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Migrar por amor

María se enamoró por internet a finales de 2014. Fue en la red


social Facebook donde conoció a Marcos, su actual pareja. “De hecho yo
siento que todavía no lo he conocido, porque él no está acá,” cuenta.
Con “acá” se refiere a México, el país natal de su pareja, a donde ella se
mudó. “Él es de Jalisco, pero radica en Estados Unidos”, cuenta.

Marcos le envió una solicitud de amistad y ahí empezó todo: los buenos
días, los mensajes constantes, la amistad virtual. “Entonces empezamos
a platicar y a hacernos amigos y conforme fue pasando el tiempo como a
los tres meses me dijo, “oye, yo sé que estoy muy lejos, tú estás muy
lejos, pero yo siento algo por ti y te propongo que seas mi novia”. La
propuesta sacudió a María. No respondió de inmediato, lo pensó y luego
aceptó ese amor que le proponía un migrante mexicano en Estados
Unidos. 

Dos meses después y a través de una videollamada, le propuso


matrimonio. “Me dijo “yo quiero que seas mi pareja porque eres muy
linda, eres una persona muy trabajadora” y yo le dije “¡Ay no!”. Me
sonrojé y me dije a mí misma: yo siento que quiere algo serio porque a
pesar de que está a la distancia me lo propuso“, relata María con la
misma emoción de hace cuatro años, cuando sin haberse conocido aún
en persona le dio un sí por respuesta.
En un contexto de falta de oportunidades e inseguridad, María y su
pareja planearon el viaje de ella y su hija a Jalisco, México. La decisión
de María no fue única en un país con una alta tasa migratoria. En 2017,
1.117.355 personas emigraron de Guatemala, de acuerdo a cifras de la
ONU, lo que supone que un 6.6% de la población del país vive en el
exterior. Las mujeres eran más de la mitad de las personas migrantes,
50.26% del total.

Primero María intentó el trámite por la vía legal, “por el lado bueno” dice,
pero este fue prácticamente imposible. “Mi pareja me estuvo apoyando
en eso del trámite, papeles y todo a distancia, pero lamentablemente en
la embajada mexicana me negaron la visa”. Intentó con la visa de turista,
pero tampoco lo logró. 

Luego de varios intentos María se cansó del rechazo y llegó el desánimo,


dejó de insistir. Durante todos esos trámites conoció a un taxista, quien
sería clave en su ingreso a territorio mexicano. Un día “le dije al taxista:
pues estoy tratando de irme a México y pues no me dan la visa, y me
dice “oiga, yo he ido a México, yo tengo familia en México ¿y si se pasa
por la aduana?””.
Una cocina donde se cuenta la migración venezolana a la luz del fogón

En Barranquilla, Colombia, una hermandad creada entre mujeres colombianas y venezolanas ha


conseguido unir esfuerzos para recibir a los venezolanos y las venezolanas migrantes con una
comida caliente, brindando un lugar de apoyo donde también se comparten historias de
migración.

El sonido de los cuchillos contra la madera de las tablas de picar


comienza puntual todos los jueves a las 11 am. Ya las colombianas
Sandra Milena Vesga y su madre Carlina Sánchez han decidido junto a la
venezolana Maicler Fuentes cuál será el menú de la cena en el comedor
del barrio Simón Bolívar en la ciudad de Barranquilla, en el norte de
Colombia.

“En el comedor recibíamos primero, hace tres años, entre 12 a 14


habitantes de la calle, pero al ver el éxodo venezolano, se fueron
cediendo los cupos para que atendiéramos primero a 21 venezolanos.
Hoy llegamos a entregar más de 80 cenas los jueves”, cuenta Sandra,
quien antes de coordinar el comedor era oficinista en un banco local. Hoy
Sandra es una de las incansables lideresas de este espacio creado por la
organización civil Venezolanos en Barranquilla. Sandra, con su dulzura,
atiende con preocupación a los niños que llegan con sus padres, y está
pendiente de todos los detalles. “Qué pena si hoy estoy regañona”,
agrega afanada mientras se ocupa de todos por igual.

