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Créditos
Moderadora de Traducción
Flor
Traductoras
Kiki
Flor
Jessibel
Another Girl
Anavelam
Moderadora de Corrección
Lelu
Correctoras
Adricrisuruta
Flopyta
Jessibel
Dai
Lectura Final
Jessibel
Diseño
Ina
Contenido
Sinopsis
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Epílogo
Agradecimientos
Próximo Libro
Melissa Foster
Sinopsis
Ocho meses es un maldito largo tiempo para sentir atracción por
una mujer que mantiene a un hombre a distancia. Pero Crystal Moon
no es una mujer ordinaria. Es una mujer pecaminosamente sexy,
descarada, y el objeto de las fantasías de medianoche de Bear Whiskey.
También es una de sus mejores amigas.
Justo cuando Crystal cree que tiene su vida bajo control, Bear,
abrasador, posesivo, agresivo y ferozmente leal, presiona todos sus
botones sexuales, implacable en su intento de hacerla suya.
Cuanto más presiona Bear, más arde su pasión, desenterrando
los recuerdos de Crystal, que es mejor mantener enterrados. Pero no
hay forma de detener la colisión de su pasado y su presente,
catapultando a los dos amantes por un camino cargado de emociones
que les hace cuestionarse todo lo que creían saber de sí mismos.
Capítulo 1
El estómago de Crystal Moon se anudó mientras conducía a
través de las puertas de West Millstone Estates el miércoles por la
noche. Urbanización. Se burló, y sus ojos se dirigieron a un grupo de
hombres de aspecto desaliñado que fumaban junto a la oxidada valla
metálica que rodeaba el parque de caravanas en el que había crecido.
La "verja" no había funcionado desde que tenía diez años, cuando un
vecino drogado la había atravesado con su camioneta. Hizo todo lo
posible por ignorar las miradas lascivas de otro grupo de chicos que se
encontraban junto al remolque destartalado a su derecha, se centró en
la carretera, marcando mentalmente los únicos nombres que había
asociado a las personas que habían vivido en ellos a medida que pasaba
por delante de cada uno.
Odioso. Espeluznante. Dulce. Mantente alejado.
A excepción de su madre, ya no tenía ni idea de quién vivía en
cada remolque, pero los nombres que les había puesto de niña se le
quedarían grabados para siempre, al igual que la sensación de suciedad
que se le pegaba como una segunda piel cada vez que volvía.
Aparcó detrás del viejo Toyota de su madre. Las hojas
descompuestas yacían como esqueletos sobre el capó. La suciedad
cubría los huecos de las ruedas y la mitad inferior de la puerta. Había
cometido el error de darle dinero para que comprara una batería nueva
hacía tiempo, pero se lo había gastado en alcohol. Buscó en la calle la
camioneta de su hermano mayor, Jed. Pronunció una maldición, sacó
su teléfono y lo llamó.
Contestó al primer timbre.
—Hola, tú.
—No me digas hola, tú. Estoy sentada frente a la casa de mamá.
¿Lo olvidaste? Tercer miércoles del mes.
—Oh, demonios. Conseguiré que me lleven y estaré allí en diez.
La comunicación se cortó. Había olvidado que su carnet de
conducir le fue suspendido por demasiadas multas sin pagar. Mike
McCarthy, un policía local, tenía una venganza personal contra Jed, y lo
detenía cada vez que podía, imponiendo los puntos más altos posibles.
Jed juró que el hombre tenía un dispositivo de localización para seguirle
la pista, pero ella sabía que su odio se remontaba a sus días de
instituto, cuando él se acostó con todas las chicas con las que Mike
había salido. Tenía la sensación de que no había cesado después de la
graduación, aunque esa era una confirmación que no necesitaba.
Quería a Jed hasta el fin del mundo, pero era un poco rufián había
pasado su adolescencia entrando y saliendo de problemas, y de adulto
estuvo unos meses en prisión por robar. Decía que lo llevaba en la
sangre, pero Crystal podía dar fe de que, a menos que hubiera nacido
de padres diferentes, no era así. Era simplemente Jed.
