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Cuando Joan Scott, pionera de los estudios de género en los años setenta,
afirmó que «lo personal es político», reconoció una realidad que afectaba
y aún afecta no solo la vida de las mujeres, hasta esos años invisibilizadas
por la historia, sino también la manera en que todos nos insertamos en la
corriente de la historia: nuestras opciones o situaciones personales reper-
cuten en nuestra inserción en el mundo y, por eso, configuran el mundo. Y
también que lo político no es ni puede ser ajeno o completamente exterior
a lo personal. Ella, creadora e impulsora de los estudios de género desde
que publicara ese artículo seminal «El género: una categoría útil para el
análisis histórico»,3 dio en el clavo abriendo a la mujer un espacio para lo
personal en lo político.
Quiero comenzar con lo personal, que mirado en perspectiva histórica
es también político, como dice Scott, en el sentido de que las transferencias
1 Conferencia ofrecida en el marco de la inauguración del año académico 2019 del Depar-
tamento de Ciencias Sociales de la Facultad de Educación, Ciencias Sociales y Humanidades
de la Universidad de la Frontera.
2 Doctora en Historia por la Universidad de Stanford y académica del Instituto de Investi-
gaciones en Ciencias Sociales de la Universidad Diego Portales.
3 Joan Scott, «El género: una categoría útil para el análisis histórico», en James S. Ame-
lang y Mary Nash, Las mujeres en la Europa moderna y contemporánea, Valencia, Edicions Al-
fons el Magnànim, 1990, pp. 23-58.
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4 La frase en realidad fue acuñada por Carol Hanisch en un ensayo publicado en 1970.
Hanisch fue integrante del grupo New York Radical Women y figura prominente del Movi-
miento de Liberación de las Mujeres de EE. UU.
5 Joan Scott, Gender and the Politics of History, Nueva York, Columbia University Press,
1999, p. 24.
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6 Argo fue estrenada en 2012 bajo la dirección de Ben Affleck y obtuvo el Óscar ese mismo año.
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Entonces entendí que solo podemos hacer aquello que nos hace sen-
tir bien: aquello que satisface nuestras inquietudes intelectuales, pero
además es consecuente con nuestra personalidad y responde a nuestras
preguntas más profundas; aquello que nos hace reconocer que estamos
perdidos frente a ciertos desafíos para los que no tenemos respuestas. En
esos años, no quería ser una persona pública y mis preguntas intelectuales
exigían más que solo recurrir a la Enciclopedia británica.
Me pareció entonces que el camino sería estudiar historia. Y así lo
hice. A poco andar, entendí algo que espero también ustedes ya habrán
comprendido y es que la carrera no «enseña» la disciplina. No es que no
aprendí nada de historia. Aprendí mucho, pero, sobre todo, aprendí que
la historia no es una relación de sucesos ni hechos ocurridos en el pasado,
sino una disciplina de las humanidades que nos inserta en la intersección
entre pasado y futuro y, en consecuencia, nos permite comprender o al
menos intentar comprender nuestro presente con las perspectivas que da
el tiempo.
Estudiar historia, con los grandes maestros que tuve, me abrió esa
puerta. Y digo los maestros porque Mario Góngora, Gonzalo Izquierdo y
Ricardo Krebs no fueron profesores en el sentido que hoy entendemos:
alguien que entrega un conocimiento que otros aprenden. No era aún el
momento de las calificaciones según el número de papers ISI o Scopus pu-
blicados en revistas indexadas, de la evaluación por número de citaciones.
