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SANTA CLARA Y LA FRATERNIDAD

La conversión al hermano

La pobreza de Clara es libertad para seguir a Cristo y para construir la


fraternidad. Para que haya un solo corazón y un solo espíritu es necesario
renunciar al propio interés, a la afirmación individualista. En el corazón soberbio y
egoísta no cabe el amor al hermano (cf. Conferencia Episcopal de Umbría...).

Una vez convertido a Dios, el hombre tiene que mirar y servir a su hermano .


Es exigencia del mandato de Cristo, de caridad fraterna, de solidaridad entre los
miembros de la familia humana. Sin los hermanos, ni es posible caminar hacia
Dios, ni existe la verdadera comunión, ni se construye la Iglesia. Tampoco se
puede pensar en evangelizar. Convertirse al hermano es mirar y leer juntos el
evangelio de Jesucristo y vivirlo en comunión fraterna, ayudados por la gracia
recibida de un mismo Espíritu.

La opción preferencial evangélica es siempre el hombre. El que quiera amar


a Dios, que ame a su hermano (1 Jn 4,21). El consagrado a Dios acepta la pobreza
como gratuidad de entrega a Cristo, pobre entre los pobres. Hace de su castidad
amor generoso y universal. En la obediencia busca el discernimiento y la
disponibilidad. Es un hombre para los demás. Pero sólo logrará su propósito
viviendo en la fidelidad a la vocación a la que ha sido llamado.

Cada hermano es un don de Dios (Test 14). Este es el fundamento de la


fraternidad franciscana. El tener hermanos es un reflejo de la bondad de Dios. La
fraternidad expresa ante el mundo esa bondad del Señor. El Señor quiere tanto a
quien ha llamado que le concede la gracia de tener hermanos.

Como lugar privilegiado para el encuentro con Dios aparece la fraternidad.


Pues los hermanos, en actitud interna de despojamiento, aceptan la pobreza de
tener que recibir de los hermanos el apoyo que necesitan para acercarse a Dios.
Esta actitud salva a la pobreza de convertirse en una fórmula solapada de
materialismo, adorando la pseudopobreza como instrumento mágico de liberación,
olvidando el amor de Cristo pobre entre los pobres, y de la comunidad, como lugar
de encuentro y discernimiento de la pobreza.

«Y quiero conocer en esto si tú amas al Señor y a mí, su servidor y el tuyo,


a saber, si te conduces de esta manera: que no haya hermano en el mundo que
haya pecado cuanto pueda pecar y que, después de haber visto tus ojos, jamás se
aparte de ti sin tu perdón, si te lo pide; y si no te pide el perdón, pregúntale si
quiere el perdón. Y si después volviera a pecar mil veces en tu presencia, ámalo
más que a mí, para atraerlo al Señor» (CtaM 9-11). En estas palabras de la Carta
que san Francisco envió a un ministro, se refleja la actitud franciscana respecto al
hermano. Ver al hermano es suficiente para ofrecer el perdón, la misericordia, el
favor de Dios. Convertirse al hermano es camino para la conversión a Dios.
Envidiar al hermano, por el bien que el Señor ha hecho en él, incurre en pecado de
blasfemia, porque se envidia al mismo Altísimo, que es quien dice y obra todo bien
(Adm 8,3). De igual manera que enojarse por el pecado del hermano es atesorar
para sí la culpa.
Mirar, convertirse al hermano, implica obedecer al hermano. Es decir,
aceptar la necesidad del hermano como mandato evangélico de caridad y de amor
fraterno. La necesidad de mi hermano es mandato para mí. Ayudaos mutuamente
a llevar la carga, advertía Pablo, que así es como vais a cumplir la ley de Cristo
(Gál 6,2). Es una actitud en la que se reconoce el valor y la dignidad del hombre.
Actitud de humildad, que no es desprecio de uno mismo, sino reconocimiento del
valor de los demás. El hermano es mi Señor.

Nos apremia el amor de Cristo (2 Cor 5,14). Ese amor es motivación


evangelizadora y vocación misionera. Allí, donde se necesita del amor de Cristo,
debe estar el que se ha identificado con Cristo, tanto por el bautismo, como por la
profesión religiosa. Acudir como respuesta al amor de Cristo.

Obedecer al hermano, con obediencia de identificación al amor redentor de


Cristo.

