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Mis hijos
Agradecimientos a:
Revisión.
“Se llamará como el santo al cual es dedicado este día en el almanaque Bristol, ese
será su nombre; así quiere la divina providencia por ser varón”. Hay que cuidarlo y
pedirle a Dios que la mamá se recupere de esa debilidad palúdica que la acompaña.
Su cuerpo lánguido y amarillento, apenas se sentía respirar muy lento. Acompañado
desde la distancia por el graznido melancólico del tautáco.
-Hay que buscar una madre de leche a este muchacho. -Dijo la comadrona- Mientras
la mamá se recupera, de lo contrario puede dejarnos solos; se lo pegó a la teta de la
moribunda, para que el bellaco no gritara tanto y tragara los primeros sorbos.
“- ¡Qué ironía de la vida!, decían en casa. -Esta mujer siempre recibe en los brazos a
sus hijos después de dibujarlos nueve meses en su vientre, lleva el color de su piel y
se parece tanto a ella, aunque actuará diferente. No puede verlo, besarlo, abrazarlo,
darle el cariño que una madre quiere a su recién nacido. Por ahora imposible, pero
bueno, este nació para grandes cosas; pueda ser que la vida le dé a ella la
oportunidad para seguir con sus carajitos”.
-No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”, Aquilina Carrero debe
levantarse con todas estas aguas de yerbabuena, albahaca y pronto alivio. -Replicó
la comadrona. Esa muchacha la recibí siendo muy niña. Su madre María Pérez tuvo
una suerte parecida. Las fiebres altas se la llevaron de este mundo y la niña rodó de
tío en tío hasta que la recogí, le hice unos vestidos a pura mano con aguja, la
muchachita salió muy obediente, aprendió rápido los oficios; bueno, era mi mano
derecha, la quería como si fuera mi propia hija, ¡quién no aprecia a una muchacha
que crece en casa junto a los hijos naturales! Después de la Guerra de los Mil Días
no supe más de sus tíos, seguramente murieron peleando; su única familia éramos
nosotros, aquí compartíamos todo; si un topocho había en la mesa, era para todos y
en partes iguales, nadie debía aventajar a otro. Pobres pero justos, sin hacer daño a
los demás, como principio cristiano que siempre transcendió de abuelos a padres, a
hijos y a nietos. Bueno, en fin, a cada uno de los que compartíamos debajo de esta
enramada de palma; todos estos los aprendió ella desde niña, mujer obediente y
llanera igual al tamaño que se le presentaba.
A medida que el sol se levantaba coqueto entre mantos rojizos pincelados por encima
de los pajonales; extendiendo sus largas alas sobre el silente y hechizado
serpenteado de los mil caminos llano profundo, donde el terso cielo hace notar más
verde la sabana: inmensa, grande y majestuosa. Dependiendo unos de otros: del sol
los pastizales; de los pastizales los animales; de los animales el llanero, que de tanto
tomar café, le dio a la piel el color. Quienes morían abonaban nuevamente el suelo de
la vida; todo se movía a ritmo silencioso pero continuo; la vida fluía en cada ser y
cada uno hacía lo que se le daba la gana para disfrutarla; unos sufrían, otros
gozaban. Le otorgaban a la existencia la sazón de lo que querían ser, a donde
querían ir, nadie lo impedía. En fin, de forma individual se era responsable del destino
en este edén donde se vuelve mutuo el cariño del cielo con los chaparrales a lo lejos;
allá se besan con deseos, con ansias, con las mismas ganas, en desenfreno y
pasiones de amantes.
No había otra alternativa, si quería sobrevivir debía echar concha como el morrocoy;
de no hacerlo, corría el riesgo que el mal de los siete días se lo llevara. Era una
enfermedad que le daba a los niños infectándole el ombligo y una vez enfermo no
sobrevivía; no había medicamentos, ni médico que pudiera brindarle atención a estos
recién nacidos llano adentro. Muchos niños morían por este mal, era la primera
prueba que debía enfrentar y superar. Tres veces al día le limpiaban el ombligo con
aceite cuidadosamente, lo envolvían en unos deshilachados trapitos que le servían
de pañal y después de darle unas cucharaditas de leche, dormía largos ratos
permitiendo a la comadrona hacer los oficios de la casa, era tranquilo a la hora de la
verdad, pocas veces lloraba. De noche solo se despertaba una sola vez, hacia la una
de la madrugada y no era para más, pues tenía los pañales saturados de orina y
mierda; tocaba cambiarlo, de no hacerse, levantaba el soropo a gritos sin eco alguno
que galopaban desde ahí hasta el fin; sin dejar dormir al perro ni al gato, a todos
despabilaba con los lamentos.
La vida le fue dando toda la destreza que necesitaba; ¡ah, vida!; pues llegó llorando.
Inocente sin saber a qué; rodeado de problemas, pero superando en silencio la dura
pena. Pena de ayer que ahora no era, la viveza se convertía en alcahueta y
confidente.
Con el paso de los días los movimientos fueron cambiando y a los pocos meses
agarraba las primeras cosas en la parihuela, claro; con el ojo de Aquilina una vez
repuesta, que no lo despabilaba ni un segundo, pues quién más lo cuidaría sino ella
que lo parió, no había quien más lo atendiera. Sus huesos y músculos se afianzaron
hasta permitirle dar sus primeros botes en lo que era su cama, desde la cocina se
veía como una garrapata llena pegada al cuero de la misma.
Para darle más movilidad hicieron una cimbra, era vara flexible colgada a los tirantes,
la cual amarraron bien en dos partes, dejándole una punta de dos metros y medio, de
donde le colgaron un rejo y al final del mismo, con un vestido viejo le hicieron un nido
de arrendajo para sentarlo y que él, poco a poco, se impulsara con sus débiles pies y
saltara o se meciera. Fueron momentos de alegría en la parentela, el muchacho cada
vez que lo sentaban en el mecedor respondía con débiles movimientos al mecerse; a
veces quedaba rendido y se dormía recostado, dejando a los moscos que adornaran
como pequeños lunares su cuerpo.
Una noche a entradas de aguas; el muchacho no pudo dormir; una alta fiebre le hacía
titiritar acompañada de una tos que sin lugar a dudas le permitió a su mamá
diagnosticarle tosferina. Muy temprano buscó hierbas aromáticas y cogollos de
matarratón para bañarlo, además colaba una cucharadita de zumo del mismo árbol y
le daba para cortarle la fiebre; para la tosferina tocaba darle aceite de ceje, agüita del
cristal de la sábila con miel de abejas y gotas de limón. No había más medicamentos,
era lo único que estaba a mano y era lo mejor en medicina conocido hasta entonces
en la verdosa sabana.
“Por ocho días soportaron los pulmones del desdichado la tosferina, poco a poco la
intensidad de la enfermedad fue pasando; demostrando que era palo de buena
madera. A suerte o a vida; si los morrocoys no se mueren y nadie está pendiente de
ellos, entonces este muchacho no va a fenecer. Jamás puede ser más débil que
estos cascarones andantes en cuatro patas, a estos animalitos no los ronda el mal de
los siete días, la tosferina, ni el sarampión. Nada de esto. Por eso este carajo debe
sobreponerse a todos los males y tener la tranquilidad que acompaña a estos lentos
errantes”. – Replicaba la mamá en cada momento. - Con esa certidumbre el niño
crecía sin escatimar que pronto deambularía como un morrocoy; “poco a poco y bien
andado”, sin salir de la esmeraldina sabana abrazada por mil caminos, legendaria y
bravía. En donde retoza sobre los pastizales el trino de la paraulata, del arrendajo,
del periquito cascabel y el aroma del mastranto florecido. En donde la noche con su
velo negro quiere infundir temor sepulcral; además el silencio es interrumpido por el
pitar de los toros, el rebuzno de los burros, el aleteo de los murciélagos y el canto de
la aguaita camino, que repetidamente dice: “lo cojo corrío”; en tono amenazante para
asustar a los desprevenidos pendejos.
-Bueno, ese muchacho tiene las siete vidas del gato -Contestó él. Por duras que han
sido las epidemias, ¡el carajito no se ha dejado joder! Hay que dejarlo que temple que
el guaral es nuevo.
-Fregados, pero tenemos lo necesario. - Bueno, con algunos chiritos, porque los
calzoncitos que carga y las camisitas que tiene, lo saque de los vestidos que ya no
me pongo; pero como va creciendo, no sé qué ponerle. Ahora toda la ropita la está
dejando, de cobija lo arropo con el vestido que me quito en la noche y que he usado
todo el día. -Argumentó desprevenidamente la mamá.
Pasados los meses, ya daba los primeros pasos. El gateo; actividad heredada del
movimiento de los animales usando las cuatro extremidades para desplazarse y que
realizan los niños antes de caminar. Era acompañado de los felinos y perros
quedando varias veces dormidos juntos en el costal donde se tendía la jauría. La
situación no era para más.
La diarrea era otra de las enfermedades que se lanzaban sobre el desafortunado; era
tal vez, la mayor enfermedad que le afectaba para su delgada figura, pero lo que para
uno le era desgaste, para los perros era fortín de alimentación; seguían a prudente
distancia y muchas veces lamían la mierda que regaba por el piso, hasta las piernas
y nalgas, limpiándolo con sus lenguas. Nadie más que él se sentía acompañado de
estos guardianes eran sus amigos, sus compinches, su pandilla y cómplices; con
ellos compartían el piso de la casa y el patio. Cuando comenzó a balbucear las
primeras palabras eran imitación perfecta del latido de los perros y el maullido de los
gatos; este era su mundo, era su vida, aprendía de los que estaban a su lado algunos
sonidos.
-Bueno mijo, este muchacho es la mano derecha de nosotros, ¡gracias a Dios!; nos
ayuda hacer todos los oficios: barre el patio, prende el comején, está pendiente de la
leña y saca el agua del jagüey p’a la tinaja y las matas
-Sí -Repuso el viejo. Si Dios le permitió vencer todos los percances de las
enfermedades que lo atormentaron es p’a que sea un hombre de bien. Ese
muchacho está protegido por la Divina Providencia.
Aquilina Carrero, era hija de Félix Carrero y María Pérez; sus hermanos fueron Juan
carrero Pérez, Silvino Carrero Pérez, Olimpia carrero Pérez y Cecilia Carrero Pérez.
Ella quedó embarazada de Bartolo Parales; quien fue hijo de Juan Parales y Emeteria
Rojas; los hermanos de Bartolo fueron: Vicente Parales Rojas, Juan Parales Rojas,
Beatriz Parales Rojas y María Parales Rojas.
De esta descendencia es el pijotero; en fin, de tal palo está la astilla. Se atina a leer
en las páginas en media luna, borrosas por el tiempo y de las que hoy se rumora, por
cada uno de los mil caminos del llano profundo. Donde el hombre huele a jinete, lleva
el tufo de bosta y sabe a casabe. Viéndose reflejado sobre su caballo en la cara
desnuda de la plateada, que estuvo en idílico besuqueo y pervertido romance, que
más temprano alardeó con los matorrales al interior de la sabana recóndita.
II
-Bueno, desde allá, …desde el cielo los abuelos le están pidiendo a Dios
que lo proteja y tenga mucha vida; vivir no es fácil y menos aquí en estos centros de
sabana. Ahora este pelado no se puede dejar solo, puede correr peligro, usted sabe
que por los lados del cinaruco los indios se llevaron un muchacho; como no pueden
hacer daño a los adultos, buscan a los niños y a la mansalva hasta le aflojan una
flecha; hay que estar pendientes como “gavilán en punta de Ceiba, con el ojo entre
dormido”.
-Yo creo que los indios con nosotros no se meten, les hemos demostrado amistad;
llegan por sal, dese cuenta que siempre que vienen nos traen pescado o venado.
Bueno, cualquier cosa.
- El día que no les de nada se pueden poner bravos, ese es el problema con esos
plagos. Esa es la dificultad con ellos. Todos los días amanece, uno no sabe que genio
traen.
-Mija, los muchachos son como los pajaritos: apenas encañonan y tienen plumas, ya
quieren salir del nido y echar a volar. Esos son así, desean conocer mundo, darle
rienda suelta a la fuerza que tienen, quieren ser solos, valerse por sí mismo, quieren
dársela de sabelotodo. Así se les diga algo por el bien de ellos. “Le echan un
patalante”. Cuando uno va, ellos ya vienen.
-Quizás el muchacho que ha sufrido tanto, no sea así; pese a que no lo recibí en mis
manos en el momento de nacer, bregué criándolo, lo han golpeado todas las
enfermedades habidas y por haber, lleva en su cuerpo, en su piel, la marca de las
más cruentas fiebres, de las epidemias que se han ensañado sin piedad; en su alma,
la tristeza, por estar soliiiito…, soliiiito en esta sabana de candelillas y cocuyos. Ojalá
la alegría y las bondades no sean esquivas para él.
Con los afanes de cada día realizaba los primeros quehaceres. El papá, hombre de
temple, de manos encallecidas y frente curtida por el sol, procuró enseñarle las más
sencillas tareas; incluso hasta montar a caballo,” la mula de papá viejo” era la
sillonera perfecta; la jamuga, servía para cargar los palos de leña, también era la
preferida de montar; para eso, le adaptaron unas correas que le servían de estribo.
Aunque el destino le había negado muchas cosas, las ganas de sobreponerse a las
adversidades eran su ímpetu, él quería ensayar, conocer, descifrar; era curioso hasta
en su forma de andar, un poco cazcorvo, pues la fuerza interna que poseía le hizo
levantarse a muy temprana edad del suelo con el deseo de dar los primeros pasos y
sus huesos cedieron al peso del cuerpo. Él vio que los perros, los gatos y hasta las
gallinas andaban y, por supuesto, quiso seguirlos, imitarlos. Es por eso que caminó
más temprano que los otros muchachos.
La destreza rondaba en su existencia, podía imitar muy bien el ladrido de los perros,
el maullido de los gatos, el cantar de los gallos. Muchas palabras no las podía
pronunciar bien, excepto papá y mamá, gugú al agua y am cuando le daba hambre.
Seguramente sus hermanos de crianza, los animales, habían podido formar un léxico
muy particular en él, que no pudieron enseñar sus semejantes. Así se vive en el llano,
en la sabana, en el ensoropado, hogar en donde nació y se crio; en donde el sol sale
más temprano, luego se ve muy grande y se oculta un poco tarde.
En la tierra de mil caminos, en medio de sabanas de mil colores, entre mil sabores y
mil olores; se sobrevive retirado de los caseríos, de la civilización como horcón de
botalón; aquí, sólo se crían los berracos; sin lugar a dudas, aprendieron los secretos
del morrocoy, cuando sienten algún peligro esconden su cabeza, sus patas dentro del
caparazón y espera que el riesgo pase; cuando cree que se ha retirado, sacan del
interior sus fuerzas para darle movilidad a sus extremidades y a paso lento pero
firme, continúan su camino. Esa era la fortaleza de los pocos habitantes de los
soropos. El que no tenía tierra podía venir a la inmensa sabana; pero sobrevivir y
aguantar los secos veranos que desde finales de noviembre hacía reverberar el sol
hasta mediados de abril, lo aguantaban los más machos; luego recibir los primeros
aguaceros para que florearan los lirios mayeros, se inunda la sabana; hasta que se
mueren los burros viejos en noviembre cuando terminan los últimos aguaceros.
Temporadas que eran soportadas por insolentes desalmados como esta familia,
resignados a vivir en esas lejanías como un castigo que pasó de generación a
generación; quizás por eso están penando, están pagando en carne viva esa
condena y se lo está dando la madre naturaleza; por eso es que en el llano andan
deambulando espíritus como el de El Silbón, que todas las noches oscuras divaga
por los caminos chiflando y descargando un bulto de huesos cerca de donde están
los vivientes. También la Llorona, otro espíritu en pena, dicen es una mujer que mató
al papá a la mamá y a su propio hijo, por eso no la recibieron en el purgatorio y la
condenaron a pena perpetua en el llano; ella sale de las matas de monte, suelta los
lloridos y hace escalofriar hasta el más valiente. También pena La Tetona, otra mujer
que en vida fue muy mala y fue condenada a andar por las montañas, con sus
dientes caninos vampíricos; ni se diga de la Pata Sola y la bola de fuego, otros
espantos de los llanos, todos ellos condenados. Fueron sentenciados a vivir en esta
tierra con personas como los que están en los soropos; en el día les alumbra el sol y
en las noches la luna, cuando está despejado el cielo.
El color lila de las pascuitas floridas, presagiaban la llegada del nuevo verano, muy
normal para la familia sabanera. El muchacho ya tenía las fuerzas suficientes para
llevar agua en el taparo y echar a las matas, un oficio menos para la vieja; el patas de
gabán, como a veces le decían, recorría mata por mata desde las cinco de la
mañana, hora que lo acostumbraron a levantarse todos los días, lloviera, tronara o
relampagueara. Era una sana costumbre para que tomara el aire fresco, decía el
papá, por eso él no envejecía la brisa mañanera curaba el cuerpo.
