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LAS PUERTAS DEL HAMBRE

El viejo Jaimito tenía el cuerpo adolorido de tanto caminar, los nudillos de su mano
izquierda se quejaban con cada golpe que daba a la majestuosa puerta que se alzaba en el
palacio. Sus pequeños ojos cubiertos por una delgada tela, señal de unas inminentes
cataratas, nunca habían visto tanto lujo y esplendor. Respiró hondo, dio tres golpes
intensos a la madera y esperó.

—Dígame— un hombre envuelto en un traje pulcro de color negro abrió la puerta


mientras analizaba con la mirada al anciano. Hizo un mohín de desprecio al ver su
desaliñado aspecto, sin embargo, se esforzó por sonreírle.

—Muy buenas— el anciano Jaimito hizo una ligera reverencia— Me llamo Jaimito, para
servirle.

—Yo soy Grande, así me llamo— Grande exhibió su impecable sonrisa— Llamas a mi
puerta porque tienes hambre, ¿no?

—Sí, señor— Jaimito escondió su mirada bajo sus arrugados párpados— ¿Me puede dar
algo de comer? Veo que tiene detrás una mesa llena de comida.

—Usted no tiene que ver nada— su gesto se tornó sombrío— Pero te daré algo para que
no digas que no te ayudé—Jaimito le agradeció con una reverencia. Grande volvió con
un trozo de pan.

—Gracias— Jaimito extendió la mano, pero no recibió un trozo de pan, Grande había
pellizcado el borde y posó un trocito en su mano— Disculpe, ¿por qué tan poco? — Dijo
el anciano apretando su abdomen con la otra mano.

—No te quejes, tú eres pequeño y eso te va a saciar. — Grande engulló el trozo de pan.

—Somos del mismo tamaño, sólo que mi espalda se ha torcido de tanto trabajar. Además,
usted es sólo uno y tiene todo esto, — Jaimito extendió sus brazos — nosotros somos más
y no tenemos ni la mitad.

— ¡Cállate! —Los ojos de Grande se hincharon de sangre — El mal comi’o no piensa. Y


no compares, tú siempre serás pequeño y yo grande.

—¿Por qué no me ayuda? No le cuesta nada darme un trozo.

—Puedes volver mañana por más para que veas que te ayudo.
—Gracias.

Girando en su propio eje, Jaimito se alejó molesto por el trato recibido, sin embargo, el
pellizco de pan le había hecho salivar y su hambre despertó más. Por mucho que le doliera,
tenía que volver a tocar la puerta para que migaja tras migaja se le llenara el buche. En el
camino se iba apretando el abdomen con rabia e impotencia; miró a su alrededor y vio a
muchos más tocando puertas lujosas, soltó su abdomen y apretó el puño en el aire, los
demás lo vieron y empezaron a subir sus puños… La espalda de Jaimito comenzó a
enderezarse, ya no era sólo su espalda, sus ojos ya no eran sólo dos, su puño no era sólo
uno, su hambre no era sólo suya.

Clara Garriga Vargas


Estudiante de Trabajo Social

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