Se subió la cremallera de la sudadera y miró la pila de diseños
que había estado preparando para Princess for a Day, la boutique en la
que trabajaba con su mejor amiga, Gemma Wright. La conoció en una
cafetería poco después de escapar de su segundo encuentro con el
infierno. Cuando abandonó la restos del parque de casas rodantes,
pensó que había dejado atrás esa pesadilla. Unos años más tarde,
descubrió que el infierno tenía muchas formas, y que el parque de
casas rodantes no parecía tan malo. Sin embargo, no iba a regresar. Se
sentía rota, no estúpida.
Alejó esos oscuros pensamientos y apagó el motor.
Sin confiar en el tipo esquelético y sin camisa que estaba de pie al
otro lado de la calle, sujetando el collar de un perro ladrador de aspecto
feroz, metió los diseños en su bolso y deslizó la correa por encima de la
cabeza y sobre su cuerpo. Una barrera. Por muy pequeña que fuera esa
delgada correa, cualquier cosa que separara a la persona en la que se
había convertido de la madre que la había parido, valía su peso en oro.
Hizo un último recorrido de su auto, en busca de algo digno de
ser robado. El Ford Fusion 2010 podía no ser gran cosa, pero era suyo.
Sus ojos se fijaron en la colorida muñeca quitapenas1 que colgaba del
espejo retrovisor, un regalo de su padre. La había hecho con ramitas,
tela e hilo cuando ella tenía ocho años, y se la regaló la primera semana
que se mudaron al parque de remolques. Llevaba años haciéndoselas,
pero esa vez le había dado un motivo. Entrégale a estas muñecas todas
tus preocupaciones, y entonces te librarás de ellas. Como por arte de
magia. Sus ojos se dirigieron a la más pequeña que colgaba de su
llavero. Pequeños recordatorios de que una vez tuvo un padre que la
había amado. Tomó la muñeca del retrovisor y la metió en su bolso. Se
enfadaría si se la robaran. La colgaría de nuevo cuando se fuera.
Salió del auto y lo cerró, preparándose para la visita. Es solo una
vez al mes. Una hora, doce veces al año. Podía aguantar una hora.
Luego volvería a su vida en Peaceful Harbor, Maryland, a cuarenta y
cinco minutos de distancia. Lo suficientemente lejos como para
permitirle fingir que esta parte de su vida no existía.
Su teléfono vibró con un mensaje de texto y lo sacó, dispuesta a
hacerle pasar un mal rato a Jed por cualquier excusa que utilizara para
saltarse la cena. En el identificador de llamadas apareció la palabra Él.
Puso los ojos en blanco, tratando de evitar que su cuerpo se calentara
de pies a cabeza. No funcionó. Nunca lo hacía. Había guardado al
condenadamente caliente Bear Whiskey cómo Él en sus contactos, en
un esfuerzo por engañar a su mente para que pensara en él en forma de
hombre genérico. El problema era que no había nada genérico en el
motero tatuado de metro noventa centímetros, dueño de un bar y de un
taller mecánico.
Abrió el texto y leyó.
Bear.
Una palabra fue todo lo que necesitó para que el fuego rebotara
por su cuerpo como un rayo. Cuerpo traidor. El hombre era implacable.
Había actuado como si ella fuera suya desde que lo conoció hacía más
de ocho meses, cuando Gemma había conocido a su prometido, Truman
Gritt, quien era el mejor amigo de Bear. Cuanto más se alejaba de él,
1Los muñecos o muñecas quitapesares o quitapenas son unas figuras muy pequeñas,
originarias de Guatemala. Si una persona (normalmente un niño) no puede dormir
debido a sus problemas, puede contárselos al muñeco y guardarlo bajo la almohada
antes de acostarse.
más decidido se volvía. Había estado enviando mensajes de texto con su
nombre durante semanas, siempre de improviso. No era que supiera él
que había cambiado su nombre en el teléfono. Solo estaba siendo Bear.
