado en la Palabra de Dios y ha creído el
anuncio del Padre acerca de Su Hijo.5

Es la sangre la que pacifica mi conciencia. Verla es todo lo que


necesito para librarme del temor y recibir confianza. No recibo valentía
cuando «veo que la veo», sino cuando la veo simple y directamente. Mi
culpa me es quitada apenas creo, y no necesito esperar hasta creer en mi
propio acto de fe antes de poder estar consciente de esa liberación. La
sangre contiene mi perdón y mi paz, y, cuando la veo, extraigo el perdón
y la paz. No necesito mirar mi mirada; solo necesito ver la sangre. Si no
puedo recibir perdón y paz al ver la sangre, nunca podré recibirlos
poniendo los ojos en mi propio mirar. Debo creer en Jesús, no en mi
propia fe ni en mis propios sentimientos. Debo mirar la cruz, no mis
propias convicciones ni mi propio arrepentimiento. El pozo de la paz no
está en mi interior, y bajar el balde al fondo de mi propio corazón para
extraer el agua de la paz es una burla y, al mismo tiempo, una necedad.
No lleno la copa de la paz con nada que haya en mí mismo. Cristo ya llenó
esa copa hace mucho, mucho tiempo, y, en Su amor, Él la coloca en mis
secos labios. Que yo la beba de inmediato, pues toda la paz de Dios, la paz
del cielo, está allí.

Cuando Dios le dijo a Israel «Yo soy Jehová vuestro Dios», añadió:
«por tanto os santificaréis, y seréis santos, porque yo soy santo» (Lv
11:44). También agregó: «Yo soy Jehová, que os hago subir de la tierra de
Egipto para seros por Dios: seréis pues santos, porque yo soy santo» (Lv
11:45).

Dios nos llama a ser santos. Él se convierte en nuestro Dios para


hacernos como Él. Nos llama a ser «hechos participantes de la naturaleza
divina, habiendo huído de la corrupción que está en el mundo por
concupiscencia». Espera que seamos Sus representantes ante nuestros
prójimos asemejándonos a Él mismo.

La creación de esa santidad es Su propia obra, la operación de Su


Espíritu. Si nuestra perfección en la santidad ha de efectuarse de forma
gradual o instantánea es una pregunta que debe determinarse solamente
por Su Palabra, no por teorías de nuestra confección. Admitimos que
Dios podría hacer que todas las almas fueran perfectas en el instante en
que creen. Al mismo tiempo, nadie negará que Él puede tener razones
sabias para no hacerlo, razones sabias para el crecimiento gradual. En la
Biblia, Dios no nos ha dado ningún ejemplo de personas que hayan sido
perfeccionadas de forma instantánea, ni al momento de su conversión ni
durante su vida posterior. Todos los hombres de fe y santidad, los
hombres «llenos del Espíritu Santo», que Él nos presenta como modelos
son imperfectos hasta el fin de sus días y necesitan constante perdón y
limpieza. Él se glorifica en nuestros cuerpos imperfectos, en una Iglesia
imperfecta, en una tierra imperfecta. Su objeto aquí es glorificarse a Sí
mismo en la imperfección y el crecimiento. De forma análoga, en el futuro
se glorificará a Sí mismo en la perfección y en toda clase de plenitud. El
crecimiento gradual es la regla de todas las cosas aquí ―del hombre, de
las bestias, de los árboles y de las flores―, de modo que, a menos que
tengamos un ejemplo muy notable en las Escrituras de una persona sin
pecado o de una perfección instantánea y milagrosa obrada mediante un
acto de fe, no estamos dispuestos a aceptar la teoría que nos dice que al
momento de creer somos llamados a la impecabilidad instantánea. No
estamos dispuestos a aceptarla, aun cuando esa teoría esté velada bajo el
engañoso nombre de «consagración total» o vaya acompañada de una
profesión de la indignidad personal, «indignidad personal» que, no
obstante, no parece requerir una confesión de pecados concretos.
Sin embargo, Dios nos llama a ser santos. Espera que crezcamos en
disimilitud a este mundo y similitud al mundo que está por venir. Espera
que sigamos al que no cometió pecado aun cuando no podamos alcanzar
la perfección en un día o en un año, sino a través del crecimiento de toda
una vida. Es por la falta de crecimiento cotidiano, no por la falta de una
impecabilidad completa y constante, que Dios desafía a los Suyos con
tanta frecuencia.