La obediencia es alma y fuerza de la vida fraterna, pues la urgencia de


acudir, desde el amor de Dios, al mandato que dimana de la necesidad del
hermano, suelta las amarras del egoísmo, desencadenando las acciones necesarias
para llegar al necesitado. Es una diligencia fraterna y recíproca. El hombre es
hermano que refleja la presencia del Hermano, que es Jesucristo. La reciprocidad
está en el ofrecimiento de la pobreza como necesidad que libera del egoísmo a
quien da y de la indigencia a quien ruega.

Hacerse hermano

Sensibilidad y misericordia no son simplemente actitudes de referencia para


el acercamiento a los demás, sino disposición esencial de encarnación. Es meterse
en el hermano, vivir y hacerse una sola cosa con él, identificarse con el hermano,
aceptar la misericordia que nos ofrece. Lo cual implica una gran disposición de
pobreza. No tener nada porque todo se ha puesto en el amor de Dios y de los
hermanos. El hermano es Jesucristo. Y el hermano es aquel que ha sido asumido y
redimido por Jesucristo.

Hacerse hermano para que el hermano pueda acercarse más a Dios. Pero el
acercamiento sería fraude y obstáculo si el hermano no significara,
inequívocamente, la fidelidad al Evangelio, siendo reflejo permanente y existencial
de esperanza, de paz, de alegría.

«Y cualquiera que venga a ellos, amigo o enemigo, ladrón o salteador, sea


acogido con bondad» (1 R, 7,14). Esta acogida no es estática, es decir, de espera
para recibir al que venga, sino que es impulso para salir al camino en busca del
necesitado. Es hacerse el encontradizo con el leproso. Porque es el Señor el que
conduce hasta ellos.

Y cambia el dolor de las heridas en gozo de poder curarlas.

La fraternidad
Como don del Altísimo, el amor fraterno se convierte en prueba significante
de credibilidad del mandamiento del amor fraterno dado por el Señor, y que se
refleja en la comunidad, como encuentro entre los hermanos que han sido
llamados a vivir una misma fidelidad, que no es otra que la del evangelio,
compartiendo el mismo pan y celebrando los mismos misterios, viviendo la misma
esperanza del retorno glorioso del Señor. Si hay variedad de miembros, carismas y
funciones, será para significar mejor la presencia del mismo Espíritu que llama a la
unidad.

La comunidad no está encerrada en sí misma, sino que vive en medio del


mundo anunciando la Buena Noticia de Jesucristo. Abierta a todos los hombres,
ofreciendo lo que tiene. Con una vocación universal que aspira a que todos los
hombres vivan en el mismo amor de Cristo, compartan pan y Eucaristía, cumplan el
mandamiento nuevo del Señor y se conviertan en señal de la presencia del reinado
de Dios en el mundo.

Haced que vuestra vida fraterna -dice Juan Pablo II a la familia franciscana
reunida en La Verna- invite constantemente a vivir los valores cristianos,
«propongan de forma valiente la elección total de Dios, de la que brotan el servicio
sincero a cada hombre y el compromiso activo por la construcción de la paz».

De este modo, la comunidad religiosa se convierte en signo que manifiesta


un reino ya presente. Por la identificación con Cristo se hace señal evangelizadora.
Comunidad abierta, tanto para recibir al que llamado por el Espíritu quiere seguir
esta forma de vida, como para salir al mundo y dialogar con él, meterse en su
cultura y en su tiempo, anunciando siempre, con obras y palabras, el evangelio de
Jesucristo.

La fraternidad es el ámbito adecuado para el servicio de la mutua


obediencia. Es don que ha dado el Espíritu, y en ella se manifiesta el modo de vida
con el que el Señor quiere salvar a los hermanos. La fraternidad custodia el
carisma, lo discierne, lo enriquece, lo vive, lo ofrece. Se hace experiencia diaria de
una forma de vida según el Evangelio, aquella que recibiera como don del Espíritu
el fundador de la fraternidad.

De esta manera lo recuerdan los Ministros Generales de las Familias


Franciscanas en su Carta con motivo del Octavo Centenario del nacimiento de
santa Clara: «Por tanto, sentirse una sola familia en el cielo y en la tierra en torno
a Cristo y a María, viviendo la fraternidad universal, como conviene a siervos y
siervas sujetos a toda criatura: esta es la experiencia substancial de la vida
evangélica y eclesial vivida, no sólo por Francisco, el pobrecillo, sino también por
Clara, su pobrecilla plantita, y por toda su familia universal, como anuncio y
testimonio de la buena noticia de la liberación a los pobres y de los humildes y de
nuestra misma hermana y madre Tierra» (n. 3).

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