- Guayoyo, pedía temprano, era una de las pocas cosas que se le entendía clarito.
-Ya va mijo, tómese su cafecito, p’a que rocíe las matas. Solía decirle la mamá al
dejar escurriendo la coladora renegrida por el cuncho. Es posible que de tanto tomar
café; este, le dé al llanero el color.
-Mijo, pele bien el ojo. Mire bien dónde coloca el pie porque las culebras en el verano
buscan lo húmedo y tenga cuidado no sea que se caiga y rompa el taparo.
-Le dije muchacho, que pelara el ojo; usted como que anda todavía dormido. Repuso
ella.
Mejor deje ese guayoyo que se enfríe un poco, vaya a echarle agua a esas matas
antes de que se caliente el sol.
Entre oscuro y claro, dejó la totumita con el guayoyo en la topia donde estaba
sentado y a paso rápido arrancó para el jagüey, bajó rápidamente los escalones y
recogió el primer taparo de agua; sería su oficio por muchos años, este recipiente le
acompañaría tan pronto cuarteara el tiempo y el sol en el alba se levantara entre
lienzos gigantes de colores como trazados por el pincel de quien dibujó el
firmamento; tiñendo de lila los pétalos abiertos de las pascuitas, de los apamates y
caían las hojas para dar salida posterior a la corola de los flor amarillos; hasta que
cayeron las primeras gotas de agua y se sintiera el olor a tierra mojada;
cumpliéndose a cabalidad las cabañuelas que por generaciones observaban los
viejos los primeros días de enero de cada año.
Esa mañana cuando regaba agua a las matas de flores, notó que unas mariposas de
colores volaban a su alrededor y se posaban en los pimpollos de las flores;
embelesado quiso agarrarlas, pero le eran esquivas, volaban y a veces remolineaba
sobre su cabeza y pese a que le tiraba manotadas le era imposible tocarlas, lo intentó
varias veces hasta que se dio por vencido; quiso olvidar el momento de distracción y
continuar regando una a una.
-Mijito, llévele esta camaza a su papá p’a que vaya echando la leche.
Con la mano izquierda se agarró los tuquitos para que no se le cayeran, con la otra la
camaza, llegó hasta la orilla de la empalizada en donde el viejo lo esperaba.
La rutina diaria le fue enseñando desde pequeño todos los oficios domésticos, desde
lavar las totumas en donde comían, junto a las cucharas, también del mismo palo y
las ollas de barro que Aquilina cuidaba con esmero. Otra labor que aprendió fue a
lavar sus tuquitos y camisitas en el jagüey, con jabón de tierra que se sacaba de cebo
de ganado, ceniza y algunas hierbas. Eso sí, solo contaba con dos mudas de ropa,
las que trataba de mantener limpias, podía cambiarse una vez a la semana. Los
domingos por supuesto, ese mismo día lavaba la mudita que se quitaba, esperaba
que se secara con el sol y en la tarde la guardaba doblándola en el baúl, para
ponérsela cada ocho días, era la mejor forma de conservarla. La mamá le enseñó
que podía andar todo el día sin camisa, con eso más le duraba, como una forma de
cuidarla. No usaba calzoncillos, solo eran para los hombres adultos, unos tucos era
su mejor vestimenta.
-Hijo, no olvide encender el comején. Hay mucho jején y zancudos. P’a que quede
más fuerte hay que echarle mierda seca de vaca, de lo contrario esos animales no se
van.
Rápidamente agarró el medio comején y lo volteó para que se cayera la ceniza que
tenía.
-Tráigalo, mijo, p’a echarle las brasas, porque usted es tan majadero que se quema -
Dijo ella -Sóplelo p’a que no se apague. Cuando esté bien prendido, échele las
plastas de mierda de vaca que dijo su papá porque…, se le apaga.
-Mira, aquí está, con el que soplo el fogón, no me lo vaya a dejar botado porque lo
necesito mañana a primera hora p’a encender el fogón.
Con esa orden, lo tomó con su mano izquierda y empezó agitar el aire hasta que la
humareda llena el soropo.
Al momento del soropo salía tanto humo que parecía se estaba incendiando. Era la
única forma de alejar los moscos que picaban sin piedad; además, debía agarrar el
comején y darle varias vueltas a la casa para ahuyentarlos. Cerraban la puerta de la
pieza cuando ya se iban acostar; le habían enseñado que cuando el humo saliera
muy fuerte se colocara en la nariz el vestido que le servía de cobija p’a que no se
ahogara, no importaba que toda oliera a humareda. Lo más importante era correr los
zancudos que molestaban hasta altas horas de la noche; el más bravo era el que
llamaban puyón, un insecto implacable a veces molestaba toda la noche, cuando esto
sucedía tocaba tener el comején prendido para correrlo y dormir tranquilos. Claro,
ese oficio tarde de la noche lo hacía un adulto porque tan pronto tocaba la parihuela
quedaba dormido; de vez en cuando la mamá lo tocaba cerciorándose que estuviera
bien, para que no se ahogara con la fumarada.
Los primeros juguetes con los que tuvo contacto, además de los perros, gatos y
pollitos, fue con las naranjas. Ellas alegraban sus tardes cuando, después de hacer
los oficios, recogía las que habían caído del palo y empezaba a golpearlas con el pie
para verlas rodar alrededor de la casa; siempre se montaba en un palo de escoba
que le servía de caballo y a puntapié empezaba la faena. Le causaba admiración
que, al golpearlas, rodaran con mucha velocidad; tanta, que le era imposible
alcanzarlas perentoriamente, en su jamelgo de palo. Uno que otro cachorro eran sus
coequiperos, a veces cuando pateaba la redonda, el cachorro salía latiendo a
morderla y cuando oprimía las mandíbulas, esta soltaba el chorro de jugo, porque
estaba magullada, inmediatamente se cambiaba por otra, recogida de los cientos
disponibles debajo de los naranjos.
- ¡Ay, ay, ay! -gritó rodando por encima de un cachorro que se apresuró a coger una
naranja con la jeta.
- ¡Muchacho!, -Gritó desde la distancia el viejo mientras torcía unas correas. Eso le
pasa por andar corriendo como un loco. Me provoca y le doy unos rejazos, p’a que se
acomode.
- Cállese lo que le falta es este rejo por el espinazo. Repuso el viejo airado.
-Déjelo quieto… ¿Quién lo manda a andar “como mandador sin rejo”? Corriendo con
esos perros y pateando las naranjas. Esas pepas son sagradas.
-Mijo, pero no le pegue. Mírele el tobillo, este chino se vino a tronchar el pie.
-Pero bueno, contrólese. Hay es que sobarle ese pie. Lo alzó y lo llevó a la parihuela
a donde dormía.
-Mamita, mamita sóbeme, me duele mucho, -Le decía limpiándose sendas lágrimas
que se le descolgaban por las mejillas.
-Mijito, tese quieto. Tese quieto que voy a buscar la manteca de león p’a sobarlo y
que no le coja frío ese pie. Hoy no se puede bañar.
-Puede agradecerle a Dios, sino… le doy unos cuerazos más encima p’a que coja
fundamento. Ahora todas las tardes tiene esa corredera con esos perros, detrás de
las naranjas, ¡ah muchacho sin oficio! -Repuso el viejo.
-Ya, deje de estar amalayando que el muchacho tiene muy mal ese pie.
-Eso es para que coja escarmiento.” Llevando cacho es como se bebe agua”.
– ¡Mamá, mamá, ¡ay!, ¡ay!, gritó. Se escuchó cuando el hueso llegó al puesto.
– Tranquilo hijo, ya, ya, ya está bien. Toca amarrarle ese tobillo, no se lo vaya a
mojar, porque ahí sí se le mete frío y es un problema para los otros sobones -Le dijo
envolviéndole la pata con una cinta de concha de matapalo que tenía guardada y
había cuidado para cuando se presentara una ocasión repentina como esta.
El día siguiente fue un momento difícil para la corta edad del muchacho: bañarse en
el jagüey sin mojarse el pie lesionado fue un poco desafiante. Tal vez como siempre,
un reto de los que instintivamente debía sortear, pues su proceso de desarrollo
careció de los factores hereditarios para determinar su maduración progresiva. Todo
lo que hacía y lo poco que había descubierto era influenciado por el medio; emitía
latidos remedando perfectamente los cachorros; maullaba haciéndolo tan igual a los
gatos; a veces las gallinas levantaban la cabeza cuando cantaba, haciéndose pasar
por el padrote del corral; imitaba perfectamente las paraulatas, los loros; relinchaba
como los caballos y ni se diga las veces que engañaba las vacas bramando como
sus pequeños becerros amarrados en el corral. Estos factores eran los que
influenciaban su aprendizaje, de una manera notoria y pronunciada.
Sus movimientos, pese al dolor que le aquejaba, de recuperarse lentamente de la
lesión de su pie, fueron progresivos y generaban cada día respuestas específicas
para satisfacer sus necesidades, deseos y ambiciones. Tan así, que fue capaz de
conseguirse una horqueta de vara negra, tan amplia, que le permitió apoyarse en
ella, sirviéndole de muleta para poder cumplir con todos los oficios cotidianos que no
daban espera, en especial el de echarle agua a las matas con su taparo. Pese a la
dificultad física, las tareas las desarrollaba en el mismo tiempo y con el mismo sigilo
que le caracterizó, a diferencia de estar acompañado por el ruido de la muleta que en
el piso retumbaba espantando desde lejos las aves que visitaban el jardín y quizás
las mariposas que se posaban en el florido de las matas.
-Si este muchacho no se hubiera tronchado el pie lo llevaba al caserío este, esa era
la intensión, que conociera otras personas, al menos, viera la montonera de gente.
¡Qué lástima! - Contestó Aquilina. Qué mala suerte, -Dijo- Ya tiene que esperar el
próximo verano, porque “en invierno solo salen las enjalmas”.
-La próxima vez ya está más grandecito, con eso me ayuda a cargar los animales
cuando se llegue a caer algo – Agregó el viejo.
Muy temprano, empacó un pollerado de tajadas fritas y carne, paso a paso se fue
alejando del soropo hasta confundirse en la lejanía con los matorrales que a la
distancia se hacen tan pequeños como si se arrodillaran ante el majestuoso
firmamento que baja a embelesar la tierra de los mil caminos. El veterano llanero
salió tarareando; “llanura, llanura: ahoga mi melancolía, aleja tristezas y penas,
escucha mi letanía. Acompañe mi soledad y libere mi alegría”.
Por esos días se convirtió en el señor de la casa, debía reemplazar al papá, pese a
que las dolencias de su pie le trataran de impedir los oficios que debía realizar; no se
desanimó un segundo, montaba a caballo, arriaba el ganado y realizaba todas las
actividades que su progenitor hacía, las cuales había aprendido observándolo
detenidamente cada vez que éste actuaba; buena influencia tenía del viejo llanero, y
ese desarrollo continuaba gradualmente, con lo cual le haría frente a la vida por sí
solo, cuando esta se lo exigiera. Sin lugar a dudas estas relaciones objetivas eran de
suma importancia para troquelar los primeros esquemas de su personalidad, para
condicionar su desarrollo interior. Siempre reaccionó con un tipo de comportamiento
análogo al que había aprendido. Esta conducta adaptativa iba mostrando rasgos de
su personalidad, gracias a las posibilidades que el medio le ofrecía para realizar su
aprendizaje. Buen patrón de casa, decidido y consagrado a honrar la ausencia de su
papá sin que quedara un oficio pendiente por realizar en el día.
Días después, muy temprano su mamá, limpiando las camazas en donde guardaban
la sal le dijo:
- Mijo, esto hay que tenerlos listos porque su papá llega hoy. Él no se amaña en el
caserío.
La brisa golpeaba suavemente las pencas de palma seca que se descolgaban del
soropo, como anunciando la bienvenida a la remesa que les permitiría la subsistencia
en el inmediato invierno; era un buen comienzo, parecía que el viento galopaba sobre
los pastizales, sacudiendo con ímpetu los follajes de los chaparrales que dejaban
desprender desde el interior hojas secas que caían sin dejar rastro en los torbellinos,
quedando las ramas desnudas.
Todo el día fue espera, incluso del almuerzo se le dejó una buena totumada de arroz
con leche, con tajadas fritas y cada rato salía al patio, pero a nadie avizoraba a la
distancia. Así estuvo toda la tarde. Lentamente el sol se fue cayendo, agonizante, por
encima del soropo y el perezoso lanzó su primer grito lastimero.
- ¿Qué pasaría con este hombre? - Se preguntaba a menudo Aquilina. - ¿Sería que
no se vino hoy?
Todo siguió igual. Las chiricocas empezaron su danza en el estoracal y formaron tal
chiricoqueo que hicieron olvidar perentoriamente las preocupaciones del regreso del
viejo; parecía que se turnaran al no interrumpir su cantar; esta típica danza milenaria
era un culto natural que estas aves ofrecían desde los matorrales, en los atardeceres
para despedir el sol. Desde lo alto se unieron al concierto vespertino las guacharacas
con sus guacharaqueo y el silbido del gavilán. Entonaron las chenchenas, el
alcaraván y el arauco. Se aprestó a salir el aguaitacamino, formaron diademas las
garzas, las corocoras y patos.
- Aquí llego ajilao entre surales y esteros, pase la mata e´ monte, pa llegar al
comedero.
-Preguntó el viejo.
-No, no había podido dormir pensando en que le había pasado algo, ¿por qué le
cogió tanto la noche?
-Mija, me encontré con el encargado de Las Camazas y me vine dando la vuelta, con
eso les echaba un vistazo a los muchachos.
- ¡Carajo!... Si los hubiera puesto una galápaga tendrían razón de ser así, pero aquí
le dimos todo lo que estuvo a nuestro alcance, p’a que sean así de desprendidos;
cómo es que no sacan un fin de semana y nos echan la visitadita.
Conocedor del oficio agarró los cabestros, fue y soltó los animales en el potrero.
-Mijo, aquí le tengo comida desde la hora del almuerzo. Venga y come.
-Le cuento que traigo mucha hambre. Me chillaban las tripas hace un rato.
-Mira hijo, lo que le trajo su papá del caserío para hacerle unos tuquitos. Por fin va a
tener buena ropita.
Con una sonrisa de oreja a oreja se paró frente a su mamá, recostado a su muleta y
con las manos atrás veía pasar chiro a chiro, de mano en mano.
-Bueno, yo vengo muy cansado será a dormir, -Repuso el viejo después de haber
devorado la totumada de arroz con leche y parte de las tajadas que cuidadosamente
le había guardado desde el mediodía.
Esa noche el muchacho no podía conciliar el sueño, pal lado que se volteaba miraba
en la oscuridad los retazos de tela. Se sentía feliz, pues nunca vio tantos colores de
telas juntas y saber que eran para él; le parecía estar enhebrando la aguja y
pasándola a su mamá para que le cociera los pantalones cortos.
Pero sin lugar a dudas, algunos otros niños de su edad estaban en la escuela del
caserío de Tame o de Rondón. A esas veredas remotas donde estaban en el soropo;
era imposible enviar un maestro; además, no había la población suficiente para que
compensara la estadía de un profesor y la situación económica de la familia no les
permitía ni siquiera imaginar que debían cumplir con ese deber para con sus
vástagos; desde luego los muchachos mayores nunca pasaron por la escuela, lo
único que manejaban bien eran las retahílas que tarareaban y silbaban con mucha
facilidad. Así:
“-Ajilao gana´o por la huella del cabrestero, póngale amor al camino y olvide su
comedero. El cabrestero es liviano, conocedor y baquiano”.
“-Ella es: olor de mastranto, es aroma de café, es la flor de cayena, es la miel del
matajey. La moreneo la brisa, tiene la piel del merey”.
“-Me mira: llanera busca mis ojos los míos son tuyos, también; los de ella son
lapislázuli los míos son color de miel”.
“- Cinturón de nubes que dejan el agua caer y hacen florecer, otrora lirios mayeros.
Ahora dejo el corcel y palanqueo la canoa, siguiendo el rastro aquel de un amor
escondido, que en la sabana nació y ahora es mi delirio. ¡Si, en la sabana nació…! El
día, el día…, el día que canto el turpial y habló el loro ladino. El día que pitó el toro
más allá del camino. El día que el chigüiro del agua asome y respire. El día que me
quité el sombrero para decirle la quiero. El día que la luna mostró en su cara hombre,
mujer caballo y llano. ¡En un romance mi hermano!”
Esa misma suerte corría este último. La única vocal que conocía era la o y eso
porque el viejo le había enseñado que era redonda, de tanto ver el culo a los perros;
las demás palabras que manejaba las había aprendido a pronunciar sin conocer que
letras se unían con otras para formarlas. A eso estaba condenado por el resto de su
vida, a no saber leer, ni escribir, pese a que hablara y se hiciera entender de las
personas que le rodeaban.