Crezcamos. Demos fruto. «Vestíos del Señor Jesucristo, y no hagáis


caso de la carne en sus deseos». Alguien podría preguntar ¿cuál es el
propósito de que tengamos que esperar tanto para ser perfectos?
Respondo: ve y pregúntale a Dios. ¿Cuál fue el propósito de esperar seis
días para perfeccionar la creación? ¿Por qué dejó Dios que el pecado
entrara a nuestro mundo siendo que podría haberlo mantenido fuera?
¿Cuál fue el propósito de no perfeccionar instantáneamente a toda la
Iglesia? ¿Por qué no hizo que Abraham, David o Pablo fueran
instantáneamente perfectos? Podría haberlo hecho, ¿por qué no lo hizo?

Estudiemos con sobriedad y sinceridad lo que la palabra de Dios


dice respecto a la historia pasada de Sus santos, no sea que de algunos
que en nuestro día creen estar en una «plataforma más elevada» que
otros ― que se creen más perfectos que Pablo o Juan― se diga: «Mas
antes, oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios? Dirá el
vaso de barro al que le labró: ¿Por qué me has hecho tal?».

Crezcamos. La impaciencia que demanda perfección instantánea es


incredulidad, es negarse a reconocer las leyes espirituales de Dios en la
nueva creación. La evolución gradual de la vida celestial en un curso
vitalicio de conflicto e imperfección es la manera de mostrar el pecado,
dejar a la vista el corazón humano, comprobar el poder de la cruz,
manifestar la eficacia de la sangre y magnificar el poder y el amor del
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El propósito de Dios no es solo
revelarse a Sí mismo, sino también revelar al hombre (no solo al hombre
muerto en sus delitos y pecados, sino también al hombre que ha sido
sido vivificado para la justicia), exhibir paso a paso y día a día el proceso
más solemne y humillante de todos: aquel por el cual el hombre interior
«se renueva de día en día» (2 Co 4:16). En este proceso se manifiesta la
fuerza de la voluntad maligna del hombre, sale a la luz la terrible
tenacidad del pecado y se demuestra lo absolutamente imposible que es
la salvación del pecador sin la omnipotencia de Dios mismo.

Crezcamos cada día y cada hora. Crezcamos hacia abajo y


crezcamos hacia arriba. Ahondemos nuestras raíces, abramos más
nuestras ramas. No solo «florezcamos y brotemos», demos también fruto
maduro y abundante en cada rama. «En esto es glorificado mi Padre, en
que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos» (Jn 15:8).

Hay muchas cosas que obstaculizan este crecimiento y esta


fructificación. Noten las siguientes:

1. La incredulidad: «Y vemos que no pudieron entrar á causa de


incredulidad» (Heb 3:19). La incredulidad envenena el árbol en sus
mismas raíces. Cristo no puede hacer portentos en nosotros o por
nosotros debido a nuestra incredulidad (Mt 13:58). «Cree solamente»
(Mr 5:36). «Tened fe en Dios» (Mr 11:22). «Al que cree todo es posible»
(Mr 9:23). «El que cree en mí, […] ríos de agua viva correrán de su
vientre» (Jn 7:38).

2. La falta de amor: Donde no hay amor, no hay fruto; donde hay


mucho amor, hay mucho fruto (Heb 10:24). El «trabajo de amor» se
refiere al trabajo que el amor produce, al que el amor estimula (1 Tes
1:3). El amor es fructífero por naturaleza propia. Cuando el amor se
enfría (Mt 24:13), cuando hemos «dejado [nuestro] primer amor» (Ap
2:4), entonces todo lo que merece el nombre de fruto muere. Si se
encuentra algún fruto, es pobre e inmaduro. Nuestro celo es el celo de
Jehú (2 Re 10:16); nuestro fervor es fuego falso; nuestra energía es el
vigor de la carne; nuestra obra es la obra de hombres impulsados por un
estímulo incorrecto; nuestras palabras, aunque sean muy sinceras, son
las palabras del ego entusiasmado. Si alguien pregunta ¿cómo puedo
empezar a amar?, le respondo: mira a Jesús, habla con Él al respecto,
vuelve a aprender a amar aprendiendo una vez más de Su amor por ti. No
le digo: «Trabaja, y eso te estimulará a amar». No. El orden correcto no es
trabajar primero para amar después, sino amar primero para trabajar
después. Obtén más amor tratando más con Jesús a nivel personal, y
entonces el amor te pondrá en llamas. Trabajarás espontáneamente,
trabajarás en la libertad de la comunión y en el gozo del amor (1 Tes
3:12; Gal 5:6; 2 Co 5:14).

