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MITO YANOMAMI DE LA CREACIÓN

La población indígena más numerosa de América del Sur y que habita en la selva tropical de
nuestro país es la Yanomami. Estas comunidades indígenas conforman un grupo etno-lingüístico y
de cazadores recolectores, habitantes de la selva amazónica, que practican la agricultura de
conucos. Está integrado por varios subgrupos con rasgos socio-económicos similares, que se
encuentran distribuidos al sur de Venezuela y al norte de Brasil. En la lengua indígena “Yanomami”
significa “gente” o “persona”.

Los Yanomami sostienen la creencia de que existió un gran incendio y diluvio universal, realizado
por Wasulumaní, guardiana celeste del fuego y por Sahelí, el pez temblador. Con el objetivo de
conocer nuestra historia, compartiremos a continuación el siguiente relato:

Mito Yanomami: Creación del Mundo. (Extraído de: Floresta Amazónica, Separa Cultural de la
Revista Amazonia. Parlamento Amazónico Venezolano Año 1, N° 3)

Cuando la tierra estaba llena de gente y en el mundo no cabían las personas, bajó a la tierra
Wasulumaní, la Guacamaya Roja. Todo el fuego que había en la tierra y en el cielo era propiedad de
Wasulumaní. Ella vive arriba en el cuarto cielo, que es el cielo de los viejitos que siempre tienen frío
y Wasulumaní los calienta con su fuego rojo. Porque en el cielo el único fuego que existe, lo tiene
Wasulumaní, que es la guardiana celeste del fuego. Cuando los animales eran gente y hablaban,
Wasulumaní había confiado una parte de su fuego celeste a Ibarame, el caimán cocodrilo.

Se decía que quien flechara a Wasulumaní, se quemaría de inmediato y prendería fuego a todo el
mundo entero, porque el vientre herido de la Guacamaya Roja, saldría todo el fuego que hay en el
cielo, en la tierra y en los árboles Pooloi. Pero cualquier Guacamaya Roja no es Wasulumaní, ésta
baja muy raras veces a la tierra, se le distingue por sus colores brillantes como el mismo fuego y no
se la puede mirar fijamente. Además del calor, Wasulumaní también da luz. Antes, mucho antes, ni
el sol ni la luna daban luz alguna, porque todavía eran gente también.

Cuando Wasulumaní alumbraba al mundo, todas las cosas eran blancas o negras. No podían ser de
otro color brillante, pues si así fuera, ofendería a Wasulumaní. Hoy Wasulumaní no se irrita ni se
ofende si ve a los indios Sanemá pintados de rojo y con plumas de colores que le adornen, pero el
buen Sanemá no debe pintarse ni adornarse con colores muy chillones, sólo con plumas blancas y
negras, con esto está seguro de no ofender a Wasulumaní.

Con tanta gente en el mundo los Sanemá olvidaron las normas de Wasulumaní y mataron muchos
pájaros bonitos de colores brillantes. Pero cuando celebraron y bailaron el baile sagrado de cacería,
desaparecieron dentro de sus propios adornos, hechos con aquellos pájaros cazados.

-Cuñados ¿tiene ustedes tabaco para mascar?

-ahí lo tienes, -le dijo un cazador- lanzándole su propio rollo de tabaco.


Wasulumaní atrapó al vuelo el rollo de tabaco con sus patas, lo metió en su pico y comenzó a
mascarlo, como lo hacen los propios Sanemá. Los cazadores comenzaron a cargar sobre sus espaldas
la hecatombe de los brillantes pájaros y cuando ya se alejaban, Wasulumaní levantó entonces el
vuelo y al momento de desaparecer hacia el poniente rojo, abrió su ano y furiosa dejó escapar todo
el inmenso chorro de heces que tenía en su vientre. Arrojó al mismo tiempo de su boca el rollo de
tabaco y gritó a los cazadores:

-¡óiganlo!, ¡óiganlo!, ¡óiganlo!

Los cazadores se pusieron alerta para escuchar

-¡¡¡Vvvvvúúúú… vvúúú… Vvvvvúúúú!!!

Al caer en la tierra, las heces calientes de Wuasulumaní incendiaron todo el mundo, el incendio
devoraba la selva entera y avanzaba contra los cazadores. El fuego devoró la selva, devoró a los
cazadores y a las aldeas, los campamentos, devoró a sus moradores y todo, todo en la tierra.

