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El camino de fe a la luz (y las sombras) del misterio pascual

-meditaciones teológicas-
fr. Michael P. Moore ofm

2. Cuando la fe se torna obstáculo: la incomprensión de los discípulos


Decíamos ayer que la fe se construye (se destruye y se reconstruye) en el camino. Vamos creyendo
mientras vamos caminando, desde lo que traemos y desde lo que esperamos, desde lo que ya sabemos y
desde lo que la vida nos va enseñando. El creer no nos exime de sufrimientos y rebeldías, aunque puede
ayudarnos a caminar con algunas seguridades -pocas-, y señalando un horizonte esperanzador. Pero también
la fe puede volverse un obstáculo: de esto, precisamente, quería reflexionar hoy en este andar, tenuemente
iluminado por el misterio pascual. Sostengo que la fe -y estoy usando el término en un sentido muy amplio-
puede volverse un obstáculo al encuentro con el buen Dios cuando ciertas expectativas, precomprensiones o
proyecciones, hacen de interferencia o, peor aún, de barrera, a ese Dios que siempre está golpeando
-suavemente- a las puertas de nuestro corazón (cf. Ap 3,20).
Podemos imaginar que el camino del discipulado inicia con la pregunta que envía Juan el Bautista
desde la prisión: “¿Eres tú el que debía venir o debemos esperar a otro?” (Lc 7,20). Pregunta que sólo
admite una respuesta estrictamente personal, indelegable, en la que se juega el sentido de la vida y que se va
re-configurando en el camino que, como ya dijimos, es la fe. Pregunta que se hicieron los primeros
seguidores de Jesús, sin duda. Pregunta que no pudieron responderse durante la vida de su maestro, porque
estaban preocupados en otros menesteres. Así lo grafican los tres sinópticos cuando narran que, mientras
iban andando, entre anuncio y anuncio de la pasión, los discípulos discutían acerca de quién era el mayor y
qué cargos ocuparían cuando llegara el reino (Lc 9,46; 22,24ss; Mt 18,1ss, Mc 9,33ss). La contraposición es
dramática: Jesús se encamina hacia la consumación de su vida, y ellos discuten cuestiones de poder. La pre-
potencia del hombre se (des)encuentra con la im-potencia del Dios hecho historia. Aquí radica, creo yo, el
obstáculo base, porque “toda la revelación de Dios es una especie de lucha con el hombre, para que éste le
acepte allí donde Dios quiere revelarse: en lo último y en lo escondido, desde lo último y entre los últimos
[…] Pero, a pesar de esa revelación, el ser humano sigue buscando a Dios en aquello que es lo primero, lo
más grande, deslumbrante y avasallador. Dios se revela en el amor y el hombre se empeña en buscarle en el
poder” (J.I. González Faus). A esto me refiero cuando digo que -paradójicamente- la fe puede volverse un
obstáculo para el encuentro con el Dios de Jesús.
Y para graficarlo, quiero detenerme a contemplar, con ustedes, la figura de uno de los
deuteragonistas del drama de la pasión, cuya “fe” se vuele traba: Pedro. El entrañable Pedro, tan frágil que
es inevitable sentirse reflejado en sus contradicciones y es imposible no quererlo. Contradicción que se
evidencia al constatar que la historia de sus “tristemente famosas” negaciones hunde sus raíces en el mismo
lugar desde donde surge la rotundez de sus afirmaciones de seguimiento: la autoreferencialidad... cuando, en
verdad, lo que hace de Pedro una piedra no son sus fuerzas, sino la fidelidad del amor de Jesús que lo
fortifica. Pero esto sólo lo descubrirá mucho más tarde, demasiado, quizá.
Es también, “durante el camino” (Mt 16,13-23; Mc 8,27-33), en un momento clave del discipulado,
donde Pedro confesará su fe en Jesús como el mesías. Pero cuando, a renglón seguido, Jesús explicite que
ese mesianismo no es triunfalista, sino que lleva ínsito la posibilidad del sufrimiento y el fracaso, el bueno
de Pedro intentará negar las negatividades de la historia y enseñarle a Jesús cómo se redime el género
humano. Momento poco feliz el de su reacción que se merecerá una de las reprimendas más duras de todo el
evangelio. De la rígida ortodoxia (confesión de fe en Jesús como el Cristo) a la peligrosa heterodoxia
(mesianismo sin cruz) parece no haber más que un paso; y a una heterodoxia casi satánica, según el maestro
(cf Mc 8,33).
Imagino que con gusto el apóstol-roca se uniría hoy al pueblo andaluz para exclamar, animados por