Ese día prepararán una cena básica de arroz con sardinas, papas
cocidas y papaya picada que será acompañada con una bebida dulce de
panela. Desde el nacimiento del comedor, Sandra ha prestado la
pequeña cocina de su casa para preparar los alimentos, y varias mujeres
migrantes venezolanas se han unido poco a poco para acompañarla en
esta hermandad de colaboración social para tender la mano a los recién
llegados.

Después de preparada la cena, juntas, contratan un bicitaxi – unos


vehículos de tracción humana, mezcla de un taxi con una bicicleta – 
para llevar las porciones y el termo con la bebida hasta la plaza de la
Iglesia Santa Marta donde tiene sede el comedor, a pocas cuadras del
lugar.

El área de labores de la casa de Sandra está junto al patio, que esa


mañana hierve del calor y una humedad solo apaciguada por corrientes
de aire de un ventilador que atraviesan los calados del pequeño espacio,
donde se cocina la esperanza.

“Estamos solicitando una ayuda porque la estufa está ya en muy malas


condiciones. Se está cayendo poco a poco”, dice Sandra mientras mueve
la destartalada cocina a gas, y se puede verificar que realmente solo se
mantiene en pie gracias a unas tablas improvisadas. El comedor está a la
espera de que la estufa sea renovada con alguna donación que reciban
este semestre. 

Quien lidera las labores de la cena es Carlina, una mujer de cabello


corto, canoso y portadora de una sonrisa que rara vez borra de su rostro.
Aunque sufre algunos problemas de movilidad en su cuerpo, estos no le
impiden ponerse al frente del fogón. Es la mayor de las tres cocineras, y
todas consideran que tiene la mejor sazón del grupo. También es quien
entona boleros con letras que cuentan historias de amores contrariados,
versos que de vez en cuando le hacen soltar más de una lágrima a
Maicler, quien apenas recuerda el hogar que dejó atrás en Venezuela e
inevitablemente evoca la nostalgia.

“Mi hija, la mayor, finalmente llega a fin de mes, porque yo me vine con
mi hija menor y con mi esposo. Pero mi padre y los más viejos no pueden
venir porque ya están muy mayores,” dice Maicler. “Venezuela se ha
llenado de veredas y pueblos fantasmas. Todos los jóvenes y niños se
han ido. De las veinte casas de familia que habían en el poblado de mi
papá, solo quedan cinco habitadas por los ancianos en Aragua”, en el
centro norte de Venezuela, cuenta Maicler, quien en sus “buenos
tiempos”, según dice ella, se dedicaba a ser modista profesional y
repostera. Su personalidad desprende un aura de cariño; es alta,
robusta, tiene el cabello color café y largo hasta por debajo de los
hombros, sus ojos tienen forma almendrada y le gusta lucir ropa en los
coloridos tonos del trópico.

Colombia es el principal país en número de arribos de personas


venezolanas, por ser vecino de Venezuela y porque se ha convertido en
una zona de tránsito para quienes se dirigen a otros países
sudamericanos, donde buscarán empezar una nueva vida. De acuerdo
a cifras del ACNUR, a Colombia han llegado 1.447.171 personas
venezolanas refugiadas y migrantes, hasta el 2 de septiembre de 2019;
de estas el 48% se encuentra con estatus migratorio irregular. 
La Colectiva: mujeres migrantes en el sur de México, más allá de la
prostitución y la trata de personas
Un relato donde confluyen la regulación y la informalidad, la protección y
la persecución, la exclusión y la sororidad, las opresiones y las
posibilidades.
En Tapachula y Huixtla, dos municipios en la frontera sur de México,
decenas de mujeres migrantes trabajan de día y de noche en el comercio
sexual. Su presencia es parte de la cotidianidad de ambas ciudades,
incluso para las autoridades locales. 

