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¿Se puede perdonar sin olvidar?

De Francisco de Asís a Francisco de Roma


Michael Moore

Hace casi ochocientos años, con el atardecer del 3 de octubre de 1226, en la pequeña capilla
conocida como la Porciúncula, se apagaba la vida de Francisco de Asís. Y se celebraba su tránsito.
Conmemorando su figura de hermano universal, el papa Francisco está ahora ofreciendo a la iglesia y a todo
hombre de buena voluntad una nueva encíclica sobre la fraternidad y la amistad social titulada, Fratelli tutti,
que tiene como figura inspiracional nuevamente al Pobre de Asís (FT 1-4). En una mirada muy rápida del
escrito, me llamó la atención no sé bien por qué… o quizá sí un apartado titulado “el valor y el sentido del
perdón” (esp. FT 236-254). Y ahí me detuve. En torno a esa cuestión tan áspera como sanadora me gustaría
reflexionar brevemente desde los dos Francisco, mientras conmemoramos un año más la pascua del de Asís
y recibimos el nuevo documento del de Roma.

La fraternidad: don…. ¡y cruz!


Sin duda, Francisco de Asís nunca se autocomprendió fuera de la fraternidad, y por eso no podemos
acercarnos a su figura sin hacer referencia constante y directa a esas relaciones interpersonales que
configuraron su vida y vocación. En su probablemente último gran escrito conocido como el Testamento,
Francisco hace una suerte de mirada retrospectiva de su vida y, luego, una prospectiva, para que los
hermanos conserven ciertas cuestiones como esenciales e innegociables. Allí afirma cuánto significaron los
hermanos desde el inicio de su itinerario, definiéndolos como un verdadero don de Dios: “Y después que el
Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer…” (Tes 14). La llegada de los primeros
compañeros parece marcar un punto de inflexión en su búsqueda puesto que entonces queda constituida la
fraternidad de menores. Desde entonces y hasta el final de su vida, la referencia a sus hermanos será
definitoria en todas sus tomas de decisiones. Desde el ir a Roma peregrinando fraternalmente para que el
papa aprobara su estilo de vida, hasta las opciones concretas que implicaban encarnar lo que el Señor le
revelaba: cómo y dónde vivir, cómo y qué predicar, cómo trabajar, rezar, etc.
Pero, paradójicamente, aquello que más lo movilizó e hizo gozar la búsqueda de la fraternidad
universal inicializada con sus hermanos de proyecto fue también lo que más lo hizo sufrir. De un modo
particular, en los últimos años de su vida, cuando, de un modo demasiado veloz para élse consolida el
llamado proceso de institucionalización de la orden: el pequeño grupo de los doce se había multiplicado a
varios miles, con el inevitable proceso de nueva organización exigido por ese número y por la Iglesia, y
donde muchos hermanos venidos del alto clero y de la nobleza ya no compartían la radicalidad del
fundador en supuestas aras de un mejor servir a Dios y a la iglesia (institución). Se trata, quizá, de la ley
sociológica de la domesticación por imperativo de la historia. Desde el momento en que el carisma personal
de Francisco se transformó en un movimiento, surgió nolens-volens la necesidad de estructuración, con lo