¿Realmente creía que enviarle un mensaje con su nombre la haría
cambiar de opinión?
No era necesario. Tragó saliva contra esa realidad. No solo le
atraía, sino que no podía dejar de pensar en él. Lo más difícil era que,
en los últimos ocho meses, había crecido en ella como un tercer brazo:
excitante, fiable e incómodo a la vez. Era engreído y arrogante cuándo
se metía en su vida, lo que debería haberla hecho desconfiar, pero se
sentía atraída como una polilla a la llama. También porque era un
amigo leal, generoso, y divertido de una manera que le hacía
preguntarse cómo sería experimentar todos esos atributos, juntos, en
su cama.
Ay. Tenía que dejar de pensar en él.
Su teléfono volvió a vibrar con un mensaje de Gemma. Lo abrió y
encontró una foto de Bear pintando. Genial. Ahora nunca dejaría de
pensar en él. Tenía un brazo musculoso y tatuado sobre su cabeza
mientras pintaba a lo largo del borde de la ventana. Su camisa se ceñía
a su ancha espalda, se estrechaba y desaparecía en un par de jeans de
tiro bajo que abrazaban su frustrante y sexy trasero. Llegó otro
mensaje.
Disfrutando de ver a mi hombre pintar. Pensé que querrías
ver el tuyo.
Puso los ojos en blanco. Gemma sabía que no estaba con Bear de
esa manera. Después de la cena, había quedado con ella y Truman para
ayudarlos a pintar su salón en preparación para su boda, la cual se
celebraría en el patio trasero, y sabía que Bear estaría allí. Su grupo,
muy unido, incluía a los cuatro hermanos Whiskey, así que siempre
estaba cerca, como una picazón que no debía rascar. Se le revolvió el
estómago y gimió. Lo último que necesitaba, en su ajetreada vida de no
vivir en un parque de casas rodantes, era estar deseando a un hombre.
En especial, uno que asumía que era su dueño.
Se metió el teléfono en el bolsillo, inhaló profundamente y se
enfrentó a la casa rodante amarillo mostaza de su madre, deseando
poder subir a su auto y volver a su vida normal.
Cada una de las casas rodantes tenía un pequeño terreno
delante. La mayoría se convirtió en tierra con el paso de los años por
haber sido pisoteada o atropellada. Pero antes de que su padre muriera
en un accidente de auto, había colocado enormes rocas alrededor del
perímetro, donde él y Crystal plantaron un jardín. Ahora ese pequeño
terreno estaba cubierto de hierba larga y de arbustos del tipo espinoso
que siempre evitaba, como si las ramas fueran garras nudosas que
pudieran atraparla al pasar.
Toda la urbanización se siente así.
Pisó la mohosa alfombra del interior y exterior debajo un toldo
verde que colgaba del costado del remolque. Jed lo colocó cuando eran
adolescentes. El hedor a cigarrillo y sudor flotaba en el ambiente. Dos
antiguas sillas de jardín y una mesa de plástico se encontraban en el
extremo de la alfombra. La vida al aire libre en su máxima expresión.
Dudó, deseando que Jed se diera prisa, y, al final, alcanzó el
picaporte metálico de la puerta mosquitera, que no tenía mosquitera.
—¿Jeddy? ¿Eres tú? —La voz ronca de su madre podría sonar
sexy si su discurso no fuera arrastrado, y la ronquera no fuera
claramente el sonido de papel de lija de una garganta desgastada por
demasiados cigarrillos.
Entró en la casa, asaltada por el mismo hedor de antes, solo que
cien veces más fuerte. La costumbre le hacía respirar por la boca, lo que
le parecía menos repulsivo que oler el aire rancio con cada inhalación.
Sus ojos recorrieron las paredes de paneles oscuros, la alfombra de
cabello bajo y el sofá a cuadros eran sellos distintivos de su juventud.
