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“¡Yo traje el peine!


En una divertida escena de la película “Cuenta conmigo” (basada en una novela de
Stephen King), los niños protagonistas se dirigen sobre las vías de un tren hacia el
bosque, para encontrar el cadáver de un niño extraviado días atrás. Parece que lo habían
planeado todo: las historias para engañar a los padres, la ruta de llegada, el tiempo de
ausencia de casa (más de 24 horas) y hasta la fama que obtendrían en la radio y en el
periódico local al encontrar el cuerpo.
Uno de los personajes más simpáticos, el regordete del grupo con más derroche de
candor infantil, les comenta entusiasmado que si van a ser fotografiados por la prensa,
más vale que luzcan bien y que por eso lleva un peine. Es un acto de altruismo, porque
él tiene uno de esos cabellos rapados absolutamente indiferentes al efecto de semejante
instrumento.
De repente, uno de los líderes del grupo interrumpe la caminata diciendo algo como:
“¡Maldición! ¿Alguien trajo algo de comer?” En medio de las recriminaciones mutuas,
cuando llega el turno del pimpollo bien nutrido cuyo nombre no recuerdo, pero que
podemos llamar “Ben”, este responde: “¡No me mires a mí! Yo traje el peine”.
Uno podría pensar que los adultos, sobre todo si son funcionarios públicos titulares de
importantes instituciones, planifican mejor que una pandilla de chiquillos traviesos y
aventureros o que, por lo menos, al percatarse de un imprevisto grave, nadie va a salir
diciendo algo como lo que dijo “Ben”, que quizá en una dimensión paralela del universo
podría ser una exhibición de perspicacia.
Pero la realidad es una juguetona a la que le encanta sorprendernos. Ante los problemas
de equipamiento para la aplicación adecuada del nuevo Código Procesal Penal, algunos
funcionarios han respondido con frases tan irrelevantes e intensamente lúdicas como la
pueril defensa de “Ben”: “Yo ya pedí prórroga una vez” y “Yo dije que no estábamos
preparados”. El imprevisto necesita soluciones, no excusas de auto redención.
¿Qué hicieron –no qué “dijeron”, porque “decir” siempre es más fácil que superar los
“actos de habla”– estos funcionarios para prevenir el impase? ¿Por qué, aunque sea en
medio del lloriqueo, no nos presentan las pruebas de sus gestiones concretas y
oportunas? ¿Dónde están los planes de aprovisionamiento con compromisos temporales
precisos que debieron servir como presupuesto para que la Asamblea autorizara
postergar la vigencia del código? ¿Dónde estuvieron los clarividentes acusones durante
los dos años que precedieron a la vigencia del código desde su aprobación?
Es difícil ver la propuesta de reforma legal como algo distinto a una confesión de
preparación fallida o ausente. Sería un grave tropiezo para el nuevo código en las
expectativas ciudadanas de una ley con alternativas realistas para incrementar la
eficiencia del proceso penal. Pero lo más importante es si con el cambio sugerido –pasar
las vistas públicas de los juicios sumarios, de los juzgados de paz a los tribunales de
sentencia– la imprevisión dejará de perseguirnos como un parásito que consume el éxito
de las iniciativas de reforma.
¿Están los tribunales de sentencia en condiciones de asumir esta nueva carga? Las
posibilidades de sobreseimiento en fase inicial y las incidencias de la instrucción y del
control intermedio operaban como filtros de los casos que llegaban a sentencia en el
código recién derogado. Y aun así los tribunales de sentencia estaban lejos de una
agenda, digamos, holgada, como parece que sí lo están varios juzgados de paz del
interior. ¿Se está cambiando un problema por otro? ¿Están de acuerdo con esa propuesta
los jueces de sentencia? Los cambios impuestos desde arriba, sin consenso de los
protagonistas, o son difíciles o fracasan.
¿Por qué, ni antes ni ahora, escuchamos a las asociaciones de jueces “luchar” por contar
con las condiciones necesarias para cumplir bien su trabajo? Quizás porque la mayoría
de jueces está habituada a emplear su creatividad y su compromiso para resolver
progresivamente las dificultades que se les presenta en su función. La falta de salas de
audiencia fue también un mal augurio para el código del 98; aun hoy, no todos los
juzgados tienen un espacio específico para esa actividad en su sede y, sin embargo, la
realización de las audiencias no se ha detenido por eso. ¿Es tan diferente la carencia de
un “equipo de grabación”?
“No les estamos pidiendo que lo saquen de su bolsa”, dijo otro funcionario. ¿Y por qué
no? me pregunto, si se trata de suplir en forma temporal y personal la falta de equipo.
No creo que sería difícil para la Corte ingeniar alguna forma de compensación para los
jueces que muestren tal nivel de compromiso con el cambio esperado. Aunque los
instrumentos tardaran en llegar al juzgado, ¿no se invierte ya por cuenta propia en
herramientas que en un mundo ideal tendrían que ser facilitadas por la institución a la
que servimos? Pienso en los libros especializados y en cursos pagados por los propios
jueces que, si se liquidaran anualmente, alcanzarían un monto similar al de varios
“equipos de grabación”.
Además, bien haríamos en no dejarnos intimidar por la pompa de ciertas palabras.
Muchos niños y adolescentes portan y manipulan con solvencia sus propios “equipos de
grabación”. Hasta mi vetusto celular –un modestísimo Motorola V3, en su época
exótico implemento de vanguardia y hoy poco menos que un cacharro– cuadra con una
bienintencionada interpretación de ese término. No pretendo que los jueces se
conviertan con sus celulares o reproductores de sonido en “reporteros ciudadanos” de lo
que pasa en las audiencias. Pretendo que no neguemos la acelerada accesibilidad que los
asalariados profesionales tenemos –aunque sea mediante el crédito, cómo no– a los
aparatos que pueden cumplir la función afectada por la carencia institucional. Pretendo
que cambiemos expectativas de óptimos por ensayos de utilidad.
Me consta que hay jueces que ya graban –como recurso mnemotécnico– el desarrollo
de las audiencias. De esto al cumplimiento de la exigencia legal hay una brecha de
voluntad. La exigencia del video del juicio en relación con los recursos se basa en una
concepción mítica de la inmediación: la verdad no se puede “ver”. Habría que ir
reconociendo más importancia a la verbalización de los datos que a la visualización de
los gestos. Pero por ahora esa es la ley y aquella, la necesidad.
El cómico episodio de la película referida se cierra cuando uno de los niños se impone
al traqueteo de recriminaciones diciendo: “Bueno, bueno, veamos cuánto dinero
traemos” y así formulan un nuevo plan para resolver el imprevisto. Convendría bastante
que nos olvidemos del “peine” y nos pongamos a buscar una salida responsable ante las
exigencias de la nueva ley: aparatos, almacenes u operadores para cumplir plazos,
incluidos.

Fernando M. Galo

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