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NUNC COGNOSCO EX PARTE

THOMASJ. BATA LIBRARY


TRENT UNIVERSITY
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Kahle/Austin Foundation

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MEMORIA MEXICANA

fl»ni UníV ••• \


ENRIQUE FLORESCANO

Memoria mexicana
Ensayo sobre la reconstrucción
del pasado: época prehispánica-1821

CONTRAPUNTOS ©
Primera edición octubre de 1987
© Enrique Florescano, 1987
D.R. © 1987, Editorial Joaquín Mortiz, S.A. de C.V.
Grupo Editorial Planeta
Insurgentes Sur 1162 Col. del Valle
Deleg. Benito Juárez C.P. 03100
Portada: Myriam Cerda
Fotografía del autor © Alejandro Maass
ISBN 968-27-0252-6
A Alejandra
A Claudia
A Valeria
Prólogo

Este libro está formado por un conjunto de ensayos que per¬


siguen las innumerables memorias del pasado creadas por dis¬
tintos grupos y pueblos de México. Los grupos que poblaron el
territorio nacional no produjeron una, sino muchas imágenes
del pasado, provocadas por diferentes estímulos: para liberarse
del paso corrosivo del tiempo sobre las creaciones humanas, para
tejer solidaridades fundadas en orígenes comunes, para demar¬
car la posesión de un territorio, para afirmar identidades
arraigadas en tradiciones remotas, para sancionar el poder es¬
tablecido, para respaldar con el prestigio del pasado vindica¬
ciones del presente, para fundamentar en un pasado compartido
la aspiración de construir una nación, o para darle sustento a
proyectos disparados hacia la incertidumbre del futuro. En es¬
tos y en otros casos, la recuperación del pasado, o la invención
de un pasado propio, se manifiestan como una compulsión
irreprimible cuyo fin último es afirmar la existencia histórica
del grupo, el pueblo, la patria o la nación. Por ser compulsiones
profundas y poderosas, por todos lados dejaron huella de su
presencia, aun entre pueblos cuya expresión principal era el
discurso oral. Con esos testimonios, a veces perfectamente ela¬
borados, a veces fragmentados y oscuros, traté de reconstruir las
imágenes míticas e ideológicas que elaboraron los pueblos
prehispánicos de su pasado; las imágenes providencialistas,
místicas y profanas que produjeron los conquistadores y los
frailes al examinar su acción transformadora sobre el mundo
americano; los símbolos patrióticos y religiosos que crearon los
criollos para cohesionar a una población escindida por todas
las desigualdades; las sorprendentes recuperaciones del pasado
que inventaron los pueblos indígenas y las nuevas ideas de los
hombres modernos que contemplaron el pasado y el futuro bajo
la influencia del pensamiento ilustrado.
La recuperación y recreación del pasado es un proceso social
ininterrumpido, una creación colectiva necesaria para la sobre¬
vivencia del grupo o la nación, y un proceso cambiante, produc-

7
tor de sucesivas y renovadas imágenes del pasado. De ahi que
la explicación de cualquier representación del pasado, más que
en los individuos que parecen producirla, deba buscarse en las
urgencias y aspiraciones de la memoria colectiva, y perseguirse
en el tiempo: ahí donde continuamente se renueva la visión que
se tiene del pasado y las imágenes que lo representan. Cada
nueva representación del pasado pone en juego diversos proce¬
dimientos para recuperarlo y responde a nuevos usos del pasado
en el presente. Es decir, toda recuperación del pasado obliga a
conocer cómo se recuperó ese pasado y para qué fines se hizo
esa reconstrucción. Este libro pretende responder a esas pre¬
guntas. Pero en lugar de tomar como única expresión de la
memoria del pasado a las obras producidas por los cronistas
e historiadores, incluye las múltiples formas populares y tra¬
dicionales de recoger el pasado: el mito, la leyenda, el ritual,
los símbolos religiosos, el mensaje mesiánico que anuncia la
instauración de un nuevo reino o la vuelta a una edad dora¬
da, los discursos de los personajes carismáticos que a nom¬
bre del pasado convocan a las masas a cambiar el curso de la
historia, los movimientos colectivos guiados por una imagen
mítica del pasado, y desde luego, las crónicas, los relatos y
las obras históricas que reconstruyen e interpretan el pasado.
A fines del siglo XIX Ernest Renán escribió: “Olvidar, y me
atrevería a decir, interpretar erróneamente la propia histo¬
ria, son factores esenciales en la formación de una nación.’’*
Esta obra muestra que la formación de la conciencia histórica
de los mexicanos es un resultado de la confrontación histórica de
unos grupos contra otros, de las afirmaciones y negaciones que
cada grupo hizo de si y de sus oponentes, de la determinación
adoptada por algunos sectores de la sociedad para imponer a
otros su propia imagen del pasado, de la decisión de muchas co¬
munidades indígenas de conservar su propia identidad, y en
fin, de una suma de olvidos, afirmaciones y deformaciones del
pasado motivados por situaciones sociales conflictivas y por la
confrontación de concepciones diferentes del desarrollo históri¬
co. De ahí que, al lado de la identificación de las diferentes me¬
morias del pasado, este libro intente también una explicación

* Qu' est-ce qu' une nation. París: Levy, 1882.

8
de las concepciones del tiempo y del acontecer histórico que es¬
tán detrás de esas interpretaciones del pasado.
Giambattista Vico abrió una nueva perspectiva en el desa¬
rrollo del conocimiento histórico y antropológico cuando re¬
planteó la antigua tesis de que los hombres sólo entienden
verdaderamente lo que ellos mismos han hecho, y creó, como
dice Isaiah Berlin, un nuevo tipo de conocimiento a partir
de la imaginación reconstructiva. Según Berlin, la grandeza de
Vico reside en haber descubierto “el principio de acuerdo con
el cual el hombre puede entenderse a sí mismo porque entiende,
en el proceso, su pasado; porque es capaz de reconstruir imagina¬
tivamente lo que hizo y lo que sufrió, sus esperanzas, deseos,
esfuerzos, sus actos y sus obras, tanto las propias como las de
sus prójimos. Con la experiencia de ellos se entreteje la suya
propia y la de sus ancestros (. . .), cuyos monumentos, costum¬
bres, leyes y, sobre todo, palabras, aún le hablan a él”.* Si¬
guiendo esta idea de Vico, intenté reconstruir las concepciones
del tiempo y del acontecer histórico que se expresaron en los
mitos cosmogónicos, en los mitos de la creación y en las cere¬
monias rituales de los pueblos prehispánicos. Asimismo, hay
aquí un esfuerzo por comprender cómo las ideas hebreas del de¬
sarrollo histórico, la concepción de un tiempo teológico y las
ideas escatológicas y apocalípticas del cristianismo se introdu¬
jeron en las mentalidades cultas y populares de Nueva España
y dominaron las interpretaciones del tiempo, del pasado y del
acontecer histórico. En los tres siglos del virreinato estas concep¬
ciones del tiempo y de la historia se expresaron en los mitos, en
los movimientos religiosos, en los movimientos populares y re¬
volucionarios, y en las obras y vidas de la mayoría de la gente
de ese tiempo.
Si estas reconstrucciones son correctas, una de las conclusiones
que se puede derivar de este libro es la siguiente: durante la ma¬
yor parte del virreinato, las ideas míticas y religiosas, tanto de
origen indígena como europeo, fueron las dominantes en la in¬
terpretación del tiempo, del acontecer humano y del desarrollo

* Contra la corriente. Ensayos sobre historia de las ideas. México: Fondo de


Cultura Económica, 1983. p. 181. Véase también, del mismo Berlin, Vico and
Herder. Londres, Hogarth Press, 1976.

9
histórico. Sólo a fines del siglo XVIII, con la introducción de las
ideas ilustradas, y más tarde, con la revolución de independen¬
cia, aparece un pensamiento secular y una concepción política
moderna que interpreta los hechos históricos como una suce¬
sión de acontecimientos profanos irreversibles que, por sí mismos
—sin la intervención de lo sobrenatural o lo sagrado— hacen y
transforman el acontecer histórico. Sin embargo, como se verá
en la segunda parte de esta obra, que cubre los años de 1821 a
1980, la interpretación mítica del tiempo y del desarrollo histó¬
rico continuará siendo una presencia constante en la creación
de la memoria histórica de los grupos indígenas y populares de
México.

* * *

Deseo expresar mi reconocimiento a Johanna Broda y Alfredo


López Austin por los consejos y críticas que recibí de ambos
para abrirme paso en el mundo de los mitos y concepciones del
tiempo del México antiguo. Varias partes de este libro dedica¬
das a la recuperación del pasado durante el virreinato siguen
ideas y sugerencias desarrolladas en las obras de David A.
Brading, Victoria Reifler Bricker, Serge Gruzinski, Edmundo
O'Gorman y Francisco de la Maza. A Patricia Sámano y Rocío
Alvarez les estaré siempre reconocido por su paciencia y peri¬
cia para mecanografiar mis borradores. Durante la elaboración
de este libro, mantuve junto a mí la idea que acompañó a Vico:
la convicción de que los productos del pensamiento y de la crea¬
tividad humana son descifrables y comprensibles porque nos
pertenecen, y porque su transformación en el tiempo puede ser
explicada si la perseguimos con la simpatía, el rigor y la imagi¬
nación que nos han transmitido los maestros de la recuperación
histórica.

ENRIQUE FLORESCANO

Junio de 1987.

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I. La concepción
náhuatl del tiempo
y del espacio

Las ideas nahuas sobre el tiempo estaban fundidas con las con¬
cepciones acerca de la creación del mundo (cosmogonías), la
composición del universo (cosmología) y el sentido que los dio¬
ses le habían dado a la misión del hombre en la tierra. Por eso,
antes de preguntar por las ideas que de la historia crearon esos
pueblos, hay que precisar las concepciones generales del tiempo
y del espacio que se expresaron en las cosmogonías y en la reli¬
gión, para luego relacionar estos conceptos con las formas par¬
ticulares de registro y representación de los hechos históricos.

1. El mito náhuatl de la creación

La primera creación del mundo

Los relatos cosmogónicos nahuas mencionan una pareja divina


que dio origen al mundo y a la vida: Tonacatecuhtli y Tonacíhuatl,
un desdoblamiento de la dualidad suprema Ometéotl. A seme¬
janza de Ometéotl, esta pareja es autocreada, eterna y fuente
de toda vida; moraba en uno de los lugares más altos del cielo,
en el decimotercer piso, donde dio origen a cuatro deidades, cada
una identificada por un color: Tezcatlipoca (rojo), Tezcatlipoca
(negro), Quetzalcóatl (¿blanco?) y Huitzilopochtli (azul).
Pasados 600 años de inactividad, Quetzalcóatl y Huitzilo¬
pochtli comenzaron la creación del mundo. Crearon el fuego y
el sol, aunque no un sol entbro, sino apenas un medio sol que

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alumbraba poco. Crearon también a un hombre y a una mujer; al
hombre le encomendaron que cultivase la tierra y a ella que hi¬
lase y tejiese. De Oxomuco y Cipactonal (fig. 1), la primera pa¬
reja humana, nació la generación de los macehuales, a quienes
los dioses debían vigilar para que no dejaran de trabajar. Si¬
multáneamente crearon el inframundo, con sus dioses Mictlan-
tecuhtli y Mictecacíhuatl, y también los cielos y el agua, en la
cual había “un como lagarto’’, Cipactli, del que surgió la tierra.
Crearon asimismo al dios del agua Tláloc y a su pareja Chal-
chiuhtlicue, junto con los numerosos tlaloques, diosecillos que
los ayudaban a volcar las aguas sobre la tierra.
Esta primera creación del universo se hizo “junto y sin dife¬
rencia de tiempo”, cuando aún no había cuenta del tiempo, ni
días, años o edades.1 A partir de este momento comienza la era
de los soles, la época gobernada por la potencia divina que crea
el movimiento y que le adscribe un origen y un final a las suce¬
sivas eras que van creando los dioses.

Creación y destrucción de los primeros cuatro soles2

Nahui Océlotl (Sol de Tierra). Al terminar la creación del uni¬


verso, los cuatro dioses creadores vieron que éste estaba como
inerte y sólo era alumbrado por una luz crepuscular. Discurrie¬
ron entonces que uno de ellos se transformara en sol y lo pusie¬
ra en movimiento. Tezcatlipoca, el que se disfraza de tigre, fue
el primer dios que se hizo sol y de esta manera dio comienzo a
las eras del mundo, pues a partir de ese primer sol comenzaron
a contarse los años.3 Los hombres de esta época eran gigantes
que arrancaban árboles enormes con las manos, pero no sabían
cultivar la tierra. Se mantenían de bellotas y de frutos y raíces
silvestres. Este sol terminó abruptamente cuando los gigantes
fueron devorados por tigres feroces y el sol desapareció. Esto
ocurrió en el día llamado 4 Tigre. Duró este primer sol 676 años.

Nahui Echécatl (Sol de Viento). Entonces los dioses crearon el


segundo sol y restauraron la vida en el mundo. Esta vez fue
el dios creador Quetzalcóatl el que se transformó en sol y
alumbró la tierra. Los hombres de esta edad sólo comían piño¬
nes (ococentli). Pero ocurrió que Tezcatlipoca, convertido en ti-

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Fig. 1) Oxomuco y Cipactonal, la primera pareja humana.
Códice Borbónico, lám. 21

gre, derribó al sol de un zarpazo y entonces se levantó un gran


vendaval que desarraigó los árboles y se llevó a los hombres por
los aires. Quienes no perecieron por el viento se convirtieron en
monos. Esto sucedió en el día 4 Viento. Duró este segundo sol
676 años según unos relatos, y 364 según otros (fig. 2).

13
a oq oo
O o o oo

Fig. 2) Sol de viento, Nahui Echécatl. Códice Vaticano-Ríos,


lám. VI

Nahui Quiáhuitl (Sol de Fuego). Los dioses creadores hicieron


surgir entonces el tercer sol, encarnado por Tláloc, el dios de la
lluvia y del fuego celeste. Bajo este sol los hombres se alimen¬
taron de una semilla llamada acecentli que era como “maíz de
agua”. Pero al igual que los soles anteriores, este tercero desa¬
pareció entre grandes catástrofes. Ardió el sol, llovió fuego del
cielo y los hombres y sus casas fueron destruidos y quienes no
murieron se volvieron guajolotes [pipiltin). Esto ocurrió en el
día 4 Lluvia. Duró este tercer sol 312 años según unas fuentes,
y 364 según otras (fig. 3).

14
Fig. 3) Sol de fuego, Nahui Quiáhuitl. Códice Vaticano-Ríos,
lám. VII

Nahui Atl (Sol de Agua). Los dioses crearon entonces el cuarto


sol. La diosa Chalehiuhtlicue, “la de las faldas de jade”, diosa
del agua, se convirtió en sol por mandato de Quetzalcóatl. Du¬
rante esta edad los hombres se alimentaron de una semilla se¬
mejante al maíz, llamada cincocopi. Terminó este sol con un
gran diluvio que anegó la tierra, convirtió a los hombres en pe¬
ces e hizo que el cielo se desplomara sobre la superficie terres¬
tre. Esto ocurrió en el día 4 Agua. Duró este cuarto sol 676
años según unas fuentes, y 312 según otras (fig. 4).

Así, “desde el nacimiento de los dioses, hasta el cumplimiento


de este sol hubo, según se cuenta, 2628 años’’.4

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Fig. 4) Sol de agua, Nahui A ti. Códice Vaticano-Ríos, lám. V

Creación del quinto sol: Nahui Ollin


(Sol de Movimiento) (fig. 5)

A Tezcatlipoca y Quetzalcóatl les tocó la tarea de iniciar la res¬


tauración del universo destruido por el diluvio y por la desapa¬
rición del Cuarto Sol. Primero despejaron las aguas que habían
invadido la tierra; luego trataron de levantar el cielo que se ha¬
bía pegado a la tierra, pero como no pudieron, llamaron en su
auxilio a los otros dioses creadores y juntos hicieron cuatro ca¬
minos rumbo al centro de la tierra, por los cuales entraron para
alzar el cielo. Sin embargo, como el cielo era grande y pesado,
tuvieron que crear cuatro hombres que los ayudaran. Y aún fue
preciso que Tezcatlipoca y Quetzalcóatl se convirtieran en árboles
grandes para elevar y sostener el cielo, de modo que el primero
se transformó en Tezcacuáhuitl, que quiere decir “árbol de es¬
pejos , y Quetzalcóatl en Quetzalhuéxotl o “sauce precioso”. Y

16
Fig. 5) El quinto sol. Piedra del sol

así, “con los hombres y con los árboles y dioses alzaron el cielo
con las estrellas, como agora está’’.5 En recompensa por este
gran esfuerzo, Tonacatecuhtli hizo de Tezcatlipoca y de Quet-
zalcóatl señores del cielo y de las estrellas, y les dio asiento en
la Vía Láctea.
Cumplida esta tarea “Se consultaron los dioses y dijeron:
¿Quién habitará [esta tierra], pues que se estancó el cielo y se
paró el señor de la tierra? ¿Quién habitará, oh dioses?’’. Luego
de deliberar, los dioses decidieron encomendar a Quetzalcóatl
la misión de crear nuevamente a los hombres y éste descendió

17
entonces al bajo mundo, al reino de Mictlantecuhtli, para obte¬
ner de éste los huesos y las cenizas de las anteriores generaciones
de la humanidad y volver a crear con ellos al hombre. Con ardi¬
des venció Quetzalcóatl la resistencia de Mictlantecuhtli, pero
cuando ya tenía los huesos preciosos y regresaba con ellos cayó
en un hoyo que Mictlantecuhtli le había preparado y ahí se le
rompieron, por eso es que los nuevos hombres tuvieron estatu¬
ras diferentes y no alcanzaron el tamaño de los anteriores gi¬
gantes. Finalmente Quetzalcóatl llegó a Tamoanchan, donde
estaban reunidos los dioses, y ahi les hizo entrega de su carga.
Enseguida la diosa Cihuacóatl-Quilaztli molió los huesos y formó
con ellos una masa que depositó en un recipiente precioso. En¬
tonces Quetzalcóatl se sangró su sexo y derramó su sangre
divina en el recipiente y los demás dioses hicieron también sa¬
crificios. Así, “Dos años después, que fue el año del diluvio, los
dioses crearon a los macehuales como antes los había, y hasta
el cumplimiento de los trece años no pintan (en sus códices)
otra cosa que aconteciese.”6
Luego los dioses se preguntaron: “¿Qué comerán los mace¬
huales?” Entonces Quetzalcóatl, quien sabía que la hormiga
roja conocía el lugar donde se guardaba el maíz, el alimento
precioso, le preguntó insistentemente por él. Al fin la hormiga
roja accedió a sus ruegos y le indicó el sitio donde se encontra¬
ba el maíz. Convertido en hormiga negra, Quetzalcóatl llegó con
la hormiga roja a la montaña que llaman Tonacatépetl, donde
se ocultaba el maíz; lo tomó y lo llevó a Tamoanchan', ahí lo
mascaron los dioses y luego lo pusieron en la boca de los hom¬
bres, que así se hicieron robustos.7
Asimismo, para que los hombres se alegraran, los dioses hi¬
cieron crecer en la tierra la planta de maguey, de la que sacaron
el pulque. Y antes aún de que los dioses crearan a los hombres,
Tezcatlipoca había traído el fuego a la tierra y para esto había
sacado la lumbre de unos palos, y así se empezó a hacer fuego
con los pedernales, que son unos “palos que tienen corazón”.
Ya con el fuego hubo fiestas de muchas grandes hogueras.
Y todo esto ocurrió cuando reinaba la oscuridad y aún no ha¬
bía sol. Pero después de 26 años de la creación de la tierra, los
dioses acordaron crear un nuevo sol. En el año 13 Ácatl, en
Teotihuacan, el lugar sagrado, se reunieron todos los dioses y

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dispusieron ayunos y sacrificios para propiciar el nacimiento
del sol. Luego los dioses preguntaron “¿Quién tendrá cargo de
alumbrar el mundo?’’. A estas palabras respondió el dios lla¬
mado Tecuciztécatl, quien dijo: “Yo tomo cargo de alumbrar al
mundo’’. Otra vez hablaron los dioses y dijeron: “¿Quién será
el otro?”. Pero esta vez los dioses se miraron entre sí y se pre¬
guntaron quién podría ser el otro que alumbrara el mundo, pero
no hubo quien se ofreciera. Por fin se fijaron en un dios al que
nadie tomaba en cuenta, que no hablaba, apenas se limitaba a
oír, y tenía el cuerpo lleno de tumores y llagas. Dijéronle: “Sé
tú el que alumbres, bubosito.’’ Y el dios llagado y humilde, lla¬
mado Nanahuatzin, obedeció de buena voluntad.
Y luego los dos comenzaron a hacer penitencia y sacrificios y
ofrendas durante cuatro días. Todo lo que ofrecía Tecuciztécatl
era precioso. En lugar de ramos daba plumas ricas de quetzal y
bolas de oro en lugar de bolas de heno; no ofrendaba espinas de
maguey, sino unas hechas de piedras preciosas; y en vez de es¬
pinas ensangrentadas, daba espinas de coral colorado, y copal
muy bueno. En cambio Nanahuatzin ofrecía cañas verdes y bo¬
las de heno y espinas de maguey ensangrentadas con su propia
sangre; y en lugar de copal brindaba la costra de sus llagas.
A la medianoche del día señalado para crear el nuevo sol, los
dioses se reunieron alrededor de un gran fuego que habían man¬
tenido durante cuatro días y al que Tecuciztécatl y Nanahuatzin
deberían arrojarse para transformarse en astros luminosos. Co¬
locados todos frente al fuego le dijeron a Tecuciztécatl. “¡En¬
tra tú primero al fuego!” y éste luego intentó hacerlo, pero como
el fuego era grande y muy vivo, tuvo miedo y se volvió atrás.
Cuatro veces intentó Tecuciztécatl arrojarse al fuego y cuatro
veces desistió.
Entonces los dioses dijeron a Nanahuatzin: “Prueba tú”. Y
éste de inmediato cerró los ojos y se echó al fuego y comenzó a
arder. Al ver esto Tecuciztécatl cobró valor y se arrojó también
al fuego.
Luego que ambos cayeron en el fuego y se quemaron, los dioses
se sentaron a esperar por dónde saldría el sol. Pasado un rato
vieron que el cielo se ponía colorado y clareaba por todas par¬
tes, pero no sabían de qué lado iba a aparecer el sol, de manera
que veían hacia todas las direcciones. Sólo Quetzalcóatl, Tezca-

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tlipoca, Xipe Totee y otros pocos vaticinaron que Nanahuat-
zin, convertido en sol, aparecería por el oriente. Y en efecto, por
ese rumbo surgió el sol, colorado y radiante. Era tan resplande¬
ciente que nadie lo podía mirar sin lastimarse los ojos. Tras él
salió la luna, también luminosa y brillante, a tal punto que los
dioses se preguntaron “¿Será bien que vayan ambos a la par?
¿Será bien que igualmente alumbren?”. Acordaron que no podía
ser así, de modo que uno de ellos arrojó un conejo a Tecucizté-
catl, que le ofuscó el resplandor, le oscureció la cara y quedó en¬
tonces la luna como hoy está, con su luz disminuida.
Hecho esto los dioses descubrieron consternados que el nue¬
vo sol y la nueva luna permanecían inmóviles en la orilla del
cielo que da al oriente. Durante cuatro días el sol no se movió,
ni la luna. Atemorizados, dijeron los dioses: “¿Cómo podremos
vivir? ¿No se menea el sol?” Entonces decidieron hacer un sa¬
crificio supremo para poner en movimiento al sol. Resolvieron
ofrendar sus vidas para que con la sangre divina de los dioses el
sol tuviera fuerza e iniciara su recorrido por el universo. “Mu¬
ramos todos y hagámosle que resucite por nuestra muerte”, di¬
jeron. Y esto fue lo que se hizo, de modo que cada uno dio su
sangre para dar movimiento al sol. Luego, con los vestidos que
dejaron los dioses muertos, y con joyas de jade y pieles de ser¬
piente y de jaguar, sus devotos hicieron unos envoltorios a los
que se puso el nombre de los dioses desaparecidos. Y en adelan¬
te a estos bultos se les reverenció como si fueran los mismos dio¬
ses autosacrificados en Teotihuacan.
Pero no bastó el propio sacrificio de los dioses para satisfacer
el hambre de sangre de este nuevo sol y por eso los hombres, si¬
guiendo el ejemplo de los dioses, tuvieron que sacrificarse ellos
mismos. Esta necesidad divina originó entonces la guerra, cu¬
yo propósito era obtener víctimas para el sacrificio del sol. Dice
una crónica que aun antes de que naciera el Quinto Sol los dioses
habían instaurado la guerra para que el sol que habría de reinar
en esa edad tuviera muchos corazones. Según esta crónica,
cuando el mundo aún estaba en tinieblas, los dioses resolvieron
hacer “un sol para que alumbrase la tierra, y éste comiese cora¬
zones y bebiese sangre, y para ello [era necesario que] hiciesen
la guerra de donde pudieran haberse corazones y sangres”.8

20
2. Las tres creaciones del mito cosmogónico

Como se observa, el contenido del mito cosmogónico establece


tres divisiones en el relato: 1) Primera creatión del universo;
2) Creación cíclica de los soles; 3) Creación del Quinto Sol o Sol
de Movimiento que da origen al sacrificio humano como alimen¬
to necesario del sol y de los dioses.

La primera creación del universo

En contraste con las dos últimas creaciones, la creación primi¬


genia del universo se hace en un momento sin tiempo: la crea¬
ción del sol, de la primera pareja humana y de la tierra, del cielo
y de las aguas primordiales ocurren simultáneamente, o como
dice el mito, “junto y sin diferencia de tiempo”. Es claro que
aquí la ausencia de temporalidad, de referencias cronológicas y
de movimiento están asociadas con el sol, porque en contraste
con las otras épocas, en ésta sólo hubo un sol disminuido, sin
energía suficiente para darle vida plena al universo.

La creación cíclica de los soles

En cambio, la segunda parte del mito está dominada por un


movimiento incesante, cíclico y fatal, que está regido por la
aparición y destrucción de los soles, pues cada sol crea un nue¬
vo orden cósmico, supone una nueva recreación del universo y
de la vida humana, del mismo modo que su desaparición impli¬
ca la destrucción súbita de lo antes creado.
A' pesar de este vaivén cíclico, algunos autores han visto un
sentido progresivo en la secuencia temporal de los cuatro soles.
Y no sólo porque la mayoría de las fuentes registran la duración
de cada sol en forma progresiva, midiendo el tiempo de atrás
para adelante, sino porque como dice Alfonso Caso, las mismas
plantas que se describen como alimento de los hombres (bello¬
tas de encino, piñones, “maíz de agua”, cincocopi), van acer¬
cándose progresivamente al alimento superior y básico de los
pueblos de Mesoamérica, el maíz. Siguiendo un orden diferente
al que aquí hemos adoptado en la secuencia de los cuatro soles,
Caso concluye que también en la creación de los hombres hay

21
un sentido evolutivo, pues en su arreglo de los soles los hom¬
bres primero se convirtieron en peces, luego en aves, más tarde
en monos y por último en gigantes. Caso afirma su creencia en
un proceso evolutivo porque en ninguna de las versiones del re¬
lato cosmogónico encuentra mención de una edad dorada, de
un tiempo pasado que fue mejor. Esta idea de progreso en las
creaciones cosmogónicas la confirma Caso en el Popol Vuh de
los quichés, donde “se relata que el creador hizo varios intentos
antes de realizar su obra perfecta”.9
Pero esta interpretación progresiva de las cosmogonías está
negada por el carácter cíclico de esas creaciones y por la ausen¬
cia de continuidad entre los acontecimientos ocurridos entre
uno y otro sol. Dejando aparte el serio problema de que no hay
acuerdo entre los autores sobre la secuencia misma de los soles,
porque ésta varía de una fuente a otra, lo cierto es que mientras
el tiempo cronológico que registra la sucesión de los soles es li¬
neal y progresivo, la temporalidad de los acontecimientos que
ocurren en cada sol es cíclica. Hay pues una separación entre el
tiempo cronológico y la temporalidad de los acontecimientos
míticos. Mientras el primero fluye incesantemente de atrás pa¬
ra adelante, el tiempo de los hombres tiene un principio y un fin
precisos, una duración que se cumple inevitablemente y en for¬
ma violenta.
Lo que es característico en la sucesión de los cuatro soles es
la fatalidad de su destrucción y la certeza de que, acabado ese
mundo, recomenzará otro, con otros hombres y bajo otros dio¬
ses tutelares. También es característico el antagonismo de dioses
y fuerzas naturales puestas en movimiento por los mismos dio¬
ses combatientes. Cada sol nace auspiciado por un dios que do¬
mina o encarna a determinadas fuerzas naturales, que a su vez
están en conflicto con otros dioses y fuerzas. Así, la lucha entre
estas fuerzas y dioses es la que rompe el equilibrio en el universo
y trae consigo la destrucción y el caos. Por eso cada nuevo sol
comienza por conjurar el caos e imponer en su lugar el orden.
En este sentido la repetición cíclica de la cosmogonía es una ce¬
lebración de los poderes que regeneran el mundo e introducen el
orden.

22
La creación del Quinto Sol

Como en las cosmogonías anteriores, la creación del Quinto


Sol significa una recreación total del universo, que en este
caso las fuentes detallan con mayor amplitud. Del caos y las
tinieblas surge de nuevo el orden: el cielo desplomado es le¬
vantado y devuelto a su lugar; la tierra y el agua resurgen
otra vez del caos, dotadas de sus poderes generativos; los
dioses crean nuevamente a los hombres, junto con los dones
necesarios (fuego, alimentos) para que éstos se reproduzcan y
pueblen la tierra.
Lo distintivo en la cosmogonía del Quinto Sol es la insisten¬
cia en que el orden, lo mismo que la creación de los hombres y
del sol, es un don de los dioses y que el mantenimiento de la vi¬
da en el mundo implica el sacrificio. Una y otra vez el relato
cosmogónico señala el esfuerzo creativo de los dioses para im¬
poner el orden y darle vida al mundo. El momento culminante
de esta serie de esfuerzos es el autosacrificio a que se obligan
los dioses para darle movimiento al nuevo sol. Y precisamente lo
que destaca el mito es que si el sentido de la creación divina fue
crear la vida en el mundo, el sentido último de las criaturas te¬
rrenas es el de mantener con su propia sangre el orden creado,
la vitalidad permanente del universo.

3. El orden fundador de la creación cosmogónica


y la integración del espacio al orden cósmico

Paul Kirchhoff escribió: “El antiguo México es un mundo de


orden, donde cada cosa y cada ser tiene su propio lugar (...) es
también un mundo que nos provoca terror por su universalidad
(. . .) Estas culturas no conocían el caos.”10
El mito cosmogónico que venimos considerando es el modelo
de ese orden; un orden que para crear armonía y unidad entre el
espacio, el tiempo, la naturaleza y el mundo social, integró to¬
das esas partes en un sistema o modelo universal regido por
principios sagrados. Como se ha visto, el significado de la crea¬
ción cosmogónica es conjurar el caos e instaurar el orden. La
creación es un ordenamiento del universo, una ubicación y una

23
definición de sus componentes, de tal manera que a partir de
entonces cada una de sus partes ocupa un lugar preciso en el or¬
den universal, con atributos y funciones definidas. La separa¬
ción del cielo y la tierra ubica en el mundo inferior y femenino a
las fuerzas generativas de la naturaleza y en el mundo superior,
celeste y masculino, a las fuerzas fecundadoras, aunque en ambos
sectores, como en la dualidad esencial, moran también poten¬
cias maléficas. Así, a partir del acto creador y hasta la desapa¬
rición del Quinto Sol, el mundo será concebido como una dualidad
esencial: cielo y tierra, arriba y abajo, luz y oscuridad, masculi¬
no y femenino, vida y muerte, que repite la dualidad que le dio
origen: Tonacatecuhtli-Tonacihuati.
Los dioses creadores, Tezcatlipoca y Quetzalcóatl, son asi¬
mismo un desdoblamiento de la dualidad esencial. A su vez, las
sucesivas divinidades que crean los dioses primordiales para
regir las diversas partes del universo —el cielo, la tierra, las
aguas, el inframundo—, son también deidades duales, que se
representan en parejas divinas.
Junto a esa división dual y simétrica del universo, la cosmo¬
gonía instaura una división geométrica en el espacio terrestre,
que es concebido como una superficie horizontal en forma de
rectángulo rodeado por aguas marinas. Sobre este plano hori¬
zontal que figura la tierra se funda el centro sagrado que unifi¬
ca las diversas partes que forman el universo, el punto que
establece la comunicación vertical entre el cielo, la tierra y el
inframundo y enlaza horizontalmente a los cuatro rumbos del
mundo: el este (la dirección guía, porque es aquélla por donde
nace el sol), el norte, el poniente y el sur. Así, según el relato
cosmogónico contenido en la Historia de los mexicanos por sus
pinturas, los caminos que hicieron los dioses en los cuatro pun¬
tos del universo convergían en el centro de la tierra, allí donde
se fusionaban todas las partes del mundo creado. Esta división
del universo en cuatro partes orientadas hacia los puntos cardi¬
nales es la que se encuentra en todos los códices y textos que
representan o explican la distribución del universo. Según es¬
tas representaciones:

La superficie terrestre estaba dividida en cruz, en cuatro segmen¬


tos. El centro, el ombligo, se representaba como una piedra verde

24
preciosa, horadada, en la que se unían los cuatro pétalos de una gi¬
gantesca flor, otro símbolo del plano del mundo. A cada uno de los
cuatro segmentos de la superficie terrestre se le asignaba un color
(. . .) En el Altiplano Central, la división más frecuente daba al nor¬
te el color negro, blanco al oeste, azul al sur y rojo al este. El color
verde estaba relacionado con el centro, con el ombligo del mundo.
Otros símbolos, entre los múltiples vinculados con los cuatro
rumbos del plano terrestre, fueron el pedernal al norte, la casa al oc¬
cidente, el conejo al sur y la caña al oriente, lo que constituía (. ..)
una doble oposición de muerte-vida (norte-sur, con los símbolos de
la materia inerte y la movilidad extrema) y hembra-macho (oeste-
este, con los símbolos sexuales de la casa y de la caña)” (fig. 6).11

25
En una de las versiones del mito cosmogónico se dice que
Quetzalcóatl y Tezcatlipoca se transformaron en árboles para
levantar el cielo y sostenerlo. En los códices que se refieren a la
creación cosmogónica estos árboles cósmicos aparecen distri¬
buidos en las cuatro partes de la superficie terrestre (Códice
Borgia, Láms. 49-52; Códice Fejérvary-Mayer, Lám. 1), es¬
tableciendo una comunicación permanente y recíproca entre el
cielo y la tierra (fig. 7). Estos árboles cósmicos, junto con los 4
ejes que conducían al centro de la tierra, “eran los caminos por
los que viajaban los dioses y sus fuerzas para llegar a la super¬
ficie de la tierra. De los cuatro árboles irradiaban hacia el punto
central las influencias de los dioses de los mundos superiores e
inferiores”.12
Todo esto quiere decir que a partir de la creación cosmogónica
la superficie de la tierra se convierte en un espacio sagrado, di¬
vidido en partes regidas por potencias divinas, con orientacio¬
nes espaciales, colores y símbolos que le infunden a cada espacio y
lugar un sentido trascendente, una significación que sobrepasa
su realidad material. El espacio terreno se convierte en una
réplica del orden sagrado que rige al universo, en una reproduc¬
ción del arquetipo cosmogónico. Un ejemplo de esta transfor¬
mación del espacio terrestre en espacio cósmico es el de los
montes y montañas, que en todos los pueblos mesoamericanos
eran considerados lugares sagrados, puntos de reunión del
cielo y de la tierra, equivalencias del centro del mundo.
Los mexicas llevaron esta concepción al extremo, pues hicieron
del espacio terreno y del orden social una réplica exacta del orden
cósmico. De la misma manera que el espacio vertical mexica
(cielo, tierra, inframundo) era una reproducción de la división
vertical del espacio cósmico, así también el espacio horizontal
reflejaba, como un espejo, las cuatro direcciones del espacio
cósmico, integradas a un centro que articulaba todas las direc¬
ciones, dioses y fuerzas. El espacio mayor, lo que constituía la
extensión terrestre del llamado “imperio” mexica, estaba divi¬
dido en cuatro grandes regiones repartidas en los cuatro puntos
cardinales y unidas por un centro o quinta región: México-Te-
nochtitlan.13 De este modo los territorios conquistados eran
asimilados al orden cósmico arquetípico e integrados dentro de
una nueva distribución espacial y religiosa.

26
Fig. 7) La división cuatripartita del espacio (las aspas que
forman una cruz latina y que se unen en la quinta región
central) y los cuatro rumbos del universo (los cuatro pétalos
que forman una cruz de San Andrés). Códice Fejérvary-
Mayer, lám. 1

La fundación y la posterior división espacial de Tenochtitlan


repiten también, con gran exactitud, los principios organizati¬
vos del espacio cósmico: “en el centro de lo que había de ser su
ciudad se erigió el templo a Huitzilopochtli, y en él se unieron
los vértices de las cuatro divisiones mayores los (nauh) campan
(o barrios) denominados Moyotlan, Teopan, Atzacualco y Cue-

27
popan”,14 distribuidos en los 4 puntos cardinales. (Véase la lá¬
mina 1 del Códice Mendocino, fig. 8.) La parte central de esta
división cuatripartita del espacio urbano era el recinto sagrado
de México-Tenochtitlan, en cuyo centro se levantaba el templo
mayor. Contando este centro, el espacio urbano adoptaba la

Fig. 8) La división cuatripartita de México-Tenochtitlan, con


el águila ocupando el lugar central. Códice Mendocino, lám. 1

28
misma forma y división que la superficie cósmica: un cuadrado
cortado en cruz en cuyo centro estaba el ombligo del mundo. En
los 4 grandes segmentos en que se dividía la ciudad se distri¬
buían los calpullis o unidades territoriales más pequeñas, que
según un autor sumaban 20, como 20 era también el número de
las provincias tributarias del “imperio”. Estudios recientes
han demostrado que los calpullis estaban organizados alrede¬
dor de templos, dioses y grupos sociales repartidos en los 4 seg¬
mentos principales que dividían a la ciudad.15
Por último, el centro de la ciudad lo ocupaba el gran recinto
sagrado rodeado por una muralla de serpientes o coatempatli,
un cuadrado de 200 varas de lado donde cada uno de los 20 cal¬
pullis tenía su templo particular, compartiendo el espacio con
los templos de los dioses principales del panteón azteca y de los
dioses de las provincias dominadas. A cada lado del recinto
sagrado se abrían 4 puertas de las que partían las 4 calzadas
que comunicaban a los 4 puntos cósmicos: el oriente, el norte, el
poniente y el sur. En el centro de este recinto de los dioses se
había erigido el espacio sagrado por excelencia, el gran teocalli
o templo mayor, que de manera semejante a la posición que tiene
el centro de la tierra en el mito cosmogónico, era el ombligo del
mundo y la montaña divina donde se unían el cielo, la tierra y el
inframundo, el lugar donde lo alto y lo bajo quedaban articula¬
dos con los cuatro rumbos del espacio cósmico. En este punto
esencial donde confluían las fuerzas sagradas que le infundían
orden al cosmos, los mexicas ratificaban el pacto establecido
en el mito cosmogónico y ofrendaban a los dioses el sacrificio
humano.
Esta obsesión por repetir en toda creación terrestre el arque¬
tipo de la creación cosmogónica, revela que en el pensamiento
mítico náhuatl lo esencial no era el devenir, sino el acto funda¬
dor que al erradicar el caos y crear un orden en el universo esta¬
blecía una armonía en el mundo y conjuraba los peligros de su
disrupción. Es decir, para tener orden, fundamento y duración,
todas las creaciones humanas tenían que repetir el acto creador
por excelencia, ser una réplica exacta del acto original que dio
nacimiento al universo. Toda creación es entonces una repeti¬
ción de la creación del mundo, y todo lo fundado se hace a par¬
tir del centro del mundo,16 de la misma manera que todo lo así

29
creado se convierte en un espacio sagrado, regido por las fuer¬
zas primordiales. La repetición de la creación cosmogónica en
las fundaciones humanas es entonces un conjuro contra el cam¬
bio y la inestabilidad del acontecer histórico, un llamado a la
permanencia del orden primordial.

4. El tiempo y su integración
al orden cósmico

El mito cosmogónico cuenta que cada vez que desapareció uno


de los soles se quebrantó el orden del universo y sobrevino el
caos. En el mito el caos es un resultado de la irrupción violenta
de fenómenos naturales que provocan cataclismos universales
y deshacen el orden creado. Otra expresión del caos es la ausen¬
cia de luz y movimiento que se señala en la primera parte del
mito, cuando los dioses iniciaron la creación pero no llegaron a
crear un sol completo. Por eso en las cuatro cosmogonías sola¬
res que siguen a este periodo crepuscular, la creación del sol
aparece, sin decirlo, como la causa directa de la vida, la luz y el
movimiento. En el caso de la creación del Quinto Sol esto se dice
expresamente: una vez levantado el cielo y creada la tierra, el
inframundo y los hombres, los dioses empeñaron todo su es¬
fuerzo en darle vida al Quinto Sol, que nace precisamente del
sacrificio individual de uno de los dioses y de la penitencia de
todos los dioses reunidos en Teotihuacan.
Es claro que lo que importa del sol no es sólo que ilumine, si¬
no que se ponga en movimiento, porque de su recorrido por el
cosmos dependen el nacimiento del día, la secuencia de las es¬
taciones y el fluir incesante del tiempo. De ahí que los dioses,
consternados ante la visión que les ofrece el sol suspendido en
la orilla este del cielo, decidan autosacrificarse y ofrendar su
sangre para ponerlo en movimiento. Por otra parte, la asocia¬
ción del sol con el nacimiento del tiempo y el registro calendári-
co del acaecer temporal está claramente indicada en el mismo
texto que narra la creación cosmogónica: “Y porque desde este
primer sol comienza su cuenta, y las figuras de contar van desde
este sol en adelante continuadas, dejando atrás los seiscientos
años, en cuyo principio nacieron los dioses. . .”17

30
La creación del Quinto Sol significa entonces la puesta en ac¬
to de la acción y de la vida, tal como lo expresa su nombre mis¬
mo: Ollintonatiuh, sol de movimiento. Este movimiento crea
también un orden, pues la creación cosmogónica claramente in¬
dica que a partir del nacimiento del sol todo el cosmos comien¬
za a funcionar de manera regular: el día sucede a la noche, las
estaciones se siguen una tras otra, el tiempo fluye eternamen¬
te, la tierra, el cielo y el inframundo ocupan su lugar, los dioses
rigen el mundo y los hombres cumplen su misión en la tierra:
todo lo creado tiene un lugar y una función precisas, un comien¬
zo, una duración y un fin. La idea esencial que trasmite el mito
es que el sol no sólo ha creado la vida y el movimiento, sino que
ha impuesto un orden fundamental en el devenir cósmico y hu¬
mano.
Al poner en movimiento a los demás astros (la luna, las es¬
trellas) y regular la acción de las fuerzas celestes, el sol establece
un vínculo necesario entre esas fuerzas y las terrenas. Ningún
otro cuerpo celeste ratificaba con tanta certidumbre la unidad
fundamental entre el poder fecundador de las fuerzas del cielo
y el surgimiento de la vida en la superficie terrestre, ni ejercía
un poder tan determinante en la regulación cíclica de la natura¬
leza, puesto que los movimientos del sol dividían el año en 4
estaciones y el primer paso del sol por el cénit anunciaba la in¬
minente llegada de las lluvias.18 Al imponer este orden cíclico
en las fuerzas de la naturaleza, el movimiento del sol también
determinaba la distribución estacional y anual de las tareas
agrícolas y en última instancia sujetaba la vida de los hombres
al imperio de sus movimientos.
La trayectoria del sol de este a oeste y la posición astronómica
que ocupaban los equinoccios y los solsticios de verano e in¬
vierno durante su movimiento anual, definían en el pensamiento
náhuatl los ejes este-oeste y norte-sur y establecían la división
cuatripartita del espacio cósmico y terreno. De este modo el
movimiento del sol organizaba también el espacio, definiendo
sus cuatro rumbos o direcciones principales. A su vez, esta de¬
finición de los rumbos del universo por el movimiento anual del
sol establecía una asociación entre espacio y tiempo, entre las 4
direcciones del universo y las 4 estaciones que dividían el año.
“En el esquema mexicano cada estación se asocia al punto car-

31
dinal en que acaba con un solsticio o un equinoccio, ordenándose
los puntos cardinales en dirección contraria al reloj (E-N-O-S).
De este modo la primavera se asocia con el cuadrante NE y el
N, punto en que culmina durante el solsticio de verano; el vera¬
no con el NO y el O; el otoño con el SO y el S; y el invierno con el
SE y el E.”19 (Véase la fig. 9.)
ESQUEMA DE LAS ESTACIONES Y ASOCIACIONES CARDINALES
EQUINOCCIO DE PRIMAVERA
OESTE

CUADRANTE NE o N CUADRANTE SE o E
PRIMAVERA INVIERNO

SOLSTICIO NORTE SOLSTICIO


DE VERANO DE INVIERNO

VERANO OTOÑO
CUADRANTE NO u O CUADRANTE SO o S

OESTE
EQUINOCCIO DE OTOÑO

Fig. 9) Esquema de las estaciones y las asociaciones


cardinales, según Pedro Carrasco

Otro ejemplo de la función ordenadora que se le atribula al


sol es la relación entre la observación astronómica de las posi¬
ciones del sol en su curso anual y la orientación de los templos
y ejes principales de los centros ceremoniales. Así como la divi¬
sión espacial de Tenochtitlan se correspondía con la división
cuatripartita del espacio cósmico, así también la orientación de
los templos y monumentos religiosos se hacía corresponder con
el movimiento del sol. El templo mayor de la capital mexica
estaba orientado de tal modo que en el equinoccio el sol debía
pasar por su centro. Los otros templos también estaban orien¬
tados “Hacia el oeste, es decir, mirando en la misma dirección

32
en que se mueve el sol. La [pirámide] de Tenayuca tiene una
desviación respecto a los puntos cardinales, de manera que mi¬
ra hacia el punto donde se pone el sol el día del paso cenital del
astro .20 En los últimos diez años los estudios astronómicos y
arqueológicos parecen probar que los templos y edificios de las
urbes ceremoniales estaban orientados hacia los principales
puntos del ciclo solar anual, es decir, hacia la salida y el ocaso
del sol en los días en que ocurrían los solsticios, equinoccios y
pasos del astro por el cénit.21
La máxima integración de los movimientos del sol con el
acontecer humano la lograron los sacerdotes observadores del
cielo a través del calendario. Como lo señala el mito cosmogóni¬
co y lo prueban los estudios contemporáneos, el calendario se
elaboró a partir del registro de los movimientos del sol que
marcaban la duración de los días, la sucesión de las estaciones
y el ciclo anual de movimientos solares. De esta manera el calen¬
dario no sólo reprodujo con exactitud los cambios cíclicos del
año solar, sino que impuso a la población sometida a él un cere¬
monial fundado en las concepciones religiosas e ideológicas que
los grupos dirigentes habían hecho en torno al culto del sol.
Pedro Carrasco ha mostrado que los 18 “meses” o veintenas
que componían el año mexicano (Xihuitl) estaban estrechamen¬
te asociados a los solsticios, equinoccios y pasos cenitales del
sol y a la división espacial de los 4 rumbos del mundo. Durante
las 18 veintenas del año se celebraban diversas ceremonias,
que como eran fiestas organizadas por los altos funcionarios re¬
ligiosos y militares, venían a ser un culto público dirigido por el
“estado”. Entre las múltiples ceremonias que poblaban el año
destacaban tres ciclos de fiestas principales: 1) las dedicadas a
los cuatro dioses que intervinieron en la creación del mundo; 2) las
fiestas de los dioses del agua, la lluvia y las plantas cultivadas;
y 3) ias fiestas que celebraban a los dioses del bajo mundo, del
fuego y de la tierra. Cada una de estas fiestas tenía lugar en la
época asociada con la dirección cardinal propia del dios festeja¬
do y estaba conectada también con las estaciones. O sea que
las ceremonias dispuestas en el calendario reproducían las
principales divisiones ordenadoras del cosmos: la división ver¬
tical del mundo en tres niveles (cielo, tierra, inframundo) y la
división espacial cuatripartita del universo, divisiones que en

33
el ritual religioso siempre aparecían asociadas con los movi¬
mientos cíclicos del sol a lo largo del año.22
De esta manera los ritos de cada una de estas fiestas opera¬
ban como memoria histórica que reactualizaba los grandes
acontecimientos de la fundación y organización del cosmos, al
mismo tiempo que inculcaban en la población la ideología ela¬
borada por los grupos dirigentes. Así, a través del sistema de
dominación política e ideológica, la observación de los cuerpos
celestes, los cálculos astronómicos y los complejos calendarios
se convirtieron en un orden sagrado, en un registro trascenden¬
te del acontecer temporal. De manera semejante a la transfor¬
mación de la superficie terrestre en espacio sagrado, el devenir
y su expresión cronológica en días, semanas, meses y eras se
transformó en una sucesión de unidades temporales regidas
por dioses y fuerzas cósmicas. Cada unidad temporal que me¬
día el transcurrir del tiempo se transformó en una deidad o en
una manifestación de las potencias divinas, de manera que el de¬
venir se convirtió en un proceso que sólo podía explicarse median¬
te el desciframiento de las cargas simbólicas y religiosas que
los dioses le imponían a cada unidad temporal. Esta conversión
del acontecer temporal en acontecer sagrado ocurrió en tiem¬
pos muy remotos, probablemente desde la invención misma del
calendario.
Según Eric S. Thompson, “Entre los mayas los días mismos
eran divinos de por sí (. . .) cada día no está simplemente bajo la
influencia de algún dios: es por sí mismo un dios o, más bien,
un par de dioses, toda vez que cada día está constituido por la
combinación de un número y un nombre —1 Ik, 5 Imix, 13
Ahau, etc., y ambos componentes son divinidades”.
A partir de esta conversión del suceder temporal en ámbito
sagrado, los mayas concibieron las divisiones del tiempo como
cargas que eran transportadas por cargadores divinos a través
de la eternidad: “Usando un símil en términos de nuestro
calendario, es como si hubiera para el 31 de diciembre de 1952,
pongamos por caso, seis cargadores: el dios del número 31 lle¬
vando a diciembre a cuestas; el dios especial del número uno
cargando a los milenios; el dios del número nueve, las centu¬
rias; el dios del número cinco, las décadas; y el dios del número
dos acarreando los años.”23

34
Los pueblos de habla náhuatl practicaron también esta iden¬
tidad del tiempo con lo sagrado, particularmente los mexicas.
Para ellos “cada signo, cada numeral, cada día [y cada una de
las unidades temporales] está asociado a una deidad que rige
los acontecimientos que suceden en su tiempo. Es como si los
dioses se turnaran para gobernar al mundo”.24 Y de verdad, en
la sociedad mexica, los dioses gobernaban cada acto de la vida
de los hombres, desde su nacimiento hasta la muerte, a través del
tonalpohualli o calendario adivinatorio. En este calendario cada
día y cada unidad temporal estaban regidos por una combina¬
ción de fuerzas sagradas fastas y nefastas, que determinaban
el destino de los hombres por la fecha de su nacimiento, y pre¬
decían también el carácter benévolo o adverso de las actividades
en cada uno de los días del año. El significado de esta transfor¬
mación del acontecer temporal en calendario sagrado lo resume
muy bien Soustelle: “El hombre está dominado por el sistema
de los destinos, no le pertenece ni su vida terrestre ni su super¬
vivencia en el más allá, y su breve estancia sobre la tierra está
determinada en todas sus fases. Lo agobia el peso de los dioses
y lo encadena la omnipotencia de los signos.”25
Esta sujeción del hombre a un orden suprahumano fue una
consecuencia de la perfecta integración del tiempo y del espacio a
la ideología religiosa. La conversión de la superficie terrestre en
un espacio sagrado en donde cada provincia, cada grupo étnico,
cada barrio, cada sector social y cada individuo tenían asigna¬
dos un espacio preciso gobernado por fuerzas cósmicas, dioses
y símbolos sagrados, se completó con la transformación del
acaecer temporal en tiempo gobernado por los dioses, de tal
manera que toda acción humana realizada en el espacio y en
el tiempo perdió su sentido terreno y profano y se convirtió
en una acción dominada por lo sagrado.
En el ritual, en las múltiples ceremonias que poblaban el
calendario, se cumplía la fusión entre espacio y tiempo sagra¬
dos. En cada una de estas ceremonias la división espacial del
territorio servía como principio ordenador de la población par¬
ticipante, pues cada grupo y sector social participaba en ellas
en función de los dioses, templos y símbolos que correspondían
a su espacio territorial, y a su vez, cada uno de estos espacios
estaba asociado con una estación, un mes o un día del año defi-

35
nidos por el calendario religioso. El orden geográfico-político
de la organización social se correspondía así con el orden cíclico de
las fiestas y ceremonias del calendario religioso.
La fiesta misma era entonces una celebración de la unidad
entre tiempo y espacio, una reactualización de los principios sa¬
grados que gobernaban el universo y una comunión de los hom¬
bres con el orden sagrado. Y como estas ceremonias tenian lugar
en los centros sagrados por excelencia, en los templos y pala¬
cios que eran el símbolo territorial del poder político, el ritual y
las fiestas venian a ser una legitimización del grupo dirigente,
una celebración cósmica del poder establecido.26

5. Rechazo del transcurrir temporal


y afirmación de la creación primordial

La obsesión de conjurar el paso del tiempo por la vía de retor¬


nar a los orígenes fundadores de la creación cosmogónica se ex¬
presa también en la ceremonia de “la atadura de los años’’ o
fiesta del “Fuego Nuevo”, que tenía lugar cada 52 años, cuan¬
do se cumplía un “siglo” en el cómputo náhuatl del tiempo. Se
celebraba “en todas las provincias, pueblos y casas”, pero sus
escenarios principales eran el cerro de la Estrella (a dos leguas
al oriente de Tenochtitlan) y particularmente el gran teocalli de
la capital mexica, el centro del poder político y religioso y el
ombligo del mundo.
Esta ceremonia era precedida por un ayuno general de tres
días. La población rompía entonces los cántaros, ollas, comales
y vasijas de uso doméstico. En Tenochtitlan los vecinos tira¬
ban los dioses del hogar y sus utensilios caseros a las acequias
o a la laguna y toda la gente procedía a limpiar sus casas. En la
víspera, o cuatro días antes según otras fuentes, se apagaban
todos los fuegos, los del hogar y el fuego que siempre ardía en
los templos. Así, a semejanza de la época que precedió a la crea¬
ción cosmogónica, el mundo se sumía en las tinieblas, de mane¬
ra que desde que el sol desaparecía en el horizonte la población
entraba en un estado de zozobra, en espera de que los sacerdo¬
tes anunciaran que el sol no había muerto, que renacía otra vez,
y que otra vez la vida retornaba al mundo.

36
Al ponerse el sol, los sacerdotes de los templos de Tenochti-
tlan “se vestían y se componían con los ornamentos de sus dio¬
ses, así que parecían que eran los mismos dioses; y al principio
de la noche comenzaban a caminar [rumbo al cerro de la Estre¬
lla], poco a poco y muy despacio, y con mucha gravedad y silen¬
cio, por esto decían teonenemi, que quiere decir, caminan como
dioses (...) y llegaban a la dicha sierra ya casi cerca de media
noche, y el dicho sacerdote del barrio de Copolco, cuyo oficio
era de sacar [la] lumbre nueva, traía en sus manos los instru¬
mentos con que se sacaba el fuego”.
Poco antes de llegar al cerro de la Estrella los sacerdotes ob¬
servaban en el cielo nocturno el movimiento de las Cabrillas o
Pléyades: “Miraban (...) si estaban en medio, y si no estaban
esperaban hasta que llegasen; (. . .) y cuando veían que ya pasa¬
ban del medio, entendían que el movimiento del cielo no cesaba
y que no era allí el fin del mundo, sino que habían de tener otros
52 años seguros que no se acabaría el mundo.”
En el momento en que la constelación de las Pléyades pasa¬
ba el cénit, el sacerdote del barrio de Copolco procedía a sacar
la lumbre nueva con el palo del fuego, el cual estaba “puesto so¬
bre el pecho de un cautivo (...) tomado en la guerra”. Encendido
el fuego nuevo, los sacerdotes abrían el pecho del guerrero, le
sacaban el corazón y arrojaban éste y el cuerpo entero a una
gran hoguera cuyo fuego animaban entonces, de modo que fue¬
ra visible desde muy lejos.
“En esta hora estaba en los cerros (. . .) que cercaban a toda
esta provincia de México, Tetzcoco, Xochimilco y Quauhtitlan
gran cantidad de gente esperando ver el fuego nuevo, que era
señal que el mundo iba adelante; y (. . .) [tan pronto como se en¬
cendía el fuego nuevo] los que estaban allí (...) levantaban lue¬
go un alarido (...) de alegría, [por] que el mundo no se acababa
y [por] que tenían otros 52 años por ciertos.” “Y todos, vista
aquella luz, luego cortaban sus orejas con navajas y tomaban
de la sangre que salía y esparcíanla hacia aquella parte de donde
parecía la lumbre (...) y todos eran obligados a hacerlo, hasta
los niños (...) porque decían que de aquella manera, todos ha¬
cían penitencia.”27
Hecha la gran hoguera del fuego nuevo, encendían en ella
una tea, y antes que nadie encendiese otra, “con mucha priesa e

37
brevedad llevábanla al principal templo de México; y puesta la
lumbre delante de los ídolos, traían un cautivo tomado en gue¬
rra, y delante el fuego (...) le sacaban el corazón, y con la sangre
el ministro mayor rociaba el fuego, a manera de bendición. Es¬
to acabado, estaban allí esperando de muchos pueblos para lle¬
var la lumbre nueva a los templos de sus lugares, lo cual hacían
de licencia del gran pontífice; y esto hacían con mucho fervor y
brevedad, aunque el lugar estuviese quince o veinte leguas. En
las provincias y pueblos lejos de México hacían la misma cere¬
monia, y esto en muchas partes se hacían con mucho regocijo y
alegría. Y en comenzando el día, así en toda la tierra como más
principalmente en México, hacían gran fiesta y sacrificaban en
México cuatrocientos hombres” (fig. 10).28
En el día del Fuego Nuevo la población renovaba el fuego del
hogar y todos los utensilios de sus casas, ‘‘de manera que todas
las cosas que eran menester en casa eran nuevas, en señal del
año nuevo que se comenzaba; por lo cual todos se alegraban y
hacían grandes fiestas”.29
Como puede verse, en la celebración del Fuego Nuevo inter¬
vienen los mismos elementos calendáricos, astronómicos, reli¬
giosos e ideológicos que están presentes en el mito de la creación
cosmogónica. La celebración del fin de una época y el comienzo
de otra, que el sistema calendárico fechaba en un año y día pre¬
cisos, se asocia con el movimiento del sol para expresar, como
en el mito cosmogónico, la vuelta al momento fundador de la
creación del universo. La ceremonia del Fuego Nuevo repite el
acto arquetípico de la creación del fuego que relata el mito cos¬
mogónico (cuando Tezcatlipoca por primera vez sacó fuego de
los palos), y asocia este hecho con el culto solar y los sacrificios
humanos dedicados a mantener la vida del Quinto Sol. Es evi¬
dente que el ritual que organiza toda la ceremonia del Fuego
Nuevo está orientado a reactualizar el momento vitalizador y
ordenador del universo, aquél en que el nacimiento del sol des¬
terró las tinieblas y dio calor y movimiento al mundo. Asimis¬
mo, el ritual está cargado del mensaje político e ideológico que
es característico del sistema de dominación mexica: el acto cul¬
minante de la ceremonia del Fuego Nuevo, el sacrificio de los
cautivos hechos en la guerra, era una ratificación y una justifica¬
ción de la misión providencial que se había asignado el pueblo

38
Fig. 10) La ceremonia del Fuego Nuevo, Códice Borbónico,
lám. 34

mexica como proveedor del alimento divino del sol, y soste¬


nedor de la vida y el orden en el cosmos.
Como lo ha mostrado Johanna Broda,30 toda la ceremonia del
Fuego Nuevo era una escenificación simbólica del poder mexi¬
ca: estaba organizada y presidida por los sacerdotes mexicas,
quienes vestidos con los atavíos de los dioses, aparecían ante la
población como si fueran los dioses mismos. El escenario origi¬
nal de la ceremonia, el cerro de la Estrella, de hecho había sido
desplazado por el templo mayor mexica, centro y eje del mun¬
do desde el cual el fuego nuevo era transportado en teas a los
templos de los barrios en que se dividía la ciudad, luego a
los pueblos del Valle de México, y por último a las provincias
más remotas sometidas al poder mexica. Es decir, el simbolis¬
mo de la ceremonia sancionaba las relaciones de poder entre la
capital mexica y sus provincias subordinadas.

39
La fiesta del Fuego Nuevo es asimismo uno de los ejemplos
más representativos de ese rechazo al transcurrir del tiempo
que los mexicas compartían con otros pueblos antiguos estu¬
diados por Mircea Eliade. La ceremonia del Fuego Nuevo era
una forma ritual de matar el tiempo transcurrido, de cancelar
la historia construida por la acumulación sucesiva de los acon¬
tecimientos, y una manera de reactualizar el momento original
de la creación, el tiempo sin desgaste en que se establecieron
los principios organizadores del mundo. El ritual de la fiesta
abóle el tiempo transcurrido, destruye las cosas desgastadas
por el paso de la duración, y retorna a la población al principio
inaugural del mundo, haciéndola representar en vivo el momen¬
to en que todo fue creado de nuevo. Aquí, otra vez, el retorno a
los orígenes fundadores opera como un conjuro contra la mar¬
cha del tiempo, contra el desgaste, la inestabilidad y el cambio
que amenazaban la permanencia del orden primordial.31

6. Tiempo primordial y tiempo cíclico

En el mito de la creación cosmogónica y en el rito que celebra la


fiesta del Fuego Nuevo hay varias concepciones del tiempo que
se entrelazan. La creación cosmogónica subraya la importancia
del momento original en que el cosmos fue creado y le atribuye
a este tiempo primordial las virtudes de creador del tiempo y
ordenador del cosmos. Es el tiempo del comienzo absoluto, el
momento en que se conjuró el caos y tuvo lugar la organización
del cosmos. Este es el tiempo sagrado por excelencia, el tiempo
en que todo existió por primera vez. Este tiempo original es
también el tiempo perfecto, la edad en que el cosmos existe car¬
gado de toda su fuerza vital. Pero este tiempo perfecto simul¬
táneamente creador, organizador y vitalizador del cosmos es
inmediatamente atacado por el transcurrir del tiempo que trae
consigo el desgaste y el deterioro cósmicos. La destrucción del
orden primordial por el transcurrir del tiempo está representa¬
da en el mito cosmogónico por las catástrofes cósmicas que pe¬
riódicamente ponen fin al orden creado. La concepción del
tiempo perfecto original se entrelaza así, en los mitos de la crea¬
ción mesoamericanos y en los mitos cosmogónicos de otros

40
pueblos,32 con la idea de una creación y destrucción cíclicas del
cosmos. Es decir, en los mitos mesoamericanos de la creación
está presente la idea de que todo lo que dura se desgasta, dege¬
nera y acaba por perecer. Pero también está presente la idea de
que la plenitud de la creación primordial es recuperable, de que
a la destrucción del orden cósmico sigue una nueva creación
que instaura otra vez el momento primordial en que todo es
creado de nuevo. En el mito cosmogónico nahua cada uno de
los soles o edades es súbitamente destruido al cabo de cierto
tiempo, pero cada una de esas destrucciones es seguida por una
nueva creación cósmica que restaura el mundo aniquilado.
El ritual de la fiesta del Fuego Nuevo toma del mito cosmo¬
gónico tanto la noción del tiempo perfecto primordial como la
idea de la renovación cíclica del cosmos y las introduce en el
tiempo de los hombres. El propósito de esta ceremonia en la
que participaba toda la población era revitalizar el cosmos me¬
diante el doble procedimiento de abolir el tiempo transcurrido
y de retornar al origen de la creación, al momento perfecto
cuando la creación estaba en posesión de la vitalidad plena. La
celebración de la ceremonia del Fuego Nuevo se anticipa al ca¬
taclismo final que narra el mito cosmogónico por el procedi¬
miento de restaurar cada 52 años la vitalidad del cosmos, y por
la vía de devolverlo al momento de la creación primera, cuando
todo fue por primera vez nuevo y gozaba de la beatitud de los
orígenes. Cada vez que el calendario marcaba el fin de una época
o el término de un ciclo de los movimientos del sol, la ceremo¬
nia y el rito intervenían para conjurar los efectos desgastado¬
res del paso del tiempo y regresar al momento primigenio de la
creación. La reactualización periódica de los orígenes es entonces
el fin esencial del rito, la manera de combatir permanentemen¬
te el corrosivo fluir del tiempo. El rito asume así la forma de
una restauración colectiva del acto original que le dio funda¬
mento a la creación y opera como un exorcismo contra el des¬
gaste provocado por el transcurrir temporal.
La noción del tiempo perfecto de los orígenes y la concepción
cíclica del tiempo cósmico son concepciones completamente
ajenas a la idea de un tiempo profano construido por la acción
de los hombres. La primera, al hacer de la creación el momento
esencial y significativo del acaecer cósmico, convierte al tiem-

41
po transcurrido entre el momento perfecto de la creación y el
presente en un tiempo carente de significación. Más aún, en la
medida en que el alejamiento de la plenitud original implica
una degeneración de lo creado, todo el esfuerzo religioso y hu¬
mano se concentran en recuperar el tiempo original, lo cual se
traduce en un eterno retorno, en una vuelta constante hacia
atrás, en búsqueda del tiempo primordial. Por ello puede decir¬
se que la recuperación de la plenitud original es una forma de
escapar al tiempo real. Se huye de la temporalidad efectiva por
el procedimiento de retornar al momento del tiempo absoluto
de la creación. Así, al remontarse hasta los orígenes de la creación
del mundo, el mito y el ritual no buscan situar los aconteci¬
mientos dentro de un marco temporal, sino crear una experien¬
cia religiosa mediante la cual sea posible alcanzar “el fondo
mismo del ser, descubrir el original, la realidad primordial de la
que ha salido el cosmos y que permite comprender el devenir en
su conjunto”.33
La idea de una constante creación y destrucción del cosmos
es igualmente ajena al acontecer temporal profano de los hom¬
bres. La cronología que mide la duración de las eras de ese
tiempo cíclico no está construida para crear una perspectiva
temporal de los hechos humanos, ni pretende establecer un
marco que explique el sentido de las acciones de los hombres,
sino que está hecha para señalar el carácter cíclico de la crea¬
ción y destrucción del cosmos. Más que una cronología del
acontecer temporal, estas mediciones de la duración de las eras
o ciclos parecen certificar que, cualquiera que sea la duración
en años o siglos de esas eras, el mundo creado será fatalmente
destruido y a esta destrucción ineluctable seguirá una nueva
creación, y así sucesivamente.
La idea de un tiempo primordial perfecto establece una rela¬
ción entre pasado, presente y futuro que es extraña a la con¬
cepción histórica occidental moderna y contemporánea. Según
esta concepción no hay diferencia entre pasado, presente y fu¬
turo, pues esas categorías temporales, tan claras y diferentes
para nosotros, forman un solo bloque, una secuencia ininte¬
rrumpida del acto creador: el pasado no tiene el carácter de lo
acontecido porque está siempre presente como acto fundador,
y por otra parte carece de la carga de lo ya ocurrido actuando

42
sobre el presente porque la acumulación de los hechos humanos
pasados no tiene ningún peso, ninguna significación en esa con¬
cepción de la temporalidad que hace del momento de la creación
mítica el acto constitutivo del destino humano. A su vez, el pre¬
sente no se concibe forjado por la acumulación del pasado y las
perspectivas del porvenir, pues sólo tiene sentido como reali¬
zación del acto fundador. Y lo mismo ocurre con el futuro, que
es visto como un cumplimiento más de los designios origina¬
les revelados en el acto de la creación. Más que una tempora¬
lidad o una cronología, el pensamiento mítico propone una
geneología, una continua filiación del presente respecto al pa¬
sado.

7. Ideas escatológicas y tiempo circular

La idea de la perfección de los orígenes y de un tiempo cíclico


se hallan entremezcladas con la idea de que “para que algo ver¬
daderamente nuevo pueda comenzar, es preciso que los restos
(. . .) del antiguo ciclo estén completamente destruidos”. La po¬
sibilidad de restaurar la perfección original implica la destruc¬
ción radical del mundo anterior que ha degenerado. En el mito
nahua de la creación y en otros mitos de la creación estudiados
por Mircea Eliade, es claro que la Nueva Creación no puede te¬
ner lugar sin la abolición plena del ciclo anterior: “La obsesión
de la beatitud de los comienzos precisa la destrucción de todo
lo que ha existido (...) y se ha degradado.”34 Estas ideas le
dieron fundamento a una concepción escatológica del devenir
cósmico, pues predicaban que cada sol o mundo creado habría
de terminar en una destrucción total. De esta manera la con¬
cepción de un tiempo cíclico dio paso a una concepción a la vez
pesimista y optimista del destino cósmico y humano. Pesimis¬
ta porque suponía que todo lo creado tendría un fin, pero parti¬
cularmente porque este fin se concebía como súbito, catastrófico
y total. Y optimista porque nutría la convicción de que tras esa
aniquilación del mundo advendría una nueva creación, creación
que para ser verdaderamente nueva suponía una destrucción radi¬
cal del mundo antiguo. La concepción cíclica de la creación y
destrucción del cosmos es pues el fundamento de las ideas esca-

43
tológicas tan profundamente arraigadas en la mentalidad indí¬
gena; ideas que más tarde, después de la conquista, renacerán
con fuerza bajo formas mesiánicas y apocalípticas, mezclándose
y enriqueciéndose con las ideas escatológicas del pensamiento
europeo y cristiano.35
Las ideas acerca de un tiempo primordial perfecto y de un
tiempo que se renovaba cíclicamente se vincularon a la con¬
cepción de un tiempo circular, a la idea de que en la secuen¬
cia infinita de los ciclos éstos volverían a repetirse luego de
transcurrido un periodo dilatado. En el Códice Florentino
hay un proverbio nahua y a continuación una explicación del
mismo que expresan esta idea:

Otra vez será así, otra vez así estarán las cosas, en algún tiempo, en
algún lugar.
Lo que se hacía hace mucho tiempo y ya no se hace, otra vez se
hará, otra vez así será, como fue en lejanos tiempos: ellos, los que
ahora viven, otra vez vivirán, serán.36

La idea de la repetición del tiempo, de que los ciclos y aconteci¬


mientos ocurridos una vez volverán a repetirse, es el fundamen¬
to de los sistémas calendáricos, astronómicos y adivinatorios
de los pueblos mesoamericanos. De manera semejante a como
el calendario solar y los cómputos astronómicos revelaban la
periodicidad de los movimientos del sol, se creía que el registro
de los acontecimientos naturales que afectaban la vida de los
hombres permitiría predecir su próxima aparición y crear dis¬
positivos para prevenir sus efectos. Estas observaciones
habían descubierto a los mexicas que los años ce tochtli coinci¬
dían con los años de destrucción de las cosechas, con las épocas de
hambre y mortandad, y por eso creían que a la vuelta de cada
ciclo de 52 años se presentaría el mismo peligro.37 Las profecías
que los sacerdotes mayas inscribieron en sus libros sagrados
tienen el mismo fundamento: predican lo que acontecerá en el
futuro a partir de lo que se conoce que ocurrió en Katunes o
ciclos temporales anteriores:

6 Ahau: Se comerán árboles, se comerán piedras; grandísima


hambre será su carga, la muerte estará sentada en su Estera y en
su Trono (...) Acontecerá por tres veces que no habrá sino pan de

44
jicama silvestre y frutas de árbol ramón; tremenda hambre y des¬
poblamiento y destrucción de pueblos. . ,38

Lo que unifica al tiempo perfecto de la creación original


con el tiempo cíclico de los soles y con el tiempo circular que
retorna otra vez, es el hecho de que todos esos tiempos se re¬
fieren a acontecimientos sagrados por excelencia: la creación
y el ordenamiento del cosmos, el ritmo de la temporalidad
cósmica, el final del mundo, la regeneración circular de las
edades. . . Esos tiempos diferentes no buscan explicar un
acontecer, sino revelar la realidad sagrada que dio principio,
organización y movimiento al universo. Son actos esencial¬
mente fundadores, constitutivos de una realidad, que por ser
reveladores de esa realidad, se convierten en actos arquetípi-
cos. Al fundar esa realidad: el paso del caos al cosmos, la or¬
ganización del espacio, el ritmo del tiempo, la creación de los
hombres, la extinción y renovación del mundo, el mito la con¬
vierte en una realidad arquetípica, revela su carácter sagrado
y codifica sus manifestaciones. Como dice Malinowsky, el
mito “hace revivir una realidad original (. . .) El mito es (. . .)
una realidad viviente a la que no se deja de recurrir”.39

8. Del tiempo sagrado al tiempo de los hombres

Junto a estos tiempos sagrados se encuentra también un tiempo


continuo, expresado en unidades cronológicas que medían el
desarrollo temporal de las acciones terrenas de los hombres en
una forma lineal y continua. Como se ha visto, el mito de la
creación cosmogónica de los cuatro soles contiene un registro
sucesivo del tiempo a partir de la primera creación del mundo,
dentro del cual se inscriben cronológicamente las cuatro destruc¬
ciones y recreaciones de los soles. Sin embargo, esta cronología
sólo está interesada en precisar los diversos momentos de la
creación cosmogónica: no registra el tiempo de los hombres, ni
recoge la vida humana más que cuando ésta refleja la intención
de los dioses. También es claro que el propósito de establecer
una cronología y una periodización de los tiempos míticos de la
creación es una operación hecha a posteriori, cuando los siste-

45
mas para medir el tiempo ya estaban plenamente desarrollados.
El hecho de que a una tradición tan remota como era el mito de
las creaciones cosmogónicas se le añadiera posteriormente
una cronología lineal, revela hasta qué punto se había vuel¬
to necesaria la tarea de inscribir los hechos dentro de un
transcurso temporal expresado en unidades cronológicas
continuas.
La aparición de un registro cronológico lineal y continuo de
los acontecimientos humanos dignos de ser recordados aparece
ligada a dos hechos: al perfeccionamiento de la escritura jero¬
glífica y de los cómputos astronómicos y calendáricos, y al
surgimiento de organizaciones políticas estables y prolonga¬
das en el tiempo. O más bien, una vez inventado el sistema
calendárico, la capacidad de este sistema para registrar con¬
tinuamente los hechos históricos dependió de la duración,
de la continuidad histórica de las organizaciones políticas. No
es casual que los registros calendáricos más antiguos y con¬
tinuos en el tiempo pertenezcan a los pueblos que crearon orga¬
nizaciones políticas estables, duraderas y de gran influencia en
su región: olmecas, mayas, zapotecas, nahuas. . .40 En los mo¬
mentos de su mayor poderío y esplendor cultural, estas socie¬
dades pudieron registrar en sus sistemas calendáricos hechos
que se remontaban a varios siglos atrás, asignándole a cada
uno una fecha. Así, por ejemplo, Heinrich Berlín ha mostrado
que las fechas relativas a los linajes o dinastías que aparecen
en las inscripciones del templo de la Cruz de Palenque se pue¬
den clasificar en tres grupos. Las primeras son tan antiguas
que sólo pueden referirse a ancestros deificados o a una época
legendaria. Las segundas tienen que ver con dinastías y linajes
correspondientes a un tiempo más inmediato, en tanto que las
últimas se refieren a hechos históricos contemporáneos.41
Esta secuencia de hechos míticos y legendarios, seguidos
por acontecimientos remotos pero menos imprecisos, integra¬
dos en una narración lineal que va de lo más antiguo a lo más
reciente, es la que encontramos en relatos como la Historia de
los mexicanos por sus pinturas, los Anales de Cuauhtitlan, o la
Historia Tolteca-Chichimeca,42 que son justamente narraciones
que relatan hechos históricos relativos a organizaciones políti¬
cas complejas y duraderas.

46
La Historia de los mexicanos por sus pinturas empieza con
una de las versiones sobre la creación del mundo, sigue con la
relación también mítica de la fundación de Tula y la entroniza¬
ción de Ce Acatl como primer señor de ese lugar, continúa con
una exposición cronológica de la migración de los mexicas desde
Aztlán hasta la fundación de Tenochtitlan, y concluye con la
narración de las conquistas y expansiones mexicas hasta el mo¬
mento en que éstas fueron interrumpidas por la llegada de los
españoles. Los Anales de Cuauhtitlan comienzan con una na¬
rración mítica de las migraciones chichimecas y de la creación
y destrucción de los cuatro soles, seguida por una relación
anual de lo acontecido en Tula y por una exposición más de¬
tallada y precisa, hecha en forma de anales, de la llegada de
los de Cuauhtitlan al Valle de México, de sus reyes, guerras
y relaciones con otros grupos étnicos. La Historia Tolteca-Chi-
chimeca sigue este mismo orden: primero relata hechos re¬
motos, expuestos en lenguaje legendario (las rivalidades entre
nonoalcas y toltecas, la muerte de Huémac y la destrucción de
Tula); continúa con la narración más precisa de la migración
de los tolteca-chichimecas, aunque también mezclada con he¬
chos míticos y legendarios; y concluye con el establecimiento
de un grupo de los tolteca-chichimecas en Cuauhtinchan, y con
la narración en forma de anales de los gobernantes, conquistas y
guerras que tuvieron. Esta última parte sigue estrictamente el
modelo de los anales o cuenta de los años (Xiuhtlalpoualli). Es
decir, en el texto se inscriben todos los años que comprende el
relato, pero sólo hay narración de hechos cuando en uno de es¬
tos años ocurrían acontecimientos dignos de recordarse. Estos
acontecimientos merecedores de recordarse son los ascensos al
poder de sus jefes o gobernantes, la muerte de los mismos y sus
genealogías, las guerras y conquistas emprendidas o padecidas
por el grupo étnico, los linderos y posesiones territoriales de los
pueblos y otros hechos relacionados con estos acontecimientos.
La repetición de estas características en la mayoría de los re¬
latos históricos nahuas, especialmente en los anales o Xiuhtlal¬
poualli, sugiere que la necesidad de recordar el pasado e indagar
los orígenes más remotos se sistematizó cuando los grupos ét¬
nicos mesoamericanos lograron crear organizaciones sociales y
políticas complejas. La memoria oral de la banda o tribu se vol-

47
vió memoria escrita cuando el grupo étnico se transformó en una
organización política más desarrollada y cohesiva, dueña de un
territorio y en posesión de los instrumentos técnicos (escritura,
sistemas de computación cronológica del tiempo), capaces de or¬
denar y sistematizar en forma continua el pasado compartido,
A su vez, la constitución de estas organizaciones políticas creó
un sujeto de la narración histórica terreno y profano que a par¬
tir de entonces se convirtió en el centro y guía del relato históri¬
co: el desarrollo en el tiempo del grupo étnico es el principal
asunto de la cronología y del relato histórico. Así, la organiza¬
ción política creó simultáneamente las bases para acumular y
desarrollar los conocimientos y un sujeto histórico nuevo: el
grupo étnico políticamente organizado, cuyo origen, desarrollo
y destino se convirtieron en la materia del relato histórico.
La formación de organizaciones políticas prolongadas en el
tiempo creó también una nueva relación entre el tiempo y el es¬
pacio. Si en las cosmogonías y en los mitos de la creación el
tiempo y el espacio son dos realidades sagradas: un tiempo que
declara el origen primordial del mundo y mide las transforma¬
ciones cósmicas, y un espacio que reproduce en la superficie
terrestre las fuerzas y fundamentos sagrados del cosmos, a
partir de la organización de los grupos étnicos en unidades
políticas el tiempo deja de ser exclusivamente un tiempo sagra¬
do para ser también un tiempo profano, un tiempo que registra
los acontecimientos terrenos que van transformando el de¬
sarrollo de los grupos étnicos. Y al dedicarse el cómputo del
tiempo a registrar fundaciones de ciudades terrenas, ascensos
y muertes de gobernantes, batallas y conquistas territoriales,
también se operó un cambio en la concepción del espacio. El es¬
pacio del relato histórico es ahora el espacio de las migraciones
y la geografía donde transcurre la vida del grupo étnico, aun¬
que todavía se insista en hacer de esta geografía terrena una
réplica del espacio sagrado del cosmos.
Así, desde el momento en que el grupo étnico se constitu¬
ye en el personaje principal del relato histórico, este nuevo
sujeto de la narración histórica será constantemente referido
a un tiempo y a un espacio profanos, de tal manera que en
adelante el relato histórico se construye alrededor de un sujeto
que se transforma en el tiempo y que actúa en un espacio con-

48
creto. Así, desde el momento en que el grupo étnico pasa a ser
el sujeto del relato histórico, el tiempo y el espacio profanos se
convierten en las dos variables fundamentales que registran
las transformaciones que padece el grupo étnico.
Los textos históricos que mejor ejemplifican estas profun¬
das transformaciones en el sujeto, el tiempo y el espacio histó¬
ricos son los anales o cuenta de los años (Xiuhtlalpoualli). En
estos textos el tema y el sujeto principal del relato histórico es
el grupo étnico, los ava tares y experiencias que padece el grupo
desde los inicios de su emigración hasta el presente. Y el hilo
conductor del relato es la relación tiempo-espacio, lo que acon¬
tece al grupo en un tiempo y en un espacio precisos. Por otro
lado, en oposición al tiempo primordial, al tiempo cíclico y al
tiempo circular, la relación tiempo-espacio profanos, al con¬
centrarse en el registro de hechos humanos ocurridos dentro
de un tiempo que se mide en unidades temporales que van de
atrás hacia adelante, creó un tiempo continuo y lineal que es
el tiempo típico de los Xiuhtlalpoualli o cuenta de los años. Es¬
te tiempo continuo, lineal y profano es diferente al tiempo de la
naturaleza que registraba el incesante renacer cíclico de las esta¬
ciones, y es diferente al tiempo que medía los movimientos anua¬
les del sol. También es un tiempo diferente al registro temporal
que medía el transcurrir humano por la sucesión de reyes o
dinastías. Los Xiuhtlalpoualli y textos como la Historia de los
mexicanos por sus pinturas, los Anales de Cuauhtitlan, o la
Historia Tolteca-Chichimeca incluyen estas formas arcaicas de
registrar el transcurso temporal pero introducen la temporali¬
dad progresiva y lineal, el registro continuo, año con año, de los
hechos humanos. Es decir, la continuidad de la organización
política en el tiempo obligó a crear una forma de registro temporal
que abarcara el desarrollo del grupo independientemente de los
cambios cíclicos de la naturaleza, de las muertes y ascensos de
los jefes y de las catástrofes que parecían anunciar el fin del
mundo. De esta manera el sistema cronológico creado a partir
de la observación de los movimientos del sol se fue transfor¬
mando en un sistema calendárico dedicado a precisar los cam¬
bios experimentados por los hombres en su desenvolvimiento
social y político, terreno y profano. Que ésta era la dirección
por la que caminaba el registro de los hechos históricos en Me-

49
soamérica lo prueban los muchos anales históricos o libros de
los años que se han conservado de esos pueblos, aunque proba¬
blemente aún era más fuerte y generalizada en la mayoría de la
población la concepción mítica o sagrada del acontecer temporal.