Las mismas cortinas verdes y amarillas que había cuando se mudaron
colgaban de las barras de metal, oscureciendo las ventanas. Las dos
sillas de madera que Crystal y su padre habían pintado de color
aguamarina brillante el primer verano que vivieron allí, estaban ahora
desconchadas y estropeadas. Eran el último proyecto en el que ella y su
padre habían trabajado juntos. Dos botellas de cerveza vacías se
encontraban sobre la mesa de centro, junto a un cartón de cigarrillos
vacío, cuya parte superior estaba rota. Bienvenida a casa.
—¿Chrissy? —Su madre se hallaba junto a la estufa removiendo
algo en una gran olla. Un cigarrillo colgaba de sus labios, como si
hubiera echado raíces—. Estaba esperando a Jeddy.
Las cenizas flotaban en el suelo mientras hablaba. Pamela Moon
era una borracha rubia parecida a Peg Bundy. Desde su cabello
excesivamente alborotado, su camiseta rosa de tirantes, sus mallas
negras, su cinturón blanco ancho y sus tacones altos, hasta la forma de
agitar una mano de manera constante.
Crystal se encogió ante el nombre que abandonó cuando se fue
para la universidad. Habían pasado años y su madre no se había dado
cuenta. Eso o simplemente no le importaba. Imaginó que era un poco
de ambas cosas.
—Lo siento, mamá. Solo yo.
Esperaba que su madre recordara que quedaron para cenar. A
veces se olvidaba. Solía llevar la cena en sus visitas mensuales, pero su
madre se quejaba de todo y había dejado de intentarlo.
Esta tomo una cerveza del mostrador y dio un largo trago. Crystal
midió su inestabilidad, contando las cinco botellas vacías que tenía a la
vista y sabiendo que probablemente no era la cuenta total del día. Su
madre se había hundido después de que perdieron a su padre por culpa
de un conductor borracho, lo que no tenía sentido para Crystal. Su
muerte surtió un profundo efecto en ella en demasiados aspectos como
para contarlos, pero lo más importante era que se cuidaba de no beber
en exceso. Al principio había pensado que la bebida de su madre era un
mecanismo de adaptación, pero con el paso de los meses, y luego de los
años, se dio cuenta de que tenía un problema y la animó a ir a AA y
buscar ayuda. Su madre había ignorado sus esfuerzos, volviéndose fría
y amargada. No tenía ni idea de cómo funcionaba con la cantidad de
alcohol que consumía.
Crystal se asomó a la masa oscura de la olla.
—¿Qué estás haciendo?
—Chili. ¿Tienes hambre?
Más cenizas cayeron al suelo.
—Sí, claro.
Revolvía la comida en su plato y elogió la cocina de su madre.
Luego la envolvía y se la dejaba para que la consumiera al día siguiente.
Colocó su bolso en la mesa de café y se acomodó para la próxima hora,
esperando que transcurriera rápido.
—¿Cómo estás, mamá? ¿Va bien tu trabajo?
Su madre trabajaba en una tienda de conveniencia a tres
manzanas de distancia.
Asintió, inhalando ruidosamente mientras se sacaba el cigarrillo
de la boca, y agitaba una mano.
—Veinte o treinta horas a la semana. Todavía están hablando de
hacerme gerente, pero ya sabes. —Guiñó un ojo y metió el cigarrillo
entre sus labios pintados—. Me encontraré un buen hombre antes de
que eso ocurra.
—Claro.
Hacía tiempo que había dejado de creer las historias de su madre
sobre los ascensos, y también renunció a intentar convencerla de que
un hombre nunca sería la respuesta a sus problemas.
Puso la mesa, escuchando a su madre parlotear sobre una mujer
con la que trabajaba. Por una vez le hubiera gustado que le preguntara
cómo estaba o qué novedades había en su vida, como había hecho antes
de que su padre perdiera el trabajo y se vieran obligados a mudarse de
su casa en Peaceful Harbor. Pero su madre no era esa mujer desde
hacía años. Había cambiado cuando se mudaron, y empeoró aún más
después de la muerte de su padre.