No podía ser otra la suerte. Su infancia palidecía con el paso de los años eso sí,
dejando profundas huellas en su cuerpo las epidemias que le atormentaron sin
piedad desde los primeros días de nacido hasta quedar a merced de todos los
altibajos que cotidianamente un ser experimenta en la vida; sorteando las situaciones
para salir bien librado de las dificultades y con el propósito de capitalizar los aciertos,
como bagaje y experiencia para las épocas venideras.
Poco a poco fue dejando su niñez atrincherada en cada rincón del soropo, los que
fueron sus infantiles e incondicionales amigos de rondas, de carreras y de balbuceos;
yacían separados de su vida, ellos seguían pegados a sus jaurías que veían nacer y
crecer las nuevas generaciones de cachorros, solo era una imagen en el recuerdo.
Incluso sus padres revelaban en sus cabellos el paso de los años, blanqueándose
como los guamos floridos de las costas de la madre vieja y en yuxtaposición; él
erguido, despedía su infancia y se levantaba poco a poco con la rapidez y con el
destello que lo hace el sol cuando se encumbra por encima de los morichales y
chaparros, dejando el besuqueo que más temprano alardearon en idílico romance.
Así se van tatuando las carillas en media luna; con los cascos del caballo, que trocha
noche y día, uno de los mil caminos del llano insondable. Si no lo estuviera leyendo,
jamás me lo habrían contado y si me lo hubiesen dicho, nunca me habían deleitado
estas congeladas planas, con el relato de la vida secular de un llanero.
III
En donde estaba tenía muy presente a sus viejos que ahora quedaban solos en el
soropo. Por más fuerte que fuera la faena; aunque el sol le quemara en días
despejados o el inclemente invierno pegara los trapos a su piel como si anduviera
desnudo; su gratitud era rumorada por todos los vaqueros de los fundos, quienes
veían el apego del muchacho por sus padres. Los sábados, muy de madrugada,
emprendía su viaje a el soropo, desde las tres de la mañana hasta el medio día era la
jornada y a esa hora los viejos se asomaban por el alero del ensoberado para ver la
inconfundible figura centaurea que se acercaba para pasar la noche con ellos. En
donde les relataba todas las experiencias que a su temprana edad la vida le daba,
pues era la única aliada con la que contaba y en donde se presentaban muchas de
aquellas cosas que oía hablar desde muy pequeño; algunas amenas y afables; como
también aquellas que iban lacerando la piel, el cuerpo y el alma; dejando recuerdos,
pesares, alegrías y melancolías.
-No lo ve viejo… Mire, ese es, porque quién más se asoma por aquí.
-Pero bueno, usted ya no ve ni por la familia, ¿no ve chico sobre los chaparros? Ahí
viene, ese es mi muchachito.
-Ah, sí, ahora veo. Gracias a Dios, por fin tenemos a alguien que nos visite.
-Nosotros por aquí en esta lejanía, deberíamos irnos a vivir junto a los muchachos,
así nos toque dormir en un zarzo, pero debemos estar más cerca de esos chinos.
-Mija…, p’a vivir arrimados prefiero seguir aquí en el soropo, humildes, pero con la
frente en alto, trabajando, sin mendigar. Dios nos dio las manos y la salud; nosotros
trabajamos p’a comer y vestir; No nos trae la comida a la casa, la debemos
conseguir; p’a eso nos dio la fuerza y capacidad.
-Ah, viejo, ya empezó usted con sus retahílas. Lo que dije es para estar trabajando,
no vamos a llegar a que nos den la comida, nosotros nos ganamos las cosas, ¿acaso
es que somos tucos de las manos o qué?
- ¡Buenas tardes! -Interrumpió la figura centáurea.
-Buenas hijo, -Contestó Aquilina abrazándolo por el cuello. ¿Cómo le fue en estas
semanas chinito? Se lo encomendé mucho a Dios, que me lo guardara, que me lo
protegiera y me lo trajera sano y salvo.
-Bien, mamá -contestó. Usted sabe que “el que con Dios anda, con Dios desanda”.
-Bueno chica, espere que desensille el caballo y ahí sí, pregunte, porque no lo va a
dejar descansar -Replicó el viejo alebrestado.
-Dios le bendiga hijo. Quítele la silla al caballito, báñelo y suéltelo al mangón p’a que
coma y descanse.
-Mijo, le tengo carne guisada, arroz y tostadas; le guardé el sábado pasado y no vino.
Yo dije que este sábado no pasaba sin que viniera; por eso volví a hacerle el plato
que más le gusta. - Le dijo su mamá.
-Gracias, mi vieja.
Esa tarde y hasta altas horas de la noche les contó, todas las cosas que le había
tocado vivir en el fundo Las Camazas. Esos días como siempre, sopló el comején
para que hiciera buen humo y alejara los zancudos. Mientras los minutos corrían, les
fue narrando que colgó una campechana que le prestaron; la primera noche no pudo
dormir bien porque estaba el cuero un poco fresco y el olor era penetrante; pero el
siguiente día la dejó al sol para que se secara, así sucesivamente, hasta que dejo de
oler; de cobija le tocaba usar unos sufridores, en el día los cargaba el caballo p’a que
no le pegara la silla y en la noche se los tiraba por encima p’a menguar el frío. Los
tuquitos que había llevado, con las primeras monturas se habían roto por las costuras
y los que cargaba puestos se los había regalado el mensual, los utilizaba toda la
semana y el domingo se iba para el estero los lavaba y esperaba que se secara para
volvérselos a poner. Lo único que le había aguantado todo era el sombrero, a veces
dormía con él puesto sobre la cara, para que la claridad de la luna no le molestara;
hasta las cotizas de cuero que cuidadosamente le había picado y cocido el papá,
habían quedado en un barajuste que le había pegado un novillo, después de
estocarlo en el suelo. Les contó que algunos días pasaba sólo con el desayuno,
hasta la noche que llegaran a cenar.
Esa noche empezó a contarles todas las charlas que había oído en el fundo Las
Camazas: los más viejos contaban todas sus historias, incluso los aconteceres que
habían sucedido en la sabana y el caserío de Santa Bárbara de Arauca. Poco a poco
fue entreteniéndolos con todo el repertorio de hazañas oídas y seguía: - Les contó
que el tal Humberto Gómez, se había tomado a Santa Bárbara de Arauca por las
armas, que después de salir de la cárcel armó un grupo y atacaron primero a Cravo
Norte, no mató a nadie, pero hurtaron toda la pluma de garza que había para
negociar y algunas morrocotas que posteriormente se repartió con sus hombres,
momentos que Humberto Gómez no desaprovechaba para animar a los centáureos
revoltosos. Posteriormente atacó el correo que traía mercancía y remesas desde
Cravo Norte hasta Santa Bárbara de Arauca, matando al único policía que escoltaba
el correo, saquearon toda la mercancía que les servía para sus propósitos
conspirativos. Pero eso no es nada. Dicen que el mayor acierto de sus actos fue el
sangriento asalto que definitivamente pudo perpetrar contra la población de Santa
Bárbara de Arauca. Allí fue aterrador ese 30 de diciembre. Humberto quemó toda la
documentación oficial y proclamó la “República de Arauca”.
Así, con historias como esta, alegró la noche de sus viejos hasta darse cuenta que
roncaban, no podía seguir contando en el momento, dio media vuelta y se durmió.
El día siguiente muy temprano, se apresuró a realizar parte de las tareas de su niñez;
recorrió el jardín, ayudó a sacar agua del jagüey para la lavar la ropa, agarro el hacha
y le rajó suficiente leña como para que le durara el tiempo que se iba a ausentar, ese
domingo debía retornar al fundo Las Camazas para continuar con el trabajo de llano.
-Mira mi vieja, ahí le dejo buena leña rajada p’a que no tenga que estar fregando
usted con esos palos, porque yo me voy hoy y no sé cuándo vuelvo; de Las Camazas
pasamos p’a el Paso Real y bueno, no sé cuándo terminemos el trabajo.
-Mijo, usted me hace mucha falta p’a estos oficios; ni yo ni su papá servimos p’a un
carajo. Esos otros muchachos parece que los hubiera puesto una morrocoya, porque
ni más por aquí.
-Ellos son buenos trabajadores, me han ayudado bastante y bueno; por lo menos me
acompañan. Le contestó aperando el caballo.
-Sí, mijo. Pero dígales que no sean ingratos, que ellos van p’a viejos y lo que hagan
con nosotros lo van a pagar.
Después de almorzar montó su caballo, les pidió la bendición a sus viejos y se fue
retirando del soropo con el corazón nostálgico, escuchando a la distancia el graznido
melancólico de los tarotaros, corrian por sus mejillas lágrimas que se desprendían de
sus ojos al recordar y ver a lo lejos por encima del hombro el soropo de añoranzas,
que era tragado por el agujero azul escondiéndolo de su mirada. Debía dejarlo para
aventurarse por el nuevo sendero que la vida le mostraba con incierto destino; en
medio de pastizales esmeraldinos, entre matas de verde trébol, en el lejano morichal
de verde jade, a través de chaparrales de verde persa, entre montañas aceitunas y
matorrales con jazmines blancos; en donde roza el idilio de ser llanero y deja las
huellas en polvo reposadas o en húmedo estero que el ayer secó.
Los meses siguientes fueron muy difíciles para el adolescente, todos los llaneros lo
llamaban por “gabanudo”, como le decían los otros hermanos mayores. Él era el más
joven de los jinetes; su pubertad se alejaba galopante porque las circunstancias del
entorno lo obligaron a desempeñar tareas que no eran suyas pero que debía
asumirlas. No tenía otra alternativa, esa era la vivencia de los hombres que nacían en
los soropos, él las asumía con mucha tranquilidad y responsabilidad, no se amilanaba
por nada, su mocedad no le permitía cuantificar los riesgos de las tareas. Solo quería
hacerlas en el menor tiempo posible y que quedaran bien hechas, tal y como el medio
se lo exigía. Era una forma de mantenerse en el entorno, de no ser relegado a oficios
de mujeres porque eso sí era humillante para un hombre de su edad, en medio de la
jerga con que se solían echar vaina los hombres en los trabajos de llano.
En esas tareas aprendió a domar a los hijos de los caballos, incluso los montaba a
pelo. Aprendió a despresar una res muerta, a estacar un cuero, a picarlo para sacar
rejos y campechanas; podía capar bien un verraco o un maute; si era el caso
destaconarlo herrarlo y colearlo. Cuando le tocaba asumir tareas del conuco lo hacía
con destreza, ya fuera a tirar charapo, hacha o pala. En cualquiera de estos oficios no
había quién le echara tierra, porque sabía defenderse perfectamente. Es que el
hombre de sabana lleva el llano por dentro, el sudor le sabe a jinete y con solo
contemplar la virginal llanura alebresta las ganas, los deseos, las apetencias.
Unos de los cambios físicos más notables en la vida fue su acento de voz,
repentinamente empezó a cambiar; ya con su tono más ronco y varonil se sentía a la
altura de los hombres más rústicos de la caballeriza. Empezó a crecer su barba y
bigote que le hacían sentir varón. Frecuentemente se pasaba la mano de arriba abajo
como peinando sus bellos, tardó para pasar por primer vez la barbera sobre su
cuerpo, porque para él la existencia de bigote y barba era ya el documento físico que
le acreditaba ser libre como el viento; para tomar uno de los mil caminos que en el
verano quedaban despejados en la mitad de la llanura para ser recorridos por algún
llanero, sin preguntar por dónde, pero eso sí; “a paso de morrocoy”, “poco a poco
pero bien andado”. Ese era parte de su destino, estaba condicionado mientras viviera
a seguir su sendero, a guardar sus secretos, a que la vida modelara sobre su reseca
piel, una historia única pero perenne. Si olvidaba seguir los pasos del morrocoy,
quizás sería muy corta su existencia. Más cuando a merced de las inclemencias del
tiempo solo pocos subsistían en tan remotos territorios, de hombres para hombres sin
tierra.
El hecho de estar separado de los papás, le permitió estar en relación con algunos
mozos de su edad; muchachos con el deseo de aprender de la vida muchas cosas.
Estos otros jóvenes al igual que él buscaban oportunidades, querían conocer los
sabores y sinsabores de la existencia, salían de los soropos a trabajar a temprana
edad para aprender y tratar de adquirir lo necesario.
Esta compinchería les hacía olvidar temporalmente las relaciones familiares con sus
padres, encontraban un mundo nuevo para tantos deseos reprimidos, un terreno
abonado para experimentar, para conocer y vivir las primeras etapas rebeldes de sus
vidas. El buen humor le servía de mantra para curar las penas, olvidando el mal rato
que el ayer dejó, de la tristeza y melancolía, solo un puntito solitario quedó.
En esa cotidianidad cumplía perfectamente los oficios al lado del mensual, estos eran
muy similares a los que desarrollaba en el soropo: achicar becerros en las tardes,
picar leña, pilar arroz, tener el caballo permanentemente ensillado, jalar peinilla en el
paradero para tenerlo limpio, en las mañanas madrugar a ordeñar, tronara o
relampagueara, pero tocaba hacerlo.
Entre estas y muchas otras travesuras logró moldear parte de su vida a expensas de
la rudeza en que le tocó sobrevivir y a las experiencias cotidianas que compartió con
muchos otros muchachos.
Por esos días les tocó llevar un atajo de ganado que el dueño de El Palmar debía
parar en Santa Bárbara de Arauca, para pasarla luego a Venezuela; era la primera
ganadería que se incorporaba, no sabía que a futuro sería esta la actividad a la que
estaría condenado de por vida.
-Bueno manito, estaremos unos días por fuera por fuera, le dijo el mensual.
-Manito qué alegría…, por fin voy a conocer ese pueblo; en donde hay mucha gente,
casas y cosas p’a comprar: ropa, sombreros, sillas, frenos, de todo. Yo creo que eso
es como el cielo. Ahí está la mano de Dios, porque mi papá cuenta que eso sale uno
de un lado de donde hay ropa y venden más telas en otro negocio; pasan a otra casa
y hay más artículos. Bueno, encuentra uno hasta remedios p’a las personas. Puede
uno comprar sal, de todo, comentó alebrestado.
- “Bueno, yo creo que don Rafael, el dueño de ganado nos dará unos riales por ese
trabajo y eso sí, los voy a gastar comprando todo lo que necesito; y, además, unos
chiritos p’a mis viejos en ese pueblo”.
-Ese Señor don Rafael Jiménez paga apenas le den los riales del ganado, -Repuso el
mensual.
-Por lo general, p’a estas fechas de abril y mayo, que el ganado macho sale.
-Claro y bonitas.
-No. A demás no tenemos mucho tiempo en el pueblo. Apenas nos paguen tenemos
un día más para hacer las compras y nos toca regresarnos porque esos caballos no
se pueden tener mucho tiempo parados, se enflacan mucho.
-Primo, comentó - Pero hay que sacar un tiempito p’a parrandear; de algún lado
saldrán parejas. Dicen que en ese pueblo al son de arpa, cuatro y maracas pasan los
soles y las lunas inadvertidas; mientras los hombres y sus mujeres parrandean al son
del soropeado; sin darse cuenta quién los alumbra, si el sol o la luna; y quién los
acompaña, si el turpial o el aguaitacamino. Ojalá pudiéramos estar así sea un rato,
bailando más que una tara tuca.
¡Huy, primero eso!… ¡Sí sería bueno! -Comentó, friccionándose las manos, más
contento que mono araguato cuando comienza llover.
Después de unos tres días que lograron apartar el ganado que don Rafael debía
entregar, se pusieron en camino con unos seiscientos mautes entre tres y cuatro
años; el cabrestero rompía la soledad del camino silbando y tarareando de vez en
cuando. –“Ajilao gana´o por la huella del cabrestero, póngale amor al camino y olvide
su comedero”.
Fue una ganadería sin muchos contratiempos, salvo unos dos mautes que se
embarsalaron por las costas del río lipa, porque eran muy mañosos y se decidió
continuar con el arreo. Después de ocho días de camino recibieron las frescas brisas
que a la distancia rafagueaba el río Arauca, moviendo los copos de la espuma
viajera; muda y solitaria que se desliza lentamente por encima del espejo amarillezco,
llevándose todos los secretos que lograba tímidamente recoger en su recorrido;
fueran estos de las figuras centaureas de llaneros que apostaban carreras en las
tardes, recorriendo las orillas del río en un eterno enamoramiento en sus rufianes o
de aquellas mariposas pintorescas que abrían sus alas para esquivar a las diademas
de corocoras y garzas que remolineaban de un garcero a otro, de orilla a orilla.
No se hizo esperar una que otra filigrana en el borde de los nubarrones, como
simulando gigantescos chigüiros que ascendieron por las tolvaneras de otrora
ganadería que los precedieron. La población tímida y desprevenida ofrecía sus calles
como largas corralejas, para que pasaran los ganados sin importar cuantas bostas
quedaban estampadas frente a las casas, hasta que eran llevadas al corral de palo
apique donde se entregaban los animales. Los cagones como también llamaban a los
que lidiaban con los hijos de los toros; llegaban ansiosos de conocer gente, de
comprar herramientas, elementos para usar con los caballos y tomar una que otra
bebida embriagante, que les permitiera sentirse más machotes de lo que eran.