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que el carismático movimiento inicial desembocó en una orden religiosa (más) que se sumó a las (demás)
órdenes religiosas... enmarcada dentro de los cánones de la Sede romana. Todo esto sacudió la fe del Pobre
de Asís desde los cimientos originarios de su misma vocación: cuánto venía buscando y construyendo ¿era o
no lo que Dios le había pedido? ¿su utopía de la fraternidad universal, menor y pobre, era tan sólo eso: una
utopía? En este contexto, sobre todo, Francisco habrá tenido que aprender a perdonar “setenta veces siete”.
Porque, como avisa el Papa, “cuando los conflictos no se resuelven sino que se esconden o se entierran en el
pasado, hay silencios que pueden significar volverse cómplices de graves errores y pecados. Pero la
verdadera reconciliación no escapa del conflicto sino que se logra en el conflicto, superándolo a través del
diálogo y de la negociación transparente, sincera y paciente” (FT 244). Por eso, el Pobre de Asís tuvo que
mirar de frente aquellas tensiones y ensayar estrategias de reconciliación.
La pedagogía de la misericordia
Como testimonio de aquellos dolorosos conflictos y su vía de solución, conservamos lo que en mi
juicio constituye una de las páginas más bellas de la espiritualidad cristiana: la llamada Carta a un ministro
(¿1218/1221?). Vale la pena transcribir la primera parte, que es la nuclear:
Al hermano N., ministro: El Señor te bendiga. 2Te digo, como puedo, respecto al caso de tu
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alma que todas las cosas que te son obstáculo para amar al Señor Dios y quienquiera que te
ponga obstáculo, sea de los hermanos o de cualesquiera otros, aunque te azotaran, debes tenerlo
por gracia. 3Y quiérelo así y no otra cosa . . . 5Y ama a los que esto te hacen. 6Y no quieras de
ellos otra cosa, sino lo que el Señor te dé. 7Y ámalos precisamente en esto, y no quieras que sean
mejores cristianos. 8Y sea esto para ti mejor que vivir en un eremitorio. 9Y en esto quiero
conocer si amas al Señor y me amas a mí, siervo suyo y tuyo, si procedes así: que no haya en el
mundo ningún hermano que, habiendo pecado todo lo que pudiera pecar, se aleje jamás de ti,
después de haber visto tus ojos, sin tu misericordia, si es que busca misericordia. 10Y, si no
buscara misericordia, pregúntale tú si quiere misericordia. 11Y, si mil veces volviera a pecar ante
tus propios ojos, ámale más que a mí, para atraerlo al Señor; y compadécete siempre de los tales
(CtaM 1-11)
En esta breve carta, Francisco le está respondiendo a un ministro es decir, un “superior” de alguna
fraternidad a partir de una situación extremamente conflictiva planteada por éste cuyo contenido concreto
desconocemos, donde el pecado de uno o varios hermanos le impiden, incluso, “amar al Señor Dios” (v.1).
Pero él no responde, como sería lo más común desde una espiritualidad medieval (… o contemporánea…)
diciendo que esa situación que lo aleja de Dios es una tentación del demonio, sino que ¡es un don del mismo
Dios! (vv.2.6). De este modo, intenta que el ministro caiga en la cuenta que aún esa situación de negatividad
y no porque sea “mandada por Dios” puede ser ocasión de gracia, de crecimiento. Evidentemente, no está
diciendo que de hecho lo sea (no toda crisis es de crecimiento), sino que puede llegar a serlo: depende de la
lectura y reacción que nosotros despleguemos en el ejercicio de la libertad. Dicha situación, además, debe
ser vivida gratuitamente, sin pedir nada a cambio… ¡ni siquiera exigir la conversión del pecador! (vv.3.6-7);
y debe ser aceptada en toda tu tensión, sin pretender evadirse a una vida de oración, en un eremitorio,
separado del “mundanal-mundo” (v.8). Y con esto llegamos al corazón de este breve y maravilloso escrito,
donde Francisco hace ver que no se trata de indiferencia ante el pecado sino de plantear una estrategia