La socióloga y periodista Laura Aguirre viajó al lugar para conversar con


dos mujeres sobre cómo es ejercer a diario el trabajo sexual en una zona
donde confluyen la regulación y la informalidad, la protección y la
persecución, la exclusión y la sororidad. Y cuenta la historia en este
podcast:
Cuando se habla de mujeres que reciben dinero a cambio de sexo, las
emociones suelen instalarse a flor de piel. Eso me pasó a mí cuando, en
el 2011, decidí investigar y hacer una tesis de doctorado sobre las
mujeres migrantes centroamericanas en la llamada “prostitución” de la
frontera sur de México. 

Inspirada por varios materiales periodísticos y documentales, llegué a la


frontera sur con una idea muy clara: esas migrantes no solo eran
expulsadas de sus países, sino que también caían en manos de mafias
que las explotaban sexualmente. En otras palabras, eran víctimas de la
trata de personas. Pero conforme fui conociendo de primera mano el
contexto geográfico, las leyes y a las trabajadoras sexuales, me di cuenta
La niña colombiana

Una niña de huesos finos corrió por el escenario para unirse a sus
compañeros de crew y seguir la coreografía a la perfección. El público
aullaba mientras un monstruo de túnica negra, inmenso, la persiguió y
alzó en el aire. Ella gritó y pataleó. El video en Youtube la muestra con
una sonrisa limpia, pelo por encima de los hombros y pies ágiles. Con
seis años Camila era la integrante más pequeña de la tribu
urbana Universal Soul Crew.

Fue en 1999 cuando su familia incursionó en el hip hop, y el 25 de agosto


del mismo año que nació Camila en Cartago, una ciudad del Valle del
Cauca, en Colombia, donde la temperatura nunca baja de los 20 grados.
Su infancia fue de juegos callejeros, entrenar todos los días después de
la escuela, e ir a la Iglesia los domingos; pero también de mucha
violencia: “De chica me encontré con el ambiente de las drogas y el
machismo. De salir a la puerta de mi casa y (ver que) se estaban dando
a los tiros, y que en la esquina haya un muerto”.

Camila cuenta que en Colombia se gana muy poco, un salario mínimo.


“Si te da para pagar el alquiler, no te da para comer”. Allí, sus padres
nunca tuvieron un trabajo fijo y vivían estresados por la falta de comida:
“Era muy triste verlos llorar; o con mi hermano tener un pan con
salchichón y ellos no tener nada que comer”. La familia se preguntaba
cuánto más aguantaría así. Hasta que un primo de su padre, que ya se
había ido, lo alentó a mudarse a Uruguay, donde “hay trabajo y se vive
más tranquilo”. No lo dudaron. 

Pero lo que hizo que la vida de Camila tomara un rumbo impredecible fue
el secuestro de su prima Jiseth. Tenía ocho años cuando se llevaron a la
fuerza a esa adolescente que era como su hermana mayor. Ahí, la mente
de Camila “empezó a ser otra. Seguía siendo niña, pero ya no tan niña”,
cuenta. No la volvió a ver nunca más ni supo nada de ella. Vivir con ese
horror era agobiante.

En un país con más de cinco décadas de conflicto armado, “la guerra y la


matanza eran constantes. Yo veía y percibía la muerte todo el tiempo”,
recuerda Camila. A esto ella suma la falta de comida y de trabajo; el
machismo en las calles y en las casas. El miedo, siempre. Múltiples
monstruos que expulsaron de Colombia a Camila, su familia, y otros
miles de colombianos. Según datos del Ministerio de Relaciones
Exteriores de Colombia, para el 2012 habían 4,7 millones de
colombianos viviendo fuera del país y entre 2012 y 2015, Colombia fue el
país de Suramérica con mayor número de población residiendo en el
exterior.
De Venezuela a Argentina, con un juguete en la mano
Cómo migran, cómo llegan y cómo se integran los niños, niñas y
adolescentes venezolanos en Argentina

Más de 7.308 kilómetros separan a Claudia Gil de la ciudad donde todos


los años iba a vacacionar con sus abuelos. Hace dos años cambió la
eterna calidez del trópico por el rumor de una ciudad que no da tregua, al
igual que su clima, para aquellos que por primera vez se enfrentan al
invierno en el país del fin del mundo.