50
notas

La ficha bibliográfica de las obras referidas en estas notas, apa¬


rece completa en la bibliografía, al final de estas páginas.

1 Véase Garibay, 1965: p. 27. En esta obra incluye Garibay los textos
conocidos como Historia de los mexicanos por sus pinturas, Histoire
du Mechique y la Breve relación de los dioses y ritos de la gentilidad,
de Pedro Ponce de León.

2 El orden o sucesión en que se presentan los soles o edades varía


mucho de una fuente a otra. Sólo la Historia de los mexicanos por sus
pinturas y La leyenda de los soles contenida en el Códice Chimalpopoca
coinciden en el siguiente orden: sol de tierra, sol de viento, sol de fuego
y sol de agua, que es el mismo que adoptamos aquí. Antonio de León y
Gama, el primer estudioso de la Piedra del Sol, leyó ese mismo orden
en la parte central de este monumento; véase León y Gama, 1978. Es¬
ta interpretación fue controvertida por Alfredo Chavero, quien leyó en
la Piedra del Sol el siguiente orden de los soles: viento, fuego, agua,
tierra; véase Chavero, 1882: t. II, pp. 3-46. Alejandro de Humboldt fue
uno de los primeros autores modernos que interpretó este mito: véase
Humboldt, 1974: pp. 221-29. Ver particularmente los comentarios de
Jaime Labastida en la introducción, pp. LV-LXX. Una exposición
de las diferencias que presenta cada fuente puede verse en Moreno de
los Arcos, 1967: v. VII, pp. 183-210.

3 La Historia de los mexicanos por sus pinturas claramente señala es¬


to, pues en ella se dice: “Y porque desde este primer sol comienza su
cuenta, y las figuras de contar van desde este sol en adelante conti¬
nuadas, dejando atrás los seiscientos años, en cuyo principio nacieron
los dioses...” Véase Garibay, 1965: p. 29.

4 Ibid., p. 31.

5 Ibid., p. 32. En otra versión que consta en la Histoire du Mechique,


se narra que los mismos Tezcatlipoca y Quetzalcóatl entraron en el
cuerpo del monstruo de la tierra, Tlaltecuhtli, el primero por la boca y
el segundo por el ombligo, reuniéndose en el corazón de la tierra. Ahí,
con la ayuda de otros dioses, formaron el cielo. Esta misma fuente pro¬
porciona una tercera versión: Quetzalcóatl y Tezcatlipoca, viendo que

51
la diosa de la tierra Tlaltecuhtli (“la cual estaba llena por todas las co¬
yunturas de ojos y de bocas, con las que mordía como bestia salvaje ),
caminaba sobre las aguas primordiales, dijeron: “es menester hacer la
tierra. Y esto diciendo se cambiaron ambos en dos grandes sierpes (... y)
uno asió a la diosa de la mano izquierda al pie derecho. Y la apretaron
tanto, que la hicieron partirse por la mitad, y del medio de las espaldas
hicieron la tierra y la otra mitad la subieron al cielo (...) Luego, hecho
esto, para compensar a la dicha diosa de los daños que estos dioses le
habían hecho, todos los dioses descendieron a consolarla y ordenaron
que de ella saliese todo el fruto necesario para la vida del hombre”.
Véanse ambas versiones en la obra citada en Garibay, pp. 105 y 108.
6 Historia de los mexicanos por sus pinturas, en Garibay, obra citada,
p. 33.
7 La Histoire du Mechique contiene una versión diferente de la crea¬
ción del maíz. En esta versión los dioses descienden a la caverna donde
vivía Piltzintecuhtli, hijo la primera pareja humana, a quien encontra¬
ron acostado con su esposa Xochiquétzal. De esta unión nació Cin-
téotl, el dios joven del maíz, “el cual se metió debajo de la tierra y de
sus cabellos salió el algodón, y de una oreja una muy buena semilla
que ellos comen gustosos, llamada huazontli”, y de otra oreja brotó
otra semilla y “de la nariz otra más llamada chían, que es buena para
beber en tiempo de verano; de los dedos salió un fruto llamado ca-
motli, que es como los nabos, muy buen fruto. De las uñas otra suerte
de maíz largo, que es el que comen ahora, y del resto de cuerpo le sa¬
lieron muchas otras frutas, las cuales los hombres siembran y co¬
sechan”. Ibid., p. 110.

8 Esta versión del mito cosmogónico se ha compuesto a partir de las


siguientes fuentes: Historia de los mexicanos por sus pinturas e His¬
torie du Mechique, en Garibay, 1965; Velázquez, 1945: pp. 119-23; y
Sahagún, 1956: t. II, pp. 258-62. Para un análisis comparativo de las
diferentes versiones, véase Moreno de los Arcos, 1968: v. VII. Tam¬
bién se consultaron las síntesis e interpretaciones de Caso, 1975;
Soustelle, 1940; y Nicholson, 1971: v. 10, pp. 410-11.

9 Caso, 1975: pp. 27-8.

10 Citado por Broda, 1982: pp. 81-109.

11 López Austin, 1980: t. I, p. 65.

12 Ibid., p. 68.

52
13 Véase Reyes García, 1979: pp. 34-40 y también Broda, 1978: pp.
130 y 132, y 1978a: pp. 223. Un ejemplo de esta división en el mundo
maya lo ofrece Marcus, 1976.

14 López Austin, 1961: p. 26.

15 Véase Zantwijk, 1963: v. 4, pp. 187-223; 1976: t. II, pp. 188-208; y


1981: pp. 71-86.

16 Sobre la repetición del arquetipo cosmogónico en las creaciones hu-


* manas y el simbolismo del centro como punto de partida de toda crea¬
ción, véase Eliade, 1972: pp. 20-8 y 1965: Cap. I.

17 Garibay, 1965: p. 29.

18 Estos y otros movimientos del sol y de los astros fueron cuidadosa¬


mente observados y registrados en los textos astronómicos y reli¬
giosos prehispánicos. Véase Aveni, 1975, 1980 y 1980a.

19 Carrasco, 1977: t. I, pp. 270-71; véase también González Torres,


1975: pp. 140-2.

20 Véase Carrasco, 1979: p. 52.

21 Véanse los estudios citados en la nota 18.

22 Véase Carrasco, 1979: pp. 55-60 y 1977: t. I, pp. 257-80; en relación


con las fiestas dedicadas al culto solar, véase Broda, 1982.

23 Thompson, 1959: pp. 152-53. Véase también León-Portilla, 1968.

24 Véase Carrasco, 1977: p. 264, y Caso, 1967.

25 Soustelle, 1974: p. 123.

26 Sobre la integración espacio-tiempo en Tenochtitlan véase Zant¬


wijk, 1980; y también Broda, 1982.

27 Estas descripciones de la ceremonia las proporciona Sahagún,


1956: t. II, pp. 270-2, y t. IV, p 376.

28 Motolinía, 1903: p. 43.

53
29 Sahagún, 1956: t. II, p. 273.

30 Véase Broda, 1980: t. II, pp. 283-304.

31 Véase Eliade, 1965 y Brandon, 1965 cuya obra ofrece otros


ejemplos de este “terror a la historia”.

32 Véase por ejemplo, Eliade, 1973: pp. 50-1, 55-6 y 64-5.

33 Vernant, 1973: p. 95.

34 Eliade, 1973: pp. 64-5.

35 Véase por ejemplo, Reifler Bricker, 1981.

36 La lectura de este texto provocó en Bernardino de Sahagún el si¬


guiente comentario: “Esta proposición es de Platón y el Diablo la en¬
señó acá, porque es errónea, es falsísima, es contra la fe. La cual quiere
decir: las cosas que fueron tornarán a ser como fueron en los tiempos
pasados, y las cosas que viven tornarán a vivir, y como está agora el
mundo tornarán a ser de la misma manera, lo cual es falsísimo y here-
ticísimo”. Véase López Austin, 1980: t. I, pp. 70-2.

37 Véase López Austin, 1973: p. 97.

38 Barrera Vázquez y Rendón, 1973: pp. 62, 49-85.

39 Malinowsky, 1955: pp. 101-8.

40 Véase Satterthwaite, 1965: v. 3, pp. 603-31; y Caso, 1967.

41 Coe, 1980.

42 Garibay, 1965; véase Kirchhoff, Güemes y Reyes García, 1976; Ve-


lázquez, 1945.

54
II. El historiador,
la representación
del pasado
y los usos del pasado
en el México antiguo

1. Origen y funciones del historiador

En México no encontramos la secuencia cultural que en Gre¬


cia precisa los contornos de la figura del rapsoda o cantador
popular de hechos legendarios (Homero), define luego los ras¬
gos de los primeros explicadores del mito o mitógrafos
(Hesíodo), y da cuenta por fin de la vida y la obra de
aquellos que se propusieron recoger los acontecimientos pa¬
sados para que no llegue “a desvanecerse con el tiempo la
memoria de los hechos públicos de los hombres” Heródoto).
En lugar de esta evolución, la primera imagen clara del his¬
toriador que nos da la literatura mexicana más antigua es la
del historiador-sacerdote, la del historiador especializado que
recoge y explica el pasado para servir a los intereses del
hueytlatoani o supremo gobernante. Los textos que lo descri¬
ben'lo elevan a veces a la categoría de sabio, o lo presentan
como un individuo en posesión de técnicas y conocimientos
especializados. En todos los casos el rango superior que ocu¬
pa está dado por el conocimiento de la escritura pictográfica,
que era un saber especializado.
Cuando se le equipara con el sabio, el conocedor del pasado
es señalado como una ‘‘tea que no ahúma”, como luz brillante
y clara, y como la encarnación de la sabiduría misma: es el de¬
positario de los conocimientos antiguos y profundos, el que
conserva y comunica los secretos contenidos en los libros pin¬
tados, el que ilumina lo que ocurre en la tierra. Es guía, maes-

55
tro y luz para los otros hombres. Combina las cualidades del
sabio, del vidente y del sacerdote. Por esos conocimientos y po¬
deres está por encima de los demás hombres. Es un ser excep¬
cional.1
Otros textos subrayan los conocimientos y capacidades
técnicas que distinguían a los conocedores del pasado: son
“Los que están mirando (leyendo), los que cuentan (o réfieren
lo que leen). Los que vuelven ruidosamente las hojas de los
códices. Los que tienen en su poder la tinta negra y roja (la
escritura) y lo pintado, ellos nos llevan, nos guían, nos dicen
el camino.’’2
En éstos y en otros textos nahuas el sacerdote-historiador
aparece como una persona que por sus conocimientos tiene el
poder de ver y hacer ver lo que permanece oculto al común de
los hombres. Su prestigio y sus capacidades para iluminar lo
oculto se hacen radicar en sus conocimientos. Pero a diferencia
del brujo o del chamán, que establecían su relación con lo ocul¬
to y sobrenatural mediante prácticas individuales de éxtasis o
trance,3 el sacerdote-historiador entraba en relación con lo des¬
conocido a través de la disciplina y las prácticas del sacerdo¬
cio institucionalizado. Lo que distinguía al sacerdote de los
demás individuos era, por una parte, la rigurosa disciplina y co¬
nocimientos especiales que adquiría en el calmécac o colegio
donde se formaban los sacerdotes, y por otra, la austeridad, el
ascetismo y la intensa dedicación que implicaba el ejercicio de
los deberes sacerdotales. A estas diferencias en la formación y
funciones de los sacerdotes se sumaba su segregación física en
los templos y palacios de los grandes centros ceremoniales, y
una forma de vida y de vestimenta que los hacían aparecer dife¬
rentes al común de los mortales. Recluidos en sus templos, sólo
se mostraban a la mirada de los demás hombres en ocasión de
las grandes ceremonias y fiestas religiosas, cuando oficiaban
como intermediarios de los dioses, dirigían el culto y transmi¬
tían al pueblo los designios divinos. En estas ceremonias los
más altos sacerdotes se identificaban con los mismos dioses,
adoptando su nombre y atavíos.
Pero aunque la mayoría de los sacerdotes eran adiestrados
en la escritura, lectura e interpretación de los libros pintados,
no todos llegaban a ocupar los más altos puestos religiosos, ni

56
todos se especializaban en las técnicas de recolección y tras¬
misión del pasado. Los testimonios disponibles indican que pa¬
ralelamente al fortalecimiento del poder mexica se multiplicó el
grupo de sacerdotes y la división interna del trabajo entre
ellos. La demanda de saberes y técnicas especializados, limita¬
da en los inicios del pueblo mexica a los requerimentos de las
familias gobernantes y de un reducido grupo de administrado¬
res, aumentó considerablemente al extenderse el dominio terri¬
torial y político sobre numerosas poblaciones. Entonces se
multiplicaron los especialistas adiestrados en recoger las haza¬
ñas políticas y militares del tlatoani, y junto con ellos los espe¬
cialistas dedicados a componer los textos donde se registraba
la población y los tributos de las provincias dominadas, la asig¬
nación de la tierra, la organización del trabajo colectivo, la
composición y reclutamiento del ejército, el manejo de las
obras hidráulicas y de las obras públicas, los calendarios ritua¬
les, religiosos y agrícolas. . . Es decir, en estas sociedades el
desarrollo de la escritura y de los escribas vino a ser una conse¬
cuencia directa del crecimiento y complejidad que adquirió el
poder político y el aparato administrativo que lo ejercía.
Una idea de la complejidad que había adquirido el registro
escrito de los acontecimientos en la última etapa del poderío
mexica, la trasmite el siguiente texto del historiador mestizo
Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. Dice este historiador que sus
antepasados

tenían para cada género sus escritores: unos que trataban de los
Anales, poniendo por su orden las cosas que acaecían en cada un
año, con día, mes y hora. Otros tenían a su cargo las genealogías
y descendencias de los Reyes y Señores y personajes de linaje
(...) Unos tenían cuidado de las pinturas de los términos, límites
y mojoneras de las ciudades, provincias, pueblos y lugares, y de
las suertes y repartimientos de tierras (...) Otros de los libros
de las leyes, ritos y ceremonias que usaban en su infidelidad; y
los sacerdotes de los templos de sus idolatrías (...) y de las fies¬
tas de sus falsos dioses y calendarios. Y finalmente los filósofos
y sabios que tenían entre ellos, estaba a su cargo pintar todas
las ciencias que sabían y alcanzaban, y enseñar de memoria to¬
dos los cantos que (conservaban) sus ciencias e historias.4

57
Este texto, además de indicar la variedad de registros picto¬
gráficos que ocupaba a los sacerdotes, deja ver otra importante
división del trabajo entre ellos: por un lado se distingue a los
que tenían “a su cargo pintar todas las ciencias que sabían”, y
por otro se menciona a los especializados en ‘‘enseñar de memo¬
ria todos los cantos que (trasmitían el saber acumulado de)
sus ciencias e historias”. Esta distinción entre el registro pic¬
tográfico y la memorización de los cantos que trasmitían lo
escrito en los códices remite a un proceso cultural donde el
discurso escrito y el discurso oral aún estaban mezclados, sin
que uno obrara con independencia del otro. Es decir, la cultura
oral no era ya la preeminente ni descansaba exclusivamente en
la memoria,5 pues era guiada por el registro pictográfico. Y a su
vez, la lectura de los registros pictográficos sólo era accesible
al reducido grupo de sacerdotes, de manera que para que su
contenido fuera comunicado a sectores más amplios de la
población, se requería forzosamente del discurso oral. Estas
características del desarrollo de la cultura oral y pictográfica
influyeron de modo determinante en el discurso histórico.
La mayor limitación del discurso histórico nahua, y del pen¬
samiento me^oamericano en general, fue la ausencia de un sis¬
tema de escritura plenamente desarrollado.' Entre los nahuas
los testimonios pictográficos de carácter histórico trasmitían
su mensaje a través de pinturas que representaban objetos o
acciones en forma general o simbólica. Eran representaciones
que sólo distinguían las cualidades y atributos asociados con el
objeto pintado.6 Quiero decir que las pictografías e ideogramas
eran una técnica que permitía, mediante la asociación de dibu¬
jos y símbolos, grabar una idea precisa en el documento y
trasmitir al lector un ‘‘mensaje singular”, una idea precisa.
Debido a estas limitaciones técnicas, los códices y los anales
históricos trasmitían sus mensajes en unidades también singu¬
lares que expresaban una idea precisa, siendo necesario para
ligar una idea con otra dibujar aparte otro mensaje, y así suce¬
sivamente (véanse las figs. 11-14). O sea que los anales donde se
inscribía lo acontecido podían recoger múltiples hechos ocurri¬
dos a lo largo del año, pero sólo eran capaces de trasmitir
un mensaje breve y simbólico de cada uno de esos aconteci¬
mientos.

58
59
A
UK
S'

~Ví Jí

Figs. 11 a 14. Tira de la peregrinación

60
Constreñido por las limitaciones técnicas de su sistema de
escritura, el escriba mesoamericano nunca pudo crear una
representación de los hechos pasados rica en matices de
tiempo, lugar y acción comparable a las literaturas históricas
indoeuropeas. El texto o códice donde se inscribían los acon¬
tecimientos históricos era entonces un recurso nemotécnico,
una ayuda de la memoria que permitía retener y transmitir
los hechos esenciales, sin poder describirlos con profundidad,
amplitud y riqueza de detalles.7 Para describir con amplitud y
matizar el hecho inscrito en los documentos, los pueblos me-
soamericanos se sirvieron de otro procedimiento. Al lado de
los tlacuilos o especialistas en pintar los libros, había los es¬
pecialistas en leerlos, interpretarlos, memorizarlos y expo¬
nerlos en detalle ante audiencias de no especialistas.8 Por
estas limitaciones técnicas el discurso histórico nahua se
dividía en dos partes: una consistía en registrar los aconteci¬
mientos ocurridos mediante ideogramas simples y precisos, y
otra en trasmitirlos a un público más amplio a través del len¬
guaje oral que le daba fuerza expresiva, matiz y colorido.
Ambas partes demandaban un alto grado de especialización
y por eso su ejercicio estaba limitado al grupo selecto de sa¬
cerdotes.
Pero sería anacrónico pensar que el sacerdote-historiador te¬
nía autonomía sobre el relato histórico que registraba y difun¬
día. En la época de la dominación mexica, como antes en Monte
Albán, en las ciudades mayas, en Teotihuacan o en la Tula de
los toltecas, la recuperación y explicación del pasado eran una
función del grupo gobernante. Quienes determinaban qué recu¬
perar del pasado y para qué recuperarlo eran los más altos diri¬
gentes militares y religiosos del grupo gobernante. En la
reconstrucción del pasado el sacerdote-historiador nahua, al
igual que sus semejantes chinos o babilónicos, desempeñaba el
papel de un funcionario especiaüzado que recogía y ordenaba
los acontecimientos previamente seleccionados por el gober¬
nante en turno. Socialmente el sacerdote educado en el calmé-
cae era un reproductor natural del mensaje de su clase, no una
persona con criterio o conciencia individual. En la sociedad
nahua el individuo estaba totalmente sometido a la colectivi¬
dad, y ésta estaba absolutamente condicionada por la estructura

61
de poder cuyos hilos manejaba centralmente el soberano. Por
razón de esta estructura de poder y porque en estas sociedades
la existencia individual no tenía más sentido que el de preser¬
var la vida de la colectividad, era impensable para los sacerdo¬
tes que componían los textos históricos expresar en éstos ideas
o apreciaciones individuales.
Además, como toda sociedad regida por un poder central ab¬
soluto, la de los nahuas estaba severamente controlada por la
censura. Según testimonios indígenas conservados por Bernar-
dino de Sahagún, cada nuevo canto o texto que se elaboraba
era sometido a la censura de sacerdotes dedicados a velar por el
mantenimiento de la ortodoxia vigente. Así, los sacerdotes de
Tláloc, en su advocación de Epcohua o “serpiente de nácar”,
tenían por oficio evaluar los nuevos cantos, de modo que
“Cuando alguien componía cantos, él daba su fallo acerca de
ellos”.9 Otro sacerdote a quien se nombraba tlapizcatzin,, que
quiere decir “conservador”, se ocupaba de que fuera fiel la en¬
señanza y transmisión de los cantos aprobados:

El conservador tenía cuidado


de los cantos de los dioses,
de todos los cantares divinos.
Para que nadie errara,
cuidaba con esmero
de enseñar él a la gente
los cantos divinos en todos los barrios.
Daba pregón
para que se reuniera la gente del pueblo
y aprendiera bien los cantos.10

Por encima de estos censores y conservadores estaba la cen¬


sura del gobernante supremo. El tlatoani ejercía una censura
decisiva sobre el contenido de los textos históricos y sus for¬
mas de expresión pictográfica, ritual o simbólica. Por razón de
sus funciones, él y sus más cercanos asesores acordaban la se¬
lección de lo que había de recogerse de los hechos pasados, el
rango de importancia que debería otorgársele a cada hecho y
las formas de representación de esos hechos. Las tradiciones
más antiguas del centro de México le atribuyen a Huémac, señor
de Tula, el ordenamiento sistemático de las tradiciones históri-

62
cas,11 y hay pruebas de que el tlatoani de los mexicas revisaba
periódicamente la interpretación del pasado hecha por sus an¬
tecesores y la acomodaba a la situación presente.12 Es claro que
en estas sociedades la conservación e interpretación del pasado
eran una función del soberano y esa función se concentró en las
metrópolis que lograron dominar extensas regiones y en las cua¬
les floreció un discurso histórico continuo y sistemáticamente
elaborado. De manera semejante, la casa de las pinturas o lu¬
gar donde se conservaban los códices, estaba alojada en el pala¬
cio del soberano, pues era una función propia del gobernante
conservar la memoria histórica. Por la misma razón el escritor
que “pinta o pone por escrito las palabras-recuerdo”, el espe¬
cialista en explicar “el contenido de los libros de los años”,13 y
los sacerdotes expertos en la conservación de la memoria del
pasado dependían directamente del tlatoani y era frecuente
que tuvieran aposentos especiales en el palacio de éste.
El sacerdote especializado en grabar y trasmitir el pasado
estaba entonces separado de la mayoría de la población por
su función y por el mismo saber que manejaba, que sólo era ac¬
cesible a sus pares. Esta separación comenzaba con el naci¬
miento, ese parteaguas que dividía a los pipiltin o nobles de los
macehuales o gente del común, y que decidía que los primeros
tuvieran una educación especializada en el calmécac que los pre¬
paraba para ocupar los más altos puestos administrativos y re¬
ligiosos y para ser dirigentes de los macehuales. Como ocurría
en la China antigua, en Mesoamérica el registro y la lectura del
pasado eran un saber exclusivo de la clase gobernante. El resto
de la población conocía ese registro del pasado a través del dis¬
curso oral, y más precisa y vivamente, a través de los mitos, las
ceremonias y las escenificaciones rituales que por múltiples
medios trasmitían enriquecido el mensaje críptico de los textos
sagrados.
Aun cuando son todavía precarios los datos disponibles para
alumbrar la figura del historiador prehispánico, es claro que
uno de los procesos que más afectaron su posición social y sus
funciones fue el paso de los grupos tribales a formas políti¬
cas del tipo de los “señoríos” o “ciudades-estado”, o a orga¬
nizaciones políticas aún más desarrolladas, como la Triple
Alianza que comandaron los mexicas. Este tránsito a formas

63
de organización política más complejas provocó una amplia¬
ción y una sistematización de los registros históricos y picto¬
gráficos que se servían de la escritora, favoreció el ascenso del
discurso escrito sobre el discurso oral, y estimuló la sustitución
del registro histórico fundado en la familia gobernante, por
otro cuyo eje sería el grupo étnico y la organización política
más amplia que lo contenía.
Al ocurrir estas transformaciones el antiguo recordador del
pasado, que era un ser carismático cuyo prestigio y ascendencia
social dependían de sus poderes para retener y recitar la tradi¬
ción oral, fue sustituido por el sacerdote que desde edad tem¬
prana se especializaba en el conocimiento de la escritura, de la
religión, de los sistemas calendáricos y de las ciencias y artes, a
tal punto que el dominio riguroso de estos vastos conocimien¬
tos —no más sus facultades expresivas o carismáticas— eran
las que lo elevaban a la condición de un ser superior, poseedor
de técnicas que le daban acceso a hechos ocurridos mucho tiempo
atrás y le permitían adentrarse en lo que era secreto y descono¬
cido para los demás. El conocimiento de los registros calendári¬
cos y cronológicos, y el manejo de las técnicas para inscribir
sistemáticamente los acontecimientos, dependió entonces del
dominio de la escritura pictográfica e ideográfica. Como dicen
los textos antiguos, sólo quienes tenían en su poder “la tinta
negra y roja y lo pintado” estaban en posesión de la sabiduría.
Escritura fue entonces sinónimo de sabiduría, y sacerdote (el
que disponía de la tinta negra y roja) de sabio.
La superioridad de la escritura sobre la memoria y la tra¬
dición oral convirtió también a los sacerdotes-historiadores
en un grupo especializado que se reproducía a través de un
sistema educativo cuya estabilidad y desarrollo dependían del
poder político. A diferencia del brujo o del chamán, que
escondían a los demás su saber y sólo lo transmitían por
herencia de padres a hijos, el saber de los sacerdotes-
historiadores se trasformó en un conocimiento institucionali¬
zado, que se aprendía y trasmitía en el calmécac, el lugar
donde la continuidad institucional hizo del conocimiento es¬
pecializado un proceso acumulativo. A partir de la institu¬
ción del calmécac o de su equivalente, el grupo de sacerdotes
adquirió permanencia y su desarrollo corrió paralelo al del

64
poder político que requería los servicios de estos colegios de¬
dicados a producir hombres para dirigir y organizar la so¬
ciedad.
Las diferencias entre esta “burocracia estatal” de especialis¬
tas ocupada en recoger y trasmitir el pasado y sus antecesores
deben precisarse, porque esas diferencias iluminan el paso que
va del historiador enteramente consagrado a registrar las haza¬
ñas del tlatoani y a justificar la legitimidad de la familia gober¬
nante, al historiador dedicado a crear una memoria histórica de
la etnia, del señorío o del “estado”. Un ejemplo del primer tipo
de historiador lo ofrece la admirable reconstrucción que Alfonso
Caso hizo de los reyes que gobernaron los pequeños y dispersos
señoríos de la Mixteca oaxaqueña entre el año 692 de nuestra
era y el siglo XVI.14 Esta dilatada y sorprendente reconstruc¬
ción de la genealogía de los gobernantes de esa región pudo ser
posible porque en esos reinos diminutos la historia del reino es¬
taba confundida con la persona del gobernante, y porque la
función básica del historiador era registrar los principales ac¬
tos de la vida del gobernante, exaltar sus hazañas e incuicuar
en la población la idea del carácter divino e inextinguible del
oficio real.
La época de auge del poder mexica también conoció historia¬
dores enteramente consagrados a narrar las campañas victo¬
riosas del tlatoani, a componer cantos que exaltaban sus virtudes
y biografías que hilaban con detalle los principales actos de su
vida. Pero no toda la historia del expansivo “estado” mexica
giraba alrededor de sus tlatoque, ni todos los sacerdotes-histo¬
riadores estaban dedicados a recoger y grabar las hazañas de
sus gobernantes. Aunque el reino mexica era una entidad polí¬
tica y social centrada alrededor del hueytlatoani o supremo
gobernante, en su época de mayor poder actuaba como un “es¬
tado” cuyos fines rebasaban la vida e intereses del gobernante
en turno. Las últimas décadas del reino mexica revelan un pro¬
ceso político que caminaba en dirección de la institucionaliza-
ción estatal del poder y muestran el fortalecimiento de grupos
e instituciones que imponían un límite a las antes omnímodas
facultades del tlatoani. La progresiva estatificación del reino
mexica no sólo se expresa en la organización política de la Tri¬
ple Alianza, o en la participación formal de los guerreros, sacer-

65
dotes y comerciantes en las principales decisiones de política
interior y exterior, o en la formación de un complejo aparato
administrativo encargado de los asuntos religiosos, económi¬
cos, militares y judiciales.15 Se manifiesta también en la apari¬
ción de una forma de registro histórico que podríamos calificar
de “estatal”, en el sentido de que recoge y ordena hechos vincu¬
lados a la formación histórica del reino como tal, independien¬
temente de la acción o la persona del soberano. Así, al lado de
las genealogías de los señores y familias principales, y al lado de
los anales que describían la vida y hechos de mérito de los go¬
bernantes, aparece una forma de registro histórico que recogía
los datos constitutivos del reino o “estado”, y otra que fundía
la historia de gobernantes y caudillos con la del grupo étnico
y la organización política que contenía a todas estas partes,
dando lugar a lo que podríamos llamar historia de un pueblo o
de una nación. Ejemplo de lo que he llamado registro histórico
estatal serían los libros donde se pintaban “los términos,
límites y mojoneras de las ciudades, provincias, pueblos y luga¬
res”, los libros donde se asentaban los acuerdos establecidos
con las provincias conquistadas, los libros donde se registraba
el monto del tributo que deberían pagar los pueblos sometidos
y los libros donde se recogían los nombres y características de
los diversos dioses, artes, ciencias y leyes. Ejemplo de relatos
que se proponían recoger el origen de etnias y tribus, fundién¬
dolo con la historia de sus caudillos y dioses, y con el relato de
los triunfos y fracasos del grupo étnico, sería la Tira de la pe¬
regrinación. la Historia de los mexicanos por sus pinturas o la
Historia Tolteca-Chichimeca. En estos relatos el registro his¬
tórico, en lugar de centrarse en la historia del gobernante,
tiene por sujeto histórico principal al grupo étnico y a la
entidad política que había logrado unificar y dotar de identidad
social a vastos grupos humanos.
Etnia, tribu, señorío o reino eran organizaciones sociales y
políticas que habían absorbido al individuo, a la familia y a los
grupos de parentesco en unidades mayores, que dotaban de
sentido a la existencia individual y proponían un futuro y un
destino colectivos. Así, al mismo tiempo que los relatos históri¬
cos que tenían por sujeto al grupo étnico fortalecían los vínculos
de identidad del grupo y reconocían un pasado común, propo-

66
nían un destino colectivo que, en el caso de los mexicas, se ofre¬
cía como grandioso y predestinado.
Tanto en el registro de los hechos que van conformando el
desarrollo del “estado”, como en los relatos que trazan los
antecedentes de un grupo étnico organizado políticamente, es
notorio el avance desde una historia mítica y legendaria hacia
una historia cada vez más profana y terrena, construida sobre
la base de acontecimientos positivamente ocurridos y considera¬
dos como transformadores de la vida de los hombres. Es inne¬
gable que todos esos relatos están plagados de mitos, leyendas
y explicaciones sobrenaturales, particularmente los que tratan
el origen y las peregrinaciones del grupo étnico. Pero también
es cierto que en tanto describen expansiones territoriales, con¬
quistas militares, conflictos políticos, imposiciones de tributos
y sucesiones de poder, se acercan más y más a lo que hoy llama¬
mos historia de hechos positivos. Como se observa en otros
pueblos antiguos, en Mesoamérica el tránsito de la historia
mítica a la historia terrena y profana estuvo determinado por
el reconocimiento de las realidades sociales y políticas que con¬
dicionan la existencia de los hombres.16

2. La representación de la realidad histórica

La representación de los hechos históricos de los pueblos meso-


americanos es incomprensible si no la referimos a sus concep¬
ciones del espacio y del tiempo,17 a su idea de cómo funcionaba
el universo, y dentro de él, los grupos humanos.
La idea náhuatl de la composición del cosmos está fundada
en una concepción precisa de la naturaleza y de las relaciones
de ésta con el mundo de los hombres. El cosmos es concebido
como formado por elementos específicos: agua, superficie te¬
rrestre, cielo, fuego, aire, generalmente representados en parejas
de opuestos: cielo-tierra, oscuridad-luz, frío-calor, viento-fuego.
Estos diversos elementos se pensaban habitados por fuerzas,
fluidos o potencias divinas que se difundían por el universo y
sus diferentes espacios, de manera que el cielo, la tierra y el
inframundo eran a la vez receptores y portadores de esas fuer¬
zas.18

67
La dinámica del cosmos era creada por la interacción de las
fuerzas celestes con las del inframundo al concurrir sobre la su¬
perficie de la tierra (el mundo de los hombres), a donde llegaban
transportadas por los cuatro árboles cósmicos y por los cuatro
caminos que desde los cuatro rumbos cósmicos confluían en el
centro de la tierra. Ahí, en la superficie de la tierra, se unían y
se ordenaban las múltiples fuerzas cósmicas, se repartían espa¬
cialmente y recibían su dinámica temporal. En los mitos cos¬
mogónicos mesoamericanos la división espacial de las fuerzas
cósmicas es simultánea a su puesta en movimiento: cada una
de estas fuerzas se desplazaba de su lugar espacial y se hacía
presente en la superficie de la tierra de acuerdo a un orden “es¬
trictamente determinado por los ciclos calendárteos ”. Cada hora,
día, mes, año o era cronológica era gobernada por una de estas
fuerzas o potencias divinas, de manera que su dominio abarca¬
ba simultáneamente un espacio y un lapso temporal precisos,
hasta que al advenir otro momento temporal esa fuerza era
desplazada por una nueva que a partir de ese instante goberna¬
ba el espacio y el tiempo correspondientes.19
El dominio alternativo de estas fuerzas en el espacio y en el
tiempo implica entonces la creencia en un ascenso y decreci¬
miento constantes de las fuerzas que le dan vida al universo.
La dinámica del universo es concebida de manera semejante a la
dinámica de la naturaleza, como un proceso ininterrumpido de
nacimiento, plenitud, degeneración y muerte que sólo variaba
por la cualidad o características de las fuerzas que en cada mo¬
mento presidían ese proceso. El devenir del cosmos era visto
como un suceder semejante al de las estaciones, a la renovación
anual de la naturaleza o a los movimientos cíclicos de los
astros. Y así como la naturaleza experimentaba procesos de ge¬
neración, plenitud y decaimiento, se creía que las fuerzas cós¬
micas pasaban por procesos semejantes, por lo cual había que
revitalizar periódica y constantemente la energía vital que da¬
ba movimiento al cosmos.
En términos extremos, podría decirse que el calendario y los
cómputos cronológicos servían sobre todo para registrar los cam¬
bios en la naturaleza, cambios que por afectar las principales
actividades humanas (ciclo agrícola, épocas de caza y recolec¬
ción de frutos silvestres), eran los principales actos rituales del

68
calendario religioso y estatal. Mediante esta transformación
del calendario natural en calendario ritual, los sacerdotes y di¬
rigentes pudieron por una parte revitalizar periódicamente a
las fuerzas de la naturaleza, y por otra organizar las activida¬
des de la población en forma centralizada.
La idea de que el cosmos era activado por estas fuerzas divi¬
nas que actuaban en momentos y espacios precisos, se trasladó
al tiempo y al espacio donde actuaban los hombres. La ideolo¬
gía guerrera y expansionista de los mexicas se apoyó en la con¬
cepción de que para mantener la vitalidad del Quinto Sol era
preciso alimentarlo con la sangre de los guerreros cautivos. La
guerra y el sacrificio humano se transformaron así en actos
sustentadores del equilibrio cósmico. Al mismo tiempo, como
la vitalidad cósmica era la que le infundía fuerza y sentido a los
hechos humanos, se pensaba que, para tener fuerza, cada acto
de la vida de los hombres tenía que estar fortalecido por la pre¬
sencia o participación de estas potencias divinas.
La organización social y política de los pueblos mesoameri-
canos se sustentaba en la idea de que las fuerzas cósmicas que
le imprimían energía y equilibrio al cosmos se manifestaban en
la persona de los gobernantes, quienes eran los representantes
de la fuerza de los dioses: “La dualidad cósmica servía de mo¬
delo para la organización política. En México-Tenochtitlan apa¬
rece clara la delegación divina en los dos supremos señores del
tlatocáyotl: por una parte se encontraba el tlatoani, quien
recibía sus atributos de la divinidad en el aspecto masculino, y
por la otra el cihuacóatl, cuyo nombre va ligado al aspecto
femenino de la divinidad. Mientras que el primero era el jefe
máximo del tlatocáyotl y predominaba su función militar, el se¬
gundo era el gran administrador, el que recibía, concentraba y
distribuía la riqueza.’’20 Y de la misma manera en que el gober¬
nante era investido de las fuerzas cósmicas que nutrían al
mundo, también la organización política y social se hacía des¬
cansar en los pilares que le daban fundamento al cosmos. Para
tener fuerza y vitalidad constantemente renovadas por la pre¬
sencia de las potencias divinas, la Triple Alianza, el estado
mexica, su capital y cada uno de sus pueblos fundaron su orga¬
nización política a semejanza de la organización del cosmos, di¬
vidiéndola en las cuatro partes de los rumbos cósmicos por

69
donde circulaban las fuerzas divinas. El centro donde conver¬
gían los cuatro rumbos del universo y todas las fuerzas que
emanaban de esas regiones lo ocupaba la capital mexica, el
templo mayor. Y a su vez el tlatoani o gobernante supremo era
la máxima expresión del centro del mundo y de la concentra¬
ción de las fuerzas del espacio horizontal y vertical.21 En Te-
nochtitlan el tlatoani era considerado el corazón de la ciudad
(in iyollo altépetl).22
El mundo social era entonces una réplica de la organización
y fundamentación del cosmos, no una realidad por sí misma. Y
lo mismo ocurría con el tiempo, que en lugar de registrar la tem¬
poralidad de los hechos humanos, asimilaba éstos a una tempo¬
ralidad sagrada. Así, para citar un ejemplo entre muchos, la
fecha calendárica Ce-técpatl, 1-pedernal, dedicada al dios
Huitzilopochtli por ser el día de su nacimiento, es la fecha
mítica que en los relatos históricos se hacía coincidir con el día
y el año de la salida de los mexicas de Aztlán, con el comienzo
de su peregrinación, con la fundación de Tenochtitlan y con el
nombramiento de su primer tlatoani, Acamapitchtli. En otras
palabras, la temporalidad real del inicio de la peregrinación, de
la fundación de la ciudad y de la creación de la monarquía era
sometida a una temporalidad sagrada, mediante la cual esas
fechas quedaban asimiladas a la fecha calendárica del dios
Huitzilopochtli, que era una fecha cargada con toda la fuerza
del dios protector de los mexicas.23
El predominio de estas fechas sagradas sobre la temporali¬
dad de los hechos humanos reales se observa en forma aún más
impresionante en la historia de los mayas. Según las tradi¬
ciones míticas de los itzaes de Yucatán, el katún 8-Ahau,
que recurría en su sistema calendárico aproximadamente cada
256 años, era una fecha que los obligaba a abandonar el lugar
fundado y a establecer una nueva residencia. Compelidos por
la fuerza de este calendario mítico, durante mil años los itzaes
fueron forzados a cambiar de residencia cada 256 años: a fines
del siglo Vil abandonaron Chichón Itzá, a mediados del siglo IX
dejaron Chakanputón y a fines del siglo XII desertaron otra vez
Chichón Itzá.24
En la mayoría de los textos históricos nahuas es constante
la presencia de estas concepciones cosmológicas, religiosas,

70
míticas y sagradas que hacían coherente el mundo. La peregri¬
nación mexica en busca de la tierra prometida, la fundación de
Tenochtitlan, las sucesivas conquistas de sus tlatoque, la
entronización de cada tlatoani, y todo hecho significativo se
remitía, para tener realidad, a fechas calendáricas simbólicas, a
númenes y fuerzas sagradas que le asignaban su importancia y
significado “verdaderos”, pues como hechos profanos parecían
estar desnudos de trascendencia. En esta concepción el acto
humano por sí mismo no fundaba una realidad histórica, sino
que ésta se conformaba por el conjunto de símbolos y creencias
religiosas o míticas que lo enmarcaban.
Así, por ejemplo, “la historia de los mexicas, antes de esta¬
blecerse en el valle que más tarde dominaron, está envuelta en
su totalidad por el mito que cuenta el nacimiento y la vida del
dios tutelar Huitzilopochtli, que a la vez es el relato de la tribu
misma”.25 Nada expresa mejor esta constante inmersión de la
realidad histórica en el ámbito del mito y lo sagrado que los
mismos testimonios nahuas dedicados a revivir la memoria de
acontecimientos pasados.
Veamos cómo transcribe y explica la Tira de la peregrina¬
ción los primeros pasos de los mexicas en busca de la tierra
prometida. En la fig. 11, primera de éste códice, aparece
en el lado izquierdo una isla (¿Aztlán?) con un templo rodea¬
do por tres casas de un lado y otras tantas por el otro, indi¬
cando el asiento de seis familias o grupos étnicos. El hombre
en la canoa y las huellas de pies señalan el abandono de este
lugar en el año Ce-tecpatl, 1-pedernal (según el cuádrete de en¬
medio) y el viaje hacia la montaña torcida que se ve en el lado
derécho. En el interior de esta montaña, en una cueva, hay un
altar hecho de ramas en cuyo centro está el dios Huitzilopochtli,
cuya cara sale del pico de un colibrí. Desde ahí habla a sus se¬
guidores, como lo indican las vírgulas que salen de su boca y
representan la palabra.
En el lugar de la montaña torcida los mexicas encuentran a
ocho tribus o grupos étnicos (fig. 12), representados por un
individuo sentado, con nombre jeroglífico, y una casa. Estos
grupos son los matlatzincas, tepanecas, tlahuicas, malinal-
cas, colhuas, xochimilcas, chalcas y huexotzincas. Con ellos
los mexicas reanudan su camino, guiados por tres sacerdotes

71
y una sacerdotisa. El sacerdote que encabeza el grupo carga
al dios guía: Huitzilopochtli. En las láminas siguientes
(figs. 13 y 14), Huitzilopochtli mantiene ese papel de oráculo y
guía de las acciones de sus seguidores. Es decir, en éste y en
la mayoría de los textos históricos nahuas, los hechos que se
relatan están comandados por los dioses y no se explican por
sí mismos, como hechos humanos, sino que su significado só¬
lo se revela cuando se desentraña el simbolismo mítico o reli¬
gioso que envuelve a los hechos históricos.
En tanto que para el pensamiento occidental sólo es histórico
el acontecimiento que se produce en un tiempo y en un espacio
profanos, despojado de todo sentido trascendente,26 para la
mentalidad mítica nahua lo histórico es exactamente lo contra¬
rio: el hecho que tiene peso es aquél que está dotado de una sig¬
nificación que trasciende el tiempo y el lugar en que se ubica. En
tanto que el pensamiento histórico occidental ha trabajado
siglos por desconectar los hechos humanos de sus implicacio¬
nes sobrenaturales, sagradas o suprahistóricas, la concepción
mítica náhuatl funde inextricablemente la acción humana con
lo sagrado, a tal punto que para ella sólo es real lo que está im¬
buido de lo sagrado. De hecho, al hacer del espacio y del tiempo
ámbitos sagrados, toda la realidad del mundo náhuatl se torna
una “realidad” sagrada.
De ahí que el registro cronológico de los acontecimientos,
aunque llevado con notable precisión, no produzca la sensación
de un acontecer profano, de una sucesión de hechos humanos, de
un tiempo creador de historia. Aparentemente el calendario
y la cronología registran y fechan acontecimientos humanos
que se suceden en el tiempo, pero lo significativo es que esas ac¬
ciones están desprovistas de efectos sobre la temporalidad en
tanto que acciones humanas. En primer lugar porque el hom¬
bre mismo no es considerado un ser autónomo en el escenario
histórico, sino un mediador, un agente de los dioses. En segun¬
do, porque para la concepción náhuatl del devenir el aconteci¬
miento individual, irrepetible e irreversible, más que un acto
conformador de la historia, aparece como un disruptor del or¬
den establecido cuando no está sujeto a los principios que le
dan armonía al universo. Por eso, antes que ser aceptado, se
le combate: la cosmología, el mito, la religión, el rito y la orga-

72
nización social y política están construidas como una defensa
para impedir la disrupción que provoca el acontecimiento in¬
controlado; su función es mantener el orden que se estableció
de una vez y para siempre en el momento primigenio de la crea¬
ción.
El interés nahua por el devenir no está entonces centrado en
la sucesión de acontecimientos irreversibles, sino en los hechos
que se repiten o manifiestan el cumplimiento de lo dispuesto en
el momento de la creación o del tiempo mítico. Por eso puede
decirse que la concepción náhuatl del tiempo se opone a la idea
occidental de que el devenir es por sí mismo creador de historia,
de que es la sucesión y relación de los acontecimientos huma¬
nos en el tiempo lo que crea la historia. Para los nahuas, por el
contrario, lo que construye la historia es el acto inaugural que
da fundamento al cosmos y al hombre. O dicho brevemente: en
la concepción nahua de la temporalidad no hay historia, sino
destino.27 La acción humana y la sucesión de acontecimientos
humanos en el tiempo carecen de poder creativo sobre el deve¬
nir porque desde el momento de la creación cósmica todo fue
ordenado y dispuesto.
Junto a esta arraigada concepción mítica y sagrada del
acontecer temporal, se desarrolló una concepción más terrena
y profana del desarrollo histórico. La tira de la peregrinación,
la Historia de los mexicanos por sus pinturas, los Anales de
Tlatelolco, los Anales de Cuauhtitlan o la Historia Tolteca-
Chichimeca son ejemplo de narraciones históricas en las que
los hechos humanos reales corren mezclados con hechos míti¬
cos y relatos legendarios. Así, entre más hacia atrás en el
tiempo va el relato, menos visibles son las acciones humanas
y es más contundente la presencia del mito: Teotihuacan es
una ciudad sagrada; Tula, un reino mítico; Topiltzin-Quetzal-
cóatl, un ser legendario que comparte las cualidades de los
arquetipos: es modelo de sacerdote, de héroe cultural, de go¬
bernante sabio, un ser semidivino y la encarnación misma
de la divinidad.
Pero conforme los hechos relatados se van acercando al pre¬
sente, se observa una separación gradual entre lo sagrado y lo
profano. Esta distinción se fue haciendo más neta en la medida
en que los hechos humanos concretos, particularmente los polí-

73
ticos, fueron más significativos en la formación histórica de
esos pueblos. Así como en los orígenes de los pueblos mesoame-
ricanos el mito cosmogónico ofreció una fundamentación del
mundo y una explicación de su dinámica y del sentido del desti¬
no humano, más tarde la fuerza constitutiva de los hechos polí¬
ticos fue haciendo de los acontecimientos políticos parte de la
explicación del devenir humano, aunque los hechos constituti¬
vos de la realidad política nunca dejaron de estar mezclados
con los hechos de la realidad mítica. Se ve claramente este pro¬
ceso en los relatos que explican el origen y las peregrinaciones
de los distintos grupos étnicos.
Casi todos los relatos que narran el origen y migraciones de
un grupo siguen un arquetipo que remite a la tradición mítica
de las siete cuevas o recintos originales, a la salida de ese lugar
mítico en pos de una tierra prometida, y al arribo feliz a ésta, des¬
pués de diferentes pruebas y peripecias, bajo la guía del dios tu¬
telar del grupo. Pero también en estos relatos dominados por
los rasgos arquetípicos del mito afloran con fuerza los datos de
la realidad histórica: la fundación real de la ciudad, la recorda¬
ción reconocida del primer gobernante que unificó polí¬
ticamente al ,grupo, los nombres y principales hazañas de los
jefes y caudillos destacados, las fechas y lügares de las con¬
quistas logradas sobre otros pueblos, las causas terrenas de las
luchas que van oponiendo a etnias y tribus, hasta que al lado
del relato mítico se afirma un relato plenamente histórico, que
se concentra en hechos profanos y terrenos: listas dinásticas de
los gobernantes, relatos que narran triunfos militares, monu¬
mentos que graban imperecederamente los grandes aconteci¬
mientos ocurridos durante el gobierno de un tlatoani, etc.
Y de la misma manera que la historia de los hechos políticos
va sustituyendo a la historia de los hechos míticos, así también
la figura y la acción humana se van haciendo nítidas, reales y
precisas, hasta que llega un momento en que los dioses-reyes,
los dioses-héroes y los seres legendarios y míticos adquieren
una personalidad casi enteramente humana: nacen y mueren en
fechas precisas, son recordados por acciones osadas o pusiláni¬
mes y el juicio que califica su actuación descansa cada vez más
en valores terrenos y no sagrados o religiosos.
El Códice Xólotl es un documento que contrasta notable-

74
mente con los textos antes citados porque en él es más podero¬
sa la representación de la realidad histórica como realidad
terrena y profana. Como es común en este tipo de documen¬
tos, en éste se relata la entrada en el valle de México de un
grupo étnico (los chichimecas de Xólotl), su asentamiento en
esta región y su conversión en un señorío importante. Aunque
gran parte de él está dedicada a establecer la genealogía de los
descendientes de Xólotl, la parte histórica es notable por la no
intervención de elementos míticos y religiosos en la explicación
de los acontecimientos, y por la gran concentración de elemen¬
tos pictográficos dedicados a describir los cambios materiales,
sociales, políticos y culturales que experimenta este grupo desde
su entrada al valle hasta la muerte de Ixtlilxóchitl, señor de Tex-
coco, que es el señorío al que se refiere principalmente el códice.
La coherencia del relato histórico, que abarca dos siglos
aproximadamente, está dada porque todo él está ordenado
alrededor de un mismo grupo étnico y de su espacio de domi¬
nación. Es el desenvolvimiento en el tiempo y en el espacio
del señorío de Texcoco lo que unifica al relato histórico. Las
láminas que componen el códice pintan todas el mismo espa¬
cio y las pictografías que aparecen en ellas describen los
principales acontecimientos ocurridos bajo el reinado de cada
uno de los señores de Texcoco; pero a diferencia de los textos
antes comentados, aquí es notorio que es la sucesión de los
acontecimientos humanos la que va creando la historia, que
la acción humana es el agente que transforma la realidad his¬
tórica, y que estas acciones también modifican el espacio
físico, convirtiéndolo en un espacio humano.
La lámina I de este códice muestra a los chichimecas de Xó¬
lotl —el jefe que les guía— entrando al valle de México en un
estado semi-salvaje, casi desnudos, cubiertos apenas con zaca¬
te y pieles toscas, deambulando por los bosques en busca de
piezas de caza y habitando en cuevas. En sus recorridos por el
valle descubren a grupos “toltecas” con los que casi no estable¬
cen relaciones, pero que el tlacuilo que compuso esta lámina
describe con gran precisión como un grupo culturalmente dife¬
rente: hablan otra lengua, viven de la agricultura, usan vesti¬
dos de algodón, conocen los secretos de las artesanías delicadas
y en sus poblaciones hay templos de piedra.

75
Esta misma precisión etnográfica está presente en las si¬
guientes láminas, que describen la expansión chichimeca en el
valle y su transformación política y cultural. Bajo el reinado de
Xólotl los chichimecas toman posesión del valle y fundan la
“Chichimecatlalli” o tierra en que fueron fuertes y numerosos
los chichimecas, se reservan el dominio de los bosques y co¬
mienzan a rodear los campos cultivados de las tribus sedenta¬
rias, a quienes respetan en sus posesiones. Xólotl reparte la tierra
a los nuevos grupos que llegan al valle, crea señoríos cuyas tie¬
rras y gobiernos otorga a sus hijos, y los jefes chichimecas co¬
mienzan a casarse con las mujeres “toltecas”. Xólotl impone
tributos a los grupos que se asientan en el valle y los chichime¬
cas se convierten lentamente a la vida sedentaria. El territorio
se divide étnica y políticamente. La parte izquierda del códice se
identifica como la región de los otomíes y de las tribus errantes
que siguen siendo cazadoras. La parte superior y derecha es la
región de los toltecas o culhuas, mientras que los chichimecas
de Xólotl se concentran alrededor de Texcoco y Cohuatlichan
(Acolhuacan). Casi al terminar el reinado de Xólotl ocurre una
guerra entre tribus cazadoras norteñas y los chichimecas ya se-
dentarizados, quizá por problemas derivados del diferente uso
de la tierra.
En los reinados de Nopaltzin y Quinatzin se continúa el proce¬
so de transformación chichimeca. Los cultivos de maíz se mul¬
tiplican en diversas partes del territorio. La tierra se divide de
acuerdo a la nueva organización política: hay tecpantlalli, o tie¬
rras de los palacios; calpullali, o tierras de los barrios; y teopan-
tlalli, o tierras de los templos. Entran nuevos grupos chichimecas
en el valle y ocurren varias guerras. Entre los recién llegados se
cita, sin darles importancia, a los mexica. Bajo el reinado de
Techotlalatzin la lengua de los “tolteca”, el náhuatl, se con¬
vierte en la lengua oficial de los chichimecas, y se fortalece
también el señorío de Atzcapotzalco, con el que entrará en gue¬
rra Texcoco. La última sección del códice narra el asesinato de
Ixtlilxóchitl, señor de Texcoco, por Tezozómoc, el señor de Atz¬
capotzalco, y la presencia del hijo de aquél, Nezahualcóyotl,
acontecimientos que se describen con gran precisión y multitud
de detalles. En todo el códice la atención que se da a las
genealogías de las familias gobernantes es comparable a la pre-

76
cisión con la que las pictografías describen indumentarias, ca¬
sas, templos, grupos étnicos, personajes y características del
territorio. El códice Xólotl como las secciones finales de algu¬
nos de los documentos antes citados, es un relato histórico ple¬
namente profano y terreno. Todos los recursos técnicos de este
documento están concentrados en describir, con la mayor pre¬
cisión espacial y temporal, acontecimientos terrenos.27
En los últimos años del dominio mexica seguramente la me¬
moria histórica más generalizada entre la mayoría de la pobla¬
ción era una memoria hecha de una mezcla de mitos, relatos
legendarios y acontecimientos efectivamente ocurridos. Sin
embargo, lo cierto es que a los dirigentes de esa sociedad la me¬
moria que más parecía importarles no era tanto la de los hechos
míticos y legendarios, como el registro de hechos efectivamente
ocurridos, a cuya recolección dedicaron la mayoría de sus regis¬
tros históricos y sobre los cuales asentaron el prestigio y la le¬
gitimidad de sus gobernantes.
La aparición de una historia profana centrada en el origen y
desarrollo del grupo étnico políticamente organizado produjo
una separación del hombre con respecto a la naturaleza y lo sa¬
grado, una separación que dio lugar a la creación de un mundo
cultural propio, progresivamente centrado en los hechos que
transforman el desarrollo humano. El complejo proceso que se
inicia con la aparición de los mitos cosmogónicos que revelan la
creación del universo, que se enriquece con los primeros relatos
dinásticos que recogen los hechos notables de los jefes y go¬
bernantes, que llega a un punto culminante con la aparición de
los primeros relatos que describen los avatares del grupo étni¬
co y enumeran los datos que van conformando el desarrollo de
organizaciones políticas complejas y duraderas, describe un
rompimiento progresivo con los paradigmas naturalistas y
sagrados que daban cuenta del acontecer cósmico y humano.
El desarrollo de un relato histórico centrado en los hechos
ocurridos a grupos políticos organizados que se desenvuelven
en un tiempo y en un espacio profanos, creó un mundo cultural
propio, un sujeto y un actor cuyas acciones se desarrollaban en
un espacio y en un tiempo propios, cada vez más independien¬
tes del orden cósmico y del orden sagrado. Este mundo propio,
constituido por la organización social, política y cultural del gru-

77
po étnico, comenzó a crear una historia propia, progresivamente
separada del mundo natural y sagrado, y empezó a definir sus
propias categorías explicativas: un espacio geográfico concre¬
to, un tiempo continuo y terreno, y hechos y acciones humanas
positivas, que a su vez dieron lugar a un discurso histórico te¬
rreno y profano. Esta fue, sin duda, una de las grandes creacio¬
nes culturales de los pueblos mesoamericanos. Una invención
fundada en el propio desarrollo social y político de esos pue¬
blos, que conllevó la creación y el desarrollo gradual de un nue¬
vo sistema de referencias y de conocimientos para examinar la
acción del hombre en el mundo. La aparición de esta historia
profana marca pues una disrupción, un rompimiento con el
antiguo sistema mítico y sagrado que revelaba la constitu¬
ción del universo y determinaba la acción y el destino de los
hombres.

3. La multiplicidad de formas empleadas


para representar el pasado

Así como la tendencia a valorar lo indígena con criterios occi¬


dentales ha distorsionado la concepción de la temporalidad y del
pasado que tenían esas sociedades, la costumbre de analizar la
representación del pasado con los criterios que explican el dis¬
curso histórico occidental ha impedido comprender el sentido
propio de la recuperación histórica mesoamericana y las for¬
mas en que se expresaba esa recuperación. Es decir, mientras
que la mayoría de los estudios sobre la concepción mesoameri¬
cana de la historia se ha restringido al análisis de los textos pic¬
tográficos y de los textos orales que los acompañaban (recogidos
por los misioneros en español o en náhuatl),28 el múltiple asedio
a estas culturas ha mostrado que el texto pictográfico y el dis¬
curso oral, si bien eran los textos guías de la recordación histó¬
rica, apenas constituían una parte de la representación del
pasado.
Si en occidente el texto escrito es el medio principal para
recrear el pasado, en Mesoamérica la reactualización del pasa¬
do ponía en juego todos los recursos de la sociedad para evo¬
carlo e introducirlo en el presente. En las grandes ceremonias

78
que celebraban el ascenso al poder de un nuevo tlatoani, la
inauguración de un templo o las victorias de los guerreros, el
discurso oral que explicaba esos acontecimientos por sus orígenes
míticos, legendarios o sagrados, era complementado y sublimado
por el concurso de la música, la danza, la ceremonia religiosa, el
sacrificio y la presencia de los dioses a través de la escultura, la
pintura y los rituales colectivos, de tal modo que los dioses y lo
sagrado eran una presencia tan real como el acto que envolvía a
todos los celebrantes.29 Esto quiere decir que la representación
del pasado implicaba más la participación de los medios vi¬
suales, acústicos, escenográficos y rituales, que de la palabra
escrita, y sin excepción, todos estos recursos estuvieron dedica¬
dos, desde tiempos remotos, a recuperar el pasado con el fin de
incorporarlo vividamente en el presente.
Así, la primera manifestación masiva de la escultura zapote-
ca en Monte Albán, las 300 piedras talladas conocidas como
“Los danzantes" (500-200 a.C.), parece ser que eran represen¬
taciones humillantes de cautivos muertos o sacrificados ritual¬
mente, cuya disposición en fila a lo largo de una gran galería
puede considerarse “una de las obras más impresionantes de
propaganda militar de toda Mesoamérica”. En esta época
de ascenso de los señoríos zapotecas, como más tarde, todas las
inscripciones y representaciones de la realidad “están aso¬
ciadas a la historia política’’.30 Y lo mismo acontece en el área
maya, donde también los prisioneros eran representados en
piedras talladas colocadas en el piso de las galerías que condu¬
cían a los templos, de modo que los vencedores reactualizaban
todos los días el acto de humillar el cuerpo de los vencidos.
Entre los mayas, las estelas, el bajo reheve, la arquitectura,
la pintura, el saber religioso y los conocimientos astronómicos
participaban juntos en el propósito de revivir los hechos sobre¬
salientes de la historia política de cada señorío.31 La participación
de todos estos elementos para reactualizar el pasado se fundía
aquí con la manifestación de lo sagrado en el mundo terrestre
(hierofanía), uno de los recursos más poderosos para revivir el
pasado y presentarlo rodeado del aura de lo sublime y sobreco¬
gedor. En Palenque, el famoso Templo de las Inscripciones era
el monumento funerario del señor Escudo-Pacal, y el llamado
Templo de la Cruz, el monumento levantado para conmemorar

79
el ascenso al poder del señor Cham Bahlum, hijo y sucesor de
Escudo-Pacal. La lápida que cubre la tumba del primero y la
estela que corona el templo del segundo representan preci¬
samente la ceremonia de trasmisión del poder del rey muerto
(Pacal), al rey vivo (Cham Bahlum). Lo notable es que este acto,
bellamente representado en los relieves de ambos templos, era
revivido de manera extraordinaria durante la puesta del sol en
el solsticio de invierno, combinándose esta representación de la
trasmisión del poder terreno con el momento crítico en que el
sol alumbraba por última vez la tierra y se sumía en el mundo
subterráneo (fig. 15).
Por el arreglo espacial de los edificios, durante el solsticio de
invierno la luz del sol caía directamente sobre la tumba de Pacal
(el Templo de las Inscripciones), dejando en la sombra a los
otros edificios, de manera que este fenómeno reproducía la re¬
presentación de la lápida mortuoria, donde Pacal veía por última
vez el mundo celeste antes de descender al mundo subterráneo.
Al tiempo que esto ocurría en el Templo de las Inscripciones,
en el Templo de la Cruz comenzaba otra hierofanía no menos
impresionante. Por la disposición de este monumento, la luz so¬
lar del atardecer caía directamente en el templo una sola vez en
el año, y como un reflector iluminaba durante breves minutos
los bellos relieves donde se representaba la sucesión de Pacal
por Cham Bahlum. De esta manera los dirigentes de Palenque
habían combinado el saber astronómico, religioso, arquitectó¬
nico, escultórico y escenográfico para producir, un día del año,
el espectacular efecto de que el movimiento del sol ratificara
los actos humanos implicados en la sucesión política.32
La reactualización del pasado movilizaba entonces todos los
recursos expresivos de esas culturas y tenía por fin esencial re¬
producir vividamente lo acontecido, incorporándolo como
pasado vivo y actuante en la realidad presente. De la misma
manera que cada año lo sagrado irrumpía en la ciudad de Pa¬
lenque, consagrando la acción de los hombres, así también el ri¬
tual de las grandes fiestas nahuas revitalizaba periódicamente
el pasado, fundiéndolo e integrándolo con el presente. Y no hay

Fig. 15) Descenso de Pacal al inframundo. Lápida que cubre


el sarcófago del Templo de las Inscripciones, en Palenque

80
duda de que el sentido último de estas reactualizaciones del pa¬
sado era, como en el caso del mito cosmogónico o de la fiesta
del Fuego Nuevo, cancelar los efectos destructivos del paso del
tiempo y presentar el pasado como algo siempre fresco y vital,
sobre el cual se podía fincar el presente con la certeza de que és¬
te, a su vez, sería también perpetuado.

4. Valor y uso del pasado

Como en todas las sociedades complejas, en las sociedades


prehispánicas el valor que se atribuía al pasado y el uso que
se hacía de él no era unívoco, sino múltiple. El pasado servía
para darle cohesión a los grupos étnicos, hacia comunes orí¬
genes remotos, identificaba tradiciones y luchas como pro¬
pias y constitutivas de la idiosincracia de los pueblos. A su
vez, la pertenencia a un tronco étnico común prometía, a
quienes lograban conservar la unidad y fortaleza del grupo,
futuros mesiánicos.
La recordación del pasado, al vivirse como reactualización
de los orígenes constitutivos del cosmos, ofrecía la doble gracia
hoy perdida por el hombre contemporáneo de revivir comparti¬
damente los principios del mundo y de liberarse de las angustias
del presente. La continua reactualización del pasado insertaba
permanentemente al individuo dentro del grupo y lo fundía con
los intereses de la colectividad. Y a su vez, la constante revita-
lización que el rito y las ceremonias hacían del pasado era tam¬
bién un conjuro contra las incertidumbres del presente y del
futuro. Bañarse periódicamente en las aguas primordiales
del pasado era para el hombre prehispánico una manera de re¬
constituir el origen, de unirse a los principios fundadores del
cosmos, y de reconstituirse él mismo. La catarsis colectiva que
significaban las ceremonias y ritos masivos insertaban al indi¬
viduo en sus orígenes sociales, al mismo tiempo que le infun¬
dían nueva vitalidad y confianza para vivir el presente.

82
El prestigio del pasado

Por tener la cualidad de la duración, el pasado era algo que daba


lustre y prestigio. El pasado era constantemente revitalizado
porque su presencia le confería fundamento, valor y sentido a
los acontecimientos presentes, pues a semejanza de lo creado
en el momento de la creación primigenia, lo acontecido en un
tiempo remoto tenía el prestigio de lo que había podido resistir
sin deterioro el desgaste del tiempo.
Los aztecas, los mayas y casi todos los pueblos mesoameri-
canos le rindieron un culto fervoroso al pasado. Todo lo que pa¬
ra estos pueblos era estimable y valioso, como el origen de la
agricultura, de la religión, de las artes o las ciencias, se hacía
remontar a un tiempo legendario, ornado de prestigio y objeto
de veneración.33
Y también todo lo que en el presente tenía esas calidades o
representaba un valor que se quería inculcar en la población, se
hacía descender de esos antecedentes prestigiosos, incorporán¬
dolo al linaje de las fundaciones carismáticas y duraderas. Pero
hay que notar que este culto al pasado omitía tanto el desgaste
ocasionado por el fluir del tiempo, como la transformación que
el suceder temporal operaba en los hechos humanos, creando
un nexo directo entre el pasado mítico y el presente. Mediante
este artificio que eludía el paso del tiempo, el pasado llegaba al
presente con el lustre de las cosas que habían resistido el paso del
tiempo, y el presente se revestía con el prestigio y la fuerza de lo du¬
radero y casi inmutable. Por eso es que a diferencia de la tradición
histórica occidental, que considera al pasado como algo muer¬
to, lejano y separado del presente, como lo que es diferente a lo
actual, en estas sociedades el pasado se representa como un pa¬
sado vivo, que actúa como una realidad vital y profundamente
integrada al presente. Si en la tradición occidental el pasado só¬
lo parece revivir por el arte incantatorio del historiador, en la
tradición mesoamericana el pasado es siempre un pasado vivo,
una realidad que se reactualiza constantemente en el presente
y ana presencia que todas las artes y medios para recuperar lo
acontecido contribuían a evocar.

83
El pasado como sancionador
del orden establecido

Entre los usos que los pueblos mesoamericanos le dieron al


pasado sobresale la utilización de la memoria histórica como
instrumento para legitimar el poder, sancionar el orden de co¬
sas establecido e inculcar en los gobernados los valores que
orientaban la acción de los gobernantes. Esta utilización del
pasado fue notablemente opresiva por el hecho de que las clases
dirigentes disfrutaron de un monopolio absoluto del poder, de
tal manera que el discurso histórico producido por este grupo
no sólo fue dominante y exclusivo, sino que se impuso masiva y
autoritariamente al resto de la población.
La fusión tan estrecha entre clase dominante y grupo gober¬
nante, y la inexistencia de grupos intermedios con base econó¬
mica y social propia para producir una interpretación diferente
del pasado, determinaron que el discurso histórico elaborado
por el grupo en el poder tuviera la característica de ser exclusivo
y de estar dirigido a legitimar la dominación del mismo grupo.
Esta estructura impidió la existencia de otro discurso distinto
al producido por los centros del poder, monopolizó en el grupo
gobernante la selección de la recuperación del pasado, y concentró
en el mismo grupo los medios para hacer efectiva la trasmisión
del mensaje histórico. El registro del pasado y la composición
de los textos que lo perpetuaban eran actividades que se reali¬
zaban en el mismo palacio del soberano, y la difusión de esta
memoria del poder se hacía también por los canales del estado.
En las grandes ceremonias religiosas, en las fiestas rituales
que periódicamente reactualizaban masivamente los aconteci¬
mientos fundadores del orden social vigente, o en los actos que
celebraban la entronización de un nuevo gobernante o la erección
de un templo, la historia oficial se convertía en memoria colec¬
tiva. Como en Mesopotamia, en Egipto y en China,34 los gober¬
nantes de los pueblos campesinos de Mesoamérica hicieron de
la recuperación del pasado un arma poderosa para legitimar y
sancionar el orden establecido. Al igual que en las antiguas ci¬
vilizaciones orientales, en Mesoamérica los primeros relatos no
estrictamente míticos son anales dinásticos, memoria de los as-

84
censos y sucesiones de los gobernantes, registro de los triunfos
militares de un jefe sobre otros pueblos y territorios.
La novedad más importante que ha aportado el secular es¬
fuerzo por descifrar la escritura maya ha sido, precisamente, el
descubrimiento de que las famosas estelas pobladas de inscrip¬
ciones que se creía aludían a temas religiosos, astronómicos y
calendáricos, son en realidad monumentos conmemorativos
del ascenso al poder de un gobernante, un registro de las fechas
principales de su vida y una recordación de sus hazañas.35 Otro
descubrimiento reciente: la lectura y desciframiento de los có¬
dices mixtéeos, reveló la más dilatada historia genealógica que
se conoce en Mesoamérica. Las genealogías que Alfonso Caso
presenta en Reyes y reinos de la mixteca son un registro crono¬
lógico de los señores que gobernaron pequeños reinos en esa re¬
gión desde el año 692 de nuestra era hasta el siglo XVI, que
recoge las principales fechas en la vida de estos gobernantes
—particularmente las de su nacimiento, ascenso al poder y
muerte— y relata sus hazañas sobresalientes. Estas genealo¬
gías hacen entroncar el linaje terreno de los gobernantes con el
divino —en este caso con Quetzalcóatl— y convierten la entro¬
nización de los señores en actos sagrados, ratificados por la
presencia de los mismos dioses. Aunque tratan de hombres, lu¬
gares y hechos terrenos, su propósito es perpetuar la creencia
en la continuidad inextinguible de las familias gobernantes y en el
carácter divino del oficio real.
Estas y otras formas de utilizar el pasado para legitimar el
poder fueron heredadas y enriquecidas por los pueblos
nahuas del centro de México, y singularmente por los me-
xicas. Como se ha visto, la mayoría de los testimonios históricos
que nos legaron estos pueblos son una memoria del poder: ana¬
les donde se recogen los hechos significativos que hicieron
poderoso a un grupo étnico, genealogías de gobernantes, re¬
gistros de los términos y extensión territorial de un señorío,
monumentos destinados a grabar imperecederamente las hazañas
de jefes y caudillos. . .(figs. 16 y 17).
Como toda memoria del poder, la de los pueblos mesoame-
ricanos era una memoria extraordinariamente selectiva y ma¬
nipuladora: retenía lo que engrandecía y daba prestigio a los
gobernantes, excluía todo lo que afectaba a los intereses del

85
Fig. 16) Pacal sentado en el trono de doble cabeza de jaguar,
junto a su madre. Palenque

Fig. 17) Pacal portando el vestido informal de los reyes


mayas. Palenque

86
87
grupo en el poder y dedicaba un esfuerzo sistemático a ade¬
cuar el pasado a los fines de la dominación presente. El
hecho de que quienes depuraban y trasmitían la memoria
del pasado eran los altos miembros de la clase gobernante, no
sólo permitió imprimirle una gran coherencia a todas esas ta¬
reas, sino revisar periódicamente la memoria histórica que se
trasmitía al presente. Así, cuando las sucesivas y múltiples
conquistas del tlatoani Itzcóatl provocaron un cambio políti¬
co en el altiplano y los aztecas se convirtieron en uno de los
señoríos más poderosos de la cuenca de México, sus dirigen¬
tes mandaron destruir las antiguas historias y elaborar una
nueva versión del pasado:

Se guardaba su historia.
Pero entonces fue quemada:
cuando reinó Itzcóatl en México.
Se tomó una resolución,
los señores mexica dijeron:
no conviene que toda la gente
conozca las pinturas.
Los que están sujetos [el pueblo]
se echarán a perder
y andará torcida la tierra,
porque allí se guarda mucha mentira,
y muchos en ellas han sido tenidos por dioses.36

Otra constante de estas sociedades fue la utilización de los


prestigios de civilizaciones remotas a los fines de la domina¬
ción presente. Los mexicas, por ejemplo, mientras que por un
lado borraban sistemáticamente la memoria que recordaba sus
orígenes oscuros o modificaban los hechos que se contraponían
a la imagen política que buscaban inculcar, por otra recupera¬
ban la tradición mitificada de la dominación tolteca y la con¬
vertían en antecedente y fundamento cultural de su propia
dominación.37
Por estas características, porque la memoria histórica de es¬
tas sociedades era elaborada y resguardada por un sector res¬
tringido y especializado de la clase dirigente, el mensaje que
emana de esa memoria es admonitorio, imperativo, intransi¬
gente y autoritario. El mito, el ritual, la ideología religiosa, la

88
pintura y los discursos pictográficos y orales explicaban el
mundo, mostraban cómo había sido creado y destacaban la
participación de los dioses en su creación y en el esfuerzo de
mantenerlo estable. Y a partir de esa “explicación” se definían
las cargas y compromisos del hombre, que el ritual, la compul¬
sión social y política y la memoria histórica exigían luego que
fueran cumplidas como obligaciones ineludibles. La clase diri¬
gente de estas sociedades no sólo utilizó el pasado como un ins¬
trumento para sancionar el poder establecido; hizo de la memoria
histórica un poderoso proyector de conductas y prácticas so¬
ciales que la tradición oral y el ritual se encargaban de difundir
entre toda la población, auxiliados por la danza, la música, la
pintura, la escultura y la escenificación ceremonial. Recons¬
truir el proceso que fue formado y caracterizando a esta memo¬
ria histórica exige el análisis de todos sus componentes, no sólo
de los textos que la tradición occidental ha calificado como his¬
tóricos.

89
NOTAS

La ficha bibliográfica de las obras referidas en estas notas, apa¬


rece completa en la bibliografía, al final de estas páginas.

1 La siguiente es la descripción del sabio o tlamatini que aparece en el


Códice Matritense, según la traducción de León-Portilla, 1959: pp.
63-72: “El sabio: una luz, una tea, una gruesa tea que no ahúma (. . .)
suya es la tinta negra y roja, de él son los códices. Él mismo es escritu¬
ra y sabiduría. Es camino, guia veraz para otros.
“Conduce a las personas y a las cosas, es guía en los negocios
humanos.
“El sabio verdadero es cuidadoso y guarda la tradición. Suya es la
sabiduría transmitida, él es quien la enseña, sigue la verdad, no deja
de amonestar.
“Hace sabios los rostros ajenos, hace a los otros tomar una cara
(una personalidad), los hace desarrollar, les abre los oídos, los ilumina.
Es maestro de guías, les da su camino, de él uno depende.”

2 León-Portilla, 1961: pp. 123-35.

3 Véase Eliade, 1960: pp. 25-44.

4 Chavero, 1952: t. II, p. 18.

5 En la época del descubrimiento y conquista de las tierras america¬


nas los europeos encontraron pueblos que desconocían la escritura
pictográfica e ideográfica y sólo se servían de la tradición oral pa¬
ra trasmitir sus conocimientos. Así, fray Bartolomé de las Casas
dice: “En algunas partes no usaban esta manera de escribir, sino
que la noticia de las cosas antiguas venían de unos a otros, de ma¬
no en mano.
“Tenían en ello tal orden para que no se olvidasen (...) que se ins¬
truían en las antigüedades cuatro o cinco, y quizá más, por lo que ofi¬
cio de historiadores usaban, refiriéndoles todos los géneros de cosas
que pertenecían a la historia, y aquéllas tomábanlas en la memoria y
hacíanselas recitar, y si el uno de alguna cosa no se acordaba, los otros
se la enmendaban y acordaban”. Casas, 1967: t. II, p. 34.

3 Véase Dibble, 1971: v. 10, pp. 322-32.

90
7 Antonio de Herrera explica claramente este procedimiento, pues
dice: “I como sus figuras no eran tan suficientes, como nuestra escri¬
tura, no podían concordar puntualmente en las palabras sino en lo
substancial de los conceptos; pero osaban aprender de coro Arengas,
Parlamentos y Cantares. Tenían una gran curiosidad en que los
muchachos las tomaran de memoria, i para esto tenían muchas es¬
cuelas en que los ancianos enseñaban a los mozos estas cosas, que por
tradición se han siempre conservado mui enteras. .Herrera, 1945
t. III, p. 165.

K Véase un análisis de las características de los textos históricos nahuas


y de sus formas de elaboración en Calnek, 1979: v. 13, pp. 239-66; tam¬
bién Nicholson, 1973: Robertson, 1959: pp. 27-9; y León-Portilla,
1961: cap. II.

9 Véase Informantes de Sahagún, 1958: p. 101. Fray Bartolomé de las


Casas afirma de los tlacuilos totonacas que “Éstos escribían por figu¬
ras historias, y las daban a los pontífices o papas y los papas lo refe¬
rían después en sus sermones al pueblo’’. Casas, t. II, p. 22.

10 Informantes de Sahagún, 1958: p. 93. Véase también León-Portilla,


1961: pp. 68-9.

11 El historiador mestizo Ixtlilxóchitl dice que: “Antes de morir


(Huémac) juntó todas las historias que tenían los toltecas desde la
creación del mundo en aquel tiempo, y las hizo pintar en un libro muy
grande, en donde estaban pintadas todas sus persecuciones y traba¬
jos, prosperidades y buenos sucesos”. Chavero, 1952: t. II, p. 18.

12 Véase León-Portilla, 1959: p. 245.

13 Fray Francisco de Burgoa dice, por ejemplo, que “Entre la barbari¬


dad de estas naciones se hallaron muchos libros a su modo, en hojas o
telas de especiales cortezas de árboles (...) donde todas sus historias
escribían con unos caracteres tan abreviados, que (en) una sola hoja
plana expresaban lugar, sitio, provincia, año, mes y día (...) y para es¬
tos a los hijos de los señores y a los que escogían para su sacerdocio
enseñaban, e instruían desde su niñez haciéndoles decorar aquellos ca¬
racteres y tomar de memoria las historias, y de estos mismos instru¬
mentos he tenido en mis manos, y oídolos explicar a algunos viejos
con bastante admiración, y solían poner estos papeles, o como tablas
de cosmografía, pegadas a lo largo de las salas de los señores, por grande¬
za y vanidad, preciándose de tratar en sus juntas y visitas de aquellas
materias”. Burgoa, 1934: p. 210.

91
14 Caso, 1977; véase también Smith, 1973.

15 Véase Cartwright Brundage, 1972: pp. 112-35 y 158-73.

16 Alfredo López Austin enuncia esta interpretación cuando dice:


“Fueron otras las causas que dieron origen al registro de los hechos
irrepetibles: entre ellas una, la necesidad de un documento que funda¬
ra derechos adquiridos frente a los intereses de otros pueblos; otra la
justificación de un grupo en el poder frente a un pueblo dominado que
tal vez con cierta frecuencia preguntara a qué título ejercía aquél el
gobierno, qué hazañas habían realizado sus antepasados, qué entron¬
que tenía con los dioses, qué beneficio había hecho su familia a la co¬
munidad”. Véase López Austin, 1973: pp. 97-8. Sobre el tránsito de la
concepción mítica y legendaria de la historia a una historia positiva,
terrena y profana, véase Vernant, 1973: pp. 334-64; y Chatelet, 1979:
pp. 36-56.

17 Véase el capítulo I, “La concepción náhuatl del tiempo y del espacio”.

18 “Se creía que las fuerzas se manifestaban como luz-calor y que se


difundían sobre la superficie de la tierra, bañando e infiltrando todos
los seres (...) El tiempo y las transformaciones, esto es, el existir
terrenal mismo, se producía por el juego de la energía caloricalumínica
que sobre la tierra se hacía presente y las fuerzas pasadas que habían
ido quedando. Cada día una nueva fuerza, más vigorosa que las que
iban perdiendo actualidad, irrumpía por los árboles sagrados, vías de
enlace entre el tiempo mítico y el tiempo humano”. López Austin,
1980: t. I, p. 223.

19 Así, según Alfredo López Austin, “En los días ocelote, muerte, pe¬
dernal, perro y viento, las fuerzas llegaban por el árbol del norte; en
los días venado, lluvia, mono, casa y águila, por el oeste; en los días
flor, hierba torcida, lagartija, águila de collar y conejo, por el sur; en
los días monstruo de la tierra, caña, serpiente, movimiento y agua, por
el este; en los años de signo pedernal, por el norte; en los de signo casa,
por el oeste; en los de signo conejo, por el del sur; en los de signo
caña, por el este”. Ibid., p. 72.

20 Ibid., pp. 85-6.

21 Véase para todo esto el capítulo I, “La concepción náhuatl del tiem¬
po y del espacio”, especialmente los apartados “El orden fundador de
la creación cosmogónica y la integración del espacio al orden cósmico”,
y “El tiempo y su integración al orden cósmico”.

92
22 Davies, 1977: p. 377.

23 Caso, 1946, t. V. pp. 93 y ss. También León-Portilla, 1981: pp. 159-60.

24 Véase León-Portilla, 1981: p. 161.

25 Uchmany, 1978: v. 13, p. 213. Véase también Broda, 1978b: v. 13,


pp. 97-109.

26 Chatelet, 1979: pp. 4-5.

27 Véase Códice Xólotl Dibble, 1980.

28 Véase por ejemplo León-Portilla, 1961: caps. II y IV; 1981: pp.


15-100 y Garza, 1975.

29 En relación con esto dice el padre Ángel María Garibay que “nada
hay más expresivo de la vida pública y comunitaria de Anáhuac como
esta manifestación ruidosa y solemne de los poemas melodramáticos.
Los cantaba el pueblo a veces en conjuntos de miles (...) la repetición
de los hechos, engalanados por la poesía, eran para el pueblo espec¬
táculos sustitutivos de la lectura. Veían personificados a sus dioses, a
sus héroes, oían sus hazañas y grandezas y retenían para siempre lo
que iba constituyendo la historia viviente de su raza y de su cultura
(. . .) La poesía, la música, el baile (. . .) en un cuadro de grandiosa so¬
lemnidad, eran medios para hacer indeleble lo que hoy en día nos cues¬
ta tanto aprender y retener. . .”. Garibay, 1953: t. I, p. 356.

