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Arturo Gómez

Etiologías del cuerpo en un paseo por el Jardín

Si fuera posible algo parecido a un psicoanálisis de la cultura


prototípica actual [...] tal investigación tendría que mostrar que
la enfermedad propia de nuestro tiempo consiste
precisamente en la normalidad.
THEODOR W. ADORNO, Mínima Moralia

Encorvado, obligado a esta posición por la extraña protuberancia bajo la nuca, arrastra los pies
sobre baldosas de piedra labrada. La luz cenital se riega fuera de la celda y se derrama a través
del largo pasillo por el que regresan, como ecos de la luz, los graznidos y bramidos de otras
celdas. Esta luminosidad no anuncia sólo el nuevo día. Es marzo y comienza un nuevo ciclo, con
el haz de sol que acaricia los rebrotes enanos del apatlol y del acocoxóchitl. Todo está pensado
para vestir de vida los estanques del lugar. El siseo de los insectos amplifica el espacio. En otras
recámaras del recinto aun parecen dormir las grandes bestias. Desde las ramas de los ahuejotes
y ahuehuetes mana el gorjeo de las aves. Junto al jorobado yace un niño pálido, extrañamente
rubio, esconde el rostro albino para evitar el relumbre del día. Todo el recinto respira y canta con
la vida de otras latitudes. A este lugar los arqueólogos le han llamado vivario. Pensado para la
reclusión de rarezas botánicas, animales y humanas. Colecciona cuerpos bajo el celo de una
extraña taxonomía. Únicamente los nobles recorren el vivario para su
admiración y sorpresa. Han existido lugares parecidos en otras épocas y
culturas. Este, en el corazón de la antigua Tenochtitlán, perteneció a
Moctezuma.

Carl Hagenbeck a inicios del XX promocionaba en Paris, con carteles


coloridos, el Jardín de Aclimatación, donde fueguinos y africanos convivían
y competían por la atención de las familias en los paseos dominicales. Estos
espacios, destinados a coleccionar monstruosos caprichos de la naturaleza,

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ejemplifican el gesto social y cultural que hacemos, radicalmente excluyente, para clasificar lo
que consideramos normal y anormal.

La normalidad ha habitado nuestras fantasías y modelos desde siempre. Bajo la sombra del
Helenismo, el hombre griego, libre y dotado de palabra, es decir, de opinión pública, se convirtió
en el campeador contra la barbarie, contra lo no griego. Se volvió la norma: de Hombre, de
prototipo de cultura. Con las mejores capacidades técnicas, intelectuales, físicas. Impuso el
canon de la proporción, el gusto estético. Todo lo que no cabía en la norma era tomado por
inferior, porque carecía de potencia, es decir, de capacidades.

Las mismas concepciones mostró Ginés de Sepúlveda. En la apología de guerra justa, durante la
controversia en Valladolid, objetó contra los indigenas, hasta el ridículo de afirmar que eran
incapaces de la risa y el humor, atributos del alma, y por lo tanto se acercaban más al mono que
al humano. Cuerpo y alma es la dicotomía que recorren toda nuestra cultura. El alma, manifestó
Aristóteles en “De Ánima”, es la forma organizada de un cuerpo. Es decir: el ideal de cuerpo
independientemente de la forma física, es lo estándar, su norma.

Normalidad y capacidad van de la mano tanto como sus contrarios, la anormalidad y la


discapacidad. ¿Qué puede un cuerpo y de qué es capaz? puede lo que dicta la norma y lo que la
mayoría es capaz.

Hablar del cuerpo es hablar sobre el abismo, porque no conocemos sus limites y al mismo
tiempo delimitamos el perímetro, su forma. De vez en cuando, de pie frente al vacío, vemos
emerger, dificultosamente, seres abismales que parecen no poder alcanzar los bordes bien
delimitados por aquellos quienes están en superficie. Alguno que observa, viejo, cansado, que ha
perdido su capacidad de estar en pie, tambalea y cae a la negrura, perplejos lo vemos perderse
fuera de los límites hacia lo insondable.

