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Segunda palabra de Jesús en la Cruz (Lc 23, 43) “Hoy estarás conmigo en el

Paraíso”

Sobre la colina del Calvario había otras dos cruces. El Evangelio dice que, junto a
Jesús, fueron crucificados dos malhechores (Luc. 23, 32), el penitente y el
obstinado. La sangre de los tres formaban un mismo charco, pero, como dice San
Agustín, aunque para los tres la pena era la misma, cada uno moría por una causa
distinta. En estas dos figuras nos encontramos con el misterio insondable del
corazón del hombre: luz y tinieblas, fe e incredulidad, libertad para decidir entre lo
uno y lo otro.

     Uno de los malhechores, el incrédulo, blasfemaba diciendo: “¿No eres Tú el


Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros!” (Luc. 23,39). Había oído a
quienes insultaban a Jesús. Había podido leer incluso el título que habían escrito
sobre la Cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”. Era un hombre desesperado,
que gritaba de rabia contra todo y contra el cielo.

Pero el otro malhechor se sintió impresionado al ver cómo era Jesús. Lo había
visto lleno de una paz, que no era de este mundo. Le había visto lleno de
mansedumbre y humildad profunda. Era distinto de todo lo que había conocido
hasta entonces. Incluso le había oído pedir perdón para los que le ofendían.
Reconoce en Jesús al Hijo del Hombre que ha venido a juzgar al mundo, y lo hará
con un juicio de misericordia. Reconoce que la Buena Nueva ya ha llegado, que el
tiempo de la Gracia está aquí, que Dios no viene para destruir, sino para salvar.

     Haciendo un esfuerzo para volverse hacia su otro compañero, se reconoce


culpable: « ¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros
con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste
nada malo ha hecho. Él es inocente» (Lucas, 23, 41). Siente la convicción de sus
pecados y reconoce que Jesús es REY, es el HIJO DE DIOS. Reconoció que
necesitaba ser salvo de sus pecados.

     Y encontrándose con la mirada de Jesucristo le hace esta súplica, sencilla,


pero llena de vida: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. No lo dice
dudando, está seguro de que llegará; y está seguro de que el reino de Dios no es
de este mundo. ¿Quién se lo ha revelado? Una inundación de luz y gracia en su
corazón. Comprendió al fin que había un Dios al que se podía pedir paz, como los
pobres pedían pan a la puerta de los señores. ¡Cuántas súplicas les hacemos
nosotros a los hombres, y qué pocas le hacemos a Dios!…

 
No le pide un lugar en su reino, no le pide un trono; no cree merecerlo. Él sabe
que no lo merece: es un criminal. Simplemente le dice: «Acuérdate de mí». Un
recuerdo nada más. ¡Qué bien había comprendido el Corazón de Cristo!, ¡qué de
cosas le había revelado la gracia de Dios en unos instantes! Y Jesús, que
escuchaba en silencio cuando el otro malhechor le injuriaba, volvió la cabeza para
decirle al ladrón arrepentido: “Yo te aseguro. Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
¿Que vio Cristo en él? Fe y Conversión. La escritura dice que sin fe es imposible
agradar a Dios y el que no naciere de nuevo no verá el reino de Dios.

     Es necesario que nosotros escuchemos y entendamos estas palabras con toda
la fuerza y seguridad con que Jesús las pronunció: “Yo te aseguro”. En ellas se
manifiesta la autoridad de Jesús. En este momento Jesús da testimonio también
de Sí mismo, de que Él tiene la llave del Paraíso.

Aquí está el Rey, actuando desde la Cruz. Tiene las llaves para abrir y cerrar.
Desde la Cruz ofrece su Reino, el Paraíso del Padre, a los hombres. Pero
solamente los pobres, los pecadores que se humillan, han visto en Él al Rey.

Aún en los momentos duros, cuando nosotros nos humillamos y reconocemos


nuestros pecados ante Jesucristo nuestro Señor, aparte de perdonarnos, nos
salva. Cuando entendemos que no podemos seguir adelante si Él no está con
nosotros y le invocamos de corazón, alcanzamos salvación y vida eterna (Hch.
4:12). Cuando nos acercamos a Cristo, entendemos que nos ha salvado con
esperanza. El que quiere salvarse se salva, pero el que se empeña en condenarse
se condena.

 No quiere nuestra salvación a empujones, no quiere llevarnos al cielo a la fuerza.


Está dispuesto a recibirnos a todos con los brazos abiertos, tan abiertos que los
tiene clavados en la cruz para recibir y acoger a todos los pecadores.

     Jesús, con su muerte, ha abierto las puertas del Paraíso, a la vez que nos
indica a todos nuestro propio destino. “Conmigo en el paraíso…”, la promesa de
vida eterna. Ese lugar en el que habrá paz. Con estas palabras Jesús nos entrega
un mensaje de esperanza, la promesa que todos tenemos que oír HOY…”Hoy
estarás conmigo en el Paraíso”, ahora, ya...al atardecer de tu vida. Tal vez, si no
llega ese hoy es por tanta gente que no decide, no opta por la salvación, que
espera sentada...

 Hay que volver la vista hacia Dios... nunca es tarde.


 

Oración

Jesús amado, que por amor a nosotros agonizaste en la cruz y que con tanta
prontitud correspondiste a la fe del buen ladrón, que te reconoció por Hijo de Dios
en medio de las humillaciones, y le aseguraste el Paraíso: ten piedad de todos los
fieles que hoy agonizan y de nosotros en la hora postrera; y por los méritos de
vuestra preciosísima Sangre, permite que reviva en nuestro espíritu una fe firme y
constante para que también alcancemos el premio del santo Paraíso. Amén.

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