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“La más grande Batalla”

Formación virtual

DÍA 8: El Espíritu Santo

Laudetur Iesus Christus! (¡Alabado sea Jesucristo!)

Estando a las puertas de la Solemnidad de Pentecostés, es bueno recordar lo siguiente: La


Fiesta Mayor del Pueblo Cristiano, la Pascua del Señor, se extiende durante 50 días. Durante
la semana siguiente a la Pascua se celebra la Octava, esto significa que desde el Domingo de
Pascua hasta el II Domingo de Pascua incluido (Domingo de la Misericordia) la Iglesia celebra
como si fuera un solo día con el mismo nivel de solemnidad litúrgica: el Día del Señor. No
bastando una semana, la Iglesia, Madre y Maestra, extiende esa celebración por 50 días para
que no se nos pase por alto el Misterio central de nuestra fe. Así, por ejemplo, un detalle: No
decimos “Tercer Domingo despúes de Pascua” como en otras fiestas sino “Tercer Domingo
DE Pascua”, porque todo el Tiempo Pascual es como un gran día lleno de luz que va desde la
Solemne Vigilia Pascual hasta la Solemnidad que está ya pronto: la Venida del Espíritu Santo.

Por eso, mañana en la liturgia volveremos a escuchar el saludo pascual: “Pueden ir en paz,
aleluia, aleluia”, porque remarcamos esto que acabamos de explicar. La Luz de Cristo
Resucitado ilumina las tinieblas del mundo. Otro detalle: En nuestra forma extraordinaria de
nuestro Rito Romano, existe además una Octava de Pentecostés, correspondiente a la
semana que viene, en la que se extiende por 8 días la celebración del Espíritu Santo. Todos
datos para dimensionar de que estamos hablando de algo importante. Mejor dicho: de
Alguien.

Un gran desconocido

Hay un texto de la Escritura que ejemplifica bien lo que sucede muchas veces en el corazón
de los cristianos cuando se habla del Espíritu Santo. Leé esto con detenimiento:

“Mientras Apolo permanecía en Corinto, Pablo atravesando la región interior, llegó a Éfeso.
Allí encontró a algunos discípulos y les preguntó: «Cuando ustedes abrazaron la fe, ¿recibieron
el Espíritu Santo?». Ellos le dijeron: «Ni siquiera hemos oído decir que hay un Espíritu Santo».
«Entonces, ¿qué bautismo recibieron?», les preguntó Pablo. «El de Juan», respondieron. Pablo
les dijo: «Juan bautizaba con el bautismo de penitencia, diciendo al pueblo que creyera en el que
vendría después de él, es decir, en Jesús». Al oír estas palabras, ellos se hicieron bautizar en el
nombre del Señor Jesús. Pablo les impuso las manos, y descendió sobre ellos el Espíritu Santo.
Entonces comenzaron a hablar en distintas lenguas y a profetizar. Eran en total unos doce
hombres”. (Hch. 19, 1-7)

Los discípulos que encuentra Pablo habían recibido el bautismo de Juan, que era un signo
preparatorio para la espera del Mesías, no era propiamente el Sacramento del Bautismo que
la Iglesia llevó hasta los confines del mundo conocido. Cuando les pregunta si recibieron el

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Espíritu Santo por la imposición de manos de los Apóstoles (¡Ya está presente allí el
Sacramento de la Confirmación!), ellos responden esa famosa frase que sigue resonando
porque se hace actual: “Ni siquiera hemos oído decir que hay un Espíritu Santo”. En seguida,
Pablo los bautiza sacramentalmente y él, como Apóstol de la Iglesia Católica, les impone las
manos y les infunde el don del Espíritu Santo.

¿Quién es?

Muchas veces hablamos del Espíritu Santo como si fuera una fuerza impersonal, un
aliento, una fuerza de lo alto. Es que es aliento y fuerza, pero no solo eso. Es una persona,
Persona Divina. El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad y, sabemos,
que las Tres Divinas Personas merecen la misma adoración y gloria. Estamos entrando en un
terreno teológico difícil, pero es el centro de nuestra Fe, no es para nada accesorio e intentar
entender esto no es indiferente para nuestra vida espiritual y nuestra batalla interior.