3. El egoísmo (Mr 8:34): el «yo» en todas sus formas es un


obstáculo para nuestro crecimiento (Rom 14:7). La voluntad del yo, la
suficiencia del yo, la gratificación del yo, la importancia del yo, la gloria
del yo, la búsqueda del yo, la meditación en el yo, todas estas cosas
acaban con la fructificación. La AUTONEGACION es el comienzo, el centro y el
final de nuestro curso aquí como seguidores de Cristo. El egoísmo toma
forma de codicia o amor al dinero; de suntuosidad o amor a la comida, la
bebida y las buenas cosas de esta vida; de disipación religiosa o amor al
entusiasmo; de agitación espiritual, de ir de una reunión a otra, de un
libro a otro, de una opinión a otra, de un pastor a otro. También toma
forma de un anhelo por «especias» y estimulantes religiosos, que va
ligado a una aversión por lo que es desabrido o común, sin importar qué
tan bueno o cierto sea. Estas son algunas de las formas del egoísmo que
destruyen tanto el crecimiento como la fructificación. ¿Cómo puede
crecer el hombre cuando está mimándose a sí mismo en lugar de
crucificar la carne?, ¿cuando está gratificando y acariciando al viejo
hombre en lugar de clavarlo en la cruz?, ¿cuando está disfrutando de
todo el bienestar, la suavidad y la comodidad del mundo en lugar de
sufrir trabajos, tomar su cruz y mortificar sus miembros que están sobre
la tierra?6 (Rom 8:13; Gal 5:24; Col 3:5).

4. La codicia: «Porque el amor del dinero es la raíz de todos los


males» (1 Tim 6:10). Hay pocas cosas más aborrecibles en un cristiano
que esta. Pocas cosas pueden destruir su influencia más completamente
que el afán por el dinero o la tacañería a la hora de desprenderse de él, y
pocas cosas lo transforman en el triste desprecio del mundo con mayor
razón. El codicioso no puede crecer. Siempre se mantendrá como un
cristiano atrofiado. Las «ganancias deshonestas» son veneno para el
alma. Si no nos hacemos amigos «de las riquezas de maldad» poniendo
nuestra sustancia a disposición de Dios, se transformarán en la peste de
la espiritualidad, en la destrucción de nuestra vida religiosa (Pr 30:8; 1
Tim 6:6-10). Sean generosos, sean de gran corazón, tengan las manos
abiertas, sean amorosos y liberales para dar si quieren crecer.

5. El orgullo: Toda forma de autosatisfacción y toda clase de


admiración por el yo, ya diga relación con la propia persona, las propias
posesiones, los propios logros o la propia posición, es tremendamente
dañina para la vida espiritual. La verdadera piedad prospera solamente
en el corazón humilde, en el corazón que, a medida que va creciendo en
satisfacción con Cristo, se va volviendo cada vez más insatisfecho consigo
mismo. Si el Maestro fue manso y humilde, ¿será distinto el discípulo?

6. La Despreocupación: Algunos consideran que tomarse las cosas


con calma es una gran virtud. De igual forma, algunos piensan que no
experimentar fervor, entusiasmo ni celo prueba la existencia de una
mente noble y bien balanceada. Podríamos admitir que ese es el caso si
solo nos limitáramos a los asuntos del mundo. Perder una fortuna y aun
así mantenerse calmo es bueno. Sufrir una provocación y mantenerse
tranquilo también es bueno. Sin embargo, tomar la religión a la ligera no
es algo digno de alabar. Los religiosos despreocupados no conocen el
fervor de Juan y Pablo. Estar satisfechos y a la vez inseguros de nuestra
salvación es algo muy horrible. Estar satisfechos sin hacer ningún
progreso o tal vez incluso retrocediendo es casi igual de horrible. La
religión despreocupada simplemente es lo mismo que la frialdad muerta,
aunque tal vez no resulta tan repulsiva para los demás. La formalidad
afable de miles equivale a la abominable tibieza de Laodicea.

Pero estos consejos son suficientes. Los ayudarán un poco, los


guiarán un poco, les enseñarán un poco y los advertirán un poco. Cuando
los lean, que haya mucho autocuestionamiento y mucha aplicación
personal: «¿Soy yo, Señor?, ¿soy yo?».

