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EL

DOLOR DE EVITAR EL DOLOR



LA RESPIRACIÓN.
TEATRO CENTRAL. Sevilla. 20 mayo 2016.
TEXTO Y DIRECCIÓN. Alfredo Sanzol. REPARTO. Pau Durá, Nuria Mencía, Gloria
Muñoz, Pietro Olivera, Martiño Rivas y Camila Viyuela. MÚSICA. Fernando
Velázquez. ESCENOGRAFÍA Y VESTUARIO. Alejandro Andújar. DIRECCIÓN DE
PRODUCCIÓN. Nadia Corral/Miguel Cuerdo. Es una producción de Teatro de La
Abadía y LaZona. DURACIÓN. 1h y 40 minutos. AFORO. Tres cuartos.

El pasado fin de semana se cerró la temporada del Teatro Central de Sevilla.
Una temporada que, pese a las dificultades presupuestarias, sigue manteniendo un
altísimo nivel de calidad y un compromiso con la danza y el teatro de nuestro
presente. Entre los regalos que la programación me ha hecho como espectador,
que me han dado felicidad y me han hecho repensar y resentir, se me vienen ahora
a la memoria La clausura del amor de Pascal Lambert en la que Bárbara Lenni e
Israel Elejalde se enfrascaban en un cuerpo a cuerpo atroz y revelador sobre las
miserias y el dolor de una relación que se termina; Cuando deje de llover de
Andrew Bovell señalaba la herida que late en el centro de toda familia, una herida
que dicta sin saberlo nuestros pasos y con la que, antes o después, hay que
enfrentarse para que no tiranice nuestro destino; y el Edipo rey de Alfredo Sanzol,
una versión sobria e impecable de la tragedia ateniense en la que se respiraba la
violencia sorda e inexorable de los encuentros familiares. Caso aparte, y que fue
objeto de reseña anterior en este diario, es el Mount Olympus de Jan Fabre.
La temporada se cierra, precisamente, con otro espectáculo de Sanzol: La
respiración. Y, con ella, el póker temático de espectáculos que, a cada cual le mueve
lo que le mueve, me han conmovido. La familia, desde su núcleo básico -la pareja-
hasta ese entramado de nuestro linaje que nos recorre y nos conforma son el
asunto común de las cuatro piezas. De hecho, una de las primeras cosas que nos
dice la protagonista de la función, Nagore, es que quiere tener una familia. Hace un
año, su pareja la abandonó y, desde entonces, siente que no la tiene. En su deriva
vital, Nagore se deja conducir por su madre y emprende actividades “terapeúticas”
para cuidar su alma herida: yoga, gimnasia, masajes. Con la desesperación de “una
náufraga en su propia cama”, vemos a esa mujer rota aferrarse a lo que sea con tal
de no estar sola; porque “más vale mal acompañada”. Y en esos encuentros se ve
inmersa en un microcosmos de relaciones humanas que la desconcertarán y, sin
embargo, serán el hilo que la vaya rescatando de su dolor. Porque, a veces, de las
situaciones absurdas y terribles a que nos enfrentamos, sólo salimos aceptando ese
absurdo, poniéndonos de su lado, dejándonos acariciar por él.
El espacio escénico representa el salón de una casa: sofá, sillas y una mesa.
Dos paredes de madera dejan a la derecha del espectador un pasillo que es línea de
fuga al resto de la casa y al resto de la vida. Ese único lugar se transforma en todos
los lugares en que se va desarrollando la acción. Del mismo modo el tiempo de la
ficción fluye y salta con naturalidad. Se diría que estamos ante un traje sin
costuras, lo que parece fácil a simple vista, pero que encierra un virtuosismo en la
composición y el manejo de los recursos teatrales al alcance de pocos. Del mismo
modo, como viene siendo habitual en las últimas obras del autor, fantasía y
realidad se entrelazan sin dejar claro cuál es el límite entre una y otra. Y es en ese
ir y venir de la realidad a la fantasía en el que la protagonista, una Nuria Mencía
sobresaliente, va muy lentamente recomponiéndose y volviendo a confiar en la
vida. El resto de los personajes son la propia madre de Nagore y una familia
estrafalaria y entrañable: un profesor de yoga; su hermano, fisioterapeuta al que su
pareja dejó también hace poco; el hijo del primero, entrenador personal y su novia,
recién licenciada en derecho. El elenco al completo dibuja unos personajes que,
como la propia función, pasan del vodevil al drama con soltura y verdad. Me gustó
especialmente Gloria Muñoz en el papel de la madre de Nagore, por su capacidad
de contarnos mucho con lo mínimo y ese tono liviano que es la marca de las
grandes actrices en la comedia. Y no quiero dejar de reseñar un breve momento en
que Nuria Mencía se retira a un lateral de la escena y suspira en busca de aire y
llora. El desamparo que nos deja ver en ese momento, tan humano, tan real, no se
me olvidará fácilmente,
La respiración nos muestra el dolor de una separación y, a través de los
ojos, la voz y el cuerpo de esa mujer, nos hace pensar sobre ese asunto, el amor. Su
capacidad de hacernos tocar el cielo, pero también de arrasar nuestra vida y
robarnos el sueño, la alegría y hasta no dejarnos respirar. Cuando algo duele, y
duele tanto como puede doler el amor, nos afanamos en buscar una solución para
no volver a pasar por ahí, para recuperarnos antes; cuestionamos el concepto del
amor romántico y lo hacemos único responsable de lo que pasa. Y algo de eso hay
en esta obra, que se asoma a otras formas de sentir más abiertas y menos
excluyentes. Pero no hay respuestas. Como dijo Gloria Muñoz en la charla posterior
a la función, esa apertura es la versión revisada del amor libre del mayo del 68, que
también dejó muchas víctimas en su camino. Víctimas con el corazón roto, como
Nagore, como todos nosotros de vez en cuando, porque “cuando te enamoras, te la
juegas”. ¿Entonces? La obra, como la vida, no da una respuesta porque no hay
fórmulas para evitar el dolor; quizá sólo podemos evitar el dolor de intentar evitar
el dolor.

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