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1. Todas las citas referidas a la comisión de la verdad han sido extraídas de la página
web de la CVR: http://www.cverdad.org.pe y de Audiencias Públicas, folleto y tríptico
informativo.
134 Marita Hamann
II
que ha podido pasar íntegramente al terreno del lenguaje podría ser olvida-
do en la medida en que se sujeta a un discurrir del tiempo y, con el tiempo,
cambia de sentido sin dejar rastro. En esta memoria no habría fijación sino
apertura frente al devenir. En este sentido, eventualmente, se trata de recor-
dar para olvidar y, desde este punto de vista, hablar, recordar y olvidar
resultarían perfectamente compatibles con el perdón o la reconciliación. Si
todo fuese así, no habría necesidad, estrictamente hablando, ni de historia
ni de Casas de la Memoria. Si se piensa en ellas es porque de algún modo
ya se sabe que olvido va de la mano con el hecho de que no todo está
dicho nunca, de una vez y para siempre.
Se intuye que algo retorna siempre, retorna del modo imprevisto, una
suerte de fracaso del sujeto insiste sin que pueda indicarse que allí hay en
sentido estricto un sujeto que lo produzca o que lo constate, inclusive. Esto
es lo que Lacan llamará lo real; lo real es lo que vuelve siempre al mismo
lugar, la compulsión a la repetición que no es lo mismo que el retorno de lo
reprimido; en fin, se trata de la pulsión de muerte. Pulsión de muerte quiere
decir que hay un más allá del principio del placer y que ese más allá encie-
rra un goce. Hay el goce del mendigo, el goce del esclavo, el goce del
expoliado, el goce de aquel que piensa que todo le arrebatan sin que nadie
reconozca lo que le pertenece por derecho, el goce, entonces, del que se
deja arrebatar. Del que pierde todas las guerras y batallas a pesar, supues-
tamente, de haberlo tenido casi todo, o justamente por eso. Allí está el que
le arrebata sus bienes para confirmarle lo que casi, por poco, no fue, la
riqueza de la que, por un tris, no disfrutó. Hasta qué punto no son estos los
goces oscuros que conciernen al Perú, es algo para pensar.
Desde este punto de vista, aun cuando aquí no hay sujeto de la me-
moria en sentido estricto, es decir, un sujeto que actúa desde lo que sabe o
cree saber conscientemente, tampoco hay, propiamente hablando, un olvi-
do. Este es el terreno donde, a decir verdad, el olvido está ausente. Aquí se
sitúa lo inevitable, un imposible. Es la cifra del Destino. La pulsión de muer-
te no hace vínculo con el Otro. No es un intento de destrucción, es goce en
otro lugar, uno que no es el yo ni la conciencia pero que eventualmente se
percibe como sufrimiento, un sufrimiento al que, sin embargo, pareciera
que el hombre se aferra. Este goce es incompatible con la cultura. Respecto
de él solo a cada sujeto uno por uno le compete identificarlo y limitarlo.
Pero también la cultura, por su parte, puede y debe hacer algo para poner
límites a este goce. Después de todo, la cultura y sus manifestaciones servi-
rían, aunque parcialmente, para cercarlo. También, además, el amor y el
deseo, lo que hace lazo con el Otro, contienen su invasión.
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Esto quiere decir que el seno de toda cultura está habitada por sínto-
mas, por soluciones de compromiso, pero que los síntomas, cuando se
manifiestan, indican precisamente lo que no anda. Así, antes que reprimir-
los nuevamente o que condenarlos, se trata, en cada ocasión, de cernir el
impasse que se expresa, única posibilidad de sacar algún provecho de él.
No hay cultura sin conflicto, pero quizás sí las hay unas más estáticas, unas
más dialécticas. Unas más pasivas, unas más activas.
