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TODAS

LAS FAMILIAS INFELICES


Incendios de Wadji Mouwad.
Dirección. Mario Gas. Reparto: Ramón Barea, Álex García, Carlota Olcina, Alberto
Iglesias, Laia Marrull, Germán Torres, Nuria Espert, Lucía Barrado. Traducción:
Eladio de Pablo. Escenografía: Carl Filion. Vestuario: Antonio Belart. Videoescena:
Álvaro Luna. Iluminación: Felipe Ramos. Produce: Ysarca. Coproduce: Teatro de la
Abadía. Con la colaboración de Teatro del Invernadero.

Incendios, una de los textos más aclamados del teatro internacional en lo que
llevamos de este siglo, cuenta la historia de una familia: dos generaciones y dos
países que se entrelazan para recorrer la investigación de un hermano y una
hermana gemelos a quienes el testamento de su madre obliga a sumergirse en el
pasado. Así, desde Canadá, los hermanos, por separado, emprenderán un viaje para
encontrar a su padre y su otro hermano. En paralelo a su peripecia, se reconstruye
la vida de la fallecida madre de ambos, Nawal, en ese país nunca nombrado pero
claramente el Líbano natal del autor, asolado por la miseria y la guerra civil.
Decía Tolstoi que todas las familias felices se parecen, pero que las infelices lo son
cada cual a su manera. Mouwad nos dice que todas las familias son, sucesivamente,
felices e infelices: “¿Dónde comienza vuestra historia? ¿Con el nacimiento de
vuestro padre? Entonces es una gran historia de amor. Pero remontando más allá,
quizá descubriremos que esta historia de amor tiene su fuente en la sangre, la
violación, y que, a su vez, el sanguinario y el violador tienen su origen en el amor.”
Y también que el horror y la venganza no tienen principio ni fin: “Por qué violaron
esos dos tipos a la chica? Porque los milicianos habían lapidado a una familia de
refugiados. ¿Por qué los habían lapidado los milicianos? Porque los refugiados
habían quemado una casa (…) la historia puede proseguirse aún mucho tiempo, de
hilo en hilo, de cólera en cólera, de pena en tristeza, de violación en asesinato,
hasta el comienzo del mundo.” Esa lucidez atraviesa el texto que resplandece en
quemaduras de pura poesía que recuerdan al mejor teatro de Lorca: “la infancia es
un cuchillo que se clava en la garganta”.
A la misma altura de la belleza y la hondura del texto están los retos que plantea su
puesta en escena: saltos temporales y espaciales continuos que van imbricando los
dos tiempos en uno solo, situaciones extremas de guerra y horror que han de ser
creíbles para que el artefacto narrativo funcione y un crescendo dramático
sostenido hasta la revelación final.
El carisma de Nuria Espert .
La propuesta de Mario Gas los afronta a partir de una escenografía sobria y
contundente: una pared central de la que sale una pasarela hacia el público bajo la
cual hay un suelo de piedras y unas proyecciones sobre esa pared combinando
texturas con algunas imágenes concretas; un trabajo actoral en clave realista, que
pide a casi todos los intérpretes hacer más de un personaje y a todos una entrega
generosa a sus respectivos viajes; un tráfico escénico sencillo que trata de suavizar
los pasos de una escena a otra para hacerse cómplice de la imbricación entre
espacios y tiempos diversos que, ya decía, plantea el propio texto y la baza del
carisma escénico y la sabiduría de Nuria Espert.
El espectáculo conecta desde el primer momento con el público y no lo suelta hasta
el final. Destaca la escena del juicio en la que Nuria Espert consigue transmitir todo
el dolor y la rabia más extremos casi sin un gesto. Yo disfruté mucho también con
el trabajo de Carlota Olcina por su mezcla de fragilidad y obstinación y la
complicidad de Laila Marrull y Lucía Barrondo. También agradecí la humanidad de
que dota Ramón Barea al entrañable notario y amigo de Nawal. En cambio, no
terminaron de funcionarme algunas de las escenas en Líbano: la caracterización y
el vestuario de algunos personajes “orientales” me pareció convencional y me
costaba creérmelos. Yo habría preferido una resolución de sus caracterizaciones
más metafórica. Del mismo modo, eché de menos una aceleración del ritmo
escénico en la parte final (quizá porque ya conocía la historia). Creo entender que
se propone un ritmo que va conectando con el ritual y que se ensancha para dejar
que aflore la emoción y mostrar “la voz de los siglos antiguos”. Esa intención
pareció llegar nítida al resto del patio de butacas, pero no a mí. Paradójicamente,
algunas reacciones de la parte final me parecieron precipitadas: pienso
especialmente en el reconocimiento “de manual” que tiene Jean explicándole a su
hermano la hipótesis matemática de que uno y uno pueden sumar uno. Tampoco
terminó de funcionarme la propuesta del personaje del Nihad francotirador. Me
acordaba del aserto atribuido a Brecht: “es difícil hacer al público creer que una
escoba es una escopeta, pero es más difícil hacerle creer que una escopeta es una
escopeta”.
En cualquier caso, tras el final de todos los personajes resguardados de la lluvia
bajo el plástico, me quedó un temblor de primera vez, un recuerdo inventado que
se remonta a través de generaciones hasta llegar al primer hombre o la primera
mujer que miró a un semejante y le contó el primer cuento. Y ese recuerdo
fantasma me ayudó a entender o, al menos, intuir esa necesidad, estrictamente
humana: el relato, hijo ilegítimo de la realidad que, sin embargo, nos ayuda a
entenderla y a perdonarla. Ese temblor de “primer relato” recorre y alienta
Incendios de Wajda Mouwad y lo emparenta con el mito porque el destino trágico
de la familia Marwan contiene lo mejor de las grandes tragedias griegas: ese
“temor reverencial” ante lo que nos excede y, al tiempo, nos constituye. Y es que,
parece, todos venimos de un puñado de hombres y mujeres, que salieron de África
hace miles de años. Así que toda guerra es civil, todo asesinato un parricidio y sí,
los refugiados que mueren de frío en Grecia, nuestros hermanos.

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