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eficazmente evangélica para que el hermano pecador vuelva al Señor (v.11). Porque, como escribe el Papa:
“amarlo bien es buscar de distintas maneras que deje de oprimir, es quitarle ese poder que no sabe utilizar y
que lo desfigura como ser humano. Perdonar no quiere decir permitir que sigan pisoteando la propia
dignidad y la de los demás” (FT 241). Ante esas situaciones que deshumanizan tanto a la víctima como al
victimario, la propuesta pedagógica del Poverello es la praxis de misericordia: la oferta una y mil veces
de la mirada y el abrazo misericordioso que hospeda sin juzgar, que acoge sin pedir conversión, que acepta
sin exigir examen de conciencia. Sólo amor compasivo hacia la fragilidad del otro. Ofrecer la misericordia a
través de la mirada, como propone Francisco, significa re-cordarle (volver a pasarle por el corazón) al otro
que él es mucho más que sus miserias y pecados; que lo último y definitorio de su persona no es el límite
sufrido sino el amor que Otro ha depositado irrevocablemente sobre su historia y que lo hace
irrepetiblemente amable (digno de ser amado). Como en la parábola del Lc 15 donde el padre vuelve a
hospedar al hijo ingrato e injusto, sin reproche alguno, sin necesidad de escuchar la confesión arrepentida,
sin medir atrición ni contrición, sin advertencias y sin penitencias. Es la justicia de Dios, que coincide con su
misericordia y nos permite superar la estéril doble tentación de la venganza crispada y de la desmemoria
alienante: “El perdón es precisamente lo que permite buscar la justicia sin caer en el círculo vicioso de la
venganza ni en la injusticia del olvido” (FT 252).
Lo que no que se debe olvidar
¿Se puede perdonar sin olvidar? ¿Se debe olvidar para perdonar realmente? De un modo tajante
afirma Francisco de Roma: “El perdón no implica olvido. Decimos más bien que cuando hay algo que de
ninguna manera puede ser negado, relativizado o disimulado, sin embargo, podemos perdonar. Cuando hay
algo que jamás debe ser tolerado, justificado o excusado, sin embargo, podemos perdonar. Cuando hay algo
que por ninguna razón debemos permitirnos olvidar, sin embargo, podemos perdonar. El perdón libre y
sincero es una grandeza que refleja la inmensidad del perdón divino. Si el perdón es gratuito, entonces puede
perdonarse aun a quien se resiste al arrepentimiento y es incapaz de pedir perdón” (FT 250). O sea: cuando
se dan situaciones límites, claramente injustas y dolorosas, no nos es lícito olvidar… pero siempre “podemos
perdonar”. En ese caso, de tan humanos estamos siendo un poco divinos, imagen de Aquel que sólo sabe
perdonar (cf. Gen 1,26); y estamos contribuyendo a quebrar el círculo vicioso de la violencia que engendra
violencia: “Los que perdonan de verdad no olvidan, pero renuncian a ser poseídos por esa misma fuerza
destructiva que los ha perjudicado. Rompen el círculo vicioso, frenan el avance de las fuerzas de la
destrucción” (FT 251)
Pero puesto que “Nunca se avanza sin memoria, no se evoluciona sin una memoria íntegra y
luminosa” (FT 249) hay algo que deberemos siempre recordar. Y es que antes con prioridad lógica y
cronológica nosotros mismos hemos sido perdonados. Antes y siempre. E incondicionalmente. Francisco
comienza su citado Testamento recordando: “El Señor me dio a mí, el hermano Francisco, el comenzar de
este modo a hacer penitencia: pues, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a

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leprosos; pero el Señor mismo me llevó en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y, al
separarme de ellos, lo que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y, después
de un poco de tiempo, salí del siglo” (Tes 1-4). El Pobre de Asís no sólo se reconoce pecador sino que
confiesa que esa situación existencial no le permite juzgar bien la realidad (discernir qué es lo
verdaderamente amargo y qué lo dulce). Pero hace memoria de que un Otro tuvo misericordia de él y lo
condujo a practicar la misericordia con otros. Lo invitó a descentrarse de su autoreferencialidad vanidosa y
asfixiante para encontrar un sentido nuevo y definitivo a su vida. Practicando la misericordia fue
descubriendo la misericordia que se estaba practicando con él. Eso es lo que Francisco no pudo ni quiso
olvidar. Y lo movió a escribir aquella Carta a un ministro. Claro que no todos somos Francisco de Asís;
como recuerda el papa “Es conmovedor ver la capacidad de perdón de algunas personas que han sabido ir
más allá del daño sufrido, pero también es humano comprender a quienes no pueden hacerlo. En todo caso,
lo que jamás se debe proponer es el olvido (FT 246)”. Y lo que siempre se debe re-cordar es la memoria de
la misericordia, tan subversiva como re-creadora.

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