30 Para estos y otros ejemplos, véase Marcus, 1980: pp. 28-44.

31 Véase Lipschutz, 1971.

32 Véase una descripción detallada de estas hierofanías espectacula¬


res en el estudio de Schele, 1980: pp. 67-83.

33 Un ejemplo de esta veneración del pasado y de su conversión en


tiempo prestigioso lo presenta el caso de la toltecáyotl. Véase León-
Portilla, 1981: pp. 15-35.

34 Véase Plumb, 1974: cap. I.

35 Este descubrimiento comienza con los estudios de Henrich Berlín y


se ha consolidado con las investigaciones recientes de Tatiana Proskou-

93
riakoff, David H. Kelley y Alberto Ruz Lhuillier. Véase un resumen de
esta historia en Garza, 1975. El estudio más actualizado e innovador
sobre este tema es el de Linda Schele y Mary Ellen Miller, 1986.

36 Citado por León-Portilla, 1956: p. 254.

37 Véase una exposición de los diversos procedimientos utilizados por


los mexicas para incorporar a su patrimonio cultural la tradición tolte-
ca en León-Portilla, 1981: pp. 15-100.

94
III. La Conquista:
un nuevo
protagonista
de la historia
y un nuevo discurso
histórico

Entre los acontecimientos que han violentado la historia


mexicana, ninguno removió con tanta fuerza los fundamentos
en que se asentaban los pueblos indígenas, ni fue tan decisivo en
la formación de una nueva sociedad y de un nuevo proyecto his¬
tórico, como la conquista y colonización españolas. Simultá¬
neamente a esta vasta transformación de la realidad, comenzó
una nueva forma de registrar, seleccionar y explicar los aconte¬
cimientos pasados, seguida por la imposición de un nuevo
protagonista de la acción y la narración históricas: el conquis¬
tador. La conquista expulsó al indígena como protagonista de
la historia e instauró un discurso histórico nuevo en casi todos
los aspectos. De manera violenta y progresiva, el discurso del
conquistador impuso un nuevo lenguaje, postuló un nuevo sen¬
tido del desarrollo histórico, e introdujo una nueva manera de
ver y representar el pasado.

1. El lenguaje del conquistador

El español se hizo lengua americana al convertirse en el vehícu¬


lo que dio cuenta de los descubrimientos, conquistas y asenta¬
mientos españoles en el Nuevo Mundo. El Diario de Colón, las
Cartas de relación de Hernán Cortés, la Historia general y
natural de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo, o la Ver¬
dadera historia de la conquista de México de Bernal Díaz del
Castillo, son otros tantos ejemplos de la nueva escritura que

95
impuso el conquistador al narrar su expansión sobre los territo¬
rios y pueblos americanos. En todos estos casos el lenguaje
acompaña y completa el proceso militar de la conquista, pues
nombra, bautiza y le confiere un nuevo significado a la natura¬
leza, a los hombres y a las culturas nativas.
El espacio americano perdió sus connotaciones indígenas
tan pronto como el conquistador lo comenzó a redescubrir y
clasificar bajo conceptos geográficos y cartográficos propios.
Los sistemas indígenas que ordenaban el espacio, las ideas cos¬
mológicas y religiosas que le daban fundamento a la relación
entre hombres y territorio, y la organización política y econó¬
mica que permitía la explotación del espacio físico, fueron súbi¬
tamente desplazados cuando ese mismo espacio se transformó
en un territorio del conquistador, vinculado a una metrópoli
distante para la que era apenas una porción periférica, no el
centro del mundo, como lo había sido para los indios. A partir
de entonces los accidentes del territorio mexicano, las nuevas
rutas que lo surcan y la relación de este espacio con el resto del
mundo serán definidos por la geografía y los intereses del con¬
quistador. Es cierto que la toponimia indígena logró conservar¬
se en miles de lugares, pero su raíz indígena ya sólo interesará
a quienes más tarde se interroguen por el pasado, pues esos
mismos nombres indígenas, contaminados por la presencia del
conquistador, expresan una nueva relación con el presente. Pa¬
ra miles de esos pueblos la nueva relación con el presente se
concretó en el nombre cristiano que se antepuso al indígena
(San Juan Teotihuacan, Santiago Tlatelolco, San Juan Cosco-
matepec, etc.), un bautizo que transformó bruscamente las
tradiciones e identidades de esos pueblos. Y lo mismo ocu¬
rrió con la flora y la fauna, que al igual que el territorio, fueron
objeto de un proceso de descubrimiento, descripción y compa¬
ración con lo europeo que terminó en una nueva clasificación y
nomenclatura que trastocó su espíritu nativo.
Las primeras descripciones del conquistador se poblaron de
relatos fantásticos, hiperbólicos o fabulosos que mitificaban el
paisaje y la naturaleza americanos, pues sus autores estaban
inflamados por una imaginación que buscaba en las nuevas tie¬
rras la confirmación de riquezas y portentos nacidos de la fan¬
tasía europea. Pero de Colón a Cortés, del descubridor de los

96
perfiles isleños del Nuevo Mundo al conquistador efectivo de
una porción considerable de la tierra firme, la descripción de la
nueva tierra se convirtió en relato realista y en cálculo razona¬
do de lo que la conquista de esos territorios proporcionaría a la
monarquía española. Así, lo que en Hernán Cortés fue un primer
esbozo de la potencialidad económica de las nuevas tierras, en
la obra de Martín Fernández de Enciso (Suma de geographía,
1519), o de Fernández de Oviedo (Sumario de la natural historia
de las Indias, 1526), adquirió la forma de verdaderos tratados
geográficos y naturales, que de manera técnica y pormenoriza¬
da presentaban al rey el inventario de las extensas tierras que
sus vasallos habían adquirido para España.1
La descripción obligada del territorio y de la naturaleza
americanos en las obras que difundían las hazañas españolas,
no se explica sólo por la naturaleza nueva de las Indias, o por
el contraste que ésta mostraba al ser comparada con la euro¬
pea. Este registro diligente constituye una apropiación de
la naturaleza por la escritura, un proceso que al describir,
nombrar y clasificar esa naturaleza con otro lenguaje y otros
conceptos, la vuelve una naturaleza descifrada, asimilada
y memorizada en términos europeos. Y este lenguaje, a la
vez que permitió al conquistador hacer suyo un medio natural
hasta entonces ajeno y misterioso, creó un extrañamiento en¬
tre esa naturaleza y el indígena, a quien en adelante le resultará
incomprensible el lenguaje que la nombra, el sistema que la cla¬
sifica y el uso y la explotación que se imponen sobre ella.
Desde Colón hasta los descubridores de las tierras sep¬
tentrionales de Nueva España en el siglo XVIII, ningún
explorador o conquistador omite dar cuenta del perfil geográ¬
fico de los territorios que recorre. El registro del territorio y
de la naturaleza es también un instrumento que revela al
mundo la gesta española. España es el país que descubre al
antiguo mundo un mundo nuevo. Y esta misión privilegiada,
al igual que el descubrimiento de una humanidad hasta en¬
tonces desconocida, se vuelve una misión historiográfica y
cosmográfica. El rey de España crea en 1532 el cargo de Cro¬
nista de las Indias y más tarde, en 1571, el de Cronista y
Cosmógrafo Mayor de Indias, con el fin de conocer puntual¬
mente las dimensiones, las riquezas y posibilidades de explo-

97
tación del mundo descubierto.2 Nombrar, clasificar, describir
y ubicar precisamente el mundo físico americano es apropiár¬
selo, es crear los conocimientos que permitirán su explota¬
ción estratégica, y trasmitir, a través de esa gigantesca
geografía ya colonizada, el carácter épico, transformador, de
la acción española. La historia que a partir de entonces co¬
mienza a escribir el hombre occidental se escribe con ideas
occidentales y sobre el cuerpo físico de América.3
Los primeros cronistas oficiales de la realidad americana, y
los más numerosos que escribieron sin el amparo de este título,
dedicaron partes extensas de sus obras a recoger la novedad
geográfica, a nombrar y clasificar mares, costas, islas, penínsu¬
las, cordilleras, ríos, plantas y animales. Gonzalo Fernández de
Oviedo, además de escribir su Sumario de la natural historia
de las Indias, dedicó 18 libros de los 49 que forman su volumi¬
nosa Historia general y natural de las Indias a la descripción
de la naturaleza. Lo mismo hizo Francisco López de Gómara,
quien antes de tratar los temas de la conquista del Perú y de
México, antepuso a su Historia general de las Indias una relación
de los descubrimientos geográficos. Juan López de Velasco, el
primer cosmógrafo-cronista de las Indias nombrado oficial¬
mente, sistematizó este interés por la geografía americana en
un cuestionario exhaustivo que solicitaba informes estratégi¬
cos acerca del territorio y sus recursos, de cuyas respuestas
surgió un conocimiento y una experiencia que al acumularse
produjeron un verdadero arsenal de datos sobre la geografía,
los recursos naturales, la historia y la etnografía del Nuevo
Mundo.4 Cronistas posteriores, como Antonio de Herrera (His¬
toria general.. . de las Indias Occidentales, 1596-1615), apro¬
vecharon estas informaciones en obras que incluían numerosos
libros acerca dé la geografía y la naturaleza americanas. Esta
doble atención a la historia del mundo natural y a la historia de
los hombres, alcanzó su punto más alto en la Historia natural y
moral de las Indias (1590) del jesuita José de Acosta.5
Pero en todas estas obras, como en las más abundantes que
se escribieron más tarde, no hay una verdadera historia de la
geografía o de la naturaleza americanas. Con todo y el podero¬
so atractivo que los escenarios naturales provocaron en los cronis¬
tas, el interés que éstos manifestaron por los nuevos espacios

98
resultó inferior al interés por la historia de los descubrimien¬
tos; por eso, en lugar de una historia de la geografía y de la
naturaleza, escribieron una historia de los descubridores, de los
hombres que por primera vez hollaron y describieron esos esce¬
narios espléndidos. Paralelamente se esforzaron por clasificar
la pródiga naturaleza americana, con un sentido profundamen¬
te estratégico y utilitario, siguiendo los moldes científicos de la
antigüedad clásica, que separaban el orden natural del orden
moral o social. En estas obras la clasificación de la naturaleza
no se funde con la historia de los hombres. Pero esta clasifi¬
cación, a veces extremadamente morosa y técnicamente bien
realizada, vino a ser el inventario geográfico, la memoria y el
conocimiento práctico que hicieron del conquistador y del
poblador europeo hombres en posesión de un mundo nuevo.
Mediante estas prácticas escritúrales convirtieron lo extraño
y ajeno de la naturaleza americana en una naturaleza propia,
conocida.

2. Los fundamentos
del nuevo discurso histórico

El nuevo lenguaje que va recubriendo de nuevos significados el


vasto cuerpo del Nuevo Mundo gobierna también el relato de la
realidad presente y reescribe la memoria del pasado. Pocos he¬
chos reflejan tan claramente la automática relación entre el
ejercicio del poder por un nuevo grupo social y la elaboración
de un nuevo discurso histórico como la dramática experiencia
que empezaron a vivir los pueblos mesoamericanos a partir de
la conquista española. La conquista militar de los pueblos indí¬
genas fue inmediatamente seguida por el aniquilamiento de su
memoria histórica. A partir de la implantación del dominio es¬
pañol, los indígenas vieron destruir y anatemizar su memoria
pasada, y de actores principales de su medio histórico, pasaron
a ser subordinados de otros actores que rápidamente transfor¬
maron ese medio en un escenario ajeno, en el cual los indios
aparecían como fantasmas que vivían y morían sin que sus ac¬
tos parecieran tener efectos sobre la realidad histórica de su
tiempo.

99
En las obras históricas que escribe el conquistador el indio
vivo no es sujeto de esa historia. Sólo cobra vida cuando es re¬
flejo, espejo o testimonio de la acción de sus conquistadores
materiales y espirituales. Yace vencido y carece de palabra ver¬
dadera en la historia de los vencedores. El protagonista efectivo
de la historia colonial es sucesivamente la España victoriosa,
la nación ganadora de un nuevo orbe geográfico y de una vasta
humanidad pagana, y los agentes directos de esa epopeya: el
conquistador, el fraile evangelizador y los nuevos pobladores
de la tierra.
Simultáneamente a la acción conquistadora que reprimió la
reproducción de la memoria nativa y fundó un nuevo sujeto de
la historia, el conquistador trasladó al Nuevo Mundo la tradi¬
ción cultural e ideológica europea con la cual interpretará su
propia acción histórica y escribirá la historia de los vencidos.
El conquistador no inventa una nueva interpretación del acon¬
tecer histórico. Traslada y adapta a la circunstancia americana
la antigua concepción judeo-cristiana sobre el sentido de la his¬
toria, mezclada con las ideas escatológicas, milenaristas y pro-
videncialistas que proliferaron en la Europa medieval. No trae
con él una sola imagen del pasado o una única concepción del
desarrollo histórico; transporta a las tierras americanas la car¬
ga acumulada de múltiples pasados (la antigüedad pagana, el
cristianismo primitivo, la herencia medieval, los nuevos hori¬
zontes abiertos por el Renacimiento), y disemina diversas in¬
terpretaciones del sentido de la historia y diferentes maneras
de comprender el tiempo y de registrarlo. Y fue esta carga acu¬
mulada de múltiples pasados y concepciones de la historia y
del tiempo la que, al chocar con la realidad americana, provocó
la aparición rejuvenecida de antiguas concepciones de la histo¬
ria, fundadas en diversas tradiciones europeas, pero animadas
por una nueva perspectiva histórica, por una realidad geográfi¬
ca y humana que no sólo se veía diferente a la europea, sino que
aparecía como un horizonte abierto, capaz de recibir y propul¬
sar proyectos históricos nuevos o que se habían frustrado en el
Viejo Mundo.
El suelo americano no fue un receptor pasivo de las tradicio¬
nes históricas del Viejo Mundo, sino más bien un poderoso
revitalizador de esas tradiciones, un medio donde al chocar y

100
mezclarse esas diversas tradiciones con las nativas, creó una
mezcla cultural que, como nueva Babel, produjo diferentes len¬
guajes históricos, diferentes maneras de ver y registrar el pasado
y diferentes concepciones sobre el acontecer temporal y el sen¬
tido de la historia.

Las concepciones hebreas y cristianas


del desarrollo histórico

La tradición hebrea convirtió el desarrollo histórico profano y


terreno en una revelación de los designios de Dios. Para los he¬
breos el acontecer histórico era una manifestación del plan di¬
vino. El pasado y el acontecer histórico en general tenían una
teleología, un sentido o propósito final que para los judíos
residía en el cumplimiento de las promesas de Dios al pueblo
elegido, y que más tarde se interpretó como la salvación no sólo
del pueblo judío, sino de todo el género humano. La historia hu¬
mana fue concebida como el escenario donde se desplegaba ma¬
jestuosa la voluntad de Dios, moviéndose hacia su designio
final: la redención eterna. En esta concepción teleológica de la
historia el tiempo era visto como un proceso lineal que se mo¬
vía siempre hacia adelante, desde la creación de la humanidad
hasta su salvación final. Como señala Arnaldo Momigliano, “la
idea de un continuum histórico iniciado en la creación acabó
por imponerse y a ella se sacrificaron todos los otros intereses,
incluso la curiosidad por la historia no-hebrea. Una sucesión
privilegiada de acontecimientos representaba y significaba la
continua intervención de Dios en el mundo que él mismo había
creado.’’6
Según la tradición oral y escrita del pueblo judío, forjada
a lo largo de una historia de cautiverios, persecuciones e in¬
fortunios, la salvación del género humano se verificaría por
la intervención de un redentor divino, de un mesías que
habría de encarnar en la tierra, destruir a los incrédulos e
instaurar un paraíso terrestre, en el cual el pueblo elegido
viviría en paz y gozo plenos. De esta manera el cumplimiento
de los propósitos divinos adquirió un carácter mesiánico por¬
que la salvación final se hacía depender de la llegada de un
mesías, y escatológico porque la salvación se hacía preceder

101
de una destrucción catastrófica del mundo, en la cual se
mezclaba la venganza contra los enemigos del pueblo escogi¬
do, el castigo a los incrédulos y el premio de la gloria eterna
para los elegidos de Dios.7
Esta concepción mesiánica y escatológica de la historia tuvo
gran influencia entre los primeros cristianos. Para los discípu¬
los y seguidores de Jesús de Nazareth, él era el Mesías anuncia¬
do por las profecías, el esperado salvador de la humanidad. Sin
embargo, como Jesús fue juzgado, crucificado y muerto sin que
su paso por la tierra provocara la instauración del reino de los
santos ni la destrucción del mundo, su prédica y muerte fueron
luego interpretadas como la manifestación en el espacio y en el
tiempo terrenos del plan divino dispuesto para la salvación de
la humanidad. La vida y la muerte terrenas de Jesús, su paso
histórico por el mundo, su prédica y el nacimiento de su iglesia
se transformaron en otras tantas pruebas del plan divino y de
la elección de los cristianos como pueblo escogido para an¬
ticiparlo y llevarlo a su cumplimiento. Los evangelistas, prin¬
cipalmente Marcos, Lucas y Juan, fueron los primeros en
fundamentar esta nueva interpretación.8
Los cristianos de la primera centuria continuaron creyendo
que la salvación de la humanidad ocurriría pronto, cuando Cristo,
en todo su poder y gloria, regresara por segunda vez a la tierra
a cumplir su misión escatológica. Pero a medida que este regreso
se fue demorando y la iglesia se fue convirtiendo en un poder
temporal, comenzaron a aparecer otras explicaciones acerca del
fin del mundo, de la misión de la iglesia y del proceso histórico.
El fin del mundo y el día de la salvación eterna no fueron ya
acontecimientos inminentes porque, como había dicho Marcos,
antes de que esto ocurriera los portadores de la palabra de Cristo
tenían que predicar el Evangelio entre todas las naciones. Esta
idea le confirió a la iglesia una misión terrena: ahora tenía que
guiar y dar consuelo a los creyentes que nacían y morían en es¬
pera del Juicio Final, y convertir a los incrédulos. La iglesia se
transformó entonces en el cuerpo místico de Cristo, en una en¬
tidad divina fundada en la tierra para cumplir en ella el plan de
salvación de Dios. De manera que en adelante el cuidado de los
fieles, la predicación del Evangelio y la conversión de los genti¬
les se convirtieron en tareas que habría que realizar año con

102
año y siglo tras siglo, hasta que Dios determinara acabar con el
mundo.
Y así como se fue dilatando en el futuro la misión terrena de
la iglesia, así también la vida de los creyentes se extendió en el
futuro, dividiéndose en dos fases. En la primera, de duración
ignorada pero breve, el creyente habría de sufrir en su vida te¬
rrena por los pecados veniales que hubiera cometido. En la se¬
gunda, inaugurada por el Juicio Final, habría de acceder a la
bendición eterna, a menos que sus pecados merecieran la con¬
denación perpetua.9 Estas nuevas interpretaciones apoyaron
una concepción del desarrollo temporal dividida también en
dos fases: la primera comenzaba con la creación del mundo y de
los hombres y terminaba con el nacimiento de Cristo. La segun¬
da partía del Año del Señor y habría de terminar en un futuro
ignoto con el Juicio Final. El nexo que unía a esas dos fases era
el nacimiento y la muerte de Cristo, la vida terrena del enviado
de Dios que había revelado a los hombres los propósitos del
plan divino. Los cristianos fueron así los primeros en soldar pa¬
sado y porvenir en un mismo proceso que arrancaba desde los
orígenes del mundo y se desplegaba en el futuro, abarcando la
historia de todas las naciones y razas, sin excluir, como en el
caso de los hebreos, a los pueblos no judíos o gentiles.
Esta nueva concepción del proceso histórico nació de la nece¬
sidad de justificar la relativa juventud del cristianismo frente
a las religiones paganas, y de la necesidad de justificar la mi¬
sión de la iglesia. El Antiguo Testamento no sólo sirvió de guía
a los cristianos para develar los propósitos divinos, sino que
fue incorporado a sus creencias y considerado un texto sagrado
porque “ponía de manifiesto los designios del Dios cristiano
desde mucho antes del nacimiento de Cristo y establecía por
tanto la superioridad del cristianismo en antigüedad y legitimi¬
dad sobre todo el mundo pagano. Imposible remontarse más
allá de Adán, como decía Tertuliano”.10
La demora del segundo regreso de Cristo y el alejamiento
del Juicio Final también obligaron a los cristianos a reconside¬
rar la misión de la iglesia, que desde el siglo IV se había conver¬
tido en una institución cada vez más compleja y estable. A
principios del siglo V era claro para los cristianos que su iglesia
había crecido, se había multiplicado, había obrado conversio-

103
nes y se había vuelto la religión oficial del Imperio romano. Es
decir, había triunfado. El transcurso del tiempo aparecía en¬
tonces ante los cristianos como una condición indispensable
para el cumplimiento de los designios divinos, de la conver¬
sión de los infieles y de la ampliación de la comunidad de los
creyentes.
La idea de que el transcurrir temporal trabajaba en favor de
los propósitos divinos fue repentinamente puesta en duda por
un acontecimiento inesperado. Al comenzar el siglo V, en el año
410, los godos de Alarico violaron y saquearon la ciudad de Ro¬
ma y provocaron un desquiciamiento casi total de la Europa
occidental. La obra de San Agustín, La ciudad de Dios, se
levantó precisamente para combatir las afirmaciones de los pa¬
ganos que atribuyeron la destrucción de la ciudad al cristianis¬
mo que se había enseñoreado del Imperio, y sobre todo, para
mostrar que por catastrófica que fuera la ruina del estado, la
Ciudad de Dios, es decir, la iglesia, sobreviviría triunfante has¬
ta el fin inexorable de los tiempos. La ciudad de Dios también
combatió las ideas apocalípticas y mesiánicas que proclama¬
ban la pronta venida del mesías y la instauración de un reino de
los santos en la tierra. Según San Agustín, “el libro del Apoca¬
lipsis debía ser interpretado como una alegoría espiritual: el
Milenio había empezado con el nacimiento del Cristianismo y
se había realizado totalmente en la Iglesia”.11
San Agustín interpretó toda la historia de la humanidad co¬
mo una contienda entre la Civitas Dei y la Civitas terrena. Es
decir, vio en la historia de Egipto, Asiria, Grecia y Roma la de¬
clinación y ruina inevitable de la ciudad terrena. Por el contra¬
rio, la ciudad que permanecía y se engrandecía con el paso del
tiempo era la ciudad de Dios, la iglesia.
A partir de entonces “La edad de la iglesia” fue vista por
los cristianos como la segunda fase del plan divino. La pri¬
mera, que comprendía las relaciones de Dios con el pueblo de
Israel, era la de la Preparación Evangélica, que terminó con
el nacimiento de Cristo. La segunda, la de la iglesia, tenía co¬
mo fin ampliar la comunidad de los fieles y llevar la palabra
de Dios a todas las naciones. La iglesia, en este sentido, ve¬
nía a ser la expresión en la historia de los propósitos de
Dios.12 De esta manera el deber misionero de la iglesia, la

104
predicación del Evangelio, le otorgó al tiempo comprendido
entre la Resurreción y la segunda venida de Cristo su senti¬
do dentro de la historia de la salvación. Si la presencia histó¬
rica de Cristo creó la eventualidad de la salvación, a partir
de la fundación de su iglesia la responsabilidad de comple¬
tarla correspondía a todos y cada uno de sus miembros.13
Al consolidarse estas ideas Europa comenzó a ser “domina¬
da por una noción del pasado muy distinta de la que habían te¬
nido las civilizaciones anteriores, e incluso las contemporáneas
de China y la India. El pasado era, por así decir, un relato con
un comienzo preciso y delimitado (. . .) un despliegue de aconte¬
cimientos que ponía de manifiesto los designios de Dios y el
destino del hombre y culminaba en el dramático episodio de la
vida y la muerte de Cristo, seguidas de la peregrinación de
la humanidad hacia el Juicio Final, que llegará también en un
momento preciso del tiempo. Este aspecto narrativo del desti¬
no humano era patente; saltaba a la vista en los murales de las
iglesias, en los ritos y en las representaciones de milagros. La
noción de la historia como narración y despliegue inexorable
echó hondas raíces en la conciencia europea y contribuyó a la
aceptación no sólo de las novedades, sino de la idea misma de
un proceso ordenado de desarrollo (...) El pasado cobró un di¬
namismo —casi diría que un ímpetu— que nunca había tenido
hasta entonces”.14
El tiempo de la Biblia y del cristianismo primitivo es un
tiempo teológico. Comienza con Dios y es dominado por él. El
despliegue del tiempo es la condición necesaria y natural de to¬
do acto divino. Desde entonces y durante toda la Edad Media
el tiempo de los cristianos es un tiempo lineal, dotado de un
sentido que tiende hacia Dios.15 La vida interna y la vida exter¬
na del cristiano, su mentalidad entera, fueron inundadas por la
percepción continua y omnipresente de este tiempo divino. El
tiempo de Dios, su Encarnación, Crucifixión, Resurrección y el
día del Juicio Final se fundieron con la vida cotidiana de los
hombres, con su misión en la tierra y con sus esperanzas sobre
el tiempo que sigue a la muerte. El tiempo adquirió una signifi¬
cación central en cada momento de la vida de los hombres: su
paso fue observado con temor y registrado de manera solemne.
El calendario litúrgico de la iglesia marcaba la sucesión de los

105
días recordando a los hombres no sólo el paso de los meses y es¬
taciones, sino trayéndoles a la memoria cada uno de los actos
de Dios y el camino de la salvación. El pasaje diario del tiempo
se introdujo en la vida del hombre de una manera antes desco¬
nocida. En el campo y en la ciudad el transcurrir temporal era
señalado ahora más que por el paso del sol, por el toque de las
campanas, que desde el siglo vil tocaban siete veces al día
las horas canónicas, y cuyos repiques llamaban a celebrar los
acontecimientos felices, o indicaban la muerte de un alma cris¬
tiana, recordando a todos la proximidad de la suya propia.16
Así, del siglo I a la alta Edad Media, la iglesia construyó una
idea teológica de la historia y del transcurrir temporal que im¬
pregnó todos los actos de la vida terrena, pero cuyo significado
último estaba más allá del mundo terrestre. Sin embargo, si pa¬
ra la iglesia ortodoxa la fecha que había cambiado la historia de
la humanidad era la de la Encarnación de Cristo, para los po¬
bres y para los cristianos disidentes la fecha más atractiva co¬
menzó a ser la del tiempo en que se cumplirían las profecías
apocalípticas, la del tiempo en que llegaría el mesías que habría
de destruir el poder diabólico instaurando en su lugar el reino de
los santos. Este momento sería la culminación de la historia,
porque el reino de los santos sobrepasaría en gloria a todos los
anteriores y no tendría sucesor. Esta vieja tradición judía y
cristiana, aunque severamente combatida por la iglesia, ali¬
mentó en la Edad Media múltiples movimientos mesiánicos
surgidos entre los oprimidos, los disidentes y los desequilibra¬
dos.17 Y a partir del siglo XII cobró nuevas resonancias y signi¬
ficados al mezclarse con las insatisfacciones de movimientos
ascéticos y místicos que rechazaban el esplendor y la corrup¬
ción de la iglesia secular y proponían vivir en la pobreza, como
los apóstoles, y formar una gran comunidad cristiana como la
descrita en el libro de los Hechos: “Y todos los que creían vi¬
vían unidos, teniendo todos sus bienes en común (...) y ninguno
tenía por propia cosa alguna.”18
Las críticas a la creciente orientación profana de la iglesia,
las tendencias ascéticas de monjes y disidentes que aspiraban
a restaurar los ideales de la iglesia primitiva, y la persistencia
de las ideas mesiánicas y escatológicas entre los grupos popu¬
lares, encontraron en el pensamiento de Joaquín de Fiore un

106
sorprendente catalizador que diseminó por el mundo un nuevo
tipo de profecías escatológicas que habrían de ser las de mayor
influencia en Europa y en las colonias españolas de América,
donde resurgieron bajo nuevas modalidades en los siglos XVI,
XVII, XVIII y más tarde.
Joaquín de Fiore fue un abad y ermitaño calabrés que entre
1190 y 1195 confesó que leyendo las Escrituras había recibido
“una inspiración que le pareció revelar un significado oculto de
grande y original valor profético”. La idea de que las Escrituras
poseían un significado oculto no era nueva. Lo que era nuevo
era la idea de que estos métodos pudieran aplicarse a compren¬
der y pronosticar el proceso de la historia, como lo propuso Joa¬
quín de Fiore. De su exégesis de las Escrituras de Fiore extrajo
una interpretación que concebía el desarrollo histórico como un
proceso dividido en tres etapas sucesivas y ascendentes, ca¬
da una de ellas presidida por una de las personas de la Santísi¬
ma Trinidad: “La primera era la del Padre o de la Ley; la segunda
la del Hijo o del Evangelio; y la tercera la del Espíritu, y ésta
sería con respecto a los anteriores como la luz del día compara¬
da con la de las estrellas y la aurora (. . .) La primera etapa
había sido de temor y servidumbre, la segunda de fe y sumisión
filial, la tercera sería una época de amor, alegría y libertad, en
la que el conocimiento de Dios se revelaría directamente en los
corazones de todos los hombres (.. .) Entonces el mundo se con¬
vertiría en un vasto monasterio, en el que todos los hombres
serían monjes en contemplación en éxtasis místico loando con
alabanzas a Dios. Esta nueva versión del reino de los santos
duraría hasta el Juicio Final.”19
De Fiore no fue consciente del carácter heterodoxo y subver¬
sivo de sus revelaciones, pues las escribió alentado por tres pa¬
pas. Pero era evidente que su idea de una tercera edad chocaba
con la concepción que San Agustín había inscrito en la Ciudad
de Dios, según la cual el reino de Dios ya se había realizado en
la tierra desde el momento en que nació la iglesia, y que no po¬
día haber en consecuencia otro milenio que no fuera el que ella
había iniciado. Más subversivas aún eran sus interpretaciones
sobre la destrucción de la iglesia antes de que llegara la edad
del Espíritu, pues claramente identificaba esa iglesia con la
carnal y jerarquizada de su época, la cual sería sustituida por

107
la iglesia de los religiosos, por el reino monástico de la caridad pu¬
ra. Según de Fiore, el reino milenario no podía ser fundado más
que por los pobres y los religiosos, quienes eran los escogidos
para vivir el Milenio y contemplar el final del mundo.20 Con to¬
do, sus ideas más perturbadoras fueron las que explicaban
cuándo y cómo advendría esa tercera edad que traería al mun¬
do el amor y la alegría durante mil años. De Fiore calculó que la
culminación de la historia humana ocurriría entre los años 1200
y 1260, por lo cual había que preparar el camino. Y esta prepa¬
ración debería ser realizada “por una nueva orden de monjes
que predicará el Nuevo Evangelio por todo el mundo. Entre
ellos se elegirán doce patriarcas que convertirán a los judíos, y
un maestro supremo, novus dux, que alejará a toda la humani¬
dad del amor de las cosas terrenales y la conducirá hacia el
amor de las del espíritu. Durante los tres años inmediatamente
anteriores al cumplimiento de la tercera dispensación, reinará
el Anticristo. Será un rey secular que castigará a la iglesia co¬
rrupta y mundana hasta que sea totalmente destruida en su
forma actual. Después de la desaparición del Anticristo, llega¬
rá, en toda su plenitud, la época del Espíritu.”
Aunque al principio estas ideas casi pasaron desapercibidas,
adquirieron una inesperada fuerza subversiva al ser adoptadas
como doctrina por la rama rigorista de la orden franciscana.
Junto a la pobreza, los franciscanos adoptaron el ideal de Joaquín
de Fiore de crear una iglesia monástica y fueron los propa¬
gadores más efectivos de sus ideas escatológicas acerca del fin
del mundo y la instauración del Milenio. Para muchos de ellos
el fundador de la orden, Francisco de Asís, era el Mesías de quien
hablaban las profecías de de Fiore: el enviado divino que habría de
inaugurar la iglesia de los religiosos y el tiempo del Espíritu
Santo.
Cuando esta confraternidad de monjes ascéticos se convirtió
en una orden semejante a las demás, sus ideales originales se
debilitaron. Pero muchos franciscanos conservaron el ideal de
pobreza y formaron un grupo minoritario, dentro y fuera de la
orden, conocido con el nombre de franciscanos espirituales. Ha¬
cia mediados del siglo XIII estos franciscanos espirituales de¬
senterraron las profecías de Joaquín de Fiore, las editaron, las
comentaron e idearon otras que atribuyeron a Joaquín, y que al

108
ser divulgadas por ellos, resultaron más influyentes que las ori¬
ginales. El grupo de los franciscanos espirituales adoptó la es-
catologia joaquinista de la tercera edad o edad del Espíritu que
terminaría con el mundo, adaptándola de tal manera que ellos
mismos “pudieran ser considerados como la nueva orden que,
reemplazando a la iglesia de Roma, debía conducir a la humani¬
dad hacia la gloria de la edad del Espíritu”.21
Tres siglos más tarde, cuando en 1524 desembarcaron en las
costas de Veracruz los doce primeros franciscanos que llegaron
a predicar el Evangelio, las ideas de Joaquín de Fiore renacieron
con fuerza y alimentaron las esperanzas de muchos misioneros
que pensaron que ésta era la tierra predestinada donde habría
de realizarse el ideal monástico. Junto con esta tradición escato-
lógica, los españoles trasladaron a Nueva España las tradiciones
religiosas hebreas y cristianas, los ideales de la iglesia ortodo¬
xa y otras ideas providencialistas sobre la misión de España en
el mundo, de manera que la conquista y la fundación de la so¬
ciedad colonial estuvieron poderosamente influidas por la tra¬
dición religiosa judeo-cristiana-medieval, que fue también la
tradición que le dio sustento a las concepciones que surgieron
en América sobre el sentido de la historia y el acontecer temporal.

3. La historia como misión providencial


del estado-iglesia

España heredó la concepción universal, progresiva y providen¬


cial de la historia que había elaborado el cristianismo y con ella
se enfrentó al imprevisto descubrimiento de nuevas tierras y al
no menos imprevisible contacto con civilizaciones hasta enton¬
ces ignoradas. El desconcierto que provocó el encuentro con el
aborigen americano pudo absorberse y explicarse por la idea
cristiana de una humanidad creada a semejanza de Dios y lla¬
mada, sin distinción de razas, a la salvación eterna. Criatura de
Dios, el hombre americano era un miembro más de la extensa
familia humana. Su racionalidad, por tanto, no podía ponerse
en entredicho. Como lo demostró Bartolomé de las Casas, la
idea cristiana del hombre no daba fundamento a quienes nega¬
ban la condición humana y la capacidad racional del aborigen

109
de América, por lo que el debate en torno al hombre americano
se concentró en adelante en la discusión acerca de su desarrollo
histórico y cultural, no sobre su racionalidad.22
La idea cristiana de la historia también apoyó la expansión
imperial del poder español, infundiéndole un sentido providen¬
cial y mesiánico. La iglesia cristiana medieval se pensaba uni¬
versal, pero antes de la era de los descubrimientos la cristiandad
estaba confinada a una parte pequeña del mundo. Fue el impacto
poderoso de los descubrimientos de los siglos XV y XVI lo que
abrió por primera vez la posibilidad de expandir la cristiandad
por todo el mundo y cumplir con las aspiraciones universales
de la iglesia. Y entre todas las naciones de la cristiandad, pocas
como España vivieron tan intensamente el raro privilegio de
sentirse predestinadas a realizar ese ideal que todos los cristia¬
nos veían claramente enunciado en las Sagradas Escrituras. El
descubrimiento de tierras ignotas y la conversión de pueblos
paganos aparecieron ante los españoles como un signo claro de
la misión providencial que Dios habia señalado al pueblo es¬
cogido.
A partir de la conquista el discurso histórico se desenvuelve
entre los márgenes de la idea cristiana de la historia (que lo
dotan de sus resonancias apostólicas, mesiánicas y providen-
cialistas), y corre inmerso dentro de la poderosa corriente del
imperialismo español, del cual se vuelve heraldo e instrumento
de legitimización. Algunos protagonistas de la historia ameri¬
cana, como Colón y muchos soldados y misioneros, actuaron
convencidos de que eran agentes de la Providencia. E histo¬
riadores como Pedro Mártir de Anglería y sobre todo Gonzalo
Fernández de Oviedo y Francisco López de Gómara, transmi¬
tieron en sus obras la certidumbre de que los sucesivos des¬
cubrimientos y conquistas eran parte de un plan providencial
dirigido a unificar a todos los pueblos y razas del mundo bajo el
manto de la cristiandad y la corona de los reyes católicos.23 Y
para hombres de temperamento místico, como los primeros mi¬
sioneros que divulgaron el Evangelio en América, “esta posibi¬
lidad les pareció una visión tan cegadora y radiante, que su
cumplimiento anunciaba la cercanía del fin del mundo. Pensa¬
ban que después de que todas las razas de la humanidad fueran
convertidas, nada más podía suceder en este mundo’’.24

110
Nutridos por estas ideas, misioneros como el franciscano Je¬
rónimo de Mendieta creyeron que el principal deber de los reyes
era extender el Evangelio entre los infieles, pues conforme a la
teoría medieval del reino cristiano, pensaban que los monarcas
españoles “derivaban la naturaleza eclesiástica de su reino, de
su carácter de apóstoles entre los infieles’’.25 Para estos actores
y escritores de la acción española en América el monarca y la
iglesia deberían unir sus esfuerzos en la consecución de esos fi¬
nes y actuar como un estado y una iglesia misioneros. De esta
y otras fuentes provino la idea de que España cumplía una mi¬
sión providencial y la convicción de que la conquista y coloniza¬
ción de las nuevas tierras eran una obra de civilización.

La expansión imperial como obra de civilización

¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más


saludable que el quedar sometidos al imperio de aquéllos cuya pru¬
dencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que
apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civiliza¬
dos en cuanto pueden serlo; de torpes y libidinosos, en probos y
honrados; de impíos y siervos de los demonios, en cristianos y ado¬
radores del verdadero Dios? Ya comienzan a recibir la religión cris¬
tiana (. ..) ya se les han dado preceptores públicos de letras huma¬
nas y de ciencias, y lo que vale más, maestros de religión y de cos¬
tumbres. Por muchas cosas, pues, y muy graves, están obligados
estos bárbaros a recibir el imperio de los españoles (...) por que la
virtud, la humanidad y la verdadera religión son más preciosas que
el oro y que la plata. (Juan Ginés de Sepúlveda, Tratado sobre las
justas causas de la guerra contra los indios. México, Fondo de Cul¬
tura Económica, 1979. pp. 133-35.)

A principios del siglo XVI el doctor Juan López de Palacios


Rubio, fray Bernardo de Mesa y Juan Ginés de Sepúlveda, hom¬
bres de letras al servicio de la corona española, desenterraron a
Aristóteles para afirmar la sujeción de lo imperfecto a lo más
perfecto, justificar el uso de la fuerza para implantar el dominio
de los hombres prudentes sobre los bárbaros y dictar senten¬
cias como ésta: unos hombres aventajan tanto a otros en inteli¬
gencia y capacidad que no parecen nacidos sino para el mando
y la dominación, al paso que otros son tan tercos y obtusos por

111
naturaleza que parecen destinados para obedecer y servir. Des¬
de el momento mismo en que fueron engendrados, los unos son
señores y los otros siervos. Apoyado en estas ideas, Ginés de
Sepúlveda concluyó: “con perfecto derecho los españoles impe¬
ran sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes,
los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan
inferiores a los españoles como los niños a los adultos y las mu¬
jeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como
la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas, de
los prodigiosamente intemperantes a los continentes y templa¬
dos, y estoy por decir que de monos a hombres.”26
La acción civilizadora que España obraba en el mundo
bárbaro era pues aducida como una justificación de la con¬
quista. Además, las sucesivas epopeyas de los españoles
parecían demostrar que sus actos eran guiados por la Provi¬
dencia y tenían una misión de salvación: los españoles eran
los nuevos cruzados que habían venido a derrotar el más ex¬
tenso de los reinos de Satán. Así, Hernán Cortés, cuando
describe el desenlace favorable de una acción de armas, dice
a su rey: “Como traíamos la bandera de la cruz y puñábamos
por nuestra fe y servicio de nuestra sacra majestad, en su
muy real ventura nos dio Dios tanta victoria, que les mata¬
mos mucha gente, sin que los nuestros recibieran daño.” Y
en el momento decisivo de la toma de Tenochtitlan, les dice a
sus soldados que tienen de su lado justas causas y razones
para esperar la victoria “por pelear en aumento de nuestra fe
y contra los bárbaros”.
Los españoles que habían luchado contra infieles y por pro¬
pio derecho se habían convertido, a comienzos del siglo XVI, en
los campeones de la Contrarreforma, vieron en el descubrimien¬
to de las dilatadas tierras del Nuevo Mundo y en la conquista
de pueblos tan diversos como numerosos que esperaban la con¬
versión, los signos de una empresa providencial, señalada por
Dios al pueblo escogido. Casi toda la historiografía del des¬
cubrimiento y conquista de las tierras americanas está impreg¬
nada de esta concepción, que a su vez se apoya en la idea de que
el fin último de esos acontecimientos grandiosos es la salvación
del género humano bajo el mando unificado del cristianismo
y de la monarquía española. La novedad es que la misión

112
trascendente de la iglesia (la propagación de la fe), aparece
inextricablemente confundida con los fines políticos del estado
español, que asume en las Indias el carácter de un Estado-Iglesia.
Instrumento de Dios, el español es el pueblo vocado, por me¬
diación de sus reyes, conquistadores y misioneros, a implantar
la monarquía universal católica en toda la tierra, hasta el adve¬
nimiento del Juicio Final y de la salvación eterna. Tarea de los
historiadores era entonces dar a conocer el sentido y la impor¬
tancia de esa alta misión providencial que habría de concluir en
la unificación religiosa y política del mundo bajo la corona es¬
pañola.
Pedro Mártir de Anglería, cronista oficial de Castilla y pri¬
mer relator del descubrimiento del nuevo orbe, declara en sus
Décadas (1511-30): “Grandes alabanzas merece en nuestros
tiempos España, que tantos millones de antípodas ocultos has¬
ta estos días, ha dado a conocer a nuestra gente.” Gonzalo Fer¬
nández de Oviedo, autor de una Historia general y natural de
las Indias (1535-49) que inscribe los hechos americanos en el
marco de la historia universal, interpreta el descubrimiento,
conquista y evangelización de las tierras nuevas como episo¬
dios estelares del plan providencial. Y el hecho de que sean los
españoles el agente escogido para realizar este plan, es prueba
para él de su alianza con Dios y del inevitable advenimiento de
la monarquía mundial bajo Castilla. “Así como la tierra es una
sola —dice—, pluga a Jesucristo que asimismo sea una sola la
religión e fe e creencia de todos los hombres debajo del gremio e
obediencia de la Iglesia apostólica de Roma e del Summo Pon¬
tífice e vicario e sucesor del Apóstol Sanct Pedro e debajo de la
monarquía del Emperador Rey don Carlos, Nuestro Señor, en
cuya ventura e mérito lo veamos presto efectuado.”27 Según es¬
ta interpretación providencial, los españoles son los llamados a
desarrollar el sentido católico, universal, de la historia. El des¬
cubrimiento fue el primer aviso de que la Providencia guiaba
las empresas españolas. Más tarde, las conquistas de México y
del Perú no hicieron más que corroborar la intención de los pro¬
pósitos divinos: los españoles habían sido escogidos, entre todos
los pueblos de la tierra, para ensanchar la dimensión geográfica
del mundo y llevar la religión a las almas engañadas por el de¬
monio.

113
Si Pedro Mártir y Gonzalo Fernández de Oviedo anuncian
este imperialismo mesiánico y evangélico, Francisco López de
Gómara lo eleva al rango de una ideología:

La mayor cosa después de la creación del mundo, sacada la en¬


carnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de In¬
dias; y así las llaman Mundo-Nuevo (...) Quiso Dios —le dice al
rey don Carlos— descubrir las Indias en vuestro tiempo y a vues¬
tros vasallos, para que las convirtiéredes a su santa ley, como
dicen muchos hombres sabios y cristianos. Comenzaron las con¬
quistas de Indias acabadas la de moros, porque siempre guerrea¬
sen españoles contra infieles.(...)

Todas las Indias han sido descubiertas y costeadas por espa¬


ñoles (...) y porque las hallaron españoles, hizo el Papa de su
propia voluntad y motivo, y con acuerdo de los Cardenales, do¬
nación y merced a los reyes de Castilla y León de todas las islas
y tierra firme que descubrieran al occidente, con tal que conquis¬
tándolas enviasen allá predicadores a convertir a los indios que
idolatraban (...)

Tanta tierra como dicho tengo han descubierto, andando y con¬


quistando nuestros españoles en sesenta años de conquista. Nunca
jamás rey ni gente anduvo y sujetó tanto en tan breve tiempo como
la nuestra, ni ha hecho ni merecido lo que ella, así en armas y nave¬
gación como en la predicación del Santo Evangelio y conversión de
idólatras; por lo cual son los españoles dignísimos de alabanza en
todas partes del mundo. ¡Bendito Dios que les dio tal gracia y
poder!28

Además de servir como principio explicativo de los aconteci¬


mientos que a comienzos del siglo XVI iban encumbrando el
nombre de España, esta interpretación providencial del proceso
histórico le dio fundamento a las relaciones que se establecie¬
ron entre la metrópoli y su colonia durante todo el virreinato; es
decir, fue el principio legitimador del poder en Nueva España.
La acción civilizadora y misionera de España en América
impregna todo el cuerpo de disposiciones conocido como Reco¬
pilación de las leyes de Indias. La tarea de civilización y la mi¬
sión de salvar almas son principios básicos del pacto colonial: a

114
cambio de recibir estos bienes, las colonias fueron obligadas
a dar a la metrópoli el oro, la plata y sus hombres. En la misma
colonia, civilización y cristianización fueron los principios invo¬
cados para justificar el dominio de la minoría blanca sobre la
mayoría india, las castas y los mestizos.
Uno de los efectos de estas ideas providencialistas que legiti¬
maban el avance del imperialismo español fue transformar la
tierra y el hombre americanos en un mero escenario de la acción
española: la naturaleza cobra vida cuando en ella interviene el
europeo; los indígenas pasan a ser sujetos de la historia cuando
dan testimonio de la gesta del conquistador; el pasado indígena
se reanima cuando lo ilumina la mirada del vencedor. Es decir,
por su temática, mensaje y efectos esta manera de representar
la realidad histórica está dedicada a exaltar la obra del conquis¬
tador y a crear una conciencia y una mentalidad colonial: el
conquistador es el agente de la historia, y el colonizado el re¬
ceptor pasivo de su acción.

4. Las ideas místicas de los religiosos

Junto a la idea cristiana de la historia puesta al servicio del


imperialismo español, surgió otra concepción de la historia,
también de carácter religioso, que interpretó de manera dife¬
rente el descubrimiento de las nuevas tierras y le atribuyó
un sentido distinto al encuentro con la humanidad nativa.
Este discurso, a diferencia del propagado oficialmente por la
corona, fue divulgado por los miembros de las órdenes reli¬
giosas (principalmente por los franciscanos), pero rara vez se
registró en letras de molde; sin embargo, perturbó profunda¬
mente la imaginación de muchos frailes mendicantes y más
tarde renació con fuerza en la mentalidad indígena, mezclado
con las ideas escatológicas nativas. En contraste con el dis¬
curso característicamente político de la corona, éste fue un
discurso místico, enraizado en las ideas salvacionistas y re¬
dentoras del cristianismo primitivo, y en las ideas mesiánicas y
regeneradoras del pensamiento religioso medieval. Era un dis¬
curso maravilloso: apenas tocaba la realidad, la convertía en al¬
go diferente a lo profano y terrenal.

115
Los hombres del temperamento místico leyeron la sucesión
de descubrimientos, conquistas y evangelizaciones con el
pensamiento puesto en los libros del Viejo y del Nuevo Tes¬
tamento, sumergidos en las profecías que describía el libro
del Apocalipsis y excitados por las imágenes místicas medie¬
vales que anunciaban la aparición inminente de hechos mara¬
villosos: la instauración de un reino que duraría mil años, la
salvación de la humanidad por la llegada de un mesías que la
redimiría, y el fin del mundo. Trastornado por estas creen¬
cias, Cristóbal Colón creyó descubrir en su tercer viaje (1498-
1500), cuando se topó con la boca del Orinoco, uno de los
cuatro ríos del Paraíso Terrenal. Y en repetidas ocasiones
escribió que había alcanzado la nueva tierra anunciada por
Nuestro Señor en el Apocalipsis de San Juan. A partir de es¬
tos años Colón quedó “firmemente convencido de que el
mundo se estaba acercando a su fin (. . .) Pero antes de que
tuviera lugar el terrible acontecimiento, todas las profecías
deberían cumplirse. El Evangelio tenía que predicarse a toda
la gente, a todas las razas y en todas las lenguas (. . .) Ade¬
más Jerusalén tenía que ser liberada de los incrédulos’’.29
Tan convencido de ello estaba Colón que se pensó a sí mismo
un predestinado a abrir “Las puertas del mar occidental’’ pa¬
ra que por ellas penetraran los misioneros y llegaran a todos
los gentiles del mundo. Creyó que a él se había reservado
completar las otras profecías apocalípticas, entre ellas la libe¬
ración del Santo Sepulcro. Para hombres tocados por estas
ideas, “el descubrimiento de las Indias, la conversión de to¬
dos los gentiles y la liberación del Santo Sepulcro, fueron
considerados los tres acontecimientos culminantes que anun¬
ciaban el fin del mundo’’.30
Ideas semejantes, pero más articuladas y persistentes, po¬
blaron la imaginación y los escritos de Jerónimo de Mendieta
(1525-1604), un hijo de la orden franciscana, la primera en aco¬
ger y difundir en la Europa medieval las ideas escatológicas de
Joaquín de Fiore y la primera que envió frailes misioneros a
predicar el Evangelio en la Nueva España.31 Influido por estas
ideas, Mendieta compuso una nueva interpretación de la con¬
quista, concibió la misión evangelizadora de los frailes como
una emulación de la primitiva iglesia de los apóstoles, vio en

116
los indígenas la materia ideal para erigir un paraíso terrestre y
le infundió un sentido místico y escatológico al proceso históri¬
co americano.32
En su Historia eclesiástica indiana, escrita entre 1571 y
1596 y publicada hasta 1870, Mendieta convirtió a Cortés en la
figura central de la historia del Nuevo Mundo. Para Mendieta
el descubrimiento de Colón fue apenas el preludio del aconteci¬
miento efectivo, la conquista de México, que permitió la entra¬
da del Evangelio en las nuevas tierras. En su interpretación
Cortés aparece como el elegido por la Divina Providencia para
conquistar a los aztecas y “hacer camino a los predicadores”.
Mendieta vio en Cortés a un nuevo Moisés: el conquistador de
México nace en 1485, en el mismo año en que fueron sacrificados
80,000 indios durante la inauguración del templo dedicado
a Huitzilopochtli. Es decir, en “el mismo año en que la escla¬
vitud de Satanás alcanzaba su más sangriento clímax en Te-
nochtitlan”, en España llegaba al mundo el nuevo Moisés
“para liberar a los aztecas de su servidumbre y conducirlos
hacia la tierra prometida de la Iglesia”.33
Cortés fue además el inspirado que solicitó al rey de España
el envío de frailes, el personal que efectivamente habría de rea¬
lizar la conquista de las nuevas tierras mediante la predicación
del Evangelio. Mendieta recuerda, emocionado, la recepción que
les dio Cortés a los doce frailes franciscanos, cuando salió a re¬
cibirlos a la entrada de Tenochtitlan y humildemente se arrodi¬
lló ante ellos y les besó las manos. Para Mendieta, la llegada de
los doce franciscanos a Tenochtitlan convertía a esta ciudad en la
Nueva Jerusalén, y a los frailes, en hombres apostólicos.34 Es
decir, “Mendieta formuló lo que puede considerarse como la in¬
terpretación mística de la conquista”.35
Esta interpretación llevó a Mendieta a ver fines trascendentes
en las acciones de la corona y de la iglesia en el Nuevo Mundo.
Inspirado en las ideas apostólicas del Viejo Testamento, in¬
terpretó los fines de la corona y de la iglesia españolas como
exclusivamente dirigidos a cumplir el mandato apostólico de
predicar el Evangelio y convertir a los infieles. Creía que la
función de los príncipes españoles en el Nuevo Mundo era
la de ser reyes-misioneros, reyes-apóstoles. Veía al soberano
como un mesías, y a la espada española como el instrumento

117
necesario para abatir la resistencia de los infieles e instaurar
en el mundo la unidad política de la humanidad.
En un párrafo consignó cómo habría de cumplirse esta mi¬
sión apocalíptica:

. .. tengo por averiguado que así como a estos católicos reyes fue
concedido al comenzar a extirpar los tres diabólicos escuadrones
arriba señalados (...) así también se les concedió que los reyes, sus
sucesores, den fin a este negocio; de suerte que así como ellos lim¬
piaron a España de estas malas sectas, así también la universal
destrucción de ellas en el orbe y conversión final de todas las gen¬
tes al gremio de la Iglesia se haga por mano de los reyes, sus des¬
cendientes.36

Pero una vez que la espada hubiera cumplido su tarea de fla¬


gelo y dominación, debería dejar el campo libre a la acción
evangélica de los misioneros. Al igual que muchos otros frailes,
Mendieta no aceptaba la intromisión de la corona ni de la igle¬
sia secular en la gran tarea de sembrar el Evangelio y recrear la
primitiva iglesia de los primeros apóstoles. Para Mendieta las
Indias eran literalmente un nuevo mundo, un mundo sin la car¬
ga de la tradición corrupta que había destruido a Europa. Él
pensaba que si este mundo se dejaba al cuidado de los frailes,
“podría alcanzar la perfección angelical mientras que Europa,
en términos apocalípticos, se iría al infierno”.37 Por eso decía que

Nuestro Señor Dios no descubrió este Nuevo Mundo de las Indias,


ni lo puso en manos de nuestros Reyes de Castilla para llevar oro y
plata de aquí a España, sino para cultivar y granjear las minas de
tantas ánimas como se han perdido y pierden por no hacer caso
de esta espiritual granjeria que el mismo Dios vino a ejercitar en el
mundo. . ,38

Mendieta vio en la condición de los indios cualidades adáni¬


cas: eran mansos, dóciles, simples, humildes, obedientes y vi¬
vían en armonía con la pobreza. “Los indios eran las criaturas
del Señor”, frecuentemente mencionadas en el Nuevo Testa¬
mento. Eran inocentes, simples y puros, “los que heredarían el
reino del cielo”. Eran la materia ideal para recrear el ascetismo
y la pobreza apostólica que había caracterizado a los fundado-

118
res de la cristianidad. Y como para Mendieta estos ideales sólo
eran compartidos por los frailes y los indios, de ahí concluía
que “Los frailes de las órdenes mendicantes y los indios consti¬
tuían el alma de la población de la ciudad celestial”.39
Según Mendieta, sólo en esta parte del mundo podría cum¬
plirse la profecía soñada. John L. Phelan, el mejor estudioso de
las ideas de Mendieta, señala que por “siglos los franciscanos
observantes en Europa habían soñado y pedido una recompen¬
sa para la pobreza evangélica, pero el ídolo Mammón no había
podido ser derrocado en el Viejo Mundo”. Sin embargo, “al en¬
contrarse los frailes y los indios al otro lado del Atlántico, se
presentó la posibilidad de que la promesa hecha tres siglos
atrás se cumpliera. La petición, a menudo expresada, de que
los mendicantes deberían tener jurisdicción exclusiva sobre los
indios (. . .) derivaba no sólo del deseo de proteger a los nativos
de la explotación de los seglares, o de un deseo oculto de pode¬
río. El programa de los mendicantes estaba asimismo alentado
por la convicción de que después de trescientos años de frustra¬
ción en Europa, los indios representaban la oportunidad única
de que los frailes pudieran aplicar, en gran escala, la doctrina de
la pobreza evangélica. No es extraño por tanto que un místico
como Mendieta pensara que era posible y practicable erigir un
paraíso terrestre en América”.40
La pasión que llevó a Mendieta a concebir este paraíso lo
condujo también a fustigar todo lo que demoraba su realiza¬
ción. Mendieta vio en la Audiencia, en los jueces, oficiales rea¬
les y justicias del virreinato “la imagen y la figura del infierno
mismo”;41 para él estos funcionarios eran adoradores del ídolo
Mammón, buscadores codiciosos de riqueza, corruptos y exter-
minadores del indio. Fue un censor de los tributos que la corona
impuso a los indios, y junto con Alonso de Zurita hizo la crítica
más severa del repartimiento de trabajadores indígenas entre
los agricultores y mineros españoles, señalando que lo único
que éstos buscaban era “engordar y ensanchar, y tener más y
más para sus vanidades y superfluidades con el sudor y la san¬
gre de los pobres indios, teniéndolos en perpetuo cautiverio”.42
Vio en los funcionarios del virreinato, en los miembros de la
iglesia secular y en los colonizadores españoles, hombres poseí¬
dos por la codicia terrenal, y por tanto, enemigos naturales del

119
paraíso que los frailes se esforzaban en construir. Se opuso por
eso a todas las políticas españolas que pretendían hispanizar o
civilizar al indio, porque para él eran políticas corruptoras que
destruirían su simplicidad adánica. Para Mendieta todas esas
políticas querían decir que “la ciudad terrena habitada por los
avaros españoles trataba de destruir a la ciudad de Dios que
los frailes y los indios habían comenzado a construir”.43 Men¬
dieta identificaba las costumbres y prácticas europeas con la
ciudad terrena, la ciudad dominada por la bestia de la avaricia,
contraponiéndola a la ciudad celestial, que para él era la forma¬
da por los frailes y los indios.
El presupuesto indispensable de esa ciudad celestial era que
los indios se mantuvieran apartados de los españoles. Sin esta
condición no podía darse el reino milenario en el Nuevo Mundo,
que Mendieta imaginaba como un reino donde los indios, pre¬
servando sus virtudes adánicas, se dedicarían a glorificar a
Dios, guiados por los frailes, quienes asumirían el papel de pa¬
dres protectores. Para los frailes los indios eran cera blanda
y sólo requerían buenos padres y maestros que los educaran.
Estos padres sólo podían ser los frailes, quienes administrarían
la justicia en la misma comunidad indígena, “en la forma y
manera y licencia que los padres y maestros tienen por derecho
natural y divino y humano, para criar enseñar y corregir a sus
hijos y discípulos”.44 Mendieta concebía una comunidad indí¬
gena ordenada como “un gran monasterio o una gran escuela”.45
En esta gran aula, bajo el cuidado exclusivo de los frailes, los
indios podrían llegar a ser “la mejor y más sana cristianidad y
policía del universo-mundo” y lograr una perfección nunca al¬
canzada antes por raza alguna en la tierra.46
Sin embargo, cuando en 1595-1596, años de gran mortandad
y calamidades para los indios, Mendieta puso fin a su Historia,
tuvo que reconocer, consternado, que la batalla entre los corde¬
ros de la ciudad de la pobreza apostólica y los lobos de la ciudad
de la codicia había sido ganada por los últimos. Decía, al final de
su Historia:

Gran mal y mal de males, que son sin número, y no se pueden rela¬
tar. Y todos ellos proceden de haber dado entrada a la fiera bestia
de la codicia, que ha devastado y exterminado la viña, haciéndose

120
adorar (como la bestia del Apocalipsis) por universal señora, por
poner los hombres ciegos toda su felicidad y esperanza en el negro
dinero, como si no hubiera otro Dios en quien esperar y confiar.47

Mendieta inició su libro transido de un optimismo apocalíp¬


tico y lo concluyó presagiando negras catástrofes apocalípti¬
cas. Su interpretación apocalíptica y mística dividió la historia
de Nueva España en cuatro etapas de sentido diferente: la pri¬
mera, la prehispánica, fue la época del cautiverio egipcio de los
indios, el tiempo en que los hombres cayeron en la servidumbre
de la idolatría. Cortés puso fin a esa servidumbre al liberar a
los indígenas del cautiverio egipcio y conducirlos, como nuevo
Moisés, a la tierra prometida de la iglesia. La segunda etapa, el
periodo 1524-1564, señalado por las fechas de la llegada de los
doce franciscanos y la muerte del virrey Luis de Velasco, fue la
edad dorada de la iglesia indiana, el tiempo en que los frailes se
dedicaron a predicar el Evangelio, apoyados por Cortés y el em¬
perador Carlos V. La tercera fase, los años de 1564 y 1596, fue
la etapa de decadencia de la iglesia indiana, el tiempo de cala¬
midades que anunciaba el Apocalipsis, el periodo en que según
el Viejo Testamento el pueblo de Dios y su iglesia caerían bajo el
cautiverio de Babilonia. El cautiverio babilonio era interpreta¬
do en Europa como el tiempo en que ocurrirían las grandes ca¬
lamidades apocalípticas que precederían al establecimiento del
reino milenario en la tierra. Trasladando esto a Nueva España,
Mendieta vio en los años de 1564 y 1596 el tiempo de la caída
de la iglesia indiana. Y efectivamente, estos fueron los años en
que se impuso un nuevo sistema de tributación, aumentaron
los repartimientos de indios para las actividades españolas,
proliferaron las epidemias y las hambrunas que diezmaron a
la población indígena, se descubrieron las minas de plata norte¬
ñas y el monarca, la audiencia y los virreyes adoptaron una
política contraria a los frailes y favorable a la iglesia secular.
Perturbado y entristecido por esta realidad, Mendieta conclu¬
yó su Historia “con una oración en la que rogaba a Dios enviar
al Mesías que había de matar la bestia de la avaricia, versión de
Mendieta del anunciado Anticristo. Este acontecimiento inau¬
guraría el reino milenario y la comunidad india se convertiría
en un paraíso terrenal”.48 Ésta sería la cuarta y última edad,

121
que es equivalente, como se recordará, a la tercera de Joaquín
de Fiore.
Lo que impresiona en el mensaje escatológico de Jerónimo
de Mendieta no es que reproduzca, a tres siglos de distancia,
las profecías de Joaquín de Fiore, sino que estas ideas hayan si¬
do tan fundamentales en el proyecto social y religioso que se
propusieron realizar los misioneros, especialmente los francis¬
canos. Hoy sabemos que detrás de las resonancias místicas y
escatológicas de ese mensaje se ocultaba un proyecto dirigido a
implantar en el mundo terreno los ideales de pobreza y pureza
evangélica de la iglesia primitiva. Estos ideales del cristianis¬
mo original fueron elevados a la condición de principio básico
de la orden franciscana por su fundador, Francisco de Asís, quien
consideró la pobreza como el estado necesario que llevaría a la
realización de las promesas contenidas en la Escritura. Y para
Joaquín de Fiore, el profeta de los franciscanos espirituales, el
Milenio era sobre todo el reino destinado a los pobres, a los más
humildes, a los últimos entre todos los hombres.49 Como lo ha
mostrado Georges Baudot, estos ideales fueron los mismos que
guiaron a los primeros doce franciscanos que en 1524 desem¬
barcaron en Veracruz, pues provenían de la orden franciscana
española que había logrado preservar los principios más puros
de la regla de San Francisco. Bajo el impacto de los descubri¬
mientos americanos, esta fracción radical de los franciscanos
creyó que el descubrimiento de tierras ignotas y la presencia en
ellas de una vasta población gentil eran el anuncio de que el fi¬
nal del mundo estaba próximo.50 En una frase, Jerónimo de
Mendieta sintetizó el vigor de esta creencia apocalíptica: el
Nuevo Mundo es el fin del mundo.51
Sin embargo este ideal de pobreza que tan entusiastamente
comenzaron a practicar los franciscanos en Nueva España pro¬
vocó un enfrentamiento radical con los principales intereses de
la corona española y con las aspiraciones de la mayoría de los
grupos sociales que dirigían el proceso de transformación de la
colonia. Para la corona la conversión espiritual de la población
indígena fue un objetivo de segundo orden dentro de su estra¬
tegia política y económica, y a partir de los descubrimientos de
las minas de plata del norte, este objetivo se subordinó al de ex¬
traer plata, actividad que transformó la economía y la sociedad

122
colonial en un sentido mercantil y capitalista radicalmente
opuesto a los ideales franciscanos. Así, mientras el ideal fran¬
ciscano exaltaba la pobreza y el desinterés por los bienes mate¬
riales, la realidad histórica marchaba aceleradamente por el
camino de la comercialización y monetización de la sociedad. Y
esta nueva orientación que desde 1560 dominó a la sociedad co¬
lonial convirtió el enriquecimiento, el lucro, la usura y la ad¬
quisición de bienes materiales en los principales objetivos de la
vida terrena. De ahi que a partir de esos años se vea aumentar
entre los religiosos la desazón y la certeza apocalíptica en la ve¬
nida del Anticristo que apresurará el desastre de la ciudad te¬
rrena. De ahí también que desde entonces sean más violentas
las críticas a la codicia y la corrupción de los españoles. Es de¬
cir, mientras que en la Europa de esa época los intereses de la
iglesia se habían acomodado a los intereses de la nueva econo¬
mía,52 en la Nueva España los religiosos, dominados por sus
aspiraciones místicas, sumergidos en un tiempo teológico,
abrazaron las profecías mesiánicas y escatológicas europeas
para proponer un mundo ideal, una sociedad que era el reverso
de la Europa de su tiempo. En este sentido sus ideas eran pro¬
fundamente subversivas.
Los misioneros franciscanos transportaron a Nueva España
otro ideal joaquinista que distinguió a sus creencias escatológi¬
cas y milenaristas de otras semejantes, y cuya persecución
obstinada los enfrentó a la iglesia secular y amplió sus dife¬
rencias con la corona y los colonizadores españoles. Joaquín
de Fiore imaginó la última edad del mundo, la del Espíritu,
como “un vasto monasterio, en el que todos los hombres se¬
rían monjes en contemplación en éxtasis místico loando en
alabanza a Dios”. Los misioneros, a su vez, empeñaron su me¬
jor esfuerzo en el propósito de que la predicación del Evangelio
culminara en la creación de un gigantesco monasterio, en el
cual los indios, guiados por los frailes, se dedicarían a la gloria
y alabanza de Dios, segregados de la iglesia secular y de los co¬
lonizadores españoles. Bartolomé de las Casas había propuesto
mantener separados a los indios de los españoles, pero los mi¬
sioneros consideraron este apartamiento como indispensable
para la realización de sus fantasías místicas.
El descubrimiento de un estado ideal de simplicidad y pure-

123
za en los indios fue una revelación tan deslumbrante y cargada
de significaciones apostólicas, que hombres guiados por otras
motivaciones, como el oidor Vasco de Quiroga, al ver a los
indios descalzos, con cabellos largos y descubiertas las cabe¬
zas, “a la manera en que andaban los apóstoles”, quedó per¬
suadido, desde 1531, de que era posible plantar en Nueva España
‘‘un género de cristianos a las derechas, como primitiva Igle¬
sia”. Pero a diferencia de los misioneros, Quiroga combinó es¬
tos ideales cristianos con el ideal renacentista de la búsqueda
de la perfección humana, de manera que la mezcla de los ideales
apostólicos y su lectura de las Saturnales de Luciano acerca de
la edad de oro, y sobre todo, de la Utopía de Tomás Moro, le
proporcionaron las ideas guías para organizar a la población in¬
dígena en comunidades apartadas de los españoles y dirigidas
a perfeccionar la condición humana.
Excitado por la disposición ingenua, humilde y sencilla de
los indios, en 1531 Quiroga propuso al Consejo de Indias un
vasto plan para congregarlos en poblaciones, ‘‘donde trabajan¬
do e rompiendo la tierra, de su trabajo se mantengan y estén
ordenados en toda buena orden de policía y con santas y bue¬
nas y católicas ordenanzas (. . .) hasta que por tiempo hagan
hábito en la virtud y se les convierta en naturaleza”. Su idea
era que todos los indios de la Nueva España se organizaran en
esta forma. Aún antes de recibir respuesta a su proyecto, en 1532
fundó la República y Hospital de Santa Fe de México, y más
tarde, en 1533, cuando ya había sido nombrado obispo de Mi-
choacán, creó otro establecimiento semejante, a orillas del lago
de Pátzcuaro, en un paisaje natural espléndido e idílico.
Quiroga organizó sus República-Hospitales siguiendo los
principios que regían la Utopía de Moro, como lo demostró ha¬
ce tiempo Silvio Zavala. A semejanza del reino de Utopos, en
las Repúblicas-Hospitales no había lugar para la propiedad pri¬
vada: las tierras y bienes eran comunes y se trabajaban y dis¬
frutaban comunalmente, sin que nadie pudiera alienarlas. La
organización social estaba ordenada por unidades familiares
que hacían vida en común y se rotaban el trabajo agrícola y las
manufacturas. Los frutos del trabajo se repartían entre todos
los miembros de la comunidad, según sus necesidades, y los ex¬
cedentes se destinaban a los indios pobres y a obras de caridad.

124
Todos los habitantes de la República-Hospital debían ejercer
oficios útiles, en jornadas diarias de seis horas de trabajo. Los
administradores se nombraban por elección directa y secreta, y
duraban en sus cargos uno, tres y seis años, “de manera que
ande la rueda por todos los casados hábiles”. Quiroga completó
la organización de sus Repúblicas-Hospitales con la doctrina y
práctica cristianas, de manera de introducir en los indios “la fe
y policía mixta” que les faltaba para hacer de “esta primitiva,
nueva y renaciente iglesia de este Nuevo Mundo, una sombra y
dibujo de aquella primitiva iglesia de nuestro conocido mundo
del tiempo de los santos apóstoles”.
La búsqueda de la comunidad perfecta, una aspiración que
compartieron los creyentes en la iglesia apostólica primitiva,
los creyentes en el comunismo primitivo de la edad dorada y los
hombres del Renacimiento que anhelaban una sociedad Ubre de
impurezas, fue un ideal también compartido por muchos reli¬
giosos y por algunos funcionarios españoles que, como Vasco
de Quiroga, vinieron a fundar una nueva sociedad en Nueva
España. Para Quiroga la tarea de la civilización en el Nue¬
vo Mundo no consistía en transplantar la vieja cultura europea
a los pueblos descubiertos, sino como ha dicho Silvio Zavala,
en elevar a “éstos, desde su simplicidad natural, a las metas
ideales del humanismo y del comunismo primitivo”.53
La diferencia entre esta utopía terrena que Vasco de Quiroga
logró materializar en pequeños espacios de la Nueva España, y
el proyecto místico de los misioneros franciscanos, residía en
que estos últimos no aceptaban la “policía mixta” que implantó
Quiroga en sus Repúblicas-Hospitales (un gobierno espiritual,
dirigido por la fe católica, al lado de una república indígena
gobernada por alcaldes indígenas y españoles). El ideal de mís¬
ticos como Mendieta era crear la iglesia de Cristo en Nueva Es¬
paña, un paraíso terrestre fundado en las cualidades adánicas
de los indios, tal como lo evocó en el siguiente pasaje:

Los indios no son para maestros sino para discípulos, ni para prela¬
dos sino para súbditos, y para esto los mejores del mundo. Es tan
buena su masa para este propósito, que yo, pobrecillo inútil (. . .)
me obligara con poca ayuda de compañeros de tener una provincia
de cincuenta mil indios tan puesta y ordenada en buena cristian¬
dad, que no dijeran sino que toda ella era un monasterio.54

125
Mientras en el pensamiento de Moro los utópicos integra¬
rían una gran familia, en el proyecto de Mendieta los indios for¬
marían una gran aula monástica. Mientras que el más alto fin
del hombre en la Utopia era el automejoramiento y la perfec¬
ción humana, la finalidad más elevada del paraíso terrenal de
Mendieta era alabar a Dios.55 Y fue precisamente esta radicali-
dad mística del proyecto de los misioneros la que frustró su
realización y los lanzó a un enfrentamiento contra la iglesia
secular (que distinguía perfectamente la diferencia entre este
mundo y el eterno, entre tiempo secular y tiempo eterno), contra
la corona y contra los grupos dirigentes de la sociedad. Regresar
a los ideales de pobreza apostólica de la primitiva iglesia, como
lo proponían los misioneros, era condenar la corrupción que se
había apoderado de la iglesia a partir del emperador Constanti¬
no, y más concretamente, a la iglesia secular española. Men¬
dieta proponía por eso un régimen eclesiástico especial para los
indígenas, administrado por los pobres y desinteresados frai¬
les, pues los obispos avaros y los sacerdotes seculares munda¬
nos sólo servirían para desvirtuar la fe de los neófitos.56 La
perspectiva de un vasto monasterio de indios dedicado a la ado¬
ración de Dios y exclusivamente gobernado por los frailes, era
también inaceptable para la corona española, que desde me¬
diados del siglo XVI había iniciado una política de hispaniza-
ción de los indígenas que encontró un rechazo persistente entre
los misioneros. En fin, lo que hizo inaudible para los hombres
de ese tiempo el proyecto de los misioneros era la pretensión de
crear, en un medio ganado por la fiebre de riqueza y poder
terrenos, un mundo desasido de los bienes materiales.
Subversivo en sus fines últimos, el proyecto místico de los
misioneros se descubrió ante sus críticos (la corona, la iglesia
secular y los pobladores españoles) como un peligro inmediato,
tanto por la obsesión de los misioneros de mantener apartados
a los indios de todo contacto que no fuera el de los frailes, como
por su obsesivo interés en conocer las tradiciones, la religión, los
dialectos y la historia de los pueblos indígenas. Desde que los frai¬
les vieron en los indios la materia ideal para hacer de su proyecto
místico una realidad terrena, indagar su origen e historia pasa¬
da se convirtió en una atracción irresistible: significaba, para
hombres como los misioneros que interpretaban la historia a

126
través de las Escrituras y las profecías, esclarecer la vincula¬
ción entre los pueblos americanos y la generación de Adán, des¬
cubrir por qué habían caído los indios en la idolatría y por qué se
había reservado a los misioneros la tarea de extirparla y condu¬
cirlos a la verdadera iglesia. Es decir, el interés por el pasado
indígena tenía para los religiosos un sentido trascendente: co¬
nocer los designios de Dios. Pero para la corona y los miembros
de la iglesia secular esta obsesión de los religiosos por desente¬
rrar el pasado indígena, por valorar sus costumbres paganas,
por interpretar sus idolatrías demoníacas con patrones que sólo
se aplicaban a las naciones civilizadas, y por conservar y aún
ensalzar sus formas de vida, llegaron a ser, más que medios pa¬
ra catequizar a los indios, formas de alentar su autonomía y
propiciar su rebelión. Sobre todo cuando la pacificación de la
tierra aún no se había completado, y cuando los conquistadores
y sus descendientes se mostraban inconformes con la política
de la corona. Por eso no es extraño que ésta comenzara a com¬
batir abiertamente el proyecto de los misioneros, y que a partir
de 1570 prohibiera las indagaciones sobre el pasado indígena e
impidiera la publicación de las obras que los misioneros habían
elaborado sobre su religión y tradiciones.

5. Los creadores de una literatura histórica


realista y profana

Al lado de la interpretación de la historia providencial-imperialista


de la corona, y de la místico-apocalíptica de los religiosos, hubo una
tercera interpretación que explicó la realidad americana de otra
manera. Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo son los fun¬
dadores de una literatura histórica realista, profundamente te¬
rrena. Compartieron, con otros cronistas civiles y religiosos de
su época, las ideas providencialistas y mesiánicas de su tiem¬
po, pero su interpretación de los hechos históricos no fue guiada
principalmente por esas ideas. Eran soldados y escribieron
en primer lugar para dar cuenta pormenorizada de sus méri¬
tos en campaña. Lo que ha sorprendido a las sucesivas gene¬
raciones de lectores de las Cartas de relación que Cortés
escribió a Carlos V, es el ánimo ecuánime, la austeridad y el

127
realismo que impregna a esos relatos. Cortés no interpreta los
hechos, los describe. Es un observador maravillado y atento de
la nueva realidad que va descubriendo, pero en lugar de bus¬
carle fines ocultos y trascendentes, la observa y la explica en
forma realista, aceptándola tal y como se le presenta. Acepta,
con naturalidad, que Moctezuma crea que él y sus españoles
sean descendientes de Quetzalcóatl, el héroe legendario que se¬
gún las tradiciones toltecas y mexicas habria de volver un día
por el oriente a recuperar los dominios de donde fue expulsado;
pero además de aceptar esa interpretación como una circuns¬
tancia favorable a sus propósitos, concentra todo su esfuerzo
en las estrategias políticas y militares que efectivamente le
asegurarán la conquista de la tierra. Dice a sus soldados, en
momentos cruciales, que no deben temer ni dudar en la victo¬
ria, pues por luchar contra infieles tienen de su parte a la
Providencia, pero cifra sus posibilidades de éxito en el mane¬
jo oportuno de hombres, armas y aliados, en el dispositivo
estratégico de todos sus recursos militares. No se mira un pre¬
destinado, como Colón, ni hace interpretaciones místicas o es-
catológicas de sus hazañas. En cambio, se le ve obsesionado
por reproducir con exactitud la realidad indígena que lo va con¬
quistando. Sus descripciones de las ciudades de Tlaxcala, Cho-
lula, Iztapalapa y Tenochtitlan, o sus impresiones sobre la corte
de Moctezuma, los mercados y la riqueza de la tierra, son, jun¬
to con las de Bernal Díaz sobre la conquista de México, las pá¬
ginas más expresivas que tenemos de ese momento singular de
encuentro y descubrimiento de dos civilizaciones diferentes.57
De los tres incentivos que llevaron a tantos españoles a pro¬
bar destino en el Nuevo Mundo: servir a Dios, a su Majestad y
“haber fama y riquezas”, Cortés y Bernal Díaz del Castillo fue¬
ron servidores típicos del último llamado. Pero mientras Cor¬
tés satisfizo con creces esta ambición, Bernal se pasó la mitad
de su vida declarando que su capitán les había escamoteado la
gloria a los otros participantes en la conquista de México, y
gastó más tiempo en exigir premios y recompensas a sus múlti¬
ples méritos, según él nunca bien retribuidos. Es tan fuerte y
constante en Bernal el resentimiento por la poca gloria que les
dejó Cortés a sus compañeros, y tan imperiosa y descarnada su
solicitud de recompensas, encomiendas y premios materiales,

128
que para Ramón Iglesia estas dos fuerzas son las que dieron
origen a la Verdadera historia de la conquista de México que
escribió Bernal al final de su vida. Según Iglesia, “este ambien¬
te de insatisfacción (. . .) este resentimiento y esta avidez de los
conquistadores (. . .) este formidable y larguísimo pleito que
mantienen con la Corona por cuestión de intereses, por reparto
de tierras y de indios, forma la base, la raíz de la Verdadera
Historia de Bernal”.58
Así como el Cortés cronista que conocemos es una resultante
de las Cartas de relación que el conquistador tuvo que escribir
para dar cuenta de sus méritos, así también el origen de la obra
escrita de Bernal fue la compulsión de hacer constar sus méri¬
tos y servicios y demandar la debida retribución por la vía de
un “memorial de las guerras” en que según él había participa¬
do. “El germen de la obra de Bernal ha de buscarse, pues, en la
lucha por las encomiendas y en las relaciones de méritos y ser¬
vicios”, y en sus aspiraciones de gloria y de inmortalidad. “Esta
ambición de notoriedad de Bernal, este deseo de gloria y rique¬
zas, este sentirse de continuo postergado e insatisfecho, es lo
que mueve su pluma. Su libro es una desmesurada relación de
méritos y servicios.”59
La motivación que convierte a Cortés y a Bernal Díaz en cro¬
nistas es pues terrena. Pero también se distinguen de los de¬
más cronistas de los descubrimientos y conquistas americanos
por su estilo llano y directo, por evocar lo realmente vivido por
los actores de la historia sin complicar el relato con especula¬
ciones sobre el sentido de los hechos, y en el caso de Bernal, por
sus virtudes narrativas. Ambos son notables y precisos obser¬
vadores. Pero mientras que Cortés es exacto y austero, y escribe
sus Cartas casi como partes militares que contienen lo esencial
para que el monarca español comprenda la dimensión de sus
hazañas, Bernal tiene la cultura de los juglares y relatores me¬
dievales de historias: no sabe poner fin a su crónica porque su
memoria prodigiosa lo lleva de un episodio a otro, y para él to¬
dos los hechos tienen igual rango y todos merecen recordarse.
Ambos, pero sobre todo Bernal, inauguran en la literatura ame¬
ricana el relato de lo realmente vivido: hacen de la escritura un
medio para acercar al lector a los hechos vividos, de tal modo
que el lector ve o imagina seres de su mismo tamaño actuando

129
en circunstancias históricas excepcionales. Bernal introduce en
la historiografía americana la riqueza de la vida; combina en su
crónica los hechos menudos y las anécdotas cotidianas con los
acontecimientos deslumbrantes que transformaron el sentido
de la historia. Se queja, recordando a Gómara, de su estilo tos¬
co, sin pulimiento, pero tiene el don del cuentero: posee una me¬
moria que recupera todos los detalles, y sabe narrar. Supo como
contar bien una historia que había vivido y tuvo el don de
transmitir a su relato la frescura de la vida.