La puerta se abrió de golpe y Jed entró en la habitación, haciendo
que el reducido espacio se sintiera aún más pequeño. Con su casi metro
noventa, el cabello rubio claro, una barba un poco más oscura y unos
penetrantes ojos azules, era la viva imagen de su padre.
Besó la parte superior de la cabeza de Crystal.
—Hola, camarón. ¿Sigues con el rollo gótico?
Puso los ojos en blanco. Se había teñido el cabello de negro justo
después de mudarse a Peaceful Harbor. Eso ocurrió hace más de cuatro
años. Pensó que ya se habría acostumbrado.
—¿Sigues robando?
Señaló hacía su chaqueta de cuero mientras bajaba la cabeza
para besar la mejilla de su madre.
Se tumbó en el sofá y subió los pies en la mesa de centro.
—No. Ayudé a un chico a arreglar su auto. —Quitó una mota
invisible de suciedad del cuero oscuro—. Me gané el dinero para esto
legalmente.
—Ajá. —Crystal le empujó los pies de la mesa de café y fue a
llenar vasos de agua para la cena—. No recuerdo la última vez que no
ganaste dinero por las malas. ¿Dónde vives estos días?
—Me quedo en casa de un amigo. Un apartamento en el sótano.
—¿Tienes mis cigarrillos? —preguntó su madre.
—Oh, demonios. —Jed se estremeció—. Sabía que olvidaba algo.
—Dios, Jeddy —dijo su madre mientras servía el chili en tres
platos—. ¿Qué has estado haciendo? Te he esperado todo el día.
—Ma. Estaba trabajando. No te preocupes —respondió—. Los
traeré después de la cena.
Crystal aguzó el oído.
—¿Trabajando? ¿De verdad?
—Estoy tratando de ordenar mis cosas. Por fin, poniendo en
práctica ese entrenamiento en mecánica y tomando algunas horas aquí
y allá en un restaurante.
Su madre se burló.
—De acuerdo. Siéntate y come.
Se sentaron a la mesa, con el silencio solo siendo interrumpido
por el tintineo de los cubiertos sobre los platos. Crystal revolvió su
comida, observando a su madre fumar y comer. Tenía vagos recuerdos
de ella sin los dientes manchados por el cigarrillo, los dedos
amarillentos y la amargura de alguien a quien el mundo había
perjudicado. Recuerdos de una mujer que la enviaba a la escuela
primaria con una bolsa de papel para el almuerzo y la saludaba con
una sonrisa cuando bajaba del autobús al final del día. En cierto
sentido, la muerte de su padre les había robado a ambos.
—¿Dónde trabajas? —preguntó, echando un vistazo más largo a
su hermano. No era un gran bebedor, y nunca había sido un
consumidor de drogas. Por desgracia, no había ningún signo externo
para un ladrón.
—Mi amigo tiene una gasolinera. Le estoy ayudando.
—¿Cuánto te embolsas? —le preguntó su madre.
—¡Mamá!
Puede que Crystal no se creyera que su hermano estuviera de
repente tratando de limpiar sus actos después de toda una vida de
problemas, sin embargo, no le gustaba la actitud condescendiente de su
madre. Ya era bastante malo que nunca hubiera creído una maldita
cosa que dijera, pero al menos podía entender el enfado hacia ella. Se
fue de casa a los dieciocho años con una beca Pell2 para ir a la
universidad y nunca miró atrás. Pero Jed había estado a su lado, la
había llevado a la cama cuando se encontraba demasiado borracha
para caminar y había hecho todo lo que le había pedido durante años.
—¿Qué? —Dio una calada a su cigarrillo—. No puedes confiar en
la palabra de un mentiroso. Es igual que su padre.
—Alguien tiene que mantenerte —espetó Jed.