Siempre se posaban las curiaras sobre la orilla; en invierno llegaban hasta las
puertas de las casas, en el verano hasta el playón que se formaba de arenas blancas
y cristales destellantes que a pleno sol parecían refractar la luz.
Los garceros ocupaban un amplio sector de sus costas, los chillidos de los pichones
de garza eran interrumpidos a veces por el martín pescador que chapaleteaba el
agua cazando; al igual que el pato codúa que se consumía y sacaba los chorroscos
atravesados en su pico, para luego sacudirlos contra el agua y tragarlos.
Al entrar al caserío los ojos del desventurado adolescente se posaban sobre cada
casa de palma; repasándolas una a una, pues el soropo en donde se había criado,
jamás igualaba a la casucha más remota de la población. Estaban ordenadas una
tras otra, como apostadas en hilera india y frente a ellas, se erguían palmeras
incólumes que indicaban la dirección que llevaba el viento y podían ayudar a precisar
con su sombra las horas del día cuando este era soleado. Sobre las calles, el repicar
de los cascos de los caballos regaba uno que otro mojón de estiércol que antes otro
hidalgo había dejado. A la distancia podía contemplar la orilla del río, en donde esa
tarde hacían algarabía los pijoteros en sus cabalgaduras apostando carreras; algunos
otros contaban los parabólicos saltos que hacían los delfines en parejas sobre el
agua, viendo algunas veces los besos que hacían con sus trompas como enseñando
a las parejas perplejas, el arte de amar y ser amado. Don divino de la naturaleza.
Este poblado de Santa Bárbara de Arauca con su similar fronterizo el Amparo; eran
para él una civilización jamás nunca vista, pues la poca población con la que había
tenido contacto en Las Camazas, El Palmar y los soropos sabana a dentro; habían
formado en él la ermitaña idea de ser los pocos seres que hacían algo distinto a los
animales, sin perder de vista que muchas de sus actividades las había heredado y
compartido con su jauría de perros y gatos, como hermandad infantil.
Don Rafael, un llanero curtido que había peleado en la guerra de los mil días junto a
don Pedro Delgado, una vez entregó el ganado contado cabeza por cabeza, recibió la
abultada bolsa con el dinero y procedió a pagarle a cada uno de los vaqueros los
jornales que habían devengado en la ganadería; teniendo en cuenta algunos otros
jornales que adeudaba por trabajos de llano a algunos vaqueros, siempre había
llevado con suma diligencia los jornales de sus hombres; por lo general, trataba de
tener a paz y salvo los pagos, pues él siempre decía “el que trabaja no come paja ni
bebe agua como buey”.
Una vez el tímido muchacho recibió su salario, convidó al mensual a realizar las
primeras compras de su vida.
-Sí, pero hay que tener cuidado porque aquí hay muchas cosas, uno se antoja de
todo y cuando se da cuenta los riales se acaban.
-Por eso hay que comprar hoy lo más importante: el sombrero para mi mamá y unos
tucos p’a estrenar primo, pues p’a eso trabaja uno todos los días. Ah, y unas tres
camisas. No más, no más… con este sombrerito que tengo me aguanto más de un
invierno.
-Yo no voy a comprar ropa, contestó el mensual.
-Mejor compro unos aperos porque esta silla ya no sirve p’a nada y en cualquier
momento que arrebiate un toro o algún otro animal, me la jode.
-Mire primo: primero dediquémonos a las compras, a lo que ya dijimos. Si nos quedan
algunos riales, pensamos en otras pendejadas; incluso en emborracharnos. Nosotros
no somos tan pendejos, tenemos que hacer lo que hacen y sentir lo que sienten los
hombres llaneros viejos.
-Eso es verdad, no vamos a ser tan majaderos ahora que estamos en la población.
Hay que disfrutar y gozar, como mico alebrestado cuando ve que va a llover.
En menos de lo que canta un gallo tenían sus polleros repletos de ropa, el sombrero
para la mamá y la nueva silla pegada en ancas del caballo; les habían quedado riales
con los que compraron golosinas, artículos para el trabajo de llano y pudieron
degustar uno que otro trago embriagante, en compañía de los otros vaqueros.
No se hicieron esperar. Rápidamente se prepararon para esa tarde estar a orillas del
río, tocaba acabar las monedas restantes. En fin, en los soropos no tenían en que
gastarse esos riales que ahora les sobraba, habían adquirido lo indispensable. Tras
uno que otro trago embriagante el adolescente llanero se sintió un poco endeble, sus
ojos se enrojecieron, sus orejas se calentaron y se sintió más hombre de lo que era;
quiso apostar carrera en su hidalgo, pues esa tarde como de costumbre los muchos
lo hacían mientras que, paralelamente; competían los delfines en el agua, sin
percatarse que las diademas de garzas y corocoras cruzaban de una orilla a otra del
río; mientras un pato codúa emergía del agua sacando en su pico una sardina que
hacía esfuerzos infructuosos para liberarse.
-… Aquí solo falta una bandola, un cuatro y unos capachos para xoropear. Bailar es
bueno y ahora cuando puede uno jalar una muchacha de estas; en los soropos,
cuando se arman los parrandos, a veces toca bailar con la misma toda la noche. Pero
eso sí, cuando se inicia el xoropeado uno no quiere parar.
-Bueno, contestó el mensual - No se afane primo, no se afane, “deje que la burra coja
el nado”. Además, aquí está don Rafael; el hombre ya está iniciando y cuando se
emparranda, se emparranda. Brindémosle otro palo, p’a que cuando esté bien cogido
pida quién toque y quién cante. Yo creo que nos vamos a pegar una buena bailada;
además, esta es Arauca… “la tierra de soropos”.
-Pija, mano, -Repuso- Este trago está muy arrecho. Pero venga, don Rafael, con su
permiso, tómese este otro palo. En fin y al cabo, dicen que el trago se hizo p´a los
hombres.
-Eso me gusta patrón, porque en este pueblo se ven mujeres como garzas. Nunca vi
tanta hembra junta don Rafa. Usted sabe que en los soropos no hay nada.
-Por eso es bueno salir por aquí -Repuso don Rafael. Al menos “engorda uno el ojo”
mijo, viendo esos camisones.
- Claro, pero toca jalarlas. Esas no se pueden escapar, menos nosotros “irnos
orejanos”. ¿No cree don Rafa?
Bueno eso es arrecho, pero aquí en la noche se consiguen holgazanas que se dejan
levantar las faldas. Hay es que mojarles la mano con buenos riales; pero se
consiguen y bien buenas, p’a que lo sepa.
Nooo…, hay que ver eso. Además, hay que pegarles una buena sacudida primero, a
ver si bailan con berraquera.
Las muchachas huían y trataban de esconderse de las miradas adamadas que las
perseguían. Pero estas ojeadas picarescas eran correspondidas también con deseos
de exploración de esas pintas de piel felina, con mariposeo de intensidad; que hacía
fuego con la intuición y donosura femenina. Ellas llevaban lo afable y lo perverso, era
su gracia y donaire; con virtud de cortesanas. Cautivaron la atención de los
admiradores de pantalón arremangado, pies descalzos y talón cuarteado.
-Vamos a conseguir una bandola. No joda, esto hay que parrandear, mañana nos
vamos y no podemos irnos sin xoropear; además esta es la tierra en donde se baila
en los soropos. Este es mi llano, esta es la sabana, en donde hay que dejar volar los
pesares.
En menos de lo que canta un gallo se sentaron como en una mesa redonda; sobre
troncos de balsos, debajo de un gran matapalo que servía de refugio para protegerse
de los moribundos rayos del sol, que palidecían por encima de los matorrales
agónicos y llevando el sentimiento de contemplar los parrandos que se hacían en los
soropos; y, en ese atardecer a orillas del río Arauca, junto al danzar de los delfines y
la mirada impávida de las garzas corocoras que se erguían en los garceros.
- ¡Carajo! replicó el mensual- Se armó el parrando. Ahí están los músicos, y los
contrapunteos no se hacen esperar. - ¡Pija primo; jálela, jálela, ¡jálela! …
Una vez la bandola inició su punteo, sonaron los capachos frente al pecho del
maraquero, se conglomeró la gente y las muchachas llegaban atraídas por la música
como avispa por el melado. “Cuando el cuerpo quiere rejo se sienta en el mandador”
y en las primeras notas de la bandola se sintió la alegría del parrando. Al fin y al
cabo, en la faltriquera de don Rafael había bastante rial, no tenían por qué
preocuparse, el ganado se había vendido a buen precio. En los soropos no había
mucho en que invertir, pues algunos viejos antiguos lo que hacían era conseguir
morrocotas y enterrarlas en tinajas para cuando llegaran los tiempos difíciles o
veranos que asolaran las sabanas sin piedad; pero este no era el caso de don Rafael,
ahorraba pero también gastaba cuando lo prendían a punta de trago; él siempre
decía que “no he visto el primer entierro con ganado, fundo y soropo”, que se los
echaran a alguien en el ataúd; que allí se iba sólo el que había estirado la pata,
quién sabe si los hijos tenían los suficientes cojones p’a conservar y mejor aún,
aumentar lo que los viejos le habían dejado. Pero la parrandeada despejó todos los
caminos, incluso hasta la espuma del río fue interrumpida por las curiaras que desde
la vecina población del Amparo venezolano transportaban mujeres p’a engalanar lo
que presagiaría a futuro; El día del llanero.
-Bueno camarita, dijo don Rafael - yo le pongo el ojo a aquel camisón floreado. Anda
sola, es mi tipo, la quiero y tengo rial.
“Perro viejo late echa´o”; el cano fue flechado por la inocencia, la sencillez y hasta los
caprichos que estaban debajo de una con un camisón de flores. Sus ojos vencidos
la buscaron, los labios quedaron entrampados en los de ella, la pasión los llevó, los
deseos fueron correspondidos y en el humor se sobreponía el de ella.
El muchacho un poco acelerado por el efecto de los tragos, sacó una muchacha a
bailar, marcando la tierra con sus talones cuarteados.
-Así se xoropea, este es mi llano, esta es mi tierra, esta es mi sabana; la tierra de los
mil caminos…, decía.
“¡Música, maestro!”, gritaban los que al calor del trago ya estaban pelados, pero la
idea era parrandear hasta que las fuerzas lo permitieran.
Un llanero con voz entrecortada levantó la mano e hizo que se silenciara la música
para expresar unas palabras que le nacieron del corazón y que el trago le sacó del
interior. Por ser de estatura baja, don Rafael se levantó y le prestó el tronco en donde
estaba sentado para que pudiera verse entre la multitud que se había agolpado y dijo:
-Bueno amigos de Arauca: venimos de la sabana, de la llanura, de los soropos.
Andamos por mil caminos; de día nos acompañan las garzas y corocoras, de noche
el aguaitacamino; por donde pasamos dejamos el rastro tatuado en la superficie
lodosa de los esteros. Aspiramos la fragancia del mastranto florecido, nos gusta el
olor a tierra mojada y del jazmín sabanero; el aroma a café recién tostado; al igual
que la estela que va dejando esa espuma viajera que besa el espejo del agua; esta la
tierra de hombres para el hombre sin tierra, la tierra de mil caminos, va dejando un
montón de recuerdos en nuestras vidas; lacerando nuestras almas como aquellos
amantes silencios y bohemios, que son ustedes los hombres y mujeres ribereños del
“Arauca Vibrador”. Amo la fugaz vida que de verde esperanza vistió, y en mirada,
mirada lejana: ella, río y cetrina pampa; triada del Arauca encantador.
(1) Tomado de la red. Grupo LI PO. 16 de enero de 2017
Al terminar las pocas palabras el carajo, quedó atónito al oír la algarabía y los
aplausos; se sentó en el tronco en donde habían estado de pie, temblaba y sudaba
hasta que lo abrazó don Rafael y le dijo:
-Chico, métase otro palo. Así actúan los hombres criollos, los hombres de los soropos
del llano bravío que tienen el talón cuarteado.
Esa noche el trago hizo lo que tenía que hacer, cumplió con su deber, y se llevó a
dormir sus víctimas sin la más mínima resistencia.
-Pija, primo: volé y volé como un gabán hasta que estuve como en la luna, por allá en
el cielo.
-Yo tampoco.
-Es lo que más me gustó, verlas con esas faldas grandes y floreadas, yo a la verdad
nunca vi tantas mujeres juntas, parecían un garcero, ¿verdad primo?
La inmensa llanura se tragaba entre los dentados matorrales a las centaureas figuras
que trochaban por senderos enmarañados, únicamente marcados por los cascos de
los caballos que recorrían los cascajales y surales en las diferentes estaciones del
año, hasta avizorar por los relés de las alas de los sombreros a los débiles hilos de
humo que se levantaban serpenteados por encima de los soropos.
Allí estaría mamá Aquilina, papá Bartolo y todas las demás personas que
cotidianamente cuidan los soropos mientras los hombres en sus caballos salen a
trabajar. Qué alegría estaban cerca a la casa. Ahora tocaba retomar las tareas
rutinarias; atrás quedaba la tarde paradisíaca, el corazón bohemio, la parranda y
fiesta. Eso ya era pasado; tocaba acostumbrarse a la realidad que surcaba a Las
Camazas, El Palmar y el soropo en donde había vivido la niñez. En donde robusteció
las quimeras para trascender los matorrales e ir a ver qué había allá en donde el cielo
galantea el reflejo verde lima de la sabana; en donde la soledad le haría comprender
los altibajos de la vida, las alegrías, los dolores, los pesares, los recuerdos y todo
aquello que a su temprana edad, formaría ese ser de manos encallecidas y frente
curtida por el sol; de ese llanero solitario que deambulaba por la tierra de los mil
caminos del llano profundo, como la culebrilla del relámpago que se marchó sin decir
adiós; dejando relatos memoriales de su vivencia que incluso el viento trasmitía en
medio de sabanas de mil colores, entre mil sabores y mil olores; como el sonido de
los arucos cuando en sus cortejos atinan a decir: ”a sonar junntos, a sonar juntos, a
sonar junntos”.
IV
-Pija dijo el mensual - Ahora quién se va aguantar a ese cura viejo estos días aquí.
Además de rezar muchos padres nuestros, rosarios y avemarías. Tiene uno que
escucharle todos los cuentos y hasta las clases p’a aprender a leer y escribir.
-De noche primo, de noche, porque usted sabe que en el día no hay tiempo.
-Yo no le voy a recibir nada a ese cura, salvo que me enseñe a escribir mi nombre.
Eso me gustaría.
-Es lo mejor, lástima que uno por aquí no tiene más tiempo. Además, hay que alistar
unos carbones, con el cuchillo, sacarle punta; uno los redondea lo más que puede y
con ellos escribe en el cuero que se extiende p’a que el sol no le pegue al comedor
en las horas de la tarde. ¿No ve, que ese cuero está lisito? Este otro nos tocó pulirlo
con pura hoja de chaparro, p’a que se pueda escribir. Esos son nuestras útiles p´a
aprender. Así que póngase bueno, porque con ese cura aquí nos toca sacar tiempo
p’a todo.
Tal y como le había anunciado el mensual, esa primera noche, una vez cenado y
prendido los humos de rigor para alejar los zancudos, toda la familia se sentó en
posición de escolaridad, uno detrás del otro, pendiente de las nuevas clases que
daría el cura Sarabando, rutinarias de tiempo en tiempo; la primera muy novedosa
para él, pues nunca antes, ni en charla, se había tocado ese tema, quizás por las
múltiples tareas que desempeñaba cotidianamente.
-Bueno, repuso el cura, - Hacía tiempo, mis hermanos, no venía por acá. A veces uno
se ocupa de los quehaceres de la casa de Dios, se le pasa el tiempo y no puede
visitarlos. Pero hoy estoy aquí, después de pasar unos largos meses en la academia.
En el nombre del Padre, del Hijo del Espirito Santo, amén. Así comenzó la charla.
-Hijos de Dios, continuo el cura - Quiero contarles que las cosas cambian. Tal vez
pasado mañana, o antes de irme, pueda enseñarles otras letras y números; por
ahora, les cuento que la humanidad sigue con sus avances y nosotros aquí…, aquí
donde estamos, debemos ir acostumbrándonos a esos cambios. En las últimas
capacitaciones me enteré que algunas palabras cambian, a su vez, se ha acordado
con la autoridad civil implementarlos en los corregimientos y caseríos; ellos también
ven con buenos ojos esas actualizaciones. Algunas letras caen en desuso en algunas
palabras, para referirnos a las chozas en donde vivimos; los soropos son (techo de
palma y el encierro también es de palma). Esas las traemos desde las tribus
precolombinas que vivieron aquí y así hacían sus enramadas, ellos vivieron en estas
llanuras hace muchos siglos, en sus ensoropados de palma; pero ahora también se
pueden llamar fundos porque ahí inicia una fundación: se casa un hombre una mujer
y luego vienen los hijos; y luego los hijos también consiguen sus parejas y construyen
cerca de sus padres, a través de los años se vuelven como pequeñas fundaciones o
caseríos. Así inician los poblados.