6. De la pluralidad de formas para registrar


la realidad histórica a la crónica oficial

Junto a esas diversas formas de interpretar y escribir la histo¬


ria, España introdujo en América la extensa variedad de técni¬
cas y estilos literarios desarrollados en Europa para recrear el
pasado. Algunas de estas formas, como el diario de viaje y las
relaciones de descubridores y capitanes alcanzaron en América
momentos de gran plenitud (el Diaño de Colón, las Cartas de
Hernán Cortés), al combinarse el impacto de una realidad des¬
lumbrante con la conciencia en sus autores de ser los primeros
heraldos de una experiencia histórica sin precedentes. La cróni¬
ca, un género viejo que en Europa se había hecho rígido y for¬
mal, en manos de soldados, capitanes y misioneros se volvió un
relato fresco, ingenuo y asombrado, que expresó con vigor la
experiencia directa de grandes y pequeños actores de la gesta
española en América. En este tiempo el estilo épico dominó el
tono de la mayoría de las crónicas.
La progresiva dominación del suelo americano dio paso a la
generación de los cronistas oficiales de Indias, quienes introduje¬
ron en la cultura americana los modelos de la antigüedad clásica y
de la crónica medieval. Por esta vía la recordación del pasado
se convirtió en un ejercicio libresco, acaparado técnica y social¬
mente por los profesionales de las letras y sometido a las reglas
que dictaban los miembros del gremio.60 Y como éste fue el género
oficialmente protegido por la corona española, pronto vino a
ser el más imitado en las colonias americanas. Durante el pro¬
ceso en que logró imponerse, desvalorizó los relatos impresio-

130
nistas de los actores de la historia y convirtió en pecados del
historiador el candor para percibir los aspectos menudos de la
vida y el uso del lenguaje directo y coloquial. En lugar de estas
reglas sencillas propuso y logró que los libros de historia se
convirtieran en obras densas, cargadas de citas de autores griegos
y latinos y de los doctores de la iglesia, y escritas en un lenguaje
inaccesible para la gente sin educación libresca.
Apoyados por el poder del monarca y por el carácter institu¬
cional y monopólico de su cargo, los cronistas oficiales de Indias
sentaron las bases de la acumulación ordenada de los conoci¬
mientos históricos: la concentración de las informaciones y la
creación de archivos corrió paralela al cargo de cronista oficial.
Por otra parte, los cronistas crearon la obligación para el histo¬
riador de documentar los hechos que narraba, hicieron de esta
actividad un arte especializado y remunerado, divulgaron los
métodos y los estilos de los historiadores clásicos, y elevaron a
la obra histórica a la categoría de los géneros cultos, tanto por las
exigencias que en adelante demandó su composición, como por
el estilo rebuscado que se implantó como modelo.
Con todo y la variedad de formas, técnicas y estilos que
introdujeron los narradores de las acciones humanas y los des¬
criptores de la naturaleza, la ampliación más importante del sa¬
ber histórico en esta época se debió a los hombres que fueron
atrapados por la novedad del hombre americano. Como le ocu¬
rrió al griego Heródoto al descubrir las civilizaciones de orien¬
te, los misioneros españoles se transformaron en etnógrafos al
enfrentarse al reconocimiento de hombres y culturas extraños.
En contraste con los relatos de conquistadores y cronistas, las
obras de los misioneros constituyeron una verdadera indaga¬
ción de la lengua, la historia, la cultura, las tradiciones y la reli¬
gión del indígena. El cambio entre una y otra manera de ver al
indio estuvo determinado por los fines trascendentes que inspi¬
raban a los misioneros. La conversión de los indios, la misión
de plantar en tierras americanas una iglesia como la de los cris¬
tianos primitivos, y los ideales milenaristas que animaban a los
frailes convirtieron al indio en la materia prima de sus proyectos y
transformaron en una exigencia el conocimiento de su cultura
y de su historia, como claramente lo confesó fray Bernardino
de Sahagún.61 Con estos propósitos Andrés de Olmos, Toribio de

131
Benavente (Motolinía), Diego Durán, Juan de Tovar, Jerónimo
de Mendieta, José de Acosta, Bernardino de Sahagún y otros
misioneros iniciaron el rescate y la traducción de las pictogra¬
fías y tradiciones orales de los indios, compusieron gramáticas
y vocabularios de sus múltiples lenguas y elaboraron los prime¬
ros textos históricos y etnográficos de los pueblos mesoameri-
canos. Esta vasta exploración abrió el camino al conocimiento
riguroso del mundo indígena y puso las bases para todas las in¬
vestigaciones posteriores sobre la historia, etnografía, lenguas,
costumbres y religión de los pueblos nativos de América.
Nada distingue mejor las diferentes actitudes europeas ante
el indio y su cultura que el testimonio del conquistador, del cro¬
nista oficial de la corona y del misionero. Mientras que los dos
primeros sólo se sirvieron de sus impresiones personales direc¬
tas para componer sus obras, o de relatos de segunda mano, el
misionero emprendió una indagación dilatada y profunda, que
tomó al indio como fuente principal de conocimiento. El misio¬
nero constituyó al indio en su principal informador, y a partir
de esa fuente compuso escrupulosos cuestionarios que, como
en el caso paradigmático de Sahagún, permitieron reconstruir
la imagen global de una cultura.62 Esta actitud fue la responsa¬
ble de que la historia de los pueblos aborígenes de México tras¬
pasara la destrucción de la conquista.63 La primera imagen de la
complejidad de las civilizaciones indígenas, y la creación de
métodos y técnicas especialmente dirigidos a recuperar esas
culturas extrañas, se debe a estos misioneros que vieron en la
humanidad indígena la materia ideal para construir una nueva
sociedad. Su interés por la historia y la cultura indígena rebasó
el interés material y estratégico de los conquistadores y fue
más allá del interés libresco de los cronistas oficiales. Era un
interés provocado por la necesidad de conocer el proceso histó¬
rico que había forjado a un hombre diferente al europeo.

7. El cronista
de la sociedad corporativa

El tiempo en que concluyó el ciclo heroico de los grandes descu¬


brimientos y conquistas, tiempo en que el propio agente histó-

132
rico fue a la vez actor y narrador de sus acciones, coincidió con
los años en que la corona adquirió un dominio completo
sobre sus posesiones e implantó un orden colonial centrali¬
zado. Paralelamente a la destrucción del poder de conquis¬
tadores, encomenderos y frailes, y a la creación de un
aparato político-administrativo manejado desde la metrópo¬
li, la corona impuso un rígido control sobre la producción
histórica y literaria. En adelante sólo se publicarían las
obras aprobadas por el rey, sus representantes o las corpo¬
raciones y autoridades especialmente designados para tal
efecto.
Al mismo tiempo que la imprenta se convirtió en el principal
propagador de ideas, los nuevos estados impusieron una vigi¬
lancia severa sobre todo lo que se publicaba. En España, país
que luchaba contra las potencias que ambicionaban sus pose¬
siones recién adquiridas, contra disruptores de la unidad de la
iglesia y contra infieles, esta vigilancia se transformó en una
censura estricta. En los abiertos dominios de España en Amé¬
rica la impresión, publicación y circulación de libros fue limitada
por un número tan agobiante de restricciones, censuras, permi¬
sos y aprobaciones que, salvo por contrabando, no se difundió
nada contrario a los intereses del estado o de la iglesia.64 En el
caso de las obras históricas estas restricciones fueron particu¬
larmente severas, pues además de propagar ideas y concepciones
políticas y religiosas, estas obras contenían noticias geográfi¬
cas, económicas y políticas que entonces se consideraron
equivalentes a secretos de estado.
Una primera medida para controlar la difusión de noticias
americanas fue la creación del Cronista y Cosmógrafo de In¬
dias, figura semejante a la del cronista oficial de los reinos de
Castilla. En adelante este cronista vino a ser el único autoriza¬
do para escribir las historias generales de los dominios españo¬
les en América, y el receptor único de las noticias e informes
americanos solicitados por la corona o enviados por sus fun¬
cionarios de ultramar.65 Más tarde los virreinatos, las órdenes
religiosas y las capitales de estos reinos tuvieron su propio cro¬
nista oficial, de tal manera que la escritura de la historia se con¬
virtió en una función más de la gestión política y administrativa
de los estratos dirigentes de la sociedad colonial. No sólo se

133
creó un monopolio virtual de la reconstrucción histórica al limi¬
tarse el ejercicio de esta actividad a una sola persona, sino que
la interpretación y la explicación de los hechos quedaron
subordinados a los intereses dominantes en la corporación
capitalina, la orden religiosa, el virreinato o el gobierno me¬
tropolitano, último eslabón al que por principio político gene¬
ral quedaron supeditados los demás intereses particulares.
Este monopolio de la producción histórica afectó la libertad,
la pluralidad y la representatividad social del discurso históri¬
co. Nada lo dice mejor que la misma producción historiográfi¬
ca: frente a la vitalidad, la pluralidad y la inventiva del discurso
histórico del siglo XVI, las obras del XVII se ven ahogadas
por la retórica y más dedicadas a la repetición o a la compila¬
ción sintetizadora que a la creación. Las obras monumentales de
fray Juan de Torquemada —Monarquía Indiana— y de Juan
de Solórzano Pereira —Política Indiana— son representativas de
esta tendencia. Los cronistas oficiales de Indias, antes obse¬
sionados por el registro extensivo de la novedad americana, en
el siglo XVII se convierten en densos compiladores de datos, y
en apologistas de la obra española en América.66 De todos ellos
sólo brilla el nombre de Antonio de Solís, cuya Historia de la
conquista de México se convirtió en la descripción clásica de
ese acontecimiento y en la obra más difundida entre todas las
que trataban este tema. Pero la fama de esta obra descansa en
su capacidad de síntesis y en su estilo elegante y armonioso, no
en sus cualidades propiamente historiográficas.
La decadencia de la crónica oficial está ligada a varios facto¬
res que trabajaron en su deterioro. La institucionalización
del cargo de cronista, la selección de éstos entre los favoritos del
monarca, la reducción del suelo que alentaba la pluralidad de la
creación histórica, el rígido control aplicado por la corona y
la iglesia sobre todo lo que se imprimía, y el castigo impuesto a la
obra de los disidentes, son las causas principales de la decaden¬
cia de la crónica oficial.
Lo que hoy conocemos como “historiografía del siglo XVI”
es, en gran parte, un resultado de las prensas de los siglos XIX y
XX. Con excepción de la obra de los cronistas oficiales de In¬
dias, de las cartas de Cortés y de la Crónica de la conquista de
México de Gómara, la obra principal de los mejores historiado-

134
res del Nuevo Mundo no se publicó en vida de sus autores.
Las Casas sólo vio publicada su Brevísima relación de la
destrucción de las Indias, pues sus escritos mayores, la Histo¬
ria general de las Indias, y La Apologética historia sumaria, se
imprimieron hasta 1875-76 y 1909 respectivamente. La prime¬
ra publicación de lo que se ha conservado de la Historia de las
Indias de Motolinía es de 1848 y de 1903 la primera edición de
sus Memoriales. Joaquín García Icazbalceta atribuyó la no
publicación de la Historia eclesiástica indiana de Mendieta a
los virulentos ataques que contenía contra los españoles.67
El caso más lamentable de esta cadena de censuras y repre¬
siones es el de Bernardino de Sahagún. En los cincuenta años
que Sahagún dedicó a la recopilación de su grandiosa suma de
conocimientos de la cultura indígena, sucesivamente padeció la
contradicción de los mismos frailes y de las altas autoridades
eclesiásticas de Nueva España, el regateo de apoyos económi¬
cos para llevar adelante su trabajo, la dispersión de su obra y
finalmente la confiscación, por mandato del virrey Enríquez,
de todos sus papeles, los cuales se enviaron a España para ser
examinados por el Consejo de Indias. Murió sin saber qué suer¬
te había tenido la obra a la que dedicó sus mejores energías.68
La requisa de la obra de Sahagún fue un acto ligado a la deci¬
sión de la corona de impedir que el conocimiento del pasado
indígena sirviera a intereses distintos a los suyos. Cuando el
poder de la corona era todavía débil en la Nueva España y vigo¬
roso y desafiante el de los conquistadores y encomenderos, las
autoridades prohibieron en 1527 la circulación y reimpresión
de las primeras Cartas de relación de Hernán Cortés, y en 1553
mandaron requisar la historia de la conquista de México escri¬
ta por Francisco López de Gómara, obra muy elogiosa de los
méritos del conquistador de México y centrada en su persona.
Más tarde, esta política de la corona se afirmó. Según Georges
Beaudot, “el olvido que sepultó los trabajos de los primeros
cronistas había sido decidido, ordenado y preparado con la ex¬
presa voluntad de ocultar para siempre el recuerdo de sus escri¬
tos y los temas que ellos habían tratado’’.69 En 1577 Felipe II
mandó al virrey Enríquez requisar la obra de Sahagún, orde¬
nándole: “que luego que recibáis esta nuestra cédula, con mu¬
cho cuidado y diligencia procuréis haber estos libros y sin que

135
dellos quede original ni traslado alguno, los enviéis a buen re¬
caudo en la primera ocasión a nuestro consejo de las Indias, pa¬
ra que en él se vean; y estaréis advertido de no consentir que
por ninguna manera persona alguna escriba cosas que toquen a
supersticiones y manera de vivir que estos indios tenían, en
ninguna lengua”.70
Así, simultáneamente a la creación del cronista y cosmógrafo
oficial de Indias (1571), la corona prohibió que los religiosos,
sus críticos más constantes, continuaran recogiendo, estudiando
y trasmitiendo la historia de los pueblos indígenas. Esta deci¬
sión atacaba la actividad casi subversiva que habían adoptado
los misioneros, particularmente los franciscanos, quienes se¬
guían insistiendo en mantener separados a los indígenas de los
españoles, en demandar que sólo ellos intervinieran en la admi¬
nistración de los indios, en acusar a los funcionarios españoles
de corruptos y pervertidores de los indios, y en propagar la
idea de la venida de un mesías que instauraría el reino milena¬
rio, el tiempo en que los frailes y los indios fundarían en la tie¬
rra americana un paraíso celestial dedicado no a la explotación
de las minas y de los hombres, sino a la gloria de Dios.71
El secuestro de la obra escrita de los religiosos también rati¬
ficó la decisión adoptada desde 1550 de debilitar el poder de los
religiosos y fortalecer el de la iglesia secular. El apoyo que des¬
de esos años le otorgó la corona a la iglesia secular redujo con¬
siderablemente las facultades administrativas y la capacidad
legal de los religiosos para intervenir en la organización social
y espiritual de los indígenas, y quebrantó su legitimidad para
hablar en nombre de los indios como sus portavoces.
Lo decisivo de la prohibición de 1577 es que a partir de ese
momento ninguna persona escribió más sobre la historia de los
indios o su cultura sin antes solicitar permiso de las autorida¬
des competentes. Tampoco fue posible imprimir ningún libro
sobre estos temas sin antes someterlo a la censura de corpora¬
ciones y funcionarios especializados (el Consejo de Indias y la
Academia Española de la Historia fueron los organismos en¬
cargados de cumplir esas funciones en España). Esta disposi¬
ción se extendió a los cronistas virreinales, a los historiadores
de las órdenes religiosas y a los cronistas de las capitales de los
virreinatos. En adelante, el autor que quería ver su obra impre-

136
sa debía tomar la precaución de dedicarla al mismo monarca, o
a un personaje notable y cercano a él, y eliminar de ella cual¬
quier opinión que pudiera dar lugar a la condenación de los cen¬
sores. De esta manera el cronista quedó amarrado al príncipe y
a la iglesia por la doble cadena del nombramiento como cronis¬
ta oficial que sólo ellos le podían otorgar, y por la red de la cen¬
sura.72
Desde estos años la condición del cronista colonial fue la de
un “intelectual orgánico’' de su corporación. Primero su educa¬
ción y formación, y luego sus relaciones con el estamento que lo
mantenía en funciones de cronista oficial, hicieron de él un indi¬
viduo condicionado por los intereses de su corporación, obligado
a servirlos y a ser su propagandista público. De ahí que, tomadas
en conjunto, las crónicas de esta época resulten uniformes en la
exaltación del cronista a la órden, la ciudad o el virreinato que
lo habían designado su panegirista, que sean más descriptivas
que analíticas, y que la mayoría, antes que obras de creación
histórica, hayan sido consideradas por las generaciones poste¬
riores como “fuentes", como un vasto almacén de datos.
La carencia de imaginación y de inventiva es uno de los ras¬
gos típicos de los cronistas oficiales de Indias del siglo XVII y
primera mitad del XVIII. Otro, más significativo, es su lejanía
de los acontecimientos que en ese tiempo transformaban el
mundo americano y su incapacidad para reflejarlos en sus
obras. La mayoría de estos cronistas continuó obsesionado por
los sucesos espectaculares de la conquista, que eran considera¬
dos los grandes hechos que habían cambiado el destino de las
tierras recién descubiertas. Sin embargo, estos cronistas fue¬
ron testigos y actores de una transformación más profunda: la
conversión de la tierra de conquista en una nueva sociedad.
Más que ceguera para ver estos cambios, habría que considerar
la limitación social y política impuesta por el oficio de cronista
como uno de los factores que hicieron de ese cronista, en lugar
de un historiador de su sociedad y de su tiempo, un cronista de
y para su estamento. No puede haber historiador de la sociedad
cuando ésta se halla jerárquicamente dividida en corporaciones
y estamentos que en lugar de abrir al historiador a la vida de su
tiempo, lo encierran en los límites estrechos de los intereses
corporativos.

137
NOTAS

La ficha bibliográfica de las obras referidas en estas notas, apa¬


rece completa en la bibliografía, al final de estas páginas.

1 Véase Gerbi, 1978, que se concentra en los estudios de los primeros


descriptores de la naturaleza americana.

2 Véase Carbia, 1934: pp. 76 y 91-2; y Cline, 1964: v. XLIV, pp. 341-74.

3 Michel de Certeau se refiere a una colonización del cuerpo america¬


no realizada por el discurso del poder y la escritura conquistadora del
hombre occidental. Véase Certeau, 1978: pp. 3-5.

4 Véase López de Velasco, 1971.

5 Acosta, 1962.

6 Momigliano, 1966: pp. 18-9.

7 Véase un análisis detallado de la concepción hebrea del desarrollo


histórico y del tiempo en Brandon, 1965: pp. 106-40.

8 Ibid., pp. 48-82; y también Dinkler, 195: pp. 171-214.

9 Brandon, 1965: pp. 184-7.

10 Plumb, 1974: p. 65.

11 Véase Cohn, 1981: p. 28.

12 Véase Brandon, 1965: pp. 95 y 104-5.

13 Véase Cullman, 1947: p. 111; y Le Goff, 1979: p. 49.

14 Plumb, 1974: pp. 65-6.

15 Le Goff, 1979: pp. 48 y 51.

16 Brandon, 1965: p. 196; y Munford, 1977: pp. 30-1.

138
1 Cohn, 1981, trata con amplitud estos movimientos mesiánicos.

18 Ibid.

19 Ibid., pp. 107-8.

20 Véase Baudot, 1977: p. 78.

21 Todo lo anterior es un resumen de la exposición que hace Cohn de


las ideas de Joaquín de Fiore en su obra citada, pp. 108-10. Véase tam¬
bién Lowith, 1958: pp. 207-28 y 299-307 quien estudia la influencia de
Joaquín de Fiore en la filosofía de la historia moderna. En la obra re¬
ciente de West y Zimdars-Swartz, 1986, se ofrece un tratamiento glo¬
bal de su interpretación de la historia.

22 Casas, 1967. Véase el estudio introductorio de Edmundo O’Gor-


man, pp. LVIII-LXXIX.

23 Véase Anglería, 1964; Fernández de Oviedo, 1972; Gómara, 1946:


pp. 156, 168 y 194; y Florescano, 1977: v. XXVII, pp. 195-230.

24 Phelan, 1972: p. 32.

25 Ibid., pp. 24-5.

26 Sepúlveda, 1979: p. 101; y también el análisis de estas doctrinas en


Zavala, 1972: pp. 53-4.

27 En lo anterior he seguido los estudios críticos y las interpreta¬


ciones de O’Gorman en Anglería, 1964; Fernández de Oviedo, 1972; y
O’Gorman, 1972.

28 Gómara, 1946: pp. 156, 168 y 294.

29 Véase Phelan, 1972: pp. 31-6; y también Góngora, 1975: pp. 206-16;
y Milhou, 1983.

30 Phelan, 1972: p. 40.

31 Sobre la adopción de las ideas escatológicas por los franciscanos,


especialmente las de Joaquín de Fiore, véase Cohn, 1981; y sobre la
influencia de estas ideas entre los doce primeros evangelizadores fran¬
ciscanos de Nueva España, véase Baudot, 1977: pp. 76-90.

139
32 El mejor estudio sobre las ideas místicas y milenaristas de Jeróni¬
mo de Mendieta es el de Phelan, 1972, que sigo en esta parte.

33 Ibid., p. 50.

34 “La venida de los doce franciscanos es la aurora de la edad dorada


de la Iglesia Indiana. Más aún, cada uno de los frailes asumían el ca¬
rácter de mesías que había recorrido miles de millas para rescatar a
los indios de la servidumbre de la idolatría’’. Ibid., p. 56.

35 Ibid., p. 17.

36 Mendieta, 1945; t. I, p. 18; sobre las ideas de Mendieta acerca del


papel de los reyes y la monarquía española en el Nuevo Mundo, véase
Phelan, 1972: pp. 15-30 y 95-7.

37 Ibid., p. 113.

38 García Icazbalceta, 1886-1892: t. II, pp. 5-6; Mendieta, 1945: t. I,


p. 39.

39 Phelan, pp. 82 y 98-9.

40 Ibid., p. 76.

41 Mendieta, 1945.

42 Mendieta, 1945: t. III, pp. 184-5; Phelan, 1972: pp. 139-46.

43 Phelan, 1972: p. 129.

44 García Icazbalceta, 1941: p. 15.

45 Phelan, 1972: p. 92.

46 García Icazbalceta, 1941: pp. 5-6; Phelan, 1972: pp. 98-9.

47 Mendieta, 1945: t. III, pp. 222-5.

48 Phelan, 1972: p. 151.

49 Véase Baudot, 1977: pp. 76 y 78.

140
50 Ibid., pp. 80-9; véase también Phelan, 1972: pp. 69-72; Castro,
1970; y Bataillon, 1950: t. I, pp. 61-83.

51 Phelan, 1972: p. 135.

52 Véase Le Goff, 1979: pp. 59-64.

53 En lo anterior he seguido los estudios de Zavala, 1965 y 1965a.


Otros estudios recientes sobre el pensamiento y la obra de Quiroga
son: Aguayo Spencer, 1970; Warren, 1963; Tena Ramírez, 1977; y Mi¬
randa Godínez, 1972.

54 Mendieta, 1945: t. III, pp. 103-4.

55 Phelan, 1972: p. 106; para otras distinciones entre los proyectos


utópicos y los místicos y escatológicos, véase Góngora, 1975.

56 Ibid., pp. 69 y 84.

57 Véase Iglesia, 1980: pp. 17-76.

58 Iglesia, 1944: p. 111.

59 Ibid., pp. 114-5 y 217.

60 Un estudio de las características del cronista oficial de Indias es el


de Carbia, 1940; véase también Esteve Barba, 1964: pp. 112-36.

61 Sahagún, 1956: t. I, pp. 27-8, 31-2 y 105.

62 Véase López Austin, 1976: pp. 9-56.

63 El libro de Baudot, 1977, contiene un estudio de las primeras indaga¬


ciones históricas y etnográficas de los franciscanos en Nueva España.

64 Desde 1527 se prohibió que los extranjeros pudieran adquirir, sin


autorización especial, “ni pintura ni descripción de las Indias’’. En
1566 una real cédula decía que “cada día hazen libros que tratan de co¬
sas de las nuevas Indias (...) y hazen imprimir sin nuestra licencia”,
por lo cual mandaba: “os informéys y sepáys qué libros ay impressos
(. ..) sin expresa licencia nuestra, que traten de cosas de las dichas
nuestras Indias, y todos aquellos que halláredes los recojáys”. Véase
Beaudot, 1977: p. 499; y también Friede, 1959: pp. 45-94.

141
65 Véase Carbia, 1940. En 1571, cuando se nombra a Juan López de
Velasco Cosmógrafo y Cronista Mayor de las Indias, se le encarga
“vaya haziendo Historia general de las Indias”, y se solicita al virrey
de Nueva España que “habiendo S.M. nombrado sujeto para compo¬
ner la Historia de las Indias, remita cuantas noticias pueda adquirir”.
Véase Baudot, 1977: pp. 495-6.

66 Tal es el caso de los oscuros cronistas de esa época: Luis Tribaldos


de Toledo, Tomás Tamayo de Vargas, Gil González Dávila, Pedro Fer¬
nández del Pulgar, Luis de Solazar y Castro y Miguel Herrero Ezpele-
ta. Véase Esteve Barba, 1964: pp. 118-32.

67 Phelan, 1972: p. 157.

68 Véase García Icazbalceta, 1981: pp. 327-76; Ricart, 1947: pp. 120-8;
y Edmonson, 1974.

69 Baudot, 1977: pp. 475-83.

70 Ibid., pp. 484-5.

71 Debe recordarse que ya en 1552 los religiosos habían afirmado en


México que sólo el soberano pontífice tenía derechos legítimos sobre
el país, y que, bajo la influencia de sus ideas, en 1554 un grupo de ju¬
ristas había declarado solemnemente en México que ni la idolatría ni
la manera de vivir de los indios eran suficientes para justificar la sobe¬
ranía española respecto de los indios, y que Mendieta llegó a equipa¬
rar el gobierno de Felipe II con el de la Edad de Hierro.

72 Ejemplo de los permisos, privilegios, aprobaciones, licencias y cen¬


suras exigidas para publicar una crónica, en el caso de los cronistas
oficiales de Indias, lo ofrece la obra de González Dávila, 1959; otro
ejemplo de los requisitos solicitados a una crónica escrita por un fraile
puede verse en Dávila Padilla, 1955; un ejemplo más, en este caso de
un autor no religioso, puede verse en Cárdenas, 1980; por último véan¬
se los requisitos impuestos a un cosmógrafo o cronista oficial de
Nueva España: Villaseñor y Sánchez, 1932.

142
IV. Transformación
de la memoria indígena
y resurgimiento
de la memoria mítica

La conquista cayó sobre los indios como un cataclismo que dis¬


locó las bases en que se asentaba su relación con los dioses, el
cosmos y el acontecer temporal. Repentinamente la energía
que había mantenido el poder de sus dioses se agotó, cayeron
vencidos, y sobre sus ruinas se levantó el dios de los cristianos.
Para la mentalidad indígena el acabamiento de los dioses fue
una catástrofe de dimensiones cósmicas. La conquista y des¬
trucción de Tenochtitlan no sólo significó la pérdida de la capi¬
tal mexica: fue un derrumbamiento del centro del cosmos, una
disrupción del orden sagrado que a partir de Tenochtitlan, el
ombligo del mundo, unía a las potencias celestes con las del in-
framundo y establecía la relación con los cuatro rumbos del
universo. El derrumbe de Tenochtitlan aparece entonces como un
dislocamiento de las fuerzas que dotaban de energía al cosmos
y organizaban el espacio territorial, como una destrucción ge¬
neral del equilibrio cósmico. Los testimonios indígenas que re¬
latan el efecto producido por la conquista expresan con gran
dramatismo esta sensación de desastre cósmico:

Esta es la cara del Katún, del Trece Ahau: se quebrará el rostro del
sol. Caerá rompiéndose sobre los dioses de ahora. Cinco días será
mordido el sol y será visto.

Señal que da Dios que sucederá que muera el rey de esta tierra.1

¡Castrar al sol! esto es lo que han venido a hacer los extranjeros.2

143
El llanto se extiende, las lágrimas gotean
allí en Tlatelolco.
(. . .) ¿A dónde vamos? ¡Oh amigos!
Luego ¿fue verdad?
Ya abandonan la ciudad de México:
el humo se está levantando; la niebla
se está extendiendo (...)
Llorad amigos míos,
tened entendido que con estos hechos
hemos perdido la nación mexicana.3

¡Déjennos pues ya morir,


déjennos ya perecer,
puesto que ya nuestros dioses han muerto!4

Tras la caída de los dioses y el desquiciamiento del orden


cósmico, vino la disrupción del orden humano, la trasmutación
violenta de los señores de la tierra en servidores de los conquis¬
tadores, y la alteración de sus costumbres, tradiciones y for¬
mas de vida. La violencia y el cambio incesante sustituyeron la
estabilidad del orden antiguo, de manera que la irrupción cotidia¬
na de la violencia acentuó la sensación de vivir un trastocamiento
del tiempo, un “tiempo loco”, una era de cataclismo total, co¬
mo lo expresa con vigor el texto siguiente:

Solamente por el tiempo loco, por los locos sacerdotes, fue que en¬
tró a nosotros la tristeza, que entró a nosotros el cristianismo. Por¬
que los muy cristianos llegaron aquí con el verdadero Dios; pero
ése fue el principio de la miseria nuestra, el principio del tributo, el
principio de la limosna, la causa de que saliera la discordia oculta,
el principio de las peleas con armas de fuego, el principio de los
atropellos, el principio de los despojos de todo, el principio de la
esclavitud por deudas, el principio de las deudas pegadas a las es¬
paldas, el principio de la continua reyerta, el principio del padeci¬
miento. Fue el principio de la obra de los españoles y de los padres.5

Esta invasión destructiva que segaba todo lo que anterior¬


mente había sido fuerte, ordenado y sagrado, esta intromisión
súbita del caos quiso ser racionalizada por los indios en términos
de su propia lógica. Entre los mexica, la llegada de los hombres
blancos se interpretó como el cumplimiento de las antiguas

144
profecías que habían anunciado el regreso de Quetzalcóatl, la
vuelta por el oriente, en un año Ce Ácatl, del señor que había si¬
do despojado de su reino y que había prometido volver a reco¬
brarlo. Entre los mayas, la conmoción que produjo la entrada
de los hombres blancos trató de explicarse mediante la idea del
completamiento de un ciclo temporal y la inauguración de un
tiempo nuevo, y por la costumbre que habían establecido los
sacerdotes de predecir lo que acontecería en un año futuro me¬
diante el conocimiento de lo que había ocurrido antes en un ci¬
clo semejante.

El 11 Ahau Katún primero que se cuenta es el Katún inicial (.. .)


fue el asiento del Katún
en que llegaron los extranjeros de barbas rubicundas.
¡Ah! ¡Entristezcámonos porque llegaron!6

¡Será para nosotros el crepúsculo cuando llegue! (. ..)


Amenazador es el aspecto del rostro de su Dios.
Todo cuanto enseña, todo cuanto dice es ‘Vais a morir’.7

¡Ay! ¡Entristezcámonos porque llegaron!


¡Ay del Itzá, brujo del agua,
que vuestros dioses no valdrán por más!
Este Dios Verdadero que viene del cielo
sólo de pecado hablará,
sólo de pecado será su enseñanza.8

Hasta la llegada de los conquistadores el sistema calendárico,


las técnicas para recoger los acontecimientos históricos y los
procedimientos indígenas para desentrañar su sentido funcio¬
naron de manera regular. Hasta ese momento se fecharon y se
inscribieron en los códices los acontecimientos y se buscó expli¬
car cada uno de los actos que marcaban el avance de los espa¬
ñoles. Pero concluido el sitio de Tenochtitlan, vencidas una
tras otra las ciudades que ejercían el poder en un territorio, todo
esto desapareció súbitamente. La caída de las ciudades trajo
consigo la destrucción del sujeto que articulaba el relato del pasa¬
do alrededor de un grupo étnico cuyas acciones se manifestaban
en un espacio y se desplegaban en un tiempo concreto, específico.
Luego siguió el asesinato y persecución de su clase dirigente, de

145
los sacerdotes, y con ellos desapareció el grupo y las institucio¬
nes que poseían las técnicas y conocimientos para ordenar y
grabar los hechos históricos en los libros pintados. Súbitamen¬
te no hubo más libros pintados que explicaran la sucesión de
los acontecimientos según el punto de vista y las técnicas indí¬
genas, ni hubo más acumulación de conocimientos que articula¬
ran con precisión su memoria y guardaran lo viejo con lo nuevo
en una sucesión eslabonada de hechos significativos. La es¬
critura pictográfica desapareció y fue sustituida por la del
conquistador. El sistema calendárico que fechaba los aconteci¬
mientos fundadores y sagrados más remotos, incorporándolos
en el presente a través de las fiestas y ceremonias rituales,
fue abolido por el conquistador y exterminados sus conocedo¬
res por nigrománticos y poseídos del demonio. No hubo más
cuenta de los años. El exacto registro indígena del tiempo se
acabó con la llegada de los españoles:

Este año se terminó de llevar el Katún; a saber, se terminó de poner


en pie la piedra pública que por cada veinte tunes que venían se po¬
nía en pie (...) antes de que llegaran los señores extranjeros, los es¬
pañoles, aquí a la comarca. Desde que vinieron los españoles fue
que no se hizo nunca más.9

Quizá nada acentuó tanto en los vencidos la sensación de or¬


fandad y trastocamiento del mundo que siguió a estos aconte¬
cimientos, como la proscripción del sistema calendárico. La
existencia del Tolnapohualli o calendario adivinatorio de 260
días, y la relación de este calendario con el año de 365 días (Xi-
huitl), y con el “siglo” de 52 años, no sólo era un ordenamiento
cronológico de la sucesión de los días, meses y años, una dispo¬
sición de las fiestas y ceremonias que caían en estas fechas y
una manera de conocer los días fastos y nefastos en la suerte de
los individuos.10 Era un sistema que articulaba el tiempo con el
espacio, y a ambos con el acontecer terreno, con la vida y el des¬
tino de los hombres. El tiempo era un resultado de la acción
combinada de las potencias divinas que gobernaban lo alto, lo
bajo y los cuatro rumbos del universo, que se concretaba en ca¬
da uno de los momentos espacio-temporales que formaban el
suceder temporal, infundiéndole a cada uno de esos momentos

146
una fuerza, un sentido y un simbolismo precisos. De manera
que cada acto de los hombres, por el solo hecho de ocurrir en el
acaecer temporal, adquiría de inmediato una relación con los
dioses y las potencias divinas que presidian ese momento que
era a la vez tiempo y espacio. Según esta idea del acontecer
temporal, cada acto de los hombres en el tiempo los relacionaba
con el equilibrio cósmico y con las fuerzas divinas que lo gober¬
naban. Destruir esta relación equivalía a desasir a los hombres
del cosmos, a arrojarlos a un espacio y un tiempo sin sustento.
Además, el sistema calendárico era el vehículo que unificaba
el pasado con el presente: funcionaba como un dispositivo que
ponía en movimiento la memoria histórica a través de las cere¬
monias y actos rituales que a lo largo del año celebraban los
acontecimientos fundadores y sobresalientes del grupo étnico.
De ahí que al ser proscrito los indígenas sintieran que perdían
simultáneamente su relación con las fuerzas cósmicas que le
daban sustento al mundo y su conexión con el pasado que im¬
pregnaba de sentido al presente. Así, al ser desconectados de
esa corriente que dotaba de identidad, cohesión y vitalidad al
grupo, los indios quedaron desmembrados, desarticulados, desco¬
nectados del hilo de fuerza que hasta entonces incorporaba con¬
tinuamente el pasado en el presente y proyectaba a su vez el
presente hacia el futuro. Extinguido el sistema que accionaba
la memoria histórica y muertos los sacerdotes y jefes que lo po¬
nían en movimiento, los pueblos mesoamericanos perdieron el
centro unificador y sistematizador de la memoria colectiva y la
mayoría quedó reducida al uso de la memoria oral, a una memo¬
ria sin capacidad para recoger continua y ordenadamente los
hechos históricos, y sin la fuerza de la memoria escrita para
perpetuarlos.
El primer efecto de la conquista sobre la memoria histórica
indígena fue la destrucción del sistema estatal que recogía y or¬
denaba el pasado para luego actualizarlo en el presente poniendo
en juego todos los recursos creados por esas culturas para evocar¬
lo como tradición viva y actuante. El segundo fue la represión de
todo intento de los vencidos para expresar y articular su me¬
moria. A partir de la conquista la recolección y trasmisión del
pasado indígena se produjo en un campo de tensión creado por
la sola presencia del conquistador, y se desenvolvió en un clima

147
de represión generalizada que ahogaba todas las formas de re¬
cordación del pasado que chocaban con las que imponía el con¬
quistador. De ahí que la mayor parte de los sistemas ideados
por los indígenas para preservar y trasmitir su pasado adqui¬
rieran la forma de sistemas ocultos, subterráneos, a menudo
disfrazados con ropajes cristianos, o herméticamente encerra¬
dos en el idioma y las prácticas secretas de pueblos reacios al
contacto con los europeos.
En este sentido lo que inaugura la conquista es una colisión
entre diferentes pasados, un choque entre culturas animadas
por concepciones antagónicas del tiempo, del pasado y del
acontecer temporal. Este choque inicial fue el que alentó, a lo
largo de tres siglos, una lucha asimétrica entre esas dos con¬
cepciones que durante todo ese tiempo combatieron incesante¬
mente para imponerse una, y para sobrevivir la otra.
Las páginas que siguen sobre la reconstrucción y tranforma-
ción de la memoria indígena en los siglos virreinales, más que
una exposición sistemática de ese proceso, son una colección de
imágenes dispersas, fragmentadas, que pueden ayudar a ras¬
trear cómo fue el proceso de recomposición de la memoria indí¬
gena en el escenario de la dominación española. No hay, a la
fecha, estudios suficientes para intentar una reconstrucción
ordenada de ese proceso. El etnocentrismo español primero, y
luego el mexicano, son responsables de que el rescate y estu¬
dio de la memoria histórica se haya concentrado en el grupo
dominante, ignorando, oscureciendo o declarando inexis¬
tente la memoria de los vencidos. Sin embargo, los indios
adaptaron a la situación de conquista diversos procedimien¬
tos para conservar y trasmitir su pasado. No idearon una, sino
muchas formas para recobrar su pasado y ponerlo al servicio
de su situación presente. Esta diversidad de formas es a la
vez un derrotero para comprender cómo lograron preservar
su identidad étnica y cultural, y un mirador excepcional para
percibir el complejo proceso creado por el choque, la mezcla,
la adaptación y la transformación de culturas diferentes que
coexistieron en un territorio comúnmente disputado y se
desenvolvieron en un mismo tiempo histórico, pero nutri¬
das por concepciones diferentes del tiempo y del desarrollo
histórico.

148
1. Edad dorada e insurrecciones nativistas

Si se excluyen los testimonios indígenas sobre la conquista re¬


cogidos por los primeros frailes y particularmente por fray Ber-
nardino de Sahagún,11 se observa que no se han encontrado
otros documentos que expresen el punto de vista indio sobre
los hechos que siguieron a la implantación del dominio español.
Aparentemente los años terribles de 1521 a 1540, años en que
la ambición desbordada de los españoles llevó a su clímax la
descomposición de las estructuras que organizaban la sociedad
indígena, carecen de relatos históricos nativos. Pero es improba¬
ble que no los haya habido. Lo más seguro es que por expresar
un punto de vista contrario al del conquistador, los indígenas
los hubieran ocultado, o fueran destruidos por los mismos con¬
quistadores, conservándose sólo los textos que no contenían
una crítica inaceptable para los españoles. Con todo, debieron
ser raros los testimonios escritos por los mismos indígenas, da¬
da la destrucción de los centros de poder y de los especialistas
que antes llevaban el registro de los hechos históricos. Pero
aunque desaparecieron las instituciones, los especialistas y las
técnicas que antiguamente servían para recoger mediante pic¬
tografías los acontecimientos, se mantuvo la tradición oral,
que era un saber milenario, generalizado y profundamente
arraigado en los pueblos mesoamericanos.
El libro del Chilam Balam de Chumayel, un texto que los
mayas mantuvieron oculto hasta muy avanzado el siglo XIX,
escrito en maya con el alfabeto castellano por lo menos a princi¬
pios del siglo XVII,12 proporciona esta visión idealizada del
tiempo anterior a la llegada de los españoles:

Entonces todo era bueno


y entonces [los dioses] fueron abatidos.
Había en ellos sabiduría.
No había entonces pecado (. . .)
No había entonces enfermedad
no había dolor de huesos
no había fiebre para ellos
no había viruelas (. . .)
Rectamente erguido iba su cuerpo entonces
No fue así lo que hicieron los Tzules

149
[los extranjeros]
cuando llegaron aquí.
Ellos enseñaron el miedo,
vinieron a marchitar las flores.
Para que su flor viviera,
dañaron y sorbieron la flor de nosotros (. ..)
Nos cristianizaron,
pero nos hacen pasar de unos a otros
como animales.
Dios está ofendido de los chupadores.13

El trasmisor indígena del pasado ofrece aquí una imagen idea¬


lizada del tiempo anterior a la llegada del conquistador (“En¬
tonces todo era bueno”), que contrapone a las enfermedades y
servidumbre que introdujeron los españoles. Y ésta fue, al pare¬
cer, la imagen común que los sacerdotes y jefes que escaparon
a las primeras campañas de exterminio trataron de inculcar entre
la población. Era una representación bastante aproximada de
lo que les había acontecido, que al ser difundida en el momento
en que el mundo indígena amenazaba hundirse, hizo más entra¬
ñable la edad perdida. Recordar idealizadamente al mundo per¬
dido era una manera de magnificarlo frente al presente y hacer de
éste un tiempo aún más aborrecible. Este doble movimiento
de rechazo violento del presente y de restauración casi mági¬
ca del gobierno antiguo, cuando “todo era bueno”, fue el sus¬
trato que caracterizó a las dos insurrecciones indígenas más
importantes del siglo XVI.

Un milenarismo nativista:
la insurrección del Mixtón, 1541-42

La vuelta a esa edad mítica nativa “en que todo era bueno”
inspiró las insurrecciones14 indígenas más violentas que
enfrentaron los españoles después de la toma de Tenoch-
titlan.
En la región de Nueva Galicia, una de las áreas periféricas
de Nueva España colindante con la frontera chichimeca de
indios bravos, el gobernador Ñuño de Guzmán había dejado
una huella de depredaciones, esclavitud y mal trato a los in¬
dios que los encomenderos contribuyeron a ensanchar. La

150
presencia destructiva del español en estas tierras enseñó a
los grupos indios la secuela de su avance: conquista, frailes,
persecución de los “hechiceros”, extirpación de la idolatría,
encomienda, esclavitud y pérdida de la autonomía. La res¬
puesta de los grupos indígenas asentados en esta región, que
hasta entonces se habían mantenido alejados entre sí, y que
carecían de la compleja organización social y política de los
pueblos del centro-sur, fue unificarse ante la intromisión del
conquistador y crear una alianza que se propuso destruir a
los españoles y restaurar sus tradiciones.
Según las fuentes españolas —no se conocen testimonios
indígenas directos—, la insurrección fue instigada por unos
“hechiceros’' o “emisarios del diablo”, provenientes del norte
(de la serranía de Tepeque y Zacatecas, es decir, indios bra¬
vos no sometidos), quienes divulgaron en los pueblos de
Nueva Galicia (Cuitlan, Hueli, Coltlan, Tepeque, Tlatenango,
Suchipila, etc.) la nueva de que su dios se había propuesto
expulsar a los españoles, para lo cual había formado un in¬
menso ejército, compuesto por todos los indios que habían
muerto y que él había resucitado:

[Este dios indígena] trae consigo resucitados a todos vuestros


antepasados con muchas riquezas y joyas de oro y turquesas y
plumas y espejos y arcos y flechas que nunca quiebran, y mucha
ropa para nuestro vestir y muchas cuentas y otras cosas para las
mujeres.

A los que se unieran a este ejército y dejaran “la doctrina de


los frailes”, el dios indio les ofrecía la inmortalidad, liberación
de todas sus necesidades, juventud eterna y un paraíso donde
sin esfuerzo disfrutarían de todos los bienes y goces. La prédi¬
ca del dios indio prometía a quienes dejaran la doctrina de los
frailes la restauración de sus antiguas tradiciones y armas má¬
gicas para derrotar a los españoles:

Nunca moriréis, ni tendréis necesidad, y los viejos y viejas se tor¬


narán mozos, y concebirán, por muy viejos que sean, y las semente¬
ras se os harán sin que nadie ponga las manos en ellas y sin que
llueva, y la leña del monte (.. .) se os vendrá a casa sin que la traiga
nadie (... y este dios mandará que los hombres) tuvieran las mujeres

151
que quisieran, y no una como los frailes decían (...) y que tuviesen
por cierto que el indio o india que creyese (... en el dios cristiano y
no en el dios indígena) no vería más luz y sería comido (... por) las
bestias.15

Entonces Tecoroli (el dios indígena) irá a Guadalajara, a Jalisco,


a Michoacán, a México, a Guatemala y por todos los lugares en
donde hay.cristianos de España y los matará a todos. Una vez aca¬
bados ellos, volverá a su casa y vosotros viviréis felices con vues¬
tros antepasados, sin saber qué es trabajo o dolor.16

Las acciones de esta insurrección fueron, como su mensaje,


profundamente religiosas y anticristianas. En las poblaciones
donde entraron los sublevados, éstos concentraron su furia en
los símbolos religiosos: quemaban los monasterios, las iglesias y
las cruces. Profanaban los objetos de culto, hacían sacrificios
y danzas paganas y se entregaban a ceremonias sacrilegas,
como en Tepechitlán (Zacatecas), donde parodiaron la misa si¬
mulando adorar una tortilla. A los indios que habían aceptado el
cristianismo y que se sumaron a la insurrección, antes de ser
incorporados en las filas rebeldes se les lavaba la cabeza para
borrarles la huella del bautizo cristiano y eran obligados a ha¬
cer penitencia por los días que habían adoptado la religión
extraña.17
Una de las características más notables de la insurrección
del Mixtón era su insistencia en el propósito de extirpar todo
vestigio de cristianismo, en restaurar la religión y costumbres
nativas y en expulsar de la tierra indígena a los españoles. El
mensaje y los procedimientos para alcanzar estos fines, a dife¬
rencia de otras insurrecciones que se verán adelante, eran pro¬
fundamente nativistas. El paraíso que se ofrecía a los seguidores
del dios indígena y las artes mágicas que éste proponía a los re¬
beldes para vencer a los españoles, son características del sus¬
trato cultural indígena. Es decir, el dispositivo que activó esta
insurrección fue la vigencia de su memoria histórica, la convic¬
ción de tener un pasado propio fundado en formas de vida y
costumbres autóctonas, y el rechazo violento de la invasión es¬
pañola que amenazaba suprimir esas tradiciones. El mensaje
que propagó esta insurrección fue el de acabar con el invasor
extranjero y restaurar las tradiciones propias y ancestrales.

152
La insurrección nativista maya de 1546-47

En los años 1546-47 los mayas del este de la península de


Yucatán, particularmente los cacicazgos y pueblos de Cupul,
Cochuah, Sotuta y Uaymil-Chetumal, encabezaron una insu¬
rrección semejante a la de la guerra del Mixtón. Como ésta, la
insurrección maya abarcó un territorio extenso, congregó a
varios pueblos y cacicazgos, estuvo animada por un profun¬
do sentimiento religioso y se propuso desterrar el cristianis¬
mo y expulsar a los españoles de la tierra maya. Tuvo como
escenario una región también periférica en relación con el
centro de la dominación española (concentrado alrededor de
Mérida-Valladolid y Campeche), poblada por indígenas que
habían ofrecido una fuerte resistencia a las primeras invasiones
españolas, y por grupos que no habían sido completamente
dominados. Sus líderes fueron también sacerdotes, hombres
penetrados de la tradición cultural que fundía la organiza¬
ción política con el saber religioso. La provincia de Cupul fue
el centro animador de este movimiento.
Los sacerdotes de Cupul iniciaron esta insurrección hacién¬
dose pasar por mensajeros de las antiguas divinidades ma¬
yas. El más influyente de ellos, Chilam Anbal, se presentó
ante los rebeldes como Hijo de Dios. Bajo esta identidad los
sacerdotes mayas anunciaron a sus seguidores que el deseo
de los dioses era que los españoles murieran hasta el último
hombre, sin que quedara rastro de ellos en la tierra maya:

Los indios se insurreccionaron “por causa de algunos Chilams,


a quienes entre ellos llaman dioses. Uno de ellos les dio a entender
que era el Hijo de Dios, mientras que otros (dijeron) que habían sido
enviados por Dios. (Estos) Chilams dijeron a su gente que debían de¬
jar ir a los españoles a los pueblos de sus encomiendas, y que ahí
deberían matarles a todos. (Esto se debería hacer) porque Dios había
dicho que todos los españoles tenían que morir y que ninguno debe¬
ría quedar en la tierra (. . .) El principal (Chilam) (. . .) era el que dijo
que él era Dios, y era llamado Chilam Anbal.”18

Sorprendidos por el silencio que rodeó a los preparativos de


la insurrección, por el número de pueblos participantes y por el
furor religioso que encendió el ánimo de los rebeldes, los prime-

153
ros españoles que cayeron prisioneros fueron crucificados bajo
el ardiente sol del trópico maya y luego flechados. Otros fueron
torturados y tostados con el copal que servía para incensar a
los dioses mayas. Los rebeldes no distinguieron entre hombres,
mujeres y niños: todos los españoles que cayeron en sus manos
fueron sacrificados. A varios de éstos les cortaron la cabeza,
las manos y los pies, y enviaron cada una de estas partes a
otras provincias para divulgar las victorias indias. Castigos
semejantes fueron aplicados a los indios que vivían con los es¬
pañoles, de los que mataron más de 500. El sentido profunda¬
mente contrario a la presencia del hombre blanco y su cultura
lo revela el hecho de que junto a la destrucción física del espa¬
ñol se procedió a desarraigar los árboles y plantas que los colo¬
nizadores habían traído de Europa. Con el mismo propósito los
indios mataron los caballos, el ganado, las gallinas, los perros,
los gatos y todo animal de procedencia europea.19
Los zapotecos de Titiquipa iniciaron en el mismo año de
1547 otra insurrección, motivada por ideas semejantes. Según
el interrogatorio que hicieron los españoles después de aplacar
la insurrección, ésta fue instigada por un indio principal de Ti¬
tiquipa, llamado Pece, quien recorrió los pueblos de esa región
diciendo a los indígenas que reunieran chalchihuites (piedras
verdes preciosas), oro y plumas, porque habían nacido tres
señores, uno en México, otro en la Mixteca y otro en Tehuan-
tepec, a quienes se debería dar tributo, y no al “rey ni a los
españoles ". Este indio rebelde anunció que “había de haber
una gran tempestad de ocho días, que había de temblar la tie¬
rra y acabarse de morir los españoles, y que no tuvieran miedo
de los españoles, que cuando llegasen allí, a Miaguatlan, los ha¬
bía de matar”.20
Lo que distingue a estas insurrecciones es su decisión de bo¬
rrar toda huella de la presencia del invasor y restaurar el orden
y las tradiciones antiguas. Los líderes que dirigieron estos mo¬
vimientos de repulsa-restauración eran, como en los tiempos
antiguos, sacerdotes, los hombres más compenetrados de las
tradiciones antiguas y los más entrenados en la organización y
el manejo de los pueblos. Para unir a pueblos distantes y sepa¬
rados manejaron la idea, tradicional en su cultura, del mensaje
de los dioses: el anuncio de que era mandato de los dioses destruir

154
a los invasores. La difusión de este mensaje, en una situación de
invasión extranjera en que los pueblos indígenas conocían de an¬
temano los resultados para sus antiguas formas de vida, fue el
elemento unificador de esta guerra sagrada contra el conquis¬
tador. Como en el pasado anterior a la llegada de los hombres
blancos, los indígenas se lanzaron a la guerra estimulados por
el llamado de sus dioses, pertrechados de armas mágicas (fle¬
chas que nunca se quiebran), protegidos por poderes que los ha¬
rían resucitar en caso de ser abatidos, seguros de desterrar al
enemigo que amenazaba destruir los fundamentos en que se
había asentado su vida y la de sus antecesores. El premio no
era sólo la eliminación de esa amenaza terrible, sino la restaura¬
ción del antiguo orden indígena, sublimado por la llegada de
una era feliz en que todo se obtendría sin esfuerzo: edad dicho¬
sa que los indígenas compartirían con sus antepasados resuci¬
tados, viviendo juntos “sin saber qué es trabajo o dolor’’. Los
fines de la insurrección, sus líderes, su estrategia y el pensa¬
miento mítico que la alentaba eran pues genuinamente indígenas
y estaban concentrados en el propósito de desterrar la presen¬
cia del invasor extranjero. En estas experiencias trágicas el pa¬
sado indígena participó como principal sustento e inspiración de las
luchas de los grupos rebeldes.

2. Pulverización de la memoria étnica y desarrollo


de la memoria local y del mestizaje cultural

En los pueblos del centro-sur de México, aquéllos que se ha¬


bían desarrollado bajo el dominio de organizaciones políticas
complejas y centralizadas, no hay noticia de una reacción se¬
mejante a las de Nueva Galicia o el área maya, regiones donde
la existencia de múltiples grupos étnicos (Nueva Galicia) o de se¬
ñoríos autónomos y dispersos (Yucatán), demoró su conquista
y permitió la organización de la resistencia indígena. Por el
contrario, entre los mexicas, texcocanos o tarascos, la caída de
sus centros de poder fue seguida por la rendición simultánea
de los pequeños señoríos y poblados sometidos a ese poder cen¬
tral. A su vez, la destrucción de estos centros acumuladores de
la memoria colectiva del grupo étnico trajo consigo la destruc-

155
ción y pulverización de la memoria étnica global, y más tarde la
aparición de una memoria concentrada en la recordación y el re¬
gistro de acontecimientos locales.
Uno de los cambios que más afectó a la cultura indígena fue
la destrucción de las instituciones políticas mayores, “la trans¬
formación de los reinos indígenas independientes en comunida¬
des indígenas campesinas”.21 La conquista rompió la armazón
política que unificaba a pueblos diseminados en un territorio
extenso y quebró el mando que articulaba los intercambios eco¬
nómicos y las solidaridades militares, religiosas y culturales. La
disgregación de las unidades políticas mayores cortó los inter¬
cambios entre un pueblo y otro, de modo que no hubo más soli¬
daridad social entre pueblos pertenecientes a una misma etnia, ni
los mexicas ni los tarascos ni los zapotecos hablaron más, du¬
rante el virreinato, de nación mexica, tarasca o zapoteca. Sólo
las unidades políticas llamadas “ciudades-estado” indepen¬
dientes, como Huexotzingo o Cholula, se conservaron como
unidades administrativas separadas. Pero la mayoría de los
antiguos señoríos locales, los pueblos, fueron cortados de las
unidades políticas mayores y convertidos en unidades indepen¬
dientes, en diminutas Repúblicas de Indios, como se les llamó. A
partir de 1530 estas Repúblicas gradualmente fueron organiza¬
das en un sistema de gobierno modelado según el municipio es¬
pañol, con derechos comunales a la tierra, gobierno propio y la
obligación colectiva de pagar tributo y proporcionar mano de
obra a los conquistadores.
La creación de las repúblicas de Indios provocó una triple
separación de los indígenas respecto de la sociedad global. Te¬
rritorial y étnica en primer lugar, porque las repúblicas o comu¬
nidades se consideraron residencia particular de los indios, con
exclusión de los españoles, negros y “castas”. En las ciudades,
que eran los centros de población española, los indios también
fueron obligados a residir en barrios especiales, apartados de la
población blanca y mestiza. Jurídica, en segundo lugar, porque
los indios y sus repúblicas quedaron separados del resto de la
población por leyes, jueces y juzgados especiales, dedicados
a proteger sus derechos en forma privativa y paternalista. Y
económica, por último, porque todas estas divisiones, deriva¬
das de la división principal entre conquistadores y conquistados,

156
ratificaron la subordinación económica de la población indígena
a los intereses de la economía dominante que dirigían los colo¬
nizadores.22 Esta múltiple segregación étnica, territorial, jurí¬
dica, política, social y económica clausuró la posibilidad de
desarrollar una memoria y una conciencia histórica global, y
alentó la formación de una memoria y de una solidaridad social
reducidas al ámbito local.

Desarraigo y recomposición
de las comunidades indígenas

Cuando el modelo del municipio español comenzó a organizar a


los pueblos indios, una sucesión de catástrofes demográficas
apresuró la descomposición de la población indígena y su vio¬
lenta adaptación a un modelo extraño. Hoy sabemos que las
terribles mortandades provocadas por las epidemias de 1545-48,
1563-64, 1576-81 y 1587-88, junto a la necesidad de cobrar el
tributo, extraer la fuerza de trabajo de los pueblos y evangeli¬
zar a la población, fueron los argumentos manejados por las au¬
toridades virreinales para decidir una radical reorganización de
la población indígena, que, con excepción de los antiguos cen¬
tros ceremoniales que fueron capitales de unidades políticas
mayores, vivía dispersa en pequeñas aldeas o desparramada
entre las zonas de cultivo.
“Desde los años iniciales de la colonización el patrón de
asentamiento indígena tradicional, caracterizado por chozas
de campesinos desparramadas entre los campos de cultivo sin
formar núcleos compactos, había contrariado a los españoles
porque dificultaba el control de la población, la sustracción de
tributos y trabajadores y la obra de evangelización. Sin embar¬
go, cuando a todo esto se sumó la desaparición de millones de
indígenas y la conversión de miles de hectáreas de cultivo en
campos eriazos, (. . .) el virrey Velasco (1550-1564) decidió con¬
centrar en pueblos organizados a todos los indios y repartir las
tierras sobrantes entre los españoles. Entre 1550 y 1564 se lle¬
vó a cabo este vasto programa que abarcó toda la zona agrícola
del país, desde Nueva Galicia hasta Yucatán, e introdujo cam¬
bios radicales en la tenencia de la tierra y en la organización po¬
lítica y social de las poblaciones aborígenes.”23 En 1576-80 otra

157
epidemia devastadora acabó con la mitad de la población indí¬
gena, y otra vez, entre 1595 y 1605, las autoridades virreinales
promovieron una nueva congregación en pueblos de la pobla¬
ción indígena.
Así, entre 1550 y 1605 la política de congregaciones de pueblos
cambió radicalmente la localización ecológica, la organización
política y la fisonomía social y cultural de los pueblos indíge¬
nas. Por virtud de esta política las antiguas cabeceras de los
poblados indígenas fueron bajadas de los peñoles y faldas de
los cerros donde estaban asentadas, y refundadas en las tierras
bajas, uniéndolas a veces a pueblos o estancias que eran suje¬
tos de la antigua cabecera. Estas nuevas poblaciones se organi¬
zaron a la española: en el centro de ellas se edificó la iglesia
cristiana y las casas de gobierno, y en sus alrededores las habi¬
taciones para los campesinos. Los campesinos que vivían en al¬
deas dispersas fueron compelidos a mudarse a los barrios de las
nuevas poblaciones, o a fundar estancias o aglomeraciones de
pueblos “sujetos’’ a la cabecera principal. Así, obligados por la
fuerza, los indios tuvieron que dejar los sitios donde por siglos
habían sido protegidos por sus dioses, donde estaban sus divi¬
nidades comunes y reposaban sus ancestros, y donde rendían
culto a los fundadores del pueblo.
El simbolismo religioso, histórico y comunitario de estos
lugares sagrados lo ejemplifica la cueva de Chalcatongo, en
Oaxaca, un sitio en el que los indígenas acostumbraban sepultar
a sus reyes o caciques y que habían logrado mantener oculto va¬
rias décadas después de la entrada de los frailes. Fray Benito
Fernández, un legendario misionero de la mixteca perseguidor
de idolatrías, tuvo noticias de este lugar e inmediatamente fue
en su busca, acompañado de una multitud de indios aterroriza¬
dos. He aquí lo que hizo, según el cronista Francisco de Bur-
goa, cuando descubrió este recinto que él vio como un recinto
diabólico:

Luego que el siervo de Dios reconoció el puesto descubrió una dila¬


tadísima cuadra, con luz de unas troneras que se le habían abierto
por encima y por los lados y unas urnas de piedras, y sobre ellas in¬
mensidad de cuerpos, por orden en hileras, amortajados con ricas
vestiduras de su traje, y variedad de joyas de piedras de estima,

158
sartales y medallas de oro, y llegando más cerca conoció algunos
cuerpos de caciques, que de próximo habían fallecido (...) y tenía
por buenos cristianos [y] ardiendo en celo del honor divino, embis¬
tió a los cuerpos, y arrojándolos por los suelos los pisaba y arras¬
traba como despojos de Satanás [luego vio] más adentro, como
recámara, otra estación y entrando dentro la halló con altarcillos a
modo de nichos, en que tenían inmensidad de ídolos, de diversidad
de figuras, y variedad de materias de oro, metales, piedras, madera
y lienzos de pinturas, [y] aquí empezó el furor santo a embravecer¬
se, quebrantando a golpes todos los que pudo, y arrojando a sus
pies los demás, maldiciéndoles como espíritus de tinieblas, y vien¬
do los indios lo que tardaba, tuvieron por cierto estaba ya muerto
(. . .) [y] vengado de los dioses aquel desacato, cuando le sintieron
que salía cansado y trasudado, en las faldas del hábito los ídolos de
mayor veneración, y arrojándolos delante de ellos los volvió a pi¬
sar, y a escarnecer (...) y empezando a predicar a aquel numeroso
concurso [de indios] [. . . y] fue tan grande la eficacia de sus razones,
tan ardiente el espíritu, que ablandó aquellos corazones endurecidos
y como si fueran de cera, los redujo a que hicieran allí una grandísi¬
ma hoguera (...) [obligándolos a que arrojasen en ella] a los ídolos y
cuerpos de sus señores difuntos (...) y con este espantoso triunfo
los dej ó tan confusos y avergonzados de considerar el temor engaño¬
so en que habían vivido, que se siguieron grandes conversiones.24

A veces el traslado de los pueblos de un sitio a otro sólo im¬


plicó un cambio de lugar; pero en muchos casos la población
obligada a congregarse en un nuevo sitio tuvo que convivir con
grupos étnicos de lengua y tradiciones diferentes. Si en térmi¬
nos ecológicos este traslado masivo de la población provocó un
reajuste global a un medio distinto, en términos politicos y cul¬
turales este cambio significó el desarraigo, la extirpación bru¬
tal de un conjunto de tradiciones largamente acumuladas y la
imposición violenta de un nuevo modo de vida. De pronto, los
indios fueron arrancados de los lugares protegidos por sus divi¬
nidades, desenraizados de los pueblos donde habían tejido las
tradiciones que los dotaban de pasado e identidad, y echados a
un medio extraño, donde todo se organizaba según el mandato
de hombres y dioses extranjeros. Vista en perspectiva históri¬
ca, esta remoción gigantesca de la población es uno de los actos
de desarraigo social y cultural más violentos de que se tenga
memoria en la historia de México. Sobre todo desde la perspec-

159
tiva indígena, porque en la tradición prehispánica la conquista
de un pueblo por otro nunca se acompañó de la destrucción de
sus dioses y tradiciones. Dominado un pueblo y obligado a pa¬
gar el vasallaje y los tributos que imponía el conquistador, el
pueblo vencido continuaba en posesión de sus costumbres y
dioses. Su pasado no se desconectaba del presente.
Pero a partir de la conquista lo que vivieron los indígenas
fue un rompimiento continuo e inexorable con su pasado. El
proceso que iniciaron los frailes con la extirpación de la antigua
idolatría y la imposición del cristianismo lo completaron las
congregaciones de pueblos, porque en esas reducciones el anti¬
guo pasado fortalecedor y revitalizador fue progresivamente
cortado del presente, y en su lugar se asentó una nueva situación
social y cultural en la que se combinaron restos de ese pasado
con las tradiciones y costumbres europeas. En las congregacio¬
nes se forjó una nueva identidad y nuevas formas de solidari¬
dad social alrededor de las tierras comunales y de la iglesia
cristiana que se levantó en el centro del pueblo. La mayoría de
los cientos de pueblos congregados fue bautizada con el nom¬
bre de un santo cristiano, que se antepuso al antiguo nombre
indígena. En muchos de estos pueblos la fundación cristiana se
mezcló con prácticas indígenas tradicionales. Por ejemplo,
se continuó la antigua costumbre religiosa de organizar el espa¬
cio territorial de los pueblos de acuerdo con los cuatro rumbos
del universo, señalando cada uno de esos puntos con una cruz.25
En otros pueblos los indígenas trataron de hacer coincidir las
fechas de sus antiguas ceremonias con las del ritual cristiano, o
con la fiesta de su santo patrono, hasta que los frailes lo descu¬
brieron y modificaron el calendario de las festividades.
La vitalidad de este antiguo sustrato cultural para funda¬
mentar las nuevas formas de vida indígena se percibe en todas
esas prácticas que los antropólogos e historiadores han llama¬
do sincretismos. Estas revitalizaciones de la antigua cultura
buscaban incorporar lo antiguo en el presente por el procedi¬
miento de encubrirlo con un barniz cristiano que permitiera su
aceptación en la cultura dominante. Tal es el caso de la entu¬
siasta recepción que los indios dieron en sus pueblos al culto de
los santos. Según Charles Gibson “La comunidad de los santos
fue recibida por los indígenas no como (una intermediación) en-

160
tre Dios y el hombre, sino como un panteón de deidades antro-
pomórficas”,26 tal como era el culto a sus diversas deidades en
el pasado. Y lo mismo puede decirse de otras prácticas, como la
muy extendida de ceder parte de las tierras comunales de los
pueblos a los santos, de manera que, como en la antigüedad pa¬
gana, de los productos de estas tierras se mantuviera el culto.27
También debe mencionarse el culto a los muertos y una multitud
de ritos agrícolas que bajo formas cristianas continuaban ritos
prehispánicos. O a la inversa, pues es conocida la transforma¬
ción de ritos europeos, como la danza de moros y cristianos que
celebraba la Reconquista de la Península por los españoles, en
danza de la conquista, en escenificación del momento histórico
en que chocaron españoles contra indios.28
La tradición oral, el ritual y el mito, los antiguos instrumen¬
tos que desde tiempos antiquísimos sirvieron a los indios para
trasmitir el pasado, fueron los principales conductores de la
memoria histórica indígena bajo la dominación española. Pero
sin el apoyo de la escritura y de los sistemas calendáricos, y
en las condiciones de represión que generó la dominación espa¬
ñola, tanto el ritual como la trasmisión oral del pasado perdie¬
ron eficacia para conservar la autenticidad de sus tradiciones y
la potencia para trasmitirlas con la fuerza y el efecto multiplica¬
dor que habían tenido antes de la llegada del conquistador. El
mito y las antiguas ceremonias indígenas tuvieron que embo¬
zarse tras de máscaras cristianas para pasar un mensaje cada
vez más separado de la fuerza nutriente que antes lo hacía tras-
misor de profundas identidades étnicas. La imposibilidad de
articular un mensaje con contenidos indígenas autóctonos
abrió entonces una fisura irreparable entre el pasado pagano y
el presente colonial. Estas fracturas que progresivamente van
debilitando la trasmisión del pasado indígena se observan en
casi todos los mecanismos que servían de correas trasmisoras
de esa memoria.
Hacia mediados y finales del siglo XVIII la mayoría de las
poblaciones indígenas congregadas en los pueblos había perdido
la noción de pertenencia a una comunidad étnica más amplia,
con excepción de los caciques e indios principales, que estaban
más integrados con el mundo exterior, particularmente con las
autoridades civiles y religiosas españolas. Sólo los mayas y

161
otros pueblos aislados continuaban alimentando su presente con
la lectura secreta de las profecías y tradiciones contenidas en
sus libros sagrados. En los demás sólo perduraban ritos agra¬
rios y tradiciones orales deformadas o tamizadas por las cere¬
monias y las prácticas cristianas. El efecto destructivo de la
dominación española y de la “conquista espiritual’’ sobre
la memoria de estos pueblos lo revela un hecho simple: en el siglo
XVIII la mayoría de estos pueblos carecía de un relato articu¬
lado que uniera su presente con el pasado. No se conoce un solo
texto indígena que trate la historia de uno de esos pueblos nue¬
vamente fundados desde sus antecedentes prehispánicos hasta
el presente colonial. Sin embargo, esos pueblos inventaron
una nueva forma de trasmitir el pasado, una mezcla de tradi¬
ciones indígenas y españolas que sin tener la coherencia de
los antiguos anales históricos, era un vehículo poderoso para
mantener la cohesión social de los pueblos.
Este es el caso que ejemplifica una serie de documentos indí¬
genas llamados “Títulos primordiales”, que aunque escritos en
náhuatl a fines del siglo XVII, durante el XVIII y más tarde, se
apoyan sin duda en tradiciones orales anteriores y en documen¬
tos ya perdidos en el momento de la redacción de los títulos.29
Una primera lectura de estos documentos cuyo tema central es
la adjudicación y reparto original de las tierras del pueblo, pa¬
rece confirmar que se trata de una memoria deshilvanada y
confusa que carece de un exacto registro cronológico de los
acontecimientos. Así, en un documento relativo al pueblo de
Zoyatzingo, se dice que los españoles llegaron en el año 945. En
otro se cuenta que el cristianismo y los españoles penetraron
en el pueblo de Zula el año de 1907 ó 1909, aun cuando en otra
parte se afirma que la gente de Zula fue bautizada en 1532. Es
usual que en estos documentos se sobrepongan acontecimien¬
tos ocurridos en distinto tiempo y lugar, o que se entremezclen
narraciones míticas con hechos efectivamente ocurridos. No
hay en estos relatos huella de la ordenada secuencia narrativa
que es propia de los anales indígenas antiguos o Xiuhtlalpo-
hualli. En fin, vistos con criterios occidentales, estos y otros
documentos semejantes parecen merecer el calificativo de “pa¬
tentemente inadecuados, pobremente informados, falsos y (.. .)
deliberadamente falsificados”.30 Y esto último por la muy

162
justificada razón de que muchos son toscas falsificaciones de
los documentos oficiales españoles que asignaban formalmen¬
te la tierra a los pueblos indígenas.
¿Pero en verdad son falsas estas versiones indígenas del re¬
parto de la tierra y de su historia? Una lectura del contenido in¬
terno de este discurso muestra que no se trata de falsedades, sino
de una relación de acontecimientos históricos efectivamente
ocurridos pero hecha a partir de las condiciones materiales en
que estaba inserta la memoria y la cultura indígena, y elabora¬
da a partir del punto de vista del indígena, no del conquistador.
El cuidadoso análisis que hizo James Lockhart de estos textos
muestra que en ellos la memoria histórica, aunque fragmenta¬
da e incoherente para ojos no indios, retiene los hechos crucia¬
les de la historia de los pueblos y cohesiona a sus miembros en
tomo a valores fundamentales: la propiedad de las tierras comu¬
nales, la posesión ancestral de éstas, los peligros del exterior, la
necesidad de permanecer unidos y defender sus tradiciones.
Es significativo que estos documentos incluyan siempre un
relato histórico que liga la adjudicación primordial de la tierra
y la fundación del pueblo a los tiempos prehispánicos. En casi
todos se cita a personajes indígenas remotos, rodeados de una
aura mítica, actuando como figuras fundadoras o participantes
en el acto que estableció la distribución original de las tierras
del pueblo. En algunos casos estos personajes indígenas remo¬
tos se representan vivos en el periodo inmediato a la conquista,
con nombres cristianos, y son estos personajes quienes reciben
las tierras de manos de las autoridades españolas. Es decir, es¬
tos personajes aparecen como inmunes al tiempo, sin duda pa¬
ra simbolizar la unidad entre la tradición indígena y las nuevas
costumbres españolas. En todo caso el deslinde y la repartición
de las tierras, la división de los barrios, el nombramiento de las
autoridades del pueblo, el bautismo de la población, la cons¬
trucción de la iglesia, y todo el ciclo de actos que acompañan al
establecimiento del pueblo se presentan con una aura de funda¬
ción primordial que, como en la época prehispánica, establece
las fuentes de legitimidad de la comunidad.
También es frecuente en estos documentos la recordación de
la defensa ancestral de la tierra frente a invasores o enemigos
externos. En varios de ellos se mencionan conflictos de tierra

163
con pueblos limítrofes que tuvieron lugar en tiempos prehispá¬
nicos, y de los que el pueblo salió victorioso porque supo hacer
valer sus derechos mediante argumentaciones fundadas en los
procedimientos legales introducidos por los españoles, o me¬
diante mitos que corresponden a la tradición prehispánica. Es
decir, otra vez, en la defensa de la tierra, se mezclan procedi¬
mientos antiguos y contemporáneos sin hacer caso de la extra¬
polación temporal porque todo sirve al mismo fin: preservar la
tradición de la defensa de la tierra.31
Los “Títulos primordiales’’ indígenas conservan también el
recuerdo de que en un tiempo remoto los hombres no vivían
agrupados en pueblos, sino que andaban dispersos entre los
montes. Junto a este recuerdo retuvieron la memoria de las in¬
vasiones chichimecas en el área de los pueblos sedentarios, y la
memoria de las congregaciones de pueblos bajo la dominación
española. Pero con frecuencia estos tres acontecimientos situa¬
dos en momentos históricos diferentes aparecen confundidos en
uno solo: “antes que la fe viniera todos ellos estaban dispersos,
se escondían entre los campos y los despeñaderos”.32 La noción
de vida sedentaria y la fundación de los pueblos aparecen liga¬
das con el hecho traumático de las congregaciones, de la misma
manera que la época pagana se identifica con lo no sedentario, y
al cristianismo y la presencia de los religiosos y de las autorida¬
des españolas con las congregaciones. La gente de estos pueblos
sabía que en un tiempo lejano e impreciso sus ancestros fueron
paganos, que sus pueblos carecieron de santos, las personas de
nombres cristianos y los principales o caciques del título
de “don”. Pero esa conciencia histórica ya no distingue entre
lo propiamente indígena y lo español, pues ambas raíces se
evocan mezcladas, formando un solo pasado.
La progresiva simbiosis entre el pasado prehispánico y el co¬
lonial está también presente en la manera como los habitantes
de estos pueblos interpretan los elementos de la cultura espa¬
ñola más cercanos a ellos. En estos títulos primordiales fabri¬
cados por los propios indígenas no hay rastro de incredulidad
respecto al cristianismo, ni resistencia contra esta fe antes re¬
pudiada. Tampoco hay actitudes de deslealtad frente al rey
español. Al contrario, el cristianismo, las autoridades y proce¬
dimientos españoles aparecen en estos textos como una nueva

164
forma de legitimidad de las tradiciones de los pueblos. La con¬
quista casi no es mencionada en los títulos, ni se expresa ningún
recuerdo doloroso acerca de ella. Más bien estos hechos tienen la
calidad de eventos cósmicos que no ameritan explicarse; son
vistos como nuevos arreglos del mundo que tienen su justifica¬
ción en sí mismos:

Cuando el señor Marqués trajo la fe católica, los padres de la orden


de nuestro padre San Francisco vinieron cargando el Espíritu San¬
to al frente, y los españoles, aquéllos con los cueros blancos y con
baldes en las cabezas traían sus espadas en un costado; dijeron lla¬
marse españoles y que ellos les habían dado licencia (a los indios) pa¬
ra establecerse en los pueblos formalmente, y ellos (los indios) deberían
pensar qué Santo querían que fuese su patrón, porque la fe católica
ya estaba en la ciudad de México.33

Cortés, los frailes, el virrey o el arzobispo son mencionados


no como usurpadores o enemigos, sino como fuentes de legi¬
timidad del nuevo orden que rige en los pueblos. Los títulos
primordiales de cada pueblo siempre mencionan a un alto repre¬
sentante del gobierno español (Cortés, el rey, el virrey, el arzo¬
bispo), como una especie de dios que interviene en la fundación y
deslinde del pueblo legitimando ese acto. Es cierto, el conoci¬
miento de los rangos y funciones de estas autoridades es in¬
exacto o impreciso: el virrey es confundido con el rey, Cortés es
identificado con don Luis de Velasco (“nuestro gran Señor el vi¬
rrey emperador Carlos V”, “Cortés y don Luis de Velasco, el
Marqués”). Pero para las gentes de los pueblos es claro que es¬
tos nombres son o representan el poder del que depende la po¬
sesión de sus tierras y la continuidad de sus pueblos, aunque
desconozcan el rango exacto de esa autoridad. Esto no impor¬
ta; lo que importa es que esas autoridades, que son ahora las
autoridades reconocidas, confirmen y legitimen el derecho de
los pueblos. Lo mismo ocurre con las fechas del calendario eu¬
ropeo, que aparecen trastocadas, dando la impresión de que el
escriba indígena no dominaba el sistema numérico europeo de
la cuenta de los años. Los escribas indígenas muestran igno¬
rancia de los rangos precisos de las autoridades españolas, del
sentido exacto de los procedimientos legales europeos y del sig¬
nificado del calendario europeo, pero no ignoran que esas auto-

165
ridades, procedimientos y fechas son signos legitimadores
esenciales en los documentos europeos y por eso los usan en los
suyos, aunque en éstos aparezcan como imprecaciones mági¬
cas, como elementos que por el solo hecho de ser mencionados
les darán acceso a títulos eternos e irrevocables de posesión del
territorio.
En contraste con esta actitud de asimilación de los elementos
básicos del sistema de dominación hispanocristiano, en los tí¬
tulos primordiales indígenas y en la actitud general de los pue¬
blos hay un rechazo, una repulsa y una connotación de peligro
en relación con los españoles concretos y los extraños al pueblo.
Lockhart señala que partes importantes de estos textos están
dedicadas a advertir a los habitantes de los pueblos que no
muestren los documentos a nadie, particularmente a los españo¬
les. “El título de Zoyatzingo previene a la gente que desconfíe
de los españoles que vengan en el futuro, ya que harán amistad
con sus descendientes, comerán con ellos y serán sus compa¬
dres, y luego los forzarán a venderles o a darles la tierra por
su amistad.”34
Estos documentos muestran que la memoria histórica de
estos pueblos se había concentrado en la preservación de los
derechos territoriales, en el factor esencial que permitía la existen¬
cia del pueblo y cimentaba la cohesión social de sus habitantes.35
El carácter de instrumentos almacenadores de la memoria his¬
tórica de los pueblos y de alertadores del peligro principal que
amenazaba su existencia lo revela también la forma y el uso
que se daba a los títulos primordiales. Todos los títulos encon¬
trados por Lockhart denotan, por su estilo, que fueron hechos
por los ancianos del pueblo para beneficio de los jóvenes y de
las generaciones por venir. El estilo retórico y declamatorio
de los títulos primordiales es muy semejante a los huehuetlato-
lli o discurso de los ancianos que en la época prehispánica tras¬
mitía a los jóvenes los preceptos que habían regulado la vida de
los antepasados. “Oh mis hijos”, “Oh mis jóvenes hermanos”,
son fórmulas comunes en los títulos primordiales. Pero aparte
el estilo, el uso que se daba a estos documentos muestra que
eran los nuevos vehículos trasmisores de la memoria de los vie¬
jos a las nuevas generaciones. Su redacción en náhuatl, la con¬
signa de mantenerlos escondidos de los españoles, y la llamada

166
de alerta que constantemente brota de ellos para defender las
tierras hicieron de estos titulos los conservadores de la memo¬
ria vital de los pueblos indígenas: era la memoria que recorda¬
ba los derechos que la gente indígena creía tener a la tierra.
Para los españoles que conocieron estos documentos cuando
alguna vez fueron presentados como pruebas fidedignas de los
derechos indígenas a la tierra, y para muchos historiadores que
los juzgaron desde el punto de vista que autentifica a los docu¬
mentos históricos del vencedor, estos documentos son falsos
porque carecen de las formalidades que distinguen a los títulos
expedidos por los conquistadores. Pero esta “falsificación” de
los títulos de tierras por los indios es la prueba más fuerte de su
autenticidad, una muestra de su gran capacidad de adaptación a
la situación de conquista. Lo que los indios hacían al “falsificar”
los títulos de tierras era tratar de legitimar, con los procedimien¬
tos y usos españoles, sus derechos ancestrales a la tierra, expre¬
sándolos en las formas impuestas por el conquistador. Para
quien quiera ver la historia colonial desde el punto de vista de
los indios, los “falsos” títulos primordiales son demostrativos
de la otra cara de esa historia: la oculta. Y para los propósi¬
tos de este ensayo, los títulos primordiales de los indios
muestran, con una fuerza que no se encuentra en otros docu¬
mentos, cómo los pueblos indígenas volvieron a reconstruir
su memoria histórica bajo las condiciones opresivas de la do¬
minación.36

3. La reconstrucción histórica elaborada


por la nobleza indígena
y sus descendientes mestizos

El único sector indígena que conservó parte de la vieja memo¬


ria y de las técnicas para recoger los hechos históricos fue el re¬
ducido grupo de indios principales descendientes de la antigua
clase dirigente. La campaña de exterminio que acabó con los
sacerdotes y jefes excluyó a un pequeño grupo de indios princi¬
pales que colaboraron con los españoles en la conquista (tlaxcal¬
tecas, texcocanos, cholultecas, etc.), y por curiosa coincidencia
este grupo, junto con los misioneros, fue el que trasmitió di-

167
rectamente a la nueva situación colonial las pictografías y la
memoria indígena más remota, adaptándolas a la tradición his-
toriográfica europea. A este grupo debemos la aparición de una
literatura histórica mestiza, pues su condición de aliados de los
conquistadores y de herederos de las genealogías y textos his¬
tóricos de las antiguas familias gobernantes les permitió con¬
servar ese pasado en la nueva situación colonial, y los obligó a
usar las técnicas y estilos historiográficos europeos para tras¬
mitirlo.
En las primeras décadas que siguieron a la conquista, la no¬
bleza indígena aliada a los españoles fue el principal conservador
de las pictografías que guardaban la memoria de sus antepasa¬
dos. Estas genealogías y textos históricos sirvieron a los indios
principales para probar la antigüedad de su linaje y para afir¬
mar los derechos políticos y territoriales que argüían ante los
españoles. Como en el pasado prehispánico, los textos históri¬
cos cumplieron aquí la vieja tarea de apoyar la continuidad del
grupo en el poder y de legitimar los intereses particulares de
los caciques y principales indios.
Este uso indígena de los antiguos textos históricos fue esti¬
mulado por la misma administración española. Para otorgar
privilegios y cargos políticos a los nobles indios que continua¬
mente los solicitaban, las autoridades del virreinato exigieron
que los demandantes probaran sus pretensiones con documen¬
tos históricos. Así, el primer virrey de la Nueva España, don
Antonio de Mendoza (1535-1550), mandó redactar una historia
de las familias gobernantes de la provincia de Chalco-Amaque-
mecan que sirviera de guía confiable para otorgar los puestos
que solicitaban sus descendientes.37 El encargo de reunir estas
probanzas de méritos recayó en un tal Andrés de Santiago Xu-
chitotozin, quien en 1547 era juez del poblado de Amaqueme-
can. Este fue el origen de una recopilación extraordinariamente
rica de documentos históricos acerca de Chalco-Amaquemecan,
que más tarde, a principios del siglo XVII, fue sistematizada
por otro indígena: Domingo Francisco de San Antón Muñón
Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin.
Para Chimalpahin, quien descendía por línea paterna y mater¬
na de las antiguas familias gobernantes de Chalco-Amaqueme¬
can, estos documentos legitimaban los derechos de los herederos