De todos modos, cabe la pregunta sobre si podemos, hasta qué pun-
to, hablar de una memoria colectiva. Lo que es indiscutible es que la Comi-
sión deberá efectuar un relato y que ese relato no puede atenerse a la mera
descripción de hechos. Un relato que pretende transmitir es el que rompe el
silencio y ubica el lugar en el que cada uno está inscripto, según qué deseo,
digamos, resulta en determinada posición, dónde estaba uno cuando aquello
sucedió. No podemos dejar de considerar aquí que, la verdad, es que el
sujeto no quiere saber nada de eso, de la verdad que le concierne.
“Esto no es algo que me ocurra a mí, le ocurre a otros, les afecta a
otros”, dice cada uno desde su encierro narcisista, mortífero como es. Para
citar un ejemplo reciente, me pregunto qué hubiese sucedido si hace dos
años no hubiese salido a la luz el primer vídeo que ponía en evidencia la
corrupción existente en el gobierno. Que existía, que por ejemplo los me-
dios de comunicación estaban controlados, pocos dudaban y, sin embargo,
sí dudaban. Algo en nosotros se resiste y no termina de creer, no termina de
dar por cierto lo que se revela. Es, por otra parte, el argumento que han
esbozado todos los que participaron en esto de más cerca, entre ellos, los
periodistas y locutores, para citar solo a algunos.
Fue necesario que el vídeo en cuestión se nos pusiese al frente para
que el camino trazado por la inercia se detuviese, para que el agujero de la
estructura saltase ante nuestros ojos y que nos sintiésemos implicados en
ello, obligados a pronunciarnos, para que el goce latente en todo orden
humano se sometiese a discusión, para que el exceso que contradice todo
ideal de gobernabilidad se pusiera sobre el tapete, con el horror, desde
luego, que eso causa. Después viene el escepticismo y la increencia o la
resignación, vale decir, el refugio renovado en un goce conformista. De eso,
todos somos responsables, cada uno desde el lugar que ocupa, donde quiera
que esté, más cerca o más lejos de las esferas del poder objetivo. Cabe
recordar que fue en este contexto que se planteó inicialmente la necesidad
de la instalación de una Comisión de la Verdad.
En efecto, la verdad es algo que solo se profiere en situaciones límite.
“La verdad no es saber, no se enseña sino que se profiere”, dice Lacan. Por
otra parte, y citando a Miller esta vez, “la historia somos nosotros”.
Encrucijadas de la política: ética y verdad 139
III
que cuando uno no expone lo que le sucede, puede hacer daño a los de-
más y a sí mismo.7 No dejan de ser llamativas, con todo, las relaciones con
una cierta idea del psicoanálisis. Seguramente, aunque puede que no se
reconozca, se puede rastrear aquí una influencia freudiana, así como en la
insistencia que se hace en evitar la repetición de los hechos a través de la
rememoración. Pero, si Freud abandonó la catarsis o la abreacción como
cura fue porque se encontró con que era insuficiente para develar el deseo
inconsciente. Se requiere una elaboración, sostiene Freud, en la que el su-
jeto se reconozca, se produzca, casi diríamos, en el entramado de su histo-
ria. De modo pues que la catarsis por sí sola no asegura en absoluto que se
libere el resentimiento que se presume en la víctima y que, por lo tanto, se
impida la repetición.
Recordar, además, no es necesario para las víctimas sino para el que
olvida. Si eso tiene que ver con una historia que nos concierne, entonces se
trata del presente para todos. ¿Qué podemos decir sobre él? Sobre el pre-
sente en el que nos hallamos, qué puede decirse que permita reanudar el
hilo del tiempo y propiciar un lazo social efectivo. La memoria interesa por
el horizonte que es capaz de establecer. Ello implica, como dijimos, a las
instituciones en su conjunto y a la legislación.
Por eso, no podemos dejar de tener en cuenta que, a contrapelo de lo
dicho y como se comprueba por todos lados, vivimos en la época del testi-
monio. Prolifera la literatura sobre el tema y, en especial, tenemos los
talkshow. Esta época pretende que la verdad pasa por la exposición descar-
nada del dolor. Si hay muertos, el hecho pasa por verdadero, si hay sufri-
miento, el hecho es verdadero. La verdad es verlo todo, saberlo todo. Es la
época en la que se supone que la verdad se desnuda.