Muchos años atrás el baile se llamó Fandango. Fue un legado español en las fiestas
familiares del llano. Pero a finales de los años mil setecientos y en los años mil
ochocientos, la tradicional fiesta familiar en los fundos, fue empoderando el baile
como xoropear; por seguir como una danza que hacían los criollos llaneros. Antes
fandango; luego xoropeando; mañana será Joropeando de fundo en fundo o de
pueblo en pueblo. La letra (x) para esta palabra, cae en desuso y es reemplazada por
la (j). Quizá después se diga que “Esta es la tierra del Joropo”.
Bueno, hermanos, quizás ustedes ya tengan sueño, pero antes de irnos a descansar
debemos rezar el rosario; no se les puede olvidar los sacramentos. No se les olvide
rezar el Ave María y los padres nuestros. Dios el único que nos puede ayudar, que
nos puede bendecir, que nos puede acompañar; recuerden que aquí llano adentro, el
único que no nos abandona es Nuestro Señor Jesucristo. Dios les bendiga,
hermanos. Id con Dios.
Para el muchacho llanero, esa noche era algo de contraste. Unas noches antes, en
Santa Bárbara de Arauca, con trago, parranda y mujeres le era algo muy bueno, pero
quizás así sería la vida del infierno. Ahora otra cosa, un devoto, cristiano y apegado a
las cosas de Dios, así sería la vida en el cielo; dos vidas diferentes. ¿Cuál sería el
mejor camino a seguir?: el de el libertinaje que vivió en Santa Bárbara de Arauca o
ahora el que la iglesia le imponía de rosarios, avemarías, padres nuestros, de
sacramentos y de persignarse; tratando de llevar una vida ortodoxa y dogmática. O
sencillamente vivir en su mundo en la llanura al natural y tratar de mezclarlas sin que
la una le quitara más tiempo a la otra.
La mañana siguiente todo volvió a ser rutina, la ordeñada, el tinto, el desayuno muy
temprano como también la ensillada de los caballos, para continuar con las
actividades de vaquería.
-Mano manito, todo lo que dijo el curita ese es la pura realidad. Nosotros a veces
pecamos mucho; si ve, hay que cumplir con los sacramentos, con los diez
mandamientos, bueno y con el santo matrimonio.
-Bueno, no sé, primo. Nos toca conseguir mujer; sé a dónde, a Santa Bárbara de
Arauca, Tame, Venezuela, a otro lado en donde podamos encontrar una mujer que
nos ame y nos para hijos; porque, en fin, p’a eso se casa uno, p’a tener
descendencia.
-No, primo así tan derecho, no. Toca írsele poco a poco, sacarlas a bailar, agarrarles
la mano y bueno, ahí entrar uno en charla si es un poco pendeja, pues se la trae.
-Compañerito, será que el curita ese no nos ayuda. Porque él les puede decir que
Dios las creó para uno y uno para ellas.
-No mano, esos curitas no se meten en eso; a ellos los manda Dios es p’a casarlo a
uno. Primo le toca cuadrársela es uno mismo.
- Eso es cierto, pero uno le toca seguir como el carpintero: “pique que pique que al
final, por duro que sea el palo, se le abre hueco”.
-Eso es cierto. En fin, “la constancia vence lo que dicho no alcanza”. Toca ser
metelón.
-Pija primo, pero a mí me da pena verle la cara ese curita y contarle todo. Además,
nos va a confesar y ahí sí, “nos lleva el que nos trajo” … porque con tantos pecados.
En las noches siguientes el padre no tuvo más opción que confesar a los cargados
pecadores; les enseñó a escribir el nombre a los nuevos muchachos, les repasó los
números y las operaciones matemáticas de suma, resta, multiplicación y división.
Les recalcó que se debía vivir con una sola mujer cuando iniciaran la vida de hogar, a
compartir con los hermanos y a cerrarle el paso a los violentos, por esa época ya
empezaban a escucharse los intereses bipartidistas en todo el territorio llanero.
A su despedida les dejó sendas camándulas, para que, en las oscuras y tenebrosas
noches, rezaran el santo rosario; eso sí, se lo aprendió rápidamente y a veces en
pleno día de acaballo lo decía para que Dios lo iluminara y lo cuidara. Ahora sí tenía
con qué enfrentar de noche los espantos malignos, como “la bola de fuego”, “el
silbón”, “la llorona” y todos los demás espíritus que provenían del mal, en fin, siempre
el bien estará por encima del mal, así este se resista. No había otra senda a seguir.
Sería parte del relato que quedaba impreso en las pálidas medias lunas sobre el
camino que el vistazo recorría leyendo entretenidamente.
No pasaron ocho días desde que el cura se fue cuando llegaron al Palmar Bartolo y
Aquilina. Para el adolescente llanero fue de mucha alegría ver a sus viejos
desmontando de sus bestias; a la vez que los abrazaba, el viejo le dijo:
-Hijo, nos tocó irnos para el pueblito de Santa Bárbara de Arauca porque la guerra de
los partidos no da tregua; el silencio y la alegría que se vivía en estas sabanas y la
tranquilidad que se sentía en estos caminos, se acabó. Aquí no nos podemos quedar,
nos matan si no nos metemos a uno de los dos bandos en conflicto, gobierno o
chusma.
Para el muchacho la palabra guerra no le cabía en la cabeza, no sabía qué era eso,
pues hasta ahora la oía. Pero se atemorizó tanto que sus zancudas piernas
empezaron a temblar, creyó que los pantalones se le caían; no sentía el gorro que
tenía puesto, veía más asombrada toda la gente; incluso observó cómo don Rafael se
quitaba el sombrero y se rascaba la cabeza en actitud de desesperación y
desconcierto. Esa era la mediana interpretación que pudo tener de la palabra
“guerra”.
El llano ahora era de nadie, tierra de nadie, típico país de ninguno, acabado por
cualquier zafio. Irrumpiendo el silencio, los impactos desvanecen al vecino, al amigo,
al padre, al hijo, al hermano; quedando yertos sin regresar; victimas del lóbrego odio.
Cansados de llorar hastiados de las guerras muriendo tantas veces la vida pasaba.
-Bueno, -Dijo don Rafael- Descansemos esta noche y mañana madrugamos para el
caserío, no queda otra alternativa. Recojamos lo que podamos llevar en los caballos;
serán unos dos marranos en ancas, para comer los primeros días mientras nos
ocupamos en algo, porque ese señor Guadalupe Salcedo viene acabando con todo y
si uno no se va a pelear con ellos, pues sencillamente lo mata. - ¡Qué cosa! Esto está
peor que lo sucedido con Humberto Gómez hace años en Santa Bárbara de Arauca,
vea cuánto daño se hizo.
Esa noche no hubo sosiego para nadie, todo se venía encima. El muchacho rezaba el
rosario con vehemencia y le pedía a Dios que no los dejará morir en la sabana, que
les diera la posibilidad de salir con vida; así podía con calma contar a sus viejos todo
lo que había aprendido del cura y lo que vio en el caserío de Santa Bárbara de
Arauca; esa era la esperanza que tenía.
Antes que el gallo cantara coocorocooo, este yacía en un costal, se iba con unas
pocas gallinas sin rumbo cierto. El chillido de los marranos no se hizo esperar en
ancas de las bestias. Las personas guardaban silencio, el ruido de los cascos de los
caballos rompían la umbra y la penumbra, dejando medias lunas pintadas con un
hondo pesar en la estela del camino que rozaba con la aflicción; la guerra bipartidista
los lanzaba y llevaba a un vecindario retirado de sus correderos, allí no gozarían de
las libertades que les brindaba la inmensa llanura y del reposo que tenían al interior
de los soropos. La tranquilidad que ayer gozaban se las arrancaba
intempestivamente el conflicto.
El camino por donde trochaban los caballos les daba la orientación, a veces llegaban
a tantos cruces que les parecía perder el rumbo por el afán que llevaban. Hasta las
guacharacas alertaban el paso de la pequeña caravana cantando: por aquí van, por
aquí van, por aquí van y un cucarachero en la rama de un estoraque les decía:
siloagarroloamarro, siloagarroloamarro. Esa era la tierra de los mil caminos, por
donde una vez cabalgó el legendario Florentino y se enfrentó con el diablo; al igual
que el terco Juan Hilario, cuando por porfiado le tocó pelear con el silbón. El espanto
que ahora los perseguía era el satán de la guerra, la que nunca iniciaron, pero si les
alcanzaba, el lóbrego odio del armado se ensañaría sobre la victima; ahora
empezaban a sentir ese espanto infernal originado por la violencia en carne propia y
de un momento para otro.
En las horas de la tarde ya estaban nuevamente en el caserío que días antes les
había deparado una noche paradisiaca y bohemia. No eran solo ellos los que habían
llegado; las casas y las calles estaban llenas de familias arrimadas, incluso debajo de
los árboles se veían los chinchorros colgados.
La carne tocaba tasarla. Con todo ya se vislumbraba que pasarían necesidades, por
no tener riales, pese a que por la población de El Amparo territorio venezolano,
entraba mucha mercancía. Pero la cantidad de gente que había llegado superaba la
capacidad y el abastecimiento de comestibles.
A pesar de que el trabajo que realizaban era tortuoso y difícil tenían la tranquilidad,
que estaban en Venezuela y que hasta allí no llegarían los hombres sangrientos de
Guadalupe Salcedo; ni los soldados armados del gobierno, que bajaron por centenas
a los llanos, procedentes de diferentes zonas del país. Era la única forma de
sobrevivir.
Pasados unos meses los rumores del recrudecimiento de la guerra no se hicieron
esperar, a diario llegaban noticias de incendios de fundos, de matanzas, de
violaciones de mujeres, de cómo atravesaban a los niños con las bayonetas. Era una
forma cruel de actuar, tanto de la “chusma liberal” como de los soldados del Estado;
se decía incluso, que la gente cocinaba de noche porque en el día el humo que salía
de los fogones los delataba y los aviones del gobierno llegaban inmediatamente a
bombardear. Ojalá en solemne razón se atienda al semejante, hasta que el rojo
vertido troque en verde esperanza.
En estos años que vivieron allí en Arauca, la familia creció con la visita de seis
hermanos más (Carmen, Israel, Victor, Isaías, Rosa y Manuel). Tal vez el desgaste
biológico de parir tan seguido e incluso en algunos partos gemelos; la alimentación
desbalanceada y el hacinamiento, la dejaron vulnerable a las epidemias tropicales.
El paludismo, la anemia y altas fiebres; postraron Aquilina en cama y les tocó a los
hombres asumir los oficios de crianza y cocina; un día el muchacho, luego el papá,
otro don Rafael y el cuarto el mensual; debían hacer el desayuno y guardar otra
porción para la cena cuando llegaran de trabajar. A ella la dejaban en una butaca un
platico tapado con el almuerzo, muy cerca del chinchorro; al igual que la comida para
el puñado de muchachitos. También, la recomendaban a las demás vecinas, que muy
cuidadosamente le traían tres veces al día zumo de alguna hierva medicinal en un
jarrito de peltre para que le refrescara la fiebre.
Un buen día el viejo Bartolo decidió no acompañarlos con el fin de buscar el médico
para que la formulara. Con tantos enfermos que había en la población le tocaba a
una persona estar pendiente del doctor para que este la visitara.
El tercer día fue muy difícil conseguir la otra ampolla ya no tenían recursos, buscaron
en sus amigos para conseguir un préstamo, pero fue inútil; no había nada que vender
y aún más, nadie quién comprara. El muchacho buscó desesperadamente suplir el
medicamento y no pudo.
-No se le puede aplicar la tercera inyección papá -Le dijo el muchacho al viejo.
-No se papá, yo me voy para Guasdualito a ver si los turcos nos prestan los riales
para comprar la última inyección. -Mijo váyase. Pero al trote le dijo el viejo.
El muchacho cruzó el río y se tendió a buscar los riales. Salió a eso de las tres de la
tarde y cuando llegó a Guasdualito ya los turcos habían viajado para otra población
venezolana. Estaba muy oscuro y no tuvo más que hacer sino regresar corriendo, a
esa hora de la noche no encontró canoa que lo pasara y le tocó chocarle al río a
nado; cuando llegó a la entrada de la casa, encontró a su viejo llorando, abrazado al
cuello de Aquilina, ella había muerto y aún conservaba el calor en su cuerpo.
Los meses pasaban tratando de llevarse de su juvenil mente los recuerdos que a
diario invadían el pensamiento, las lágrimas humedecían su cara al sentirse solo. De
qué servía vivir, para qué trabajar si lo que ganaba no lo podía disfrutar con su
madre. Para el viejo con tantos años de compartir con ella, sentía perdida más de la
mitad de la vida; ya la cosa no era normal como antes. En fin, a sus casi setenta años
ya habían finalizado para él sus sueños y no tenía otra alternativa que la resignación.
Don Rafael y el mensual a diario comentaban que ya casi terminaba la violencia, que
Guadalupe y sus hombres tenían ganas de negociar con el gobierno y que, además;
el general Rojas Pinilla presagiaba ser una alternativa de conciliación. Los rumores
corrían por todas las esquinas, incluso en las vecinas poblaciones venezolanas de El
Amparo y Guasdualito.
Un buen día don Rafael se le acerca y le dice: -Mira muchacho, esta guerra tiene que
parar, tan pronto termine regresaremos a nuestras tierras. Allá se acabarán de criar
todos sus hermanitos con leche, topocho y carne.
-Yo no quiero regresar don Rafael. Qué hago con llegar otra vez a la sabana y que no
esté mamá Aquilina.
-No se afane muchacho, esto ha cambiado. Nos vamos e iniciamos, ya los soropos
no existen porque unos los quemó la guerrilla “guadalupana” y otros los aviones del
gobierno, ahora nos toca fundarnos. Vamos a construir nuestros propios fundos: yo,
uno con el mensual; usted, otro con su papá y así sucesivamente. Los llaneros que
quieran regresar iremos a morir en nuestras sabanas; debajo de los chaparros, de los
matapalos y morichales; al lado de los chigüiros, de los patos güiros, de las garzas y
corocoras. “Usted sabe que sabana adentro el llano es de mil colores, y dicen que
esos colores mil signos son de los tiempos. Dicen que otrora ese tiempo, ¡tranquilos,
vivían los llaneros! Tocando con los deseos los mil caminos del llano y el ulular del
sabueso en mil partió el corazón. Ahí, ahí está la casa de palma, puede verse el
comedor, ahí está el tinajero, negro se ve el colador, de tanto tomar café le dio al
llanero el color. Si hay un adiós interprete en la ojeada, ¡ansia, de tornar pronto!” -
Vamos a trabajar, a dominar la sabana bravía porque somos hombres y como
hombres moriremos trabajando llano adentro.
-Ya no es igual, don Rafa. Hubiese preferido que mamá Aquilina quedara allá sabana
adentro, no en esta población.
-No se preocupe muchacho, las mujeres hacen mucha falta, pero usted está joven
puede conseguirse una mujer y en donde estaban los soropos. Ahí en ese sitio nos
fundamos, ahí construiremos los nuestros, haremos con trabajo los hatos del
mañana, tendremos mucho ganado. Lo importante es que haya la negociación del
gobierno con Guadalupe, al siguiente día nos vamos; recuerde que esta es una tierra
de hombres para hombres sin tierra.
Fueron muchas las tardes que se paró a la orilla del rio Arauca a llorar sus penas,
quizá las espumas del río se llevarían lejos los pesares que a temprana edad había
vivido; de pronto las cabañuelas del tiempo le harían vivir un romance de felicidad,
como los acantilados del río Arauca que jugueteaban y coqueteaban con las matas
de boro que traía desde bien arriba.
Una mañana sus ojos brillaron de alegría cuando en una esquina, rodeado por
algunos llaneros, estaba el padre Sarabando; Se fue acercando sin percatarse que el
cura ya lo observaba y antes que le hablara, el padre le llamó por su nombre.
-Bien, padrecito.
-Ya supe de todos los sufrimientos. Pero hijo mío, Jesucristo dijo “bienaventurados los
que sufren”. La paz de Dios y las Bienaventuranzas son para usted.
-Este muchacho tiene mucho temple - Explicó el padre a los llaneros que estaban
hablando con él. Pero son pruebas que las va superando firmemente, como un
hombre sabanero curtido por las inclemencias del llano; así tiene que ser hijo mío. Su
difunta madre Aquilina, siempre creyó que algún día usted estaría por encima de las
circunstancias, de las dificultades, de los problemas. Algún día tendrá su propio
fundo con ganado, con caballos, con gallinas, con marranos, y un buen corral para
realizar las faenas propias de esta tierra. Ese era el sueño de ella, pero ahora eres un
hombre, debe continuar al lado de su papá y criar a sus hermanos pequeños.