Los períodos de avivamiento son de bendición, pero también de


peligro. En otros tiempos hemos visto a personas que corren bien y luego
retroceden, a multitudes que acuden a la cruz y luego se apartan de ella;
hemos oído confesiones fervorosas seguidas de silencio: es posible que
volvamos a observar todas estas cosas. A ello se debe nuestra ansiedad
por guiarlos y aconsejarlos tanto como podamos. Que los jóvenes
escuchen. Que se humillen bajo el consejo cristiano. Que oigan y
observen con cuidado sus propios pasos.

Sin embargo, no queremos desanimar a nadie. No se desanimen,


decimos, sino que tengan ánimo. No desmayen, aunque con frecuencia se
sientan agotados. Si bien los instamos a considerar el costo, les decimos
lo mismo que Dios le dijo a Israel: «Mira, Jehová tu Dios ha dado delante
de ti la tierra: sube y poséela, como Jehová el Dios de tus padres te ha
dicho; no temas ni desmayes» (Dt 1:21). No quisiéramos ser de aquellos a
los que Dios les dijo: «¿Y por qué prevenís el ánimo de los hijos de Israel?»
(Nm 32:7). Recordamos que está escrito «abatióse el ánimo del pueblo
por el camino» (Nm 21:4) y que este abatimiento los guio al pecado. No
queremos abatir al más débil, pues recordamos a Aquel que «no
quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare» (Is 42:3),
que «en su brazo cogerá los corderos, y en su seno los llevará; pastoreará
suavemente las paridas» (Is 40:11). Les decimos a «los de corazón
apocado: “Confortaos, no temáis”» (Is 35:4), y queremos confortar «á las
manos cansadas» y corroborar «las vacilantes rodillas» (Is 35:3). Quizá
dirán ustedes que los «temerosos», los apocados, son de los que serán
echados al lago de fuego y temen ser uno de ellos. No es así. Los
«temerosos» que se mencionan en el libro de Apocalipsis (21:28) son los
cobardes que se han negado a confesar a Cristo, que le han dado la
espalda a Cristo, y son muy distintos a los «apocados» de los que habla
Isaías.

Tengan ánimo. Dios está de su lado. Tienen a Cristo para luchar por
ustedes. Tienen al Espíritu Santo para sostenerlos y consolarlos. Tienen
más razones para tener ánimo que desánimo. Tienen el ejemplo de
millones que los han precedido. Tienen las preciosas y grandísimas
promesas (2 Pe 1:4). Tienen muchos compañeros de viaje y milicia a
diestra y a siniestra. Tienen frente a sus ojos un reino radiante que
compensará toda prueba y todo conflicto aquí. Además, el camino es
corto. El trajín acabará pronto. La batalla no durará para siempre. Mayor
es el que está con ustedes que todos los que pueden estar contra ustedes.
Fortalézcanse en el Señor. Fortalézcanse en Su amor y en Su poder.
Tomen toda la armadura de Dios (Ef 6:10, 11).

¿Dicen que están en Cristo y que permanecen en Él? Entonces


deben andar como Él anduvo. Tienen la obligación de seguir Sus pasos. Y
si dicen que no tienen tal obligación, están dejando de lado la enseñanza
divina que el apóstol nos da aquí.

El hombre que dice «Yo soy de Cristo» está bajo la obligación de


imitarlo. Tanto el deber como el amor lo constriñen a hacerlo; no un
deber sin amor ni tampoco un amor sin deber. Un deber sin amor sería
reticencia y coacción; un amor sin deber sería un amor puesto sobre un
objeto ilícito, que no tiene ningún derecho a amar. Cuando el deber está
unido al amor, está colocado sobre un objeto digno y legítimo. Cuando
amamos ese objeto, sentimos lo que es correcto, y cuando obedecemos
ese objeto, hacemos lo que es correcto.

Si amo algo que no tengo el deber de amar, estoy pecando. Si amo lo


que tengo el deber de amar, estoy haciendo lo correcto, aquello en lo que
Dios se deleita. Si honro a mis padres, lo hago por dos razones: (1)
porque Dios ha dicho «Honra a tu padre y a tu madre» y (2) porque los
amo. Estas dos cosas, el deber y el amor, están en perfecta armonía entre
sí. Amar es cumplir el deber y cumplir el deber es una expresión de amor.