168
de la antigua clase dirigente a los cargos políticos que ofrecía la
administración colonial. De ahí que una de sus preocupaciones
fuera autentificar la antigüedad y veracidad de los textos his¬
tóricos que cayeron en sus manos. Afirma que “Estas historias
antiguas (. . .) de los linajes reales que aquí se refieren (. . .) no
son cosas imaginadas o fingidas. No se trata de ninguna fábu¬
la, sino que todos los datos han sido cotejados unos con otros
según las más antiguas versiones de las viejas y viejos de la no¬
bleza (. . .) nuestros pasados, (. ..) de quienes somos sus nietos
y biznietos”. Repetidamente señala que las relaciones históri¬
cas que él ofrece son copia fiel “De cinco partes o libros, de
antiguos papeles pintados hechos por los antiguos queridos
nobles”.38
Como los tlacuilos de la antigüedad, Chimalpahin emprende
su tarea de recolección de las pictografías movido por una peti¬
ción del gobernador indígena de Amaquemecan, quien le solicitó
que “arreglara las pinturas y el libro de las antigüedades lla¬
madas Nenotzallis” (relaciones originales). Pero Chimalpahin
va más allá de este mandato: hace una indagación acuciosa pa¬
ra obtener el mayor número de documentos, somete sus dudas
de interpretación a los sabios de la región y luego de ordenar
las diversas relaciones históricas que obtiene, algunas de las
cuales estaban en un estado de destrucción avanzado, las cote¬
ja una con otra y procede a poner en letras el mensaje ideográfi¬
co que aparece dibujado en los códices pictográficos. Su obra es
de ordenación, traducción y recuperación de una memoria his¬
tórica a punto de extinguirse, dispersa y hasta entonces inacce¬
sible para la mayoría de los hombres de su región. Así, con un
propósito distinto al de los misioneros, este indígena educado
en los colegios españoles, dueño del español y del náhuatl, vuel¬
ve letras el borroso lenguaje de las pictografías y entrega a sus
compatriotas una colección de escritos en náhuatl que recoge la
historia de la región de Chalco-Amaquemecan desde los tiem¬
pos más remotos hasta finales del siglo XVI.
Desaparecidos los textos originales que utilizó Chimalpahin,
es difícil descubrir las innovaciones o cambios que introdujo en
la versión que salió de sus manos. Pero puede afirmarse que no
se propuso recrear los materiales originales o forjar con ellos
un relato personal. Las seis relaciones históricas que se han

169
traducido del náhuatl al español muestran que fue bastante fiel
a las pictografías originales, que eran del género de los anales o
Xiutlalpohualli. En esta sucesión anual de los hechos sobresa¬
lientes ocurridos al grupo étnico, las alteraciones más notables
son interpolaciones de la cronología cristiana, de algunos rela¬
tos bíblicos y de noticias contemporáneas de la historia de
España y Europa.39 Pero se trata de eso, de meras interpola¬
ciones, de intercalamientos de frases y párrafos en el texto
antiguo, distinguibles a primera vista, que no modifican la
versión original.
En forma parecida llegó a nosotros la Crónica Mexicdyotl,
que relata el origen y la grandeza del pueblo mexica. Ésta es
también una “crónica” basada principalmente en los anales o
Xiutlalpohualli y en otros textos históricos antiguos. Su con¬
servador y trasmisor fue asimismo un noble indígena: Fernando
de Alvarado Tezozómoc, quien la transcribió al náhuatl hacia
1609, con la colaboración de Chimalpahin.40 Los historiadores
modernos y contemporáneos han disputado mucho sobre la au¬
toría de estos y otros textos semejantes, pero es claro que se
trata de una discusión sin sentido. La Crónica Mexicdyotl, la
Historia Tolteca-Chichimeca y las demás relaciones históricas
de ascendencia indígena no fueron elaboradas por autores in¬
dividuales a la manera de la tradición occidental. Fueron he¬
chas, modificadas y reescritas por los jefes que gobernaron
esos pueblos. Fernando Alvarado Tezozómoc, Chimalpahin y
otros nobles indígenas que tuvieron acceso a las antiguas pic¬
tografías no escribieron estos textos, simplemente los recibie¬
ron en herencia. Su obra fue de conservación y de traducción de
los ideogramas y tradiciones orales al náhuatl escrito.
Sin proponérselo, los nobles indígenas y los misioneros que
vertieron al náhuatl escrito o al castellano el contenido de las
antiguas pictografías introdujeron una mutación radical en
la tradición histórica indígena: separaron el texto indígena de
su interpretación oral. Desde el momento en que las antiguas
tradiciones indígenas fueron vertidas al náhuatl o al español,
perdieron su significado múltiple, la riqueza interpretativa y el
colorido que las iluminaba cuando eran declamadas y explica¬
das por los especialistas de la lectura pictográfica indígena. A
partir de la puesta en letras del mensaje ideográfico de los códi-

170
ces, el texto histórico indígena adquirió un sentido unívoco que
no tenía antes. Esta nueva escritura de la historia rompió la an¬
tigua relación entre los ideogramas del texto indígena y su expli¬
cación por los intérpretes del mismo, que era una combinación
rica de desciframiento, glosa y comentario oral, un vaivén ince¬
sante entre el contenido de las pictografías y la disgresión crea¬
tiva, siempre renovada y cambiante de su explicación oral. La
introducción del alfabeto europeo convirtió así al antiguo texto in¬
dígena polivalente en un texto de sentido único, porque la nueva
escritura, al escoger una sola interpretación entre las varias
que permitían los ideogramas del códice, estableció un sentido
único del contenido del texto, definió una interpretación única del
mismo, y además convirtió a esta interpretación en la única au¬
torizada. El texto hizo autoridad. En adelante lo establecido en
el texto privó sobre cualquier interpretación oral. Fue esta otra
manera, quizá la más importante, en que el nuevo discurso de la
historia impuso su supremacía sobre el antiguo. A partir de es¬
ta ruptura fundamental el indígena ya no pudo leer, recordar o
explicar sus textos según sus propias categorías escritúrales y
mentales, sino que su propia tradición histórica comenzó a ser
explicada en un lenguaje extraño, regido por otras categorías
mentales.
La conversión de los antiguos ideogramas indígenas en letra
escrita marca entonces un momento crucial en la historia de la
aculturación y dominación de los pueblos americanos. Antes de
que esos ideogramas fueran trasladados al alfabeto europeo su
lectura fue otra, indígena; pero desde que fueron trasladados al
nuevo alfabeto y transformados en textos con un sentido y una
explicación unívocas, adquirieron las categorías y los valores
de la cultura occidental. Este hecho muestra otra fase poco es¬
tudiada del drama de la conquista: la historia del conquistado
no sólo es escrita por el conquistador, sino que la propia tradi¬
ción histórica del conquistado es primero suprimida y luego ex¬
propiada por el conquistador, quien la convierte en una lectura
que sólo puede realizar el vencedor.
La aparición de una reinterpretación de la tradición histórica
indígena apoyada en los antiguos textos indígenas, pero hecha
con otros criterios y atribuible a personas individualizadas,
ocurre casi en la misma época en que se trasladaron al náhuatl

171
escrito las antiguas pictografías; pero sus autores no fueron ni
étnica ni culturalmente indios puros. Diego Muñoz Camargo
(nacido hacia 1529 y muerto en 1599), Juan Bautista Pomar
(quien debe haber nacido poco después de la conquista) y Fer¬
nando de Alva Ixtlilxóchitl (1578-1648), los creadores de esta
nueva literatura histórica de tema indígena, eran mestizos. Los
tres descendían por línea materna de antiguas familias de gober¬
nantes indígenas. Muñoz Camargo estaba emparentado con fa¬
milias indígenas de Tlaxcala; Bautista Pomar descendía de la
familia de Nezahualpilli, señor de Texcoco; y Alva Ixtlilxóchitl
de la misma familia de Nezahualpilli y de Ixtlilxóchitl, antiguos
gobernantes de Texcoco. Los tres tuvieron padres españoles y
los tres escribieron lo que hoy podríamos llamar historias regio¬
nales, relatos de una región y de un grupo étnico. En esto conti¬
nuaron la tradición de sus antepasados indígenas, quienes
construyeron sus relatos alrededor del grupo étnico política¬
mente organizado. Pero su manera de abordar esta historia y
su estilo marcan un rompimiento profundo con esta tradición
y una afiliación a la tradición historiográfica española. En
contraste con sus antecesores, estos autores no se limitan a ser
meros recopiladores y sistematizadores de los antiguos textos
indígenas. Los tres se sirven de los antiguos anales y tradicio¬
nes orales indígenas, pero componen sus relatos según los mo¬
delos y estilos de la crónica europea.
Juan Bautista Pomar escribió su Relación de Tezcoco para
cumplir una orden del rey Felipe II, quien mandó componer
unas relaciones geográficas sobre los dominios de España en
América. Bajo esta compulsión Pomar elaboró una de las pri¬
meras historias locales hechas por gente mestiza. Su obra cum¬
ple con la exigencia de presentar una descripción geográfica de
la región, pero es más importante la información histórica que
agrega sobre el señorío de Texcoco: un relato que abarca la des¬
cripción de sus gobernantes, dioses, ceremonias, costumbres,
formas de guerra y gobierno, alimentación, etcétera. Es decir, se
trata de un relato histórico-etnográfico, de una descripción he¬
cha como si el autor estuviera fuera del mundo indígena; es un
relato que ya no sigue los modelos indígenas de relatar: imita la
composición y el estilo de las relaciones históricas europeas.41
Estas nuevas tendencias en el contenido y la forma de los re-

172
latos históricos se expresan con mayor fuerza en la Descripción
de la ciudad y provincia de Tlaxcala y en la llamada Historia de
Tlaxcala, ambas de Diego Muñoz Camargo, y en las obras his¬
tóricas de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl. Muñoz Camargo
compuso su Descripción y su Historia de Tlaxcala apoyado
en los antiguos anales y tradiciones históricas indígenas. Pe¬
ro en contraste con Chimalpahin y Alvarado Tezozómoc, quie¬
nes transcribieron fielmente el modelo indígena de narrar los
hechos año con año, Muñoz Camargo adopta el modelo de la
crónica europea. En lugar de presentar unos anales en sentido
estricto, ofrece un relato continuo de los acontecimientos, al
cual agrega, al final de un capítulo o a lo largo del texto, la
cuenta indígena de los años.42 De hecho, la mayor parte de su
obra, aunque fundada en los viejos textos y tradiciones orales
indígenas, revela un distanciamiento progresivo de lo netamen¬
te indígena y una proclividad muy acentuada para ver lo indí¬
gena desde el lado español, desde el otro lado de lo indígena.
En una parte dice Muñoz Camargo que escribe la historia de
los señoríos y reinos de Tlaxcala para que “no se obscurezca su
memoria por la venida de los cristianos y primeros españoles’’.43
Probablemente este mismo propósito fue el que llevó a Juan
Bautista Pomar a emprender las muchas diligencias que dice
haber hecho para encontrar “indios viejos inteligentes’’ y
“cantares antiquísimos” y componer con esas informaciones
una relación copiosa y fidedigna de la antigüedad de Texcoco.
Leyendo estas obras no puede dudarse que sus autores las es¬
cribieron con el deseo de preservar esa memoria que tantos
otros factores contribuían en su tiempo a destruir. Pero en sus
páginas esa memoria y esa tradición indígena aparecen distan¬
tes y hasta ajenas, como si se tratara de una tradición que ya
no es plenamente suya. Ambos autores expresan esta sensa¬
ción de desapego: Juan Bautista Pomar establece una dis¬
tancia mesurada pero infranqueable entre él, el narrador, y el
mundo indígena que describe. En su texto el mundo indígena
es lo otro, algo ajeno y distinto a su propia persona. En el caso
de Muñoz Camargo la separación entre el narrador y el mundo
que describe es aún más tajante, pues aunque desciende
de indígenas él se identifica con los españoles, a quien llama
“los nuestros.”44

173
Otra expresión de esta distancia que se va creando entre el
narrador y el sujeto de la narración son los criterios o valoracio¬
nes que la determinan. Por ejemplo, Juan Bautista Pomar sólo
considera en su relato a los gobernantes de Texcoco que él lla¬
ma “virtuosos” porque “redujeron a sus vasallos en buenas
costumbres y modo honesto de vivir”, y en cambio borra de su
historia a todos los que no cumplen con este ideal de buen go¬
bernante tomado de los modelos europeos. Y al hablar de la re¬
ligión antigua, el tema más espinoso de cuantos podía tocar un
cronista de la época, hace la distinción entre la masa de la po¬
blación que practicaba la idolatría'y los sacrificios humanos y
“algunos principales y señores” que pusieron en duda que sus
ídolos eran dioses y columbraron la idea de un dios único, crea¬
dor de todo lo existente, semejante al dios cristiano.45 Diego
Muñoz Camargo va aún más lejos, pues en sus escritos los sa-
crificos, las hechicerías, las supersticiones, la idolatría y otras
perversiones que observa en los indígenas son obra del demonio,
una consecuencia de su ignorancia del verdadero Dios. Estos y
otros criterios que Pomar y Muñoz Camargo usan para juzgar a
los indios muestran que estos historiadores mestizos habían de¬
jado de comprender los valores indígenas. No sólo se habían
convertido en hombres culturalmente extraños a sus antepa¬
sados: pensaban y juzgaban al indígena a través de los valo¬
res del conquistador.
Otro caso notable de este poderoso proceso de aculturación
inducido por la conquista española lo ejemplifica la nobleza in¬
dígena gobernante de Tlaxcala. En estos iniciales y estrechos
colaboradores de los conquistadores se observa uno de los pri¬
meros ejemplos de adaptación de la antigua tradición histórica
indígena a los fines de la dominación española. Siguiendo la an¬
tigua tradición indígena, los gobernantes de Tlaxcala habían
hecho pintar, seguramente desde la década de 1550, un conjun¬
to de cuadros alegóricos del descubrimiento y conquista de las
tierras americanas en la sala y audiencia del cabildo de Tlaxca¬
la y en otra casa principal de los gobernantes. Cierto, en esas
paredes se mantenían vivas la tradición y las técnicas indíge¬
nas de recoger los hechos históricos por medio de pinturas, pe¬
ro lo que ahí se representaba era una serie de escenas alegóricas
y realistas de los descubrimientos y conquistas españolas, que

174
trasmitían el mensaje de la dominación: el poder de los reyes
españoles, las hazañas descubridoras de Colón, la ampliación de
los dominios españoles, la obra catequizadora y civilizadora
de los misioneros, y más pormenorizadamente, la gran gesta de
Hernán Cortés y la participación decisiva de los tlaxcaltecas en
la conquista y colonización de la Nueva España. Es decir, la
historia universal y la historia de la Nueva España confluyeron
por primera vez en un recinto indígena, expresadas en la vieja
tradición pictórica indígena, pero trasmitiendo el mensaje del
conquistador español.
El hallazgo de una obra perdida del historiador mestizo tlax-
calteca Diego Muñoz Camargo, muestra la continuidad y la
fuerza de este proceso de aculturación. Las descripciones de
las pinturas que ornaban la sala y audiencia del cabildo de Tlax-
cala y los murales de la casa principal de los gobernantes tlaxcal¬
tecas, coinciden puntualmente con las pinturas que Muñoz
Camargo adicionó a su Descripción de la ciudad y provincia de
Tlaxcala, que no son otras que las muy conocidas que ilustran
el famoso Lienzo de Tlaxcala publicado por Alfredo Chavero en
1892. Es decir, la nobleza indígena que gobernaba Tlaxcala ha¬
bía fundido, unas cuantas décadas después de la conquista, la
tradición histórica y pictórica indígena con el mensaje de la do¬
minación española para expresar la colaboración tlaxcalteca en
la conquista de la Nueva España y afirmar su liga con los nue¬
vos dominadores de la tierra.
Juan Bautista Pomar, Diego Muñoz Camargo y Fernando
de Alva Ixtlilxóchitl asumieron ante los españoles la sangre in¬
dia que corría por sus venas, cuidando de señalar que era sangre
noble. Pero culturalmente no eran ni se sentían indios. Vivían
entre los indios haciendo notar a éstos su fuerte vinculación
con el mundo de los españoles, y en estos vínculos fundaron su
superioridad frente a la masa indígena. Su diferencia más nota¬
ble con la población indígena residía en que ellos, además de
hablar y escribir el español, pensaban como españoles. Sus his¬
torias, escritas en español, no estaban dirigidas a la población
indígena, sino a los conquistadores. Como sus antepasados indí¬
genas, son historiadores de una etnia, de un pueblo (texcocano,
tlaxcalteca), pero la interpretación que hacen de esa historia no
se identifica con los intereses del pueblo texcocano o tlaxcalte-

175
ca, sino con los intereses de los caciques y principales indios
aliados a los españoles.. La Descripción y la Historia de Tlaxca-
la de Muñoz Camargo son una apología descarnada y a menudo
falsa de la contribución tlaxcalteca al triunfo de los españoles,
cuyo propósito último era obtener recompensas para los caci¬
ques indígenas que aspiraban a gobernar a los tlaxcaltecas. La
obra de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, el historiador más com¬
pleto y elegante de este grupo, es también un relato elogioso de
la nación texcocana, principalmente de sus gobernantes más
destacados: Netzahualcóyotl, Ixtlilxóchitl y Netzahualpit-
zintli, de quienes descendía el mismo Alva Ixtlilxóchitl. En la
mayoría de las obras de este historiador, pero sobre todo en La
historia de la nación chichimeca, se subraya la decisiva partici¬
pación de los texcocanos en la conquista de México-Tenochtitlan.
El sentido político de esta recuperación de la historia indígena
lo ejemplifica la vida misma del historiador que la realizó, pues
Fernando de Alva Ixtlilxóchitl fue recompensado por las auto¬
ridades españolas con los cargos de juez gobernador de Texco-
co, de Tlalmanalco y de la provincia de Chalco, y más tarde
ocupó el puesto de intérprete del Juzgado de Indios.46
Sin embargo, hay en estas obras algo más profundo que el
uso inmediato de la recuperación histórica para los fines de la
dominación. Todas ellas ejemplifican un proceso de desindige-
nización, de pérdida de las categorías y valores indígenas para
interpretar el desarrollo histórico y a la sociedad indígena.
En ninguna de ellas se utilizan las categorías indígenas pa¬
ra interpretar y medir el tiempo histórico, una característica de
las antiguas pictografías y tradiciones que sirvieron de fuentes
a todos estos relatos. En su lugar aparece la cronología y la
concepción cristiana del transcurrir temporal. Fernando de Al¬
va Ixtlilxóchitl hace un intento único entre estos historiadores
para incorporar en sus crónicas la concepción cíclica de las cua¬
tro creaciones y destrucciones del mundo, pero acaba por tergi¬
versar esa concepción y acomodarla a la interpretación cristiana
de la historia.
En una de sus primeras obras, en la que se mantiene más fiel
a sus fuentes y a la tradición indígena, señala que los indios tu¬
vieron idea de la creación del mundo y a continuación expone la
concepción cíclica de la creación y destrucción de las edades en

176
este orden: la primera edad fue la del Sol de Agua (Atonatiuh),
que fue destruida por un diluvio. Algunos hombres sobrevivie¬
ron a esta catástrofe construyendo una especie de arca; luego
edificaron un zacuali o torre muy alta. Al mismo tiempo las len¬
guas que usaban se multiplicaron y mudaron, lo cual los obligó
a dispersarse. La segunda edad fue la del Sol de Aire (Ecacto-
natiuh), que fue destruida por huracanes. La tercera fue la del
Sol de Tierra (Tlachitonatiuh), en la que vivieron los gigantes y
que fue destruida por un temblor.47 En esta obra Ixtlilxóchitl
no menciona ni el cuarto ni el quinto sol, que sí incluyen otras
versiones indígenas.
En dos versiones posteriores del mismo relato Alva Ixtlilxó-
chitl alteró el orden de sucesión de las edades o soles, además
de agregar una cuarta edad a su esquema. En su nueva versión
la segunda edad se convirtió en tercera.48 La explicación de es¬
ta alteración en la sucesión de los soles no parece ser otra que la
de acomodar el relato indígena a la concepción cristiana del
proceso histórico.
En la primera versión de las creaciones del mundo ya hay un
intento claro de relacionar la concepción indígena de la creación
del primer sol con el relato bíblico, pues introduce tres elemen¬
tos bíblicos extraños a la mentalidad y a los textos indígenas
autóctonos: la idea de que algunos hombres se salvaron del di¬
luvio construyendo un arca; la idea de que edificaron un Zacuali
o torre semejante a la de Babel; y la idea de que la dispersión de
esta primera humanidad fue ocasionada por la confusión de las
lenguas.
En la versión de los cuatro soles que aparece en la Historia
de la nación chichimeca, que es la obra más tardía, personal y
acabada de Alva Ixtlilxóchitl, éste prosigue su intento de em¬
parentar la versión indígena de la creación del mundo con la
concepción cristiana de la historia, pero ahora centrándose en
la figura de Quetzalcóatl. En esta versión lo ocurrido en la pri¬
mera y en la segunda edades es relatado rápidamente y sin conec¬
tarlo con las narraciones bíblicas. En cambio la tercera edad, la
del Sol de Aire (Ecactonatiuh), que en la primera versión aparecía
como una segunda edad sin importancia, adquiere una relevan¬
cia inusitada. Todo ocurre como si las dos primeras destrucciones
del mundo fueran meros antecedentes preparatorios de la ter-

177
cera edad, que para Alva Ixtlilxóchitl es sin duda la más im¬
portante por el espacio que le concede y por el contenido que
revela. Según esta versión, en el tercer sol, llamado Sol de Aire,
vivieron los ulmecas y xicalancas quienes “vinieron en navios o
barcas de la parte de oriente”. Cuando éstos poblaban la tierra
llegó “un hombre a quien llamaron Quetzalcóatl (...) por sus
grandes virtudes, teniéndolo por justo, santo y bueno”. Quet¬
zalcóatl les enseñó a los indios, por obras y palabras, el camino
de la virtud, “evitándoles los vicios y pecados, dando leyes y
buena doctrina; y para refrenarles de sus delitos y deshonesti¬
dades les constituyó el ayuno, y (fue) el primero que adoró y co¬
locó la cruz que llamaron Quiahutzteotlchicahuializtéotl y
otros Tonacaquáhuitl, que quiere decir dios de las lluvias y de
la salud y árbol del sustento de la vida (...) [Luego de que
Quetzalcóatl hubo] predicado las cosas referidas en todas las
más de las ciudades de los ulmecas y xicalancas, y en especial
en la de Cholula, en donde asistió más, y viendo el poco fruto
que hacía con su doctrina, se volvió por la misma parte de don¬
de había venido, que fue por la de oriente, desapareciéndose por
la costa de Coatzacoalco; y al tiempo que se iba despidiendo de
estas gentes les dijo, que en los tiempos venideros, en un año
que se llamaría ce ácatl, volvería, y entonces su doctrina sería
recibida y sus hijos serían señores y poseerían la tierra, y que
ellos y sus descendientes pasarían muchas calamidades y per¬
secuciones; y otras muchas profecías que después muy a las cla¬
ras se vieron”.
Alva Ixtlilxóchitl termina su interpretación de esta tercera
edad de la siguiente manera: una vez que Quetzalcóatl dejó la
tierra, “de allí a pocos días sucedió la destrucción y asolamien¬
to de la tercera edad del mundo y entonces se destruyó aquel
edificio y torre tan memorable de la ciudad de Cholula, que era
como otra segunda torre de Babel, que estas gentes [edificaron]
casi con los mismos propósitos, deshaciéndola el viento. Y des¬
pués los que escaparon a la consumición de la tercera edad, en
las ruinas de ella edificaron un templo a Quetzalcóatl, a
quien colocaron por dios del aire (...) Y según parece por las
historias referidas y por los anales, sucedió lo suso referido al¬
gunos años después de la encarnación del Cristo señor nuestro-, y
desde ese tiempo acá entró la cuarta edad que dijeron llamarse

178
Tlétonatiuc, que significa sol de fuego (. ..) Era Quetzalcóatl
hombre bien dispuesto, de aspecto grave, blanco y barbado. Su
vestuario era una túnica larga”.49
Al ubicar en esta tercera edad de su invención la presencia
histórica de Quetzalcóatl y la difusión de su doctrina, Alva Ix-
tlilxóchitl se une al grupo de cronistas españoles que desde la
conquista trataron de explicar algunos rasgos religiosos y cul¬
turales indígenas aduciendo una predicación de la fe cristiana
anterior a la llegada de Hernán Cortés. Es decir, sigue la inter¬
pretación que Motolinía y el padre Las Casas insinuaron apenas,
pero que a fines del siglo XVI fray Diego Durán expresó sin
embozo al afirmar que Quetzalcóatl fue “probablemente (...)
algún apóstol que Dios aportó a esta tierra”. Alva Ixtlilxóchitl
toma así el partido de quienes desde este tiempo intentaron ex¬
plicar la historia indígena fuera de sus propias categorías, a
partir de la concepción cristiana de la historia.
La introducción de la concepción cristiana de la historia creó
simultáneamente una valoración negativa de la cultura indígena
y un paradigma histórico idealizado al que forzadamente se bus¬
có adecuar el rescate del pasado indígena. Alva Ixtlilxóchitl es
un hombre aplastado por el peso de esta nueva interpretación
del desarrollo histórico. De hecho, por un lado condena en su
obra la historia idolátrica y bárbara de sus antepasados, y de¬
siste de explicarla a partir de sus propios valores. Y por otro
propone una interpretación de esa historia a la luz de la concep¬
ción cristiana. Su Quetzalcóatl no es el héroe cultural indígena,
ni el hechicero y nigromántico que describen otros cronistas, sino
un varón “justo, santo y bueno”, el predicador de una nueva
doctrina y el hombre que reveló a su pueblo su futuro, el tiempo
en que habría de regresar acompañado de otros hombres blan¬
cos y barbados para implantar la verdadera religión y conver¬
tirse en señores de la tierra. Es claro que el trastocamiento que
Alva Ixtlilxóchitl hace del orden de las edades obedece al pro¬
pósito de situar esta tercera edad en que predicó Quetzalcóatl
como una continuación de la edad de Cristo; por eso dice: “Y se¬
gún parece por las historias referidas y por los anales, sucedió
lo suso referido algunos años después de la encarnación del
Cristo, señor nuestro”.
Compelido por esta exigencia de legitimar la historia indígena

179
a partir de los valores de la historia cristiana, Alva Ixtlilxóchitl
llega al extremo de convertir a sus antepasados chichimecas en
hombres blancos, en españoles: en algunas de sus crónicas los
reyes chichimecas son presentados como hombres altos, blan¬
cos y barbados.50 Según esta interpretación de la historia la
invasión de los españoles no es entonces un rompimiento catas¬
trófico de la historia autóctona, sino la restauración de una si¬
tuación vivida y anunciada en el pasado que continuará en el
futuro.
No puede dudarse que en esta peculiar recuperación del pa¬
sado que hacen los descendientes de la antigua nobleza indíge¬
na jugó un papel esencial su condición de colaboradores de los
españoles y su asimilación a la concepción cristiana de la histo¬
ria. En tanto que instrumento directo de los conquistadores en
la dominación de los macehuales, la nobleza indígena no podía
emprender una recuperación del pasado nativo fundada en los
intereses de la población indígena. En sus obras no sólo no se
identifican con las tradiciones de esa población, sino que hay
un distanciamiento primero, y luego un rechazo de las catego¬
rías con que los indígenas acostumbraban percibir y valorar el
desarrollo histórico. Al contrario de lo que ocurre en Perú con
el historiador indígena Felipe Guarnan Poma de Ayala, quien
recupera el pasado indígena y ve la realidad colonial a través de
categorías auténticamente indígenas,51 los nobles indígenas
mexicanos establecen una separación neta entre ellos y el mun¬
do indígena pasado y presente. Su vinculación con las estructu¬
ras políticas y mentales de la dominación es tan fuerte que ven
la historia indígena del lado español exclusivamente. Es tan
plena su aculturación a los valores del conquistador que en
ellos no se presenta la ambivalencia observada en otro célebre
historiador mestizo, el inca Garcilaso de la Vega. Garcilaso re¬
cupera la historia de sus antepasados a partir de las categorías
de la historia occidental, pero también construye una visión
elogiosa, idealizada y nostálgica del mundo perdido de los in¬
cas.52
Lo trágico en la situación de estos historiadores mestizos es
no sólo su imposibilidad de identificarse con la historia y los in¬
tereses de sus antepasados, sino su incapacidad para crear un
discurso propio, auténtico. La materia prima que nutre sus cró-

180
nicas son las fuentes y tradiciones históricas indígenas, pero de
ahí no brota un discurso indígena de la historia porque las cate¬
gorías que dirigen ese discurso son europeas. Por otro lado es¬
criben en español, componen sus relatos según los modelos de
la crónica europea e intentan explicar el desarrollo histórico a la
luz de la concepción cristiana de la historia, pero este gran es¬
fuerzo por asimilar categorías y conceptos extraños no conclu¬
ye en un discurso propio, sino en una transposición mediada y
sin fuerza de las concepciones europeas. De la misma manera
que la posición social y el poder que detentan en la sociedad co¬
lonial no es propio, sino delegado por la autoridad española, así
también su discurso de la historia es un texto híbrido, sin sus¬
tancia propia, que ni se identifica con la sociedad indígena ni es
el discurso real del dominador.

4. En búsqueda de la identidad perdida: movimientos


religiosos e insurrecciones indígenas

Un siglo después de la conquista, en muchos de los nuevos pue¬


blos de indios comenzó a sentirse un temblor subterráneo que
más tarde hizo explosión en diversas partes del país. La causa
de esos sacudimientos no fue el rechazo directo a la sujeción polí¬
tica o a la explotación económica instauradas por el sistema de
dominación. En la mayoría de los casos estos sacudimientos tu¬
vieron por origen la búsqueda de una identidad étnica y cultural
que había sido rota por la conquista y luego radicalmente tras¬
tocada por el proceso de la dominación española.
A principios del siglo XVII el dominio español sobre los pue¬
blos y etnias indígenas estaba tan bien establecido que no era
cuestionado. En casi todos estos pueblos había reivindicacio¬
nes sobre tierras, aguas, bosques, sustracción de trabajadores
y tributos, o protestas contra los abusos de los propietarios y
funcionarios españoles, o contra las exacciones de la iglesia.
Pero estas protestas no cuestionaban el sistema de dominación
en cuanto tal: eran alegatos dirigidos a personas, autoridades o
corporaciones concretas, individualizadas, que nunca adoptaron
la forma de reivindicaciones unificadas debido a la misma frag¬
mentación que agobiaba a los pueblos. Contra un sistema de

181
dominación integrado y coherente, los pueblos indígenas reac¬
cionaban individualmente, sin capacidad para extender sus
protestas a otros pueblos y regiones.
Sin embargo, la misma estrategia española que había roto
las antiguas identidades étnicas y políticas de los grupos in¬
dígenas, la misma acción que se había afanado en extirpar las
antiguas prácticas religiosas, generó un grave problema de iden¬
tidad social y cultural en los nuevos pueblos. Cada uno de estos
pueblos tenía una forma de gobierno, normas bien establecidas
para acceder a la tierra que les daba sustento, reglas fijas para
relacionarse con el exterior, y un nuevo centro religioso y so¬
cial. Alrededor de la iglesia y los santos patronos de los pue¬
blos giraban ahora los ritos, las ceremonias, las fiestas y los
principales actos de la vida de la comunidad. Sin embargo, aun¬
que todas estas nuevas formas de construir la vida de la comu¬
nidad estaban bien establecidas, en lo esencial eran formas
extrañas que carecían de legitimidad en el interior de las comu¬
nidades. Los nuevos dioses, ceremonias y ritos tenían muy poco
de indígenas. Seguían siendo dioses extraños, ajenos a las pul¬
siones internas de las comunidades.
Este desarraigo profundo de los pueblos dio origen a intensos
movimientos religiosos que buscaron darle un sentido indígena
a los dioses, a los santos y a las ceremonias del conquistador. Lo
novedoso de estos movimientos es que no se propusieron, como
fue el caso de los movimientos nativistas de los años inmedia¬
tos a la conquista, restaurar la vigencia de los antiguos dioses o
volver a las prácticas religiosas tradicionales. La mejor prueba
de que la “conquista espiritual’’ se había consumado es que es¬
tos movimientos no cuestionaban la legitimidad de los nuevos
dioses o del nuevo culto. Por el contrario, en lugar de rechazar
la religión y el culto cristianos, estos movimientos buscaron
hacer verdaderamente suyos esos valores por el procedimiento
de convertirlos en divinidades, santos y ritos indígenas.

Orígenes de culto a Tonantzin-Guadalupe

La noticia más antigua sobre un culto nuevo que los iñdios


hacían a una imagen de la virgen española de Guadalupe en un
sitio donde antes acostumbraban adorar a una deidad prehis-

182
pánica, proviene de una Información que mandó hacer el se¬
gundo arzobispo fray Alonso de Montúfar, en 1556. Tuvo por
origen un sermón que pronunció el provincial de los francisca¬
nos fray Francisco de Bustamante, frente al virrey don Luis de
Velasco, los miembros de la Real Audiencia y los principales re¬
presentantes de las comunidades religiosas. A medio sermón
Bustamante atacó el culto que se hacía a la imagen de la virgen
de Guadalupe, diciendo que “le parecía que la devoción que es¬
ta ciudad ha tomado en una ermita e casa de Nuestra Señora
que han intitulado de Guadalupe, es en gran perjuicio de los na¬
turales porque les da a entender que hace milagros aquella ima¬
gen que pintó el indio Marcos (. . .) que decirles (a los indios)
que una imagen que pintó un indio hace milagros, sería gran
confusión y deshacer lo bueno que estaba plantado’’.53
Bustamante añadió que los indios “adoraban” a la imagen
llevándole limosnas y ofrendas, y entre éstas, ofrendas de co¬
mida, acto que le parecía idolátrico. El provincial criticó al mis¬
mo arzobispo Montúfar, reprochándole que protegiera ese culto
y hablara en favor de los milagros de la imagen sin averiguar
su certidumbre. Montúfar respondió con argumentos débiles,
pues explicó que él sólo predicaba “dando a entender cómo no
se hace reverencia a la tabla ni a la pintura, sino a la imagen de
Nuestra Señora por razón de lo que ella representa”.
Los datos de la Información muestran que hacia mediados
del siglo XVI se habla desarrollado en la ciudad de México un
nuevo culto a la virgen de Guadalupe, que este culto se hacía a
una pintura, tabla o imagen de esa virgen, y que los indios
practicaban ese culto creyendo que la virgen había sido pinta¬
da por un indio y que la imagen hacía milagros. Bustamante
afirma que la imagen de la virgen de Guadalupe la “pintó el in¬
dio Marcos”, es decir, hacía notar que era obra humana, no mi¬
lagro. En su defensa, el arzobispo Montúfar da a entender que
él no favorecía el culto a la pintura del indio Marcos, ni “a la ta¬
bla”, “sino a la imagen de Nuestra Señora [de Guadalupe] por
razón de lo que ella representa”. También es evidente que en
esta época sólo el arzobispo, el representante del clero secular,
parecía favorecer el culto a la guadalupana, mientras los reli¬
giosos, y particularmente los franciscanos, estaban en contra
de la nueva devoción.

183
Un texto posterior, también contrario a la nueva devoción,
muestra el nexo profundo que ésta tenia con los cultos prehis¬
pánicos. Bernardino de Sahagún, quien era el fraile que mejor
conocía las tradiciones indígenas, escribió hacia 1570 lo que si¬
gue sobre el culto a la virgen de Guadalupe en el Tepeyac:

“Cerca de los montes hay tres o cuatro lugares donde [los indios] so¬
lían hacer muy solemnes sacrificios y que venían a ellos de muy le¬
janas tierras. El uno de éstos es aquí en México, donde está un
montecillo que se llama Tepéacac, y los españoles llaman Tepeaqui-
lla, y ahora se llama Nuestra Señora de Guadalupe; en este lugar te¬
nían un templo dedicado a la madre de los dioses, que llamaban
Tonantzin, que quiere decir nuestra madre; allí hacían muchos sa¬
crificios a honra de esta diosa y venían a ella de muy lejas tierras,
de más de veinte leguas, de todas estas comarcas de México, y
traían muchas ofrendas; venían hombres y mujeres, y mozos y mo¬
zas a estas fiestas; era grande el concurso de gente en esos días y
todos decían vamos a la fiesta de Tonantzin; y ahora que está allí
edificada la Iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe también la lla¬
maban Tonantzin, tomando ocasión de los predicadores que a
Nuestra Señora la Madre de Dios llaman Tonantzin”. Y agrega Sa¬
hagún, “De dónde haya nacido esta fundación [prehispánica] de esta
Tonantzin, no se sabe de cierto, pero lo que sabemos verdaderamen¬
te es que el vocablo significa, de su primera imposición, a aquella To¬
nantzin antigua, y es cosa que se debería remediar (...) parece ésta
invención satánica para paliar la idolatría debajo la equivocación
de este nombre Tonantzin, y vienen ahora a visitar a esta Tonant¬
zin desde muy lejos, tan lejos como de antes, la cual devoción tam¬
bién es sospechosa, porque en todas partes hay muchas iglesias de
Nuestra Señora, y no van a ellas, y (en cambio sí) vienen de lejas
tierras a esta Tonantzin como antiguamente.54

Lo que a Sahagún le preocupaba de este nuevo culto a la vir¬


gen de Guadalupe era su vinculación con el lugar donde antes
se celebraba un culto prehispánico. La confusión entre el culto
a la virgen de Guadalupe y el de la antigua Tonantzin le parecía
invención satanica para paliar la idolatría debajo la equivoca¬
ción de este nombre de Tonantzin". Estaba convencido de que
los indios, que en esa época eran los devotos mayoritarios del
nuevo culto, adoraban a sus antiguas deidades bajo el disfraz
de una imagen religiosa española. Para Sahagún, el culto a la

184
Guadalupe no era un culto cristiano, sino indígena e idolátrico.
Lo dice con todas sus letras en otra parte, cuando afirma que la
“disimulación idolátrica es tomada de los nombres de los ído¬
los que allí se celebraban, que los nombres con que se nombran
en latín o en español significan lo que significaba el nombre del
ídolo que allí adoraban antiguamente, como en esta ciudad de
México se adoraba un ídolo que antiguamente se llamaba To-
nantzin y entiéndesele por lo antiguo y no por lo nuevo’’.
Pero precisamente esta “disimulación idolátrica’’, este pro¬
cedimiento de conservar lo antiguo revistiéndolo con las formas
y hasta los contenidos de lo nuevo y extraño, fue lo que hizo del
culto guadalupano un culto propio, arraigado y extendido entre
los indios de México. Por esta vía la antigua Tonantzin prehis¬
pánica, nuestra madre, comenzó a fundirse con el culto cristiano
a la virgen María. Años más tarde esta extraña fusión produci¬
ría uno de los mitos religiosos más extraordinarios del mundo
americano y un símbolo nacional que identificó a indios, crio¬
llos y mestizos en una misma y celebrada creencia. Pero esta
trasmutación del sencillo culto guadalupano de la primera mi¬
tad del siglo XVI en un símbolo religioso y cultural generaliza¬
do en toda la Nueva España, no fue obra de los indios, sino de
los criollos, otro grupo étnico caracterizado por el desarraigo,
por la falta de identidad propia.
Entre 1550 y 1600 el culto guadalupano era un culto contro¬
vertido, poco articulado desde el punto de vista religioso, prac¬
ticado sobre todo por la población indígena de ios alrededores
del cerro del Tepeyac y de la ciudad de México, sin la carga apo¬
calíptica, profética, providencialista y patriótica que le infundi¬
rían más tarde los predicadores criollos de los siglos XVII y
XVIII, y sin la maravillosa historia de las apariciones de la vir¬
gen a Juan Diego. Lo que se sabe con certeza es que en estos
años el antiguo culto que se hacía a la Tonantzin prehispánica
se había confundido con un nuevo culto a la virgen de Guadalu¬
pe, a cuya pintura o imagen se le había levantado una ermita
sencilla en el cerro del Tepeyac. Se ignora qué tipo de imagen
era ésta, pues mientras que el franciscano Bustamante afirmó,
en 1556, sin que nadie lo contradijera, que era “una imagen
pintada por un indio”, en 1582 el viajero inglés Miles Phillips
la describió como una estatua de plata de tamaño natural.55

185
La noticia de que la virgen de Guadalupe hacía milagros se
generalizó en la segunda mitad del siglo XVI. Por estos años los
mismos españoles y criollos comenzaron a visitar la ermita
los domingos, impulsados por el arzobispo Montúfar, quien se
esforzó por convertir la visita al Tepeyac en una especie de día
de campo combinado con misa obligada en la ermita de Guada¬
lupe. Pero en estos años el culto a la Guadalupe era un culto
mayoritariamente indígena. Como lo señalan diversos testimo¬
nios, desde muchas partes del Valle de México acudían los indios
al cerro del Tepeyac, a rendirle culto a la imagen de la Guadalupe
y a presentarle ofrendas, según sus antiguas costumbres, que
tanto alarmaban a los religiosos españoles, como esa práctica
ancestral de ofrecerle alimentos y bebida a sus dioses. De esta
manera el culto, las ofrendas, las visitas periódicas a la anti¬
gua Tonantzin indígena y la carga mítica de las antiguas reli¬
giones mesoamericanas se trasladaron a la imagen de la virgen
de Guadalupe del Tepeyac.
Esta apropiación de los indios de la virgen española de Gua¬
dalupe por medio del culto y el ceremonial religioso, se acompa¬
ñó de un progresivo distanciamiento de la imagen mexicana
con respecto de la virgen de Guadalupe de Extremadura. Se ha
dicho que el origen extremeño de muchos de los primeros con¬
quistadores, y particularmente de Hernán Cortés, favoreció el
desarrollo en Nueva España de la devoción a la imagen de la
virgen de Guadalupe de Extremadura, que en esos años gozaba
de gran prestigio en la península. El mismo virrey Martín Enrí-
quez dice en una carta fechada en 1575 que “Pusieron nombre a la
imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, por decir que se pare¬
cía a la Guadalupe de España’’.56 Pero la imagen de la Guadalupe
del Tepeyac presenta la desconcertante paradoja de ser com¬
pletamente diferente de su presunto modelo peninsular. Estas
diferencias entre ambas imágenes no se han podido explicar
bien. Se supone que al principio del culto a la Guadalupe hubo
en la ermita del Tepeyac una copia de la imagen de la Guadalu¬
pe extremeña en grabado o en estandarte, pues estaba prohibido
en esos años reproducir en escultura a la Guadalupe española.
Lo cierto es que hacia 1556 la primitiva imagen de la Guadalupe
del Tepeyac fue sustituida por una pintura hecha por un indio
llamado Marcos, contra la cual se pronunció, como hemos vis-

186
to, el provincial de los franciscanos, Francisco de Bustaman-
te. Años más tarde, probablemente hacia 1575, la pintura del
indio Marcos fue sustituida a su vez por la imagen actual,
que es asimismo muy diferente a la de Guadalupe de Extre¬
madura.57
Junto a estos cambios en la imagen que van mexicanizando
a la Guadalupe, hubo un cambio en la fecha de la fiesta que ce¬
lebraba la natividad de la virgen, que en España se hacía el 8 de
septiembre, lo mismo que en México, hasta fines del siglo XVI.
Pero hacia 1600 la fiesta de la Guadalupe del Tepeyac se pasó
al 10 de septiembre y más tarde al 12 de diciembre, ahondando
así su separación con la Guadalupe de España. Todos estos
cambios expresan un afán irreprimible por nativizar a la virgen
y a su culto, un proceso que acabará por hacer de la Guadalupe
del Tepeyac un emblema de los nacidos en la Nueva España. La
materialización intelectual de esta urgencia colectiva fue una
serie de relatos que narraban las apariciones de la virgen al in¬
dio Juan Diego. En el siglo XVI no hay menciones expresas a
la aparición de la virgen, ni discusión sobre ello. Sólo un cronis¬
ta criollo, Juan Suárez de Peralta, al describir la visita que hizo
el virrey Martín Enríquez a la ermita de la virgen de Guadalu¬
pe, señaló que ésta era “una imagen devotísima que está de
México como dos legüechuelas, la cual ha hecho muchos mila¬
gros". Y agregó esta lacónica mención: “Apareció entre unos
riscos y a esta devoción acude toda la tierra. "58
La creación de una literatura dedicada a fundamentar las apa¬
riciones de la virgen de Guadalupe fue obra de un grupo de sa¬
cerdotes y letrados criollos obsesionados por la exigencia de
darle raíces e identidad a los nacidos en Nueva España. Este
movimiento espiritual se manifestó como una pulsión pode¬
rosa, como un sentimiento de afirmación de un sector social
desarraigado que carecía de lugar y de identidad precisas en la
nueva sociedad que se había formado en el territorio novohis-
pano. Lo significativo es que este movimiento espiritual guiado
por los criollos tuvo su primera y más fuerte expresión afirma¬
tiva en lo religioso, en el campo que era el elemento unificador
de la diversidad étnica, económica, cultural y política que en este
tiempo era la Nueva España. En ese fértil campo de lo religioso
los criollos lograron integrar, en una sola corriente espiritual, la

187
reprimida religiosidad indígena con la rica tradición cristiana.
El encuentro de estas dos tradiciones hará del guadalupanismo
un fenómeno espiritual profundamente indígena y criollo, an¬
clado en la tradición cristiana y en la ortodoxia de las Escritu¬
ras, pero también penetrado por el legado de las profecías, del
mesianismo y de los milenarismos apocalípticos que moviliza¬
ron a los grupos populares, a las sectas y a las órdenes religio¬
sas de la Edad Media cristiana.

Las apariciones de la virgen de Guadalupe y la


creación del primer gran símbolo unificador de los
mexicanos

Francisco de la Maza descubrió en la obra de Miguel Sánchez la


primera fundamentación coherente de las apariciones de la vir¬
gen de Guadalupe al indio Juan Diego, y una nueva y perdura¬
ble interpretación del sentido de la aparición de la Madre de
Dios en tierra mexicana.
Nacido en la ciudad de México en 1594, Miguel Sánchez era
presbítero, teólogo reconocido, famoso predicador y un criollo
obcedido por el deseo de exaltar las bondades y valores de los
nacidos en México. En 1640 publicó un sermón, titulado Elogio
de San Felipe de Jesús hijo y patrón de México, en el que hace
la apología de este famoso misionero criollo, a quien llama el
‘‘Jesús indiano”. Poco más tarde, en 1648, publicó su obra más
importante: Imagen de la Virgen María Madre de Dios de Gua¬
dalupe celebrada en su historia con la profecía del capítulo doce
del Apocalipsis. En el prólogo afirma que buscó y no encontró
los documentos que describían las apariciones de la santa ima¬
gen, por lo que se basó en las tradiciones que conservaban los
hombres antiguos. Así, apoyado en la tradición oral, publicó
por primera vez las apariciones de la virgen en la forma si¬
guiente:

Primera aparición ‘‘México la ciudad populosa, corte imperial


de aqueste nuevo mundo, en su tiempo de su bárbara gentili¬
dad y diabólica idolatría, ciudad hoy verdaderamente venturo¬
sa (. . .) recibió la luz del Evangelio por mano de MARÍA Virgen
Madre de Dios (. . .) Por los'principios de diciembre, del año

188
de 1531, sucedió en el paraje que hoy llaman Guadalupe (...) y
luego Tepeyac (...) Aquí un sábado [día había de ser consagra¬
do a MARÍA] pasaba un indio (...) recién convertido [quien en
ese paraje oyó] músicas dulces, acordes, consonancias, entona¬
ciones uniformes (...) y habiendo hecho pausa el coro concertado
(. . .) oyó una voz, que por su propio nombre lo llamaba (. ..)
Oyó Juan Diego la voz, y sintió los ecos en el alma [y] descubrió
[en lo alto del cerro] a una Señora, que le mandó subiese (.. .)
estando en su presencia admirado sin atemorizarse (. . .)
contempla una hermosura que lo enamora sin peligro, una luz
que lo alumbra sin deslumbrarlo, un agrado que lo cautiva sin
lisonja. Oye un lenguaje dulce en el pronunciarse, fácil para
entenderse, amoroso para no olvidarse, que todo aquesto se
deposita en MARÍA Virgen, la cual le dijo: Hijo Juan ¿adónde
vas? (. . .) Él, agradecido, y obligado con lo tierno de la palabra,
le respondió. Señora, yo voy a la doctrina y obediencia de los
padres religiosos que nos enseñan en el pueblo de Tlatelolco.
Prosiguió la plática MARÍA Santísima, descubriéndose y decla¬
rándose con él. Sabe hijo que yo soy MARÍA Virgen Madre de
Dios verdadero, quiero que se me funde aquí una casa y una er¬
mita, templo en que mostrarme piadosa Madre contigo, con los
tuyos, con mis devotos, con los que me buscarán para el reme¬
dio de sus necesidades. Para que tenga efecto aquesta preten¬
sión de misericordia, has de ir al palacio del Obispo de México, y
en nombre mío decirle que tengo particular voluntad de que se
me labre y edifique un templo en este sitio, refiriéndole lo que
has escuchado (...) Humilde, Juan la venera y adora, [y] obe¬
diente se apresta [a cumplir sus deseos]. Camina a la ciudad,
busca el palacio episcopal [y] llegó al fin el mensajero Juan con
la embajada de MARÍA Virgen al consagrado príncipe de la Igle¬
sia, D. Juan de Zumárraga.”

Segunda aparición “El propio día volvió con la respuesta, y


subiendo al señalado sitio de aquel monte, el mensajero [en¬
contró] a MARÍA Virgen, que lo esperaba piadosa, humillándose
a su presencia con todas reverencias, le dijo. Obedecí Señora y
Madre mía tu mandato. No sin trabajo entré a visitar al
Obispo, a cuyos pies me arrodillé: él piadosamente me recibió
(. . .) atentamente me escuchó, y tibiamente me respondió di-

189
ciándome: Hijo, otro día cuando haya lugar puedes venir, te
oiré más despacio (. . .) sabré de raíz a que ésa tu embajada.
Juzgué, por el semblante y las palabras, estaba persuadido a
que la petición del templo, que tú pides (...) nacía de mi propia
imaginación, y no de tu mandato, a cuya causa te suplico encar¬
gues semejante negocio a otra persona a quien se de más crédi¬
to. No faltarán muchas, le respondió la Santísima Virgen, mas
conviene que tu lo solicites y (...) te pido, encargo y ruego que
mañana vuelvas con el mismo cuidado al Obispo, y de mi parte
otra vez le (...) adviertas mi voluntad para que se fabrique la ca¬
sa que le pido (.. .) Señora mía, le dijo Juan, con todo gusto
(...) y puntualidad obedeceré el orden que me has dado (. . .) yo
te veré mañana cuando se ponga el sol.”

Tercera aparición ‘‘A la hora señalada, al ponerse el sol llegó


al monte de Guadalupe, nuevo Tabor con asistencia de MARÍA
Virgen, que aguardaba (. ..) Repetí, le dijo, Señora mía mi via¬
je, tu embajada y visita al Obispo en su palacio, le propuse
[por] segunda vez tu mandato, rectifiqué que tú me enviabas, le
aseguré que le pedías casa y templo en este lugar (...) todo
aquesto con instancias, lágrimas y suspiros, temiéndome que
los ministros airados, o me azotasen por inoportuno, o me espi¬
diesen viéndome porfiado. El obispo, algo severo, y (. . .) algo
desabrido examinóme curioso [preguntándome] lo que había
visto en tu persona, y lo que había entendido de tu proceder; yo
como pude te pinté con noticias humildes, te declaré con razo¬
nes de mi corta capacidad, y pienso que valieron, pues entre du¬
doso y persuadido se resolvió a que para creerme, y saber que
tú eras María Madre de Dios verdadero (...) que te pidiese al¬
guna señal (...) que certificase tu voluntad y lo convenciera en
mi demanda (...) con amable semblante y agradecidas caricias
la Reina Purísima del cielo (...) le respondió: mañana hijo Juan
me verás, yo te daré la señal.”

Cuarta aparición ‘‘Pasó el siguiente día en que Juan había de


volver para llevar las señas, y no pudo, porque habiendo llegado
a su pueblo halló enfermo a un tío suyo, ocupóse en buscarle me¬
dicinas, que no aprovecharon, porque agravaba la enfermedad
(.. .) El día tercero respecto del que había estado con MARÍA

190
Virgen, salió de su pueblo muy de mañana para el de Santiago
Tlatelolco, a llamar religioso que administrase los sacramentos
al enfermo, y llegando al paraje (. ..) del monte de Guadalupe
[tomó otro sendero para abreviar el viaje] y no detenerse a pla¬
ticar con MARÍA [pero ella] le salió al camino y encuentro. Juan
(. . .) contristado o avergonzado (. . .) la saluda, dándole los bue¬
nos días. Y retornándoselos la piadosa Madre amorosamente le
escucha la disculpa (...) MARÍA Virgen satisfecha en la verdad
sencilla del informe, le reconviene piadosamente [y le dice que]
por qué había de recelar peligro, temer enfermedades, ni afligirse
en trabajos, teniéndola a ella por su Madre (. . .) y amparo, (...)
que no lo embarazara la enfermedad de su tío, el cual (...) le
aseguraba ya estaba desde aquel punto enteramente bueno. [Y
para cumplir con su promesa] MARÍA Virgen sin dilación, le di¬
jo. Sube a ese monte al lugar mismo donde me has visto (. . .) de
allí corta, recoge y guarda todas las rosas y flores que des¬
cubrieses y baja con ellas a mi presencia. Juan sin replicar el
tiempo, era diciembre, helado invierno (...) sin argüir con la na¬
turaleza del monte (...) que todo es pedernales (...) sin alegar
la experiencia de que las veces que había subido a su llamado
no había visto rosas ni flores, con toda prisa (...) subió (...) al
señalado puerto, donde al instante se le ofrecieron a los ojos
diversas flores brotadas a milagro, nacidas a prodigio, desca-
pulladas a portento, combinándose las rosas (...) azucenas
(. . .) claveles (. . .) violetas, jazmines (. ..) romero (...) lirio (...)
y retama (. . .) y recogiendo aquella primavera del cielo (. ..) en
su tosca, pobre y humilde manta (. ..) bajó de aquel sagrado
monte, a la presencia de MARÍA, a cuyos ojos y obediencia puso
rosas y flores (...) La Santísima Madre, cogiéndolas en sus ma¬
nos para que segunda vez renaciesen milagros (...) se las resti¬
tuye (...) diciéndole que aquellas rosas y flores son la señal que
ha de llevar al Obispo, a quien de su parte diga que con ellas co¬
nocerá la voluntad de quien pide y la fidelidad del que las lleva;
advirtiéndole a Juan que solamente en presencia del Obispo había
de soltar la manta y descubrir lo que llevaba. Despidióse Juan
ya (...) seguro y confiado camino a México, al palacio de su
Señoría Ilustrísima”.

191
Última aparición “Entró Juan Diego con las flores en el pa¬
lacio del Señor Ilustrísimo D. Juan de Zumárraga. Encontró a
su mayordomo y algunos criados, a quienes suplicó avisasen
a su prelado que pretendía verle. Ninguno cuidó de hacerlo (. . .)
Esperó mucho tiempo y viendo su paciencia (...) y que demos¬
traba traer alguna cosa encubierta (. . .) en la manta, llegaron
curiosos a inquirirlo (...) y como entonces a Juan ninguna
resistencia podía valerle (. . .) no pudo negar el que vieran las
rosas. Ellos, no sin admiración cuando las vieron (.. .) codicio¬
samente cada uno quiso quitar alguna de las flores, y habiendo
porfiado tres veces, no pudieron (...) pareciéndoles que en la
cándida manta estaban pintadas, grabadas o tejidas [finalmen¬
te] la novedad admirable de lo visto los apresuró a que avisasen
a su dueño. [Cuando Juan estuvo frente al Obispo le contó] todo
lo pasado en sus venidas, embajadas y vueltas y le dijo, Señor y
padre, en fe de lo que me mandaste (.. .) le dije a mi Señora MA¬
RÍA Madre de Dios que le pedías una señal para que me creye¬
ses (...) La Señora sin dificultad me la ofreció en estas rosas
que te traigo, las cuales me entregó por su mano y puso en esta
manta (. . .) Díjome que te las ofreciese en su nombre, así lo ha¬
go, y que en ellas tendrás bastantes señas de sus continuados
deseos y de mis repetidas verdades. Descubrió la limpia manta
para presentar el regalo del cielo al venturoso obispo; éste, an¬
sioso de recibirlo, vio en aquella manta una santa floresta, una
primavera milagrosa, un vergel abreviado de rosas, azucenas,
claveles, lirios, retamas, jazmines y violetas, que todas, cayen¬
do de la manta, dejaron pintada en ella a MARÍA Virgen Madre
de Dios, en su Santa Imagen, que hoy se conserva, guarda y ve¬
nera en su santuario de GUADALUPE de México.’’59
Así, con este sabor ingenuo, quedó plasmado para siempre el
relato maravilloso de las apariciones de Guadalupe al indio Juan
Diego. De este texto fundador parte la inagotable literatura
posterior, la riquísima iconografía y las múltiples representa¬
ciones teatrales que popularizaron este acontecimiento, hasta
hacer de él el más celebrado por la mayoría de los mexicanos.
Pero Miguel Sánchez, además de integrar una tradición oral
dispersa y seguramente variada, produjo una interpretación
del milagro guadalupano que convirtió a ese acontecimiento re¬
ligioso en la piedra angular del patriotismo criollo, en la prueba

192
irrefutable de que la Nueva España era un país privilegiado por
Dios mismo.
Miguel Sánchez vio en el milagro de la aparición de la virgen
la redención de todos los males que afligían a su patria, y la señal
de un destino privilegiado. Para él la manifestación de la vir¬
gen en la tierra mexicana lavaba la idolatría anterior a la llegada
de los españoles, explicaba el sentido trascendente de la con¬
quista, y en lugar del horizonte sin esperanza que pesaba sobre
los hijos de esta tierra, convertía a la tierra mexicana en un
símbolo de orgullo y de optimismo para los nacidos en México.
Dice en su libro: “entiéndase (.. .) que todos los trabajos, todas
las penas, todos los sinsabores que pueda tener México se olvi¬
dan y se remedian, recompensan y alivian con que aparezca en
esta tierra y salga de ella, como de su misterioso y acertado di¬
bujo, la Semejanza de Dios, la Imagen de Dios, que es María en
su Santa Imagen de nuestra mexicana Guadalupe”. Por eso ex¬
plica que “Si Dios, para la primera imagen suya que había de
aparecer en la tierra” creó a Adán, “podremos asentir y decir:
que siendo María Virgen la imagen más perfecta y copiada del
original de Dios (...) y siendo la suya en nuestro mexicano
Guadalupe, tan milagrosa en las circunstancias y tan primera
en esta tierra, previno, dispuso y obró su dibujo primoroso en
ésta su tierra México, conquistada a tan gloriosos fines, gana¬
da para que apareciese imagen tan de Dios”. Persuadido por
sus mismos argumentos, concluye exaltado que “La conquista
de esta tierra era porque en ella había de aparecerse María Vir¬
gen en su Santa Imagen de Guadalupe”.60
Estas interpretaciones radicales y novedosas sobre el senti¬
do profundo de la aparición de la virgen señalan una nueva fase
en el proceso criollo de autoafirmación de lo propio y de progre¬
siva separación de España. Al afirmar que el sentido profundo
de la conquista de esta tierra era “porque en ella había de apa¬
recerse María Virgen en su Santa Imagen de Guadalupe”, Sán¬
chez devalora la epopeya de la conquista que habían creado los
españoles, y al mismo tiempo hace de la aparición de Guadalu¬
pe el acontecimiento central de la historia novohispana, preci¬
samente porque este acontecimiento fundador no tiene nada
que ver con España, sino que es un privilegio especial de
Dios a los nacidos en México. La presencia efectiva de España

193
en la realización de la conquista y en la fundación de la nueva
sociedad novohispana es borrada por esta interpretación apo¬
calíptica que hace intervenir al mismo Dios en la aparición de
María y convierte a México en una nueva Tierra Prometida, en
el lugar donde se verificarían las profecías milagrosas anuncia¬
das en las Escrituras. Para fundamentar esta interpretación
Miguel Sánchez acude a San Agustín, y afirma que éste le con¬
dujo a leer en el Apocalipsis de San Juan la profecía de la apari¬
ción de Guadalupe, tema que desarrolla en un capítulo de su libro
titulado “Original profético de la Santa Imagen de Guadalupe
piadosamente prevista del evangelista San Juan en el cap. 12
del Apocalipsis”. En esa parte del Apocalipsis, Sánchez lee fra¬
ses como éstas: “Y una gran señal apareció en el cielo: una mu¬
jer vestida de sol, y la lima debajo de sus pies, y sobre su cabeza
una corona de doce estrellas”; ‘‘y fueron dadas a la mujer dos
alas de grande águila”, etcétera. Al hacer la interpretación de
esta lectura, Miguel Sánchez deduce que la mujer apocalíptica
es la virgen de Guadalupe, y elabora una torturada disquisi¬
ción para probar que la aparición de la virgen de Guadalupe en
el Tepeyac estaba prevista proféticamente en las Sagradas
Escrituras.
Estos bachilleres, presbíteros y teólogos criollos no sólo
creen en el milagro guadalupano y son sus primeros propagan¬
distas, sino que ofrecen de él una fundamentación teológica y
apocalíptica, apoyada en la misma cultura religiosa que here¬
daron de los españoles. Pero en lugar de que esta tradición
invoque los intereses españoles, como había sido común antes,
ahora estos criollos la usan para poner distancias entre España
y su patria, y para elevar a las mayores alturas el prestigio de
la tierra mexicana.
Impulsado por su fervor patriótico, Miguel Sánchez se pone a
descifrar el pasaje de las alas de la mujer apocalíptica y llega a la
conclusión de que éstas son las alas del águila mexicana a las
que alude la fundación de México-Tenochtitlan. Recuerda que
la capital azteca tuvo por ‘‘blasón y escudo de armas (...) un
águila real sobre un tunal”, y de ahí extrae estas aseveraciones
sorprendentes: ‘‘advertí que cuando estaba en la tierra la mu¬
jer apocalíptica se vestía de alas y plumas de águila para volar:
era decirme que todas las plumas y los ingenios del águila de

194
México se habían de conformar y componer en alas para que vo¬
lase esta mujer prodigio y sagrada criollaAsí pues, Sánchez
es el primero, según lo apuntó Francisco de la Maza, en presen¬
tar a la Guadalupe como estandarte de México, mezclando en
ese estandarte las profecías apocalípticas cristianas con los
símbolos de los antiguos mexicanos. En una viñeta que Sánchez
puso en su libro, aparece la virgen, pero no sobre el ángel, sino
sobre un nopal. Atrás se ven dos águilas a modo de alas, que De
la Maza interpretó no como las águilas del escudo de los Aus-
trias, sino como las alas del águila mexicana. Pero en lugar del
águila parada sobre el tunal, como lo establece la tradición me¬
xicana, Sánchez hace que sea la Guadalupe la que descansa so¬
bre el nopal.61 (Fig. 18).
El sentido profundo de estas sorprendentes interpretaciones
lo declara llanamente el mismo autor: “Yo me constituí pintor
de aquesta Santa Imagen describiéndola; he puesto el desvelo
posible copiándola; amor de la patria dibujándola.” Y al final
de su libro declara los motivos que lo llevaron a asumir esta ta¬
rea de dibujante y fundamentador de la aparición de la Virgen:
“movióme la patria, los míos, los compañeros, los de este Nuevo
Mundo, teniendo por mejor descubrirme yo atrevido ignorante
para tanta empresa, que dar motivo a que se presumiera de to¬
dos olvido tan culpable con reliquia de tal imagen, y originaria
de esta tierra y su primitiva criolla,”62
Esta interpretación que hace Miguel Sánchez de la aparición
de Guadalupe como profecía y símbolo de la patria criolla, ejer¬
cerá una influencia perdurable en los movimientos de identidad
y autoafirmación que pondrán en práctica tanto los grupos in¬
dígenas como los sectores populares y criollos. Su relato de las
apariciones de la virgen será el modelo al que se ajustarán tan¬
to las versiones cultas posteriores, como las versiones popula¬
res orales, iconográficas y teatrales. En el relato de Sánchez se
funden las tradiciones religiosas, mesiánicas y apocalípticas
europeas, con las tradiciones míticas e idolátricas de la religio¬
sidad indígena.
En la tradición aparicionista cristiana y europea la virgen o
los santos simplemente se aparecían, como un prodigio, de ma¬
nera semejante a como Sánchez narra la aparición de Guadalu¬
pe a Juan Diego. Otra constante de las apariciones milagrosas

195
es que siempre se hacen presentes a la gente más humilde, tales
como los pastores en la tradición europea. En el caso de la Gua¬
dalupe, el prodigio se le revela a un indio neófito, a un hombre
humildísimo que ha comenzado a ser catequizado. Y como es
usual en la tradición cristiana, el sentido de la aparición de la
Guadalupe es el de que la virgen, a través de la fundación de su
ermita, ofrezca protección a los devotos, a aquellos iguales al
humildísimo testigo escogido para presenciar el milagro. Es de¬
cir, son los pobres indios quienes gozarán en primer lugar de la
protección de la virgen. Otros hechos que vinculan a la virgen
con los indígenas son su color moreno y las flores, la señal que
la virgen ofrece al obispo Zumárraga, que en la tradición indí¬
gena siempre ha sido expresión de lo bello y depurado. Estas
características de la aparición de Guadalupe, junto con la fuer¬
te carga del lugar mismo donde ocurrió el milagro, en el cerro
donde se adoraba a la Tonantzin prehispánica, explican la propa¬
gación acelerada del culto guadalupano y su profundo arraigo en
la mentalidad indígena. En términos culturales puede decirse
que la guadalupana fue la primera divinidad protectora del
desarraigado universo de los indios, la primera divinidad
del panteón religioso cristiano que hicieron propia los indíge¬
nas, y el primer símbolo común que identificó a los diversos
sectores sociales que surgieron de la conquista española.
Y aunque los criollos, como se ha visto en el caso de Miguel
Sánchez, continuarán en su empeño de apropiarse a la Guada¬
lupana para sí mismos, distanciándola a la vez de los españoles
y de los indios, la Guadalupe ya no se separará de los indígenas
ni de los sectores populares. Por el contrario, su culto se exten¬
derá por todo México, particularmente entre los pueblos indí¬
genas. Apenas un año después de la publicación de la obra de
Sánchez, en 1649, Luis Lasso de la Vega, otro clérigo y amigo
cercano de Miguel Sánchez, publicó un relato en náhuatl de la
aparición de Guadalupe que tituló: Huei Tlamahuizoltica omo-
nextli tlatoca ihwapilli Sancta Maña, que traducido quiere de¬
cir El gran acontecimiento con que se apareció la Señora Reina
del Cielo Sancta Maña.63 Se ha discutido si este texto es una
mera traducción del libro de Miguel Sánchez, o un plagio de
una relación indígena anterior escrita por el famoso sabio indí¬
gena Antonio Valeriano, quien fue el más distinguido de los co-

196
Fig. 18) La virgen de Guadalupe sobre el tunal, según la
interpretación de Miguel Sánchez

197
laboradores de fray Bernardino de Sahagún. Aquí no interesa
esta controversia, porque no existen pruebas fidedignas sobre las
fechas y la autenticidad de los textos indígenas que narran
las apariciones de la virgen, ni base para sostener que esos tex¬
tos son anteriores al primer relato publicado en español sobre
estas apariciones, que es el de Miguel Sánchez. Los textos indí¬
genas, todos escritos en náhuatl, son el llamado Pregón del
Atabal, la Relación primitiva de las apariciones, y el Nican mo-
pohua o “Historia de las apariciones de Nuestra Señora de
Guadalupe” del sabio indígena Antonio Valeriano. Independien¬
temente de su fecha, lo que prueban estos textos es la difusión,
en lengua indígena, del relato de las apariciones de la virgen de
Guadalupe, relato que ciertamente no inventó Miguel Sánchez,
sino que como él mismo afirma, recogió de una tradición pre¬
existente. Lo cierto es que el escrito en náhuatl de Luis Lasso
de la Vega, que contiene el relato de las apariciones de la vir¬
gen a Juan Diego y la descripción de los primeros milagros
obrados por la virgen, se unió al caudaloso conjunto de expre¬
siones orales, teatrales e iconográficas que propagaron entre
los indios la noticia del milagro y el modelo de las apariciones.
La difusión de estos textos en lengua náhuatl, junto con su di¬
fusión oral, hicieron de las apariciones de la virgen de Guadalupe
el modelo más generalizado en la tradición aparicionista indígena
de vírgenes y santos que, como en el caso del modelo original, se¬
rán apariciones portadoras de una demanda de identidad, reclamos
de autoafirmación de poblaciones indígenas aisladas, desampa¬
radas y desarraigadas de la tradición europea cristiana. Si¬
guiendo de cerca este modelo de las apariciones y milagros de
la virgen de Guadalupe, los pueblos indígenas de diversas partes
del país inventarán otras apariciones de vírgenes en las cua¬
les depositarán sus anhelos de identidad, autoafirmación y jus¬
ticia. Como se verá adelante, este mecanismo de apropiación de
los símbolos cristianos del conquistador se presenta confundi¬
do con la revitalización de las pulsiones religiosas indígenas
más profundas, se impregna con cultos a la naturaleza, núme¬
nes, naguales y dioses indígenas, se une a creencias y mitos an¬
cestrales, y se envuelve en profecías mesiánicas y apocalípticas
de origen cristiano e indígena.

198
Vírgenes, santos e insurrecciones en los Altos
de Chiapas, 1708-1712

Como otras partes del país, los valles, las montañas y las sel¬
vas de Chiapas, poblados por grupos indígenas de antigüedad
milenaria y de lenguas diversas (zoques, tzotziles, tzeltales,
choles, chiapas, tojolabales, lacandones), fueron el escenario
de una lucha que dividió a los pobladores españoles que inva¬
dieron estas tierras donde la naturaleza fabricó configuracio¬
nes espectaculares. Fray Bartolomé de las Casas y los cuarenta
misioneros dominicos que llegaron a evangelizar a los indí¬
genas de esta región, imaginaron construir una sociedad
compuesta exclusivamente por frailes e indios, y dedicada a
volver realidad los ideales cristianos de la primitiva iglesia.
Desde su arribo a estas tierras declararon la guerra a los enco¬
menderos y a los funcionarios de la corona, libraron y ganaron
batallas contra la esclavitud y los repartimientos de indios, con¬
gregaron en pueblos a la dispersa población indígena, e intro¬
dujeron en estos pueblos un sistema rudimentario de gobierno
y administración eclesiástica. En Ciudad Real, capital de la
provincia, fundaron la iglesia y el monasterio principal de la or¬
den de San Agustín, y luego edificaron otras iglesias en Copa-
naguastla, Chiapa, Comitán, Tecpatán y Ocosingo. A partir
de estos enclaves que llamaron doctrinas o cabeceras, evangeli¬
zaron a la población de los alrededores y fundaron ermitas y ca¬
pillas donde celebraban los bautizos, los casamientos, la misa y
las fiestas de los santos patronos de los pueblos. En la mayoría
de estos pueblos los frailes introdujeron un tipo de organiza¬
ción religiosa que tuvo gran aceptación entre los indígenas: las
cofradías y las mayordomías. Las cofradías estaban dedicadas
a un santo, y los cofrades, que generalmente eran la mayoría de
los habitantes del pueblo, participaban en ellas con limosnas,
con trabajo personal y con donativos para mantener la devo¬
ción al santo patrono de la cofradía. Por esta vía se introdujo
en Chiapas el culto mariano, la devoción a la virgen María
Madre de Dios. La mayoría de las cofradías que fundaron los
dominicos en territorio chiapaneco se dedicaron a la virgen
María, y particularmente a Nuestra Señora del Rosario. El mo¬
nasterio que edificaron en Copanaguastla fue consagrado a la

199
virgen del Rosario, y era fama que la imagen de la virgen que
estaba en su capilla tenía poderes para curar enfermos y reme¬
diar a los desamparados. Siglo y medio más tarde se decía que
esta imagen había obrado no menos de 27 milagros.64 Los ma¬
yordomos que cuidaban en los pueblos el culto a estas devo¬
ciones marianas eran indígenas iniciados por los frailes en los
rudimentos de la fe cristiana.
Sin embargo, hacia 1580 casi nada quedaba en el feraz te¬
rritorio chiapaneco del ideal religioso de los agustinos. Uniendo
intereses comunes, los encomenderos y los funcionarios reales
habían logrado destruir el poder de los frailes sobre los indios, y
luego consiguieron establecer relaciones directas con los caci¬
ques indios de los pueblos para imponer el tributo, sustraer tra¬
bajadores para las haciendas y controlar el comercio en todo el
territorio. Sin la presencia de minas, y con una fuerza de trabajo
indígena mermada por las epidemias, los pobladores españoles
se concentraron en el control de la producción indígena, particu¬
larmente del cacao, algodón, grana cochinilla y maíz, que eran
los productos de mayor demanda en la provincia y fuera de ella.
Ejercieron además el monopolio de la venta de todos los pro¬
ductos del exterior, los cuales obligaban a comprar a los indígenas
a precios altísimos. Por ese tiempo los frailes agustinos perdie¬
ron también el fervor evangélico y se dedicaron a competir con
los encomenderos y los funcionarios en la adquisición de bienes
y poder terrenales. Por su parte, los indígenas, los grandes per¬
dedores en todo este proceso, vivieron una sucesión de grandes
catástrofes que a ellos les pareció la anunciación del fin
del mundo.
Forzados a vivir en los nuevos pueblos donde ahora eran ex¬
plotados por todos, los indígenas vieron llegar en forma inexpli¬
cable la muerte masiva a través de epidemias asoladoras que
acabaron por desquiciar sus débiles defensas comunitarias. En¬
tre 1570 y 1610 grandes mortandades combinadas con sequías,
plagas y pestes disminuyeron la población indígena a menos de
la mitad. La mayor parte de los pueblos fundados por los reli¬
giosos fueron abandonados. Muchos indígenas huyeron a la
selva y a la montaña. Los que quedaron en los pueblos sufrie¬
ron una presión mayor por parte de los españoles. En este am¬
biente de cataclismo, muerte inexplicable y desamparo, varios

200
pueblos de los Altos de Chiapas presenciaron milagros y apari¬
ciones extraordinarios.

La virgen en Zinacantán, 1709-1710

Así, por donde empezará mi relación es relatando algunas cosas


que sucedieron poco antes en la novelería de los mismos indios, que
a mi ver se dan las manos unos a otros, y ante todas cosas digo:
que son los indios por la mayor parte sobre maliciosos, muy faltos
de entendimiento, muy inclinados a la idolatría y a la superstición,
muy adversos a todo lo que es sagradamente serio, pues de las cosas
sagradas según su común inclinación, a lo que solamente concurren
gustosos con sus personas y caudales es a lo ceremonioso, a lo que
tiene representaciones de ceremonia, a lo que trae consigo muchas
trompetas y ruidos, cascabeles y danzas, y a celebrar los Santos
que están a caballo como Santiago y San Martín, a los que tienen
animales como son los evangelistas y San Eustaquio y otros Santos.
Así pues, siendo gente de esta laya juzgarán algunos, como yo, que
fue el demonio [quien movió] a estos pobres, por medio de indios e in¬
dias maliciosas [a ver] varios y falsos milagros, hasta que junta la
multitud sin orden (. ..) prorrumpieron en las barbaridades que se
verán en esta relación. (Fr. Francisco Ximénez, Historia de la pro¬
vincia de San Vicente de Chiapas y Guatemala, 1929).

En 1708, cuando el nuevo obispo de Chiapas Juan Bautista


Álvarez de Toledo hacía su visita anual al pueblo de Chamula,
fue informado por los indios del pueblo de Zinacantán, situado
a media legua de Chamula, que “en el camino de dicho pueblo,
dentro de un palo, estaba un varón justo que exhortaba a la pe¬
nitencia, y se reconocía una imagen de la virgen nuestra Señora
que estaba dentro del mismo palo, la cual despedía rayos de
sí”. El “varón justo” era un ermitaño quien afirmó que la vir¬
gen había bajado del cielo para favorecer a los indios. Ante es¬
tas novedades, el obispo envió al padre Joseph Monroy, párroco
de Chamula, a investigar el caso. Monroy localizó al ermitaño
envuelto en una frazada y en el interior de un roble hueco des¬
cubrió una imagen de San José, un cuadernillo con unos versos
de alabanza a Dios hechos por el mismo ermitaño, y muchas
ofrendas de comida y braceritos con bálsamo de liquidambar
que servía de incienso al culto que hacía un gran “concurso de

201
los indios e indias” del lugar. Perturbado por este culto idolátri¬
co, el padre Monroy mandó destruir el palo, detuvo al ermitaño
y tomó camino para Chamula, acompañado por el ermitaño, a
quien seguía mucha gente que se le arrodillaba, ‘‘con tal exceso
—dice el padre Monroy— que me llegaron a preguntar que si
habían de repicar (las campanas) a la entrada de Chamula”. En
Chamula el obispo y el padre Monroy interrogaron al ermitaño,
lo enviaron luego al monasterio de San Francisco en Ciudad
Real, y finalmente lo liberaron en mayo de 1710.
El ermitaño volvió a Zinacantán e inmediatamente reinició
sus antiguas actividades, esta vez con más apoyo de la gente
de Zinacantán. En mayo de 1710, estando el padre Monroy en
Chamula en compañía del padre superior fray Jorge Atondo,
tuvieron otra vez noticia del ermitaño y de un nuevo culto que
se celebraba en una ermita cercana al pueblo. El padre Monroy
hizo la siguiente descripción de este lugar: ‘‘Sería la dicha ermita
como de ocho pasos, repartidos en dormitorio y oratorio, con un
altar en donde tenían una imagen pequeña de la virgen, con
candelas, cacao, huevos, tortillas y otras cosas semejantes que
le ofrecían los indios con todas las conveniencias. Estaba la er¬
mita muy adornada y aforrada con petates muy aseados. El
monte donde estaba la ermita estaba rozado, cercado y sembra¬
do de milpas.” Llamó la atención del padre Monroy lo muy tri¬
llado que se veía el camino, aun cuando sólo hacía cuatro días
que se había levantado la ermita, y sobre todo le impresionó la
gran cantidad de indios que venían a rendirle culto a la imagen.
Preocupados por el desarrollo tan rápido de este culto, el padre
superior y el padre Monroy decidieron prenderle fuego a la er¬
mita y llevarse otra vez al ermitaño a Ciudad Real. Ahí los je¬
suítas descubrieron que éste estaba poseído por el diablo y lo
pusieron preso. Más tarde lo trasladaron a la Nueva España,
de donde se decía que era originario, pero las últimas noticias
sobre este personaje indican que murió en el camino.65
Como lo ha señalado Victoria Reifler,66 este acontecimiento,
tan semejante a muchos otros reprimidos por el celo de los frai¬
les, tuvo repercusiones en las apariciones e insurrecciones que
en 1711 y 1712 agitaron esta región de los Altos de Chiapas.
Las características que se observan en la aparición de la virgen
en Zinacantán, se repetirán en las posteriores apariciones de

202
vírgenes y milagros. Es cierto que en el caso de Zinacantán, el
ermitaño que promovió y anunció la aparición de la virgen era
un ladino, un mestizo que sabía leer y escribir el español. Pero
su mensaje estaba dirigido a la población indígena, la cual lo re¬
cibió con gran entusiasmo. En todo lo demás la aparición de la
virgen en Zinacantán, que en lo general sigue el modelo de la apa¬
rición de la virgen de Guadalupe, creó en esta región un modelo
que la memoria indígena reproducirá fielmente en los siguien¬
tes casos de apariciones de vírgenes. Los elementos básicos de
este modelo son los siguientes: 1) la virgen desciende del cielo;
2) promete ayuda y socorro a los indígenas; 3) demanda para
ello que se le construya una ermita; 4) la devoción a la virgen
adopta las formas indígenas tradicionales de culto: ofrendas de
comida e incienso.

