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El camino de fe a la luz (y las sombras) del misterio pascual

-meditaciones teológicas-
fr. Michael P. Moore ofm
5. Cuando la fe se condensa en gesto: la entrega en la Eucaristía
De fiestas y de comidas nos hablan varias veces los evangelios con Jesús como gran invitado (cf. Mt
11,19; Lc 7,34). De banquetes nos habla también él cuando quiere ejemplificar su sueño del reino: una mesa
(redonda), bien servida, donde quepan todos y todos estén invitados. Privilegiadamente, aquellos a quienes
nadie suele invitar. Pero puede que aquella noche, además, haya sonado como una bocanada de oxígeno
cuando Jesús les dijo a los suyos que quería realizar una cena íntima, en medio de tantos acontecimientos
cargados de tensión y tanta muerte agazapada (1 Cor 11,24; cf. Lc 22,19; Mc 14,22-26; Mt 26,26-29). Una
comida con gente querida siempre es una fiesta, pero esta tendrá un condimento especial, más entendible y
valorado hoy por nosotros que por aquellos comensales que, seguramente, permanecieron un tanto atónitos y
desconcertados en aquel cenáculo. Porque en aquella memorable (= que debe ser recordada) cena Jesús
realiza un gesto en el que se condensa y recapitula todo el sentido de su vida (y su muerte); gesto y palabra
que deja a todos sus seguidores como testamento sagrado. Hasta que él vuelva (y él sigue volviendo cada
vez que…).
No voy a detenerme en lo que fue la posterior evolución dentro de las comunidades cristianas hasta
la configuración de lo que litúrgicamente hoy conocemos como misa, aunque no estaría mal recordar que
aquella cena en su significación fundamental debería ser siempre el foco de referencia para toda celebración
que se precie de ortodoxa (u ortopráctica). “La crítica bíblica nos hizo muy conscientes de la distancia
formal que nos separa de la celebración fundacional; hasta el punto de que en el nivel histórico contamos
con pocas seguridades, tanto acerca de si se trató de una cena pascual (en Marcos-Mateo parece que sí; en
Juan parece que no), como acerca de qué palabras remontan al propio Jesús y cuáles son fruto creyente y
legítimamente creativo de la celebración litúrgica” (A. Torres Queiruga). Nadie duda de la historicidad del
hecho. Sin embargo, son textos muy condensados y densos que no pretenden describir con detalle lo
ocurrido, sino proclamar una acción de Jesús que dio origen a una práctica litúrgica que ya se está viviendo
en las diversas comunidades cristianas cuando se ponen por escrito esos recuerdos.
Lo nuclear, sobre lo cual hay consenso casi unánime entre exegetas y teólogos, es el gesto y algunas
palabras sobre el pan y el vino… partidos, repartidos y compartidos. De pie, Jesús toma en sus manos pan y
pronuncia, en nombre de todos, una bendición a Dios, a la que todos responden diciendo “amén”; luego lo
rompe y entrega un trozo a cada uno: así, les hace llegar la bendición de Dios. Al recibir aquel pan, todos se
sienten unidos entre sí y con Dios. Pero aquella noche, Jesús añade unas palabras que le dan un contenido
nuevo e insólito a su gesto. Mientras les distribuye el pan les va diciendo estas palabras: “Esto es mi
cuerpo”. Yo soy este pan… entregándome hasta el final, como me he entregado a lo largo de toda mi vida.
Normalmente, hacia el final de la comida, el que presidía la mesa, permaneciendo sentado, tomaba en su
mano derecha una copa de vino, la mantenía a un palmo de altura sobre la mesa y pronunciaba sobre ella
una oración de acción de gracias por la comida, a la que todos respondían, nuevamente, “amén”, que así sea.
A continuación, bebía de su copa, lo cual servía de señal a los demás para que los demás hicieran lo propio
con la suya. Sin embargo, aquella noche Jesús cambia el rito e invita a sus discípulos y discípulas a que
todos beban de una única copa: ¡la suya! Todos comparten esa “copa de salvación” bendecida por Jesús.