Recuerde que es bienaventurado.
Ese día el muchacho, como buen discípulo, no se apartó ni un momento de la sotana
del cura, en actitud disimulada se enteró de las vueltas que el curita realizaba; pues,
ni más ni menos, era un facilitador para que las partes en conflicto; gobierno y
“guerrilla guadalupana,” se sentaran a hablar de cómo llegar a un acuerdo para el
desarmarme, a cambio de tierras y oportunidades de trabajo. Era la antesala para la
ansiada paz que todos querían que llegara.
En las horas de la tarde el cura reunió a toda la población en la plaza central. Allí, en
voz alta le explicó a la gente que pronto podrían retornar a sus tierras, que la demora
era que el general Rojas Pinilla se reuniera con los rebeldes y firmara la paz; que los
insurgentes inmediatamente permitirían el retorno a sus tierras de toda la población
que, por causas de la guerra, habían abandonado sus terruños; que debían estar
preparados porque antes de quince días se realizaría el encuentro del gobierno con
los insurgentes. La gente gritaba y saltaba de alegría, algunos se abrazaban y
dejaban que las lágrimas manifestaran los sentimientos; pues volvía a llegar para
ellos la esperanza, de recuperar sus antiguos soropos y convertirlos en los nuevos
Fundos y Hatos.
Tal y como se presagiaba, antes de los quince días se había firmado la paz en toda
Colombia, la gente salía de las poblaciones con poca ropa y una que otra
herramienta de trabajo, cada uno se dirigía al lugar donde años atrás habían salido
dejando todo por salvar su vida; las mandíbulas abiertas repletas de pajonales los
tragaban sabana adentro. Para él era reencontrarse consigo mismo; recorrían
lentamente en sus caballos, por los mismos senderos en donde antes trocharon para
que no los mataran y las guacharacas en otrora algarabía burlesca atinaron a decir:
por aquí van, por aquí van, por aquí van.
VI
De pronto don Rafael interrumpió el sonido de los cascos de los caballos y dijo:
-Bueno Rafael, yo estaba pensando lo mismo; pero a veces pasamos por matas de
monte que me parecen conocidas.
-De todas maneras, caminemos hasta llegar al río Lipa y luego, costeemos agua
abajo hasta encontrar el paso. Lo importante es llegar antes de que oscurezca.
-Sí señor… Porque podemos ser presa de los tigres que viven en estos matorrales.
Al llegar al río se ubicaron fácilmente, además la sabana del otro lado era muy limpia
y se orientaron con rapidez.
Una vez en la orilla tomaron agua, tanto sus caballos como los jinetes cruzando por el
antiguo paso ganadero.
Él remontó los pajonales hasta la otra orilla de la empalizada en donde encontró una
mata de sábila; testiga muda en mucho tiempo, de los pisonazos que sufrió de
guerrilleros y soldados del gobierno, que de vez en cuando pasaron por allí;
ignorando los efectos medicinales de la misma; pero que por ahora se resistía a morir
en desafío al refrán popular, “que todo en la vida se acaba”.
Con severidad empezaron los trabajos para reconstruir rápidamente las viviendas.
Primero se dedicaron a recoger bejuco, madera y palma; haciendo uso de sus
conocimientos en construcción, armaron las primeras casas en medio de la sabana.
Los días siguientes trataron de recoger algunas reses que estaban en la mañosería,
no fueron más de cincuenta y les costó mucho tiempo, incluso trasnocho, para
enlazarlas, traerlas y domesticarlas nuevamente. Esto se debió a que, tanto la
“guerrilla guadalupana” como los soldados del gobierno, a tiro de fusil, mataban reses
para comer durante el tiempo de la confrontación.
Don Rafael, haciendo uso de hombre solidario le regaló dos novillas de año y medio y
un maute a la familia bartolera.
-Hijo, ustedes me han ayudado mucho. Ahí tienen esos tres animales, llévenselos al
fundo que van a levantar, no sé cómo las llamaran póngales nombre mijo. Si usted
trabaja juicioso esos animales le van ayudar más adelante.
-Gracias, don Rafa, pues la verdad no tengo con qué pagarle su bondad; de todas
maneras, cuente conmigo p’a lo que sea… p’a los trabajos.
-Tranquilo muchacho, sé lo bueno que es usted para los quehaceres del llano.
-Don Rafa, de todas maneras, denos la manito p’a levantar nosotros el fundito en el
mismo sitio donde teníamos el soropo.
-Claro, muchacho. Pero tenemos que bregar a matar otra res de la mañosera p’a
llevar la carnita; a mí me parece que en la topochera de ustedes vi como tres
racimos, que a esta fecha ya deben estar buenos.
-Don Rafael, de todas maneras, préstenos una sal p’a llevar porque nosotros no
tenemos.
El viejo Bartolo hombre precavido, recogió unos pedazos de cuero que habían
sobrevivido a la destrucción y se los pidió a don Rafael, p’a hacer unas butacas.
También llevó puntillas que sacó de cuanto palo encontró, p’a utilizarla en los
diferentes trabajos.
Así reiniciaban su trabajo en las tierras que en otros años fueron los soropos. Ahora,
con ansías trabajaron arduamente para levantar la casa que le daría vida al nuevo
fundo; cuyo nombre venía de ese asentamiento que se hacía sobre un pedazo de
terreno e iniciaban las labores de domesticar animales, cultivar los conucos
ejerciendo posesión y dominio.
Papá e hijo lograron reunir una docena de reses de las mañoserías, más los animales
que don Rafael le había regalado. Ahora la tarea era conseguir unos cachorros de
perros, gatos y gallinas; el viejo reposado y prudente, no dudó en regresar al poblado
de Arauca con el fin de conseguir estos animales, pues habían hecho muchos amigos
durante su estadía allí, sin lugar a dudas, les regalarían estos para iniciar. También
pensó en traer los enseres de cocina que habían dejado guardados. Era una buena
idea, pero debía disponer de tres días para ir y volver; entonces se puso de acuerdo
con don Rafael e hicieron el viaje a Arauca en donde recogieron todos los corotos
que pudieron; además con unos riales que tenían compraron más sal, panela y
algunas cosas indispensables para la subsistencia; después de este viaje, pasaría
mucho tiempo para volver a esa población por razones diferentes: una era que no
contaban con los recursos necesarios para las compras. La otra, que debían cuidar
los pocos animales recuperados, para engordarlos y poderlos vender.
-Aquí me enterrarán. Por eso cuente conmigo, que trabajaré todo el tiempo necesario
p’a ver crecer esta fundación.
-Por ahí dicen que “la constancia vence lo que la dicha no alcanza”. Hijo, yo sé que
usted es muy trabajador; además, yo en cualquier momento me muero y usted debe
continuar con esto. La guerra nos quitó lo poco que teníamos, e incluso su mamá…,
ella también se fue, está con Dios, en cualquier momento yo me voy a acompañarla.
Así empezaron a transcurrir los días en el nuevo fundo dos hombres comprometidos
a levantar de la nada algo; sueño que querían hacer realidad, que sentían ese deseo
de transformar, pues si la vida le había quitado a su ser más queridos quizás les diera
la oportunidad de sobreponerse a las adversidades de la naturaleza.
Las tareas cotidianas se las dividieron: el viejo se encargó de los oficios de la casa;
hacía un suculento desayuno que les alcanzaba para almuerzo, para la cena era solo
calentar, lo que había quedado de las dos comidas anteriores. El muchacho realizaba
las tareas de ganadería, labores en el conuco y a veces se alquilaba como peón en
otros fundos cuando estos realizaban trabajos de llano. Cuando las actividades
requerían del servicio del viejo, este le ayudaba para alivianarle la dura tarea del
trabajo con la ganadería.
Las ganaderías empezaban a salir no solo para Venezuela, sino para Villavicencio y
desde allí, para Bogotá. Él ya era hombre veterano en estas correrías, pues en unas
cuatro oportunidades había ido de “cagón” a Villavicencio; salían de Puerto Rondón
cruzaban el Casanare a Puerto Colombia, luego paraban en la Borra, la otra jornada
era al Río Ariporo, posteriormente acampaban en punta de Garza, luego llegaban a
Guachiría, la otra jornada era hasta Pozones, salían hasta San Luis de Palenque,
luego cruzaban el río Cravo sur, otra jornada a cruzar el Río Cusiana, luego en unas
tres jornadas más llegaban a cruzar el río Barranca de Upía ( en este casi se ahoga
una vez, ahí perdió el caballo), las últimas jornadas era sobre Parate Bueno y luego a
Villabo. Eran caminatas largas y tortuosas, solo los entretenía los cantos de
vaquería. Un llanero en el lomo de un animal se siente contento. Se demoraban entre
treinta y cuarenta días; todo dependía de qué tan hondo estuvieran los ríos, que el
ganado no se rechazara porque cada vez que un animal se en rastrojaba tocaba
seguirlo o postearlo hasta enlazarlo y volverlo a traer hasta la madrina de ganado; no
se debía perder ni un animal salvo, que de pronto, lo mordiera una culebra, se
ahogara en algún río o se desnucara en alguna carrera, accidentes que de vez en
cuando se presentaban. Pero los vaqueros estaban tan bien preparados que la carne
del animal no se perdía, esta era regalada a la gente que vivía cerca de donde se
hubiese ocasionado el infortunio; no a aquellos animales mordidos de culebra, los
cuales se dejaban y ni los samuros los comían.
Fue en un recorrido de estos que la muerte sorprendió a su papá, solía quedarse solo
con la escalera de muchachitos en el fundo durante los treinta o cuarenta días que
duraba el recorrido, era el viejo el que ordeñaba, achicaba los becerros y cuidaba del
ganado; tenía una mula que entendía perfectamente los caprichos, cuando este la
llamaba con una concha de plátano esta se venía, la mordía y se dejaba amarrar sin
oponer resistencia, después la ensillaba y paso a paso, lo llevaba por todo el fundo.
Cuando el hombre se bajaba a orinar o a tomar agua en un estero, lo esperaba
dócilmente, parecía que interpretaba los pensamientos del llanero de temple que
había nacido, vivido y envejecía en medio de la gigantesca mandíbula de la sabana
formada por pastizales.
Esa mañana, según le contó don Rafael, el viejo se fue al conuco a cortar unos
topochos, pero no se percató de una culebra “cuatro narices”, que estaba
atrincherada en la pata de la mata de topocho, cuando el hombre cortaba la serpiente
le mordió a la altura de la pantorrilla. El viejo buscó una vara, la mató, le sacó con su
filudo cuchillo la hiel y se la tomó, como un antídoto que tradicionalmente se usaba
para neutralizar el veneno de las serpientes; era una buena contra, pero quizás por la
avanzada edad del hombre las defensas naturales de su cuerpo no le alcanzaron
para repeler el veneno mortífero del animal; pese a esto, el viejo alcanzó a montar la
mula y se fue para el fundo de don Rafael allí quizás, pudieran cooperarle en alguna
u otra atención. Alcanzó a llegar montado, erguido sobre su mula, saludó a don
Rafael y le dijo:
-Cómo así hombre!, ¿a qué hora?, ¿los pelados dónde los dejó?
- ¿Y Bonifacio?
-Ese lleva quince días en una ganadería para Villavicencio. Yo estoy solo con los
pelelados, por eso me vine.
-Carajo lo jodió muy feo ese animal. Por aquí tengo hiel de lapa y cachicamo, tómese
otro poco a ver si cortamos la acción del veneno.
Cuando fueron a darle una cucharada, sus mandíbulas se trababan y ya le era difícil
pronunciar palabra alguna; el mortífero veneno del animal se apoderó del hombre
hasta convertirlo en féretro, unas dos horas después de haber llegado a donde don
Rafael.
- ¡Caramba ¡-Exclamó don Rafael–. Pareciera que la muerte acechara la vida de este
muchacho, ahora por allá tan lejos no alcanza a ver las últimas horas al papá. Toca
llevarlo p’a su fundo y enterrarlo allá, lo difícil ahora son esos niños pequeños,
esperaré a que llegue de la ganadería atendiéndole los hermanitos, p’a contarle todo
lo que el viejo me dijo. Ahora sí quedamos bien, con ese hombre solitario en ese
fundo; sería mejor que lo vendiera y se fuera p’a un pueblo, porque mal o bien el viejo
lo acompañaba y al menos, le hacía el sancocho p’a que trabajara. Esos otros
pelados hasta ahora están creciendo.
Don Rafael subió el cadáver en la mula que lo trajo, lo amarró bien de pies y manos,
se montó en su caballo y se fue para el fundo. Enterró al viejo y se quedó los días
necesarios para comunicarle todo lo sucedido; cuidó a los barrigoncitos, las gallinas,
animales e hizo uno que otro oficio, que siempre hay en una casa.
Pasados los días la figura hidalga apareció con sus polleros llenos de cosas que
servían para sus actividades. Se sorprendió un poco al encontrar el caballo de don
Rafael en el paradero y al hombre tomándose un tinto al lado del tinajero, pero no se
percataba de ver su viejo, por ningún lado.
-Buenos días, don Rafa… y eso, ¿qué vientos le echaron por aquí?
- ¿Y mi papá? - Preguntó.
-Caramba mijo, tómese un tinto, siéntese y le cuento todo. El viejo no nos acompañó
más.
Esto es muy duro viejo Rafa, -Le decía – Muy duro… Ahora, ¿qué hago yo p’a salir
adelante? La vida no puede castigarme así. ¿Yo qué he hecho para merecerme este
desolador panorama? Lo único que hago es trabajar como un burro y siempre me
encuentro con estos sinsabores que me dejan sin aliento para seguir viviendo.
-No diga eso mijo; que los golpes de la vida templan el alma, el espíritu del hombre;
por ahora nos toca bandearnos hasta la próxima semana que regresa el mensual. Me
mando a decir que quería venirse a trabajar y yo le contesté que aquí lo estábamos
esperando, que trabajo era lo que había y como consiguió mujer, el hombre nos
puede ayudar mejor.
-Don Rafael, definitivamente me tocó conseguir mujer. Yo solo no puedo con este
fundo, además como usted puede ver estos hermanitos están pequeños, el ganadito
ha aumentado, las bestias y ni se diga las gallinas que a veces se nos acaba el maíz
y esos animales devoran cuanto topochito se cae.
-Sí, la mujer le ayuda a uno mucho. Toca es conseguirla por aquí, porque de pueblo
no se quieren venir p’al campo, eso es un problema.
De esta manera se enfrentó al nuevo reto que la vida le presentaba. No tenía otra
alternativa, de lo contrario todo lo que había conseguido con el sudor de la frente lo
echaría por tierra. Le tocaba estar firme y escoger qué camino seguir de los cientos
que encontraba en su corta vida, algunos aparentemente buenos pero que no
llevarían a ningún lugar; eran solo atajos. Sentía que esta era la tierra donde a los
hombres los solazos del verano le tuestan la piel, le cuartean los talones y le templan
el alma. En donde se debe dejar el rastro impregnado de vivencias con olor a bosta
que quedaron como monedas gigantes abandonadas por el ganado, para que el sol y
la brisa las secaran; guardando en el tufo parte de los secretos de las experiencias
del llano profundo.
VIII
Los serruchos los componían dos troseros y una sierra larga; llevaba varias limas
especiales para afilar, entre ellas unas triangulas y otras de media luna; dos
trabadores de dientes de serrucho; plomada e hilos para marcar la madera, por
donde luego hacían la inserción de las sierras; también llevaba pilas viejas, para
sacar el carbón renegrido, luego lo mojaba y empapaba la cuerda para delinear por
donde se hacía el corte.
Este oficio lo aprendió con la rapidez de un rayo, de tal manera que, si no se podía
ganar la vida ganadeando, aserrando madera sería una alternativa para generar
ingresos. Era un oficio bien pago dado la rudeza del mismo y la pericia del aserrador
para sacar los cortes a hilo.
Por más gruesos que fueran los maderables, le buscaban la comba al palo hasta
despedazarlo y sacar las tablas y listones necesarios para levantar una casa ya no
con madera redonda sino figurada.
Todas las matas de monte que formaban parte del fundo, fueron revisadas y en
algunas de ellas aserraron; acompañados del aullido de los monos araguatos, que
parecían insultarlos, por cada palo que derribaban; a veces eran interrumpidos los
micos, por los cantos de los pájaros montañeros, que revoloteaban de rama en rama
y la pava que se apendejeaba iba derechito a la olla del sancocho.
Atrás quedaban las huellas en el aserrín que sacaban los dentados serruchos; de las
victimas arbóreas que se resistieron a morir pero que finalmente fueron reducidos a
finos listones, que ahora sostendrían los techos y se convertirían en confidentes de
las travesuras que se vivirían dentro de las casas en los fundos. Era una impresión
legible estampada en retazos de tablas que la naturaleza acertó a esculpir en los
pilares del tiempo.