A. Machado: “¡no puedo cantar, ni quiero/ a ese Jesús del madero/ sino al que anduvo en el mar”. Y de
andar sobre mares también supo nuestro amigo, mientras tuvo los ojos fijos en Jesús, claro, puesto que en
cuanto midió sus fuerzas con las de los vientos externos, comenzó a hundirse, hasta que se dio cuenta que la
oferta de salvación viene de otro (cf Mt 14, 28-33). Pero ese otro no nos salvará paseando sobre los mares
sino asumiendo su vocación en la historia hasta las últimas consecuencias, aunque eso le implique andar
“siempre con sangre en las manos”, como el Cristo de los gitanos del poema. A Pedro, pues, y a cada uno de
nosotros: dejemos de andar “pidiendo escaleras/ para subir a la cruz”. Y asumamos los riesgos de la historia.
Quizá -me aventuro a una interpretación- la incapacidad del apóstol por aceptar un mesianismo de
cruz se explique por la misma incapacidad que tiene de incorporar el sufrimiento en su vida. Me refiero a lo
que dan a entender las negaciones de Pedro, ya no de camino sino en medio del drama de la pasión, aunque,
paradójicamente, también ahí lo sigue… ¡pero “de lejos”! (Lc 22,54). Sutil ironía el detalle del evangelista.
Los cuatro, de hecho, narran el episodio (Mt 26,69-75; Mc 14,66-72; Lc 22,55-62; Jn 18,17.25-27) como
queriendo testificar la irrefutable verdad de una de las primeras páginas de la historia de la iglesia, hecha de
traiciones y negaciones rotundas, puesto que plenitud simboliza el número tres. En su defensa podríamos
argüir que no miente cuando afirma “no lo conozco, no sé de qué hablan”, porque Pedro no se terminaba de
enterar quién era Jesús, no lo conocía en su verdadera identidad; y no lo conocía, precisamente, porque su
“fe” se había vuelto un obstáculo. Es decir, su deseo/necesidad de un Dios que a través del mesías salvara
la(s) historia(s) pero saltándose esa(s) misma(s) historia(s) o, mejor, solucionando mágicamente las
negatividades de la historia. Teológicamente hablando, si me permiten, nuestro “primer papa” postulaba una
encarnación redentora sin kénosis ni cruz.
Fuera hacía frío y era de noche, precisan los evangelistas. Dentro, en los corazones de los discípulos,
también. Entonces, “el Señor se volvió y miró a Pedro. Recordó Pedro las palabras que le había dicho el
Señor (…) y saliendo fuera, lloró” (Lc 22,61-62). Pero no sólo recordó (= volver a pasar por el corazón) los
recientes anuncios de su negación sino, seguramente, tantas otras charlas amigables, donde el apóstol le
habría jurado amor incondicional (cf Lc 22,33) y Jesús lo habría mirado -como esa noche- con ternura y
comprensión, sabiendo de qué madera estamos hechos.
Antes que Pedro, había llorado Jesús por él (porque también los discípulos eran un poco Jerusalén).
Y son las lágrimas del maestro las que redimen al discípulo, no las propias; es la mirada del Señor que le
sigue siendo fiel y lo perdona. Porque, aunque llora, Pedro vuelve a esconderse… desaparece de la escena de
la pasión. Sigue escondido. Pero también sigue perdonado. Probablemente, también a él iban dirigidas
aquellas palabras de la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
Llegados a este punto, muchos de nosotros nos sentiremos identificados con ese Pedro cuya fe
contaminada hizo de obstáculo para aceptar sin condiciones a Jesús y al Dios que él revelaba, y que luego
desembocó en esas negaciones. No querría que nos quedáramos con el remordimiento y las lágrimas que eso
puede provocar, sino con la certeza de que el Señor nos sigue mirando, amando y perdonando “setenta veces
siete” (Mt 18,22). Somos salvados e incondicionalmente amados porque somos débiles y pecadores, no
porque somos buenos. La historia de Pedro, en el camino de la fe, nos invita a abrazar con cariño nuestros
límites, mezquindades y dobleces… y seguir andando. Mi vulnerabilidad no es obstáculo para que Dios me
ame, sino la condición de posibilidad. “Debes amar/ la arcilla que va en tus manos/ debes amar /su arena
hasta la locura/ y si no/ no la emprendas /que será en vano/ sólo el amor/ alumbra lo que perdura/ sólo el
amor/ convierte en milagro el barro” (S. Rodríguez).
Nos reencontramos mañana, si ustedes quieren, para seguir caminando juntos nuestra fe.

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