No digo con esto que estoy en contra de las Audiencias Públicas. Digo
que hace falta desmarcarse de la fascinación extática que la muerte y el
horror producen porque, justamente, impiden pensar, mantienen una leta-
nía y, finalmente, reproducen el sufrimiento que se pretende expulsar. Es,
en buena cuenta, lo que, sin pretenderlo, revela la narración que hace la
revista del diario El Comercio arriba citada.
Digo más, si el relato del horror nos fascina es porque todos somos, al
fin y al cabo, víctimas. No hay la víctima, el victimario y el espectador. El
espectador participa de lo que ve, goza sin saberlo del hecho de creerse
liberado, a salvo, de sentirse, al fin y al cabo, indemne, de no ser el otro que
sufre. Si esta es la época del auge de las víctimas, ello debería hacernos
pensar de qué se trata en ese auge. ¿Será que cada cual rehúsa de ese
modo a reconocer de qué manera está también afectado por los hechos,
desde su propia vida, a través de su propio dolor? Entonces, la catarsis es
de todos pero sin que, en buena cuenta, se construya una verdad sobre el
sujeto. Una catarsis continua en la que se desconoce la propia participa-
ción. El masoquismo moral no es una ética, es goce. La verdad de la época
de las víctimas es que se satisface con eso.
Por otra parte, llama la atención el modo en que, tratándose de las
Audiencias Públicas, se haya puesto un gran cuidado en cada detalle con el
fin de impedir cualquier brote de violencia, como si esta fuese una amena-
za latente cuyo estallido hubiese que contener a cualquier precio.
Primero, como hemos reseñado, se espera de la catarsis individual y
grupal una exorcización de la violencia. Con esta finalidad, se impide toda
expresión del público e, inclusive, todo diálogo entre los comisionados y las
víctimas. Segundo, se apela a la identificación con la víctima como medio
de contener la agresividad y, entonces, propiciar “la superación de formas
de discriminación y celebrar la diversidad”.8 Tercero, en principio, tanto los
comisionados como el público están allí solo para “recibir el peso del dolor
del otro”; así, se buscaría que los testimoniantes se retirasen aliviados mien-
tras que la asamblea, receptivamente, se sumiría en el dolor.
Acoger el dolor del otro es necesario, pero no es seguro que la solem-
nidad y el silencio sean suficientes para hacerlo.
Llama la atención en especial la falta de diálogo. De este modo, la
víctima expone los hechos que le tocó vivir pero no se promueve una re-
flexión activa acerca de, por ejemplo, cómo interpreta el sujeto esos mis-
mos hechos, qué piensa a partir de lo que ha dicho respecto de su comuni-
dad, de la sociedad, del país, etc. En fin, no le está dado intervenir de modo
tal que pueda discernirse algo respecto de cuáles son sus posibilidades con-
cretas de acción sobre lo ocurrido. ¿Por qué no realizar las Audiencias Pú-
blicas bajo este formato? Teniendo en cuenta que, por varias razones, re-
sultaría más digno para quien testimonia. Al mismo tiempo que se lo escu-
cha, debería reconocerse que, muy probablemente, tiene desde ya una
interpretación de los hechos que describe y que puede dilucidar, hasta don-
de está en sus manos, las causas de los mismos y hasta plantear sus propias
alternativas de solución. La CVR se enriquecería si recogiese sus sugeren-
cias y, en buena cuenta, como hemos dicho, sus metas serían algo más
factibles de alcanzar si se considera las capacidades de acción de las que
disponen quienes testimonian. Ello, quizás, facilitaría ese proceso de recon-
ciliación que se quiere lograr.