Supongamos que tu madre está en Escocia y tu padre, en India. A


ambos los amas tanto como puede amar un hijo. Sin embargo, puede
surgir la pregunta de a cuál de los dos vas a visitar o con cuál de los dos
vas a quedarte. ¿Te quedarás en Escocia o irás a India? El amor no puede
resolver este dilema, pues los amas a ambos de igual forma. ¿Cómo debe
resolverse? A la luz del deber. Preguntas ¿qué es mi deber: ir donde mi
padre o quedarme con mi madre? Si decidieras dejar a tu madre movido
por el sentido del deber, ¿dudaría ella de tu amor?; ¿te diría «no quiero
tus profesiones de amor»? Y cuando llegues a India y le digas a tu padre
que fue el sentido del deber el que te llevó hacia él, ¿se burlaría de ti? ¿Te
diría «no quiero nada de tu deber; dame tu amor»?
El deber es un motivo correcto y adecuado. Vez tras vez se hace
referencia a él en la Escritura, como muestran abundantemente las
palabras «debes», «debemos» y «deudor». «El que dice que está en él,
debe andar como él anduvo» (1 Jn 2:6).

Leemos pasajes como los siguientes: «Vosotros también debéis


lavar los pies los unos á los otros» (Jn 13:14); «Lo que debíamos hacer,
hicimos» (Lc 17:10); «Así que, los que somos más firmes debemos
sobrellevar las flaquezas de los flacos» (Rom 15:1); «Así también los
maridos deben amar á sus mujeres» (Ef 5:28); «Debemos siempre dar
gracias á Dios» (2 Tes 1:3 y 2:13); «nosotros debemos poner nuestras
vidas por los hermanos» (1 Jn 3:16); «debemos también nosotros
amarnos unos á otros» (1 Jn 4:11). Estos son algunos de los muchos
pasajes en que se habla del deber en términos muy claros. El hecho de
que el deber y el amor deban ir de la mano no demuestra que el deber no
existe ni que el cristiano deba elevarse por sobre el deber para llegar a la
región del «amor puro» como han sostenido los místicos romanistas. El
deber designa lo que es debido, ¿acaso no hemos de hacerlo porque es
debido, porque es lo correcto y apropiado? Ejerzamos nuestro sentido
común y comprendamos el significado de las palabras, sean griegas o
castellanas, antes de embarcarnos en un viaje a regiones trascendentales
a las que ni los profetas ni los apóstoles se han dirigido antes de
nosotros.

En la actualidad, existe el riesgo de caer en excesos, de intentar


conseguir la calidad extrafina en el plano religioso. Es el riesgo de volar
demasiado alto, de apartarnos de la Escritura y del sentido común, de
caer en un sentimentalismo, que parece muy espiritual, pero que, cuando
es analizado, resulta ser derechamente absurdo o, en el mejor de los
casos, una exageración parcial de una cierta verdad aislada. En los
períodos de despertar espiritual hay un gran peligro: el de ser
acarreados por doctrinas diversas y extrañas. Aferrémonos a la Palabra.
Solo así podremos hallar constancia y sobriedad. Solo al alimentarnos de
ella y ser guiados por ella podremos conservar una religión decorosa y
saludable, libre de error y a la vez exenta de delicadeza impropia, una
religión que sigue las sendas antiguas de los reformadores, los apóstoles,
los profetas y los patriarcas, una religión inafectada por las novedades y
a la vez libre de la intolerancia de la obstinación.7

«El que es muerto», dice el apóstol, «justificado es del pecado»


(Rom 6:7). La muerte era la pena, y el que ha pagado la pena está
legalmente justificado. Ya no hay demandas en su contra. Nosotros
pagamos la pena cuando tomamos como nuestra la muerte del Sustituto,
y Dios considera la deuda pagada cuando Él obtiene nuestro
consentimiento para la transacción.8 La idea de haber pagado la pena es
la que pacifica la conciencia, y es la idea de que Dios la considera pagada
la que nos da paz con Él. Cuando llegamos a entender el significado y el
valor de la obra de la cruz, cuando aceptamos lo que Dios ha declarado
respecto a todos los que creen Su testimonio con relación a esa obra, la
carga se cae y entramos a la libertad.

Con esa libertad, viene la santidad. Desde ese instante buscamos


conformarnos a Aquel que nos ha librado y que nos invita a seguirlo en la
senda de la conformidad a la voluntad del Padre.

Con esa libertad, viene el amor, el amor por Aquel que ha sacado
nuestras almas de la prisión yendo Él mismo a prisión por nosotros.

Con ese amor, viene el celo, el celo por Aquel que siguió a Sus
perdidos hasta recuperarlos, por Aquel que dijo «El celo de tu casa me
comió».