San Agustín explica de una forma muy hermosa la Trinidad, aunque también nos recuerda
que si en algún momento creemos que ya entendimos todo, es porque en realidad no hemos
entendido nada. Frente a este sublime Misterio de nuestra Fe, el más importante, debemos
acercarnos así: intentar asir algo de lo que Dios nos reveló de Sí mismo y por ello
efectivamente podemos conocerlo; pero sabiendo que es un Misterio insondable para
nuestra comprensión y nunca llegaremos a asirlo del todo.

Para entender lo que dice el Santo de Hipona, proponemos el siguiente ejemplo: Cuando
cualquiera de nosotros se refiere a sí mismo, podría decir: “Yo me pregunto si tendré tiempo
de hacer tal cosa”. En ese caso, estoy poniéndome frente a mí mismo, estoy interrogándome
pero poniéndome “fuera” de mí, como si fuese otro. Yo le pregunto a una imagen mía que
está en frente. Bueno, esto es un ejemplo muy limitado e impreciso, pero puede servir (por
analogía, es decir, no por ser estrictamente lo mismo) para entender el Misterio de Dios. Así
que, por favor, no entendamos absolutamente o a la ligera algunos términos que usamos de
manera llana para entender tan alto Misterio.

En la Trinidad, el Padre Eterno, cuando se mira a Sí, siguiendo nuestro ejemplo, cuando se
pregunta a Sí mismo como Dios, pregunta a su Imagen “puesta fuera”. Por eso el Hijo es la
Imagen de Dios Padre. No solo es imagen por haberse hecho hombre y ser para nosotros
Rostro de Dios, sino que, al interior de la Trinidad Santa, el Hijo es ese “espejo” donde el
Padre se mira. En ese sentido, el Hijo procede del Padre, por eso decimos en el Credo
“genitum non factum” (“engendrado, no creado”). El Hijo es engendrado, procede del Padre
eternamente, no tiene un inicio porque no es creatura pero tiene una procedencia: su Padre
Eterno. Al mirarse, Dios Padre y Dios Hijo, se suscita el Amor. Es una mirada de Amor eterna.
El Padre se complace en el Hijo que es su Imagen y el Hijo se complace en su Padre Eterno
que lo ama y a Quien Él también ama eternamente.

Como Dios Uno y Trino es el Ser-en-Sí, es el Ser con mayúscula, ese Amor que “surge” de
la mirada del Padre y del Hijo, también existe realmente. No es simplemente algo que hay en
Dios, ese Amor es Alguien. Esa mirada de Amor en la que el Padre engendra al Hijo y ese Amor
en el que el Hijo se complace en su Padre es otra Divina Persona: el Espíritu Santo, Señor Dios
y Dador de Vida. Como dice el Credo “que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el
Hijo recibe una misma adoración y gloria”. Por eso, dice San Agustín hermosamente, en la
Trinidad hay uno que es Amante (el Padre), uno que es Amado (el Hijo) y uno que es el Amor

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(el Espíritu Santo). Por eso también dice “Ves la Trinidad si ves el Amor”. Donde hay una
relación de amor, necesariamente hay alguien que ama, alguien que es amado y el amor
propiamente.

El vuelo del águila

Cuando la Tradición representó a los evangelistas, al referirse a Juan utiliza la imagen del
águila. Es que al leer al Apóstol San Juan, el discípulo amado, su teología tiene un “alto vuelo”
que sobrepasa a los demás como el vuelo del águila. Juan sondeó por los riscos más elevados
el Misterio de Jesucristo, quizás por estar más cerca de su Sagrado Corazón. Era uno de los
predilectos del Señor.