Bajo el modelo actual, se corre el riesgo de que la víctima continúe en
su estado de víctima y, desde allí, no le quedaría más que reclamar justicia
o reparación, las que, si bien son necesarias, la dejan en la situación de
demanda al Otro, de dependencia respecto del Otro que, se supone, es el
que dispone de los bienes que reclama. La verdad de la víctima se reduce
al hecho de que, efectivamente, es una víctima. Está en desventaja, todo
depende del Otro. La demanda, de este modo, no hace más que acentuarse,
perennizarse, no se propende la participación activa del sujeto y, en ese
sentido, puede decirse que este tipo de asamblea más bien lo calla. Por el
contrario, la situación “impide pensar”, como reseñamos más arriba; no
está hecha para dialogar ni para reflexionar sino para compartir el dolor.
La solemnidad misma remite al silencio que se espera y que se supone
índice de respeto. El silencio remite a la pulsión de muerte. La pasividad es
más propia del objeto que del sujeto.
Todo relato es para un Otro que lo escucha, implica al Otro. Por eso,
inevitablemente, surge la cuestión acerca de qué me quiere el otro, qué
[objeto] soy para el Otro, por consiguiente, qué quiere de mí este que se
dispone a escucharme. Una respuesta bien puede ser: el Otro quiere mi
sufrimiento, el Otro quiere de mi la víctima que yo soy. En consecuencia, lo
que se obtiene es el goce de la víctima. Si fue objeto del goce invasor del
Otro, la pregunta sería ¿qué puede decir un sujeto sobre eso? No solo en
calidad de víctima, de objeto del ataque del Otro. De lo contrario, depen-
diendo de quien testimonia, es el goce de la víctima lo que se exacerba y
con el que, además, se nos pide que nos identifiquemos en una suerte de
expiación gozosa, un desfogue pacífico. Seguramente la situación es distin-
ta cuando quien rinde testimonio se niega a ocupar este lugar.
¿Hasta qué punto el llamado a la serenidad no es una forma de repre-
sión? Lo mismo que la insistencia en el valor educativo de las audiencias.
Se ha apostado mucho por este formato esperando que, gracias a él, la
reconciliación se produzca, casi, espontáneamente.
Encrucijadas de la política: ética y verdad 143
IV
Con esto también quiero decir que, desde cierto ángulo, no hay histo-
ria verdadera ni historia falsa. En todo caso, habría historias cínicas. Unas
pueden ser más verdaderas que otras pero cada una revela lo suyo. Otro
modo de decirlo es que cada una encierra la verdad sobre el modo de goce
en que se habita y que constituye los grupos humanos. El modo de goce es
algo próximo al estilo de vida.
Claro que eso no deja de tener consecuencias cuando se trata de la
interpretación a la que se acomodan los gobernantes. Dice Freud en “Ma-
lestar en la cultura” que, cuando los dirigentes no asumen el papel que
deben desempeñar, se producen las identificaciones de grupo que condu-
cen a la miseria psicológica de las masas. Los fenómenos de identificación
de masas atentan contra la cultura. Cultura implica un goce limitado; pro-
hibición de incesto y de asesinato. Así, la corrupción, por ejemplo, revela el
goce libidinal en el que se asienta el poder y lo muestra incapaz de regular
a la sociedad; los pueblos se hunden en el desamparo, se agitan y se re-
agrupan para defenderse o atacar.
VI
justicia, aunque la justicia sea siempre imposible; pero que sea imposible
no impide desearla, como también para Badiou la emancipación es impo-
sible pero eso no impide desearla”.
Igualmente, se puede desear la verdad, ¿por qué no? Ella supone
situar el límite de lo imposible mediante el cual las cosas pueden ponerse
en su lugar. Cuando cae lo que se suponía era un saber, cuando revela su
inconsistencia, se tiene una producción que, como tal, se volverá a reto-
mar; debe retomarse. La apuesta, de este modo, puede relanzarse. Como
dice Freud, no se puede invocar a los espíritus y salir corriendo después.