La virgen de Santa Marta y los milagros


de Chenalho, 1711-1712

La virgen visitó por segunda vez la región de los altos de Chia-


pas en el otoño de 1711. Esta vez se le reveló a una mujer indígena
llamada Dominica López, en el pueblo de Santa Marta, situado
al noroeste de Chamula y Zinacantán. Una tarde de octubre de
1711 Dominica y su esposo, Juan Gómez, estaban cortando elotes
en su milpa cuando repentinamente Dominica vio a la virgen, en
forma humana, sentada en un palo. La virgen le preguntó a Do¬
minica si tenía padres, a lo que ella respondió que su madre
había muerto y sólo su padre vivía aún. La virgen le dijo enton¬
ces “que ella era una pobre llamada María, venida del cielo a
ayudar a los indios, y que así fuese a decirlo a [los] justicias, pa¬
ra que a orilla del pueblo le hicieran una ermita pequeña en
que vivir”.67
Juan López no creyó al principio el relato de su mujer sobre
la aparición milagrosa de la virgen. Cuando él fue al lugar donde
supuestamente se había aparecido la virgen, no encontró na¬
da. Sin embargo, cuatro días más tarde él vio también a la vir¬
gen, muy cerca de donde se le había aparecido a Dominica. La
virgen le indicó entonces a Juan que hablara con los justicias y
les dijera que le edificaran una casa dentro del pueblo, porque
ella quería vivir en el pueblo y no entre palos y piedras en el

203
monte. Los justicias y principales del pueblo se trasladaron
luego a la milpa, para comprobar si la aparición de la virgen era
verdad. En el camino se les unió mucha gente, pero cuando lle¬
garon a la milpa la virgen había desaparecido. Sin embargo, al
día siguiente la virgen reapareció otra vez, y entonces los alcal¬
des del pueblo pudieron verla sentada en el mismo palo de las
apariciones anteriores. Los alcaldes envolvieron a la virgen en
una manta y la condujeron al pueblo, acompañados por una
multitud festiva, que siguió a la virgen con gran despliegue de
estandartes, velas, cornetas, flautas, pífanos, recitaciones del
rosario y letanías. Al llegar a Santa Marta la virgen fue coloca¬
da en el altar principal de la iglesia, donde permaneció durante
tres días cubierta con una manta que la protegía. Al cabo de
ese tiempo, cuando los alcaldes removieron la manta, descu¬
brieron que la virgen había sido reemplazada por una imagen
de madera.
Estos acontecimientos milagrosos crearon en Santa Marta
una gran expectación popular y un sentimiento religioso exal¬
tado que se comunicó a los pueblos de los alrededores. Con
gran celeridad los vecinos edificaron una capilla a la virgen,
auxiliados por los habitantes de los pueblos cercanos. Los jus¬
ticias de Santa Marta nombraron un alférez y dos mayordomos
para cuidar de la virgen y su capilla. Domingo López, un indio
de Santa Marta, fue escogido para el cargo de alférez. Los testi¬
gos de las primeras apariciones de la virgen, Dominica López y
su esposo, fueron nombrados para servir como mayordomos de
la virgen. El alférez cantaba la misa y tenía a su cargo la orga¬
nización de las fiestas en honor de la virgen. Los dos mayordomos
eran responsables de la recepción de las ofrendas, que consistían
en pollos, flores, incienso, velas, leña y monedas de plata. El
pueblo todo fue invadido por una corriente de intensa religiosi¬
dad, que aumentó con la llegada de oleadas continuas de pere¬
grinos que venían a rendirle culto a la virgen, procedentes de
casi todos los pueblos de habla tzotzil de los altos de Chiapas.
La capilla de la virgen se construyó a cierta distancia de la
iglesia del pueblo y estaba dividida en dos partes. La más peque¬
ña se reservó a dos imágenes de la virgen y a los santos patronos
de los pueblos vecinos de San Pablo Chalchihuitan, Santiago
Huistan y Santa María Magdalena. La otra parte la formaba

204
un corredor o galería que los indígenas utilizaban para sus dan¬
zas. Esta capilla fue el escenario de un importante festival cele¬
brado en la cuaresma de 1712, al que acudieron indígenas de
habla tzotzil de toda la provincia. Por estas fechas las autori¬
dades españolas supieron por primera vez de este culto, y de su
rápida propagación en la zona. En Totolapa, en San Lucas y en
otros pueblos cercanos a Santa Marta, la presencia de los in¬
dios a la misa del sábado había disminuido, a la vez que habían
aumentado las peregrinaciones de los habitantes de estos pue¬
blos a Santa Marta. Alarmado por estos hechos, el padre Bar-
tholomé Ximénez, predicador general de los agustinos, ordenó
al padre de Chamula, Joseph Monroy, investigar lo que aconte¬
cía en Santa Marta.
En el camino a Santa Marta, el padre Monroy pasó por el
pueblo de San Andrés Iztacostoc, donde los justicias del lugar
le informaron de la milagrosa aparición de la virgen en Santa
Marta. Aprovechando su presencia, los justicias e indios prin¬
cipales le solicitaron permiso para trasladar la imagen de su
santo patrono a Santa Marta, como lo habían hecho ya otros
pueblos, a lo que Monroy se negó.
Al llegar a Santa Marta el padre Monroy fue directamente a
la capilla, donde encontró a Dominica López. Al interrogarla
sobre el origen de las dos imágenes de la virgen que el padre
Monroy había visto en la parte interior de la capilla, Dominica
le informó que la imagen grande, que el padre identificó como
hecha por un indio del pueblo de Santa Marta, no era la que se
le había aparecido en la milpa, sino la otra, más pequeña, que
estaba envuelta en un tafetán, “que sería de dos cuartas, aca¬
bada de fabricar y hechura de los indios’’ de Zinacantán, según
afirmó el padre Monroy. A la pregunta sobre cuándo había ocu¬
rrido el hecho, Dominica respondió que en octubre de 1711.
Monroy la reprendió porque en los seis meses transcurridos no
había informado nada a su cura, a lo cual replicó Dominica que
las justicias del pueblo le habían pedido que no delatara el
acontecimiento.
En uno de los documentos que informan sobre esta aparición
se dice que la virgen expresamente prohibió a los indios de Santa
Marta comunicar el milagro a los religiosos o a cualquier espa¬
ñol. Según este documento la virgen decía que ella había bajado

205
del cielo sólo para ayudar a los indios, y que si ellos lo divulga¬
ban, morirían. Por esa misma razón se mantuvo a la virgen to¬
do el tiempo cubierta con una tela, y por ello también Dominica
López había permanecido siempre cerca de ella, porque la vir¬
gen sólo con ella y con nadie más podía hablar. Entre la gente
de Santa Marta se decía que la virgen había hecho saber que to¬
dos aquellos que vinieran en peregrinación a ella y le trajeran
ofrendas, irían al cielo, aunque hubieren cometido muchos peca¬
dos, y que ella les daría mucho maíz y frijoles y muchos hijos.
Durante la estancia del padre Monroy en Santa Marta suce¬
sivas embajadas de indios le rogaron que dijera la misa en la
nueva capilla de la virgen, pero él se rehusó, aduciendo que an¬
tes tenía que solicitar la aprobación del predicador general de
la orden. El padre Monroy recibió la instrucción de expulsar in¬
mediatamente del pueblo a los mayordomos de la virgen. A pesar
de la fuerte resistencia que encontró para cumplir esas órdenes,
se condujo con tal habilidad que al poco tiempo logró sacar del
pueblo a Dominica López y a su esposo, a los principales servi¬
dores de la virgen, y a la misma imagen de la virgen, llevándose
a todos a Ciudad Real, con el pretexto de que ahí la virgen reci¬
biría los honores que merecía.
Cuando el padre Monroy logró calmar a la gente de Santa
Marta, la imagen de la virgen fue colocada en una caja y condu¬
cida primero al pueblo de Chamula, a donde llegó acompañada
por una multitud de indios. En Chamula la muchedumbre indí¬
gena se congregó en la iglesia y pasó la noche flagelándose y
haciendo ofrendas de huevos, gallinas, velas y monedas a la
virgen. Al día siguiente la imagen fue llevada a la iglesia del
monasterio de Santo Domingo en Ciudad Real, escoltada por
cerca de 2000 indígenas, hombres y mujeres. En un ambiente
de gran conmoción popular fue colocada en el nicho que usual¬
mente ocupaba la virgen del Rosario, y durante todo el día gran
número de gente de todas clases afluyó a contemplar la nove¬
dad. Al otro día la imagen fue sustraída secretamente de la
iglesia y ocultada. Dominica López, su esposo y el hombre que
había servido como alférez del culto a la virgen fueron enviados
a la cárcel. En el proceso que los religiosos abrieron a Dominica
y Juan Gómez se buscó demostrar, por diversos medios, el ca¬
rácter idolátrico del culto que los indios habían hecho a la ima-

206
gen de la virgen. Sin embargo, ninguno de los testimonios y
confesiones obtenidos durante el juicio apoyó esta acusación.
Al contrario, esos testimonios muestran que las ceremonias y
ritos hechos a la imagen de la virgen eran los mismos que los
indígenas hacían normalmente a los santos patronos de sus
pueblos, con la aprobación de los religiosos.67
Al mismo tiempo que el culto a la virgen se desarrollaba en
Santa Marta, se difundió la noticia de nuevos y sorprendentes
milagros ocurridos en la iglesia de San Pedro Chenalho, un pue¬
blo cercano a Santa Marta, Chamula y Zinacantán. Dos días
antes de la fiesta de San Sebastián se supo que la imagen de es¬
te santo había sudado dos veces. Poco después corrió la mila¬
grosa noticia de que la imagen de San Pedro, el santo patrono
de Chenalho, había emitido rayos de luz por dos domingos con¬
secutivos. Conmocionados por estos acontecimientos, los indí¬
genas decidieron edificar una ermita a San Sebastián. Todo el
pueblo se cargó de religiosidad y en un clima de gran expecta¬
ción sus pobladores hicieron “muchas penitencias y rogativas,
porque decían tenían temor de que se acabase el pueblo y el
mundo, y que lo sucedido sería por sus pecados que tendrían
ofendido a Dios’’. Según el padre Monroy, quien nuevamente
acudió a investigar estos hechos perturbadores, el promotor de
estas novelerías fue un indio de origen humilde, llamado Sebas¬
tián Gómez, quien después de difundir estos milagros se enso¬
berbeció y se hizo llamar Don Sebastián Gómez de la Gloria. El
padre Monroy dejó pasar un tiempo para que la represión de es¬
te falso milagro no se conectara con los sucesos de Santa Mar¬
ta, y luego quemó la ermita, aunque esta vez no confiscó las
imágenes de los santos, como lo había hecho antes en Zinacan¬
tán y Santa Marta. En este sentido, como lo ha subrayado Vic¬
toria Reifler, los milagros de San Pedro Chenalho tuvieron más
suerte que los cultos a la virgen en Santa Marta y Zinacantán.
Mediante el procedimiento de apropiarse las imágenes y cultos
cristianos, los indígenas de San Pedro Chenalho lograron crear
un culto local propio, inspirado en las tradiciones de la iglesia
cristiana, y que por tanto no podía ser rechazado por las autori¬
dades religiosas españolas.68 Sin embargo, no consiguieron el
objetivo principal que animaba a estos movimientos: hacer
aceptar a las autoridades religiosas y civiles españolas los mi-

207
lagros que buscaban afirmar la identidad de los pueblos, y sub¬
rayar su condición de pueblos escogidos por la divinidad. Una y
otra vez, en Zinacantán, Santa Marta y San Pedro Chenalho, las
apariciones de la virgen y los milagros de santos qué los indíge¬
nas habían creído presenciar fueron rechazados y considerados
como supercherías por las autoridades religiosas. En Zinacan¬
tán y Santa Marta las imágenes y las ermitas del nuevo culto
fueron destruidas, y los testigos de los milagros declarados po¬
seídos por el demonio y encarcelados. Así, en la medida que en
estos pueblos de los Altos de Chiapas era más fuerte el senti¬
miento de desamparo y mayor la necesidad de un alivio religioso
para tanta desolación, las autoridades religiosas se mostraron
más ortodoxas, y rechazaron con energía estas “novelerías” de
los indios.

El reino efímero de la virgen de Cancuc, 1712-1713

En 1712 la virgen hizo una nueva aparición en Chiapas, esta


vez de consecuencias trascendentes. En mayo de ese año, en un
caserío de las afueras del pueblo de Cancuc, en el distrito epis¬
copal de la provincia de los zendales, Una india joven llamada
María de la Candelaria declaró que la Santísima Virgen se le
había aparecido cerca de su casa. Según el relato de María de la
Candelaria, la virgen le pidió que le edificaran ahí mismo una
capilla y se divulgara la noticia de su aparición. Los primeros
devotos de la aparición fueron la misma María de la Candela¬
ria, su esposo, Sebastián Sánchez, sus padres y otra mujer indí¬
gena, Magdalena Díaz, a quien María de la Candelaria había
primero informado del milagro.
El padre Simón García de Lara, párroco de Cancuc, conoció
estos hechos el 15 de junio de 1712 y lo primero que hizo fue des¬
truir la cruz que los indígenas habían levantado en el lugar de la
aparición y denunciar el relato de María de la Candelaria como
una invención del demonio. Pero tan pronto como el padre Gar¬
cía de Lara salió del pueblo, los indígenas edificaron una capilla
en el sitio de la aparición. A esta capilla construida con el con¬
curso de todo el pueblo entró María de la Candelaria, junto con
Magdalena Díaz, a depositar un envoltorio que puso detrás de
una estera. Luego anunciaron al pueblo que la virgen estaba ya

208
en la capilla y el pueblo entero hizo su entrada en ella, se postró
ante la virgen y comenzó a ofrendarle velas y limosnas.
Presionados por conseguir la aprobación oficial del nuevo
culto, los indios principales del pueblo enviaron una delegación
al obispo de Chiapas, con el fin de obtener su permiso para con¬
servar la capilla y celebrar en ella la misa. La delegación encontró
al obispo en el pueblo de Chamula, pero al escuchar éste la soli¬
citud, ordenó el arresto del grupo y su envío a la cárcel de Ciu¬
dad Real, la capital de la provincia. Algunos indígenas lograron
escapar y difundieron en Cancuc la noticia del trato que habían
recibido. Las autoridades de Ciudad Real mandaron demoler la
capilla, pero la gente de Cancuc opuso tal resistencia que el
mandato no pudo cumplirse.
Por este tiempo entró en escena Sebastián Gómez, un indio
procedente del pueblo de Chenalho, quien le dio un giro sor¬
prendente a los acontecimientos de Cancuc. En Chenalho había
sido el difusor de los milagros atribuidos a San Sebastián y San
Pedro. Cuando se presentó en Cancuc llevaba una imagen de
San Pedro y una idea nueva para legitimar la aparición de la
virgen. Dijo a la gente de Cancuc que él se llamaba Sebastián
Gómez de la Gloria y que había estado en el cielo, donde había
hablado con la Sagrada Trinidad, la virgen María, Jesucristo y
el apóstol San Pedro. En el cielo, San Pedro lo había nombrado
su vicario y teniente, y por eso bajó del cielo lleno de gloria y
envuelto en resplandores. Según su relato, San Pedro le había
conferido autoridad para nombrar indios letrados que sirvie¬
ran como sacerdotes en todos los pueblos de la provincia, y le
había dicho que en adelante no habría más rey, ni tributos, ni
alcalde mayor, ni funcionarios de Ciudad Real, porque él, Se¬
bastián Gómez de la Gloria, había sido enviado para liberar a
los indígenas de esas cargas agobiantes. También dijo a los in¬
dios de Cancuc que no habría más obispo, ni sacerdotes, porque
todo eso había terminado; los indios disfrutarían ahora de su
antigua libertad, y solamente tendrían vicarios y sacerdotes
escogidos entre ellos mismos para que administraran los sa¬
cramentos.
A partir de esta subversión radical del orden establecido, la
gente de Cancuc y de otros pueblos vecinos se entregó a la sor¬
prendente tarea de construir, en un medio dominado por el poder

209
político español, una utopía indígena: una sociedad goberna¬
da por autoridades religiosas y civiles indígenas.
La capilla donde se albergó a la virgen se convirtió en el cen¬
tro religioso y político de la región. Estaba dividida en dos
cuartos separados por una cortina de petate. En el cuarto inte¬
rior se hallaba el altar con las imágenes de la virgen del Rosa¬
rio, de San Antonio y de otros santos. La imagen de la virgen
estaba vestida con ropa indígena. En el otro cuarto había dos
filas de sillas donde se sentaban los mayordomos de la virgen.
María de la Candelaria ocupaba la silla más próxima al altar.
Ella era la única persona que tenía acceso al altar cuando se
requería la comunicación con la virgen, y era ella la única que
difundía sus mensajes. El culto y el servicio a la virgen adopta¬
ron el modelo establecido por la cofradía religiosa. Un grupo de
alrededor de 40 mayordomos se alternaba cada dos meses para
realizar los servicios religiosos. María de la Candelaria fue
nombrada mayordoma mayor.
Cada uno de los pueblos participantes en este movimiento
religioso envió sus fiscales a Cancuc, para que ahí fueran nom¬
brados vicarios generales o sacerdotes. Los fiscales tradicional¬
mente habían sido los asistentes indígenas de los sacerdotes
españoles en las parroquias; es decir, sabían leer y escribir el es¬
pañol y estaban familiarizados con el ritual religioso. En la cere¬
monia indígena que se instituyó para ordenarlos vicarios de San
Pedro, los iniciados permanecían arrodillados durante 48 horas
con una vela encendida en sus manos. Luego Sebastián Gómez
de la Gloria los rociaba con agua y los bendecía frente a todo el
pueblo, y de este modo quedaban ordenados como sacerdotes o
vicarios generales.
En este esfuerzo por crear un sacerdocio indígena propio, se
incluyó el nombramiento de un obispo, cargo que se otorgó a
un indio del pueblo de Ocosingo. En general, el nuevo clero in¬
dígena cumplía las mismas tareas que antes realizaba el clero
español. Vestidos con las ropas de los sacerdotes españoles
proscritos, los vicarios indígenas celebraban misas, pronuncia¬
ban sermones que exaltaban el milagro de la aparición de la vir¬
gen, administraban los sacramentos y organizaban grandes
procesiones. La diferencia más notable entre el antiguo y el
nuevo orden religioso, era la supremacía de la virgen sobre

210
el mismo Dios y el hecho de que el cielo y el sacerdocio eran aho¬
ra espacios exclusivamente reservados a los indígenas. A par¬
tir de esta nueva interpretación étnica de la tradición religiosa
cristiana, los indios se convirtieron en el pueblo escogido de la
virgen, y los españoles se transformaron en “judíos”, en enemi¬
gos y perseguidores de la virgen.
A esta transgresión de la tradición religiosa siguió una in¬
versión del orden político. Los indígenas rebautizaron a Can-
cuc con el nombre de “Ciudad Real” y también le llamaron
Nueva España, mientras que a la Ciudad Real donde estaban
asentados los poderes civiles y religiosos de los españoles la
llamaron “Jerusalén”. En lugar de la Real Audiencia de Gua¬
temala crearon una Audiencia indígena con residencia en el
pueblo de Huitiupa, el cual fue rebautizado con el nombre de
“Guatemala”. En Cancuc y en los otros pueblos indios que se
sumaron al movimiento rebelde se anunció la extinción del tri¬
buto, de los alcaldes mayores y de los funcionarios de Ciudad
Real. Un documento de los indígenas rebeldes ordenaba expre¬
samente acabar con los curas y religiosos, y con todos los espa¬
ñoles, mestizos, negros y mulatos, de manera que sólo indígenas
poblaran la tierra. Este rechazo total de la dominación española
culminó con la formación de un ejército indígena, que adoptó el
modelo militar español. A la cabeza de este ejército se puso a
tres capitanes generales, uno del pueblo de Cancuc, otro del pue¬
blo de Bachajón y otro del pueblo de Huitiupa. Abajo de éstos
había otros capitanes de menor rango, que a su vez eran cabeza
de los diferentes pueblos sublevados. Cada uno de los integran¬
tes de este ejército se consideraba un “soldado de la virgen”.
Para fortalecer el centro religioso y político del movimiento,
sus líderes ordenaron concentrar en Cancuc las imágenes y los
ornamentos religiosos de los pueblos, los libros de las cofradías
y las limosnas. En agosto de 1712, desde Cancuc se enviaron a
los pueblos de la región comunicados como el siguiente:

Jesús, María y José. Señores alcaldes de tal pueblo. Yo, la virgen,


que he bajado a este mundo pecador, os llamo en nombre de nues¬
tra señora del Rosario, y os mando que vengáis a este pueblo de
Cancuc, y os traigáis toda la plata de las iglesias, y los ornamentos
y campanas, con todas las cajas y tambores, y todos los libros y di-

211
ñeros de cofradías, porque ya no hay Dios, ni rey. Y así venid todos
cuanto antes, porque si no seréis castigados (...) Ciudad Real de
Cancuc. La Virgen Santísima, María de la Cruz”.

En otras versiones de estos comunicados se anunciaba la re¬


surrección del “emperador Moctezuma”, quien se sumaría a
los soldados de la virgen para derrotar a los españoles. Para es¬
tas fechas Cancuc, y particularmente la capilla de la virgen, se
habían transformado en el corazón de un gran movimiento in¬
dígena rebelde en el que participaban unos 30 pueblos tzotziles
y tzeltales y algunos más del grupo étnico chol. La capilla de la
virgen era el centro religioso, y el núcleo político y administra¬
tivo. Todos los días se celebraba misa, se rezaba el rosario, se
cantaba el Alabado y había música en honor de la virgen. De las
limosnas y donaciones recibidas se había formado un fondo es¬
pecial de la virgen, que además de cubrir los gastos del culto
servía para pagar a los ya numerosos “soldados de la virgen”.
Para evitar que se fragmentara esta unidad alrededor de la vir¬
gen se prohibieron otros cultos: en Yajalón, una pareja que dijo
haber presenciado un nuevo milagro de la virgen fue condena¬
da a la horca. También se ejecutó sin dilación a un indio de Tila,
que andaba con los brazos en cruz y decía ser Cristo.
Alrededor del milagro de la virgen de Cancuc, y de los men¬
sajes que ella trasmitía a través de María de la Candelaria
(quien se hizo llamar María de la Cruz), afloró un haz de creen¬
cias indígenas tradicionales donde dominaban potencias sobre¬
naturales, prácticas mágicas, profecías escatológicas y rituales
antiquísimos, mezcladas con las creencias y prácticas cristia¬
nas. Esta presencia exaltada de lo mágico y religioso impregnó
todos los actos que ocurrían en Cancuc. La gente sentía y creía
que la virgen se comunicaba con María de la Candelaria, y pen¬
saba que gracias a este milagro Cancuc se había convertido en
un lugar privilegiado, en un pueblo escogido por la divinidad
para vivir un destino único. Por eso también cada uno de los
soldados de la virgen se creía un hombre tocado por la gracia
divina, privilegiado e imbatible. Los soldados de la virgen se
lanzaron a combatir a los españoles convencidos de que esta¬
ban protegidos por fuerzas sobrenaturales. Creyeron que las
fuerzas de la naturaleza confabuladas en forma de terremotos,

212
inundaciones, relámpagos y huracanes, destruirían a los espa¬
ñoles. Creían que tenían de su lado fuerzas mágicas y poderes
divinos que los hacían invencibles. Aun cuando murieran en el
combate, resucitarían victoriosos.
El culto a la virgen de Cancuc y el inusitado movimiento re¬
ligioso que creó un clero indígena propio y una organización po¬
lítica rebelde a la dominación española, fueron violentamente
suprimidos de los Altos de Chiapas cuando los españoles toma¬
ron la iniciativa y metódicamente vencieron a las fuerzas del
ejército de la virgen. En las investigaciones que los mismos re¬
presores hicieron para conocer las causas de la rebelión, sa¬
lieron a relucir los excesos cometidos por el obispo Alvarez de
Toledo en sus visitas a los pueblos de la región, las exorbitan¬
tes cargas económicas que los alcaldes mayores y encomende¬
ros imponían a los indios, y otros abusos. Pero nadie le prestó
atención al sustrato anímico que había llevado a estos pueblos
apartados a creer, fundados en la propia tradición religiosa y
escatológica cristiana, que un enviado providencial del cielo había
llegado a sus pueblos para redimirlos y acabar con la domina¬
ción que les impedía tener dioses, santos, sacerdotes y gobier¬
no propios.69

La insurrección de Canek, 1761

Cincuenta años más tarde, en la península de Yucatán explotó


otro movimiento indígena que combinó la presencia de creencias
religiosas tradicionales con una repulsa radical de la dominación
española. Según el testimonio de los españoles que intervinieron
en la represión, esta rebelión comenzó de una manera banal. El
19 de noviembre de 1767 los indios del pueblo de Quisteil, si¬
tuado a unas seis leguas de Sotuta, estaban reunidos en una
conjunta dedicada a planear la celebración de la próxima fiesta
en honor del santo patrono del pueblo, Nuestra Señora de la
Concepción. Como era común, en la conjunta había corrido
bastante licor y muchos de los participantes estaban borra¬
chos. Cuando iba a terminar la reunión, un indígena de nombre
Jacinto Canek propuso que los fondos reunidos para la próxi¬
ma festividad sirvieran para prolongar la conjunta por otros
tres días. La propuesta fue entusiastamente recibida y apro-

213
bada por los habitantes del pueblo. En la borrachera que
siguió, un comerciante ladino llamado Diego Pacheco fue ase¬
sinado porque se negó a vender a los indiog el licor que le
demandaban.
Al día siguiente el cura Miguel Ruelas, que era el párroco
itinerante encargado de decir la misa en Quisteil, fue interrum¬
pido antes de terminar su servicio por una multitud ruidosa y
borracha que amenazó con matarlo. Y aunque otros indígenas
le rogaron que se quedara y le ofrecieron protección, Ruelas huyó
a caballo rumbo a Sotuta, donde difundió un relato exagerado
de lo que había ocurrido en Quisteil. Cuando el capitán Tiburcio
Cosgaya, comandante militar de Sotuta, supo estas noticias,
inmediatamente dio aviso al gobernador de Mérida informándo¬
le de una sublevación de los indios, y él mismo tomó la decisión
de ir a suprimirla, acompañado de catorce hombres de a caballo
y cien de a pie. Unas fuentes informan que al llegar Cosgaya a
Quisteil fue atacado por los indios, quienes prevenidos de su
arribo, le dieron muerte a él y a varios de sus hombres, e hicie¬
ron prisionero a otro, de nombre Juan Herrera. Otras fuentes
dicen que los hombres de Cosgaya llegaron a Quisteil borra¬
chos, repartiendo cuchilladas entre la gente que fue a recibir¬
los, y que en respuesta la multitud contestó al ataque con
piedras, palos y machetes. Según esta versión, para encubrir
una derrota vergonzosa y ganar fama como pacificador, el go¬
bernador de Yucatán transformó esta fallida represión de un
alboroto en una insurrección general de los indios y puso en
marcha un aparatoso plan militar para sofocarla.
Lo cierto es que el motín de Quisteil adquirió el perfil de una
insurrección amenazante cuando se difundió la noticia de que
en ese pueblo había sido coronado un rey indígena. Según un
testimonio, al terminar las fiestas y preparativos de la conjun¬
ta, Jacinto Canek reunió a la población de Quisteil en el atrio de
la iglesia y dijo estas palabras: “Hijos míos muy amados: no sé
qué esperáis para sacudir el pesado yugo y servidumbre traba¬
josa en que os ha puesto la sujeción a los españoles; yo he cami¬
nado por toda la provincia y registrado todos sus pueblos, y
considerando con atención qué utilidad o beneficio nos trae la
sujeción a España (. . .) no hallo otra cosa que una penosa (. . .)
servidumbre.” Habló Jacinto Canek del abandono en que tenían

214
los religiosos a las parroquias indígenas, y describió las tiranías,
trabajos, castigos y tributos que les imponían las autoridades
españolas. Al ver que la gente aprobaba sus palabras, Jacinto
Canek la invitó a luchar contra la sujeción española, asegurán¬
dole victoria. “No temáis —dijo— el valor de los españoles,
pues asentados nuestros reales en este pueblo, que no fue
conquistado por ellos (...) tomaremos por sorpresa Yaxcabá
(. . .), sin que dificulte la empresa lo fuerte del castillo, ni ate¬
morice nuestro ánimo el fuego de sus cañones, pues entre mu¬
chos a quienes he enseñado el arte de brujería, tengo quince
muy peritos que entrarán con su arte en la fortaleza.” Hi¬
zo luego exhibición de sus poderes extraordinarios,
mostrando a la multitud reunida una hoja en blanco que, al
ser entregada a uno de los presentes, resultó tener escrito
todo lo que antes había dicho. “Y teniéndoles ya comple¬
tamente hechizados, les dijo que tocaría las hojas de un ár¬
bol, las cuales resonarían como trompetas, con lo cual vendrían
en su socorro multitud de combatientes mayas y millares de in¬
gleses.” Terminó diciendo que aunque muchos indios pudieran
morir en la batalla, ninguno debería temer la muerte eterna,
pues con que se untaran un aceite que él tenía y dijeran Dios
Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, encontrarían abiertas
las puertas del paraíso.
Cuando Jacinto Canek ganó el apoyo de la gente de Quisteil,
envió correos a los pueblos cercanos para que se les unieran en
la lucha contra los españoles. Estos correos trasmitían mensa¬
jes como el siguiente, que fue interceptado por las autoridades
españolas: “Bien podéis venir (a Quisteil) sin temor alguno, que
os esperamos con los brazos abiertos; no tengáis recelo, por¬
que somos muchos y las armas españolas no tienen ya poder
contra nosotros, traed vuestra gente armada, que con nosotros
está el que todo lo puede.”
“El que todo lo puede” no era otro que Jacinto Canek, quien
en la iglesia de Quisteil y ante los representantes de varios pue¬
blos de la región, había sido coronado rey, “con la corona y el
manto azul de Nuestra Señora de la Concepción, titulándose
rey Jacinto Uc Canek, Chichán Moctezuma, o sea el rey Jacin¬
to Uc Lucero, pequeño Moctezuma.” Al parecer la coronación
de Jacinto Canek tuvo lugar el 19 o el 20 de noviembre, aun

215
cuando las fuentes son imprecisas en este punto. Los mismos
españoles no sabían quién era el indígena que había sido coro¬
nado rey; la primera noticia cierta que tuvieron de este aconte¬
cimiento la dio a conocer Juan Herrera, el español que había sido
hecho prisionero en Quisteil, quien contó que antes de escapar
fue obligado a besar los pies del rey indígena. Herrera también
difundió la noticia de que la revuelta se había preparado desde
hacía más de un año y que todos los pueblos indígenas de la pe¬
nínsula habían sido invitados a secundarla.
Deformadas, multiplicadas y magnificadas, estas y otras no¬
ticias cruzaron por todas partes la península de Yucatán y
crearon un ambiente de zozobra y de anticipo de guerra. Los es¬
pañoles movilizaron fuerzas de Valladolid, Yaxcabá, Sotuta,
Campeche, Sisentun, Tihosuco, Izamal y Mérida para atacar a
Quisteil. Las villas cercanas a Quisteil fueron reforzadas. Ante
la noticia de que los indios se estaban armando, el gobernador
prohibió por edicto que se les vendiera pólvora, y les impuso se¬
veras restricciones para transitar. En la ciudad de Mérida olas
de terror estremecían a la población blanca, pues se decía que
los indios que vivían en la ciudad preparaban una sublevación.
Corría el rumor de que los indios semaneros, quienes estaban
obligados a trabajar sin paga para los habitantes de Mérida, in¬
cendiarían la ciudad y matarían a sus pobladores. En esta at¬
mósfera de terror y sospecha, un fiscal indio del pueblo de
Uman fue arrestado porque se le oyó decir que el profeta Chi-
lam Balam había predicho la destrucción de los españoles.
Por fin, en la mañana del 26 de noviembre, 500 soldados es¬
pañoles marcharon contra Quisteil. Ahí se enfrentaron con más
de 1500 indígenas bien pertrechados que les opusieron resis¬
tencia. La batalla se decidió en favor de quienes estaban mejor
armados, con un saldo de 30 ó 40 pérdidas españolas y más de
600 muertos indígenas. Un grupo de líderes indígenas murió
quemado al ser incendiada la cabaña donde se había parapetado.
Jacinto Canek pudo escapar a los bosques cercanos con otros
300 indígenas, y durante un tiempo se refugió en la hacienda de
Huntulchac, hasta que el 3 de diciembre fue capturado en el pue¬
blo de Sibac con 125 de sus seguidores. El 7 de diciembre hizo
su entrada en Mérida, montado en un caballo y con una corona
de piel de venado que sus custodios le habían puesto en son de

216
mofa. Desde ese día sufrió torturas indecibles y sus labios y su
carne fueron despedazados con tenazas, hasta que fue ejecuta¬
do con un golpe de barra el 14 de diciembre. Se mandó quemar
su cuerpo y sus cenizas se esparcieron en el aire para que no
quedara huella de su presencia humana. Otros ocho líderes in¬
dígenas fueron ahorcados y luego descuartizados, para que sus
miembros despedazados se exhibieran en diversas partes de la
ciudad y de los pueblos. Los otros prisioneros sufrieron azotes
públicos y a todos se les cortó una oreja, para estigmatizar su
participación en la sublevación de Canek. Además de estos
castigos ejemplares, se expidieron leyes que, bajo pena de
muerte, prohibían a los indígenas el uso de cualquier tipo de ar¬
mas. También se les prohibió practicar sus fiestas tradiciona¬
les y el uso de sus instrumentos musicales, mandándose “que
en lo sucesivo [sólo] se toquen instrumentos españoles, para
que de este modo se consiga desterrar todos sus malos errores”.
Por último, en 1762 se ordenó arrasar el pueblo de Quisteil, para
que no quedara traza de él sobre la faz de la tierra. Quisteil nun¬
ca fue reedificado, y aún hoy se desconoce su locación exacta.™

El movimiento milenarista de Antonio Pérez, 1761

En la década de 1760, por los años en que ocurren los aconteci¬


mientos que encabeza Jacinto Canek en Yucatán, en la región
central otro indígena se convertiría en líder de un movimiento
religioso cuyo desenlace culminó en un rechazo radical de la
dominación española. En este caso, como en los movimientos
religiosos de Cancuc y de Quisteil, los indígenas fueron moviliza¬
dos por ideas milenaristas y apocalípticas tan poderosas, que lle¬
garon a proponer la desaparición del orden existente y la creación
de un nuevo reino, señoreado exclusivamente por indígenas.
Una notable investigación reciente de Serge Gruzinski
desenterró los extraordinarios acontecimientos colectivos que
se vincularon con Antonio Pérez, e iluminó algunos aspectos de
la compleja personalidad de este líder religioso indígena. La
primera actividad conocida de Antonio Pérez fue la de pastor
en el pueblo de Tlaxcoxcalco, cercano a Ecatzingo, una región
situada entre las estribaciones del Popocatépetl y el valle de
Cuernavaca. En este paisaje de altas montañas nevadas y tie-

217
rra cálida transcurrió gran parte de su vida. De pastor se trans¬
formó en curandero, iniciado por un fraile dominico, quien le
enseño varias recetas y el uso de hierbas para sanar enfermeda¬
des. Desde esos años el manejo del español distinguió a Antonio
del resto de sus semejantes indígenas, y lo acercó al conoci¬
miento de los valores y símbolos europeos. Antonio ofrecía a
los enfermos que lo visitaban recetas europeas combinadas con
la herbolaria y la magia indígenas. Durante sus curaciones reci¬
taba el Credo y concluía su terapia invocando a la trinidad cris¬
tiana: “En el nombre de la Santísima Trinidad, del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo. Amén”. Confesó que comía regu¬
larmente pilpitzitzintles, una planta alucinatoria que lo
embriagaba, y que en esos raptos alucinatorios le eran reve¬
lados los remedios que debería utilizar en las curaciones.
En la época en que Antonio oficiaba como curandero adqui¬
rió una pintura antigua de una imagen de Cristo, que hizo lim¬
piar con esmero. Colocó luego la pintura en su casa, y observó
que a partir de ese momento “mucha gente venía a ofrecerle
flores y velas” a la imagen. Así, a sus cualidades de curandero,
Antonio agregó la pasión por el culto y la adoración de imáge¬
nes religiosas. La casa del curandero se volvió una especie de
santuario local al que se visitaba tanto por los poderes curati¬
vos de Antonio, como por la imagen del Cristo. Sin embargo,
este primer intento de manejar imágenes religiosas con fines
personales fue castigado por el cura de Atlatlahuacan con la
expropiación de la pintura y con una visita de Antonio a la cár¬
cel del pueblo. Durante este episodio Antonio cuenta que expe¬
rimentó un rapto. Declaró que cuando se disponía a entregar al
cura la pintura del Cristo, repentinamente él y la pintura fue¬
ron trasportados por el aire y luego depositados en una gruta.
Regresó al pueblo de la misma manera y entonces entregó la
pintura al cura.
Pocos días más tarde Antonio encontró a un fraile dieguino
(un franciscano descalzo), quien le pidió que lo acompañara a
Puebla. Hicieron el viaje por el camino que rodea las faldas del
Popocatépetl, teniendo siempre a la vista la masa imponente
del volcán. Al expresar Antonio su tristeza por la pérdida de la
pintura del Cristo, el dieguino lo consoló y le dijo que le daría
otra imagen. El fraile le entregó una cabeza tallada en cristal

218
de roca, y le dijo a Antonio que completara el cuerpo con made¬
ra de ciprés. Más tarde, con la ayuda de un pintor, Antonio ter¬
minó la creación de esta escultura a la que bautizó con el nombre
de Cristo del Santo Entierro. Como en el caso de la pintura an¬
terior, Antonio colocó la imagen del Cristo en su casa, y muy
pronto él y otras gentes comenzaron a rezar el Credo y el Ala¬
bado frente al Cristo del Santo Entierro, y a depositarle velas y
ofrendas que Antonio administraba.
En este viaje alucinante por las faldas del Popocatépetl, el
dieguino le reveló a Antonio una predestinación que cambió
el curso de su vida y de muchos indígenas de la región. Le dijo
que en el volcán encontraría una gruta y bajo la gruta a la vir¬
gen, y que enseguida dos nuevas fuentes de agua brotarían en
el pueblo de Chimalhuacán. Según Antonio, durante año y me¬
dio olvidó estas revelaciones. Pero al sentir que iba a rendir el
alma, decidió buscar a Miguel Aparicio, Faustino, Antonio de
la Cruz y Pasqual de Santa María, para que lo acompañaran a la
gruta como testigos. Al llegar a la gruta descubrieron a una se¬
ñora cubierta con un manto resplandeciente, y vieron que su
cuerpo era como el de un muerto. Siguiendo las instrucciones
que el dieguino le había dado a Antonio, se arrodillaron ante el
cuerpo y rezaron diez Credos, antes de proceder a fabricar
una imagen de la virgen en madera de ayacahuite. Una vez
hecha la imagen a semejanza de la virgen de la gruta, Anto¬
nio debería llevar la imagen a la iglesia de Yautepec y luego
otra vez a la gruta, donde encontraría enterrados los símbo¬
los de la Pasión.
Quizá por el clima de represión que se vivía en ese tiempo,
Antonio decidió no llevar la imagen de la virgen a la iglesia de
Yautepec, pero sí cumplió los otros mandatos. Acompañado
por “mi hijo Matheo, su hermano Felipe, María Theresa, Diego
y otras veinticinco personas de Izamatitlán, entre las cuales es¬
taba el fiscal Pedro, Pasqual de Santa María y otros”, Antonio
llevó la imagen de la virgen a la gruta y ahí desenterró, como lo
había predicho el dieguino, los símbolos de la Pasión, que esta¬
ban hechos en cerámica. Antonio tomó para sí y conservó en su
casa estos símbolos. A Pasqual de Santa María le tocó en suer¬
te custodiar en su casa a la imagen de la virgen, y a partir de
entonces en este santuario clandestino se congregaron muchos

219
seguidores de la virgen, se comenzó a rezar el rosario, a cantar
el Alabado, a tocar música y a danzar en honor de la virgen.
Pasqual y Antonio se convirtieron en agentes receptores de los
mensajes de la virgen, y los milagros se sucedieron uno detrás
de otro.
Desde el momento en que Antonio y sus compañeros regre¬
saron de la gruta, el culto de la virgen se propagó por la región
de Yautepec y Chimalhuacán y se convirtió en un fenómeno co¬
lectivo. Empujado por este movimiento de masas que fundía las
tradiciones religiosas indígenas con los símbolos y el ritual reli¬
gioso cristianos, Antonio Pérez adoptó la figura de un líder
religioso y se volvió portador, ante sus semejantes indígenas,
de un mensaje mesiánico que anunciaba una época de milagros
y portentos para esa población desprotegida. Vestido con hábi¬
tos sacerdotales de su propia invención, impartía a los seguido¬
res de la virgen el bautismo, el casamiento, la confesión y hasta
la extremaunción. Se apropió de los ritos y sacramentos del cle¬
ro católico y los mezcló con prácticas mágicas indígenas: en la
comunión ofrecía a los comulgantes tres granos de maíz y
agua, pues afirmaba que “Dios se encontraba en los granos de
maíz como en la hostia, y que la sangre estaba en el agua”. An¬
tonio repetía a los seguidores de la virgen: “Mi Dios es la mazor¬
ca, y las Tres Mazorcas, la Santa Trinidad”. A varias gentes les
dijo que él era cura, un sacerdote, y que pronto sería arzobispo.
Curandero, chamán, sacerdote, arzobispo, Antonio Pérez esco¬
ge para él el liderazgo religioso. En cambio, a Pasqual de Santa
María, el custodio de la virgen del volcán, Antonio le asigna el
poder político: “Pasqual será rey de México”.
Este mundo de visiones y prodigios que crea el culto alrede¬
dor de la virgen, este intenso sentimiento religioso que invade
a los creyentes, más la confusión de las tradiciones religiosas
indígenas con las cristianas, operaron en Antonio Pérez otra
transformación. No sólo actúa como sacerdote, y dice que será
arzobispo y Papa. Quiere ser Dios. Uno de los indígenas que lo
seguía declaró:

Él se dejaba adorar, incensar, besar los pies (...) Les decía a quie¬
nes creían en él que nada les faltaría (. . .) De rodillas, cargaba una
cruz sobre sus espaldas, y decía que él hacía penitencia por todas

220
las gentes del mundo porque él era como Dios (. ..) Él tenía a Dios
en su cuerpo (...) Antonio tenía a Dios en el pecho.

Otro testigo afirma que Antonio les decía “que él era Dios y
por eso nosotros nos arrodillábamos ante él y le besábamos la
mano”. A María Dolores, una de sus adeptas más fieles, le dijo:
“Yo soy Dios, y soy yo quien alimenta al mundo.’’
Al mismo tiempo que las acciones de Antonio y sus seguidores
se apoderan de vírgenes, ritos y sacramentos cristianos, surge
de lo más profundo de este movimiento un rechazo violento hacia
los curas y la iglesia. Antonio y Pasqual de Santa María, a la
vez que ejercen las funciones de los curas españoles, dirigen una
crítica terrible contra la iglesia, los cultos y el clero de los cris¬
tianos. Unos testigos declararon que “Antonio les decía que no
debían descubrirse al pasar frente a la iglesia’’. Otros denuncia¬
ron que se les había aconsejado “no rendirle culto a las santas
imágenes porque todas eran fábricas humanas, y sólo las nues¬
tras eran buenas’’ (...) “Antonio hacía quemar los santos y nos
demandaba no adorar a Santa Catharina, la patrona de Izama-
titlán, porque ahí se encontraban los demonios” (...) “Pasqual
decía que no deberían ir a Chalma, Tepalcingo o Totolapan por¬
que esos santuarios eran lugares del demonio” (. . .).
La crítica más virulenta atacaba las prácticas corruptas de
la iglesia y denunciaba la codicia sin freno de los curas: “Por no
importa qué pretexto los curas exigen dinero a los indígenas
(. . .) Los padres venden el mundo (.. .) No son cristianos, pues
no quieren más que el dinero (...) Los padres son demonios e
impostores (...) A pesar de todos sus libros, ellos no saben na¬
da y están condenados desde el principio (. . .) La iglesia es el
infierno. ’ ’
Lo extraordinario y original de estos movimientos religiosos
es que si bien comienzan por un ataque a la iglesia que les niega
el reconocimiento de sus vírgenes, santos y cultos, luego este en¬
frentamiento religioso se convierte en un antagonismo étnico, en
una contestación frontal del grupo dominado frente a su domi¬
nador, y por último desemboca en una crítica general del sistema
de dominación, en una rebelión radical contra el poder opresor.
Al lado de la crítica a la iglesia y a los curas, Antonio hace la
crítica del sistema colonial en su conjunto: “los justicias, di-

221
ce, no son buenos (. . .) No debe pagarse el tributo al rey por¬
que eso no sirve más que para engordar a los españoles (. . .) El
arzobispo “representa a Lucifer y es inútil continuar engordán¬
dolo (. . El rey, el arzobispo, el tributo y los justicias o funcio¬
narios reales, los pilares que sostienen el sistema colonial, son
presentados como ejemplo de un apetito desmesurado e insa¬
ciable de dinero. Esta imagen, terrible y verdadera dentro del
mundo oprimido de los indios, resume el antagonismo irreducti¬
ble que los indios percibían entre su situación y la del mundo de
los blancos. No extraña por ello que la demanda más radical
de este movimiento religioso se exprese en términos étnicos, y
bajo la envoltura del mensaje apocalíptico y mesiánico: “Todo
debe ser para los naturales. Sólo ellos deben permanecer, y los
españoles y la gente de razón deben ser quemados. Todas las ri¬
quezas deben quedar en manos de los naturales. El mundo es
una torta que se ha de repartir entre todos.’’ Este nuevo reparto
del mundo tendrá lugar cuando llegue el final de los tiempos, en
el momento en que renazca el Santo Cristo que yacía enterrado
después de mil años y desaparezcan los españoles. En ese tiem¬
po sin mal y sin opresión, los indígenas, los elegidos de Dios,
serán premiados.

Dentro de dos años y cinco meses el mundo llegará a su fin y Pas-


qual será rey (. . .) No debe pagarse más el tributo al rey, porque eso
no sirve más que para engordar a los españoles y es por eso que el
mundo toca a su fin (.. .) Habrá un temblor de tierra, la tierra co¬
menzará a moverse, dentro de ocho días todos los pueblos converti¬
dos deben reunirse en la gruta y entonces la tierra comenzará a
temblar (. . .) Antonio ha anunciado que el primer día de septiembre
habrá un temblor de tierra y que en el mes de mayo de 1762 habrá
una gran epidemia (. . .) Sólo nosotros (los indígenas) sobrevivire¬
mos, en tanto que los españoles y las gentes de razón serán quema¬
dos; este año el mundo llega a su fin, pero Antonio se salvará para
crear otro (. . .) Todos los gachupines y las gentes de razón serán
quemados, el arzobispo será encadenado para que se lo lleven los
demonios; todas las riquezas serán consumidas por el fuego (. . . y
los indígenas) podrán desenterrar al Santo Cristo que estaba ente¬
rrado después de mil años.

Sin embargo, el ansiado milenio que soñaron Antonio Pérez


y los cientos de indígenas que creyeron en sus profecías apoca-

222
lípticas no tendría lugar. El culto de los seguidores de la virgen
del volcán fue descubierto y reprimido por las autoridades en el
verano de 1761. Por esos días el cura de Yautepec descubrió en
el barrio de Santiago a 160 personas “idolatrando” a la virgen
del volcán en la casa de Pasqual de Santa María. A partir de
ese momento el movimiento se derrumba. Los arrestos se suce¬
den uno tras otro. Las primeras confesiones de los inculpados
permiten localizar a más de 500 “idólatras” en una docena de
pueblos. En breves días el movimiento es desmantelado, sus lí¬
deres encarcelados y la virgen y los santos confiscados.71

El Nuevo Salvador de Tulancingo, 1769

En el año de 1769 otro importante movimiento milenarista sa¬


cudió la provincia de Tulancingo, cuando varios miles de indí¬
genas se unieron alrededor de un mesías que se autonombraba
el Nuevo Salvador. Este mesías era un indígena viejo a quien
acompañaba una mujer que se hacía pasar por la virgen de
Guadalupe. Ambos eran adoradores de un ídolo en forma de cruz,
e impulsados por su relación con lo sagrado difundieron en las
regiones de Tulancingo, Tututepec, Meztitlán y Tenango un
mensaje milenarista que anunciaba la muerte de los españoles,
la creación de un gobierno indígena, la abolición de la jerarquía
católica, su substitución por un sacerdocio indígena y el fin de
los tributos. El Nuevo Salvador y la virgen de Guadalupe de¬
cían a sus seguidores que los sacerdotes católicos eran demo¬
nios que no debían ser obedecidos. Según su palabra, el único
verdadero Dios era el de ellos, y estaba dedicado a cuidar los
sembradíos de maíz y frijol. Con esta prédica provocaron una
honda conmoción religiosa entre los campesinos indígenas de
la provincia de Tulancingo, e intensificaron la animosidad en¬
tre los propietarios españoles y los indígenas desposeídos.72

5. Tipologías, organización y concepción del tiempo


y de la historia en los movimientos religiosos

Los movimientos indígenas aquí considerados, desde el primi¬


tivo culto a la Tonantzin-Guadalupe hasta los movimientos

223
insurreccionales de Jacinto Canek, Antonio Pérez y el Nuevo
Salvador, son una muestra mínima de la variedad de movi¬
mientos religiosos que a lo largo del virreinato convulsionaron a
los pueblos indígenas. Cada nuevo estudio sobre estos fenóme¬
nos descubre intensos movimientos colectivos en cuyo fondo
palpita la inconformidad social y la protesta política, y dibuja
la figura de nuevos personajes carismáticos que se identifican
con esas fuerzas y se convierten en sus dirigentes. En las pági¬
nas que siguen intento precisar algunas de las características
básicas de esos movimientos: las condiciones generales que los
produjeron, sus tipos y formas de organización, su dinámica y
la idea del tiempo y del desarrollo histórico que se expresa en
ellos. La situación particular de cada pueblo de indios, y la ge¬
neral de las comunidades indígenas frente a los desafíos de la
sociedad global, obligó a estos grupos a seleccionar del pasado
una parte de su memoria histórica, a crear mecanismos de so¬
brevivencia para resistir la opresión del presente y a proyectar
en el futuro esperanzas de mejoría. Esta interrelación entre pa¬
sado, presente y futuro creó un discurso original sobre el proceso
histórico, una visión propia del acontecer histórico que distin¬
gue a las comunidades indígenas de otros sectores sociales del
virreinato.

La interrelación entre lo sagrado y lo profano


en los movimientos religiosos indígenas

Una característica distingue a estos movimientos: nacen y co¬


bran fuerza bajo el impulso de un acontecimiento sagrado, ocu¬
rrido o próximo a ocurrir: el anuncio de un milagro, la aparición
de una virgen, la profecía de un final apocalíptico, la llegada de
un salvador que acabará con la injusticia e instaurará un mile¬
nio indígena. En todos estos casos el acontecimiento sagrado
aparece como un hecho excepcional, como un privilegio extra¬
ordinario reservado al grupo que vive ese acontecimiento. Esta
manifestación excepcional de lo sagrado es la que hace del
acontecimiento religioso un hecho alucinante, un milagro que
electrifica la atención de los participantes y dispara la multipli¬
cación de nuevos portentos. Fraguado en el cielo, envuelto en el
aura de lo sagrado, el acontecimiento religioso siempre tiene un

224
fin terreno y profano: las apariciones, los milagros y las profe¬
cías anuncian un mejoramiento de la vida terrena, particular¬
mente de la condición injusta que vive el grupo que presencia
esos acontecimientos extraordinarios. La virgen de Guadalupe
hace su aparición en el Tepeyac para convertirse en protectora
y “piadosa Madre’’ de los pobres indios; en Zinacantán y en
Santa Marta la virgen baja del cielo para aliviar la condición
desamparada de los indios; en Cancuc la aparición de la virgen
es interpretada por Sebastián Gómez de la Gloria como el fin
del tributo, de las autoridades, de los curas y del rey de Espa¬
ña, y como augurio de una época en la que los indios gozarán de
su antigua libertad; en Quisteil, la coronación de Jacinto Ganek
proclama la desaparición del poder español y la creación de un
reino indígena; el movimiento milenarista que encabeza Anto¬
nio Pérez anuncia un nuevo reparto de la riqueza del mundo, el
acabamiento de los españoles y una era en la que todos los bie¬
nes quedarán “en manos de los naturales”.
En todos estos casos la convulsión social adopta las formas
de la expresión religiosa, pero en lugar de postular la felicidad o
la dicha en el cielo, propone la transformación del mundo profa¬
no, incita a cambiar las condiciones políticas y sociales existen¬
tes en la vida terrena. Las creencias, los valores y los símbolos
que se manifiestan en estos movimientos son religiosos, pero
los fines y aspiraciones que los motivan son profanos. Esta
simbiosis a veces indistinguible entre lo sagrado y lo profano
es una característica de las sociedades campesinas tradiciona¬
les, en las cuales la religión define los valores sociales, estable¬
ce las normas morales, vigila su cumplimiento y está inmersa
en todo: forma parte de todas las instituciones. Sin “su presen¬
cia ninguna autoridad es legítima, no puede tomarse ninguna
iniciativa”.73 En casos como éstos, donde lo sagrado invade el
último resquicio del conjunto social, el orden social sólo puede
ser cambiado cuando pierde su carácter sagrado, o cuando ese
orden es destruido por un mandato también sagrado. Como di¬
ce María Isaura Pereira, “La desgracia política, la desgracia
económica, la desgracia social no se anularán con medidas políti¬
cas, económicas o sociales, se anularán con medidas religiosas; y
por lo general es un enviado divino el que vendrá a ponerlo todo
en orden”.74 En estas sociedades la religión opera como el único

225
instrumento capaz de realizar un cambio en las condiciones
existentes, para lo cual es necesario que la transformación del
mundo profano adopte la forma de una acción sagrada, de un
mandato divino, de un movimiento religioso. Por esa razón,
en los movimientos indígenas aquí considerados siempre jue¬
ga un papel importante el anuncio divino o el mensaje escatoló-
gico, es esencial la organización religiosa del movimiento y es
necesaria la aparición de un líder carismático dotado de pode¬
res extraordinarios, en comunicación constante con lo sagrado
y resuelto a transformar el mundo terreno.

El trasfondo socio-político de los movimientos


religiosos

Al intentar una explicación sociológica de los movimientos mi-


lenaristas, Max Weber descubrió que en cualquier nación donde
se dieran las características que marcaron el pueblo judío, po¬
dían ocurrir movimientos mesiánicos. Estas características
eran dos: un pueblo perseguido y acosado al que finalmente se
le arrebata su independencia política y es sometido al dominio
de otro pueblo; y la creencia en un reino futuro en el cual el pue¬
blo oprimido ocuparía un lugar privilegiado. La existencia del
pueblo paria y la creencia en un mesías o enviado divino que
conduciría al pueblo desventurado a un milenio resarcidor de
sus infortunios, eran para Weber las condiciones básicas del
milenarismo. A esta noción del “pueblo paria” Weber agregó la
de “clase paria”; es decir, señaló que en sociedades estratifica¬
das, ciertas clases sociales podrían encontrarse en una situa¬
ción de inferioridad muy acentuada en relación con las capas
superiores. En este caso se manifestaría en estas clases desam¬
paradas una reacción mesiánica semejante a la del “pueblo pa¬
ria”, cuyo propósito sería invertir la relación social y colocar, en
la cúspide de la jerarquía social, a quienes vivían en situación
de inferioridad.75
En este esfuerzo por encontrar características sociológicas
generales, que con independencia de la época o del país explica¬
ran las condiciones básicas que hacen surgir a los movimientos
mesiánicos, María Isaura Pereira descubrió una tercera si¬
tuación social generadora de movimientos mesiánicos: la ano-

226
mia o desintegración social de los grupos tradicionales. “No se
trata ya de situación política o social de inferioridad, se trata
sólo de desorden social; las dificultades de la existencia cotidia¬
na en las sociedades campesinas, multiplicadas súbitamente ya
por la decadencia o la desaparición de ciertas instituciones so¬
ciales, ya por la agravación de una crisis económica, pueden
desorientar a una comunidad, y el mesías es entonces el que va
a restablecer el equilibrio antiguo”.76
En los movimientos religiosos indígenas ocurridos en el
virreinato, aunque pocos de ellos caen dentro de la categoría de
movimientos mesiánicos, encontramos la presencia de pareci¬
das condiciones políticas y sociales actuando como causas pro¬
fundas de acciones colectivas que buscan crear símbolos de
identidad comunes, revitalizar o fortalecer la identidad étnica
afectada, o crear un nuevo orden donde los oprimidos ocupen
un lugar privilegiado.
El movimiento religioso que se concentra alrededor de la vir¬
gen de Guadalupe, particularmente a partir de las interpreta¬
ciones que de este milagro hace el criollo Miguel Sánchez, es un
caso típico de creación de un símbolo sagrado y patriótico diri¬
gido a elevar la situación de inferioridad que padecen los pobla¬
dores oriundos del país. Expresa, en las condiciones de un pueblo
paria, invadido y dominado por una nación extranjera, la ne¬
cesidad de cambiar esa situación por la de un pueblo privilegia¬
do por la divinidad, es decir, por el valor más alto reconocido
por esa sociedad. En esta clásica situación colonial en la cual
los criollos aceptan la legitimidad del rey español y al mismo
tiempo aspiran a ocupar las posiciones superiores que monopo¬
lizan los españoles, son ellos quienes convierten a la virgen de
Guadalupe en Madre, Protectora, Reina, Patrona, Escudo,
Emblema y Símbolo de la patria mexicana. De esta manera el
pueblo paria transformó la manifestación de la Madre de Dios
en el Tepeyac en prueba irrefutable de que la intención divina
era favorecer el destino de la tierra mexicana, y creó la esperan¬
za de que esa Madre y Reina conduciría a su pueblo a un futuro
excepcional. En este sentido la guadalupana es un mito funda¬
dor de la legitimidad divina de la patria criolla. Para los crio¬
llos, como dice David Brading, la aparición de la virgen de
Guadalupe “significa, esencialmente, que la Madre de Dios ha

227
escogido al pueblo de México para su protección especial”.77 A
partir de la conversión de México en un pueblo escogido por
Dios, se anulan y superan todos los estigmas que declaraban la
inferioridad del pueblo paria: la antigua idolatría, las imputa¬
ciones de una humanidad degradada consustancial a los habi¬
tantes originarios, el oprobio de estar condenados a vivir en las
márgenes del mundo, todo eso es negado y superado por la apa¬
rición de la Madre de Dios en el Tepeyac.
Sin embargo, al darle vida a este mito fundador de una divi¬
nidad propia y a este símbolo colectivo que identifica a los naci¬
dos en México, los criollos omitieron el sentido milenarista y
mesiánico que es característico de otros movimientos religio¬
sos de pueblos parias. No hay aquí el anuncio de la segunda lle¬
gada del Cristo redentor, ni la profecía de un Nuevo Reino, ni la
expectativa de una batalla final contra el Anti-Cristo. La apari¬
ción de Guadalupe sólo indica que la Providencia ha señalado a
México, entre todos los pueblos del mundo, como un pueblo esco¬
gido. En lugar del mesías típico, estamos frente a lo que podría¬
mos llamar un mesianismo mariano: una conversión de la virgen
María en enviado divino para anunciar una nueva era al pueblo
escogido y afirmar, ante los poderes que lo oprimen, su condi¬
ción de pueblo privilegiado por Dios. Así, sin arriesgar un cho¬
que frontal con el poder español que los sojuzgaba, los criollos
crearon un mito purificador, un símbolo divino que otorgó a los
nacidos en México la cualidad de pueblo privilegiado.
Los movimientos surgidos de ‘‘clases parias” deseosas de
cambiar su situación y reemplazar al grupo que las oprime, fueron
importantes en el virreinato, como puede verse en los movimien¬
tos que agitaron a las poblaciones indígenas. La propia situación
colonial, al dividir de modo tan contrastante a las capas sociales
en ‘‘castas” diferenciadas por el color de la piel, la riqueza y el
rango social, creó un campo de batalla donde constantemente
estallaban conflictos entre uno y otro grupo. El conflicto más
hondo y radical fue el que opuso a la minoría blanca contra los
pueblos indígenas. La imposición del Dios cristiano y la presión
agobiante de los tributos, los funcionarios reales, los curas, los
hacendados, los mineros y los comerciantes blancos sobre las
débiles estructuras de los pueblos indígenas, al presentarse co¬
mo una oposición irreductible entre blancos e indios, hizo de es-

228
ta relación un conflicto vivo, enconado, permanente. Asediados
por esta presión global y continua, los pueblos indios imagina¬
ron toda suerte de valladares para frenar esta ofensiva incesante
que amenazaba con arrasarlos. En condiciones de dominación,
crearon una cultura de la resistencia, una serie de dispositivos
que les permitieron absorber las peores agresiones del mundo
de los blancos, sin dejar de ser indios. Adaptaron sus costum¬
bres y tradiciones a los nuevos valores de los hombres blancos,
y mediante esta simbiosis construyeron nuevas solidaridades
comunitarias, centradas en los santos patronos de los pueblos, la
posesión comunal de la tierra y los lazos de sangre y de parentes¬
co. Pero por ser defensas de comunidades diminutas y aisladas,
con mucha frecuencia estos frágiles equilibrios de los pueblos
se deshacían cuando irrumpían las presiones del exterior. Cada
nueva explotación minera o agrícola, cada nueva transforma¬
ción de las ciudades o de la demanda exterior, cada nuevo cam¬
bio originado en los centros políticos y culturales, provocaba
nuevas tensiones que amenazaban la estabilidad de los pueblos
y ponían en riesgo la sobrevivencia colectiva. En todos los ca¬
sos en que la integridad, la estabiüdad o la cohesión de los pue¬
blos fueron amenazadas por fuerzas externas, las creencias y
los símbolos religiosos jugaron un papel principal: obraron co¬
mo defensa y como centro articulador de la comunidad amena¬
zada.
Las apariciones de la virgen y los milagros ocurridos en Zi-
nacantán, Santa Marta y Chenalho, expresan con fuerza el con¬
flicto étnico que se vivía en esa zona. Con excepción del ermitaño
de Zinacantán, que era un ladino, los demás promotores y acto¬
res de estos acontecimientos son indígenas. Y sobre todo, es
profundamente indígena el propósito de indigenizar a la virgen
y a los milagros. En cada uno de estos movimientos es evidente
la intención de crear, frente a las imágenes de vírgenes y santos
impuestas por los españoles, imágenes y cultos de manufactura
espiritual indígena. Sin embargo, en todos estos casos el objeti¬
vo de indigenizar a la virgen y a los milagros se frustró por la
intervención intransigente del clero y los religiosos españo¬
les. Así, aun cuando estas represiones suprimieron el desa¬
rrollo del movimiento religioso indígena, intensificaron el
conflicto étnico.

229
Es también claro que la aparición de la virgen o del milagro es
un procedimiento enderezado a elevar el prestigio, la ascenden¬
cia y el rango sagrado del pueblo indígena frente a los santuarios
españoles y frente a otros cultos indígenas regionales. Por eso, a
la aparición del milagro sigue la construcción de la ermita, e in¬
mediatamente después la atracción hacia ella de los indígenas de
otros pueblos y de las imágenes de los santos patronos y reli¬
quias de los pueblos vecinos. Estas acciones querían elevar a un
nivel superior la condición sagrada del pueblo, fortalecer la cohe¬
sión y el orgullo local, y convertir al pueblo escogido en un
centro religioso regional, en un imán y un difusor de lo sagrado.
En contraste con este tipo de movimientos están los movi¬
mientos religiosos ocurridos en Cancuc, Quisteil, la región de
Chimalhuacán-Yautepec y Tulancingo. En estos lugares esta¬
llaron sin freno los antagonismos y represiones étnicas y no
hubo límite que contuviera las aspiraciones de indigenizar las
divinidades impuestas, y establecer un gobierno y un reino in¬
dígenas. Aun cuando en su origen estos movimientos sólo se
propusieron invertir el orden religioso, terminaron por ensayar
una inversión total del orden social y político. En estos casos el
conflicto étnico entre los pueblos indios y la minoría blanca
alcanzó su máxima radicalización: el grupo paria exigió la de¬
saparición de la clase dominante y su elevación al lugar pri¬
vilegiado que aquélla ocupaba. En ninguna otra convulsión
social, en ningún otro grupo étnico se presentó, como en estos
movimientos religiosos indígenas, una crítica tan aguda de las
múltiples opresiones que imponía la dominación española a
los pueblos indígenas; ni fue tan coherente la respuesta que de¬
bería poner fin a ese cúmulo de injusticias: erradicar los dioses
extraños, crear un culto y un sacerdocio autóctonos, suprimir
el tributo y la justicia de los españoles, establecer un gobierno
indígena, organizar un ejército dotado de armas imbatibles,
acabar con la gente blanca y coronar esta insurrección exter-
minadora con la creación de un reino milenario exclusivamente
indígena.
Este radicalismo indígena establece una diferencia clara con
los otros movimientos religiosos aquí reseñados. Lo que marca
a los movimientos religiosos de Cancuc, Quisteil, Chimalhuacán-
Yautepec y Tulancingo, es la presencia de un mensaje milena-

230
rista y la participación decisiva de un líder carismático que
propaga ese mensaje, organiza política y militarmente a la
población, y lanza a sus seguidores a un enfrentamiento radical
contra los representantes del poder que los sojuzga. Lo nuevo
aquí es la predicción de un mundo mejor, la creencia mítica de
que los desamparados, apoyados por fuerzas mágicas, trasto¬
carán la situación existente y serán elevados a un rango supe¬
rior. También es central la presencia del líder carismático que
moviliza, organiza y dirige la acción de los creyentes. Ambas
características de este tipo de movimientos religiosos tienen
además contenidos profundamente indígenas. Es importante
observar que las ideas milenaristas acerca del fin del mundo y
la instauración de una nueva era, más que inspirarse en la tra¬
dición apocalíptica cristiana, proceden de la tradición mítica y
escatológica indígena. En la insurrección de Cancuc las espe¬
ranzas en el triunfo del movimiento indígena están basadas en
la resurrección milagrosa del tlatoani mexica Mocthecuzoma y
en la participación de fuerzas sobrenaturales: como en el mito
prehispánico de la destrucción de los soles, una sucesión de te¬
rremotos, inundaciones, relámpagos y huracanes acabaría con
los ejércitos españoles. Esas mismas fuerzas, transformadas
en potencias benéficas, harían de los soldados de la virgen
guerreros imbatibles e inmortales.
En la insurrección de Quisteil, Jacinto Canek recurre tam¬
bién al prestigio mítico del emperador Mocthecuzoma, y se hace
coronar con el nombre de Jacinto Uc Canek Chichán Moctezuma.
Asimismo, las armas que vencerán a los españoles provienen del
arsenal mítico indígena: brujos y hechiceros especializados
en artes mágicas, soldados inmunes a la muerte, jefes dotados
de poderes extraordinarios, fuerzas sobrenaturales actuando
en favor de los indígenas. Esta combinación de poderes mági¬
cos y fuerzas sobrenaturales está también presente en los mo¬
vimientos que encabezan Antonio Pérez y el Nuevo Salvador
de Tulancingo.
Por otra parte, la culminación del movimiento adopta la for¬
ma de un milenio indígena: entre temblores, epidemias y suce¬
sos extraordinarios el mundo llegará a su fin, desaparecerá el
tributo, los funcionarios reales, la jerarquía eclesiástica y todos
los símbolos del poder blanco; los españoles serán extermina-

231
dos y los indios ocuparán su lugar. En este nuevo reino “todo
debe ser para los naturales. Sólo ellos deben permanecer, y los
españoles y la gente de razón deben ser quemados. Todas las ri¬
quezas deben quedar en manos de los naturales”. Este final
desastroso del mundo significa siempre la destrucción de los
españoles: “Solamente nosotros (los indígenas) sobrevivire¬
mos, en tanto que los españoles y las gentes de razón serán
quemados.”
En estos movimientos milenaristas indígenas es muy claro
el fin terreno que se persigue: destruir el orden existente y
crear un orden nuevo, en el cual los indígenas ocuparán el lugar
más alto. Pero ya se trate de movimientos que buscan crear un
símbolo patriótico colectivo, o de movimientos dirigidos a for¬
talecer la cohesión interna y afirmar la identidad de un pueblo,
o de movimientos orientados a destruir el orden prevaleciente
y fundar un nuevo reino, en todos estos casos no estamos ante
movimientos religiosos puros, sino ante movimientos rebeldes
que utilizan las creencias, los valores y las prácticas religiosas
para enfrentar problemas sociales y políticos concretos. El ori¬
gen de todos estos movimientos es el descontento, la insatis¬
facción o la repulsa de la realidad existente. Así, cuando se
crean condiciones sociales o políticas insoportables, los movi¬
mientos religiosos se convierten en acciones deliberadas para
transformar esa situación. En las sociedades campesinas tradi¬
cionales los movimientos religiosos operan como instrumento
defensivo contra las amenazas de desintegración social, como
medio reformador para volver al equilibrio perdido, o como me¬
canismo ofensivo para poner fin a las desigualdades sociales y
a la opresión política. En todos estos casos los movimientos re¬
ligiosos son respuestas voluntarias y concretas a los problemas
que padece la colectividad.78

Organización y liderazgo de los movimientos


religiosos

Precisamente por ser una expresión propia de las sociedades


campesinas tradicionales, los movimientos religiosos nacen y
se organizan apoyados en los ejes centrales de esas sociedades:
en la célula familiar, los lazos de parentesco y las solidaridades

232
étnicas, en el ámbito territorial de la aldea o comunidad campe¬
sina, y en la organización religiosa existente en el pueblo. En
las sociedades campesinas tradicionales las relaciones entre los
miembros de la comunidad son directas, personales y afecti¬
vas, y están determinadas por la presencia de los linajes o fami¬
lias ampliadas que integran el grupo étnico. Por eso es común
que el milagro o el acontecimiento religioso que inicia el movi¬
miento sea promovido por personas unidas por relaciones de
parentesco, que luego se extienda a los otros miembros de la
comunidad, y que a veces rebase el ámbito del pueblo, pero sin
adquirir nunca la dimensión de un acontecimiento colectivo nacio¬
nal. Por la cualidad de estas relaciones personales y directas, y
por el tamaño reducido de los pueblos y comunidades étnicas,
estos movimientos estuvieron condenados a ser movimientos
locales, o cuando más, regionales.
Nutrido por las solidaridades familiares y étnicas, el movi¬
miento religioso crece y adquiere cohesión cuando se apoya en
la organización religiosa ya existente. Cualquiera que sea el tipo
de movimiento religioso, lo común a todos es que para alcanzar
sus objetivos se sirvan de la organización religiosa ya estable¬
cida: las cofradías y las mayordomías, el culto a los santos
patronos del pueblo, los rituales y ceremonias creadas por el
clero católico. En todos los movimientos religiosos descritos
el milagro o el nuevo culto que se pretende desarrollar se apoya
en estos patrones organizativos y ceremoniales. En la mayoría
de estos movimientos la organización del culto y las ceremo¬
nias son las mismas; lo que cambia es la imagen objeto del
culto, que casi siempre es de manufactura indígena. En los
movimientos religiosos subversivos también se mantienen es¬
tos patrones, pero cambian los oficiantes del culto, que en lu¬
gar de ser curas españoles son ahora indígenas. Otra novedad
es la aparición de prácticas y ceremonias de tradición indígena
que se mezclan con el culto cristiano. En estos casos se crea un
sacerdocio indígena, hay uno o varios emisarios indígenas en
contacto continuo con la divinidad, y se instauran prácticas
idolátricas y míticas que provienen del antiguo sustrato reli¬
gioso indígena. Hay pues un esfuerzo deliberado por indigeni-
zar la organización religiosa y el culto. En Cancuc, Quisteil y
Chimalhuacán-Yautepec, la creación de un sacerdocio indíge-

233
na, de una nueva jerarquía eclesiástica y de nuevas formas de
culto y ceremonial, alcanzan extremos nunca vistos antes en la
historia religiosa del virreinato.
Estos movimientos religiosos promovieron cambios toda¬
vía más radicales, pues al introducir la figura del mesías y
un cuerpo armado al que se le confió la misión de destruir al
enemigo español, se modificó la dinámica misma de las comuni¬
dades indígenas. El mesías o el salvador carismático es una fi¬
gura ausente en la mayoría de los movimientos religiosos aquí
considerados. Pero cuando se presenta, como ocurre en las in¬
surrecciones de Cancuc, Quisteil, Chimalhuacán-Yautepec y
Tulancingo, la organización, la estrategia y los fines del movi¬
miento religioso sufren una alteración profunda: el movimiento
religioso deja de ser una acción niveladora, reformadora o res¬
tauradora de los desequilibrios sociales, y se transforma en un
movimiento revolucionario, en una acción dirigida a subvertir
el orden social y político. En las insurrecciones más radicales
se crea una fuerza ofensiva y defensiva que no existía en la tra¬
dición rebelde de las comunidades: un ejército formado por sol¬
dados de la virgen.
Desde Max Weber hasta los actuales estudiosos de los movi¬
mientos milenaristas y mesiánicos, casi todos los autores se
han interesado en definir los rasgos característicos que identifican
al mesías o salvador. Los rasgos típicos de los mesías mexica¬
nos repiten en lo esencial ese retrato universal. Según Norman
Cohn, los mesías de la época medieval eran, por su formación,
una especie de intelligentsia de los estratos inferiores; los me¬
sías y los dirigentes religiosos indígenas comparten esa carac¬
terística. Son individuos que poseen conocimientos superiores
a los demás indígenas, y que como Sebastian Gómez de la Glo¬
ria, Jacinto Canek o Antonio Pérez, vivieron algún tiempo en
contacto directo con los españoles y su cultura, y particular¬
mente cerca de las creencias, los símbolos y las ceremonias de
la religiosidad cristiana. Este conocimiento de ambas culturas
seguramente amplió su comprensión de las diferencias entre
ellas y también sus expectativas y posibilidades de acción per¬
sonal. Pero como se ha reiterado, lo esencial en la figura del
mesías no reside en las cualidades adquiridas, sino en cualida¬
des personales extraordinarias: en el carisma, como lo definió

234
Max Weber. El mesías puede estar predestinado a jugar ese pa¬
pel desde su nacimiento, o recibir este mensaje en otro momen¬
to de su vida; en cualquier caso esta selección estará marcada
por sucesos extraordinarios o sobrenaturales.
El mesías se manifiesta ante los demás por su personalidad
extraordinaria y por sus actos fuera de lo común: está en rela¬
ción íntima con lo sagrado y tiene contacto directo con la divi¬
nidad a través de raptos, momentos de éxtasis y viajes que lo
transportan al más allá, domina fuerzas sobrenaturales, hace y
prevé milagros, tiene facultades adivinatorias y posee el don de
la profecía. Por estas y otras cualidades el mesías se manifiesta
ante los individuos comunes como un ser excepcional y sus re¬
laciones con sus seguidores están fundadas en estas cualidades
extraordinarias. “Sus relaciones con el grupo que dirige depen¬
den estrechamente de sus cualidades sagradas; su autoridad no
puede discutirse porque es de origen divino. No se juzgan sus
órdenes ni desde un punto de vista racional ni desde un punto
de vista tradicional; puesto que es un emisario divino, sus órde¬
nes son inatacables. Tampoco se discute su posición eminente;
sus dones sobrenaturales están allí para demostrar que tiene a
ella un derecho indiscutible’’.79 En este resumen que describe
las cualidades extraordinarias del emisario divino, se pueden
ver reflejadas las personalidades de Sebastián Gómez de la
Gloria, Jacinto Canek y Antonio Pérez.
El dirigente religioso que posee estas cualidades se distingue
además por sus capacidades organizativas sobresalientes, por
su conocimiento y dominio efectivo de los múltiples resortes
que mueven a la comunidad donde actúa. En contraste con
otros dirigentes religiosos o civiles, que sólo logran dominar
una parte de los procesos que promueven o en los que partici¬
pan, el líder mesiánico se ocupa en resolver los problemas de la
vida cotidiana, aconseja y da consuelo a sus adeptos, está aten¬
to a los acontecimientos que ocurren en el exterior y organiza a
sus seguidores creando nuevas jerarquías y mandos. Al fin y al
cabo, el objetivo de un líder mesiánico es crear una comunidad
regida por una nueva organización y nuevas leyes. Tal es el ca¬
so que ejemplifican Sebastián Gómez de la Gloria y Jacinto Ca¬
nek, líderes excepcionales que crearon una nueva organización
religiosa, política, económica y militar, cuya autoridad supre-

235
ma recaía en ellos o en un grupo reducido que los incluía. Es de¬
cir, fundaron una nueva jerarquía social, organizaron un nuevo
“reino”, una suerte de teocracia carismática con una economía,
una organización social, una estructura política y un ejército
dedicados a realizar el ideal más ambicioso que se propusieron
los pueblos indígenas: establecer un gobierno autónomo e inde¬
pendiente dirigido por los propios indígenas.
Las teocracias carismáticas que fundaron Jacinto Canek en
Quisteil, Sebastián Gómez de la Gloria en Cancuc, y en menor
medida Antonio Pérez en la región de Chimalhuacán-Yautepec,
muestran la poderosa presencia de las creencias míticas indíge¬
nas vinculada a la decisión de concentrar toda la fuerza de la
población en la supervivencia de la comunidad; y también la in¬
capacidad de alcanzar ese objetivo a través de modelos políti¬
cos y sociales propios, autóctonos. Si el motor que mueve a estos
movimientos es la tradición mítica indígena y el deseo de conti¬
nuar siendo indios, los medios para lograr estos fines son casi
todos de procedencia española: la organización eclesiástica, las
formas de gobierno y la constitución y jerarquía del ejército es¬
tán tomadas del modelo español vigente en la Nueva España.
Es decir, si se dejan de lado sus creencias míticas y sus prácticas
religiosas tradicionales, se observa que el modelo de organización
política que proponen las insurrecciones indígenas más radica¬
les es el reino impuesto por los españoles, sólo que invertido.
En lugar de estar los españoles a la cabeza de ese reino, serán
los indios quienes ocupen los puestos directivos.
Estos reinos teocráticos perseguían el ideal de perpetuar la
comunidad indígena a través de una vinculación plena con lo
sagrado, con la particularidad de que la presencia de lo sagra¬
do, aun cuando estaba anclada en contenidos profundamente
indígenas, adoptó la organización y las ceremonias de la iglesia
cristiana. Esta culminación de las aspiraciones más entra¬
ñables de los pueblos indígenas muestra su extraordinaria in¬
ventiva para adaptar a sus proyectos idealizados de comunidad
los más altos modelos de organización política y religiosa creados
por los españoles: el reino de la virgen de Cancuc, la utopía mi-
lenarista de Antonio Pérez o el reinado de Canek son proyectos
fantásticos que muestran la continua capacidad de adaptación
de estos pueblos y una intención irreprimible de autonomía y li-

236
beración. Pero estas utopías religiosas muestran también, con
claridad terrible, la debilidad mayor de las comunidades cam¬
pesinas tradicionales: incapaces de transformar el mundo
terreno por medio de acciones políticas y militares efectivas,
estas comunidades depositaron en mitos y fuerzas sagradas
sus esperanzas para hacer realidad esa transformación. El re¬
sultado de esta estrategia fue el aplastamiento total de los mo¬
vimientos religiosos indígenas.