Claudia tiene 15 años y desde hace dos vive en la ciudad de Buenos
Aires. Su familia migró de Caracas, hace tres años, debido a la
enfermedad de una de sus hermanas. Ahora vive con su padres y sus
hermanos en un pequeño departamento en Balvanera. A pesar de su
aparente timidez ahora que está en Argentina ha logrado hacer nuevos
amigos, pero una parte de ella sigue en Venezuela, donde aún viven su
abuelo y algunos de los amigos de los que ni siquiera pudo traer los
recuerdos que le dieron en su último día. La adolescente es una de las
más de cuatro millones de personas venezolanas que hoy siguen sus
vidas fuera de las fronteras de su país, movidas por la crisis sociopolítica
de los últimos años. Este desplazamiento no tiene precedentes en
América Latina. 

“No somos una región que haya pasado por una situación similar, de esta
magnitud. Estamos hablando de cuatro millones de personas
venezolanas que están fuera de su país”, dice Analía Kim, coordinadora
de comunicación de la oficina del Alto Comisionado de las Naciones
Unidas para los Refugiados (ACNUR) para Sudamérica.
Migrante es la persona que se muda a otro país de forma voluntaria y
refugiado es quien lo hace porque no tiene otra opción, porque se ve
forzado a huir. En el caso Venezuela, el límite es cada vez más difuso.
Para ciertos perfiles de venezolanos en situación de riesgo aplica la
Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951. Y la mayoría
de los venezolanos están efectivamente en necesidad de protección
internacional de acuerdo a la definición ampliada de refugiado definida en
la Declaración de Cartagena para América Latina. Huyeron de su país de
origen porque su vida, su libertad o su seguridad están en riesgo de ser
violentadas. Si bien muchas personas venezolanas cumplen con los
requisitos para solicitar asilo en otros países y ser reconocidos como
refugiados, no lo hacen. Usan otras formas de regularizar su residencia
en otros países y poder acceder a trabajo y servicios sociales, según el
Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados
(ACNUR). 

De los más de cuatro millones que salieron de si país, sólo 600.000
venezolanos solicitaron formalmente asilo en el extranjero, en su mayoría
en países vecinos de América del Sur, según el ACNUR, hasta agosto de
2019. 

Todos los días miles de familias huyen de Venezuela. Argentina es el
quinto país más elegido por los venezolanos para radicarse y trabajar,
según ACNUR. Entre 2009 y 2018 llegaron 130.820 personas, de las
cuales el 53,91% entró al país el año pasado, de acuerdo con cifras
oficiales publicadas por la Dirección Nacional de Migraciones Argentina.
No existen suficientes datos desagregados sobre la migración de niños,
niñas y adolescentes en Argentina, aunque también han resultado
afectados por este fenómeno.

Los niños, niñas y adolescentes son actores centrales en muchos
procesos de migración. De las 70,8 millones de personas desplazadas
forzadas del mundo, cerca de la mitad son menores de 18 años. Sin
embargo, no solemos escuchar sus voces. Muchos hablan de la
migración de los adultos, pero pocos tocan el tema de la niñez migrante. 
Para conocer cómo es la experiencia de migrar e integrarse a un nuevo
país durante la niñez y adolescencia entrevistamos a Dylan García, de 5
años; Sara Castillo, de 7 años; Samuel Castillo de 12 años; y a Claudia,
de 15 años; y a sus madres. Estos son
sus relatos.

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