Está en la página 1de 16

El

condado de Anne Arundel abarca casi las 800 hectáreas enteras


de bosque que el rey Carlos II cedió a la familia de Richard Snowden
en 1686. Entre las empresas que fundaron los Snowden allí se
encuentran Patuxent Iron Works, una de las forjas más importantes de
los Estados Unidos coloniales y principal fabricante de balas para
cañones y otras armas; y Snowden Plantation, una granja y lechería
administrada por los nietos de Richard Snowden. Tras servir en la
heroica línea de Maryland del Ejército Continental, los Snowden
regresaron a la plantación y —haciendo la mayor gala posible de los
principios de la independencia— abolieron la práctica de la esclavitud
en la familia, con lo que liberaron a sus doscientos esclavos africanos
casi un siglo antes de la Guerra Civil.
Actualmente, las antiguas tierras de cultivo de los Snowden están
atravesadas por una carretera, la Snowden River Parkway, un tramo
bullicioso y comercial de cuatro carriles, lleno de restaurantes de alta
gama y concesionarios de coches. Cerca pasa la Route 32/Patuxent
Freeway, que lleva directamente a la base militar de Fort George G.
Meade, la segunda más grande del país y sede central de la NSA. A
decir verdad, la base de Fort Meade está construida sobre unos
terrenos propiedad en otros tiempos de mis primos Snowden, que el
Gobierno estadounidense les compró (según cuentan unos) o les
expropió (según otros).
Yo no sabía nada de esta historia por aquel entonces, y mis padres
bromeaban diciendo que el Estado de Maryland cambiaba los nombres
de los letreros cada vez que se mudaba alguien nuevo. A ellos les
resultaba divertido, pero para mí era espeluznante. Pese a que el
condado de Anne Arundel está a poco más de 400 kilómetros de
Elizabeth City por la carretera I-95, a mí me parecía otro planeta.
Habíamos cambiado la orilla frondosa de un río por una acera de
cemento, y un colegio en el que ya era un niño popular y con éxito
académico por otro en el que se reían constantemente de mí por llevar
gafas, no interesarme nada los deportes y, sobre todo, tener otro
acento: un acento sureño, arrastrado y muy marcado, que me valió
entre mis nuevos compañeros de clase el apodo de «retrasado».
Me volví tan sensible con mi acento que dejé de hablar en clase y
empecé a practicar solo en casa hasta que conseguí sonar «normal»; o,
al menos, hasta que logré dejar de pronunciar el nombre del escenario
de mi humillación como «la clasa de Inglá» y dejar de decir que me
había cortado el dedo con un «papal». Entretanto, el tiempo que me
duró ese miedo a hablar con libertad desembocó en un hundimiento de

36
pudiera ofrecer. Al menos, eso era lo que no paraba de decirles a mi
madre y a mi padre.
Mi curiosidad parecía tan enorme como el propio internet: un
espacio ilimitado que crecía de manera exponencial, incorporando
páginas web día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto, sobre
temas de los que no sabía nada, de los que nunca había oído hablar;
pero en cuanto oía algo sobre ellos, desarrollaba un deseo insaciable
por entenderlos con todo detalle, dejando poco lugar al descanso, a las
comidas o incluso al baño. Mi apetito no se limitaba a temas
tecnológicos serios como saber arreglar una unidad de CD-ROM, claro.
También pasaba un montón de tiempo en sitios web de videojuegos
buscando códigos de trucos en modo dios para el Doom y el Quake. Por
lo general, sin embargo, me sentía tan abrumado con la mera cantidad
de información que tenía a mi disposición de inmediato que no estoy
seguro de que supiera distinguir dónde acababa un tema y empezaba el
siguiente. Un curso intensivo para aprender a fabricar mi propio
ordenador me llevaba a un curso intensivo sobre arquitectura de
procesador, con incursiones paralelas a informaciones sobre artes
marciales, armas, coches deportivos y (exclusiva total) porno más o
menos blando y más o menos gótico.
A veces tenía la sensación de que necesitaba saberlo todo y no iba
a desconectarme hasta conseguirlo. Era como estar en una carrera
contra la tecnología, igual que los chavales adolescentes de mi entorno,
que competían entre ellos por ver quién crecía más o a quién le salía
vello en la cara primero. En el colegio, estaba rodeado por niños —
algunos, de países extranjeros— que solo intentaban encajar e
invertían unos esfuerzos enormes por parecer guais, por ir a la moda.
Sin embargo, tener la gorra No Fear más moderna y saber cómo
doblarle la visera era un juego de niños (lo era, al pie de la letra) en
comparación con lo que yo estaba haciendo. Me resultaba tan
increíblemente exigente seguirles el ritmo a todos esos sitios web y
tutoriales de aprendizaje que empezó a sentarme mal que mis padres
me obligasen a apartarme del ordenador de noche cuando tenía clase
al día siguiente (esa era su respuesta a algún boletín de notas
especialmente bajo o a algún castigo impuesto en el colegio). No podía
soportar que me revocasen mis privilegios, angustiado ante la idea de
todo el material que no dejaba de aparecer mientras yo estaba
desconectado y que me estaba perdiendo. Después de repetidas
advertencias parentales y amenazas de no dejarme salir de mi
habitación, al final cedía e imprimía el documento que estuviese

