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René Descartes

René Descartes se educó en el colegio jesuita de La Flèche


(1604-1612), por entonces uno de los más prestigiosos de
Europa, donde gozó de un cierto trato de favor en atención a su
delicada salud. Los estudios que en tal centro llevó a cabo
tuvieron una importancia decisiva en su formación intelectual;
conocida la turbulenta juventud de Descartes, sin duda en La
Flèche debió cimentarse la base de su cultura. Las huellas de tal
educación se manifiestan objetiva y acusadamente en toda la
ideología filosófica del sabio.

El programa de estudios propio de aquel colegio (según diversos testimonios, entre los que
figura el del mismo Descartes) era muy variado: giraba esencialmente en torno a la
tradicional enseñanza de las artes liberales, a la cual se añadían nociones de teología y
ejercicios prácticos útiles para la vida de los futuros gentilhombres. Aun cuando el programa
propiamente dicho debía de resultar más bien ligero y orientado en sentido esencialmente
práctico (no se pretendía formar sabios, sino hombres preparados para las elevadas
misiones políticas a que su rango les permitía aspirar), los alumnos más activos o curiosos
podían completarlos por su cuenta mediante lecturas personales.

Años después, Descartes criticaría amargamente la educación recibida. Es perfectamente


posible, sin embargo, que su descontento al respecto proceda no tanto de consideraciones
filosóficas como de la natural reacción de un adolescente que durante tantos años estuvo
sometido a una disciplina, y de la sensación de inutilidad de todo lo aprendido en relación
con sus posibles ocupaciones futuras (burocracia o milicia). Tras su etapa en La Flèche,
Descartes obtuvo el título de bachiller y de licenciado en derecho por la facultad de Poitiers
(1616), y a los veintidós años partió hacia los Países Bajos, donde sirvió como soldado en el
ejército de Mauricio de Nassau. En 1619 se enroló en las filas del Maximiliano I de Baviera.

Según relataría el propio Descartes en el Discurso del Método, durante el crudo invierno de ese
año se halló bloqueado en una localidad del Alto Danubio, posiblemente cerca de Ulm; allí
permaneció encerrado al lado de una estufa y lejos de cualquier relación social, sin más
compañía que la de sus pensamientos. En tal lugar, y tras una fuerte crisis de escepticismo,
se le revelaron las bases sobre las cuales edificaría su sistema filosófico: el método
matemático y el principio del cogito, ergo sum. Víctima de una febril excitación, durante la
noche del 10 de noviembre de 1619 tuvo tres sueños, en cuyo transcurso intuyó su método
y conoció su profunda vocación de consagrar su vida a la ciencia. Tanto por no haber
definido satisfactoriamente la noción de sustancia como por el franco dualismo establecido
entre las dos sustancias, Descartes planteó los problemas fundamentales de la filosofía
especulativa europea del siglo XVII. Entendido como sistema estricto y cerrado, el
cartesianismo no tuvo excesivos seguidores y perdió su vigencia en pocas décadas. Sin
embargo, la filosofía cartesiana se convirtió en punto de referencia para gran número de
pensadores, unas veces para intentar resolver las contradicciones que encerraba, como
hicieron los pensadores racionalistas, y otras para rebatirla frontalmente, como los
empiristas.

Así, Nicolás Malebranche intentó, con su doctrina ocasionalista, conciliar el cartesianismo con la


filosofía de San Agustín. El filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz y el holandés Baruch
Spinoza establecieron formas de paralelismo psicofísico para explicar la comunicación entre
cuerpo y alma. Spinoza, de hecho, fue aún más lejos, y afirmó que existía una sola
sustancia, que englobaba en sí el orden de las cosas y el de las ideas, y de la que la  res
cogitans y la res extensa no eran sino atributos, con lo que se llegaba al panteísmo.
Desde un punto de vista completamente opuesto, los empiristas británicos Thomas
Hobbes, John Locke y David Hume negaron que la idea de una sustancia espiritual fuera
demostrable; afirmaron que no existían ideas innatas y que la filosofía debía reducirse al
terreno de lo conocido por la experiencia. La concepción cartesiana de un universo
mecanicista, en fin, influyó decisivamente en la génesis de la física clásica, cuyo hito
fundacional sería la publicación de los Principios matemáticos de la filosofía natural (1687), obra en
que Newton estableció los tres principios fundamentales de la dinámica, también
llamados leyes de Newton.