2
La Beca Pell es un subsidio federal que se otorga a los estudiantes para la educación
post instituto. Las subvenciones Pell se conceden en función de la necesidad
financiera y, a diferencia de los préstamos, generalmente los estudiantes no tienen
que regresar el dinero.
—Jesús, Jed. Por favor, dime que no le estás dando dinero. —No
podía perderse en eso ahora mismo, se encontraba demasiado enojada
por lo que había dicho su madre—. Papá no era un mentiroso.
Se cruzó de brazos, sin querer librar la batalla familiar. Su madre
afirmaba que su padre le había prometido una buena vida. No era su
culpa que lo hubieran despedido. ¿No era eso lo que significaba amar a
alguien en lo bueno y en lo malo? ¿Aguantar en los momentos difíciles?
Les dio a todos una buena vida, y los amó. No era su culpa que a la
primera señal de problemas su madre hubiera empezado a beber.
Nunca había entendido qué más podía querer su madre, y en ese
momento simplemente no le importaba.
Su madre se quitó el cigarrillo de la boca para hablar, y Jed le
puso una mano en el brazo.
—Mamá, no lo hagas.
—Bien, ¿sabes qué? —Crystal apretó los dientes—. No he venido
aquí para escucharte agredir a Jed o a papá.
—¿Por qué viniste entonces? —le preguntó su madre.
—Me hago esa pregunta cada vez que vengo de visita. —Miró
hacia otro lado—. Algún tipo de sentido retorcido de la lealtad, supongo.
Su madre se puso de pie, hablando alrededor de su cigarrillo.
—No seas tan engreída. Saliste de mi vientre. Llevas mi sangre,
niña. No eres mejor que yo, así que no te atrevas a juzgarme.
Crystal se obligó a respirar profundamente y a encontrar la voz
tranquila que utilizaba con los padres prepotentes en la boutique.
—No te estoy juzgando, mamá. Solo me gustaría que dejaras de
hacerlo con Jed y con papá.
—Oye, ¿qué tal si cambiamos de tema? —Jed le guiñó un ojo—.
¿Cómo está tu novio?
—¿Qué novio?
Se rio.
—Oh-oh. ¿Rompieron?
Puso los ojos en blanco.
—¿Quién...?
—¿Bear? ¿El chico que tenía su brazo alrededor de ti en la fiesta
de Navidad de Tru y de nuevo en el desfile de Pascua? ¿Olvidaste que
estaba allí?
—No es mi novio. —Aunque ha protagonizado mis sueños durante
meses—. No hay ningún novio. Lo mismo que la última vez y
probablemente lo mismo que la próxima.
Su madre se burló.
—Ella no puede mantener a un hombre. Un hombre la toca y
enloquece.
La noche de ataque, y la razón por la que había dejado la
universidad, volvieron a su mente. Por qué pensó que podía confiar en
su madre no lo sabía. Al diablo con esto.
Cruzó la habitación y agarró su bolso.
—Lo siento, Jed. Tengo que salir de aquí.
—Eso es. Huye, como siempre.
Su madre agitó una mano y tomó su tenedor, apuñalando la
comida.
—Como sea.
Estaba harta de la misma mierda de siempre; su madre apenas
valía la energía de su respuesta a medias.
—Jesús, mamá. Dale un respiro. —Jed se puso de pie y se colocó
entre la mesa y Crystal, afortunadamente bloqueando la vista de su
madre—. Ignórala. Está loca de remate.
—¿Necesitas que te lleve?
Se moría por darse una ducha y quitarse el humo y la suciedad
de su pasado.
—Sí. Me devuelven el carnet en seis semanas, pero ¿puedes
dejarme en casa de mi amigo? —
Miró a su madre, y vio la culpa que le corroía.
Volvió a rodar los ojos.
—Te llevaré a buscar sus cigarrillos primero, pero no sé por qué lo
sigues haciendo.
—La misma razón por la que estás aquí cada mes. El viejo
sentimiento de culpa.