Así, convierte aquella cena de despedida en una gran acción sacramental que quiere dejar grabada para
siempre en sus seguidores. Quiere que sigan vinculados a él y que alimenten en él su esperanza. Que lo
recuerden siempre entregado a su servicio: el Señor seguirá siendo el que sirve (Lc 22, 27; Jn 13,12-16ss), el
que lava sus pies, el que ha ofrecido su vida y en breve ofrecerá su muerte por ellos. Sus seguidores no
quedarán huérfanos; la comunión con él no quedará rota por su muerte; se mantendrá hasta que un día beban
todos juntos la copa de “vino nuevo” en el reino de Dios. No sentirán el vacío de su ausencia: repitiendo
aquella cena podrán alimentarse de su recuerdo y su presencia.
Recapitulando: urge rescatar como momento del todo central de aquella última cena, tanto el que
Jesús se identifique con el alimento básico -un poco de pan y un poco de vino, que no suele faltar ni en la
mesa de los más pobres- cuanto que eso es repartido para que otros se alimenten. En otras palabras: tan
importantes como la hoy llamada “materia del sacramento” es que se parte -muere- y se reparte -para
engendrar vida. Porque “se trata del simbolismo del pan y del vino en cuanto condiciones primordiales de la
vida del ser humano y no de la materia en cuanto tal” (J.P. de Jong). Es, en definitiva, el “fruto de la tierra y
el trabajo de los hombres”, como reza la plegaria eucarística.
El evangelista Lucas -sólo él, siguiendo 1Cor 11,23- agrega al relato la exhortación “hagan esto en
conmemoración mía” (Lc 22,19). Más allá de la discusión acerca del origen de estas palabras -si son
jesuánicas o un agregado de la comunidad primitiva que ya celebraba la cena- lo que podemos suponer
como cierto es que Jesús quería que se lo recordara y se lo hiciera presente actualizando ese gesto que, en
realidad, resumía toda su vida: la entrega gratuita y desinteresada a favor de los demás (la vida como pro-
existencia, diría H. Schürmann). Pero es una evocación que provoca y convoca a cada uno de nosotros a
realizar lo mismo; es decir, no es una simple conmemoración piadosa de lo que Él (ya) hizo sino un
compromiso a la donación de nuestra vida, gesto en el cual Jesús vuelve a hacerse (sacramentalmente)
presente, pero en su condición de resucitado, esto es, plenamente unido al Padre en el Espíritu. De hecho,
resulta evidente que las ahora llamadas palabras de la consagración “tomen y coman” y “hagan esto” son
palabras dirigidas, ayer a los apóstoles y hoy, a nosotros.
De aquí debe repensarse una de las muchas cuestiones teológicas y pastorales que se suscitan en
torno a la piedad eucarística cuando, p.ej., la adoración se “desconecta” de la fracción del pan y de la cena
del Señor, y surge un culto a la hostia consagrada totalmente separado del gesto de partir y entregar(se) para
generar vida. Jesús “se quedó” en la eucaristía para que entremos en comunión con él y desde él con los
demás. ¿Qué teología, pues, suponen esas procesiones eucarísticas con custodias de oro y piedras preciosas,
encabezadas por ministros revestidos con vestimentas muy bien labradas (salvo por el aroma a naftalina… a
veces neutralizado con el incienso)? No lo soñé. He visto en estos días más de una foto de sacerdotes
-acompañados por algún pío servidor- empuñando esas custodias como un estandarte y haciéndola pasear
por las calles para combatir el maleficio del COVID 19. No. No lo soñé. Y podríamos señalar muchas otras
desviaciones que, creo, tienen su origen, en considerar una doctrina -y una devoción- eucarística separada de
su origen jesuánico, como si fuese un milagro per se subsistens. Me limito a señalar algunas: ciertas formas
de respeto muy cercanas a tabús de tipo sagrado que imponen -a ciertas manos- la prohibición de tocar y,
consecuentemente, de comulgar con las manos; la obsesión casi patológica por pronunciar las palabras
exactas y bien deletreadas de la “fórmula consagratoria” como si fueran un conjuro cuasi-mágico; el ayuno
eucarístico, absoluto en sus comienzos, y llevado a veces en la práctica hasta precauciones insospechadas
promovidas por una casuística delirante; los ritos de purificación que se llegan a convertirse en fuente de
angustia para celebrantes escrupulosos; la caza de las partículas de la hostia, sobre todo si caen sobre (¿la
Madre?) tierra; una especie de fetichismo de la presencia sacramental y de su duración exacta en el
momento de la comunión, etc.