Con todo el respeto y agradecimiento que les tengo a los proyectos Fon-
decyt, aún no se sometía a los investigadores a un proceso de selección
por desempeño de ese tipo. Eran maestros porque cuando hablaban de
historia no solo enseñaban contenidos históricos o historiográficos, sino
que conjugaban ese conocimiento con las virtudes intelectuales, el senti-
do humanista, y la visión creadora y transformadora de las humanidades
para la cultura y la sociedad. La historia, así entendida, era una disciplina
de las ciencias sociales. Debía ser una contribución a pensar y tal vez cam-
biar una sociedad que enfrentaba una de las peores crisis de su historia en
términos no solo políticos sino también valóricos. La dictadura, de hecho,
era más que un sistema político alternativo a otro; un sistema económico,
alternativo a otro. Era un cambio cultural, pues desde lo político y lo eco-
nómico lo que se proponía era un nuevo esquema de valores.
El neoliberalismo, podemos constatarlo hoy, ha cambiado radicalmen-
te las prioridades de gran parte de los chilenos. Lo que el dinero sí puede
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8 Clifford Geertz, The Interpretation of Cultures, Nueva York, Basic Books, 1974.
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hasta el día de hoy. Todo está ahí en potencia; la nación se forma en medio
de la guerra que le da consistencia. La clase dirigente va construyendo el
Estado consciente de que la modernidad republicana es riesgosa; controla
al pueblo. Le da y le quita. Negocia con la Iglesia católica, también usando
su poder de coerción sobre los fieles. El orden social y político es la meta
y garantía de su lugar de poder. La clase dirigente no tiene más alternati-
va que creer en la democracia; hacia fines del siglo xix no puede evitarlo.
Menos aún en el siglo xx. Pero cree más en el orden social y en su autoasig-
nado rol de defenderlo y, en consecuencia, detentar el poder político como
misión histórica. La inclusión social y política del pueblo, la democracia
en nuestra conceptualización contemporánea, no estaba en su horizonte.
Tendría que diversificarse, pluralizarse con nuevos actores mesocráticos o
contaminarse con la ideología social, social-cristiana y marxista para que
el sistema político viera verdaderos demócratas en sus filas. Por cierto, no
logró romper el ethos de clase dirigente que la había acompañado durante
su historia.
La dictadura no era una fatalidad histórica; no existen las fatalidades
históricas. Sin embargo, el marxismo en un contexto de guerra fría evi-
dentemente actualizó esa potencia no digo solo antidemocrática sino de
desconfianza hacia la democracia que fue fundacional al Estado de Chile.
También la confianza en que el Ejército y las Fuerzas Armadas, histórica-
mente fieles y funcionales a la preservación del orden, serían las que lo-
grarían restablecer un orden alterado. La seducción de un orden, como titulé
mi primer libro.9 Lo demás es historia conocida.
Los he enfrentado a esta historia, probablemente archiconocida, tan
solo para aproximarme a mis reflexiones finales. En primer lugar, que esa
pregunta fundacional de mi investigación en torno a la democracia surgió
también de mi inclinación hacia el mundo intelectual. Hacia las ideas po-
líticas. Entendí, y lo he comprobado en las décadas siguientes con mi acer-
camiento a la historia intelectual y la historia conceptual, que las ideas no
operan en un vacío como equivalentes a la filosofía. No se trata de textos
fijos en el tiempo, que responden a preguntas eternas, cuyo significado te-
nemos que desentrañar. Debemos verlas como parte del discurso o del
lenguaje de una comunidad intelectual que vive su temporalidad, dentro
9 Ana María Stuven, La seducción de un orden. Las elites y la construcción de Chile en las polé-
micas culturales y políticas del siglo xix, Santiago, Ediciones de la Universidad Católica de Chile,
2000.
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10 Ana María Stuven y Gabriel Cid, Debates Republicanos en Chile. Siglo XIX, Santiago, Edi-
ciones Universidad Diego Portales, 2012.
11 Javier Fernández, «Historia, historiografía, historicidad. Conciencia histórica y cambio
conceptual», en Manuel Suárez (coord.), Europa del sur y América Latina: perspectivas historio-
gráficas, Madrid, Biblioteca Nueva, 2014, pp. 35-64.
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