43
7
11-S

Con dieciséis años ya vivía prácticamente solo. Mi madre estaba


entregada por completo a su trabajo, así que a menudo tenía el
apartamento para mí. Me puse mis propios horarios, me cocinaba y me
hacía la colada. Era responsable de todo, menos de pagar las facturas.
Tenía un Honda Civic de 1992 y lo llevaba por todo el estado,
escuchando una cadena alternativa indie, la 99.1 WHFS —«Ahora,
atiende» era una de sus coletillas—, porque esa emisora la ponía todo
el mundo. No se me daba muy bien ser normal, pero lo intentaba.
Mi vida se convirtió en un circuito que describía la ruta entre mi
casa, la universidad y mis amigos, sobre todo un grupo nuevo al que
conocí en clase de Japonés. No estoy muy seguro de cuánto tardamos
en darnos cuenta de que nos íbamos a convertir en una pandilla, pero
ya en el segundo trimestre asistíamos a clase para vernos tanto como
para aprender el idioma. Por cierto, esa es la mejor manera de
«parecer normal»: rodearse de gente igual de rara que tú, si no más.
Muchos de estos amigos eran aspirantes a artistas y diseñadores
gráficos obsesionados con el anime, o la animación japonesa, muy
polémico por entonces. Al estrecharse nuestra amistad, me fui
familiarizando cada vez más con los géneros del anime, hasta que
acabé recitando de carrerilla opiniones relativamente informadas
sobre una nueva biblioteca de experiencias compartidas, con títulos
como La tumba de las luciérnagas, Utena, la chica revolucionaria,
Neon Genesis Evangelion, Cowboy Bebop, La visión de Escaflowne,
Rurouni Kenshin, Nausicaä del Valle del Viento, Trigun, Slayers (o
Reena y Gaudy) y mi favorita, Ghost in the Shell.
Entre esos nuevos amigos había una mujer mayor, mucho mayor,
situada en la cómoda adultez de los veinticinco años. La llamaré Mae.
Era una especie de ídolo para el resto de nosotros, en calidad de artista
con obras publicadas y ávida practicante del cosplay. Aparte de ser mi
compañera de conversación en clase de Japonés, me quedé

67
reencarnaciones contemporáneas de los británicos, cuyos rigurosos
impuestos habían prendido el fervor de la independencia.
Esta revolución no aparecía en los libros de texto de historia, sino
que estaba ocurriendo justo entonces, en mi propia generación, y
cualquiera de nosotros podía formar parte de ella con las habilidades
que tuviese en su mano. Era emocionante: participar en la fundación
de una nueva sociedad, basada no en el sitio donde habíamos nacido,
ni en cómo nos habíamos criado, ni en nuestra popularidad en la
escuela, sino en nuestro conocimiento y en nuestra capacidad
tecnológica. En el colegio, tuve que aprenderme el preámbulo de la
Constitución de Estados Unidos, y esas palabras estaban ya
almacenadas en mi memoria junto con la Declaración de
Independencia del Ciberespacio de John Perry Barlow, que empleaba
la misma primera persona del plural, obvia y autootorgada: «Estamos
creando un mundo al que todos y todas podemos acceder sin
privilegios ni prejuicios por motivos de raza, poder económico, fuerza
militar o lugar de nacimiento. Estamos creando un mundo en el que
cualquiera, desde cualquier sitio, puede expresar sus creencias, sin
importar su singularidad, sin miedo de verse coaccionado o
coaccionada a callarse o a conformarse».
Esta meritocracia tecnológica era sin duda motivo de
empoderamiento, pero también podía serlo de humildad, según llegué
a entender cuando entré a trabajar en la Intelligence Community. La
descentralización de internet no hacía más que subrayar la
descentralización del conocimiento informático. A lo mejor en mi
familia, o en mi barrio, yo era la persona más experta en informática,
pero trabajar para la IC suponía poner a prueba mis habilidades frente
a todo el país y a todo el mundo. Internet me enseñó la cantidad y
variedad de talento que existía, y me dejó claro que, para prosperar,
debería especializarme.
Como tecnólogo, tenía a mi disposición varias carreras distintas.
Podría haberme hecho desarrollador de software o, por su nombre
más común, programador, y escribir el código que hace funcionar a los
ordenadores. Otra opción era convertirme en especialista en hardware
o en redes, y montar los servidores en sus bastidores y meter los
cables, cosiendo el enorme tejido que conecta todos los ordenadores,
todos los dispositivos y todos los archivos. Los ordenadores y los
programas informáticos me parecían interesantes, y también las redes
que los vinculaban. Sin embargo, me intrigaba más su funcionamiento