Pero, para concluir, me gustaría referirme a una última cuestión que me parece más vinculada a
nuestro itinerario de fe en este tiempo pascual y que tiene que ver con dónde descubro a Jesús muerto y
resucitado. Nadie duda de lo que la tradición ha llamado la “presencia real” de Jesús en la eucaristía (aunque
no estaría de más revisar el lenguaje). El problema, creo yo, surge cuando absolutizamos casi hasta reducir
la presencia -y el consecuente encuentro- del Señor a la forma eucarística. Yendo “un poco más atrás”, hay
que afirmar que el Dios creador es el omni-presente, pero no al estilo del “Gran ojo” que todo lo ve y vigila,
sino como el Amor en acto puro (A. Torres Queiruga) que todo lo crea, lo re-crea y lo sostiene. “En Él nos
movemos, existimos y somos” (Hech 17,28). Él siempre está presente, aunque no siempre nosotros seamos
conscientes de ello. Es verdad, además, que hay realidades y momentos de mayor densidad sacramental. Sin
duda, una de esas realidades es la eucaristía -en el sentido que la venimos entendiendo-: Cristo en persona
está presente y se entrega, pero se entrega “como pan”. Luego, Dios también se presencializa y transparenta
en la belleza de la creación; donde dos o tres se reúnen en su nombre (cf Mt 18,20); de un modo particular,
en la creatura humana y, de un modo más peculiar aún, en el hombre sufriente (Mt 25,31-46). Llegados a
este punto, me pregunto: si tomamos de un modo tan literal las palabras “esto es mi cuerpo” para concluir la
presencia real de Jesús en la eucaristía ¿por qué no lo hacemos con la misma seriedad el “a mí me lo
hicieron” (v.40) de la parábola del juicio final, donde no Jesús dice “es como si a mí me lo hicieran”, sino “a
mí me lo hicieron”, pareciendo indicar más que una presencia, una identificación? Se suelen organizar
-mandar- reparaciones cuando el Santísimo es profanado; no tengo registro que se haga los mismo cuando
los profanados son los que no parecen ser tan santísimos, a pesar de que Jesús haya dicho que allí se
prolonga él vicariamente: en los que tienen hambre y no son alimentados, en los que lloran y no son
consolados, en los que son excluidos y no se los incluye, etc…
En este jueves santo donde millones de hombres y mujeres están luchando por (sobre)vivir ¿se
justifica seguir celebrando eucaristías? ¿no tenemos nada más “útil” que hacer? Para un creyente pueden
sonar a preguntas retóricas; pero las respuestas, seguramente, no nacerán de iguales convicciones.
Personalmente, creo que hay que seguir celebrando sobre el telón de fondo del drama, como una llamada a
la lucha y al compromiso por tratar de vencer el mal, desde la clave de una “existencia eucarística”: la vida
como entrega, a imitación de aquel que partió el pan “la misma noche en que iba a ser entregado” (1 Cor
11,23). Porque sin entrega ni condivisión, no hay eucaristía, aunque se celebre el rito (cf. 1Cor 11,18-22).
Nos reencontramos mañana, si ustedes quieren, para seguir caminando juntos nuestra fe.

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