La concepción mítica del tiempo y de la historia

Pueblos sin escritura y por tanto incapaces de recuperar y per¬


petuar su pasado, pueblos sin memoria, sin conciencia de su
presente y sin proyectos para el futuro, pueblos sin historia; ta¬
les son algunos de los calificativos que acumularon las clases
dominantes sobre las sociedades campesinas tradicionales, y
especialmente sobre los grupos indígenas. Reiteradas a través
del tiempo, estas afirmaciones extendieron la convicción de
que los grupos indígenas carecían efectivamente de memoria
del pasado y de conciencia del acontecer histórico.
Hoy sabemos que esas afirmaciones son falsas. Como todas
las colectividades humanas, en todos los tiempos los pueblos
indígenas inventaron o recrearon distintas maneras de recoger el
pasado y desarrollaron una concepción propia del acontecer
histórico. Sin embargo, lo cierto es que estas formas indígenas
de recuperar el pasado y de pensar el desarrollo histórico no es¬
tán escritas en libros, a la manera occidental, ni se expresan ba¬
jo las categorías propias del pensamiento occidental, ni narran
los acontecimientos históricos como lo hace la historiografía
occidental. Precisamente por ser producto de sociedades cam¬
pesinas tradicionales, estas formas de recuperar el pasado y
considerar el desarrollo histórico son radicalmente distintas a
las del pensamiento occidental. Esta diferencia de fondo entre
una y otra concepción del acontecer histórico es la que ha impe¬
dido reconocer las características propias de la concepción del
tiempo y de la historia de las sociedades tradicionales. Primero
porque la expansión de la cultura occidental negó y satanizó
las tradiciones de las culturas autóctonas, y luego porque a pesar
de la imposición de los valores occidentales, las comunidades

237
indígenas siguieron siendo comunidades campesinas tradi¬
cionales, grupos sociales ligados por relaciones directas con
sus semejantes, con la tierra y con lo sagrado. El hecho funda¬
mental, como se ha visto antes, es que estas sociedades campe¬
sinas nunca rompieron su fuerte vinculación con lo sagrado. Su
relación con el cosmos, la naturaleza, el trabajo, la familia, la
comunidad, el pasado o el presente, era una relación dominada
por lo sagrado. Y lo esencial es que esta vinculación, ya sea que
se manifestara en el cosmos, en la naturaleza o en la vida huma¬
na, no se explicaba por la historia, por el transcurrir de los
acontecimientos en el tiempo, sino por el mito. El mito es la for¬
ma peculiar de “narrar” los acontecimientos sobresalientes
que le ocurren a la comunidad, es la vía por la cual estas so¬
ciedades perciben y viven lo sagrado. Y lo distintivo del relato
mítico es que no narra una sucesión en el tiempo de aconteci¬
mientos, sino que devela una creación, pone de manifiesto un
hecho fundador. Como dice Mircea Eliade, el mito cuenta có¬
mo, gracias a la intervención de fuerzas sobrenaturales o de la
divinidad, “una realidad ha venido a la existencia, sea ésta
la realidad total, el cosmos, o solamente un fragmento: una isla,
una especie vegetal, un comportamiento humano, una institu¬
ción. Es, pues, siempre el relato de una ‘creación’: se narra cómo
algo ha sido producido, ha comenzado a ser”.80
En contraste con la narración histórica occidental, cuyo co¬
metido es narrar la sucesión de acontecimientos humanos ocu¬
rridos en un lugar y en un tiempo preciso, el relato mítico se
concentra en los acontecimientos sagrados, en los hechos so¬
brenaturales, y particularmente en el momento en que esos
acontecimientos se manifestaron por primera vez: en el tiempo
primordial. Lo que importa en el relato mítico no son todos los
acontecimientos, sino especialmente los acontecimientos funda¬
dores, creadores de una nueva realidad: la creación del cosmos
o de la humanidad, el establecimiento de las instituciones, la
fundación del pueblo, el reparto de la tierra, la aparición de
la virgen. En este sentido “el mito se considera como una histo¬
ria sagrada y, por tanto, ‘una historia verdadera’, puesto que
se refiere siempre a realidades. El mito cosmogónico es ‘verda¬
dero’ porque la existencia del Mundo está ahí para probarlo; el
mito del origen de la muerte es igualmente ‘verdadero’, puesto

238
que la mortalidad del hombre lo prueba, y así sucesivamente”.81
Como se ha visto en este ensayo, durante el virreinato la
mentalidad mítica está presente en todos los movimientos reli¬
giosos y en el centro de las insurrecciones promovidas por las
comunidades indígenas. En los años que siguen a la conquista,
el mito del retorno a la antigua edad perdida, que debería estar
precedido por la expulsión y acabamiento de los españoles, im¬
pulsó las insurrecciones indígenas que estallaron en Yucatán y
la región del Mixtón. Más tarde, cuando se estabiliza la domi¬
nación española, la adjudicación de las tierras comunales a los
pueblos y la erección de nuevos pueblos de indios se registran
en relatos fantásticos donde la presencia de los ancestros
míticos ratifica, junto con imaginarias autoridades españolas,
la fundación de los pueblos y el reparto de la tierra. En estos ca¬
sos, como en las sucesivas apariciones de vírgenes y milagros, el
mito mezcla tradiciones religiosas indígenas con tradiciones
cristianas, pero lo esencial es que en estas manifestaciones de
lo sagrado prevalece la concepción mítica indígena, la vinculación
inseparable de lo sagrado con lo profano que es propia de las so¬
ciedades campesinas tradicionales. En todos estos casos el mi¬
to legitima y consagra una realidad fundamental para la vida
de las comunidades campesinas: explica sus orígenes, define
las relaciones básicas con el exterior, codifica las creencias,
garantiza el cumplimiento de los ritos, difunde los aconteci¬
mientos milagrosos y sobrenaturales, dicta las ceremonias y
establece normas y reglas prácticas para el uso cotidiano. Co¬
mo observa Malinowski, “todos estos relatos son para los indí¬
genas la expresión de una realidad original, mayor y más llena
de sentido que la actual, y que determina la vida inmediata, las
actividades y los destinos de la humanidad”.82
Esta función esencial del mito está presente en los movi¬
mientos religiosos que se han descrito aquí. Todos estos mo¬
vimientos están fundados en acontecimientos sagrados que el
pensamiento mítico codifica y difunde entre la población como
realidades evidentes; a su vez, estas nuevas realidades, al ser
aceptadas como tales, desencadenan intensas oleadas de reli¬
giosidad y la aspiración de alcanzar determinadas metas. Bajo
la envoltura del mito se difunde en la comunidad (generalmente
en forma oral, pero también a través de la información escrita)

239
el sentido del acontecimiento sagrado, se da a conocer una nue¬
va realidad sagrada: la aparición de la virgen, la presencia de
un enviado divino, la coronación de un rey indígena, el final del
mundo. Establecida esta revelación fundamental, siguen luego
las ceremonias, el culto y el ritual que reactualizan infinitamen¬
te el acontecimiento sagrado, volviéndolo una presencia viva y
multiplicada en la imaginación de los creyentes. Es pues claro
que el mito no se interesa en narrar la historia del aconteci¬
miento, o en contar sus antecedentes y sus desarrollos poste¬
riores; simplemente revela el acto original, la manifestación
primera de lo sagrado.
Como lo definió de manera clásica Mircea Eliade, el relato
mítico es un eterno retorno a los orígenes, una búsqueda con¬
centrada del momento primordial de la creación, cuando todo
fue nuevo, fuerte y pleno. Esta característica universal del rela¬
to mítico es también una constante del pensamiento mítico que
preside los movimientos religiosos indígenas. El tiempo que do¬
mina el horizonte de estos movimientos es el tiempo fundador de
las creaciones sagradas y de las revelaciones milagrosas. Ni el
presente ni el futuro tienen importancia frente al tiempo pri¬
mordial en que se creó el cosmos o tuvo lugar un acontecimien¬
to esencial para la comunidad. El tiempo que gobierna a estas
comunidades es un tiempo pasado, preciso o indefinido pero
perteneciente al pasado, en el cual ocurrieron acontecimientos
fundadores de una realidad sagrada cuya revitalización o
nueva creación se considera indispensable para la sobreviven¬
cia de la comunidad. Asimismo, la edad o el reino que estos mo¬
vimientos religiosos proponen instaurar en el presente o en el
futuro, es también un reino que existió antes en un pasado mí¬
tico idealizado, es una edad dorada cuya recuperación se con¬
vierte en la máxima aspiración de esos movimientos. Como se
ha visto aquí, el ideal más alto de los movimientos religiosos
más radicales es retornar al tiempo en que las comunidades in¬
dígenas se gobernaban a sí mismas, sin la presencia de los es¬
pañoles.
En este sentido puede decirse que la mayoría de los movi¬
mientos religiosos indígenas están regidos por el rechazo de las
condiciones opresivas del presente, y por la aspiración de
restaurar la antigua edad perdida o de crear una comunidad

240
perfecta inspirada en esa memoria idealizada del pasado. El
presente es un tiempo ominoso que se rechaza, y tampoco se
aspira a un futuro nuevo, diferente al pasado que se rememora
e idealiza. Estos movimientos anhelan reorganizar o reformar a
la comunidad para que prevalezcan en ella sus antiguas tradi¬
ciones y valores; aspiran a fundar reinos teocráticos revestidos
con el doble prestigio de lo antiguo y de lo autóctono. Son mo¬
vimientos dominados por la protesta contra el presente a nom¬
bre de la tradición; están guiados por la idea mítica del retorno
a un tiempo anterior en el cual se establecieron las bases idea¬
les de la existencia comunitaria. En tanto que rechazan el pre¬
sente y no aceptan un futuro distinto a su modelo mítico, son
movimientos profundamente tradicionalistas y volcados hacia
el pasado.
En las creencias donde se manifiesta la idea de retornar a
una edad ideal pasada, está implícita la concepción de un tiem¬
po cíclico que retorna una y otra vez. Sabemos que en las so¬
ciedades indígenas tradicionales estaba muy arraigada la idea
de un devenir cíclico fundado en el cambio cíclico de las esta¬
ciones y de la vida humana. En lugar de un tiempo lineal y
progresivo, estas sociedades vivían en un tiempo que tenía un
origen, padecía un desgaste y llegaba a su fin, generalmente de
manera catastrófica, para reiniciar otra vez el mismo movi¬
miento cíclico. Para estos pueblos, la duración estaba compues¬
ta por una sucesión de principios y fines sucesivos, cuya fuerza
o desgaste dependían de lo sagrado y sobrenatural. La idea de
un eterno retorno al tiempo primordial, y la creencia en un
tiempo cíclico, son concepciones de la duración que rechazan la
noción de un acontecer histórico continuo, niegan la unicidad
de los acontecimientos en el tiempo, y en última instancia bus¬
can abolir el tiempo. Esta concepción del tiempo supone que el
transcurrir temporal desgasta las creaciones y los aconteci¬
mientos sagrados, pues la duración implica un debilitamiento
de las fuerzas originales que le dieron nacimiento a las funda¬
ciones sagradas. Retornar a los orígenes es pues volver a repetir
el momento de la creación original, cuando todo estaba nuevo y
colmado de potencia. Repetir o regenerar el tiempo equivale a
impedir el desgaste de la duración, a suprimir el transcurrir
temporal.

241
Otra característica de la concepción mítica del tiempo es la
de ser un tiempo ocupado por lo sagrado, por ser una relación de
acontecimientos sagrados donde no tienen cabida los hechos huma¬
nos en cuanto tales. La memoria mítica no recoge hechos o acciones
humanas, no registra acontecimientos humanos profanos. Por
el contrario, en lugar de individualizar o reconocer el carácter
particular e irreversible de la acción humana, el mito ignora al
individuo histórico y presenta prototipos, arquetipos y mode¬
los de acciones, da a conocer conductas ejemplares convertidas
en prototipos sagrados. Lo típico del relato mítico es convertir
un hecho histórico real en un prototipo mítico, en un arquetipo.
En el mito el acontecimiento individual se transfigura en mode¬
lo o ejemplo, y el personaje histórico en arquetipo. Es cierto
que la memoria mítica recoge la acción destacada del héroe,
conserva el recuerdo del jefe o del líder que realizó hechos
notables, y también registra los acontecimientos naturales e
históricos que afectaron la vida de la comunidad, pero no en
cuanto hechos históricos únicos e irrepetibles. Por el contrario,
estos acontecimientos son recordados como acciones sagradas
ejemplares, despojadas de sus datos individuales e históricos
concretos.
Esta presencia generalizada, multiplicada y absorbente de lo
sagrado en la vida de las comunidades indígenas acentuó sus
diferencias con la sociedad global, y particularmente con el
grupo blanco. A lo largo del siglo XVIII, mientras en los pue¬
blos indígenas del sur, del centro y del norte del país se suceden
los milagros, aparecen nuevos mesías y se anuncian más por¬
tentos que buscan fortalecer la cohesión de la comunidad fren¬
te a las amenazas desintegradoras del exterior, en la minoría
española y criolla que dirige el virreinato se manifiesta un fenó¬
meno opuesto: aparece una reacción fuerte contra la supersti¬
ción y la milagrería, combinada con un proyecto de laicización
de la sociedad que, a imitación de lo que ya ocurría en otras
partes del mundo, se propuso disminuir la presencia de lo sa¬
grado y acentuar el mundo de lo profano.
El encuentro de estas dos corrientes opuestas produjo una
nueva avalancha de presiones, desajustes y graves desequili¬
brios en las comunidades indígenas. Desde mediados del siglo
XVIII el choque entre la intensa religiosidad popular y las nue-

242
vas corrientes desacralizadoras se convirtió en un drama jalo¬
nado por sucesivos enfrentamientos. Bajo el impulso combinado
de las autoridades civiles y eclesiásticas, desde 1750 se apresu¬
ró el traspaso de las parroquias indígenas que hasta entonces
habían estado bajo la administración de las órdenes religiosas,
a las manos del clero secular. Este proceso fue muy resentido
por las comunidades indígenas, pues a partir de esos años tu¬
vieron por dirigentes espirituales a curas que no compartían
los ideales misioneros de los frailes fundadores de la primitiva
iglesia novohispana, ni las “costumbres idolátricas y supersti¬
ciosas’’ que practicaban los indígenas. En decenas de pueblos
adoctrinados por estos nuevos curas los indígenas protestaron
y se rebelaron porque se les prohibieron cultos o ceremonias
antes respetados.
En la segunda mitad del siglo XVIII se puso en marcha un
proyecto para acelerar la integración del indígena con el resto
de la sociedad, a través de un programa que buscaba abolir los
idiomas nativos e imponer la enseñanza obligatoria del espa¬
ñol. Aun cuando este agresivo propósito de occidentalizar a los
indios encontró fuertes resistencias en la mayoría de los pue¬
blos, en algunas regiones, como en el arzobispado de México,
tuvo un éxito apreciable y se fundaron ahí numerosas escuelas
promovidas por los alcaldes mayores.
Por esos mismos años, el gobierno de los Borbones atacó con
violencia el fundamento que sostenía la economía y la solidari¬
dad de los pueblos indígenas: las cajas de comunidad y las co¬
fradías religiosas. Las cajas de comunidad, que eran una especie
de banco de ahorro donde los miembros del pueblo acumulaban
fondos para cubrir los gastos colectivos y el culto religioso, fue¬
ron incautadas por las autoridades virreinales para satisfacer
necesidades del gobierno español. Un despojo semejante afectó
a los ahorros y bienes que manejaban las cofradías. En Nueva
España la cofradía era un factor de unidad porque congregaba
a la población alrededor del culto al santo patrono del pueblo, y
era un intrumento de protección social porque hacia ella se había
volcado el trabajo y el ahorro colectivos de la comunidad. De
esta manera las cofradías de los pueblos se convirtieron en or¬
ganizaciones poseedoras de tierras, milpas, huertas, ganados y
otros bienes donados por los cofrades, quienes además propor-

243
cionaban trabajo gratuito. Tradicionalmente la administración
de estos bienes había estado en manos de los mismos indíge¬
nas, quienes destinaban una parte de los productos a los gastos
del culto y a las fiestas del santo patrono, y otra la dedicaban a
fortalecer la base económica de la cofradía, que de esta manera
se convirtió en la mayor defensa de los pueblos para enfrentar los
años difíciles de sequías, hambrunas y epidemias. Sin embargo,
estas empresas productivas que los indios habían logrado con¬
solidar fueron drásticamente afectadas por las nuevas ideas del
gobierno y de la iglesia secular: en las décadas de 1770y 1780
se ordenó la supresión de miles de cofradías en todo el territo¬
rio, la incautación y venta de sus bienes y la intervención direc¬
ta de la iglesia en la administración de las subsistentes, con la
justificación de que así se evitaría que los indígenas dilapida¬
ran sus bienes en borracheras, fiestas idolátricas y otros dis¬
pendios.
Este ataque brutal e inesperado del gobierno de los Borbo-
nes afectó la base económica y social que sostenía a los pueblos
y puso en riesgo grave su sobrevivencia. A esta serie de agre¬
siones se sumaron las nuevas actitudes que el alto clero secular
y las autoridades civiles manifestaron contra las formas de cul¬
to, las devociones y la religiosidad de los pueblos indígenas y
de los grupos populares urbanos. En casi todas las regiones del
país y en todos los niveles de la iglesia secular se condenaron
los usos y costumbres de la religiosidad indígena, y apareció
una crítica violenta contra los milagros, la idolatría, las formas
de culto, las procesiones, las fiestas y la mentalidad supersti¬
ciosa de los indios.
Sucesivos edictos, provisiones, acuerdos y sermones concen¬
traron sus críticas en los “excesos” de las fiestas de Semana
Santa y Corpus, en los “despropósitos” de las danzas y fiestas
de los santiaguitos, en la “indecencia” que se veía en las proce¬
siones, en los “usos profanos”, “el escándalo”, “las loas indecen¬
tes” y en otras manifestaciones populares que antes parecían
normales y ahora se miraban como deformaciones escandalosas
de una religiosidad mal asimilada, como muestras claras de la
superstición y la ignorancia que predominaba en los grupos ba¬
jos. Para los nuevos curas y la nueva mentalidad, las prácticas
religiosas tradicionales de los indígenas se convirtieron en

244
“fiestas demoniacas”, “supercherías”, “supuestos prodigios”,
“culto indebido y pernicioso”, y graves transgresiones contra
la verdadera fe. Una tras otra las expresiones tradicionales de la
religiosidad indígena, las representaciones teatrales, las dan¬
zas y las participaciones populares en las procesiones, fueron
condenadas por la nueva mentalidad ilustrada. Y como se ha
visto aquí, fue esta nueva mentalidad la encargada de negar las
denuncias de milagros y apariciones de vírgenes que los indíge¬
nas prodigaron a lo largo del siglo XVIII.83
Es decir, al mismo tiempo que los pueblos de indios genera¬
ron intensos movimientos religiosos dirigidos a fortalecer su
integridad étnica y las solidaridades comunitarias amenazadas
por los cambios del exterior, en el grupo dominante se manifes¬
tó una reacción violenta contra este tipo de expresiones de la
mentalidad campesina y popular. En la segunda mitad del
siglo XVIII el encuentro de estas dos mentalidades escindió la
relación entre los pueblos indios y la minoría española y criolla.
La nueva mentalidad ilustrada chocó de frente con la religiosidad
indigena y popular porque uno de los objetivos de su proyecto
modernizador era sujetar las expresiones religiosas dentro de
su propio ámbito y evitar que invadieran el mundo profano. Y
por otra parte la mentalidad ilustrada estaba resueltamente en
contra de la milagrería, el fanatismo y la superstición, presen¬
cias oscuras que identificaba con la religiosidad indígena y
popular. Así, justo cuando las minorías dirigentes del país se
abrieron al exterior y adoptaron ideas, instituciones y costum¬
bres extrañas, las comunidades indígenas se volcaron hacia sí
mismas *en complejos y poco comprendidos movimientos reli¬
giosos que intentaron fortalecer su identidad e indigenizar la
religión impuesta. La separación radical entre las mayorías
indígenas y la minoría gobernante la produjo precisamente la
invasión de las nuevas ideas modernas e ilustradas, y su coro¬
lario político: la adopción de un modelo de sociedad extraño
al país, y la certidumbre de que para alcanzar esa meta había
que modernizar a la sociedad a través de un proceso dirigido
por el estado, por el poder secular, no por la iglesia.
Este viraje político y mental inducido desde afuera y desde
las alturas del poder produjo una bifurcación radical entre los
animadores de ese proyecto, que era una minoría, y el resto de

245
la población, que era la mayoría. A partir de ese momento el
proyecto de modernizar la sociedad provocó una reacción con¬
servadora de las mayorías, que se expresó en un rechazo de las
nuevas imposiciones provenientes del exterior y en la determi¬
nación de mantener y revitalizar lo propio, lo que era considera¬
do constitutivo, tradicional y heredado. De esta profundísima
división entre conservación y cambio, entre tradición y moder¬
nidad, dan testimonio elocuente los movimientos religiosos in¬
dígenas aquí citados: los más radicales son a la vez un rechazo
del presente opresivo que les imponía la minoría blanca y una
vuelta completa hacia el pasado. Expresan un rechazo violento
del presente, temen el futuro y su principal anhelo es retornar a
la edad ideal perdida. Su percepción del tiempo y del desarrollo
histórico es diametralmente opuesta al proyecto histórico de
sus dominadores, que va en contra de la tradición y del pasado
y está enteramente tendido hacia el futuro. Al contrario del
proyecto histórico indígena, que tiene como modelo una edad
ideal pasada, el proyecto modernizador es una apuesta por una
sociedad o un país que no tienen raíces en el pasado, que no han
existido antes, y que sólo se pueden concretar en el futuro.

246
NOTAS

La ficha bibliográfica de las obras referidas en estas notas, apa¬


rece completa en la bibliografía, al final de estas páginas.
1 Chilam Balam de Chumayel citado por León-Portilla, 1964: p. 83.

2 Chilam Balam citado por Wachtel, 1976: p. 57.

3 León-Portilla, 1961a: p. 105.

4 “Libro de los coloquios” citado por León-Portilla, 1964: p. 21.

5 El libro de Chilam Balam de Chumayel citado por Mediz Bolio,


1930: pp. 29-30.

6 Citado por León-Portilla, 1964: pp. 78-9.

7 Citado por Wachtel, 1976: p. 57.

8 Citado por León-Portilla, 1964: p. 81.

9 “La crónica de Chac Xulub Chen” citado por León-Portilla, 1964:


pp. 89-90. Subrayados nuestros.

10 Véase el capítulo I de este ensayo, y la bibliografía que ahí se cita


sobre los sistemas calendárteos prehispánicos.

11 Véase Sahagún, 1956, cuyo tomo IV contiene las versiones indíge¬


nas de la conquista, y las obras de Miguel León-Portilla mencionadas
en las notas 1 y 3 de este capítulo, que agregan otros testimonios
indígenas.

12 Véase Barrera Vázquez y Rendón, 1963: pp. 12-3.

13 Citado por León-Portilla, 1964: pp. 78-9.

14 Para distinguir entre insurrección y rebelión sigo la definición de


Henri Favbre: “Entendemos por rebelión toda reacción directa, in¬
mediata y espontánea a una vejación precisa (...) La característica

247
esencial de la rebelión es que nunca es premeditada, organizada, ni
está sometida a una dirección o a un control, y por ello sigue estando
tan localizada en el espacio como limitada en el tiempo, sea cual fuere
por lo demás el grado de violencia que puede alcanzar.
“En cambio la insurrección es una reacción a un estado de crisis
general cuya causalidad y efectos son mucho más profundos. La
insurrección se inscribe en el marco de una reestructuración de la si¬
tuación colonial (...) constituye la última fase de un proceso de reor¬
ganización de la sociedad indígena amenazada en tanto tal por el
crecimiento de la presión que la sociedad ladina ejerce sobre ella’’.
Favbre, 1972: p. 287.

15 Aitón, 1967: p. 140.

16 Ricart, 1947: pp. 460-1.

17 Ibid., p. 461; véase también Wachtel, 1976: pp. 291-5.

18 Chamberlain, 1948: pp. 238-9.

19 Ibid., p. 241; véase también Barabas, 1976: t. II, p. 610; Huerta y


Palacios, 1976: pp. 4-67.

20 Véase Huerta y Palacios, 1976: pp. 72-7.

21 Carrasco, 1975: v. XXV, pp. 177-9.

22 Véase Miranda, 1972: pp. 49-51; también Zavala y Miranda, 1973:


t. I, pp. 56-66.

23 Florescano, 1980: t. I, pp. 37-8; véase también Moreno Toscano,


1968: pp. 76-8; y Gerhard, 1977: v. XXVI, pp. 547-95 y 1975: v. XXIV,
pp. 566-78.

24 Burgoa, 1934a: 1.1, pp. 340-41. Véase también Pastor, 1981: mimeo.

25 Véase Villa Rojas, 1968: pp. 128-32.

26 Gibson, 1967: pp. 103-4.

27 Véase Loera y Chávez, 1981: pp. 98-106.

28 Véase Warman, 1972; y también Wachtel, 1976: pp. 63-92.

248
29 Véase Lockhart, 1981: v. II, pp. 7-38. Éste es uno de los pocos estu¬
dios dedicados a considerar la identidad colectiva de los pueblos indí¬
genas a través de sus propias manifestaciones. Es excelente, pero la
versión española que ofrece esta revista es atroz.

30 Ibid., p. 11.

31 Véase un análisis detallado de todos estos ejemplos en Lockhart,


1981: v. II, pp. 16-22.

32 Ibid., p. 27.

33 Ibid., p. 32.

34 Ibid., p. 37.

35 Véase Miranda, 1972: pp. 54-79.

36 Además del valioso análisis de Lockhart sobre estos documentos,


véase Gibson, 1975: pp. 320-1.

37 Véase Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, 1965: p. 11.

38 Ibid,, p. 20.

39 Ibid., pp. 63-6, 116, 124-7 y 166-8.

40 Alvarado Tezozómoc, 1949.

41 Véase Pomar, 1941.

42 Véase Muñoz Camargo, 1947: pp. 50, 55, 59-62 y 76-7; y 1981.

43 Ibid., p. 104.

44 Al referirse a los tlaxcaltecas, dice Muñoz Camargo: “esta nación


(...) es gente cobarde a solas, pusilánime y cruel, y acompañada con
los españoles son demonios, atrevidos y osados. Es la mayor parte de
ella simplísima, muy necia, carecen de razón y de honra, según nues¬
tro modo, tienen los términos de su honra por otro modo muy aparta¬
do del nuestro; no tienen por afrenta el embeodarse ni comer por las
calles, aunque ya van entrando en puücía y razón”. Ibid., p. 155.

249
45 Bautista Pomar, 1941: pp. 23-4.

46 Véase Alva Ixtlixóchitl, 1975: t. II, pp. 25-6 y 31.

47 Ibid., t. I, pp. 263-5.

48 Ibid., t. II, pp. 7-9.

49 Ibid., t. II, pp. 8-9. Subrayados nuestros.

50 Ibid., t. II, p. 271. “Estos reyes eran altos de cuerpo y blancos


barbados como los españoles, y por esto los indios, cuando vino el
marqués, entendieron que era Tupiltzin”. Véase también López Aus-
tin, 1973: pp. 19-21.

51 Poma de Ayala, 1980.

52 Véase el excelente ensayo comparativo de Wachtel, 1973: pp.


163-228, sobre las categorías históricas empleadas por Felipe
Guarnan Poma de Ayala y el inca Garcilaso de la Vega.

53 Véase Información que el Arzobispo de México D. Fray Alonso de


Montúfar mandó predicar... acerca de la devoción y culto de Nuestra
Sra. de Guadalupe (1556). México 1964; y Maza, 1984: pp. 14-7. La in¬
formación completa se publica en Torre Villar y Navarro de Anda,
1982: pp. 148-9.

54 Sahagún, 1956: t. III, p. 352.

55 Véase Maza, 1984: pp. 16,19 y 21. Véase también Lafaye, 1977: pp.
319-27.

56 Torre Villar y Navarro de Anda, 1982: pp. 148-9.

57 Lafaye, 1977: p. 322. El mejor estudio sobre cuándo y cómo apare¬


ció la imagen de Guadalupe en el Tepeyac, y sobre el sentido milagro¬
so de la aparición, es el de Edmundo O'Gorman, 1986.

58 Suárez de Peralta, 1949: p. 161.

59 Imagen de la virgen María Madre de Dios de Guadalupe milagrosa¬


mente aparecida en México, celebrada en su historia, con la profecía
del capítulo doce del Apocalipsis. . . Imprenta de la viuda de Bernardo

250
Calderón, México, 1648. Una versión de esta obra que incluye sólo las
apariciones de la virgen se encuentra en Vera, 1887-1889. La versión
completa del texto de Sánchez, así como el resumen que de éste hizo el
P. Mateo de la Cruz, se encuentran en Torre Villar y Navarro de Anda,
1982: pp. 152-267 y 267-81.

60 Torre Villar y Navarro de Anda, 1982: p. 164; Maza, 1984: pp.


53, 56-7.

61 Maza, 1984: pp. 62-73.

62 Torre Villar y Navarro de Anda, 1982: p. 257. Subrayados


nuestros.

63 Véase la versión completa de esta obra, en versión española, en


Ibid., pp. 282-308.

64 Wasserstrom, 1983: pp. 23 y 28-9.

65 Ibid., pp. 32-8. La relación sobre la aparición de la virgen en Zina-


cantán se ha tomado de la crónica de Ximénez, 1929: t. III, pp. 25-343.
Véase una reproducción de esta parte en Huerta y Palacios, 1976:
pp. 143-5.

66 Reifler Bricker, 1981: pp. 55-6. Esta obra es el mejor estudio sobre el
tema de las apariciones de la virgen en esta región y las rebeliones in¬
dígenas asociadas con ellas.

67 Véase el relato del milagro de Santa Marta en Ximénez, 1929;


Huerta y Palacios, 1976: pp. 146-9; y Reifler Bricker, 1981: p. 59.

68 Huerta y Palacios, 1976: p. 145; Reifler Bricker, 1981, p. 59.

69 La aparición de la virgen de Cancuc y los milagros y sucesos re¬


lacionados con este acontecimiento están documentados en las
obras siguientes: Huerta y Palacios, 1976: pp. 150-71; Reifler Bricker,
1981: pp. 59-69; Klein, 1966: pp. 247-64; Martínez Peláez, s. f.: pp.
125-67; Wasserstrom, 1983; Favbre, 1972: p. 319..

70 Un informe de las principales fuentes primarias y secundarias


sobre la insurrección de Canek, y un resumen muy completo de este
acontecimiento se encontrará en la obra de Reifler Bricker, 1981:
pp. 70-6. En la obra de Huerta y Palacios, se incluyen los relatos

251
sobre este acontecimiento compilados por Eduardo Enrique Ríos, pp.
174-189. De estas fuentes proceden las citas que aparecen en el texto.

71 Todas las citas e informaciones sobre el movimiento encabezado


por Antonio Pérez fueron tomados del excelente estudio de Gruzinski,
1985: pp. 111-79. Próximamente el Instituto Nacional de Antropolo¬
gía e Historia publicará una versión en español de esta obra.

72 Los breves datos que hay sobre este importante movimiento reli¬
gioso los dio a conocer Taylor, 1979: p. 124.

73 Pereira de Quéiroz, 1969: p. 144.

74 Ibid.

75 Véase Weber, 1952; también Pereira de Quéiroz, 1969: pp. 40-2.

78 Ibid., p. 142.

77 Brading, 1986: p. 30.

78 Pereira de Quéiroz, 1969: p. 336.

79 Ibid., pp. 320-26; para otras definiciones de los rasgos característi¬


cos del mesías, véase Weber, 1969: t. I, pp. 93-204, 356-64.

80 Eliade, 1973: p. 12.

81 Ibid., p. 13.

82 Ibid., pp. 26-7.

83 Véase Gruzinski, 1985a: v. 8, pp. 175-201.

H-tll

252
V. El patriotismo criollo,
la revolución
de Independencia
y la aparición de
una historia nacional

Hay una diferencia notable entre el discurso histórico de la


época prehispánica y el del virreinato: a la homogeneidad que
distingue a la producción y difusión del primero se contrapo¬
ne la variedad de productores y la multiplicidad de sentidos
que caracterizan al segundo. En tanto que en el México anti¬
guo el gobernante define qué recuperar del pasado y man¬
tiene un control casi absoluto sobre su interpretación y sus
formas de difusión, en el virreinato hay una multiplicidad de
modos de recoger, interpretar y difundir el pasado, con la
particularidad de que cada uno de estos discursos es diferen¬
te y aún opuesto a los demás. Frente al discurso único del
pasado que produce el gobernante en el México antiguo, en
el virreinato hay una fragmentación de la memoria histórica
y una interpretación variada y conflictiva del pasado.
La unidad del discurso histórico de la época prehispánica la
determinó el dominio pleno que los gobernantes ejercían sobre
la producción y difusión del pasado, y la existencia de un único
protagonista de la narración histórica: un pueblo o grupo étni¬
co unido por una lengua, un origen y un territorio. Esta unidad
fue la que rompió la conquista. La dominación española quiso
crear unidades políticas mayores e integradas (el virreinato o
reino de la Nueva España), pero en realidad hizo añicos la uni¬
dad de los grupos aborígenes al dividirlos en cientos de pueblos
sin vinculación entre sí. Por otro lado, al reunir en un mismo
territorio a pueblos de lenguas y culturas diferentes, e introducir
grupos étnicos extraños a la población original, la colonización

253
española fragmentó la antigua unidad social de la población.
En los hechos, el virreinato vino a ser un mosaico desintegrado
de pueblos, etnias, lenguas y culturas contrastantes, disemina¬
dos en un territorio extenso y mal comunicado.
Esta desintegración primordial se ahondó aún más por el
choque de memorias históricas contradictorias que inauguró la
dominación española. A la confrontación inicial entre la con¬
cepción cristiana del acontecer histórico y la concepción mítica
del tiempo de los grupos indígenas, se sumaron las nuevas
y divergentes interpretaciones de la historia producidas por
los distintos grupos sociales surgidos de la colonización. Como
se ha visto antes, al lado del discurso providencial e imperia¬
lista que difundieron los cronistas de la corona española, sur¬
gió el discurso místico y apocalíptico de los franciscanos y un
proyecto histórico que en lugar de la explotación de los in¬
dios y de las minas de plata, contemplaba la creación de una
comunidad monástica dedicada a la alabanza de Dios y a
la fundación de una iglesia semejante a la de los primitivos
cristianos. Poco más tarde se desarrollaron los discursos par¬
ticulares y exclusivos de cada una de las órdenes religiosas, de
los cronistas oficiales del imperio, de los cronistas del virreina¬
to, de los cronistas de las ciudades, e hicieron acto de presencia
los discursos también particulares de los pueblos de indios, que
a partir de su minúscula individualidad, intentaron reconstruir
su borrosa memoria del pasado y fundar solidaridades que
compaginaran su pasado destruido con su difícil presente con¬
tinuamente amenazado.
La presencia de concepciones del tiempo y del desarrollo his¬
tórico diferentes, y la continua colisión entre memorias históricas
opuestas, favorecieron el desarrollo de los discursos híbridos, y
asimismo particulares, de los nuevos grupos sociales. La in¬
comprensión que ha impedido reconocer las características del
discurso histórico de los descendientes de la antigua nobleza in¬
dígena, o la memoria histórica de los nuevos pueblos de indios, o
el discurso del grupo criollo, quizá se explique porque son dis¬
cursos que provienen de realidades sociales híbridas, de una
mezcla de tradiciones culturales diferentes, y porque son dis¬
cursos que dan a conocer proyectos históricos propios, distin¬
tos a las raíces étnicas y culturales que les dieron origen. El

254
discurso de los descendientes de la antigua nobleza indígena se
basa en textos indígenas originales, pero se expresa bajo las
formas narrativas europeas, adopta como hilo explicativo la
concepción cristiana de la historia, va dirigido a lectores que co¬
nocen el español y busca servir a los intereses particulares de
los indígenas que colaboraban con los españoles en la dominación
de los propios indios. Esta mezcla de intereses ambivalentes y
contradictorios es la que se observa en los procesos de recupe¬
ración de la memoria histórica de los pueblos indígenas refun¬
dados o creados durante el virreinato. En este caso, aparentemen¬
te los pueblos habían aceptado la conquista, la religión cristiana y
la dominación política y económica, al extremo de que su me¬
moria y sus prácticas cotidianas se esforzaban por incorporar
los valores europeos a sus tradiciones más arraigadas, con vir¬
tiéndolos en presencias indígenas, o en valores que legitimaban
la vida y las tradiciones indígenas. Sin embargo, cuando estos
intentos por indigenizar lo extraño fueron rechazados por las
autoridades españolas, inmediatamente se observa el renaci¬
miento de la conciencia mítica indígena, la explosión de la reli¬
giosidad primitiva, y una movilización de todas las fuerzas de
la comunidad para alcanzar sus objetivos, al punto de que la
negativa a aceptar los milagros declarados por los indígenas
conduce a una subversión radical del orden religioso y político
antes aceptado, y finalmente a la definición de un proyecto his¬
tórico propio y totalmente indígena.
Lo característico de estos discursos es que son memorias del
pasado y concepciones de la historia particulares, que además
de fundarse en lo propio y distintivo del grupo, rechazan o
ignoran la presencia histórica y la memoria del pasado de los
otros grupos. En el virreinato no sólo no hay una concepción
del proceso histórico que domine o integre a las otras, sino
que todas las que emiten los diversos grupos se combaten y
niegan entre sí. En este sentido estos discursos contradicto¬
rios expresan con fidelidad la desintegración social y la pro¬
funda división que separaba a los pobladores de la Nueva
España en clases, grupos y etnias antagónicas. Política y
culturalmente esta presencia de múltiples memorias del pasa¬
do y de opuestas interpretaciones del desarrollo histórico, eran
el principal obstáculo para integrar a una nación con una me-

255
moría común, para crear una nación unificada por un pasado
compartido.
En este combate entre diferentes memorias del pasado, sólo
el grupo criollo intentó crear una memoria común de la tierra
que compartía con otras etnias, y hacer suyas las memorias y
tradiciones históricas de otros grupos.

1. La formación del patriotismo criollo

Los primeros criollos, por el hecho de que su posición y su pres¬


tigio se basaban en las hazañas realizadas por sus padres, esta¬
ban orgullosos de su ascendencia hispánica: su situación social
y económica descansaba en el prestigio de ser españoles y de ser
descendientes de conquistadores. Este sustento original del
ser criollo entró en crisis cuando la corona atacó el fundamento
de su posición económica y social (las encomiendas) e instaló en
el virreinato una burocracia de funcionarios españoles que exclu¬
yó a los criollos de los puestos directivos. A fines del siglo xvi
el resentimiento criollo por el continuo deterioro de su posición
social se expresó en una animosidad acerba contra los gachupi¬
nes, los españoles que venían a hacer la América, permanecían
unos cuantos años en ella y regresaban a España enriquecidos.
A esta frustración creada por la contradicción entre las aspi¬
raciones de los criollos y la realidad de su época, se sumó un
problema de identidad. Los criollos eran americanos por naci¬
miento, y desde la segunda generación lo eran por destino: su
vida y sus aspiraciones sólo podían cumplirse en la tierra donde
habían nacido. Ser criollo se convirtió en un problema de identi¬
dad cuando los criollos tuvieron que presentar las pruebas de
que esa tierra que reivindicaban como derecho de herencia era
verdaderamente propia. La conciencia criolla tuvo un primer
momento de afirmación instintiva en el acto de rechazo del ga¬
chupín, pero la conciencia de constituir un grupo social especí¬
fico, con identidades y aspiraciones comunes, se formó a través
de un proceso más complejo de progresiva apropiación física,
social y cultural de la tierra extraña que se les había impuesto
como destino.
Conquistar y poblar, no únicamente administrar, fue la divi-

256
sa de los hombres de Cortés y de las sucesivas oleadas de colo¬
nos españoles. Además, el tamaño del territorio, su diversidad
ecológica y su riquisima variedad humana, obligaron a unos
cuantos miles de españoles a dispersarse por toda la tierra y a
fundar en ella explotaciones mineras, haciendas, obrajes, talleres
de artesanos, monasterios, puertos, poblados y ciudades que
transformaron radicalmente esos espacios. Estas característi¬
cas del poblamiento español hicieron que ya la primera genera¬
ción de criollos fuera una generación aindiada, un tipo humano
de ascendencia española pero fuertemente influido por la ali¬
mentación, las costumbres y las formas de vida indígenas y
mestizas. En contraste con otros colonizadores europeos que se
asentaron en América, los primeros grupos de colonos españo¬
les se sintieron dueños de la tierra que poblaban tanto en un
sentido material como cultural, pues nadie más que ellos había
creado esa nueva realidad económica y social que llamaron
Nueva España.
Esta apropiación de la tierra por las obras y los actos fue
completada por una apropiación realizada a través de la con¬
ciencia. Al mismo tiempo que la lengua española se convirtió
en el principal vehículo de comunicación de los pobladores del
virreinato, los criollos la sometieron a un proceso constante de
americanización. Ya los primeros cronistas destacaban el cons¬
taste entre el habla áspera del español peninsular y el lenguaje
más florido, delicado y ampuloso de los criollos, así como las di¬
ferencias notables en el tono y el acento del español hablado en
Nueva España. En forma paralela a la creación de estas distan¬
cias con lo propiamente español, en los criollos se acentuó un
proceso inverso de acercamiento y empatia con el suelo, la geo¬
grafía y las tradiciones de la tierra americana.
A fines del siglo XVII los criollos encontraron en el pasado
prehispánico y en la exhuberante naturaleza americana, dos
elementos distintivos que los separaban de los españoles y afir¬
maban su identidad con el suelo que los acogía. En este siglo
los cronistas criollos, y particularmente Juan de Torquemada,
Carlos de Sigüenza y Góngora y Agustín de Vetancurt, hicie¬
ron el elogio de las antigüedades indianas y una presentación
exaltada de la riqueza natural de la tierra americana. En la
Monarquía indiana del franciscano Juan de Torquemada, el pa-

257
sado prehispánico es ascendido a la categoría de una anti¬
güedad clásica, aún cuando Torquemada considera a la religión
indígena, al igual que Sahagún y Jerónimo de Mendieta, como
un producto perverso del demonio. Pero para Torquemada la
esencia pagana del indígena fue redimida por la evangelización:
“las cosas (de los indios) duraron hasta que sonó la trompeta de
la divina voz, que fue venir los cristianos, con ley evangélica y
conquista que los nuestros hicieron a esas gentes, que quiso
Dios que así estuvieran divisas para que mejor entraran los
que habían de conquistarlos”. Torquemada compara a Cortés
con Moisés, quien liberó a los hijos de Israel del paganismo, y
presenta a los misioneros como los redentores providenciales
de una humanidad que había caído en manos del demonio. Se¬
gún esta interpretación, los verdaderos fundadores de la Nueva
España fueron entonces los frailes que iniciaron su tarea mi¬
sionera en 1524, no los conquistadores. A su vez, Agustín de
Vetancurt llegó a la conclusión de que el Nuevo Mundo era su¬
perior al viejo en recursos y bellezas naturales. Por su parte,
Carlos de Singüenza y Góngora repetidamente confesó el “amor
grande que me ha debido a mi patria”, y con ese espíritu
patriótico hacia su lugar de origen, reunió códices, coleccionó
piezas arqueológicas e hizo la apología de los reyes y culturas
que florecieron en la antigüedad indígena. Agregó un nuevo ar¬
gumento al impulso de separar a la Nueva España de su vincu¬
lación paternal con los conquistadores: identificó al héroe-dios
indígena Quetzalcoátl con el apóstol santo Tomás, para apoyar
la idea de que el Evangelio había sido predicado en América
muchos años antes de la conquista. Por otro lado, siguiendo a
Torquemada, Sigüenza y Góngora vio en las costumbres, leyes
y formas de gobernar de los antiguos mexicanos virtudes polí¬
ticas semejantes a las de los reyes de la antigüedad clásica.
Tan convencido estaba de ello que, con ocasión de la recepción
de un nuevo virrey, tuvo la osadía de construir un arco triunfal
adornado con figuras de reyes y sabios indígenas, y más tarde
reiteró este mensaje en su Teatro de virtudes políticas que
constituyen a un príncipe: advertidas en los monarcas antiguos
del Mexicano imperio, con cuyas efigies se hermoseó el arco
triunfal. . d
Por otra parte, hacia fines de este siglo y durante la primera

258
mitad del XVIII, la devoción a la guadalupana se convirtió en
un culto patriótico generalizado. En 1757 el papa Benedicto
XIV declaró el “patronato universal’’ de la virgen de Guadalu¬
pe sobre la Nueva España y por esos años se levantó el edificio
de la nueva colegiata de Guadalupe. Ya convertida en patrona
oficial de los mexicanos, la guadalupana gozará en este siglo de
un culto y un fervor generalizados, a tal punto que la “devoción
por la Guadalupe eclipsó la devoción por Jesús”.2 La mayoría
de los sermones, los actos de fe más emotivos, los nuevos san¬
tuarios, y muchas otras acciones religiosas estaban dirigidas a
exaltar la imagen de Guadalupe como patrona y diosa tutelar
de una religión patriótica, y a considerar a su santuario del Tepe-
yac como sede de la iglesia universal, “porque es en el santua¬
rio de Guadalupe donde el trono de San Pedro vendrá a hallar
refugio al final de los tiempos”.3 Para estos criollos obsesiona¬
dos por exaltar los valores de su patria, el patronato de la gua¬
dalupana convertía a México en una nueva Roma.
Devoción principal de los jesuítas, de buena parte de las ór¬
denes mendicantes y particularmente del alto y bajo clero crio¬
llo, la virgen de Guadalupe fue asimismo el centro de un culto
popular masivo. Las visitas y procesiones periódicas al Tepe-
yac, las representaciones teatrales de la aparición de la virgen a
Juan Diego y la imaginería popular, elevaron el culto guadalu-
pano al sitial más alto de la religiosidad mexicana, y reprodujeron
el nombre de la virgen en cientos de nuevos altares, santuarios,
ermitas, cofradías, topónimos y nombres de personas.
No es pues casual que la antigüedad indígena y el culto gua-
dalupano fueran los atractivos que sedujeron la imaginación de
Lorenzo Boturini Benaduci, un caballero italiano que visitó
México entre 1736 y 1743 y por el resto de su vida quedó atado
a estos dos ejes del patriotismo criollo. La estancia de Boturini
produjo tres resultados importantes. Primero: obsesionado por
conocer y explicar la historia de las antiguas culturas indíge¬
nas, emprendió una búqueda afanosa de códices y testimonios
escritos que en siete años lo hicieron poseedor del mayor acer¬
vo documental sobre el México antiguo que se había reunido en
Nueva España. Segundo: Boturini fue uno de los primeros ad¬
miradores entusiastas de La Scienza nuova (1725), la obra de
Giambattista Vico que planteó una interpretación revolucionaria

259
del desarrollo de la historia humana, tomando como ejemplo la
historia antigua de Occidente. Influido por esta nueva interpre¬
tación del proceso histórico que Vico dividía en tres edades (la
de los dioses, la de los héroes y la de los hombres), Boturini de¬
cidió aplicar la concepción de Vico a la historia antigua de los
indios de México. Con este propósito escribió su Idea de una
nueva historia general de la América Septentrional y planeó
realizar una Historia general de la América Septentorial que no
concluyó. En la Idea de Boturini los métodos de la nueva filoso¬
fía europea se aplicaron a desentrañar el misterio del origen y
desarrollo de las antiguas culturas de México. Tercero: además
de estas obsesiones científicas, Boturini fue atraído, sin duda
por su relación con los criollos, por “un superior impulso’’ para
investigar “el prodigioso milagro de las apariciones de nuestra
patrona de Guadalupe”, y con ese fin acumuló gran número de
documentos sobre este tema. Convertido en devoto de la gua-
dalupana, promovió en Roma nada menos que la coronación de
la virgen, empresa que por no considerar el celo patriótico y re¬
ligioso de los novohispanos, lo llevó al destierro y a la pérdida
de su valiosísima colección de documentos históricos y reli¬
giosos.4
A mediados del siglo xvm estos intentos criollos por recupe¬
rar el pasado indígena y estas formas intensas de religiosidad
fueron el centro de un ataque devastador por parte de algunos de
los escritores más influyentes de la Ilustración europea. Entre
1749 y 1780 el conde de Buffon, el abate Raynal, Comelius de
Pauw y el destacado historiador escocés William Robertson, de¬
nunciaron una degeneración peculiar de la naturaleza americana,
descubrieron una inferioridad natural en los oriundos de América
para crear obras de cultura, y atacaron el fanatismo religioso de
los españoles.5 El historiador Robertson afirmó en The History of
America (1777) que los aztecas apenas habían alcanzado el estadio
de la barbarie, sin llegar a las cimas de la verdadera civilización.
Con severidad protestante criticó la influencia de la religión católi¬
ca en la administración de las colonias españolas, y multiplicó
juicios contra el oscurantismo, la superstición y la ineficiencia
administrativa de la dinastía de los Habsburgo, a cuyos mo¬
narcas culpó de la decadencia que abatió a España a partir del
siglo XVII.6

260
Cuando esta oleada crítica llegó a Nueva España suscitó una
indignación unánime en los religiosos y letrados criollos, que
era el grupo que más había hecho por construir una imagen po¬
sitiva de la naturaleza americana, por crear una interpretación
nueva y favorable del pasado prehispánico, y por afirmar las
virtudes creativas de los nacidos en América. A la despectiva
afirmación de que Nueva España era un “desierto intelectual”,
Juan José Eguiara y Eguren respondió con la primera y monu¬
mental Bibliotheca mexicana (1755), una obra dedicada a mostrar
la producción cientifica y literaria de los mexicanos desde los
tiempos más antiguos hasta las primeras décadas del siglo
XVIII.7 Pero la respuesta más consistente de los americanos a
los críticos europeos la produjo, desde su remoto exilio italiano,
el jesuíta Francisco Javier Clavijero, quien escribió su Storia
antica del Messico (1780), sin duda la contribución americana
más sobresaliente a la disputa sobre el Nuevo Mundo, y una
obra clave en la afirmación de la conciencia histórica de los
criollos.
Manejando con soltura las tesis del pensamiento ilustrado, e
imbuido de un profundo patriotismo, Clavijero destruyó las
afirmaciones prejuiciadas de los críticos europeos, y en su lugar
presentó un cuadro elogioso de la historia antigua de México,
que al ubicar esta historia dentro de la perspectiva del desarro¬
llo de las civilizaciones clásicas de Europa, la mostraba como
una historia original y merecedora de admiración. Al proponer
como principio analítico la uniformidad de la naturaleza huma¬
na, y como punto de comparación a la antigüedad clásica, Cla¬
vijero destruyó por un lado la tesis de la “inferioridad natural”
que argumentaban los críticos ilustrados, y por otro descalificó
las interpretaciones acerca de la intervención del demonio que
habían manejado los frailes españoles para denigrar el paganis¬
mo y la idolatría de los indígenas.
La respuesta de Clavijero a los críticos europeos tuvo un
efecto inmenso y definitivo en su propia patria. En primer lugar
porque su Historia vino a ser la primera integración coherente,
sistemática y moderna del pasado mexicano en un solo libro: la
primera imagen lograda de un pasado borroso y hasta entonces
inaprensible. En segundo lugar, porque al asumir la defensa de
ese pasado fragmentado y demonizado, Clavijero dio el paso

261
más difícil en el complejo proceso que por más de dos siglos
perturbó a los criollos para fundar su identidad: asumió ese pa¬
sado como propio, como raíz y parte sustancial de su patria. A
partir de esa conversión de lo extraño en propio, Clavijero pudo
ofrecer su reconstrucción del pasado indígena como una heren¬
cia orgullosa de los criollos, sin conectar ese pasado ilustre con
la situación degradada de los supervivientes indígenas.
En contraste con las élites criollas de los virreinatos de Perú
o Nueva Granada, que por diversas razones se alejaron del pa¬
sado prehispánico y de sus descendientes indígenas, los criollos
de Nueva España tuvieron la percepción genial de apropiarse el
pasado indígena para darle legitimidad histórica a sus propias
reivindicaciones, y separaron ese pasado de sus verdaderos
descendientes históricos. Esta expropiación que hizo la inteli¬
gencia criolla del pasado indígena marca la diferencia esencial
entre los criollos de Nueva España y los de los otros virreina¬
tos del continente: explica el fundamento de los criollos no-
vohispanos para asumir el liderazgo político en su propio país,
y para reclamar, frente a los españoles peninsulares, el derecho
de dirigir y gobernar el destino de su patria.
En la Historia antigua de México culmina el largo proceso
que iniciaron los misioneros y los criollos para recuperar el pa¬
sado prehispánico y asumirlo como un pasado propio. Desde la
dedicatoria, Clavijero declara que su libro es “Una historia de
México escrita por un mexicano’’, que él entrega “como un tes¬
timonio de mi sincerísimo amor a la patria”, y cuyo fin princi¬
pal es la “utilidad de mis compatriotas”. Clavijero es el primer
historiador que presenta una imagen nueva e integrada del pa¬
sado indígena, y el primer escritor que rechaza el egocentris¬
mo europeo y afirma la independencia cultural de los criollos
mexicanos frente a los europeos. Otra aportación suya fue
abrirle un dilatado horizonte histórico al desarrollo de la noción
de patria, que en esta época, al incluir en ella el trasfondo históri¬
co precolombino, adquiere los prestigios del pasado y se proyec¬
ta hacia el futuro con una dimensión política extraordinaria.8
La patria de Clavijero es el conjunto de valores que los crio¬
llos identifican como propios. Es una patria no dada, sino cons¬
truida y afirmada a partir del reconocimiento de valores comu¬
nes. Primero fue una patria identificada por la originalidad de

262
su geografía, reconocida por sus cualidades de tierra pródiga,
exhuberante y buena, hasta que vino a ser creencia de muchos
afirmar que México era un paraíso terrenal, un don de Dios.
Luego esa noción geográfica se enriqueció con la incorporación
de valores y tradiciones culturales entrañables: por la unidad de
sentimientos, creencias y prácticas que difundió la religión
cristiana, por la presencia del estilo desbordado del barroco y la
proliferación de diversas formas de pintura, música,
artesanías, comidas, costumbres y maneras de expresión fabri¬
cadas en el propio país y producidas especialmente para satis¬
facer el gusto de sus pobladores. Por fin esta comunidad de va¬
lores y prácticas se expresó en símbolos cuyo propósito era de¬
notar una identidad compartida, afirmar una unidad situada
más allá de las divisiones creadas por la raza o las abismales dife¬
rencias económicas y sociales. La virgen de Guadalupe fue el
símbolo unificador más logrado de esta sociedad tan desigual¬
mente dividida. Ella unió a católicos e indígenas en un solo cul¬
to nacionalmente celebrado. A este conjunto de valores y
símbolos integradores, los criollos del siglo XVIII le sumaron la
idea de que esa patria tenía un pasado remoto, un pasado que
al ser asumido por ellos dejó de ser sólo indio para convertirse
en criollo y mexicano. Así, al integrar a la noción de patria la
antigüedad indígena, los criollos expropiaron a los indígenas
su propio pasado e hicieron de ese pasado un antecedente
legítimo y prestigioso de la patria criolla. La patria criolla
disponía ahora de un pasado remoto y noble, de un presente
unificado por valores culturales y símbolos religiosos compar¬
tidos, y podía por tanto reclamar legítimamente el derecho de
gobernar su futuro. Ningún otro grupo ni clase creó símbolos
integradores dotados de esa fuerza, ni tuvo la habilidad de
introducirlos y extenderlos en el resto de la población.
La obra de Clavijero, con ser tan decisiva en la creación de
una nueva dimensión de la conciencia histórica de los criollos,
fue una de las varias que se publicaron entre 1750 y 1810 y
cambiaron la concepción que se tenía del pasado. La raíz más
profunda de ese pasado, el México antiguo, fue vista bajo una
nueva luz por los criollos formados bajo la influencia de las
ideas modernas y de la Ilustración. Por los mismos años en que
Clavijero redactaba su Historia, Mariano Veytia, un criollo

263
educado en España e influido por Boturini, puso fin a una His¬
toria antigua de México que se publicó muchos años después,
en 1836.9 La curiosidad proverbial de José Antonio Alzate, el
famoso editor de las Gazetas de literatura, lo llevó a interesarse
en los antiguos monumentos, pues decía que un “edificio mani¬
fiesta el carácter y cultura de las gentes” y es un testimonio va¬
lioso para “averiguar” el “origen de los indios”. Impulsado por
estos intereses, en 1788 publicó un texto donde por primera vez
describió los monumentos arqueológicos del Tajín, y más tarde
dio a conocer una obra sobre las Antigüedades de Xochicalco
(1791), que es la primera publicación ilustrada con estampas
que proporciona información sobre una ciudad antigua.10 A
otro criollo, Antonio de León y Gama, se debe, según José Fer¬
nando Ramírez, “la primera y única investigación rigurosa¬
mente arqueológica que puede reclamar México”. Formado en
la astronomía y en la física, León y Gama publicó en 1792 su
Descripción histórica y cronológica de las dos piedras, que de¬
dicó al análisis de la Coatlicue y de la Piedra del Sol, dos mono¬
litos que habían sido descubiertos accidentalmente en 1790.
Signo del cambio que se había operado en el virreinato: en lugar
de que estos monumentos fueran destruidos, como era común
antes, el mismo virrey Revillagigedo ordenó conservarlos. Otro
indicador del cambio de los tiempos: el estudio que León y Ga¬
ma dedicó a la Piedra del Sol impuso una marca en las investi¬
gaciones arqueológicas. Por primera vez León y Gama tomó a
un monumento arqueológico como fuente principal para expli¬
car todo un sistema de ideas, y acometió esta empresa con armas
intelectuales inusitadas: a su conocimiento de la astronomía y las
matemáticas, agregó el del náhuatl y la consulta de la mayor par¬
te de los códices y textos indígenas conocidos entonces; en
contra de la corriente de su tiempo, puso en claro que el calen¬
dario indígena se regía por conceptos propios, y no podía estu¬
diarse con las categorías del calendario europeo; echó abajo los
errores de interpretación anteriores y arrojó nueva luz sobre el
sistema de computar el tiempo y la cronología indígena.11
Pedro José Márquez, otro jesuíta exiliado en Italia, editó
en 1804 Due Antichi Monumenti di Architettura Messicana,
una obra de divulgación basada en las publicaciones de Alzate
sobre el Tajín y Xochicalco. Junto a estas nuevas obras sobre

264
el México antiguo, se inició el reconocimiento de un mundo his¬
tórico entonces desconocido: la exploración de las antiguas ciu¬
dades y monumentos arqueológicos. Esta nueva mirada a una
presencia antiquísima y hasta entonces casi oculta, puede de¬
cirse que tuvo sus orígenes en 1740 y en Palenque, cuando se
nombró cura de ese lugar al padre Antonio de Solís. Muy pron¬
to éste y su familia comenzaron a difundir la existencia de los
monumentos arqueológicos. En 1773, el sacerdote Ramón Or-
dóñez, quien de niño conoció Palenque por la familia del padre
Solís, organizó la primera expedición que visitó los restos ar¬
queológicos. Informó además al gobernador de Guatemala, José
Estachería, de la existencia de Palenque, y éste a su vez ordenó
a José Antonio Calderón hacer un informe del lugar. El escrito
y los dibujos de Palenque que en 1784 elaboró Calderón pueden
considerarse como el primer informe arqueológico sobre una
zona de monumentos antiguos, aunque Calderón, impresiona¬
do por la grandiosidad de las construcciones que vio en la sel¬
va, pensó que los autores de esos edificios debieron haber sido
“romanos”. Un año después el gobernador de Guatemala orde¬
nó otra exploración del sitio. Los informes de estas visitas fue¬
ron remitidos en 1786 al propio emperador de España, Carlos
III, quien los aprobó y ordenó realizar nuevas exploraciones.
La mentalidad ilustrada de los gobernantes españoles de la
segunda mitad del siglo XVIII canceló entonces las prohibicio¬
nes que las autoridades y la iglesia de fines del siglo XVI habían
establecido sobre el estudio de las antigüedades indianas. A
partir de esos años se comenzó a difundir una rica información
sobre los monumentos arqueológicos que provenía de expedi¬
ciones especialmente dedicadas a conocerlos. Juan Bautista
Muñoz, Cronista Mayor de Indias, conoció en Madrid los infor¬
mes sobre Palenque y en 1786 recomendó hacer una detallada
investigación del sitio y realizar las excavaciones necesarias
para conocer el sistema constructivo y las características de la
ciudad y sus monumentos. El capitán Antonio del Río, quien
fue designado para realizar esta misión, pasó largo tiempo en
Palenque, hizo numerosas excavaciones, levantó planos y dibu¬
jos de la zona y publicó más tarde (1822), en inglés, el resultado
de su expedición.
Carlos IV continuó esta política y ordenó una expedición

265
científica más amplia, dedicada a descubrir monumentos, res¬
catar colecciones y elaborar los correspondientes estudios.
Guillermo Dupaix, un militar de origen austríaco que había
estudiado en Italia, y el dibujante mexicano Luciano Casta¬
ñeda, encabezaron esta expedición. Entre 1805 y 1807 Du¬
paix y Castañeda hicieron tres viajes al centro y el sureste
del virreinato. Su primer recorrido abarcó parte de los esta¬
dos de Puebla, Veracruz y Morelos. En el segundo viaje se
concentraron en los alrededores del Valle de México, visitaron
Oaxaca, donde Dupaix quedó maravillado ante Monte Albán
y produjo la primera descripción literaria de esta zona ar¬
queológica. En el tercer viaje recorrieron diversas partes de
Puebla, Oaxaca y Chiapas, y se detuvieron algún tiempo en
Palenque. Esta expedición confirmó la existencia de nuevas
y grandiosas zonas arqueológicas, permitió reunir una de las
primeras colecciones de monumentos y redobló el interés
científico por el conocimiento de las antigüedades.12 Sin em¬
bargo, la obra que mejor difundió las antigüedades y la es¬
pectacular geografía de América, fue la Vue des cordilleres et
monuments des peuples indigénes de VAm'erique, del barón
Alejandro de Humboldt, publicada en París en 1810. Este
gran álbum contiene 69 láminas con sus correspondientes ex¬
plicaciones, de las cuales 32 se refieren a México. Cinco
reproducen monumentos arqueológicos (Cholula, El Tajín,
Xochicalco y Mitla), otras siete reproducen monolitos recién
descubiertos, entre ellos la Coatlicue y la Piedra del Sol, y
las demás ilustran páginas o detalles de algunos códices pic¬
tográficos, entre los que sobresale el famoso Códice Borgia.13
La importancia de estos informes reside en que por primera
vez sus autores aportan levantamientos, planos y dibujos téc¬
nicos de ciudades y monumentos antiguos, preguntan por el
origen de los pueblos que crearon esas obras, y discuten su gra¬
do de desarrollo cultural, comparando éste con el de las civiliza¬
ciones clásicas de Europa. También es usual en estos autores
someter las obras artísticas americanas a la comparación con
los arquetipos de belleza de la antigüedad clásica. Ninguno si¬
guió el camino liberador de la sujeción mental que inició Anto¬
nio de León y Gama al rechazar las categorías del calendario
europeo para indagar la cronología y el calendario indígenas, ni

266
continuó la senda abierta por Clavijero. Por el contrario, los
autores de estos informes se resisten a aceptar que los antepa¬
sados de los indios que los acompañaban como guías y cargadores
hubieran sido los constructores de las maravillas arquitec¬
tónicas que contemplaban. Por eso atribuyeron la creación de
esas ciudades fantásticas a griegos, romanos, fenicios y egip¬
cios, y aún a los habitantes de la Atlántida. Sólo Humboldt
afirmó que en los últimos años “una feliz revolución se ha ope¬
rado en la manera de examinar la civilización de los pueblos”, y
por eso dice que sus investigaciones sobre América “aparecen
en una época en la que no se tiene como indigno de atención
aquello que se aleja del estilo en el que los griegos nos han dejado
modelos inimitables",14 Sin embargo, aunque esta actitud
no se hizo efectiva sino un siglo más tarde, lo cierto es que
estos primeros planos y dibujos de ciudades extrañas, y las
reproducciones de edificios, esculturas y monolitos magnífi¬
cos, difundieron una nueva imagen de la antigüedad ameri¬
cana.
El descubrimiento de la riqueza monumental del México
antiguo coincidió con la aparición de nuevos estudios sobre
la historia reciente del virreinato. Otro jesuíta radicado en
Italia, Francisco Javier Alegre, concluyó en la década de
1760 una Historia de la provincia de la Compañía de Jesús
en Nueva España, que vino a ser la primera historia general
de la Compañía desde su establecimiento hasta 1767. Por es¬
te tiempo el padre Andrés Cavo, también jesuíta, escribió en
Roma lo que podría llamarse una historia general del virrei¬
nato, desde 1521 a 1766, que más tarde se publicó con el
título de Historia de México.15 En esta obra, además de tra¬
tar el obligado tema de la conquista, Cavo recogió en forma
de anales los principales hechos ocurridos en el virreinato.
Consideradas individualmente o en conjunto, estas obras que
recuperan grandes porciones de un pasado hasta entonces ol¬
vidado y presentan nuevos métodos e interpretaciones, son
producto del cambio mental introducido por las ideas ilus¬
tradas.
A mediados del siglo XVIII un grupo distinguido de religio¬
sos venció la resistencia que la tradición escolástica había
opuesto a la filosofía moderna y a la nueva ciencia experimen-

267
tal. Pero la gran revolución que precipitó la separación entre reli¬
gión y educación, entre teología y ciencia y entre estado religioso
y sociedad profana, tuvo como escenario los años de 1770 a
1810, cuando el mismo monarca español decidió gobernar sus
posesiones con los principios ilustrados y nacieron nuevos pro¬
yectos políticos y nuevas instituciones que transformaron la
vida del virreinato.
El cambio principal que introdujo la política ilustrada de los
Borbones fue la sustitución del proyecto de crear un estado-
iglesia, por el de implantar un estado laico moderno, dirigido
no más por los valores y la moral religiosa, sino por los principios
de la modernidad ilustrada. El nuevo estado que proponían los
Borbones no sólo era un estado distanciado de la iglesia, sino
un estado que perseguía fines terrenos y cuyas metas eran el
progreso industrial, técnico, científico y educativo, no la salva¬
ción eterna o los valores religiosos. La convicción de que esas
metas deberían ser promovidas desde el gobierno y por gober¬
nantes ilustrados, fue la determinación que más afectó el orden
establecido: a partir de entonces la intervención directa del estado
en la economía, la sociedad y las instituciones culturales le restó
atribuciones y poder a la iglesia, los comerciantes, los hacen¬
dados y la burocracia criolla. Esta vez los intereses y proyectos
del gobierno se opusieron en forma radical a los intereses de la
oligarquía colonial.16
El ambicioso proyecto de los Borbones de modernizar la so¬
ciedad tomó cuerpo dentro de estas contradicciones y tuvo de
su lado la participación activa de los criollos, quienes jugaron
un papel principal como transmisores y ejecutores de las ideas
ilustradas. Más aún, al ponerse en obra este proyecto renovador,
los criollos sucesivamente ocuparon los nuevos centros intelec¬
tuales y científicos que fue creando el movimiento ilustrado. En
unos cuantos años, el propósito de realizar los ideales ilustra¬
dos y la fundación de nuevas instituciones cambiaron tradi¬
ciones forjadas a lo largo de dos siglos. En 1768 se creó la
Real Escuela de Cirugía, que al contrario de la tradición uni¬
versitaria, sustituyó el latín por el español en la enseñanza, y
en lugar del predominio de la teoría puso el énfasis en la prácti¬
ca médica. La fundación en 1792 del Real Seminario o Colegio
de Minería produjo cambios aún más decisivos, pues vino a ser

268
la puerta por donde penetró un grupo distinguido de mineralo¬
gistas españoles, la enseñanza técnica y científica aplicada a la
producción minera, nuevas cátedras y conocimientos, y los más
modernos laboratorios de física, mineralogía y química. Esta
nueva institución formó a una brillante generación de técnicos
y científicos criollos, se convirtió en el centro de las actividades
científicas del virreinato y fue el punto de contacto con la cien¬
cia europea.17
Otro cambio radical, pero en el campo de las artes, lo intro¬
dujo la fundación en 1781 de la Real Academia de las Nobles
Artes de San Carlos. La apertura de esta institución real pro¬
vocó el traslado a Nueva España de un grupo importante de ar¬
tistas españoles y la entrada súbita del estilo neoclásico que se
había implantado en la corte española. Desde el inicio de sus
actividades la Academia rompió el monopolio que hasta enton¬
ces habían disfrutado los gremios en la enseñanza, la produc¬
ción y la venta de obras artísticas y artesanales, y cedió ese
monopolio a sus propios maestros y egresados. Por otro lado,
al convertirse en la institución que autorizaba los permisos pa¬
ra construir obra pública y ser la única que otorgaba los títulos
y los premios en las bellas artes (arquitectura, pintura, escultu¬
ra y grabado), sus miembros actuaron como los principales
censores del gusto público. Más aún: la Academia fue la res¬
ponsable de introducir en el virreinato un arte público laico y
estatal, que al instante entró en conflicto con el arte religioso y
con la concepción tradicional de lo bello, que estaba asimismo
muy marcada por el espíritu religioso de la época.18 Así, con la
fuerza de las normas académicas y el monopolio de la acción,
los maestros y egresados de la Academia comenzaron a cam¬
biar el rostro barroco de Nueva España: en todas partes, los antes
alabados retablos y portadas barrocos cedieron su lugar a los
sobrios modelos neoclásicos. Las obras públicas en las ciuda¬
des, lo mismo que las nuevas construcciones religiosas,
fueron plenamente dominadas por el nuevo estilo. De esta
manera el estado, no más la iglesia, vino a ser el rector del
trazo urbano, del estilo arquitectónico y del gusto estético,
y el nuevo mecenas de artistas y artesanos. En suma, el sello
que en estos años distingue a la nueva arquitectura y a las “ar¬
tes nobles”, es su carácter laico y estatal, el ser un arte que ade-

269
más de tener como modelo a la antigüedad clásica, se vuelca
hacia la vida pública y festeja a los gobernantes y a sus sím¬
bolos.
Al lado de estas nuevas instituciones científicas y cultura¬
les, se desarrolló una forma de comunicación que revolucionó el
flujo y la difusión de las ideas. Con un fervor intelectual pareci¬
do al que impulsó en Francia la aparición de la Enciclopedia, o
en España la extraordinaria obra de difusión de Benito Jeróni¬
mo Feijoo, los criollos se dedicaron a propagar en su país las
potencialidades transformadoras de la ciencia y a difundir
las nuevas ideas económicas, sociales y educativas que pensa¬
ban habían de convertir a la Nueva España en un país moder¬
no, a la altura de los más avanzados. En 1772 José Ignacio Bar-
tolache inició la publicación de su célebre Mercurio Volante, que
fue la primera revista médica que se editó en América y el órga¬
no de difusión de los nuevos métodos científicos.
Quizá el espíritu más representativo de la mentalidad ilus¬
trada novohispana encarnó en José Antonio Alzate. Sacerdote,
como la mayoría de los intelectuales de este tiempo, Alzate
acumuló en su persona las principales características del tem¬
peramento ilustrado: partidario de la nueva filosofía y promotor
entusiasta de la ciencia experimental, era sobre todo un creyente
en el poder transformador de la razón, un ideólogo del cambio
mental y social, y un hombre de curiosidad enciclopédica. Ade¬
más de estas cualidades, desarrolló otra, típica del espíritu
ilustrado: los problemas que despertaron su curiosidad los con¬
virtió en temas públicos en sus famosas Gazetas de Literatura, la
revista que entre 1778y 1795 divulgó y promovió la discusión
de estos asuntos en la Nueva España. Asimismo, entre 1784 y
1817 se publicó la Gazeta de México, que junto a las noticias de
festejos, temblores, procesiones, sequías, crímenes y otros su¬
cesos locales, dio a conocer los acontecimientos políticos euro¬
peos, los adelantos de las ciencias y las últimas novedades en
máquinas e invenciones técnicas. Animados por este ambiente
ilustrado propicio, un grupo de criollos vinculado al ayunta¬
miento de la ciudad de México promovió la publicación del pri¬
mer Diario de México (1805-1812), que abrió sus páginas a
reflexiones críticas sobre asuntos sociales y políticos que de¬
nunciaron las inclinaciones del grupo criollo más politizado.

270
Por la participación en él de personajes como Carlos María de
Bustamante, Francisco Primo de Verdad y Jacobo de Villa-
urrutia (los tres implicados en el movimiento independentista
posterior), y por la temática de sus páginas, el Diario de Méxi¬
co puede considerarse como el primer caso en que un grupo social
intentó usar un medio de difusión moderno como instrumento
ideológico.19 Triple novedad: en el Diario de México concurren
la fundación del primer diario, la capacitación y adiestramiento
de un grupo de criollos en el manejo de un medio de difusión
moderno, y la transformación de este medio en trinchera ideo¬
lógica de un grupo social marginado.
Casi todo lo que se crea en la Nueva España a fines del siglo
XVIII refleja el cambio operado por la introducción de las ideas
modernas e ilustradas. En todas partes lo nuevo es la presencia
de una sensibilidad preocupada por las cosas de este mundo, y de
una mentalidad que interroga, clasifica e interpreta la realidad
natural y social con nuevos instrumentos de análisis. La mine¬
ría, por ejemplo, fue sometida por un grupo distinguido de es¬
pecialistas criollos y españoles a un escrutinio minucioso, que
esclareció su historia, su legislación y sus sistemas de produc¬
ción, y provocó la creación de un nuevo marco jurídico, de una
nueva política financiera y de nuevas instituciones dedicadas
a favorecer su desarrollo.20
Esta tendencia a considerar los aspectos de la realidad mate¬
rial o social con nuevos instrumentos de análisis y con argu¬
mentos sostenidos por rigurosas exposiciones técnicas, es lo
común en la mayoría de las discusiones y propuestas de esta
época. Lo mismo se ve en las polémicas que suscitó la introduc¬
ción de la vacuna o la implantación del sistema de intenden¬
cias, que en la discusión de las leyes sobre libertad de comercio
o en el análisis de los problemas agrícolas, mineros o eclesiásti¬
cos. La novedad es que en lugar de acudir al argumento de
autoridad o de presentar el dogma como demostración inapela¬
ble, en esta época hay un desarrollo extraordinario del inventa¬
rio y del catálogo como elementos fundamentadores de la argu¬
mentación, la explicación o el juicio. Durante estos años se de¬
sarrolla un verdadero furor por investigar, medir, catalogar e
inventariar el mundo natural y social. En 1769 comienzan, con
Miguel Costanzó, Juan Crespi y Junípero Serra, las expedicio-

271
nes científicas dedicadas a hacer reconocimientos marítimos,
geográficos y astronómicos, y a recoger ejemplares de la flora y
la fauna del virreinato. A ésta siguieron otras expediciones,
entre ellas la que comandó Alejandro Malespina y la muy fa¬
mosa que envió en 1786 Carlos III y produjo el primer herbario
científico que hubo en México, la fundación del Jardín de Plan¬
tas y la creación de una cátedra de botánica y del primer gabi¬
nete de historia natural. Estas y otras expediciones recorrieron
gran parte del territorio y contribuyeron a fijar latitudes,
realizar observaciones astronómicas, levantar planos, mapas
y cartas geográficas, aplicando en estas tareas los nuevos co¬
nocimientos científicos. Así, en unos cuantos años, esta cu¬
riosidad dirigida por la sistematización produjo una nueva
imagen de los recursos y la geografía del virreinato. A esta ra¬
diografía científica del medio natural, se sumaron los primeros
censos de población que se levantaron entonces, y los informes
de los intendentes, obispos, curas, comerciantes, mineros y
agricultores acerca de la situación económica y social de cada
provincia, y una información cuantificada sobre las principales
actividades económicas del virreinato. Sobre la base de esta
abundantísima información ordenada bajo la racionalidad ilus¬
trada, se elaboraron obras y reflexiones que no se hubieran po¬
dido ni imaginar años antes. Un ejemplo del salto cualitativo
que ocurrió entonces en la organización y el manejo de la infor¬
mación, es la Historia General de Real Hacienda (1791), una
recopilación que por primera vez puso en orden la caótica acumu¬
lación de datos sobre los ingresos y egresos del virreinato, ex¬
plicó los orígenes de cada rubro y transformó este desorden en
una contabilidad moderna que estuvo en uso desde estos años
hasta muy avanzado el siglo XIX. Otro caso que muestra cómo
la nueva sistematización de la información condujo a cambios
cualitativos en el análisis y a capturar totalidades antes ina¬
barcables, es la Memoria de Estatuto o Idea de la riqueza que
daban a la masa circulante de Nueva España sus naturales pro¬
ducciones (1877).21 Esta obra de José María Quirós es el primer
intento de hacer lo que hoy llamaríamos un cómputo del ingre¬
so nacional, o como decía el mismo Quirós, de crear “una idea,
lo más correcta que es posible, de las producciones territoriales
e industriales de esta Nueva España”. Sin la acumulación de la

272
información sectorial, regional y general, sin el ordenamiento
depurado de estos datos complejos, y sin los nuevos instru¬
mentos teóricos aportados por la Ilustración, este alto momen¬
to del análisis de la realidad económica no se habría realizado.
La introducción del discurso razonado de la Ilustración y de
los métodos de la ciencia experimental provocaron entonces un
cambio cuantitativo y cualitativo en los sitemas de colectar la
información, pues éstos pudieron captar ahora un universo más
amplio y dispusieron de instrumentos más finos para recoger y
depurar la información. A este cambio importante le siguió un
cambio fundamental en los procesos de analizar, interpretar y
explicar la información acumulada. Las obras más representa¬
tivas de esta época: la Historia antigua de México de Clavijero, la
Descripción histórica y cronológica de las dos piedras de León
y Gama, muchas páginas de las Gazetas de literatura de Alza¬
te, los Comentarios de las Ordenanzas de Minas de Francisco
Javier Gamboa, la Memoria sobre el influjo de la minería en la
agricultura, industria, población y civilización de la Nueva Es¬
paña de Fausto de Elhúyar, la Historia General de Real Ha¬
cienda de Fabián de Fonseca y Carlos de Urrutia, o la Memoria
de Estatuto de José María Quirós, son una suma sistematizada
de la información conocida hasta entonces, y una exposición
gobernada por la demostración lógica de los hechos, la coheren¬
cia interna de los argumentos y la explicación razonada y con¬
vincente. Hay en estas obras un nuevo lenguaje, que traduce
una nueva manera de ver la realidad, de analizarla y de expli¬
carla.
Otro ejemplo destacado de la profundidad que había alcan¬
zado el análisis de la realidad puede verse en la obras del obispo
electo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo. En la Represen¬
tación sobre la inmunidad personal del clero. . . (1799), y en
otros escritos sobre la situación económica, social y política del
virreinato, Abad y Queipo muestra un dominio extraordinario
de la información (siempre tiene a mano los datos más signifi¬
cativos y actuales) y un manejo magistral de los argumentos y
de la explicación razonada. Al ocuparse de los aspectos econó¬
micos y sociales más injustos del virreinato, dio un paso ade¬
lante en el desarrollo del análisis y se reveló como un ilustrado
coherente: discurrió las reformas sociales más avanzadas de su

273
tiempo. En un escrito dirigido al rey que suscribió el obispo An¬
tonio de San Miguel, propuso medidas radicales para superar
la terrible situación de los indios y las castas: abolición del tri¬
buto, supresión de la legislación que degradaba al grupo de las
castas, división de las tierras pertenecientes al estado entre los
indios y castas desposeídos, una ley agraria que permitiera tra¬
bajar las tierras incultas de los grandes propietarios, y el reparto
de las tierras de comunidad, en calidad de propiedad privada,
entre los indios de los pueblos.22
Las propuestas de Abad y Queipo y las obras de sus contem¬
poráneos, confirman que a fines del siglo XVIII los nuevos mé¬
todos de análisis y las nuevas formas de registrar, inventariar
y explicar la realidad, estaban concentrados en el mundo profa¬
no: en la transformación de la economía, de la sociedad y de las
formas de gobierno. Esta secularización del pensamiento analí¬
tico es una de las manifestaciones más notables del gran cambio
operado en la mentalidad de los grupos dirigentes del virreinato.
La secularización del gobierno que iniciaron los Borbones al
separar los intereses del estado de los de la iglesia, fue llevada a
sus últimas consecuencias por la ideología de la Ilustración: a
fines del siglo XVIII hay una progresiva secularización del or¬
den social y político, de la educación, las ciencias, las artes y las
costumbres. Si en la primera mitad del Siglo los funcionarios de
la Santa Inquisición estaban exclusivamente atareados en per¬
seguir ideas filosóficas heréticas o contrarias a la ortodoxia re¬
ligiosa, en los últimos veinte años del siglo se enfrentaron a
una sorpresiva secularización y politización de las actitudes de
los novohispanos. En estos años los libros que alarmada confis¬
ca la Inquisición son obras de Rousseau, Diderot, Voltaire,
Montesquieu y D’Alembert, y de otros divulgadores de los
principios libertarios de la Revolución Francesa. Este cambio
en las lecturas fue seguido por un cambio en los lectores: éstos
ya no son sólo eclesiásticos y criollos ilustrados, sino funciona¬
rios pequeños y medios, clero alto y bajo, miembros del ejército
y un crecido número de individuos de los sectores medios de la
población urbana.23 Todos ellos, dicen consternados los inquisi¬
dores, están penetrados por los “pretendidos espíritus fuertes,
que bajo el nombre de filósofos modernos y con la realidad de
Atheos, de Deístas, de Materialistas, de Impíos (y) de Liberti-

274
nos, atacan la religión y el estado en nuestro siglo”. Lo que con¬
turba el ánimo de los inquisidores es la violenta propagación de
las ideas sediciosas, la inusitada “pasión por los libros france¬
ses que a tantos ha precipitado en un abismo de corrupción”, y la
irrefrenable difusión de un ideario político subversivo que inva¬
de los reductos más tradicionales. Por ello lamentan los inqui¬
sidores esta ‘‘época funesta en que los destemplados ecos de la
libertad han llegado hasta las provincias” más remotas. Esta
invasión de las ideas políticas revolucionarias acabó por des¬
truir el monopolio ideológico que detentaba la iglesia y agudizó
el conflicto con los valores tradicionales.24
La secularización del pensamiento y la invasión de lo profa¬
no en medios antes dominados por los valores religiosos, se ma¬
nifestó también en los sectores populares de las ciudades y del
campo. En estos años se multiplicaron en variedades infinitas
los bailes, las canciones y las diversiones profanas. La novedad
de estas formas de diversión profana no es ya su número creciente
y multipücado, o su carácter lascivo, sensual, escandaloso, obsce¬
no o lujurioso, sino su tono cada vez más irreverente, antirreli¬
gioso y subversivo. Lo que preocupa ahora a los inquisidores
que persiguen estos bailes y canciones no es sólo su ímpetu de¬
senfrenado, sino su conversión en instrumentos de burla de los
valores tradicionales.
Un siglo antes, lo excepcional y castigado era la mezcla de lo
religioso con lo profano; a fines del siglo XVIII lo que alarma a
los inquisidores es la extensión de lo profano sobre lo religioso,
el relajamiento de las costumbres y tradiciones, el jugueteo
procaz con símbolos religiosos antes intocados, la irreverencia
ante las cosas santas y la burla de los valores cristianos más
sagrados. En este proceso un hecho nuevo es la transformación
del espírity profano en crítica de los valores tradicionales. El
baile, la canción y la sátira anónima se convierten en armas de
la crítica. Poco a poco la irrisión y la mofa dejan de lado al indi¬
viduo, la circunstancia y lo anecdótico para volverse burla de
instituciones, autoridades y gobiernos. Insensiblemente, de la
burla al cura se pasa a la burla de la iglesia o de la religión; de
la burla a un funcionario a la burla del gobierno; y de la burla a
los gachupines codiciosos a la crítica contra la dominación es¬
pañola. La sátira festiva se vuelve sátira política y ambas se

275
confunden y propagan a través de papeles anónimos que se
multiplican por los efectivos canales del rumor.25
La división que establecieron las ideas y las prácticas ilus¬
tradas entre lo profano y lo religioso, acentuó la crítica contra
el oscurantismo, el fanatismo y la milagrería que predominaba
en el mundo religioso. Esta división, antes inexistente, fue la
que se impuso en el último cuarto del siglo en la pintura, la
arquitectura, la escultura, el teatro y las llamadas artes nobles,
pues además de difundir los estilos y modelos de la Ilustración,
estas actividades le imprimieron un contenido mundano a sus
creaciones. La música se abrió a los nuevos aires europeos y la
poesía y la literatura se poblaron de olimpos, hades, ninfas, hé¬
roes y mitos grecorromanos. También esta nueva literatura se
vuelve una literatura crítica y contestataria, como se observa
en la primera y más importante novela de esta época: El peri¬
quillo sarmentó de Joaquín Fernández de Lizardi, que es una
crítica de la moral, las costumbres y las formas de vida tradi¬
cionales. De esta manera, el mundo artístico y cultural, antes
dominado por los valores cristianos, el sentimiento religioso y
los ejemplos edificantes, se convirtió en un medio creador de
objetos profanos, dirigido por valores mundanos y estimulado
por patrocinadores no eclesiásticos.
Hay pues una correlación entre la progresiva secularización
de la realidad social y de los productos científicos, artísticos y
culturales, y la creación de nuevos espacios que permiten la
expresión de esa nueva mentalidad sin las constricciones que
antes imponía el medio religioso. Las nuevas instituciones
científicas y culturales, los nuevos centros creados por el go¬
bierno para difundir los ideales y las modas del pensamiento
ilustrado, las nuevas cátedras y el periodismo, son institucio¬
nes y espacios laicos, no religiosos. En estos ámbitos abiertos
por la política de los Borbones y la Ilustración, los criollos com¬
pletaron su maduración ideológica y política. Con excepción de
los puestos más altos de gobierno, los criollos dominaron con
su presencia estos nuevos recintos del saber, el análisis, la críti¬
ca y la difusión. Los criollos fueron los alumnos, los maestros,
los difusores y conductores de estos nuevos conocimientos, y los
impulsores y beneficiarios directos de la conversión del pensa¬
miento analítico en instrumento crítico de la realidad social.