Por ello, San Juan, nos deja una de las frases más sólidas, significativas, condensadas y
deslumbrantes de toda la Escritura: “Deus Caritas est” (1 Jn. 4, 8). Ya lo venimos diciendo:
Dios no tiene amor (como si el amor estuviera en algún lado y Él lo tomara prestado), Dios ES
Amor. El Amor es su esencia, el Amor es su identidad profunda. La Trinidad es Amor y, como
mostramos, si la esencia es el Amor, demanda que no haya una sola persona. A su vez, el
Cristianismo, aunque debió pasar por el tiempo y la dificultad para explicarlo más claramente,
nunca dejó de afirmar un férreo monoteísmo: UN solo Dios, UN solo Señor. No hay tres dioses
sino un solo Dios Verdadero que existe en Tres Personas Divinas.

Para bucear en el Océano infinito

Quizás entendamos quién es el Espíritu Santo, quizás vislumbremos un poco más el


Misterio Trinitario, pero aún así continuamos siendo como los discípulos que encontró Pablo:
El Espíritu Santo no es alguien en nuestra vida.

¿Hablo con el Espíritu Santo? ¿Lo invoco antes de orar? ¿Lo invoco para amar, a Él que es
el Amor de Dios? Quizás puedo imaginar al Padre y adorarlo, quizás puedo arrodillarme frente
a un Crucifijo con la imagen de nuestro Señor, pero ¿rezo al Espíritu Santo? La dificultad viene
justamente por la dificultad de hacernos una imagen mental de Él o relacionarlo solo con
imágenes impersonales e imprecisas: una paloma, el viento, agua, fuego. Debemos pedir el
don de trascender y penetrar profundamente el Misterio divino. ¿Cómo? Justamente,
pidiéndole ayuda al mismo Dios. ¡Qué poco, débiles y pequeños somos! ¡Hasta para rezar
correctamente necesitamos del auxilio de Dios! Para hablar con Dios, necesito que Él me
ayude. Acá la clave de la batalla interior: Para vencer espiritualmente, necesito aceptar
profunda e insistentemente que necesito de Dios. Nuestra lucha espiritual, en definitiva, es
un constante reconocer que no puedo y que solo puede Dios. En tanto reconozco mi
debilidad, entonces ahí, cuando extiendo la mano al Cielo; Dios me responde y me salva.
Memorizá estas bellísimas palabras del Apóstol Pablo como una jaculatoria: “Cum enim
infirmor, tunc potens sum!”: “Cuando, en efecto, soy débil, ¡entonces soy fuerte!” (2 Cor. 12, 10)

Esto que te compartimos no es una “perlita” espiritual. Esto es un tesoro inigualable.


Pensemos un momento: ¿Qué sucede cuando se invoca al Demonio? ¿Qué sucede cuando un
grupo de personas se reúne para hacer un daño espiritual? Es probable que algo ocurra,
primeramente, se afectará el alma de quiénes hacen esa invocación maligna.

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Pensemos entonces: ¿Qué sucederá si invoco al Espíritu de Dios? Si invoco su poder, su
fuerza, su Presencia gloriosa, su fuerza divina, su fuego abrasador. Lo contrario a lo anterior:
Dios suscitará en mí una vida nueva, Dios me mostrará su Rostro con un fulgor único e
inigualable. Si invoco al Espíritu Santo, si vivo en Él, si lo recibo en los Sacramentos obrados
por su acción, si lo adoro como Dios que es; entonces, Él que es Dios y sondea los secretos
de Dios, me hará bucear por ese Océano infinito que es la vida divina, en la que estoy
sumergido desde el Bautismo. Gustemos, entonces, este grande Misterio. Meditemos esto
que hay ahora en nuestra mente y dejemos que encienda el corazón. Digamos al Espíritu
Santo en lo profundo del alma que venga a nosotros con su fuego abrasador, que queme
nuestras miserias y pecados y que dé aliento nuevo y calor a los dones que Él puso en
nosotros. Quizás te sirvan para rezar estas palabras del Santo Padre, el Papa Francisco:

“Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora
mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse
encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que
esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor».
Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús,
descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle
a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy
otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame
una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos
perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos
cansamos de acudir a su misericordia”. (EG 3)

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Deo omnis Gloria
Ave, Maria Purissima!
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