Con ese amor y ese celo viene la autonegación, la autonegación de


Aquel que «no se agradó a Sí mismo», que vivió en la tierra
exclusivamente por los demás, que, aunque era rico, se hizo pobre por
amor de nosotros.

Siempre recordemos que la raíz de todo esto es la «paz para con


Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo», y que dicha paz fluye del
conocimiento de la sangre pacificadora, ¡la sangre del único Sacrificio de
paz divino, a quien conocer es paz! Es de la sangre del sacrificio que
extraemos la paz que es el principio de todo servicio, de toda religión, de
todo caminar recto. Las palabras «ninguna condenación» dan inicio a la
vida de libertad, autonegación y celo. Dejamos de conocer la ley como
nuestra enemiga y comenzamos a conocerla como nuestra amiga, pues lo
que es «santo, y justo, y bueno» siempre debe ser nuestro deleite, gozo y
guía. «Según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios» (Rom 7:22)
es uno de nuestros lemas más sinceros, pues solo fuimos librados de la
ley para que pudiéramos deleitarnos en la ley, y para que «la justicia de la
ley fuese cumplida en nosotros» (Rom 8:4). Con la ley satisfecha ―es más,
transformada en nuestra amiga y pronunciando perdón en lugar de
condenación y amor en lugar de ira―, seguimos caminando y subiendo,
apreciando en esa bendita ley lo mismo que apreció David cuando dijo:
«Los mandamientos de Jehová son rectos, que alegran el corazón…
Deseables son más que el oro, y más que mucho oro afinado; Y dulces
más que miel, y que la que destila del panal» (Sal 19:8-10).9
Notas
[←1]
Gloríate en la cruz como lo hizo Pablo (Gal 6:14), pero no la uses como un accesorio
de vestuario. Hay algo horrible en convertir la cruz en un adorno para hermosearnos. Sé
moderado en el uso de adornos y vestimentas delicadas. Recuerda que estás desposado
para ser presentado al Señor «como una virgen pura» (2 Co 11:2). Solamente «las
vestiduras blancas» (Ap 19:8), no la púrpura, la escarlata, el oro, las piedras preciosas y las
perlas (Ap 17:4), pueden ser adecuadas para la novia de Cristo. Estudia los tres pasajes
siguientes: Is 3:16-23; 1 Tim 2:8-10; 1 Pe 3:3, 4.

[←2]
Oigan lo que Jonathan Edwards escribe sobre la señorita que luego llegó a ser su
esposa: «Dicen que hay una jovencita en ―[cierto lugar] que es amada por el gran Ser que
hizo y rige el mundo. Dicen que hay ciertas temporadas en que este gran Ser, de una u otra
manera invisible, la visita y llena su mente con dulcísimo deleite, y que a ella por poco no le
importa nada más que meditar en Él. Dicen que ella espera ser elevada y recibida luego de
un tiempo donde Él está, ser elevada del mundo y trasladada al cielo, pues está segura de
que Él la ama demasiado como para dejarla mantenerse distante de Él para siempre. Allí
ella habitará con Él, cautivada por Su amor y deleite por los siglos de los siglos. Por eso,
aunque le presentes todo el mundo, ella lo menosprecia y no le da importancia; tampoco le
presta atención a ninguna pena o aflicción. Posee una extraña dulzura de mente y una
singular pureza en sus afectos; es muy justa y meticulosa en toda su conducta, y sería
imposible persuadirla a hacer algo malo o pecaminoso aun si le dieras todo el mundo, pues
ella no querría ofender a este gran Ser. Ella tiene una maravillosa dulzura, calma y
benevolencia universal de mente, en especial después de que el gran Ser se ha manifestado
a su mente. A veces va de un lado a otro cantando con dulzura y siempre parece estar llena
de gozo y placer, nadie sabe por qué. Ama estar sola, caminando por los campos y las
arboledas, y siempre parece estar conversando con alguien invisible».

[←3]
Nota editorial: Este es lenguaje figurado. Bonar no adhería a la doctrina popular de
nuestros días que señala que nuestros pecados personales son producidos por espíritus
inmundos que debemos echar fuera. Más bien, este es un llamado a mortificar dicha
conducta pecaminosa a través de los medios establecidos en la Palabra de Dios (ver Col
3:5-10).