No resulta exagerado afirmar, en suma, que si bien Descartes no llegó a resolver muchos de
los problemas que planteó, tales problemas se convirtieron en cuestiones centrales de la
filosofía occidental. En este sentido, la filosofía moderna (racionalismo, empirismo,
idealismo, materialismo, fenomenología) puede considerarse como un desarrollo o una
reacción al cartesianismo.

John Locke
(Wrington, Somerset, 1632 - Oaks, Essex, 1704) Pensador británico,
uno de los máximos representantes del empirismo inglés, que destacó
especialmente por sus estudios de filosofía política. Este hombre
polifacético estudió en la Universidad de Oxford, en donde se doctoró
en 1658. Aunque su especialidad era la medicina y mantuvo relaciones
con reputados científicos de la época (como Isaac Newton), John Locke
fue también diplomático, teólogo, economista, profesor de griego
antiguo y de retórica, y alcanzó renombre por sus escritos filosóficos, en los que sentó las
bases del pensamiento político liberal.
Locke fue uno de los grandes ideólogos de las élites protestantes inglesas que, agrupadas en
torno a los whigs, llegaron a controlar el Estado en virtud de aquella revolución; y, en
consecuencia, su pensamiento ha ejercido una influencia decisiva sobre la constitución
política del Reino Unido hasta la actualidad. Defendió la tolerancia religiosa hacia todas las
sectas protestantes e incluso a las religiones no cristianas; pero el carácter interesado y
parcial de su liberalismo quedó de manifiesto al excluir del derecho a la tolerancia tanto a
los ateos como a los católicos (siendo el enfrentamiento de estos últimos con los
protestantes la clave de los conflictos religiosos que venían desangrando a las islas
Británicas y a Europa entera).
En su obra más trascendente, Dos ensayos sobre el gobierno civil (1690), sentó los principios
básicos del constitucionalismo liberal, al postular que todo hombre nace dotado de unos
derechos naturales que el Estado tiene como misión proteger: fundamentalmente, la vida, la
libertad y la propiedad. Partiendo del pensamiento de Thomas Hobbes, Locke apoyó la idea de
que el Estado nace de un «contrato social» originario, rechazando la doctrina tradicional del
origen divino del poder; pero, a diferencia de Hobbes, argumentó que dicho pacto no
conducía a la monarquía absoluta, sino que era revocable y sólo podía conducir a un
gobierno limitado.
La autoridad de los Estados resultaba de la voluntad de los ciudadanos, que quedarían
desligados del deber de obediencia en cuanto sus gobernantes conculcaran esos derechos
naturales inalienables. El pueblo no sólo tendría así el derecho de modificar el poder
legislativo según su criterio (idea de donde proviene la práctica de las elecciones periódicas
en los Estados liberales), sino también la de derrocar a los gobernantes deslegitimados por
un ejercicio tiránico del poder (idea en la que se apoyarían Thomas Jefferson y los
revolucionarios norteamericanos para rebelarse e independizarse de Gran Bretaña en 1776,
así como la burguesía y el campesinado de Francia para alzarse contra el absolutismo de
Luis XVI en la Revolución Francesa).
Locke defendió la separación de poderes como forma de equilibrarlos entre sí e impedir que
ninguno degenerara hacia el despotismo; pero, por inclinarse por la supremacía de un poder
legislativo representativo de la mayoría, se puede también considerar a John Locke como un
teórico de la democracia, hacia la que acabarían evolucionando los regímenes liberales. Por
legítimo que fuera, sin embargo, ningún poder debería sobrepasar determinados límites (de
ahí la idea de ponerlos por escrito en una Constitución). Este tipo de ideas inspirarían al
liberalismo anglosajón (reflejándose puntualmente en las constituciones de Gran Bretaña y
Estados Unidos) e, indirectamente, también al del resto del mundo (a través de ilustrados
franceses, como Montesquieu, Voltaire y Rousseau).
Por la sensación no conocemos la sustancia de las cosas, y puesto que, conforme a las
premisas de Locke, todo lo que llega al entendimiento pasa por los sentidos, tampoco
podemos conocerla por el entendimiento. Por la sensación sólo percibimos las cualidades de
las cosas, cualidades que pueden ser primarias y secundarias. Las cualidades primarias son las
que se refieren a la extensión y al movimiento con sus respectivas propiedades y son
captadas por varios sentidos.
Las cualidades secundarias, tales como el color, el sonido o el sabor, son percibidas por un
solo sentido. Las cualidades primarias tienen valor objetivo y real, es decir, existen tal como
las percibimos, pero las cualidades secundarias, aunque sean causadas por las cosas
exteriores, son subjetivas por el modo en que las percibimos: más que cualidades de las
cosas, son reacciones del sujeto a estímulos recibidos de ellas. Para Locke, la sustancia no es
cognoscible, aunque es posible admitir su existencia como sustrato o sostén de las cualidades
primarias y como causa de las secundarias.