IX
Esta jauría también se adiestró en el rol y el oficio que debían desempeñar, cuidaban
la casa del fundo cuanto salía a trabajar, salvo káiser y cuatrojos; dos perros que
siempre le acompañaban en la sabana. En el conuco y en los viajes que realizaba a
los fundos vecinos, estos animales actuaban perfectamente a su lado; se encariñaron
tanto, que muchas veces atacaban sin piedad a un animal cuando estos le chocaban
o embestían.
En el corral era igual, los había amaestrado tanto que no necesitaba llaneros para
lidiar con el ganado, ellos actuaban con esa pericia de acompañar las actividades que
físicamente no podía hacer solo. Incluso cuando le tocaba jalar peinilla en el conuco,
arreglando la topochera y en los aserraderos sacando madera; los dos perros lo
seguían mientras trabajaba, a veces cazaban una lapa o un cachicamo, que traían
diestramente en la jeta para entregársela a su amo. De noche dormían en un cuero
viejo que les había acomodado cerca de su toldillo, p’a que olfatearan cualquier
culebra que se acercara.
Los pasos marcados en la soledad eran huellas que no podía borrar de su mente, en
noches de plenilunios levantaba la mirada por encima de los pastizales y le parecía
ver a mamá Aquilina o a papá Bartolo, que se acercaban para consolarlo, para
brindarle compañía, para darle apoyo y cariño. A veces quedaba sentado en el
chinchorro creyendo que eran ellos que venían y cuando podía distinguir bien se
daba cuenta que era una vaca con su becerro que llegaban al paradero, se echaba la
bendición y se acostaba nuevamente volteando el cuerpo para tratar de conciliar el
sueño. Algunas veces recostado empezaba a cantar los pasajes aprendidos en las
ganaderías, sin olvidar las letras que había montado dándosela de compositor,
tarareando o silbando una que otra retahíla que hacía rimar con palabras rebuscadas,
pero que fueran parecidas en las terminaciones.
En una de las ganaderías pasando por el Puerto San salvador conoció a Hilda Durán,
una joven apuesta que corría y enlazaba perfectamente a caballo; era diestra en los
quehaceres domésticos, al igual que él. El papá de ella fue Eulogio Méndez, lo mató
un toro en un trabajo de llano cuando ella era muy pequeña y no alcanzó a
reconocerla; la madre Teodolinda Durán, se la llevaron las altas fiebres de la viruela
en la década de 1940 y la muchacha quedó huérfana, al cuidado de sus hermanas y
padrino. Tal vez sus quince años le permitían tener la energía necesaria para hacer
múltiples oficios incluidos los de trabajo de llano, pues en este medio nació y se crio.
Amor a primera vista para él…, al verla cuando un toro reventó de la madrina y salió
corriendo por la costa de una mata y la muchacha, que pasaba en su caballo, se dio
por retada, le hincó los talones a su montura y enlazó el lebruno en un parpadear de
ojos. Cuando llegaron los vaqueros ya lo tenía amarrado, p’a que lo llevaran
nuevamente al rodeo.
Ella con su cutis acanelado con sui géneris humor. Pues la besó el sol y en destello la
dejó el aura. Con su color desvanecido parecía teñir la arena que pisaba, moreneaba
el agua cristal sobre su cuerpo y se disipaba debajo del azul sereno. Tal vez le
chispeó el iris dejándolo renegrido en atrevida mirada, vistazo galopante por encima
del hombro…, y en coquetería contempló, los insinuantes encantos. Ella llevaba lo
natural, lo indómito, lo salvaje.
- ¿Será que podemos dejar el ganado esta noche en el paradero de la casa, mientras
mañana que lo entregamos?
Don José Dionisio padrino de Hilda; como buen llanero hospitalario, les dio permiso y
les vendió la cena a todos los jinetes. Las primeras horas de campo volante p’a
cuidar el ganado le tocó a él; momento que aprovechó p’a hacerle un santo y seña a
Hilda y entablar una conversación discreta pero acertada, la de cuadrar al día
siguiente muy temprano, antes de que cantara el gallo, volarse. Ella le dijo que era la
única forma de irse, porque por las buenas el padrino no la dejaría ir ni a la esquina.
Le alcanzó a decir a otro jinete que por él no se preocupara, que entregaran el
ganado y se hicieran los que no sabían nada.
Mientras él lejos del Puerto San Salvador; llevaba en ancas de su caballo su pimpollo
de flor, que a veces le daba escalofrío tocarle las manos. Los encontró la vida, daban
lo que deseaban, los entregaba el deseo, eran lo que querían ser, los consumaba el
amor a primera vista y se encontraban en las miradas. Pues nunca fueron novios,
tampoco amigovios, menos amantes; pero rozaban las ganas, las ansias, los anhelos
y las apetencias; decidieron parar el tiempo, solo un poquitito no más. Convinieron
vivir a plenitud y con intensidad en la estancia.
Los vaqueros rumoraban unos con otros la osadía, tanto de Bonifacio como de Hilda.
Todo había sido tan rápido que ninguno se percató de ese flechazo de amor; tal vez
con el solo cruce de mirada se hicieron sangre, se gustaron y creyeron que lo mejor
era estar juntos, pese a que jamás se vieron antes. En fin, era muy normal en el llano
hacer hogar una pareja sin conocerse mucho, sin antes haberse dado un beso,
tocado las manos o haberse regalado una caricia. Todo era como tan natural y se
heredaba de generación en generación; a punto que en otrora época; eran los papás
los que hablaban y decidían con quién se debían casar sus hijas, sin que ellas
tuvieran la opción de escoger el hombre con quien pasaría el resto de su vida. Incluso
en algunas familias, no podían escoger pareja diferente a su misma sangre; debían
buscar primos para casarse o ajuntarse, preservando de esta manera la continuidad
del clan sanguíneo por generaciones.
- “¡Pero pija, compañero!” … Ya, ya dejemos quieto a ese carajo. Si él se llevó a esa
muchacha era porque la necesitaba; ustedes saben que ese hombre ha sufrido
mucho, vive solo, está sacando adelante su fundo y necesita una mujer que le ayude;
además, que le dé bastantes “pijitas”. Si ella se voló con él fue porque le gustó a ese
carajo y cuando una mujer mete la mula así le den “más palo que una gata en un
zarando”, no echa p’a tras. Además, la jodía debió estar aburrida en esa casa, ella ya
necesitaba un marido y ahí le llegó, montado a caballo. Pues sí. –Contestaron”.
En el cajón de Arauca casanareño, seguía paso a paso él con su hembra en anca del
caballo. Parecían ese relieve que se aprecia en cada plenilunio sobre la cara de la
plateada, donde se observa el reflejo de la silueta de un llanero de esos que cabalgan
por los mil caminos del llano adentro, en medio de sabanas de mil colores, entre mil
sabores y mil olores. Se sentía el más machote que ese suelo había pisado, pues
muy pocos se daban el lujo de robarse tremendo pimpollo y llevarlo por encima de
todo a su casa, a su fundo, a su hogar adonde si bien no lo tenían todo, sí había lo
necesario.
Esta princesa llanera y criolla, de la costa del Casanare; nació en la fecha cabalística,
viernes 30 de agosto de 1940; su color quizá se lo dio el café de tanto tomarlo o el
melado sacado de mermar el dulce de caña; los abultados rizos flirtean con el viento
esquivos, discretos y escondiendo confidencias. Sus mejillas como pétalos de
cayenas embelesan, encantan y advierten atracción. Los ojos saltarines de azabache
que el sol envidia y no puede evitar las discretas pestañas. Esos labios carnosos que
invitan, seducen, incitan y desnudan una sonrisa atenuada. La cara en facción de
plenilunio enternece, impresiona domina y hechiza sueños. De regular estatura y
contextura trozuda. Candorosa y de humildes sentimientos. Así era esa niña que
concibió mamá, la menarquia irrumpió la niñez y la convirtió en mujer la vida.
Debajo del sencillo atuendo, llevaba su humor. Debajo del humor, su tez. Debajo de
la tez, salía la gracia. Debajo de la gracia, estaba la elegancia. En la elegancia,
demostraba armonía. En la armonía, la correspondencia. En la correspondencia, la
simetría. En la simetría, evidenciaba estética. En la estética estaba el arte. Del arte,
sobresalía la belleza. La belleza, era su cualidad. En la cualidad, guardaba
provocación. La provocación, incitaba. En la incitación, se escondía el deseo. El
deseo, es apetencia. De ¿quién? De ella, la princesa criolla de la costa del Casanare.
Ella…, ella llegó a él en oportuno momento. ¡Era ella! Nadie más que ella. Callada e
inocente, como siempre es ella. Ahí le acompañaba ella, es ella… Muy tierna ella, la
de mirada tierna y arrulladora, es ella…, con calidez propio de ella, le dio sosiego,
¡único de ella! Inmarchitable ella, eternamente ella.
Con los últimos rayos del sol pudieron observar a lo lejos las enramadas del fundo. Él
pavoneándose como lo hacen los piscos cuando están cortejando sus pavas le dio
media vuelta al caballo y con su mano derecha le indico:
-Desde aquí, desde este chaparral, inicia el lindero del que era mi fundo; porque de
hoy en adelante es nuestro fundo, en razón a que usted ya es mi mujer.
-Sí -Contestó ella reconviniendo con un ademan de arriba abajo, con su cabeza.
-Y allá -Continuó él- ¿Si ve la casa? Esa es la del fundo y desde ahí hasta el otro
lindero son dos horas a caballo; luego sigue los terrenos de don Rafael Jiménez, un
llanero muy conocido en esta región. Además, es un amigo personal porque a ese
viejo le debo mucho. Es muy buena gente, usted lo va a comprobar.
-Sí, -contestó - Esos son mis fieles compañeros y me cuidan la casa cuando salgo a
ganadear. No dejan arrimar a nadie, aunque también es cierto que por aquí no pasa
gente desde hace muchos años. Me contaban mis viejos que ellos ahuyentaron a los
chiricoas y cuibas que se robaban el ganado. A muchos llaneros les tocó en
ocasiones salir en comisiones a “guajibiar”.
-Uy, a los indios si les tengo miedo. Esos lo matan a uno y se lo comen.
-No, no se deje creer de cuentos. Los indios de por aquí no comen carne humana,
solo ganado y animales de la sabana, pescan bastante en el verano.
-Aunque todavía hay fundos que les toca tener campos volantes; p’a cuidar los
ganados de los indios. Pero eso es p’a los lados del Capanaparo, por aquí hace
mucho tiempo no pasa nada.
-Qué alegría. -Replicó la nueva ama de casa - Cómo tiene de gallinas; esto era lo que
yo quería, vivir así, en una casa en donde pudiera tener muchos animales, en donde
mis hijos pudieran jugar con ellos.
-Mija, ahora que estamos aquí me siento el hombre más feliz del mundo, pues tengo
con quién hablar, quién me ayude a los trabajos. Yo la vi enlazando a caballo y lo
hace muy bien. Aquí en este fundo hay mucho por hacer y usted me va a ayudar a
eso.
Él quedó inmóvil al sentir el beso de una mujer por primera vez, su instinto de macho
se despertó y se abalanzó sobre ella poseyéndola como un potro salvaje cuando
salta su hembra en celo.
Ella era la casualidad en el momento perfecto era la persona correcta. Los deseos…,
eran secuaces de ella; las pasiones…, eran replicadas sin límite; las ilusiones…,
fueron complementadas; las aspiraciones…, eran acompañadas; los sueños…,
mostraban un norte y los encantos…, la empatía. Respondían perfectamente a los
instintos y preferencias sin que se lo propusieran. Sentían el hipnotismo purpúreo de
la seducción, ese que amaña, enternece y obliga a la entrega sin condición. Ella se
convertía en la llama que le daba fogosidad, que le hacía sentir intensa la vida
cuando: lo miraba, tocaba, olía, besaba, acariciaba, abrazaba y se quedaba sin
sentido en el cortejo. Justo en el momento en que no se desea despertar, en que no
se desea acabar, en que no se desea alejar del otro, por ser la persona decorosa, por
ser como se es. Ella era la implicada perfecta, la que tanto esperó, la preferida y
seductora que ahora estaba en los brazos correctos.
Le contó cómo fue la muerte de su mamá, la de su papá, los hermanos que criaba;
de la amistad con don Rafael Jiménez y el mensual. Que el fundo era lo único que le
preocupaba y que, desde ahora en adelante, junto a ella; se estabilizaría su vida
porque era la compañera perfecta que Dios y la vida le habían regalado. En ella
encontró ese templo donde la llama del amor crecía; eran fogata, antorcha, llama y
ardientes haciendo caso al calor. Como en un espejismo interno se descubrieron los
dos.
El día siguiente todo en el fundo volvió a la normalidad. Káiser y cuatrojos; los dos
perros fieles sintieron que su trabajo había quedado cesante, pues su amo ya tenía
quién lo acompañara en la faena; e incluso pasaron a un segundo lugar en la vida
cotidiana del amo.
-Caramba no me diga que una garza cigüeña le trajo este regalito en el pico. Le dijo
don Rafael cuando se desmontaban de sus caballos.
A lo que el buen hombre respondió: -No, don Rafael, no fue una garza cigüeña, fue
el anca de mi caballo el que la trajo después de habernos volado del Puerto San
Salvador.
-Pija, chico, eso lo hacen los hombres berracos cuando quieren a una mujer, se la
llevan a las buenas o a las malas.
-Gracias a Dios muchacho…, gracias a Dios, usted ya arregló su vida. Me siento muy
contento…, muy contento…, pues las Sagradas Escrituras dicen: que “la mujer es
ayuda idónea”. Entonces palante…, palante…; porque palante es p’a allá.
Don Rafael peló por una botella de trago que tenía, entre palo y palo pasaron el día
comiéndose un sancocho de tres gallinas que mataron.
-Hijo, usted es un hombre hecho y derecho, ya tiene mujer, un fundo que muchos
envidian; ahora le regalo este revólver p’a que se lo cinte como todo un llanero. Eso
sí, no es p’a matar gente; es p’a que si un tigre, un león o una serpiente lo ataca se
defienda; si no lo ataca, déjelo ir. Cuide esa arma; lo había comprado p’a regalárselo
y estaba esperando la ocasión.
Sabana adentro el transcurrir de los años iba dejando huella en todo; lo que antes
había iniciado con menos de una veintena de reses, ahora se podían contar varias
puntas de ganado que recorrían toda la sabana. Una parte de estos animales
pertenecían a don Rafael, que las había entregado al aumento por cinco años, y en
menor proporción había recibido de otros fundos algunas novillas, también al
aumento. En cuanto a las madrinas de bestias habían crecido significativamente, de
tal forma que podía alquilar caballos para los vaqueros que solían ir a las ganaderías,
actividad que ya no podía realizar por estar dedicado a los trabajos pertinentes de su
propiedad.
Seguían pasando los meses, los años y la vida en los fundos, en los hatos, en los
caseríos, donde el llano se viste de mil colores. Por estos días dejó la fe católica y se
volvió cristiano evangélico, junto a su familia. Les enseñó a orar dando gracias a Dios
antes de cada alimento y al levantarse como al acostarse.
El buen llanero comprendió que al lado de la esposa había perdido la noción de los
años, ya se sentía un hombre cuarentón, se aproximaba a la mitad de su existencia y
la vida no le era tan adversa después de haberla conocido. Quizás aquella mujer,
como todas; traía la bendición de ser madre, ya tenía cinco hijos y presagiaba que
para los años venideros seguiría trayendo más barrigoncitos, Pues su comparación
era con las vacas de ordeño, las cuales parían todos los años y las que no, era
síntoma de que el diablo le había robado la fecundidad, por eso Hilda no podía parar
la tarea de traer nuevas vidas al llano, tal y como lo hacían las vacas. Él creía que la
vida le resarcía todo lo que en otroro tiempo le quitó, incluso para prevenir que algún
rayito de luna, como le habían contado, se llevara a un hijo o a su esposa en un parto
tal y como amenazó a su progenitora Aquilina. Era él mismo el que junto a una
comadrona acompañaba para recibir a los recién nacidos, cortándoles el ombligo y
entregándolos a su formidable madre que los abrazaba y les diera el calor que nunca
pudo recibir el bellaco.
“El que no tiene quien lo balancee saca la pata y se mece”. En repetidas ocasiones
arrullaba a sus hijos con Pasajes o Joropos que les componía y a veces les decía, sin
que estos pudieran entender, que esta tierra de hombres era para los hombres sin
tierra. Que era la tierra de los mil caminos. Uno de los tantos poemas que les recitaba
era.
