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Sobre la colina del Calvario había otras dos cruces. El Evangelio dice que, junto a Jesú s,
fueron crucificados dos malhechores (Luc. 23, 32), el penitente y el obstinado. La sangre de
los tres formaban un mismo charco, pero, como dice San Agustín, aunque para los tres la
pena era la misma, cada uno moría por una causa distinta. En estas dos figuras nos
encontramos con el misterio insondable del corazó n del hombre: luz y tinieblas, fe e
incredulidad, libertad para decidir entre lo uno y lo otro.
Los hombres en los tiempos de Jesú s no sabían ni entendían que estaban dando muerte
al HIJO DE DIOS. También en nuestra época muchos son los ignorantes que continú an de
espaldas a Dios. No es posible que crean en Dios y blasfemen contra É l. Le negamos, le
abandonamos, le cerramos las puertas de nuestro corazó n...
Pero el otro malhechor se sintió impresionado al ver có mo era Jesú s. Lo había visto lleno
de una paz, que no era de este mundo. Le había visto lleno de mansedumbre y humildad
profunda. Era distinto de todo lo que había conocido hasta entonces. Incluso le había oído
pedir perdó n para los que le ofendían. Reconoce en Jesú s al Hijo del Hombre que ha venido
a juzgar al mundo, y lo hará con un juicio de misericordia. Reconoce que la Buena Nueva ya
ha llegado, que el tiempo de la Gracia está aquí, que Dios no viene para destruir, sino para
salvar.
Haciendo un esfuerzo para volverse hacia su otro compañ ero, se reconoce culpable: «
¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razó n, porque nos
lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho. É l es
inocente» (Lucas, 23, 41). Siente la convicció n de sus pecados y reconoce que Jesú s es REY,
es el HIJO DE DIOS. Reconoció que necesitaba ser salvo de sus pecados.
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Y encontrá ndose con la mirada de Jesucristo le hace esta sú plica, sencilla, pero llena de
vida: “Jesú s, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. No lo dice dudando, está seguro de
que llegará ; y está seguro de que el reino de Dios no es de este mundo. ¿Quién se lo ha
revelado? Una inundació n de luz y gracia en su corazó n. Comprendió al fin que había un
Dios al que se podía pedir paz, como los pobres pedían pan a la puerta de los señ ores.
¡Cuá ntas sú plicas les hacemos nosotros a los hombres, y qué pocas le hacemos a Dios!…
Es necesario que nosotros escuchemos y entendamos estas palabras con toda la fuerza y
seguridad con que Jesú s las pronunció : “Yo te aseguro”. En ellas se manifiesta la autoridad
de Jesú s. En este momento Jesú s da testimonio también de Sí mismo, de que É l tiene la llave
del Paraíso.
Aquí está el Rey, actuando desde la Cruz. Tiene las llaves para abrir y cerrar. Desde la
Cruz ofrece su Reino, el Paraíso del Padre, a los hombres. Pero solamente los pobres, los
pecadores que se humillan, han visto en É l al Rey. É l reina sobre el pecado perdonando, lo
mismo que reinará sobre la muerte resucitando. Es hermoso saber que Jesú s está dispuesto
a mostrar su llamado a salvar a las almas, aun estando clavado en una cruz... ¡Corazó n de
misericordia infinita! ¡Qué maravillosa es la gracia de Dios cuando cae de lleno sobre un
corazó n que no le pone obstá culos!
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Y una vida de crímenes, excesos y pecados desembocó en el cielo. Su arrepentimiento y fe
en el divino Maestro fueron equivalentes a su purificació n. Basta decir: ¡perdó n! de todo
corazó n y convicció n para que se nos abran, de par en par, las puertas de la gloria. Todos
tenemos que sufrir, pero estamos a tiempo de escoger nuestra propia cruz. No podremos
escoger la cruz de la inocencia, pero a nuestra disposició n está la cruz de la penitencia, que
desemboca en el cielo.
Jesú s, con su muerte, ha abierto las puertas del Paraíso, a la vez que nos indica a todos
nuestro propio destino. “Conmigo en el paraíso…”, la promesa de vida eterna. Ese lugar en
el que habrá paz. Con estas palabras Jesú s nos entrega un mensaje de esperanza, la
promesa que todos tenemos que oír HOY…”Hoy estará s conmigo en el Paraíso”, ahora,
ya...al atardecer de tu vida. Tal vez, si no llega ese hoy es por tanta gente que no decide, no
opta por la salvació n, que espera sentada...
Hay que volver la vista hacia Dios... nunca es tarde. Por lo general hacemos lo contrario,
en lugar de abrir las puertas del paraíso, se las cerramos en la cara a aquellos a quienes
Jesú s mismo invitó y llamó . Condenamos a las prostitutas, a los presos, a los enfermos, a los
homosexuales, a los drogadictos; a los criminales, a los violadores; y má s aú n a los que no
tienen el mismo color que nosotros, la misma ideología política, la misma condició n social.
Les cerramos la puerta a los demá s tan solo por ser diferentes. Comenzando por decir “Dios
te ama”, estaremos construyendo ese paraíso... es parte de la caridad cristiana. ¡Gran amor
el de Cristo!
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La cruz no detuvo a Jesú s, así las pruebas no nos pueden detener de llevar el agua de
vida al sediento. En las luchas y dificultades, Dios está con nosotros para llevar este bello
mensaje de amor y esperanza, para que muchos salgan del error del pecado. El que clama a
Jesú s, puede estar seguro que É l responde. Con Jesú s, la vida, cualquiera que sea su
circunstancia, es un paraíso, el ú nico paraíso.
Pero el verdadero regalo que Jesú s le hizo a aquel hombre en la cruz y a nosotros hoy, no
es solamente el Paraíso. Jesú s le ofreció el regalo de sí mismo. Lo má s grande que puede
poseer el ser humano es compartir su existencia con Jesucristo. Hemos sido creados para
vivir en comunió n con él.