[←4]
Algunos hablan del nuevo hombre como si fuera una persona aparte dentro de
nosotros, colocada en nuestro interior desde lo alto, que de inmediato es perfecta e incapaz
de cometer pecado. Hablan también del viejo hombre como si fuera una persona
igualmente separada, inalterada e inmutable, que no hace nada sino pecar. Este abuso de la
figura del apóstol lleva a la absoluta confusión, pues, si ese fuera el caso ―preguntamos―,
¿quién peca, el viejo hombre o el nuevo hombre? ¿Quién es perdonado, el viejo hombre o el
nuevo hombre? ¿A quién lava la sangre, al viejo hombre o al nuevo hombre? ¿A cuál de
estos hombres le dice el apóstol «El que hurtaba, no hurte más», al viejo o al nuevo? ¿A cuál
le dice «Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios»? No al viejo hombre, pues, si esta teoría
es cierta, no puede hacer nada sino contristar al Espíritu hasta el final. No al nuevo hombre,
pues él nunca contrista al Espíritu ni puede hacerlo. ¿A quién le dice «Y no os embriaguéis
de vino», al viejo o al nuevo hombre? La forma antibíblica en que los hombres vanos,
hombres que se dicen sabios, han interpretado la figura del apóstol destruye toda identidad
y responsabilidad personal.

[←5]
Nota editorial: Aunque esta afirmación a primera vista parece favorecer la postura
arminiana sobre la expiación, el resto de los escritos de Horatius Bonar, que fue firme
defensor del calvinismo bíblico, nos llevan a concluir que ese no puede ser el sentido aquí.
Más bien, el autor se refiere a la realidad de que ningún elegido es justificado hasta que es
llamado y unido a Cristo por el Espíritu Santo mediante la fe. «Dios, desde toda la
eternidad, decretó justificar a todos los elegidos, y Cristo, en el cumplimiento del tiempo,
murió por sus pecados y resucitó para su justificación. No obstante, ellos no son
justificados hasta que el Espíritu Santo, a su debido tiempo, en verdad les aplica a Cristo»
(Confesión de Fe de Westminster, XI.4, traducción propia).

[←6]
La suntuosidad de muchos cristianos en la actualidad [nota del traductor: 1874] es
muy triste. ¡Cuántos millares de libras son gastadas en el yo! (en vestuario, en comida, en
entretención, en pinturas, en jolgorios, en autogratificación pura). No basta con
mantenernos apartados del salón de baile, del teatro, de la ópera, del oratorio y de la mesa
de juegos: debemos personalmente negarle al «yo» los lujos que nos identifican con el
mundo. De lo contrario, los hombres del mundo podrían observarnos y decir: «Estos
cristianos gastan tanto dinero en ellos mismos como nosotros. Sus mesas, sus vestidos, su
servicio doméstico, sus hermosos vehículos, sus joyas y sus ornamentos son tan costosos e
innecesarios como los nuestros» (Gal 2:20; 6:14).

[←7]
Tengan cuidado con los prejuicios, ya tengan que ver con personas o con cosas. Sin
embargo, sean decididos, no gente indecisa que se deja llevar por la opinión pública o se ve
cautivada por algún gran «pensador» de la época. Eviten el uso demasiado frecuente de
ciertas frases religiosas que, en especial cuando no son precisamente escriturales, resultan
repulsivas, como los meros distintivos de las sectas. Con demasiada frecuencia, ellas son
expresiones de una arrogancia con la que nunca se mezcla el amor fraternal. Hay algunos
cuya consigna es lo que entienden por el término (tomado del Dr. Newman) de
«justificación en un Cristo resucitado». Otros tienen por lema lo que designan
«consagración completa». Otros excomulgan a todos los que no «parten el pan» con ellos,
llaman «sistemas» a todas las corrientes menos la suya propia, hablan de «juzgar el error»,
de hacer determinadas cosas «fuera de la comunión» y otras «en comunión», siempre
llaman «partimiento del pan» a la Cena del Señor y han inventado la frase extrabíblica de
«la presidencia del Espíritu Santo» ―¡como si los discípulos debieran reunirse en el nombre
del Espíritu y no en el nombre de Cristo!―. Eviten todas las expresiones sectarias y
extrabíblicas de esa clase, que huelen al hombre y a sus debilidades. Tengan comunión con
todos los que aman al Señor Jesucristo y recuerden que la mesa del Señor es el lugar donde
los cristianos debieran reunirse, no donde debieran separarse. Procuren ser «llenos de
Espíritu» (Ef 5:18). Aquel a quien llamamos «Padre celestial» da «el Espíritu Santo á los que
LO PIDIEREN DE EL» (Lc 11:13). Pidamos, y recibiremos. «Espíritu, ven de los cuatro vientos»
(Ez 37:9). Ese Espíritu fue «derramado», «descendió» o «cayó» en repetidas ocasiones, y no
una sola y única vez en Pentecostés. Vino en respuesta a la oración (Hch 2:17, 33, 38; 4:31;
8:15, 17; 9:17; 10:44, 45, 47; 11:15, 16; 19:6). Que la oración de Pablo por los efesios sea
también la nuestra, «que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de gloria, [NOS] DE
espíritu de sabiduría y de revelación» (Ef 1:17).