¿Por qué no conocemos los límites pero sí el perímetro? ¿porque lo nombramos? Este negro, este
blanco. Este hombre, esta mujer. Este cojo, este ciego. Todo esto es el cuerpo, ensamblaje de
representaciones y categorías ante una cultura. Esta mi piel, este mi rostro, por simplificar, son el

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medio por el cual me delimito y me delimitan. Y al cabo del tiempo, exhaustos por haber
nombrado tanto, vemos emerger rarezas que no caben en nuestro vocabulario, es lo insondable.
Nuestras pobres dicotomías no son capaces de enumerarlo todo. Nuestros perímetros no son los
límites de los cuerpos, sino simplemente precauciones asépticas para salvaguardar la norma y la
tradición. Se desbordan los cuerpos por sobrecapacidad y discapacidad, y empieza el juego del
cuerpo. Del cuerpo incorpóreo, del cuerpo social, de las metáforas. Los cuerpos como metáforas.
El ano deja de ser ano y se vuelve goce sexual, abre las puertas por igual a hombres y mujeres, y
se desborda en potencia por sobrecapacidad. El ojo deja de ser ojo y se vuelve manos que palpan
y miran al mundo por la palma, se desborda por discapacidad. Y se riegan por el acantilado del
abismo todas las anormalidades del cuerpo. Estalla en trizas la sanidad y la pulcritud del imperio
de la norma y entre los pedazos vemos cuerpos. Cuerpos heridos, y de entre ellos alguno se
levanta y la norma le celebra: se ha levantado porque ha superado su discapacidad o porque ha
regulado su sobrecapacidad, e intentan normalizarlo, crear el estándar del cuerpo discapacitado o
sobrecapacitado que es capaz de normalizarse.

¿Qué decimos cuando decimos que algo se incorpora, se vuelve cuerpo, parte de un cuerpo? Los
cuerpos discapacitados y sobrecapacitados se reincorporan y se vuelven norma. Los vemos en los
carteles de la publicidad: un corredor con prótesis compite a la par de los normales; un hombre
mayor con cirugías vence la edad; una modelo negra con cáncer de piel modela la ropa de
Versace; todos caben en el zoológico humano y la norma nos aglomera y reduce nuestro espacio
vital.

¿Qué significa que el cerco nos contenga y que el afecto de una mano traspase las rejas?
Cuarenta y una millones de palmas alimentando y acariciando, el mismo rostro, la misma espalda
y el mismo cabello de familias congoleñas durante la “Exposición General de primera categoría
de Bruselas” de 1958. Entre llamados a la paz mundial y al progreso económico, bajo la sombra
gigantesca de una molécula de acero. Qué son entonces los cuerpos sino metáforas del culto al
cerco, del culto a la razón catalogadora, de la política de lo normal y de la sana caridad espiritual.
Cuarenta y una millones de palmas y ninguna abrió la reja.

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Reverdece el día. A paso lento. El jorobado se arrima a la empalizada que cierra la celda.
Escucha voces verdaderamente humanas por el pasillo. Es un grupo de hombres. Sabe que
primero alimentaran a las bestias y por último a él y su compañero. A lo lejos ve el cuerpo de
agua de los estanques y el brillo que espejea por todo el lugar. El croar de los sapos le llena el
oído. Si pudiera salir bebería el agua, llevaría un poco a su compañero y esperaría la comida de
nuevo en la celda, sabiendo que sólo así forma parte del actuar humano, de la extraña maquinaría
natural, como espectador-contemplado por los nobles que le visitan y le avivan con caridad.

Sabrá Dios, el dios de los fueguinos, qué rarezas vieron los ojos de estos últimos selknam,
arrancados de su tierra de fuego, cuando veían a aquellos paseantes que hacían de su visita el
postre tras la misa. ¿Qué habrán visto aquellos últimos antípodas en los rostros pálidos y risueños
de París? El país de la libertad, la igualdad y la fraternidad. ¿Qué contemplan sus ojos? Ahora
que habitan las pasturas celestes y miran el mundo que dejaron a tropezones. Su mundo y su
tierra, vacía, vacía, vacía.

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