103
personal de una agencia con insignia azul. Una vez consolidada esa
caracterización de descrédito, el Gobierno pasó a acusarme de
«cambiar de empleo sistemáticamente», para insinuar que yo no era
más que un trabajador descontento que no se llevaba bien con sus
superiores, o bien un empleado excepcionalmente ambicioso
empecinado en medrar a toda costa. Lo cierto es que ambas cosas eran
mentiras por conveniencia. La IC sabe mejor que nadie que cambiar de
trabajo forma parte de la carrera de cualquier empleado externo: se
trata de una situación de movilidad que las agencias mismas crearon, y
de la que se benefician.
En el ámbito de la contratación externa para la seguridad
nacional, sobre todo en el terreno de la tecnología, es muy frecuente
trabajar físicamente en las instalaciones de una agencia, pero de
nombre —sobre el papel— estar trabajando para Dell, Lockheed Martin
o alguna de las tropecientas empresas más pequeñas que suelen acabar
absorbidas por Dell, Lockheed Martin y similares. Por supuesto, en
esas adquisiciones de empresas también entran los contratos que ya
tenga cerrados el negocio más pequeño, así que de repente en tu tarjeta
de visita aparecen un empleador distinto y un nombre diferente para
tu puesto. Tu trabajo diario, no obstante, sigue siendo el mismo:
seguirás sentado en las instalaciones de la agencia haciendo tus tareas.
Nada habrá cambiado en absoluto. Por su parte, los diez o doce
compañeros que tengas sentados a tu derecha e izquierda —los mismos
con los que trabajas a diario en los mismos proyectos— quizá sean
técnicamente empleados de diez o doce empresas distintas, que a su
vez pueden estar separadas por unos cuantos eslabones de las
entidades corporativas que ostentan los contratos primarios con la
agencia.
Ojalá recordase la cronología exacta de mis contrataciones, pero
ya no conservo ninguna copia de mi currículum. Ese archivo,
Edward_Snowden_Resume.doc, está bloqueado en la carpeta
Documentos de uno de mis antiguos ordenadores personales desde
que el FBI los incautó. No obstante, sí me acuerdo de que mi primer
gran curro como contratado externo fue en realidad una
subcontratación: la CIA había contratado a BAE Systems, que había
contratado a COMSO, que me había contratado a mí.
BAE Systems es una subdivisión estadounidense de tamaño medio
de British Aerospace, montada exprofeso para conseguir contratos de
la IC estadounidense. COMSO era básicamente la encargada de
reclutar a trabajadores: un puñado de gente que se pasaba el tiempo

112
SQLMAP For Dummies v2 - TheAnonMatrix
TheAnonMatrix@gmail.com
Feel free to comment the doc and post questions.

With --schema we would end up with the same result, but for every table in the database. But
how does this help us?
Imagen we got a table named “admin”, we could use --column to view this and see what
information we can get. What about a larger table like “User_credentials”? We could see the
information and select the fields we wanna dump! In other words, we could skip the unusable
primary key values and number of posts, and instead only select the username, password and
mail columns in the table.
In this example we will select the columns CHECK_OPTION and TABLE_NAME. Note they are
splitted using a comma, this applies to all places in SQLMAP where we can select more than
one database (-D) or table (-T).

Our command line arg. Notice there is no space between CHECK_OPTION and TABLE_NAME

14
SQLMAP For Dummies v2 - TheAnonMatrix
TheAnonMatrix@gmail.com
Feel free to comment the doc and post questions.

And this is our result! Imagen the possibilities by selecting the columns we want to get dumped!

5.2 Other variations


By using --dump and -C we could tell SQLMAP to only look for columns we want, and it will
search for it inn all available databases. Say you want the columns user and password, and got
20 databases...this will make the search less time consuming.

6. Change Log

15
SQLMAP For Dummies v2 - TheAnonMatrix
TheAnonMatrix@gmail.com
Feel free to comment the doc and post questions.
12.02.2012
Revision 1 done. Needs to be filled out and small parts to be added. Should work as a tutorial
for beginners now!

11.02.2012
Written the section about Information gathering and Basic SQLMAP Introduction.

10.02.2012
Written tutorial introduction and disclaimer. Starting up with Proxychains and TOR setup.

08.02.2012
Document launched. Menu done and text to be done.

16

También podría gustarte