[←8]
Nota editorial: A primera vista, podría parecer que esta oración enseña que Dios
considera nuestra fe como el pago de nuestra deuda ante Él, que ella satisface Su justicia
divina. Sin embargo, eso no es lo que el autor quiere señalar. En su obra The Everlasting
Righteousness [La justicia eterna], Horatius Bonar explica cuál es el verdadero rol de la fe:
«La fe no es una satisfacción para Dios. No es posible decir que la fe satisfaga a Dios ni
que satisfaga la ley en sentido o aspecto alguno […] La fe no puede expiar la culpa; no
puede obtener la propiciación; no puede pagar la pena; no puede limpiar las manchas; no
puede otorgar justicia. Nos lleva a la cruz, donde hay expiación, propiciación, pago, limpieza
y justicia, pero en sí misma no tiene mérito ni virtud» (traducción propia, énfasis añadido).
Eso es precisamente lo que enseñan las Escrituras y está plasmado en la Confesión de Fe de
Westminster: «A quienes Dios llama eficazmente, también justifica gratuitamente, no
infundiendo justicia en ellos, sino perdonando sus pecados y considerando y aceptando sus
personas como justas, no por nada obrado en ellos o hecho por ellos, sino por la sola causa
de Cristo; tampoco porque les impute la misma fe, el acto de creer o cualquier otra
obediencia evangélica como la justicia de ellos, sino porque les imputa la obediencia
y satisfacción de Cristo. Ellos reciben y descansan en Cristo y Su justicia por medio de la
fe, fe que ellos no poseen de sí mismos, pues es don de Dios» (Confesión de fe de
Westminster, XI.1, traducción propia, énfasis añadido). En resumen, la fe es el instrumento
que nos une a Cristo, quien es nuestra justicia y salvación. Cuando decimos que somos
salvos por la sola fe, lo que queremos indicar es que la fe es el único instrumento por el que
nos aferramos a la justicia de Cristo, la mano con que la tomamos. No tiene valor en sí
misma, pero nos une a Aquel que es valioso y nos salva.

Lo que el autor quiere señalar, entonces, es la misma realidad que mencionamos en


la nota al pie #5, que no somos efectivamente justificados hasta que el Espíritu Santo nos
aplica la justicia de Cristo.

[←9]
Añado los títulos de algunos libros que pueden resultarles útiles:

Owen on the 130th Psalm [Exposición práctica del Salmo 130, por John Owen]

La gloria de Cristo, por John Owen

Edward’s History of Redemption [La historia de la redención, por Jonathan Edwards]

Gracia abundante, por John Bunyan

Samuel Rutherford’s Letters [Cartas de Samuel Rutherford]

Lady Powerscourt’s Letters [Cartas de la señora Powerscourt]

Fry’s Christ our Example [Cristo, nuestro ejemplo, por Caroline Fry]

El enfriamiento espiritual, por Octavius Winslow

Romaine’s Walk of Faith [El caminar de la fe, por William Romaine]

Brief Thoughts on the Gospel [Breves pensamientos sobre el evangelio, por Horatius Bonar]

Phillip on the Love of the Spirit [Sobre el amor del Espíritu, por Philip]

El evangelio digno de ser recibido de todos, por Andrew Fuller

El reino de la gracia, por Abraham Booth

Sprague’s Hints on the Intercourse of Christians [Consejos para la interacción de los


cristianos, por W. B. Sprague]

Life of Bunyan [Vida de John Bunyan]

La vida de Robert Murray M’Cheyne

Life of Hewitson [Vida del rev. W. H. Hewitson]

Memorials of two sisters [Memorial de dos hermanas: Susanna y Catherine Winkworth]

Life of Adelaide Newton [Vida de Adelaide Newton]

Payson’s Life [Vida del rev. Edward Payson]

Whitefield’s Life [Vida de George Whitefield]

Judson’s Life [Vida de Adoniram Judson]

También podría gustarte