EVOCACIÓN
Los ventarrones de ese nuevo verano golpeaban los ranchos de palma sin clemencia;
el silbido del viento quería despegar una a una las hebras de palma y dejar al
descubierto todos los secretos que se escondían en el interior de la familia. Los
amarres de bejucos que aprisionaban las pencas al costillar de la enramada se
resistían al ímpetu, la cual se erguía flamante sin temer la contundencia con que eran
azotados por las ráfagas de aire de tiempo en tiempo. Hasta las babillas y las
culebras saruras deponían la milenaria pugna y se afanaban a enterrarse a
profundidad en los últimos humedales, para no morir por la resequedad.
Debajo del techo de palma construido en el centro del fundo, la familia se multiplicaba
de año en año, la fertilidad del vientre de Hilda, era tan prodigioso como para llenar el
ensoropado de barrigoncitos. Era allí en donde con alas listas para volar había
quedado atrapada. El verano terminaría y dejaba desnuda la rama, como también
quedaban los eternos amantes bajo su casa, en donde se mordieron la piel,
escribieron en la tez…, desnudos en una silueta, desnudos en una pasión.
Atrapada…, ayer y siempre. Estaba ella atrapada en los versos de amor que le decía:
todos los días, todas las semanas, todos los meses, todos los años; era el embeleso
de su divago, era la musa de su inspiración. Ella presumida y orgullosa llevaba oculta
en su tez el olor y la calidez de ese llanero que no se borraría nunca; puesto que fue
una hoja en blanco en donde el buen hombre escribió. Era el caballero de su alma
con gestos muy atrevidos, también eran un poema erótico que agudizaba los
sentidos. Seguía atrapada en el recuerdo, ese…, sin poderlo borrar, pues lo
escribieron siendo uno…, en el ensoropado su nido de amor. Ella llevaba un pedacito
de él, se le notaba en la mirada.
El curtido llanero se sentía pasando por la mitad de los años de su existencia. Veía
en la esposa una mujer que daba al hogar el calor que necesitaba, Su fundo había
crecido tanto que presagiaba en los años venideros, las bondades que se merecía.
En fin, la vida del llanero en tiempo de tranquilidad es opulenta; cuenta con múltiples
actividades para realizar y poco se preocupa por la comida; en razón a que esa que
no da el conuco, la aprendió a encontrar a poca distancia de la casa; no es sino ir y
sacrificar un chigüiro, un venado o agarrar un cachicamo con la mano p’a comer
guisado. Todo esto y mucho más lo consiguen fácilmente, si desea cambiar la dieta,
sacrifica una mamona y se la come asada; o un buen sancocho de gallina, que no se
hace esperar mucho tiempo en la mesa. Tal vez por eso no le preocupaba que los
miembros de su familia se aumentaran cada año, ojalá fueran dos o tres en cada
parto, decía, pues había la suficiente comida para todos; asimismo, tanta tierra para
ser habitada por su descendencia.
-Ya voy vieja; me gusta apreciar este concierto de pendejadas que hacen los
muchachos en el patio y cómo se mezclan sus gritos con los de los loros, las
chiricocas y guacharacas. - Era un momento extasiado de su vida, pues él no tuvo la
libertad para compartir en su niñez y jugar como lo hacían ahora sus hijos.
-Tranquilo viejo, quizás usted no tuvo esa experiencia, pero ahora puede contemplar
a todos sus muchachitos; mírelos como una parvada de chigüiritos o en escalera de
mayor a menor como los retoños de una mata de topocho.
Vio sus seis gabanes organizar sus propios fundos. (Alcides, Gustavo, Armando,
Bonifacio, Abetsay y Albeiro), al igual que las tres corocoras que también trajo la
cigüeña, ¡alegría de la casa! (Yunis, Hilda y Piedad). Las cuales se habían colado en
medio de tantos hijos machos. A suerte pues ellas ayudaron en los quehaceres
domésticos antes de irse con sus maridos a sus respectivas fundaciones.
Estos barrigoncitos eran un pedazo andante del cuerpo de la vieja, sin lugar a dudas
eran un girón de la tinaja rojiza que los gestó nueve meses y que en cuarenta
semanas los dibujó. Por eso quizá llevaban el color su piel, por ser un retazo de su
vida, por ser una extensión de esa tinaja rojiza, por ser como ella.
Los dos quizá por ser de familia humilde; les gustaba lo sencillo, lo simple, lo natural.
Siempre decían: buenos días, le extraño, le llevo en mi corazón, cuídese, me haces
falta, nada de tristeza, duerma mi amor y tome el pocillito de café. Ser felices en la
sabana no tenía precio, se debían olvidar los problemas y desprevenidos ver la vida
con ilusión. El uno era el destino del otro, los encontró la vida y se poseyeron los dos.
-Sí, gracias a Dios. Cada vez me convenzo que Dios no se lleva nada, también es
justo. Le resarce aquí en la tierra lo que en otrora oportunidad uno no tuvo. Al menos
eso nos han enseñado los viejos, de generación en generación.
-Viejo... -Le interrumpe la esposa - No hemos ido a visitar a don Rafa. Parece que
está un poco enfermo.
-Sí, hay que ir. Creo que mañana es un buen día para visitarlo, de pronto se nos
muere y no alcanzamos a darle las gracias ni a echarle las bendiciones que un
anciano a esa edad debe llevarse, de todos los que podemos acompañarlo.
-No es que mañana le dé pereza arrancar a ver al hombre -Le reconvino ella.
Muy bien, -Contesto el mensual - Eso, ¿Qué vientos lo echaron por aquí, viejo
amigo? ¡Porque nos tenía abandonados!
-No, de ninguna manera primo. Son las ocupaciones las que a veces no dejan sacar
un tiempito para venir a visitar a tan dignos amigos; pero bueno, lo más importante es
que ya estoy aquí.
-Gracias, mi amigo personal, porque eso es lo que es usted. “Lástima que un perro
bueno se vuelva viejo”. Mire ya adonde me encuentro.
-Sí, don Rafa – Le contestó - Lo más importante es que los años han labrado en
nuestras vidas mucha madurez, han dejado experiencia y hemos podido dejar huellas
imborrables en esta inmensa llanura. Estas sabanas son el destino de nuestras
fantasías y el abismo por donde galopan nuestros pensamientos. Aquí vivimos
nuestras dichas, desdichas y es aquí en donde crecen nuestros hijos.
Después de desayunar y de tomarse sendos tintos; la charla continuó alrededor del
devenir de la vida, mutuamente recordaron aquellos chascos que habían tenido
cuando eran niños, como jóvenes y luego con la destreza que les tocó enfrentar los
diferentes altibajos que rondaron sus pasos. Don Rafael hombre ya viejo arrugado
por el paso de los años; con cabellos como los follajes de los guamos floridos,
siempre tuvo presente todo lo que vivió; de cómo las cosas variaban; incluso recordó
en varias oportunidades al padre Sarabando, éste cada vez que venía les enseñaba
cosas novedosas, del cambio de los antiguos soropos por los fundos que ahora
tenían. Recordó aun, cómo xoropeaban antiguamente y que ahora los copleros
llaneros bailaban era el Joropo; de cómo mutó el nombre de ese baile que hacía
vibrar hasta los tuétanos cuando se realizaba en los parrandos de Nochebuena, en
los festejos para agasajar una fecha especial o en festivales de caserío en caserío.
También les contó cómo transformaron los instrumentos que utilizaban. El primero
que usaban era la cirrampla; este aparato musical no fue traído por gente colona,
era usado por los nativos precolombinos de Tame-Arauca-Colombia; (según el gestor
cultural Pablo Enrique Días, “Parique”). En este municipio llanero nació y murió
Basilio Domínguez, único musico contemporáneo, que tocaba la cirrampla y según
sus anécdotas, a veces lo hacían entoldillados, para protegerse de los zancudos, en
tiempos de invierno. Esta era una verada y un pedazo de tripa de mono que iba de
punta a punta, en una de ellas estaba asegurada con una clavija de palo, con el fin de
tensionar y en la otra se fija a la verada; se tocada, la boca era la caja de resonancia
y se ejecutaba punteada. Esta cirrampla fue reemplazada por el arpa de treinta y dos
cuerdas, que entró a Arauca desde Venezuela, entre los años 1950 y 1951.
Otro instrumento utilizado era la Carraca de una mula, yegua o burra; eso sí, debía
ser de un animal hembra. Esta carraca se dejaba secar para que al ser chocada con
la palma de la mano sonaran los dientes dentro del hueso. Pero el mejor aporte de
los nativos fue el (sonajero indígena), las Maracas.
La Bandola pimpón; era un utensilio nativo de tierras araucanas. Tenía dos cuerdas
que daban un sonido al ser tocadas, como lo indica su nombre “pin pon”. Fue
reemplazada por el Furruco que era una totuma seca que, al quitársele las dos
puntas, se le coloca la vejiga de una res seca y sobre el cuero de la vejiga va una
verada untada de cera de abeja angelita, la cual al tallar el dedo de arriba hacia abajo
daba un sonido particular; esta se apoyaba en medio de las piernas, para su
ejecución. Todos estos instrumentos, ya casi no se ven; todos vienen siendo
reemplazados por el Arpa, el Cuatro, la Bandola y los Capachos. Quién sabe qué
otra joda nos traiga p’a poder bailar.
También le relató una lista de aires llaneros, conocidos a mitad del siglo xx.
-Cunavichero.
-Chipola
-Catira
-Camaguan
-Cimarrón
-Carnaval
-Caracoles
-Cachicama
-Cari-cari
-Diamante
-Embarrialao
-Gabán
-Guacharaca
-Guayacán
-Guacaba
-Garipola
-Gavilán
-Juan solito
-Los perros
-La rufa
-Las flores
-Morrocoyero
-Merecure
-Mamonales
-Maizales
-Marisela
-Nuevo Cayao
-Pajarillo
-Pajarillo Corrío
-Periquera
-Perro e´ agua
-Quita Pesares
-Quirpa
-Quita resuello
-San Rafaelito
-San Rafael
-Seis por derecho
-Seis numerado
-Seis corrío
-Unicatorce
-Verdún
-Zumba que zumba.
Recordó don Rafael que él siempre utilizó la palabra pija. Aprendió del curita que los
visitaba, el uso de los nativos giraras cuando decían “pía, pía, pía”, al perseguir a las
presas en carrera y que al pronunciarla tan rápido parecía sonar como: “pija, pija,
pija”.
En fin, la guerra bipartidista iniciada en los años 1950, dejó tantos muertos y
rencores; con huellas imborrables, sin tener quién pudiera mediar para zanjarlas, dejó
cicatrices en el cuerpo y en el alma. Quizás ahora la única alternativa que tenían era
el tiempo, un buen aliado para borrar todos los sinsabores que dejó la violencia. Don
Rafael era un convencido de que todo volvería a la normalidad, que los hombres y
mujeres volverían a trabajar duro; pero eso sí; morirían de viejos, sin que la rudeza
les quitara el ciclo vital. Buen recuerdo de la visita al viejo estandarte llanero, que
ahora veía a su amigo, regresar a su fundo.
XI
“Lástima que un perro bueno se vuelva viejo”, …En su
fundo, Bonifacio parales Carrero vio pasar con rapidez los años. Despidió el centurio
de 1900 y recibió los primeros lustros de los años 2000. Habían pasado 67 inviernos
e igual número de veranos con sus semanas santas y noche buenas. Junto a su
mujer ya toleraban 42 agostos de casados y los gabancitos mayores ya emplumados
se iban de la casa.
Tal vez, el hecho de que su fecunda mujer le regalara un rosario de hijos; los días,
meses y años los dedicaba enseñarles las tareas o labores cotidianas, pasando
inadvertido el tiempo. A su esposa Hilda Durán ya no la contemplaba como aquella
mujer que años atrás le ayudaba en los trabajos de llano, sino como una compañera
dedicada de tiempo completo a los oficios domésticos; era bien diestra para hacer la
comida a cuarenta o cincuenta hombres que por el mes de mayo trabajaban llano en
el fundo. Sus manos y dedos ya se engarrotaban por los efectos del reumatismo o
por el uso de la máquina de coser que pedaleaba para hacerle los tucos a los
muchachos; el lavado de la ropa a orilla del estero pudo también afectar la salud de la
matriarca; interrumpiendo el oficio únicamente al medio día para hacer el almuerzo.
Ella siempre hacía alarde de sus acostumbradas frases: “usted si es la jucha”, para
destacar algo repetitivo; “ya paqué dijo la lora”, para referirse a un acto demorado;
“voy a comerme esto p’a que no se pierda”, al devorar los sobrantes de comida;
huuummm ¡cómo no!, en tono desconfiado; p’a que se avispe, en actitud de
advertencia; le voy a dar un cascarazo, en postura de respuesta; p’a que aprenda, en
disposición de enseñanza; ¡a siii como no!, en tono burlesco.
Esta mujer y mamá, fue el núcleo del que hacer en el hogar, siempre estuvo presta
como buena llanera a los oficios y a generar un hábitat de cordialidad en la familia,
siempre estuvo a la altura de las circunstancias. En las pocas clases que la Sra. Pepa
le dio en casa cuando niña, sin un curso intensivo de caligrafía, aprendió una letra
cursiva admirable; sin recibir clases de geografía, aprendió a echar travesías sin
perderse orientada solo con los puntos cardinales, distinguía las fases de la luna,
posición de las constelaciones y sin reloj en mano, la comida estaba servida en la
mesa a la hora exacta; nunca supo lo que era la geometría, pero una arepa redondita
de las manos le salía.
El hombre ya arrugado, lleno de días, pisando los 87 años en el 2020; escuchaba las
cuerdas melancólicas de un arpa en las manos cansadas de un llanero que llegaba al
ocaso. Con la sabiduría acumulada en tantos años, se mostraba como un crepúsculo
con matices de arreboles, que exteriorizaba con el esplendor propio de un ser
envejecido con deleite de sabana y que olía a llano.
Este chaparro sabanero erguido en su caballo recorría de vez en cuando el fundo y lo
hacía cuantas veces era necesario; era perseverante pues pasar la vida en la sabana
era su felicidad. No olvidaba los cambios que, en su casi centuria de vida vio.
Algunas veces recordaba a su mamá Aquilina de cómo había muerto por no tener los
recursos para comprarle la inyección y salvarle la vida cuando la necesitó; allá había
quedado su cuerpo enterrado en el pueblo araucano, a papá Bartolo quien le
aprendió lo de ser trabajador; malaya la serpiente que lo mordió y se lo quitó del lado.
Toda la tristeza y melancolía que lo había acompañado en el secular paso por las
tierras centaureas. Por la tierra de los mil caminos.
Esa noche se acostó, pero aun lo embargaba la nostalgia; cuando vio por entre las
hilachas de palma cómo se alzaba la luna llevando en su seno la borrosa figura de
mamá Aquilina y del papá. No pudo más que estirar la mano y apretar la de su
esposa para que no lo dejara ir todavía: tal vez el rayito de la plateada quería
llevárselo esa noche; pero entendió que quizá sus hijos aún le necesitaban, para que
los acompañara en la vasta llanura de tierra de hombres, para el hombre sin tierra.
Con su voz ronca y cansada decía: - ¡Ojalá estas sabanas y el llano inmenso no me
olviden! Porque entre estos y un llanero se vive un romance mágico de: gusto,
entrega, confidencia y complacencia. Aunque el nombre de alguien trate de borrarse
en las páginas de los años, la recia leyenda de su vida se oirá contada por llaneros
interrumpida a veces por el ruido de los cascos de los caballos en sus andanzas.
Los nubarrones de ese invierno eran tan oscuros y pesados sobre el llano; que
parecían aplanar el verde esmeralda del pastizal cercano, querían ocultar el verde
trébol del matorral, borrar el verde jade del morichal lejano, encubrir el verde persa
del chaparral, tapar el verde lima de la montaña a la distancia, opacando el aceituno
atuendo de la sabana distante; como tratando de borrar las huellas de quienes
cabalgaban en gracia salvaje e indómito aliento en el llano profundo; dejando sus
huellas en polvo dormidas o en húmedo estero que el ayer secó.
Ese día como uno de los tantos, como los de siempre; se fue retirando paso a paso
como si los pies le pesarán por el número de años. Se fue…, se fue…, a paso lento
entre la pastura llano adentro; recorriendo en silencio entre mil colores, mil sabores y
mil olores el confidente llano; dejando páginas en su memoria y en mirada, mirada
lejana; soltar la fugaz vida, que de verde sabana vistió.
La ausencia de su amada le marcó tanto la vida, que faltando 12 días para completar
el primer año de fallecida; es decir el martes 31 de agosto de 2021 a las 5 AM, ( a los
88 años y 87 días); marchó hacia el infinito en perenne búsqueda de los que tanto
amó; montado en el caballo blanco de los nubarrones hacia las llanadas del cielo ,
cabalgando como solía hacerlo, para más nunca volver al llano adentro; a la tierra de
hombres para el hombre sin tierra, a las sabanas de mil colores, a la planicie de mil
caminos. Donde nació; comió carne y queso con tajadas; amansó caballos, bailó
joropo, lidió con los hijos de los toros; y, quien en vida se llamó, Bonifacio Parales
Carrero.
FIN