Quemó los cerros y las montañas, incendió y destruyó las sabanas y las selvas. Todo el mundo se
convirtió en un montón de cenizas, carbón y cuerpos chamuscados, cuando el fuego llegaba a los
ríos, mordía el agua y cortaba en dos corrientes, pasaba a seco el lecho del río y luego las aguas se
volvían a juntar.

Sólo un hombre llamado Pootilí y su mujer Waipilishomá, fueron los únicos que se salvaron del
incendio. Estaban cazando, pero Pootilí no mataba ni flechaba pájaros, ni se adornaba con sus
plumas multicolores.

Cuando oyeron el ruido del terrible incendio, se hundieron en la cueva de un cachicamo o tatú. El
tatú los albergó, tapando la boca de su cueva con arcilla mojada y ahí quedaron enterrados hasta
que el fuego consumió toda la tierra. Cuando se acabó el incendio mayor, la tierra entera humeaba
y apestaba por los cuerpos mal quemados. Pootilí y Waipilishomá no podían respirar ni en su cueva
ni afuera, en la superficie de la tierra, todo era un hedor insoportable. Entonces el pez temblador dio
una terrible sacudida y lanzando un rayo grande, hizo crecer todos los ríos y abrir todas las nubes.
Reventó todas las reservas de agua en el mundo, selvas y montes quemados, las aguas con su
corriente, arrastraron montones enormes de huesos y cuerpos. Las aguas del diluvio sonaban a
huesos ¡¡krrrrrrraaaak, krak, krrraaaak, krak!!!

Pootilí sorprendido por la primera fuerza de la inundación, hizo una balsa con los árboles caídos y se
montó en ella, no sin antes haber recogido una buena provisión de frutas silvestres que el agua
llevaba flotando. Su mujer, Waipilishomá, corrió cerro arriba, con un tizón encendido en la mano y
frutas silvestres en la otra.

Cuando las aguas del diluvio y la inundación fueron cubriendo el cerro donde había subido
Waipilishomá, ella se metió con su tizón en el hueco de un árbol que no se había quemado en el
incendio. Ese árbol era Huiwán, de hojas siempre verdes que no caen al suelo ni se secan por eso el
árbol Huiwán, viene con un híkola al pecho del shamán.

Waipilishomá tapó con tierra dura la boca del hueco del Huiwán y cuando el agua comenzó también
a colarse en su refugio, amasaba la tierra seca con el agua y cerraba la entrada del hueco del árbol.
Sobre el Huiwán, se encaramó en Paují Colorado o Manashí. Manashí es también el híkola que va
también en último lugar en el pecho del shamán en sus ceremonias.

El agua llegó hasta la copa del Huiwán y Manashí allí se sostenía, con su cola hundida en las aguas
del diluvio. Pero en un momento, el diluvio se detuvo, porque Manashí levantó la cola del agua, cantó
tan fuerte que su canto se oyó por toda la tierra. Cesó la lluvia y la crecida de los ríos desbordados.

Pootilí navegaba tranquilo encima de su balsa.

Las aguas empezaron a bajar poco a poco y la cola hundida de Manashí también empezó a aparecer.
Cantó de nuevo y se remontó a la cima de las montañas que iban emergiendo por encima del agua.
Pootilí vió desde su balsa que Manashí volaba libre y sintió hambre, pues ya estaba harto de frutas.

-Ya está secándose la tierra- dijo.- Ya me salvé. ¿Pero dónde estará mi mujer?

Todos lo paujíes colorados comenzaron a cantar y de las tierras quemadas llenas de cenizas, nacieron
de nuevo selvas y selvas, frutas y más frutas y animales muchos animales.

Pootilí vio que estaba ya con su balsa en la tierra seca, en la cumbre de un altísimo cerro y al pié un
árbol sagrado verde. Oyó dentro del hueco del árbol y llamó:

-¿Quién está ahí?

-Soy yo- respondió Waipilishomá

Sólo Pootilí y Waipilishomá quedaron vivos en el mundo de entre todos los hombres Sanemá.

Todo los demás se habían quemado o ahogado. Sólo quedaron ellos y antes de un año, Waipilishomá
parió un varón y luego una hembra. A los dos llamaron con los mismos nombres de aquellos primeros
hermanos que antes del diluvio Waipilishomá había favorecido supliéndose de la sangre de onoto:
Sorekei y Kablokumá. Fueron también estos los únicos hermanos que se casaron. Si volvieran a
casarse otra vez dos hermanos, habrá de nuevo un gran incendio y diluvio universales.

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