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EL CUENTITO1
MAURICIO KARTUN
Los autores se han puesto demasiado complicados porque se han apartado del
cuentito.
Para el espectador el cuentito es imprescindible, porque sin él no entiende.
El teatro pierde popularidad porque los autores ya no son capaces de contar el
cuentito.
Lo he escuchado demasiado frecuentemente. Nunca se me hubiera ocurrido hacer
el esfuerzo —quizá algo obvio— de refutarlo si no fuese porque en los últimos tiempos
se lo he oído a unos cuantos actores, que parecen así hacer el descargo correspondiente
por la falta de público. Aunque el cuentito es un término convencional que usamos
habitualmente los dramaturgos para referirnos al nivel primario de un relato —un mapa
con el que orientar las, a menudo, caóticas imágenes del creador— en su acepción más
generalizada, el término hace referencia a un orden, una simetría narrativa más propia —
en las últimas décadas— del realismo televisivo, o del cine norteamericano, que del —
más heterogéneo— menú de géneros escénicos. Buena parte de estos géneros es capaz
de utilizar al cuentito —claro— como herramienta de construcción, pero pocos lo
tomarían hoy como fin. Sin embargo, la crisis de público, ha agudizado —si no la
imaginación— la nostalgia, y algunas cabezas parecen haber determinado que si una
receta dio resultó por tanto tiempo; que si lo usa la televisión y la gente no ha reventado
todavía demasiadas pantallas a botellazos2; que si lo mencionan los recetarios de
dramaturgia norte americanos (los más bananas, adictos a cierta autoayuda
dramatúrgica, le baten plot), es porque el cuentito es la panacea que volvería a reordenar
las cosas. El cuentito sería la plancha capaz de desarrugar las rugosas estéticas
contemporáneas, que ahora así prolijas, almidonadas, volverían a atraer a nuestro
tradicional espectador de clase media. En el marco de este concepto, los autores —o los
directores, cuando desde su disciplina ejercen la dramaturgia— vendrían a ser una suerte
de complicados, poco comprensibles —y comprensivos—, empecinados en contar de tal
desarrapada manera que el cuentito siempre aparezca contrahecho. Recuerdo haber visto
hace un tiempo un chiste de Quino que me divirtió mucho: una mucama hacendosa y
eficiente frente a una oficina ferozmente desordenada. En la pared de foro: el Guernica
de Picasso con toda la complejidad de sus innumerables signos. La mujer —cuadro a
cuadro— iba poniendo un orden minucioso en aquel despelote. Un objeto junto a otro en
obsesiva simetría. Al llegar al Guernica —claro— cumplía con su deber y le reordenaba
todas las figuras en prolija disposición. Cada vez que escucho mentar el cuentito, siento
que a la dramaturgia de hoy le están queriendo ordenar el Guernica.
Tal vez resulte útil revisar cómo se llegó hasta aquí. Convengamos en principio que
1
Revista Teatro XXI, a 1, n. 1, 1995.
2
Baste como ejemplo ver cómo la televisión, que en eso tiene la sabiduría de oráculo, le raja a la metáfora como a la peste:
porque para ser receptor del oráculo poético el telespectador debería encender un electrodoméstico que responde a ningún
control remoto: la imaginación.
~2~
si consiguiéramos imaginar la historia del teatro como un inmenso vitral —un bello,
colorido, y complejísimo vitral de veintitantos siglos—, el teatro que hacemos, más aún:
el teatro tal como lo conocemos, sería sobre ese plano en proporción, apenas una
miserable cagadita de mosca. Y sin embargo, de las innumerables deposiciones que lo
adornan, ninguna sería tan llamativa, tan fosforescente como la nuestra. Una mínima
cagadita, sí, pero insertada en un motivo tal —y de tal forma—, que es capaz de quebrar
la rutina visual de tantos miles de años. Una cagadita fluo.
La explicación es sencilla: nunca el teatro vivió alternativas tan singulares como las
de hoy. Sucede que desde su nacimiento, y hasta, apenas, el umbral de este siglo, el
teatro fue un hijo único, sobreprotegido, y consentido hasta en sus caprichos más
banales. Nadie competía con él, porque sólo él era capaz de contar un cuento que se
veía. Un malcriado capaz de levantarle la mano, incluso, a la madre literatura. Siglos y
siglos de plácido vagar sin otra preocupación que la de parecerse a sí mismo. Pero
cuando ya creía que siempre sería todo soplar y hacer botellas: le nació el hermanito. Un
inocente que arrancó con ferocidad la cámara negra, y sobre un panorama blanco
empezó a proyectar cuentos que se veían cada vez mejor; y con derroche de nuevo rico
era capaz de poner en la pantalla lo que hiciera falta. Basta de tanto recurso miserable: si
había que contar sobre la guerra se ponía allí arriba la guerra, con sus multitudes, y el
tronar de sus batallas, qué joder. Nada de mensajeros ensangrentados que relataban lo
que había pasado. Ahora pasaba. Tanto esfuerzo de la dramaturgia por perfeccionar las
técnicas de narración escénica para que al final venga un hijo bastardo, y —de taquito—
lo haga mucho mejor, con más recursos y con un discurso visual que lograba el viejo
anhelo, jamás conseguido por el teatro: instalar —por fin— a la novela en un código de
escenificación posible y práctica. Convertida —casi sin descarte— a un género
dramático.
El cimbronazo de tener que compartir con el hermano menor fue demoledor. Con
tal de llamar la atención el teatro hizo las cosas más desmesuradas: intentó parecerse al
otro —y por supuesto fracasó—, se puso rabioso y gritó incoherencias, y al final, claro,
se enfermó. Pero como suele pasar, las desgracias nunca vienen solas: sobre que éramos
pocos —literalmente— parió la abuela, y el nuevo integrante que se agregaba ahora a la
familia ya no sólo contaba tan bien como el anterior, sino que lo hada en la intimidad
misma de la casa del espectador, y gratis.
Es importante entender estos antecedentes en el análisis de los cambios que
particularizan de tal rotunda manera al teatro en el último siglo. El teatro ya no cambia
sólo como resultado de un devenir estético, como lo había hecho durante miles de años:
ahora cambia porque si no, muere. Un auténtico pico de crisis. Un punto de inflexión
que lo llevará a zonas insólitas.
Pero el nuevo siglo no estaba acostando solamente al teatro. Por suerte, o desgracia,
nunca falta un roto para un descosido: la plástica, monopolio de la reproducción icónica,
avasallada por la fotografía; la poesía, presa en los límites escasamente comunicativos
del papel después de haber disfrutado de la maravillosa popularidad oral; la danza,
arrinconada en el amaneramiento de sus códigos puramente corporales; el circo, cercado
~3~