Jean-Jacques Rousseau
Huérfano de madre desde temprana edad, Jean-Jacques Rousseau fue
criado por su tía materna y por su padre, un modesto relojero. Sin
apenas haber recibido educación, trabajó como aprendiz con un notario
y con un grabador, quien lo sometió a un trato tan brutal que acabó por
abandonar Ginebra en 1728. Fue entonces acogido bajo la protección de la baronesa de
Warens, quien le convenció de que se convirtiese al catolicismo (su familia era calvinista).
Ya como amante de la baronesa, Jean-Jacques Rousseau se instaló en la residencia de ésta
en Chambéry e inició un período intenso de estudio autodidacto.

En 1742 Rousseau puso fin a una etapa que más tarde evocó como la única feliz de su vida
y partió hacia París, donde presentó a la Academia de la Ciencias un nuevo sistema de
notación musical ideado por él, con el que esperaba alcanzar una fama que, sin embargo,
tardó en llegar. Pasó un año (1743-1744) como secretario del embajador francés en
Venecia, pero un enfrentamiento con éste determinó su regreso a París, donde inició una
relación con una sirvienta inculta, Thérèse Levasseur, con quien acabó por casarse
civilmente en 1768 tras haber tenido con ella cinco hijos.

Rousseau trabó por entonces amistad con los ilustrados, y fue invitado a contribuir con
artículos de música a la Enciclopedia de D'Alembert y Diderot; este último lo impulsó a
presentarse en 1750 al concurso convocado por la Academia de Dijon, la cual otorgó el
primer premio a su Discurso sobre las ciencias y las artes, que marcó el inicio de su fama.
En 1754 visitó de nuevo Ginebra y retornó al protestantismo para readquirir sus derechos
como ciudadano ginebrino, entendiendo que se trataba de un puro trámite legislativo.
Apareció entonces su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, escrito también para
el concurso convocado en 1755 por la Academia de Dijon. Rousseau se opuso en esta obra a
la concepción ilustrada del progreso, considerando que los hombres en estado natural son
por definición inocentes y felices, y que son la cultura y la civilización las que imponen la
desigualdad entre ellos (en especial a partir del establecimiento de la propiedad) y acarrean
la infelicidad.
En 1756 se instaló en la residencia de su amiga Madame d'Épinay en Montmorency, donde
redactó algunas de sus obras más importantes. Julia o la nueva Eloísa (1761) es una novela
sentimental inspirada en su pasión -no correspondida- por la cuñada de Madame d'Épinay,
la cual fue motivo de disputa con esta última.
En El contrato social (1762), Rousseau intenta articular la integración de los individuos en la
comunidad; las exigencias de libertad del ciudadano han de verse garantizadas a través de
un contrato social ideal que estipule la entrega total de cada asociado a la comunidad, de
forma que su extrema dependencia respecto de la ciudad lo libere de aquella que tiene
respecto de otros ciudadanos y de su egoísmo particular. La voluntad general señala el
acuerdo de las distintas voluntades particulares, por lo que en ella se expresa la racionalidad
que les es común, de modo que aquella dependencia se convierte en la auténtica realización
de la libertad del individuo, en cuanto ser racional
Por otro lado, sus Confesiones (publicadas póstumamente en 1782 y 1789) representan, en un
siglo inclinado a la autobiografía, un ejemplo excepcional de introspección personal y de
exhibición extremada de la propia intimidad, en un grado que no se alcanzaría hasta el
pleno romanticismo. Finalmente, no resulta extraño que la muerte le sorprendiera
meditando en la soledad de los jardines a la inglesa del castillo de Ermenonville, donde le
había invitado el marqués de Girardin, mientras se entregaba al ilustrado placer de la
herborización, tal como había dejado descrito en Las ensoñaciones del paseante solitario, publicadas
también póstumamente en 1782.
La dualidad de la figura y la obra de Rousseau no pasó desapercibida a sus coetáneos, como
demuestran las palabras de Goethe: "Con Voltaire termina un mundo, con Rousseau
comienza otro". Un mundo que, por un lado, conducía al romanticismo (debido al avance del
irracionalismo, la exacerbación del sentimentalismo, el auge de los nacionalismos y la
revalorización de las oscuras edades medievales) y, por otro, a la Revolución.
Cómo citar este artículo:

Barón de Montesquieu
(Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu; La Brède,
Burdeos, 1689 - París, 1755) Pensador francés. Perteneciente a una
familia de la nobleza de toga, Montesquieu siguió la tradición familiar al
estudiar derecho y hacerse consejero del Parlamento de Burdeos (que
presidió de 1716 a 1727). Vendió el cargo y se dedicó durante cuatro
años a viajar por Europa observando las instituciones y costumbres de
cada país; se sintió especialmente atraído por el modelo político
británico, en cuyas virtudes halló argumentos adicionales para criticar la monarquía absoluta
que reinaba en la Francia de su tiempo.
Montesquieu ya se había hecho célebre con la publicación de sus Cartas persas (1721), una
crítica sarcástica de la sociedad del momento, que le valió la entrada en la Academia
Francesa (1727). En 1748 publicó su obra principal, Del espíritu de las Leyes, obra de gran
impacto (se hicieron veintidós ediciones en vida del autor, además de múltiples traducciones
a otros idiomas).

El pensamiento de Montesquieu debe enmarcarse en el espíritu crítico de la Ilustración


francesa, con el que compartió los principios de tolerancia religiosa, aspiración a la libertad y
denuncia de viejas instituciones inhumanas como la tortura o la esclavitud; pero
Montesquieu se alejó del racionalismo abstracto y del método deductivo de otros filósofos
ilustrados para buscar un conocimiento más concreto, empírico, relativista y escéptico.

En El espíritu de las Leyes, Montesquieu elaboró una teoría sociológica del gobierno y del
derecho, mostrando que la estructura de ambos depende de las condiciones en las que vive
cada pueblo: en consecuencia, para crear un sistema político estable había que tener en
cuenta el desarrollo económico del país, sus costumbres y tradiciones, e incluso los
determinantes geográficos y climáticos.
De los diversos modelos políticos que definió, Montesquieu asimiló la Francia de Luis XV (una
vez eliminados los parlamentos) al despotismo, que descansaba sobre el temor de los
súbditos; alabó en cambio la república, edificada sobre la virtud cívica del pueblo, que
Montesquieu identificaba con una imagen idealizada de la Roma republicana.
Equidistante de ambas, definió la monarquía como un régimen en el que también era posible
la libertad, pero no como resultado de una virtud ciudadana difícilmente alcanzable, sino de
la división de poderes y de la existencia de poderes intermedios -como el clero y la nobleza-
que limitaran las ambiciones del príncipe. Fue ese modelo, que identificó con el de
Inglaterra, el que Montesquieu deseó aplicar en Francia, por entenderlo adecuado a sus
circunstancias nacionales. La clave del mismo sería la división de los poderes ejecutivo,
legislativo y judicial, estableciendo entre ellos un sistema de equilibrios que impidiera que
ninguno pudiera degenerar hacia el despotismo.
Desde que la Constitución de los Estados Unidos plasmó por escrito tales principios, la obra
de Montesquieu ejerció una influencia decisiva sobre los liberales que protagonizaron la
Revolución francesa de 1789 y la posterior construcción de regímenes constitucionales en toda
Europa, convirtiéndose la separación de poderes en un dogma del derecho constitucional
que ha llegado hasta nuestros días.
Junto a este componente innovador, no puede olvidarse el carácter conservador de la
monarquía limitada que proponía Montesquieu, en la que procuró salvaguardar el declinante
poder de los grupos privilegiados (como la nobleza, a la que él mismo pertenecía),
aconsejando, por ejemplo, su representación exclusiva en una de las dos cámaras del
Parlamento. Pese a ello, debe considerarse a Montesquieu como un eslabón clave en la
fundamentación de la democracia y la filosofía política moderna, cuyo nacimiento cabe situar
en los Dos ensayos sobre el gobierno civil (1690) de John Locke y que, después de Montesquieu,
hallaría su más acabada expresión en El contrato social (1762) de Jean-Jacques Rousseau.

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