276
En las nuevas instituciones científicas y culturales, en las
nuevas cátedras y en el periodismo que entonces se desarrolló
con gran fuerza, los criollos entraron en contacto con la filoso¬
fía, las ciencias y las técnicas que introdujo la Ilustración, y
se convirtieron en los expertos de los nuevos conocimientos, en
los especialistas en el manejo de los nuevos medios de difusión
de la sociedad moderna: el periodismo y el libro. No es casual
que a partir de entonces las ideas más avanzadas se difundan a
través del periodismo y de panfletos, folletos, papeles anóni¬
mos y libros.
Precisamente fue un libro el que vino a integrar los nuevos
conocimientos creados por la inteligencia criolla y a reafirmar
la conciencia histórica y las imágenes de identidad que los
criollos se habían forjado de su patria: el Ensayo político sobre
el reino de la Nueva España, del barón Alejandro de Hum-
boldt. Humboldt reunía en su persona las cualidades requeri¬
das para escribir el primer libro globalizador y sistemático de
la Nueva España: ambicionaba fundir el saber científico con
el humanístico, tenía una formación enciclopédica excepcio¬
nal y “una asombrosa capacidad de trabajo, un inmenso poder
de asimilación y una extraordinaria habilidad para sintetizar y
seleccionar datos e informaciones”.26 Con esta base, durante su
viaje por América concibió la idea de presentar al público europeo
el cuadro más completo de la geografía, geología, botánica, his¬
toria antigua y situación económica y política de las posesiones
españolas en América. Esta ambición enciclopédica se combinó
con una disposición práctica y utilitaria: Humboldt sabía que
en Europa y en los Estados Unidos de Norteamérica había un
vivo interés por conocer con exactitud las potencialidades rea¬
les, el estado de la fuerza militar y la riqueza minera de las po¬
sesiones españolas en América, y particularmente de Nueva
España, la más grande y rica de todas. Por eso pensó primero
en elaborar unas Tablas Geográficas Políticas del Reino de la
Nueva España,21 que concluyó en 1803, y luego pensó en una
Estadística de México que fue creciendo en tamaño y compleji¬
dad hasta tomar la forma final del famosísimo Ensayo Político,
que publicó en París entre 1808 y 1811.
Pero si la concepción y la estructura de estas obras son pro¬
pias del genio de Humboldt, la riquísima información que las

277
nutre es resultado de la acumulación de conocimientos que el
espíritu ilustrado promovió en las últimas décadas del virreina¬
to. En la recolección de los datos que sustentan a las Tablas y
al Ensayo, Humboldt tuvo a su favor circunstancias felices que
le allanaron el camino. En primer lugar encontró ya elaboradas
las informaciones cuantitativas y cualitativas sobre el medio
físico y natural, la población, la real hacienda, la agricultura,
industria, minería y comercio que habían reunido los funcionarios
y sabios novohispanos. En segundo lugar, tuvo como principa¬
les informantes a los criollos más ilustres y a las mentes más
abiertas y críticas del virreinato. Los hombres mejor informa¬
dos de la Nueva España, deseosos de manifestar sus conoci¬
mientos, de recibir del sabio alemán su aprobación y consejo, y
profundamente interesados en mostrarle las potencialidades
de su patria, le proporcionaron con desprendimiento los datos
que él solicitó y todo lo que ellos pudieron imaginar que servi¬
ría a los fines de dar a conocer al mundo, por tan ilustre conduc¬
to, la imagen grandiosa que ellos se habían formado de su país.
Como dice muy bien Ortega y Medina, la generación de crio¬
llos ilustrados que desde años atrás venía construyendo una
nueva idea de sí y de su patria, al encontrarse con “Humboldt
lo idealiza y se ve a sí misma reflejada en él”. Las ideas que los
criollos se habían hecho de la grandeza de su patria, los conoci¬
mientos.que habían acumulado sobre su historia y la situación
actual, sus críticas al gobierno y al poder que los marginaba,
sus valoraciones exaltadas de los adelantos de las ciencias y las
artes, sus resentimientos, y el optimismo desmesurado que
habían concebido sobre los recursos de su país, todas esas ideas
y sentimientos criollos están presentes en el Ensayo político
sobre el Reino de la Nueva España. En este sentido Humboldt
vino a sancionar la imagen criolla de un México grandioso y pu-
jante.28
El impacto poderoso que causó esta obra en los novohispa¬
nos, y en los criollos en particular, se explica por el enfoque uni¬
tario que abraza al conjunto del virreinato, y por el tratamiento
sectorial de los temas. Un análisis que por primera vez ofreció a
los nacidos en la Nueva España una idea precisa del territorio
que habitaban; del número de pobladores y de su distribución
en las intendencias o jurisdicciones administrativas en que se

278
había dividido el reino; de la riqueza agrícola y de su afamado
potencial minero; del incremento de las manufacturas y del co¬
mercio; de la defensa militar y de las cuantiosas rentas que pro¬
porcionaba a la corona española esa variada producción. Al
unir en su análisis todas estas partes, Humboldt compuso una
imagen global de un país inmenso y hasta entonces falto de
una fotografía elocuente que mostrara su verdadera dimen¬
sión. Debe agregarse que esta primera visión moderna del
conjunto de la Nueva España apareció justo en el momento
en que empezó el movimiento de independencia. Por esta su¬
ma de cualidades intrínsecas y de conjunciones históricas, el
Ensayo se convirtió en el libro más leído, influyente y citado
de cuantos se escribieron en el siglo xix sobre México. Así, a
través de un libro, de una obra poblada de imágenes escritú¬
rales y de los nuevos argumentos científicos de la Ilustra¬
ción, los nacidos en México afirmaron y confrontaron las ideas
que se habían hecho de su patria. Con toda razón Lucas Ala-
mán pudo decir que la obra de Humboldt “vino, por decirlo
así, a descubrir por segunda vez el nuevo mundo”.29 Y para
los criollos puede decirse que este libro fue el espejo donde por
primera vez vieron dibujada la imagen opulenta de la Nueva
España que habían soñado: una geografía dilatada, una cornu¬
copia agrícola, ganadera y minera, un país pujante que sólo
requería, para estar a la altura de las naciones más prósperas
del mundo, desarrollar su comercio e industria y mejorar su go¬
bierno, del cual los criollos estaban excluidos.
Es pues claro que en las últimas décadas del virreinato la
conciencia histórica de los criollos experimentó cambios que
fortalecieron su propia interpretación del desarrollo histórico y
ampliaron su capacidad de reconocer y absorber otras memo¬
rias del pasado. Su formación especializada (filosofía, teología,
ciencias, artes y letras) los condujo a crear una relación abierta
con las ideas ilustradas, y sus compulsiones intelectuales y
políticas los indujeron a convertir esas ideas en hábitos de
reflexión propios, y a promover su difusión entre otros sectores
sociales. Por estos conductos se conocieron en Nueva España
las teorías del desarrollo humano de Gianbattista Vico, penetró la
innovadora concepción de William Robertson que consideraba
el desarrollo social como una sucesión de etapas progresivas

279
(salvajismo, barbarie, civilización), se filtraron las primeras
ideas ilustradas que concebían el desarrollo histórico como una
marcha continua hacia el progreso, y llegó también con ellas un
conjunto de nuevas técnicas para manejar, criticar y depurar la
información histórica. De esta manera, para muchos criollos, el
desarrollo histórico dejó de ser un proceso guiado por la te¬
leología cristiana de la salvación eterna y el cumplimiento de
los designios de Dios, y se convirtió en un proceso terreno y
profano, determinado por sus propias causas internas, las cuales
eran susceptibles de ser esclarecidas mediante la observación y
el análisis de la propia realidad histórica. En los países donde
floreció la Ilustración, este descenso del cielo a la tierra expulsó
del discurso histórico a la Providencia, inició una búsqueda
terrena del sentido que podría atribuirse al acontecer histórico,
y llevó a tomar de las ciencias experimentales diversos méto¬
dos que permitieron confrontar las hipótesis y teorías con los
resultados empíricos de la investigación. De esta manera, la
explicación de los hechos históricos y la interpretación del de¬
sarrollo histórico se transformaron en un ejercicio crítico, en
una búsqueda persistente de lo verosímil y comprobable. Éste
fue el legado que el espíritu ilustrado dejó a los estudiosos del
acontecer histórico, y que en Nueva España encarnó en obras
como la Historia antigua de México de Clavijero, la Descripción
histórica y cronológica de las dos piedras de León y Gama, o el
Ensayo político de Humboldt.

2. El discurso mítico en la insurgencia

A fines del siglo XVIII la memoria del pasado y la concepción


del desarrollo histórico que crearon los criollos dominaban los
espacios donde se producía el discurso histórico que se expresa¬
ba en forma de libro, de mensaje escrito. Pero no fue éste el úni¬
co discurso, ni el más generalizado entre la población. Al lado
de él se manifestó la presencia múltiple del discurso mitico
indígena y popular, cargado de símbolos, significados y mensa¬
jes polivalentes, extraños y perturbadores. Un discurso tanto
más perturbador y difícil de captar por cuanto apenas en los úl¬
timos años los investigadores repararon en su presencia, gene¬
ralmente expresada en forma oral. Además, debe reiterarse que

280
esa presencia llega a nosotros a través del registro distorsiona¬
do que de ese discurso hicieron sus represores. Con todo, de
manera semejante a como en el capítulo anterior presentamos
ejemplos de este discurso múltiple y exaltado, en esta parte le da¬
mos cabida a la imaginación mítica que, antes y durante el
transcurso del movimiento insurgente, anticipó nuevos mile¬
nios, coronamientos de reyes, enviados divinos y salvaciones
milagrosas.

El mesías trastornado de Durango, 1799-1801

El 25 de enero de 1801, Francisco Antonio de la Bástida y Ara-


ziel, principal autoridad de la villa de San Juan Bautista del
Río, una población situada al norte de Durango, tuvo una en¬
trevista con un indio que se presentó bajo el nombre de “capi¬
tán Cuerno Verde”, quien más tarde aseguró llamarse José
Silvestre Sariñana y finalmente resultó ser José Bernardo He¬
rrada. En su entrevista con Bástida, Herrada solicitó licencia
para permanecer unos días en San Juan Bautista del Río y par¬
ticipar como “toreador” de a pie en las próximas festividades
del pueblo. Sin embargo, pocos días más tarde, el gobernador
indígena del pueblo informó a Bástida que “Cuerno Verde es¬
taba alborotando a la población con expresiones sediciosas.
Bástida mismo recibió un papel de Herrada en el cual advirtió
mensajes que podrían inquietar a los indígenas y ordenó encar¬
celarlo. A partir de entonces José Bernardo Herrada fue so¬
metido a un intenso interrogatorio que arrojó alguna luz
sobre sus “ideas sediciosas”, pero que no permite llegar to¬
talmente al fondo de la compleja y turbada mentalidad de es¬
te personaje.
Herrada atrajo la atención del gobernador indígena de San
Juan Bautista del Río cuando aseguró que él podría hacer llo¬
ver fuego del cielo durante las festividades del pueblo. Contó a
los indígenas que en Durango había sido encarcelado por pre¬
sentarse como un hombre misteriosamente enmascarado, y
afirmó que había venido a ganarlos a fuego y sangre. Dijo a los
indios principales que era su deber defenderlo de las autoridades
españolas, y anunció acontecimientos extraordinarios para los
próximos días. Sometido a interrogatorio, causó conmoción

281
entre las autoridades españolas cuando confesó haber recorrido
decenas de lugares del norte del virreinato para recoger firmas
en favor de la entronización de un rey indígena, su propio padre,
quien debería ser coronado el 29 de marzo de 1801, presumible¬
mente en Tlaxcala. Declaró que había nacido en el barrio de Anal¬
co, en la ciudad de Tlaxcala, donde había sido “capitán” de 133
pueblos de su distrito. Hizo luego un fantasioso relato de su pe¬
regrinación por el norte de México. Según su testimonio, el 3 de
septiembre de 1799 salió de Tlaxcala y al día siguiente (?) llegó
a la capital del virreinato, acompañado de varios familiares y
14 indígenas procedentes de diversos pueblos cercanos a la ciudad
de México, que su padre, el gobernador de Tlaxcala, le había
proporcionado para que lo acompañaran en su recorrido. Bajo
la dirección de Herrada, durante unos días el grupo viajó unido
y al llegar a Río Verde, un pueblo cercano a San Luis Potosí, cada
uno de sus miembros siguió un itinerario particular, de acuerdo a
lo señalado en una real cédula que el anterior virrey Miguel Jo¬
sé de Azanza le había dado a Herrada. Según este documento,
que nunca se presentó como evidencia en el interrogatorio, la
misión de Herrada era colectar limosnas y desertores militares
para fines no definidos. Sin embargo, en otra parte de su decla¬
ración Herrada dijo que su misión era recoger las “firmas” de
40,000 indígenas, y especialmente de autoridades de los pueblos,
con el propósito de que los firmantes apoyaran el gobierno de
su padre y estuvieran presentes en la coronación que tendría
lugar el 29 de marzo de 1801. También dijo que la colecta de fir¬
mas era un pretexto para indagar el número de españoles que
había en cada pueblo y área rural. Esta información debería
reunirse porque, según Herrada, los españoles “habían oprimido
y esclavizado a los indígenas, y su padre tenía corona y poder, y
era necesario expulsar a todos (los españoles), como se había
hecho con los jesuítas”. En respuesta a una pregunta de sus in¬
quisidores, Herrada dijo que el derecho de su padre al trono se
basaba en una real cédula de 1786 expedida por el rey de Espa¬
ña Carlos IV, en la cual se asentaba que su padre “debería ser
coronado, con facultades absolutas para mandar, hacer y dispo¬
ner”. Provocó aún mayor alarma cuando aseguró que los planes
de su padre estaban apoyados por una fuerza de 500 soldados
ingleses y 300 franceses, apostados en un punto no identificado

282
de la costa, con los cuales su padre mantenía comunicación per¬
manente. Esta noticia, mezclada con rumores acerca de pro¬
bables ataques ingleses, denuncias de sublevaciones indígenas
y rumores conspiratorios, obligó a las autoridades de Nueva
Vizcaya a tomar en serio las declaraciones de Herrada, y a pre¬
cisar su vinculación con otro líder indígena que por ese tiempo
promovía una sublevación en la región de Tepic.
Los interrogatorios a que fue sometido Herrada no pudieron
establecer una vinculación cierta de éste con Mariano, el me-
sías indígena de Tepic, y menos con fuerzas inglesas, pero sí
mostraron las fantasías, las contradicciones y los desvarios
que poblaban la mente de Herrada. El supuesto padre y gober¬
nador indígena de Tlaxcala era un producto de su imaginación
perturbada, pues Herrada había quedado huérfano de padre
desde niño. Tampoco parece cierto que Herrada hubiera visita¬
do los pueblos que dijo haber recorrido, pues muchos de ellos
eran creaciones de su fantasía, lo mismo que los nombres de las
personas que dijo que habían firmado los comunicados en favor
de la coronación de su padre. Eran asimismo imaginarias las
credenciales, las reales cédulas y otros documentos oficiales es¬
pañoles con los que Herrada pretendió acreditar sus acciones.
Pero lo que sí era muy cierto era el carácter sedicioso de su
programa: entre fantasías, delirios y contradicciones, Herrada
claramente predicaba el advenimiento de una suerte de milenio
indigena, en el cual el gobierno pasaria de las manos de los es¬
pañoles a las de los indígenas, a través de la persona de un rey
indígena. En el momento en que el gobierno estuviera en ma¬
nos de los indios, los españoles deberían ser expulsados de la
tierra mexicana. Sin embargo, esta claridad del objetivo princi¬
pal del proyecto de Herrada se ve disminuida por la falta de
respuesta de sus escuchas indígenas. Herrada es un mesías
frustrado porque no tiene seguidores: anuncia un programa li¬
berador pero carece de capacidad para movilizar en torno de él
a la población indígena a quien se dirige. Por eso, quizá, su
mensaje es confuso y contradictorio. El rasgo más contradicto¬
rio del programa de Herrada es su reiterada apelación a las más
altas autoridades españolas para legitimar la acción subversi¬
va que pretendía derrocar el poder español. Dice, por ejemplo,
que el itinerario que siguió en su viaje por el norte de Nueva

283
España y la misión que perseguía estaban autorizados por el
virrey Miguel José de Aranza. Más absurdo parece que Herra¬
da sostenga el reclamo de su padre a “ser coronado, con facul¬
tades absolutas para mandar, hacer y disponer”, ¡aduciendo
una real cédula de Carlos IV!
Durante varios días del mes de febrero de 1801 Herrada res¬
pondió con estas y otras declaraciones al interrogatorio que le
hicieron las autoridades españolas, hasta que su testimonio
formó un grueso expediente de 235 páginas en folio. En los pri¬
meros días de febrero de 1801 dijo todo lo que sabemos de él y
de su proyecto. Luego calló. Desde 1801 estuvo encarcelado en
Durango, y en 1805 fue enviado bajo custodia a Guadalajara,
con el propósito de conducirlo a Veracruz y por último a La Ha¬
bana, donde debería cumplir una sentencia de seis años. Pero
en la noche del 14 de diciembre de 1805 escapó de la hacienda
de Tlacotes, cerca de Zacatecas, y no se supo más de él.30

El fantasma de Mariano en Tepic, 1801

Al comenzar el siglo XIX, la desgastadora guerra que sostenía


España con Inglaterra y los temores cada vez más inquietantes
que despertaba el poderío de los Estados Unidos de Norteamé¬
rica, aumentaron la susceptibilidad de las autoridades virreina¬
les ante los rumores de conspiraciones externas combinadas
con rebeliones internas. Dentro de este clima de sospecha y te¬
mor, llegaron a manos de las autoridades del puerto de San
Blas y de los subdelegados de Compostela y Aguacatlán, en
Nueva Galicia, copias de unos papeles sediciosos que convoca¬
ban a una insurrección general de los indios en la región de Te¬
pic. Así, a partir de rumores de origen difícil de confirmar, se
formó la imagen misteriosa y fantasmal de Mariano, el supues¬
to líder inspirador de esta sublevación. Según informaciones
imprecisas y legendarias, Mariano era hijo del gobernador indí¬
gena de un pueblo llamado Tlaxcala, en la Nueva Galicia. De
acuerdo con estos informes de origen desconocido, Mariano ha¬
bía tomado la decisión de enviar avisos a un número no deter¬
minado de comunidades indígenas para celebrar una reunión
general en Tepic. A partir de este momento las especulaciones
y los rumores sobre Mariano y sus estrategias sediciosas

284
aumentaron en volumen. Se habló entonces de un rey indígena,
o de la elección de un líder dotado de amplísimos poderes, y de
la formación de un ejército de 30,000 hombres prestos para ata¬
car bajo sus órdenes. También circularon rumores de que los in¬
dios hablan establecido una comunicación secreta entre todos
los pueblos y con la nación de Tlaxcala. Se dijo que un persona¬
je desconocido de la ciudad de México estaba implicado en las
actividades subversivas de los indios de Tepic, y corrió la noti¬
cia de que un jinete armado había sido visto en reuniones con
diferentes grupos de indígenas. El acto culminante de esta
conspiración debería cumplirse en la capital del virreinato y el
día de la fiesta de la virgen de Guadalupe, justo cuando fueran
encendidas las velas de su capilla. En ese momento las velas,
que estarían conectadas con explosivos, deberían hacer estallar
el templo de la guadalupana. Luego, la confusión que habría de
causar este acto pavoroso, sería aprovechada por los insurrec¬
tos para atacar el palacio virreinal, que también habría sido
previamente minado en sus esquinas.
Esta conspiración fantástica fue aceptada como verosímil
por las autoridades virreinales. Tan pronto como circularon es¬
tas noticias, el comandante general de la Audiencia de Guadalaja-
ra, José Abascal, y el capitán Francisco de Eliza, comandante
del departamento naval de San Blas, movilizaron sus tropas
para suprimir la insurrección antes de que ésta se pusiera en
marcha. Abascal ordenó al coronel del Regimiento de Dragones
de Nueva Galicia avanzar en la zona de la insurrección con dos
escuadrones, dejando el resto de su fuerza movilizada para en¬
trar en acción en cualquier momento. También se ordenó poner
en armas al batallón de infantería provincial de Guadalajara y
se alertó a la milicia costera. Entre tanto, el capitán Francisco
de Eliza envió a Tepic al capitán Salvador Fidalgo con tropas y
marinos para caer por sorpresa sobre los indios en el momento
en que celebraban su reunión. Aparentemente la mayoría de los
pobladores de Tepic no sabía nada de Mariano, o no había
hecho caso de sus comunicados. Otros, creyendo que los indios
se juntaban para recibir a un personaje importante, quizá al
mismo rey de España, como alguien dijo, acudieron al pueblo
para enterarse de los acontecimientos. Lo cierto es que Fidalgo
encontró a los indios reunidos en asamblea y los intimó a ren-

285
dirse. La mayoría obedeció tirando al suelo sus machetes y ale¬
gando que habían venido en paz. Otros, sin embargo, por temor
de ser arrestados, trataron de escapar. En ese momento se creó
una escena de pánico y confusión: las tropas abrieron fuego,
mataron a dos indígenas, hirieron a muchos más, y tomaron
prisioneros a 72. En total, las tropas de Fidalgo apresaron a
unos 200 indígenas que más tarde fueron conducidos a Guada-
lajara, donde muchos murieron en prisión antes de que sus ca¬
sos se ventilaran en los tribunales.
Cuando el virrey recibió los primeros informes sobre estos
acontecimientos, vio en ellos la confirmación de que enfrentaba
una amenaza real para la seguridad del virreinato. Por eso orde¬
nó al capitán Eliza que se preparase para evacuar San Blas y
trasladar su destacamento a Acapulco. La guerra con Inglate¬
rra, las recientes escaramuzas con corsarios ingleses y nortea¬
mericanos en el Pacífico, y la insurrección de Mariano, llevaron
al virrey a pensar en la posibilidad de un complot extranjero.
El virrey tampoco hizo a un lado la sospecha de que los indios
estaban montando una rebelión general a través de contactos
secretos entre cada pueblo. Noticias provenientes de Veracruz
parecieron confirmarle sus peores temores. Según las autorida¬
des de esa región, unos indios de Acayucan habían hablado de
la coronación de un rey indígena en Tlaxcala, a quien propusie¬
ron visitar y reconocer como tal. Pocos días después un indio
llamado Juan José García fue apresado en Potrero Grande,
Nuevo León, con motivo del robo de una muía. Encarcelado en
San Luis Potosí, Juan José García se negó a comer durante varios
días y al final de su huelga de hambre declaró ser Alejandro I.
Sus carceleros lo incomunicaron y le impusieron hierros y cade¬
nas durante varios días. Interrogado otra vez para que dijera la
verdad, García declaró que había sido comisionado para visitar
al virrey en la ciudad de México, quien debería nombrarlo co¬
mandante general de las Provincias Internas. Como no pudo
entrevistarse con el virrey, se trasladó a Tlaxcala y luego al
puerto de Veracruz, donde fue proclamado Mariano I. Interro¬
gado acerca de esta nominación, dijo que una real cédula le
había otorgado ese título.
A mediados de junio de 1801, los informes sobre pretendidas
insurrecciones indígenas, los temores de complots extranjeros

286
y los rumores de coronaciones fantásticas se redujeron a su
verdadera dimensión. Cuando el virrey Marquina recibió infor¬
mación cierta, se enteró que la insurrección de Mariano en
Tepic había sido un gran embuste urdido por una sola persona:
un indio, llamado Juan Hilano, había sido el autor de los avisos
y comunicados atribuidos al volátil fantasma de Mariano. Los
indígenas de Acayucan, que supuestamente habían ido a
someterse al rey indígena de Tlaxcala recientemente corona¬
do, resultaron ser unos mendigos que, a su paso por Tlaxca¬
la, solicitaron una limosna exigua al gobernador indígena de
ese lugar. A su vez, Alejandro I, o Mariano I, fue reconocido
por los médicos de San Luis Potosí como un hombre atacado
de una “verdadera demencia melancólica”. Por último, el te¬
mido ataque de los ingleses nunca se hizo efectivo.31
Los rumores de sublevaciones, rebeliones y levantamientos
indígenas habían sido comunes a lo largo de la tensa historia
social del virreinato. Lo nuevo a fines del siglo XVIII y princi¬
pios del XIX es la inseguridad, la creciente angustia de las auto¬
ridades virreinales ante esas amenazantes manifestaciones
del descontento social. Las guerras contra Inglaterra y otras
potencias europeas, agregaron a la inseguridad interna el te¬
mor de posibles ataques extranjeros. De ahí que, en contraste
con tiempos anteriores, las noticias más fantásticas cobraran
visos de verdad. Esta nueva situación psicológica de las autori¬
dades virreinales quizá explique la respuesta tan despropor¬
cionada que le dieron a la supuesta insurrección de Mariano en
Tepic, o la credibilidad desusada que le prestaron a los rumores
de imaginarias coronaciones de reyes indígenas. Lo cierto es
que también en este tiempo los mitos indígenas y los signos
mediante los cuales salían a la superficie sus pulsiones más
recónditas, ya caminaban solos: eran fantasmas vivos que
transportaban con eficacia la carga acumulada de las reivindi¬
caciones indígenas; tenían un peso específico tanto en la menta¬
lidad indígena como en la de sus dominadores.

El rey de España en las filas insurgentes

Así como los símbolos religiosos (las apariciones milagrosas de


la virgen), los símbolos de la resistencia indígena (la memoria

287
de sublevaciones, insurrecciones y reyes indígenas coronados) y
los mesías indígenas comenzaron a ser presencias dotadas de
vida propia que emitían mensajes de significados diferentes
para indígenas y españoles, así también entre los grupos popu¬
lares la figura del rey de España se transformó en símbolo in¬
surgente y en escudo protector de las aspiraciones libertarias
de los grupos sociales oprimidos. Este fenómeno es extraño a
las sociedades políticas desarrolladas, donde es claramente ab¬
surdo e ilógico, pero es común en las tradicionales, donde el
pensamiento mítico y sagrado es dominante y no existe lo que
podría llamarse un pensamiento político moderno. En la Nueva
España y en el Nuevo Reino de Granada (Colombia), este fenó¬
meno está bien documentado.
Desde 1801, en la supuesta insurrección de Tepic, se mencio¬
na la presencia del rey de España apoyando la asamblea que los
indígenas habían concertado para preparar la insurrección. En
ese mismo año, José Bernardo Herrada, el mesías perturbado
de Durango, hace descansar los derechos a la coronación de un
rey indígena en una real cédula otorgada por el emperador Car¬
los IV. Más tarde cuando los franceses invanden España, las
alusiones populares a la figura mesiánica del rey de España se
suceden una tras otra. En octubre de 1808, en una ceremonia
celebrada en Epazoyuca para aclamar el ascenso de Fernando
VII, un indígena de nombre Pablo Hilario, quien portaba un es¬
tandarte con la imagen de la virgen de Guadalupe parecido al
que llevaba el gobernador indígena, pero con la imagen de Fer¬
nando VII, gritó: “ Viva Fernando Séptimo y mueran todos los
gachupines.”32 Un año más tarde, las autoridades virreinales
temían que los diabólicos franceses incluyeran en sus planes la
visita a Nueva España deí depuesto rey Carlos IV. En previsión
de este acontecimiento, alertaron a la población para regresarlo
respetuosamente si venía solo, o tratarlo como a cualquier ene¬
migo si llegaba acompañado de ejércitos franceses.33 Es decir, en
este tiempo las mismas autoridades virreinales eran conscien¬
tes del poder carismático que tenía la imagen de rey de España
entre los indígenas, y del uso posible de esa imagen para fines
subversivos.
Esta intuición fue plenamente confirmada durante el movi¬
miento insurgente que encabezó Miguel Hidalgo. Según la tra-

288
dición, el grito de guerra que lanzó Hidalgo en la parroquia de
Dolores fue: “¡ Viva Fernando VII. Viva la religión, viva la vir¬
gen de Guadalupe, y mueran los gachupines!” En esencia, es el
mismo grito que antes habla resonado en la plaza mayor de la
ciudad de México y había estremecido el palacio virreinal en
1624 y 1692. En 1624 las disputas entre el virrey, el arzobispo,
la Real Audiencia y los criollos, provocaron un motín que desa¬
tó la furia de los grupos populares de la ciudad. En esa ocasión
el pueblo amotinado gritó: “¡Viva la iglesia, viva la fe, viva el
rey, muera el mal gobierno] ”34 En 1692, una sequía terrible y la
manipulación de los granos por las autoridades y los hacenda¬
dos, hizo estallar un motín popular que incendió el palacio vi¬
rreinal y gritó mueras a los gachupines. Entre las expresiones
más repetidas por la multitud enardecida, se oyeron otra vez
los mueras al virrey y a las autoridades que habían acaparado
el maíz, y las voces de “¡ Viva el rey, mueran los españoles y los
gachupines!”35 Es decir, lo mismo que en la revolución comune¬
ra del Nuevo Reino de Granada (1781), en la Nueva España la
protesta de los sublevados separa la aclamación a la figura del
rey de la condena al mal gobierno: “Viva el rey, muera el mal
gobierno.”36
Durante la guerra por la independencia el rey de España no
es sólo la única personalidad española aclamada y respetada
por los insurgentes, sino que claramente aparece como una fi¬
gura que protege a los insurrectos. En noviembre de 1810, pocos
días después de la batalla del Monte de Las Cruces, unos indí¬
genas que habían participado en ella dijeron a sus captores es¬
pañoles que el propio rey de España comandaba las tropas de
Hidalgo, y apremiaba a la gente a unirse a los ejércitos rebel¬
des. Según su versión, con la protección del rey de España el
ejército insurgente mataría al virrey y a todos los gachupines,
cuyas propiedades serían repartidas entre los pobres. El odia¬
do tributo que pesaba sobre los indios sería abolido por un edicto
promulgado por el mismo rey de España. El depuesto rey Fer¬
nando VII, decían otros indígenas, recorría las áreas rurales de
Nueva España, y había sido visto viajando con el cura Hidal¬
go, oculto por una máscara de plata que encubría su persona¬
lidad.37
He aquí, pues, cómo el rey de España, la máxima represen-

289
tación del poder que se combatía, aparece en la mentalidad in¬
dígena y popular investido de los atributos de un mesías. El
monarca español asume en la mentalidad popular el rango de
comandante supremo del ejército insurgente y es visto como
un agente mesiánico cuya interseción provocará la derrota de
las fuerzas realistas, la muerte de todos los españoles, el repar¬
to de sus propiedades entre los pobres y la desaparición del tri¬
buto. Es decir, encarna el programa liberador de la opresión
que padecen los grupos populares, y precisamente a través de
esta transfiguración, conserva la fuerza, la dignidad y el presti¬
gio de la realeza, que de esta manera, con todo su poder intacto,
se mantiene como aliada y protectora de la causa popular. En
contraste con los movimientos políticos modernos, cuyo fin es
unir todas sus fuerzas para derrocar a quienes ejercen el poder,
la mentalidad mítica sacraliza al monarca de la nación opreso¬
ra: en lugar de pedir su cabeza, lo aclama y lo convierte en un
poder protector de la acción insurgente, en un defensor de las
aspiraciones populares. En este caso la mentalidad mítica no
sólo no distingue en la persona del monarca a la representación
más alta del poder político que oprime a los indígenas, sino que
ve en él lo que tradicionalmente había sido el monarca en la his¬
toria de las relaciones entre el rey y las comunidades indígenas:
un poder paternal, una personalidad patriarcal, una fuente de
justicia divina, una autoridad sagrada, una entidad mítica.38

La virgen combatiente

Durante la guerra por la independencia la virgen de Guadalupe


agregó nuevos roles a los muchos que ya tenía: consolidó su po¬
sición como reina y madre de los nacidos en México, se convirtió
en emblema protector de los insurgentes, fue el imán carismático
que llevó a las masas indígenas y populares a seguir los ejérci¬
tos insurgentes, y encabezó una suerte de guerra santa contra
los herejes gachupines. Desde muy temprano la virgen definió
su carácter de emblema protector de los inconformes con el go¬
bierno español. En la llamada “Conspiración de los Machetes”,
abortada en 1799, los artesanos, labradores y gente humilde
que participó en ella la escogieron como símbolo propicio para
convocar al pueblo a matar gachupines, apoderarse de sus bienes,

290
liberar a los presos de las cárceles y proclamar la independen¬
cia de España.39 Más tarde, su presencia es constante en todas
las fases de la lucha insurgente. Su nombre carismático es in¬
vocado en la parroquia de Dolores en el momento en que Hidalgo
decide combatir con las armas al gobierno español. Después, al
pasar Hidalgo por la parroquia de Atotonilco, toma la imagen
de la Guadalupe que ahí se veneraba y la convierte en bandera de
los insurrectos. A partir de entonces la imagen de Guadalupe
recorre todos los campos de batalla, y con esa presencia sagra¬
da y patriótica y el grito: “¡ Viva Nuestra Señora de Guadalupe
y mueran los gachupines!”, el ejército rebelde incorpora
nuevos adictos a su causa en los ranchos, haciendas y pueblos
por donde va transitando:

En todas partes se le fueron agregando los militares, los eclesiásti¬


cos, hacendados, mineros, la gente grande y chica; en fin, todos sus
paisanos, con muy pocas excepciones (. . .) como la mayor parte de
los eclesiásticos y demás gente que sabe leer y escribir y tiene in¬
fluencia sobre la multitud, son criollos, éstos no sólo no la conte¬
nían, sino que la incitaban al desorden y sublevación, y bastaba
que cuatro pelados gritasen en una población de miles de almas:
¡ Viva Nuestra Señora de Guadalupe, y mueran los gachupines!, pa¬
ra que todo el [pueblo] se rebelase.40

Más tarde, estas primeras reacciones que espontáneamente


tomaron a la virgen de Guadalupe como símbolo de la insur-
gencia, fueron transformadas por los líderes rebeldes en una
estrategia meditada. El 11 de marzo de 1813, una proclama de
Morelos estableció la obligación para los hombres de su ejér¬
cito de portar en su sombrero los colores nacionales (azul y
blanco) y una “divisa de listón, cinta, lienzo o papel, en que se
declaraba ser devoto de la santísima imagen de Guadalupe, sol¬
dado y defensor de su culto”.41 En ese mismo año, en los Senti¬
mientos de la Nación, Morelos propuso establecer, mediante
una ley constitucional, “la celebración del 12 de diciembre en
todos los pueblos, dedicado a la Patrona de nuestra libertad,
María Santísima de Guadalupe”. Más tarde dispone que el sello
oficial del Congreso de Chilpancingo lleve el anagrama guada-
lupano.42
En el desencadenamiento de odios étnicos, agravios, resenti-

291
mientos, injusticias y venganzas que van señalando con riego
de sangre la guerra contra los ejércitos realistas y contra las
personas y bienes de los españoles, la insurgencia se transfor¬
ma en guerra santa, y los soldados, en soldados de la virgen, en
defensores armados de la religión. En su excelente estudio so¬
bre la independencia, Luis Villoro observa que la masa ignora¬
da que en la revolución realiza la historia, ve en la guerra contra'
los españoles “algo más hondo que una reivindicación de sus
derechos. Sospecha, de modo oscuro, que se encuentra embar¬
cada en una pugna decisiva entre las fuerzas del bien y las del
mal, que abocará al establecimiento del reino de la religión y la
igualdad; duelo escatológico en que el pueblo fiel defiende la re¬
ligión de Cristo frente a los impíos y blasfemos”.43 Guerra san¬
ta porque los indios y las masas populares que combatían en la
insurgencia actuaban invadidos por un furor religioso,- convencí-'
dos de que ellos eran los “defensores de la religión” amenazada
por los herejes gachupines. Guerra religiosa porque de uno y
otro bando se disparan invectivas que califican al otro de here¬
je, sacrilego o partidario de Satanás. Los eclesiásticos realistas
y los excomulgadores de Hidalgo acusaron a éste de “nuevo an¬
ticristo”, “pequeño Mahoma”, impío, ateo, hereje, apóstata,
cismático, perjuro, sedicioso, opositor de Dios, y afirmaron que
“Dios está con Fernando (VII) y con los españoles, porque del
cielo se ha peleado por nosotros”. Y a su vez, los insurgentes
replican que “todos los gachupines son judíos” y los califican
de “¡perros gachupines, herejes!”. En los púlpitos y confe¬
sionarios los “sacerdotes del bajo clero incitaban [al pueblo] a
unirse a los insurgentes defensores de la religión”, en tanto que
las proclamas, los bandos y los edictos de las autoridades virrei¬
nales denunciaban como ateos, herejes y francmasones a los insur¬
gentes.44 Guerra religiosa porque los mismos caudillos del bando
insurgente eran hombres religiosos, sacerdotes que aparecían
ante el pueblo con porte de mesías anunciando la salvación
eterna para quienes abrazaran su causa, condenando con anate¬
mas terribles al enemigo, y conduciéndose como guerreros ilu¬
minados por la protección divina. Los curas que encabezaron la
insurgencia reunían en su persona las cualidades de los líderes
carismáticos tradicionales: eran dirigentes populares, jefes mi¬
litares y mesías concentrados en cumplir una misión sagrada:

292
defender la religión y hacer justicia a los desamparados. Y así
eran reconocidos por las masas harapientas que los seguían.
En los lugares por donde iban pasando, las tropas del cura Hi¬
dalgo difundieron esta imagen de su jefe:

el cura es un santo; (...) la Santísima virgen le habla varias veces al


día (. . .) los gachupines son judíos; y (...) los que mueren de ellos en
la guerra o ajusticiados son mártires.45

El mismo Ignacio Allende cayó en este vértigo religioso que


seducía a las masas, pues en septiembre de 1810 afirmó: “la
causa que defendemos es de religión, y por ella hemos de derra¬
mar hasta la última gota de sangre’’. Más tarde declaró a las
masas combatientes:

los que mueran en defensa de la justa causa se harán un lugar dis¬


tinguido entre los héroes, en los anales de la historia, y nos iremos
al cielo como víctimas de nuestra sagrada religión.46

Guerra religiosa, por fin, porque para las masas insurgentes


la santa religión que defendían, la virgen que las protegía y los
curas guerrilleros en quienes habían depositado su vida terrena
y sus esperanzas de salvación en el más allá, eran fuerzas que
las sumergían en el mundo mítico, escatológico y sagrado que nu¬
tría sus vivencias y aspiraciones más profundas. Como en las
guerras santas que emprendieron años atrás los indígenas que
creyeron en la virgen de Cancuc, o en las profecías mesiánicas
de Jacinto Canek o de Antonio Pérez, en 1810 los seguidores de
la virgen, de Hidalgo y de Morelos, eran masas movilizadas por
creencias escatológicas, organizadas por hombres religiosos y
dirigidas por fines tradicionales. Defendían la religión católica
y a la Santísima Virgen de Guadalupe, deseaban la instaura¬
ción de un nuevo reino, pero en el sentido religioso, y querían
seguir siendo indígenas, hombres integrados a las tradiciones
igualitarias y solidarias de sus comunidades.
La virgen de Guadalupe atrajo a las filas de la insurgencia a
las masas indígenas, a miles de trabajadores y desempleados
del campo y de las minas, y a los curas, letrados, militares, li¬
cenciados e individuos pertenecientes a los sectores medios y
populares de las ciudades. Todos se identificaban en la insur-

293
gencia por ser católicos y guadalupanos, pero los últimos no
compartían las creencias míticas de los primeros. Eran hom¬
bres formados en las ideas de la Ilustración y del patriotismo
criollo, y tenían un proyecto político moderno y secular. Sin
embargo, la mayoría de ellos, siguiendo la tradición de hacer de
la guadalupana un símbolo en el que cabían las aspiraciones
particulares de sus devotos, transformó también a la virgen de
Guadalupe en una virgen combatiente. Entre 1810yl814un
grupo de abogados, religiosos e individuos de los grupos altos
y medios de las ciudades fundó una sociedad secreta bautizada
con el nombre de “Los Guadalupes”. Durante esos años crucia¬
les “Los Guadalupes” ayudaron a desarrollar una prensa in¬
surgente, a traficar y proporcionar armas para el ejército, a
establecer una extensa red de información que transmitía noti¬
cias preciosas a los distintos grupos de insurrectos, y a crear
formas de protección y salvaguarda para los familiares de los
combatientes.47
Solicitada por estos intereses, la virgen de Guadalupe pasó a
ser el emblema principal de la insurgencia, el centro de un culto
patriótico fervoroso y la bandera de quienes combatían por la
independencia. En la confusión entre creencias religiosas tradi¬
cionales y aspiraciones políticas modernas, que es característica
de esta época, la virgen de Guadalupe fue el símbolo que reco¬
gió tanto la carga mítica y escatológica de las masas indígenas
y populares, como las aspiraciones libertarias de los grupos
políticos más desarrollados del virreinato. Al recoger estas
reivindicaciones plurales, durante los años de la guerra insur¬
gente y en el momento de la separación política de España, la
virgen de Guadalupe alcanzó su máxima irradiación como sím’bo-
lo religioso y político de los mexicanos. No disminuyó ni perdió
sus antiguos significados. Por el contrario, durante los convul¬
sos años de la guerra enriqueció sus contenidos míticos an¬
cestrales al volcarse en ella las pulsiones de los diversos grupos
indígenas que trasladaron al proceso revolucionario sus mitos,
sus concepciones tradicionales del pasado, sus procedimientos
de cohesionar a la comunidad a través del anuncio de milagros
y portentos, y sus anhelos de ver realizada en la tierra la edad
dorada perdida o el reino igualitario de Dios. Para los partidarios
de la insurgencia, la virgen de Guadalupe demostró en estos

294
años que la manifestación de la madre de Dios en tierra mexi¬
cana había convertido a México en un país privilegiado, y a sus
pobladores, en un pueblo escogido.
Nada tiene pues de extraño que el 16 de septiembre de 1823,
cuando la nación independiente se disponía a celebrar la fecha
gloriosa en que había declarado su libertad, el templo de Gua¬
dalupe fuera el lugar escogido para rendirle homenaje a los restos
de los héroes, fundiéndose así, otra vez, el sentimiento religioso
con los símbolos políticos libertarios. Ese día, narra el cronista
de la gesta insurgente, Carlos María de Bustamente, “llegaron
los venerables restos de Morelos a Guadalupe; serían las doce y
media cuando entraron en la Villa y se presentaron a la Colegia¬
ta. Acompañábanlos tres músicas de indios de diversos pue¬
blos, y en vez de cánticos y músicas lúgubres, tocaban valses y
sones alegres’’. Esta mezcla de fervor religioso y culto patrióti¬
co a los héroes se prolongó después de la guerra, particular¬
mente en las fechas en que se celebraba el grito libertario de
Dolores. El tono de este culto religioso y nacionalista lo describe
muy bien Jacques Lafaye al referirse al homenaje que recibie¬
ron los restos de los héroes de la independencia en la Catedral
Metropolitana: “el otro día de ese 16 de septiembre de (1823),
desde entonces fiesta nacional, formaciones del ejército acom¬
pañaron los restos de los próceres desde el convento de Santo
Domingo hasta la Catedral. En una simbólica amalgama del
nuevo orden nacional, la procesión en la que se mezclaban mili¬
tares y eclesiásticos, escoltada por un escuadrón de granaderos
y por la milicia nacional, acompañó a los héroes muertos hasta
la Catedral. Alrededor de los despojos de Hidalgo, de Morelos
y de sus compañeros de la primera hora, el coro de la nación
mexicana (. . .) cantó, quizás por una vez, al unísono ”.48 Esta
forma de nacionalismo religioso alcanzó su mayor expresión
simbólica en el primer presidente republicano, quien cambió su
nombre original (Félix Fernández), por el de Guadalupe Vic¬
toria.

Los curas iluminados

En esta guerra tan contaminada de religiosidad parece natural


que las masas populares vean a sus jefes como guerreros y profe-

295
tas iluminados, como seres dotados de poderes especiales y
protegidos por fuerzas sagradas que los conducían a realizar
empresas extraordinarias. Tal es la imagen del cura Hidalgo que
propagan muchos de sus seguidores. El cura, dicen sus gentes,
es un santo”, tiene trato constante con la Santísima Virgen,
quien “le habla varias veces al día”. Muchos partidarios de la
causa insurgente estaban convencidos de que ésta terminaría
en la instauración de un nuevo reino, en la implantación de una
suerte de teocracia, y por eso declaraban que su deseo más fer¬
viente era “ir a México a poner en su trono al señor cura”. ‘‘An¬
te sus propios hombres, se presenta Hidalgo con un extraño
sello. El pueblo lo sigue como a un santo o a un iluminado; ante
el se arrodillan los sacerdotes, una guardia de corps lo precede
como a un soberano, y sus partidarios no encuentran mejor
nombre que darle que el de Alteza Serenísima; no señoría, ni ex¬
celencia, ni generalísimo cual era su rango, sino Alteza, nombre
propio de quienes se ensalzan por encima de los demás hom¬
bres \49
Al igual que Hidalgo, Morelos aparece revestido de un ca¬
rácter carismático que, a los ojos de su tropa, lo acerca más al
profeta iluminado que al simple jefe de guerrilla. Lo siguen co¬
mo a un padre; a su hijo Juan lo llaman ‘Adivino’, y uno de sus
indios, hecho preso frente a Cuautla, insiste tercamente en que
leven su cadáver al interior de la plaza sitiada para que More¬
los lo resucite.”50
La misma incandescencia de la guerra, la explosión intensa,
múltiple y sin freno de frustraciones y anhelos contenidos, la
tuerza emotiva y contaminante de los movimientos de masas
la convivencia de los delirios individuales con los colectivos to¬
do favorecía la manifestación de las creencias míticas y de’las
imágenes escatológicas en las masas populares, la aparición de
nuevos mesías y jefes iluminados y el cruce y el desfogue de las
visiones más delirantes. El movimiento que encabezan Hidalgo
y Morelos recoge estas manifestaciones de la mentalidad popu-
lar y Ies ofrece un conducto para expresarse. Pero además los
jetes iluminados de la insurgencia deben gran parte de su imagen
carismatica a una sensibilidad muy despierta a los sentimien¬
tos y demandas que manifestaban sus seguidores. Hidalgo v
Morelos son jefes que además de identificarse con las masas
296
populares que componen sus ejércitos, asumen la responsabi¬
lidad de actuar en nombre y representación de ellas. Se erigen
en ejecutantes de las aspiraciones y demandas populares. Si la
revolución, en el momento en que se desencadena, traslada
efectivamente la soberanía al pueblo, a la insurgencia popular
armada que a partir de ese momento actúa por sí y transforma
la realidad, las decisiones que va tomando Hidalgo en la guerra
son consecuentes con esa nueva realidad. Como dice Luis Villoro,
los “decretos de Hidalgo no hacen sino expresar la soberanía
efectiva del pueblo”. La mayoría de sus providencias son de ca¬
rácter abrogatorio, manifestando así el carácter negativo de la
libertad popular. Desde su alocución del 16 de septiembre,
la abolición del tributo simboliza la destrucción del derecho
existente:

No existen ya para nosotros —dice— ni el rey ni los tributos. Esa


gabela vergonzosa, que sólo conviene a los esclavos, la hemos so¬
brellevado hace tres siglos como signo de la tiranía y servidumbre;
terrible mancha que sabremos lavar con nuestros esfuerzos/’1

La abrogación del tributo es el signo que anuncia una modifi¬


cación más profunda de la realidad: la destrucción del orden an¬
tiguo. Este es el sentido que tienen las otras decisiones que
adopta Hidalgo en representación de las masas que realizan la
revolución. “Revestido por la autoridad que ejerce por aclama¬
ción de la nación, Hidalgo abóle la distinción de castas y la
esclavitud, signos de la infamia y opresión que ejercían las
otras clases sobre los negros y mestizos.”52
En Morelos, la identificación con las aspiraciones del movi¬
miento popular es aún más genuina. “Morelos empieza su ca¬
rrera militar como uno de tantos caudillos salidos de las filas
del bajo clero. No es ningún ‘letrado’; pertenece por el contrario
a las clases más humildes (...). Surgido del pueblo, conviviendo
siempre con él, es el representante más auténtico de la concien¬
cia popular. Sus ideas y disposiciones políticas serán la expre¬
sión paladina del movimiento político de la libertad. En ellas, el
pueblo intenta crear desde el origen una estructura social que
reemplace a la antigua.”53
Presionado por los licenciados y letrados criollos que lo rodean

297
y le exigen que defina el proyecto político del movimiento in¬
surgente, Morelos enuncia, con palabras emocionadas y senci¬
llas, un proyecto político centrado en la soberanía popular y la
desaparición de las desigualdades que dividían a la población.
Traduce en letras la aspiración ancestral de las comunidades
indígenas y de los grupos oprimidos de vivir en igualdad, y con¬
vierte en programa político las demandas sociales de los secto¬
res populares más desprotegidos del virreinato:

Quiero que tenga (la nación) un gobierno dimanado del pueblo (. . .)


Quiero que hagamos la declaración que no hay otra nobleza que la
de la virtud, el saber, el patriotismo y la caridad; que todos somos
iguales pues del mismo origen procedemos; que no haya privilegios
ni abolengos; que no es racional, ni humano, ni debido, que haya es¬
clavos, pues el color en la cara no cambia el del corazón ni el del
pensamiento; que se eduque a los hijos del labrador y del barretero
como a los del más rico hacendado; que todo el que se queje con jus¬
ticia, tenga un tribunal que lo escuche, que lo ampare y lo defienda
contra el fuerte y el arbitrario.54

En esta nueva era que predica Morelos, la nación igualitaria


gobernada por la virtud, la caridad y el patriotismo tendrá co¬
mo única religión a la católica, y será una nación por y para los
nacidos en ella. En sus Sentimientos de la Nación, Morelos es¬
tablece que “la religión católica será la única, sin tolerancia de
otra; que los americanos sean los que tengan los empleos; que
las leyes moderen la opulencia y la indigencia; que (las leyes)
comprendan a todos sin excepción de cuerpos privilegiados, y
que la esclavitud se proscriba para siempre y lo mismo las dis¬
tinciones de castas, quedando todos iguales, y sólo ditinguirá a
un americano de otro el vicio y la virtud’’.55
Así, al definir este proyecto igualitario que recogía las
demandas sociales de los grupos populares y las aspiraciones
políticas de los criollos marginados, Morelos fundió las pro¬
puestas políticas y sociales más avanzadas del movimiento in¬
surgente con las pulsiones profundas de la sociedad tradicional
que formaba parte de sus ejércitos y que él mismo represen¬
taba. Esta sensibilidad que muestra Morelos para recoger las
esperanzas y los sentimientos de las masas populares, o para
declarar a la religión católica la fe exclusiva del nuevo estado, o

298
para incorporar en las celebraciones oficiales el culto al símbolo
religioso más extendido y venerado por la población, se mani¬
fiesta también en el esfuerzo que despliega para dotar a la na¬
ción de un panteón de héroes propios. Morelos es el primer jefe
rebelde que eleva a los dirigentes indígenas que defendieron
sus pueblos ante las tropas de Hernán Cortés al sitial de héroes
de la patria, y fue el primero que intentó fundir el culto a los hé¬
roes de la antigüedad indígena con el culto a los héroes del mo¬
vimiento insurgente. En su discurso de apertura del Congreso
de Chilpancingo (1813), después de referirse al país con su nom¬
bre antiguo, el Anáhuac, invoca a los “Genios de Moctezuma,
Cacama, Quautimozin, Xicoténcatl y de Caltzontzin” para
celebrar con ellos el “fausto momento en que vuestros ilustres
hijos se han congregado para vengar vuestos ultrajes y desa¬
fueros y librarse de las garras de la tiranía francmasónica que
los iba a sorber para siempre”. Con ese mismo fin llama a parti¬
cipar en su congreso a los “¡Manes de los muertos de las Cru¬
ces, de Acúleo, de Guanajuato y de Calderón, de Zitácuaro y de
Cuautla, unidos a los de Hidalgo y de Allende!". De esta mane¬
ra, Morelos asocia a los indígenas víctimas de la conquista es¬
pañola con los caudillos y mártires insurgentes asesinados por
los españoles, y establece una relación necesaria entre la anti¬
gua nación conquistada y el presente liberador en que los mexi¬
canos decidieron declarar su independencia de España. Por eso
dice, en el mismo discurso inaugural del Congreso de Chilpan¬
cingo, que al “12 de agosto de 1521 sucedió el 14 de septiembre
de 1813; en aquél se apretaron las cadenas de nuestra servi¬
dumbre en México-Tenochtitlán; en ésta se rompen para siem¬
pre en el venturoso pueblo de Chilpancingo’’.56
En el movimiento popular que encabezaron Hidalgo y Morelos
se expresaron con toda su fuerza la tradición mítica y religiosa
de los movimientos indígenas, las demandas sociales de los
grupos más desamparados, y los ideales de autonomía, patrio¬
tismo y fervor guadalupano de los criollos. Este movimiento
plural y poderoso que por primera vez fundió las pulsiones de
las masas indígenas y populares con las aspiraciones políticas
del grupo criollo, encontró en Hidalgo, y sobre todo en More¬
los, su máxima expresión y su máxima capacidad de realiza¬
ción. En los movimientos políticos posteriores desaparece esta

299
relación íntima entre los anhelos y reivindicaciones de las ma¬
sas, y las acciones y programas de los dirigentes políticos.
Sin embargo, aun cuando este proyecto no tuvo continuidad
en el futuro inmediato, su polivalente carga mítica e ideológica
estará presente en todos los movimientos políticos y sociales
posteriores. De manera semejante al episodio traumático de la
conquista, la revolución de Hidalgo y de Morelos se instalará
en ia memoria histórica como un parteaguas, como un acto ne-
gador de la sumisión colonial y fundador de la nación mexicana
independiente. A partir de entonces, aun cuando se hagan a un
lado los programas sociales e igualitarios que daban respuesta a
las demandas de las masas populares, la presencia de los mitos y
los símbolos de la rebelión popular, y las imágenes míticas de
Hidalgo y Morelos seguirán actuando en la construcción del
nacionalismo mexicano, junto con las figuras heroicas de los
otros jefes de la independencia, y al lado de la inseparable vir¬
gen de Guadalupe. En esa extraña combinación por la cual el
mito (la virgen de Guadalupe) se vuelve realidad histórica, y
el hecho histórico se trasmuta en mito, la revolución de inde¬
pendencia creó el mito de la nación preexistente pero esclaviza¬
da (el antiguo Anáhuac), liberada por el grito de Dolores y la
declaración de independencia. Creó también un panteón de hé¬
roes nacionales, y sobre todo, creó el proyecto de construir una
nación asentada en una historia antigua, dotada de padres fun¬
dadores, protegida por la divinidad, dueña de un territorio dila¬
tado y rico, y destinada a vivir un futuro promisorio. Los criollos
ya habían alentado este proyecto, pero Hidalgo y Morelos lo
convirtieron en una posibilidad histórica real, y sobre todo,
incrustaron en él la presencia humana y la carga emotiva de las
masas populares. No imaginaron una nación para una clase o
un grupo restringido, lucharon y murieron por un proyecto na¬
cional que envolvía y liberaba a la mayoría de los mexicanos.

3. Origen y fundamento de una historia nacional

Durante el virreinato no hubo una idea o concepción precisa de


la nación mexicana, ni una historia nacional o una historiogra¬
fía nacionalista, por la razón escueta de que el país era un
virreinato, una colonia de España. Este vínculo de sumisión

300
política impidió la aparición de la idea de nación, que es un con¬
cepto político que en la mayor parte de los casos se manifiesta
en situaciones de autonomía o de repulsa a la agresión o suje¬
ción política que se padece. Por casi tres siglos en Nueva España
no se dieron las condiciones políticas e ideológicas para apoyar
la idea de una nación autónoma. En cambio, como se ha visto,
sí hubo un desarrollo de la noción de patria y se manifestó un
sentimiento patriótico exaltado, aunque reducido a la identi¬
dad con el suelo donde se había nacido, asentado en un conjun¬
to de valores religiosos compartidos (la unidad en torno de la fe
católica y la virgen de Guadalupe), apoyado por una recupera¬
ción progresiva de la historia antigua de los poblados origina¬
les, y dirigido por los intereses y las reivindicaciones ideológicas
del grupo criollo. Era pues un concepto de patria limitado, que
no compartían los demás grupos que integraban el país, y que no
salvaba las profundísimas divisiones étnicas, sociales, econó¬
micas y culturales que fragmentaban y oponían a la población.
La situación del virreinato cambió en forma radical cuando
se modificó la relación política con España. A partir de 1808 la
aparición de un pensamiento político centrado en las ideas de
autonomía y soberanía de la nación, y la formación de una nue¬
va realidad política, producida por el movimiento insurgente,
crearon las condiciones para que se desplegara con fuerza la
idea moderna de nación y la concepción de un proyecto históri¬
co nacional.
En 1808 España fue invadida por los ejércitos de Napoleón y
Carlos IV y su heredero al trono cayeron prisioneros de los
franceses. Así, por primera vez, los habitantes de los reinos de
España y de las Indias contemplaron azorados la desaparición
del vínculo real que los unificaba. En Nueva España, mientras
las autoridades del virreinato declararon que la prisión del
monarca no cambiaba en nada “las potestades establecidas le¬
gítimamente y deben todas continuar como hasta aquí’’, los
criollos afirmaron que había una situación política nueva, y
que esta situación obligaba a plantear el problema de en quién
residía la soberanía y quién la debería asumir en las circunstan¬
cias del momento. El ayuntamiento de la ciudad de México,
que en esa época era un reducto del grupo criollo, y Jacobo de
Villaurrutia, el único oidor criollo en la Real Audiencia, inicia-

301
ron este debate. El ayuntamiento sorprendió a las más altas
autoridades del virreinato cuando argumentó que las abdica¬
ciones de Carlos IV y de Fernando VII eran nulas por ser

contrarias a los derechos de la nación a quien ninguno puede darle


rey si no es ella misma, por el consentimiento universal de sus pue¬
blos.57

Así, por primera vez el debate político denunció que el rey no


ejercía la soberanía por derecho divino, sino que ésta le había
sido otorgada por la voluntad expresa de la nación. También se
afirmó entonces que había un pacto original entre el rey y los
gobernados que el monarca no podía alterar por sí mismo. La
doctrina del pacto social que manejaban los criollos provenía
de Francisco de Vitoria y de Francisco Suárez, dos grandes tra¬
tadistas políticos españoles cuyo pensamiento fue recogido
en el siglo XVIII por Francisco Martines Marina y Gaspar Mel¬
chor de Jovellanos. Estos principios del pensamiento político
español se mezclaron con “algunas ideas del jusnaturalismo ra¬
cionalista (Grocio, Puffendorf, Heinecio) que tuvo bastante
influencia en todos los reinos hispánicos durante el siglo
XVIII’’. Francisco Javier Alegre, un jesuíta ilustrado, recogió
estas dos corrientes en su Institutorun teologicarum (1789).
En esta obra sostuvo que “el origen próximo de la autoridad
estaba en el ‘consentimiento de la comunidad’, y su fundamen¬
to, en el derecho de gentes; la soberanía del rey —afirmaba— es
sólo mediata: la obtiene por delegación de la voz común. Citan¬
do a Puffendorf, explicaba una doctrina que coincidía también
con la línea suarista de pensamiento: ‘todo imperio (...) de
cualquier especie que sea tuvo su origen en una convención o
pacto entre los hombres’ ”.58
Estas ideas sobre la soberanía y el pacto social entre el rey y
sus gobernados fueron las principales fuentes de inspiración
de los primeros teóricos de la independencia. El licenciado
Francisco Primo de Verdad y Ramos, síndico del ayuntamiento
de la ciudad de México, sostenía en 1808 que “la autoridad le
viene al rey de Dios, pero no de modo inmediato sino a través
del pueblo”. Por su parte, Juan Francisco Azcárate, también
abogado y regidor del mismo ayuntamiento, propuso que éste

302
cuerpo presentara al virrey un documento en el cual se solicitara
no aceptar el nombramiento de nuevas autoridades en el vi¬
rreinato, ni ninguna disposición de gobierno procedente de Es¬
paña, porque en ausencia del rey la soberanía residía en el reino
de Nueva España, en los tribunales que lo formaban y en los
cuerpos que “llevan la voz pública’’, que para Azcárate era el
caso de ayuntamiento de la ciudad de México. Azcárate explicó
que existía un pacto entre la nación y el soberano que no podía
romperse unilateralmente, y por ello, en ausencia del rey, la so¬
beranía recaía otra vez en su fuente originaria: en la nación, o
en sus cuerpos constituidos, es decir, principalmente en el ca¬
bildo de la ciudad de México. Así, lo que afirmaban los criollos
era que el fundamento de la sociedad no radicaba ya en el rey,
sino en la nación.59
Fray Melchor de Talamantes, quien estaba ligado al oidor
Jacobo de Villaurrutia y a los criollos que tenían influencia en
el ayuntamiento y en el Diario de México, dio un paso más en
este debate: amplió los conceptos en que se fundaba la represen¬
tación nacional y precisó las causas por las cuales una colonia,
en ejercicio de la representación nacional, podía hacerse inde¬
pendiente de su metrópoli. Para Talamantes la representación
nacional era el derecho que tenía una sociedad a ser considera¬
da como libre e independiente de cualquier otra nación. Este
derecho dependía de tres principios: el de la naturaleza, el de la
fuerza y el de la política. Según Talamantes, la “naturaleza ha
dividido las naciones por medio de los mares, de los ríos, de las
montañas, de la diversidad de climas, de la variedad de len¬
guas, etc., y bajo este aspecto, las Américas tienen representa¬
ción nacional, como que están naturalmente separadas de otras
naciones mucho más de lo que están entre silos reinos de Euro¬
pa. Por la fuerza, las naciones se ponen en estado de resistir a
los enemigos (. . .) Consideradas las Américas por este princi¬
pio, nadie puede dudar que tengan representación nacional, ha¬
biendo resistido de hecho en muchas ocasiones las acometidas
de las potencias extranjeras. La representación nacional que da
la política pende únicamente del derecho cívico (el sufragio di¬
recto o indirecto), o lo que es lo mismo, de la cualidad de ciuda¬
dano que las leyes conceden a ciertos individuos del Estado”.60
Talamantes pensaba que la soberanía de la nación no residía

303
en el pueblo, sino en el congreso que lo representaba. Sostenía
que a la representación nacional le era inherente la facultad de
organizarse a si misma”, y apoyado en estas consideraciones
afirmó que como ‘‘representación nacional (...) libertad e inde¬
pendencia” eran ‘‘cosas casi idénticas”, “siempre que las colo¬
nias puedan legítimamente hacerse independientes separándose
de sus metrópolis, serán también capaces de tomar la represen¬
tación nacional . ¿Y en qué casos puede ser legítima la inde¬
pendencia de las colonias.'’ Talamantes enumera doce razones:

1, cuando las colonias se bastan a sí mismas; 2, cuando son iguales


o más poderosas que sus metrópolis; 3, cuando éstas pueden difícil¬
mente gobernarlas; 4, cuando el gobierno de la metrópoli es incom¬
patible con el bien general de la colonia; 5, cuando aquélla oprime a
ésta; 6, cuando la metrópoli ha adoptado otra institución política;
7, cuando las primeras provincias que forman el cuerpo principal de
la metrópoli se someten voluntariamente a una dominación extran¬
jera; 9, cuando la metrópoli es sojuzgada por otra nación; 10, cuando
muda de religión; 11, cuando amenaza a la metrópoli mutación del
sistema religioso, y 12 cuando la separación es exigida por “el cla¬
mor general de los habitantes de la colonia”.61

Esta búsqueda de los criollos para encontrar los fundamen¬


tos políticos que legitimaran sus aspiraciones de autonomía
fue abreviada por Servando Teresa de Mier, quien descu¬
brió un fundamento inobjetable en la misma Carta magna de
Castilla redactada por Alfonso el Sabio. Ahí, argumentó Mier, se
decía explícitamente que cuando faltare el rey deberían juntar¬
se (“débense ayuntar”) los hombres nobles y sabios del reino, y
los representantes de las villas, y constituir un congreso para
elegir la nueva forma de gobierno y su representación. Para
Mier era claro que, en ausencia del rey de España, las provin¬
cias americanas estaban facultadas a convocar sus propias jun¬
tas o congresos para determinar su destino y adoptar la forma
de gobierno que eligieran. Ésta fue la idea que predominó entre
los miembros del partido criollo, con dos variantes. Un grupo
(Francisco Primo de Verdad, Juan Francisco Azcárate y sobre to¬
do fray Melchor de Talamantes) proponía que la junta o congreso
estuviera constituida por una representación de los ayuntamien-

304
tos y los “diputados de todos los cabildos seculares y eclesiásti¬
cos’’, quienes deberían delegar en el congreso el ejercicio de la
soberanía. Otra corriente (encabezada por Jacobo de
Villaurrutia) proponía un congreso representado por las corpo¬
raciones civiles, eclesiásticas y militares, y sugería la constitu¬
ción de un gobierno donde el poder de unos organismos fuera
contrapesado por el de los otros: un sistema de división de po¬
deres.62
El desarrollo de este debate político fue súbitamente inte¬
rrumpido por el golpe de estado que en 1808 encabezaron los
comerciantes y los grupos más adictos al estado de cosas tradi¬
cional. Sin embargo, dos años más tarde, las ideas y proyectos
políticos que entonces fueron el centro de los debates renacie¬
ron en la insurrección de Hidalgo y cobraron una dimensión
nueva bajo el influjo de la participación popular. Por la vía de
la acción transformadora de la revolución, Hidalgo y Morelos
proclamaron la independencia de la nación, reconocieron en el
pueblo a la fuente original y única de la soberanía, repudiaron
el gobierno del antiguo régimen y sus leyes, y establecieron los
principios básicos para organizar política y constitucionalmen¬
te a la nación liberada. Primero en los decretos que Hidalgo y
Morelos promulgaron durante la insurrección, luego en el Acta
de Independencia y en los documentos previos al Congreso de
Chilpancingo (Manifiesto del Congreso, Reglamento y Discurso
de apertura del mismo), y finalmente en los Sentimientos de la
Nación y en la Constitución de Apatzingán, estos principios
constitutivos de la nación entraron a formar parte de la memo¬
ria colectiva de los mexicanos.
El principio de las nacionalidades o de la libertad de los pue¬
blos para autogobernarse fue el punto de partida de los insu¬
rrectos para reclamar la independencia: “ningún pueblo tiene
derecho para sojuzgar a otro, si no procede justa agresión ”. Es¬
te principio, invocado en condiciones semejantes por otras na¬
ciones, tuvo en México una connotación particular. México se
proclamó una nación libre y soberana, pero se definió como una
nación antigua, anterior a la conquista española que la había
sojuzgado. No era pues una nación nueva, sino una nación que
se liberaba de una dominación. Por ello decía el Acta de Inde¬
pendencia que la América Septentrional había “recobrado el

305
ejercicio de su soberanía usurpado”. Y por eso se asentó en la
Constitución de Apatzingán que ‘‘ninguna nación tiene de¬
recho a impedir a otra el uso de su soberanía. El título de con¬
quista no puede legitimar los actos de la fuerza: el pueblo que lo
intenta debe ser obligado por las armas a respetar el derecho
convencional de las naciones”.
El principio de la soberanía popular fue el otro gran pilar sobre
el que se hizo descansar el proyecto político de los insurgentes.
Recogiendo el espíritu que animó a la insurrección popular, en
los Sentimientos de la Nación Morelos afirmó que ‘‘La
soberanía dimana inmediatamente del pueblo”; y en la Consti¬
tución de Apatzingán quedó asentado que ‘‘la soberanía reside
originariamente en el pueblo y su ejercicio en la representación
nacional compuesta de diputados elegidos por los ciudadanos”.
En este último documento se decía que la soberanía, por su na¬
turaleza, es ‘‘imprescriptible, inenajenable e indivisible”, y se
definieron sus atribuciones: ‘‘Tres son las atribuciones de la
soberanía: la facultad de dictar leyes, la facultad de hacerlas
ejecutar, y la facultad de aplicarlas a los casos particulares.”
A estos principios fundadores de la nación insurgente
se unieron otros provenientes de la gesta popular, del pensa¬
miento ilustrado de los criollos y del pensamiento político mo¬
derno, que afirmaron la igualdad de todos los mexicanos ante
la ley, ratificaron la unidad de la población en torno de la religión
católica, declararon que el objetivo fundamental del estado era
la persecución del bien común y definieron la nueva organiza¬
ción política de la nación.63
De esta manera, la revolución de independencia y el pensa¬
miento político que surgió de ella afirmaron las ‘‘característi¬
cas subjetivas” que, según los teóricos, explican la formación
de una nación: la aspiración de la población a constituir una na¬
ción autónoma, la lealtad a la nación por sobre cualquier otro
interés y la voluntad de mantener unida e independiente a la
nación. Al mismo tiempo la revolución de independencia conso¬
lidó y le dio una dimensión política moderna a las ‘‘características
objetivas” que definen (aunque no explican) a la nación: una or¬
ganización política refrendada por el consenso popular, una
identidad territorial, una historia compartida y una lengua co¬
mún.64 Por primera vez en la historia de México los sentimientos

306
nacionalistas tradicionales (la identidad en torno a un territo¬
rio, una religión, un pasado y una lengua compartidos), se inte¬
graron al proyecto político moderno de constituir una nación
independiente, autónoma y dedicada a la persecución del bien
común de sus pobladores. Así, apoyada en la movilización ar¬
mada de la población y en un pensamiento político moderno y
nacionalista, la nación se asumió libre, independiente y en po¬
sesión de su destino, y creó un porvenir para realizar en él un
proyecto histórico propio, centrado en el estado nacional y en la
nación autónoma. Esta transformación radical del presente, y
la creación de un horizonte abierto hacia el futuro, modificaron
substantivamente la concepción que se tenía de la historia del
país, el rescate del pasado y la formación de la memoria históri¬
ca nacional.
La independencia política de España y la decisión de realizar
un proyecto político nacional crearon un sujeto único de la
narración histórica: la nación mexicana, el estado nacional. Por
primera vez, en lugar de un virreinato fragmentado internamen¬
te y gobernado por poderes extraños, los mexicanos pensaron
su país, el territorio, las diferentes partes que lo integraban, su
población y su pasado, como una entidad unitaria y propia. A
partir de entonces, independientemente de las divisiones y con¬
tradicciones internas, la nación se pensó como una entidad te¬
rritorial, social y política que tenía un origen, un desarrollo en
el tiempo y un futuro comunes. El surgimiento de una entidad
política que integraba en sí misma a todas las partes de la na¬
ción, fue pues el nuevo sujeto de la historia que unificó la diver¬
sidad social y cultural de la población en una búsqueda conjunta
de la identidad nacional.
A su vez, el surgimiento de una concepción del desarrollo his¬
tórico centrada en la nación, provocó el nacimiento de una his¬
toria para si, el desarrollo de una escritura de la historia hecha
para la nación y elaborada por mexicanos. Súbitamente, con la
deslumbrante claridad de la libertad, el país cobró conciencia,
en el momento mismo de empezar a ejercer su independencia,
de que la mayor parte de su memoria histórica estaba hecha por el
conquistador, que carecía de una interpretación propia de su
desarrollo histórico y que las mismas fuentes para escribir su
historia estaban fuera de sus fronteras o habían sido cons-

307
truidas por sus antiguos dominadores. Este descubrimiento
explica que la elaboración de una historia propia, hecha por me¬
xicanos, corriera inextricablemente unida a la realización del
proyecto político del estado nacional. Así, una de las primeras
decisiones de los gobiernos independientes fue fundar los archi¬
vos y los museos donde se conservaran los testimonios de la
historia nacional. Con la creación de estas instituciones la me¬
moria del pasado, hasta entonces desmembrada, expropiada y
ajena, comenzó a ser una memoria recuperada y clasificada por
instituciones nacionales y bajo la dirección de los intereses his¬
tóricos de la nación. Y de manera semejante a lo que ocurrió
después de la conquista española, a partir de la independencia
prácticamente todo el pasado del país fue revisado, repensado
y reescrito, pero ahora bajo la compulsión de crear una imagen y
una memoria histórica fundadas en valores reconocidos como
propios por la nación independiente.

308
NOTAS

La ficha bibliográfica de las obras referidas en estas notas, apa¬


rece completa en la bibliografía, al final de estas páginas.

1 Torquemada, 1943-44: t. I, p. 226; Brading, 1980: pp. 21-2. Esta


obra presenta uno de los mejores análisis sobre el patriotismo crio¬
llo fundado en la recuperación del pasado indígena y en los mitos
religiosos.

2 Lafaye, 1977: p. 143.

3 Ibid., p. 145.

4 Sobre Boturini véase la introducción de Miguel León-Portilla en Bo-


turini, 1974; y también Alvaro Matute, 1976.

5 El mejor estudio sobre la polémica que se creó alrededor de las ideas


ilustradas sobre la degradación fisica y social de América, es el de
Gerbi, 1960.

6 W. Robertson, 1777; véase también Keen, 1971: pp. 77-104.

7 Véase Millares Cario, 1957; y Fuentes para la historia contemporá¬


nea de México, 1961-62: t. I, p. XX.

H Clavijero, 1958-59; sobre el sentido de la obra de Clavijero, véase


Villoro, 1950; Brading, 1980; Clavijero, 1976: estudio introductorio de
Aguirre Beltrán; y el estudio de J. E. Pacheco, “La patria perdida (no¬
tas sobre Clavijero y la cultura nacional)”, contenido en Aguilar, 1976.

9 Veytia, 1944.

10 Véase Bernal, 1979: pp. 72-74.

11 León y Gama, 1978; Bernal, 1979: pp. 74-77.

12 Véase Bernal, 1979: pp. 79-86.

13 Humboldt, 1974.

309
14 Ibid., p. 6.

15 Véase Alegre, 1956-1964; Cavo, 1949; y Batllori, 1966.

16 Véase Brading, 1975: pp. 55-132.

17 Motten, 1972.

18 Véase Historia del arte en México, 1982: t. 6, pp. 18-100.

19 Véase Bartolache, 1979; Alzate, 1985; Wold, 1970; y Navarro, 1964.

20 Motten, 1972; Howe, 1968; Brading, 1975.

21 Véase Fonseca y Urrutia, 1845; y Florescano y Gil, 1973, donde se


publica la Memoria de Estatuto de José María Quirós.

22 Una selección de las obras de Manuel Abad y Queipo se encuentra


en Mora, 1963: pp. 178-271.

23 Pérez Marchand, 1945.

24 Ibid., pp. 127-132.

25 Véase González Casanova, 1958: pp. 65-82 y 83-103.

26 Humboldt, 1966: p. X.

27 Humboldt, 1970.

28 Ibid., pp. XLIV-XLV; véase también Miranda, 1962.

29 Alamán, 1942, t. I, p. 10.

30 Todos los datos relativos a Herrada provienen del excelente estu¬


dio de Van Young, 1986: pp. 385-413.

La información sobre Mariano y su supuesta insurrección se ha to¬


mado de Archer, 1977: pp. 98-100.

32 Van Young, 1986: p. 406.

33 Archer, 1977: p. 240.

310
34 Sobre el grito de Hidalgo, véase Hamill, 1966: p. 123; y sobre el
motín de 1624, véase Israel, 1975: p. 152.

35 Feijó, 1965: p. 661; y Simpson, 1961: p. 143.

36 Véase Phelan, 1980.

37 Van Young, 1986: pp. 405-6; véase también del mismo Van Young,
1984: pp. 18-20.

38 Un análisis de estos temas y problemas se encuentran en Van


Young, 1984 y 1986; y en Phelan, 1980.

39 Véase Hamill, 1966: p. 93.

4,1 Lafaye, 1977: pp. 173-4.

41 Ibid., p. 393.

42 Ibid.; véase también Villoro, 1986: p. 103.

43 Villoro, 1986: p. 84.

44 Pérez Memen, 1977: pp. 80-87.

45 Villoro, 1986: p. 85.

48 El doctor José María Cos, en 1814, caracterizaba la lucha insurgen¬


te como una “guerra verdaderamente de religión’’. Véase Pérez Me¬
men, 1977: p. 78; y Villoro, 1981: p. 85.

47 Véase Timmons, 1950: pp. 453-79; y Torre Villar, 1966.

48 Lafaye, 1977: pp. 187-8.

49 Villoro, 1981: pp. 76-7, 85 y 86.

50 Ibid., pp. 104-5.

51 Ibid., p. 80.

52 Ibid.

311
53 Ibid., pp. 98-99.

54 Ibid., pp. 100-01.

55 Herrejón, 1985: pp. 133-4.

56 En un escrito anónimo titulado “Noticias biográficas del Lie. don


Carlos María de Bustamante”, se dice que éste redactó el discurso que
pronunció Morelos en la inauguración del Congreso de Chilpancingo.
Esto no invalida el que Morelos haya sido el primer jefe rebelde que
recogió y puso en práctica estas ideas. Véase Miranda, 1978: p. 318.

57 Villoro, 1981: pp. 44-5.

58 Ibid., p. 45.

59 Ibid., pp. 45-47.

60 Citado por Miranda, 1978: p. 299. Subrayados nuestros.

61 Ibid., pp. 299-300.

62 Villoro, 1986: pp. 49-52.

63 Sobre los conceptos que en los documentos políticos y constitu¬


cionales definieron los principios básicos de la nueva nación, véase Mi¬
randa, 1978: pp. 318-22 y 349-64.

64 Sobre las “características subjetivas” y las “características objeti¬


vas” que explican y definen el concepto de nación, véase Rustow
1975, vol. 7: pp. 306-11.

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Indice

PRÓLOGO . 7

I. LA CONCEPCIÓN NÁHUATL DEL TIEMPO


Y DEL ESPACIO . 11

1. El mito náhuatl de la creación . 11

La primera creación del mundo, 11; Creación y


destrucción de los primeros cuatro soles, 12;
Creación del quinto sol: Nahui Ollin (Sol de movi¬
miento), 16.

2. Las tres creaciones del mito cosmogónico. 21


La primera creación del universo, 21; La crea¬
ción cíclica de los soles, 21; La creación del
Quinto Sol, 23.

3. El orden fundador de la creación cosmogónica y


la integración del espacio al orden cósmico. 23
4. El tiempo y su integración al orden cósmico .... 30
5. Rechazo del transcurrir temporal y afirmación de
la creación primordial. 36
6. Tiempo primordial y tiempo cíclico . 40
7. Ideas escatológicas y tiempo circular . 43
8. Del tiempo sagrado al tiempo de los hombres . . 45
Notas . 51
II. EL HISTORIADOR, LA REPRESENTACIÓN
DEL PASADO Y LOS USOS DEL PASADO
EN EL MÉXICO ANTIGUO . 55

1. Origen y funciones del historiador. 55


2. La representación de la realidad histórica. 67
3. La multiplicidad de formas empleadas para re¬
presentar el pasado . 78
4. Valor y uso del pasado . 82
El prestigio del pasado, 83; El pasado como san-
cionador del orden establecido, 84.

Notas . 90
III. LA CONQUISTA: UN NUEVO PROTAGONISTA
DE LA HISTORIA Y UN NUEVO DISCURSO HISTÓRICO . 95

1. El lenguaje del conquistador . 95


2. Los fundamentos del nuevo discurso histórico . 99
Las concepciones hebreas y cristianas del de¬
sarrollo histórico, 101.

3. La historia como misión providencial del estado-


iglesia . 109
La expansión imperial como obra de civiliza¬
ción, 111.

4. Las ideas místicas de los religiosos. 115


5. Los creadores de una literatura histórica realista
y profana. 127
6. De la pluralidad de formas para registrar la reali¬
dad histórica a la crónica oficial . 130
7. El cronista de la sociedad corporativa. 132
Notas . 138
IV. TRANSFORMACIÓN DE LA MEMORIA INDÍGENA
Y RESURGIMIENTO DE LA MEMORIA MÍTICA. 143

1. Edad dorada e insurrecciones nati vis tas. 149


Un milenarismo nativista: la insurrección del
Mixtón, 1541-42, 150; La insurrección nativista
maya de 1546-47, 153.

2. Pulverización de la memoria étnica y desarrollo


de la memoria local y del mestizaje cultural 155
Desarraigo y recomposición de las comunidades
indígenas, 157.

3. La reconstrucción histórica elaborada por la


nobleza indígena y sus descendientes mestizos 167
4. En búsqueda de la identidad perdida: movimien¬
tos religiosos e insurrecciones indígenas . 181

Orígenes del culto a Tonantzin-Guadalupe, 182;


Las apariciones de la virgen de Guadalupe y la
creación del primer gran símbolo unificador de
los mexicanos, 188; Vírgenes, santos e insurrec¬
ciones en los Altos de Chiapas, 1708-1712, 199; La
virgen en Zinancantan, 1709-1710, 201; La vir¬
gen de Santa Marta y los milagros de Chenal-
ho, 1711-1712, 203; El reino efímero de la virgen
de Cancuc, 1712-1713, 208; La insurrección de Ca-
nek, 1761, 213; El movimiento milenarísta de An¬
tonio Pérez, 1761, 217; El nuevo salvador de
Tulancingo, 1769, 223.

5. Tipologías, organización y concepción del tiempo


y de la historia en los movimientos religiosos 223
La interrelación entre lo sagrado y lo profano en
los movimientos religiosos indígenas, 224; El
trasfondo socio-político de los movimientos reli¬
giosos, 226;Organización y liderazgo de los movi¬
mientos religiosos, 232;La concepción mítica del
tiempo y de la historia, 237.

Notas 247
V. EL PATRIOTISMO CRIOLLO, LA REVOLUCIÓN
DE INDEPENDENCIA Y LA APARICIÓN DE UNA
HISTORIA NACIONAL. 253

1. La formación del patriotismo criollo . 256

2. El discurso mítico en la insurgencia . 280

El mesías trastornado de Durango, 1799-1801,


281; El fantasma de Mariano en Tepic, 1801, 284;
El rey de España en las filas insurgentes, 287; La
virgen combatiente, 290; Los curas iluminados,
295.

3. Origen y fundamento de una historia nacional . . 301

Notas . . 309
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EDICIÓN DE 3000 EJEMPLARES
Y SOBRANTES PARA REPOSICIÓN
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Memoria mexicana es un ensayo
en torno a la importancia que ha
tenido, en distintos momentos de
la historia de México, la recupera¬
ción del pasado y su actualización
ideológica para usos de identidad
común, para crear una memo¬
ria colectiva fundada en un pasa¬
do compartido, para dotar de
legitimidad al poder establecido,
o para sustentar, con el prestigio
del pasado, proyectos lanzados
hacia el futuro. Al contrario de
las interpretaciones convenciona¬
les de la historia. Memoria mexi¬
cana incluye no sólo las versiones
oficiales o académicas que pre¬
sentan una imagen determinada
del pasado: recoge también las
reconstrucciones elaboradas por
grupos, sectores e individuos marginados y ofrece, por primera vez, un
cuadro múltiple, contrastante y contradictorio de las diversas formas de
capturar, representar y usar el pasado. En esta obra se examinan las
imágenes del pasado elaboradas desde los orígenes de las civilizaciones
mesoamericanas, hasta la consumación de la independencia. La segun¬
da parte, de próxima publicación, cubrirá los años de 1821 a 1980.

Nacido en Coscomatepec, Veracruz, en 1937, Enrique Florescano


obtuvo el doctorado en historia en París y ha estado al frente de varias
instituciones dedicadas a coordinar la investigación histórica. Entre
otros libros, ha publicado Precios dei maíz y crisis agrícolas en México,
1708-1812 (Ediciones ERA, 1986), Origen y desarrollo de ios problemas
agrarios de México, 1500-1821 (Lecturas Mexicanas, SEP, 1986) y
Atlas Histórico de México (Siglo Veintiuno Editores, 1984).

Joaquín Mortiz

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