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Alfonso Moreno González, nacido en Madrid (España) en 1963, después de
ejercer su profesión hasta 2017, decidió cambiar de horizonte. Además de
presentarse a concursos de relatos y de novela corta, ha publicado un
recopilatorio de relatos cortos en el año 2021 que tituló: Relatos con Sombra
(incluye “La casa de la Bruja” que quedó finalista en un concurso), y en el 2023,
el cuento Tinta de Lápiz (Nueva Versión Ampliada).
 
 
 
 
 

SUEÑOS DE
ESCARCHA  
 
 
 
 
 
 
Alfonso Moreno González
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Copyrigth © 2023 Alfonso Moreno González
Todos los derechos reservados.
ISBN:
 
 
 
 

Sinopsis
 
En este relato, Tito nos narra el cómo es arrastrado por una falsa sensación
de libertad.
La trama la irá desmadejando con el transcurrir de un viaje de fin de
semana largo, muy largo, viaje que hiciera en la juventud: una inocente
acampada a la Sierra de Gredos, a la que, por supuesto, no se aventuró
solo. Le acompañaron tres colegas: Miki, Lolo y Javi.
Además de la cuadrilla, existe un quinto integrante al que Tito dota de
especial protagonismo: su coche, todo un R5, al que cariñosamente llama
La Nevera.
Lo que Tito desconocía es que tal experiencia extraería de él sus mejores
sueños y también sus más nefastas pesadillas.
 
 
 
 
 
“Quién es quién para saber cuál es cuál, sueño o realidad”
(De la película: Alicia detrás del espejo. Director:James Bobin)

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Dedicado a quienes, aún despiertos, nunca dejan de soñar. Y, cómo no, a mis
colegas de la infancia, que después de décadas y más décadas, siguen estando
ahí.
 
 
 
 
 

ÍNDICE
 
PREFACIO
COMO UN VERDADERO FUNAMBULISTA
¿LIBRE ALBEDRÍO?
SELECCIÓN NATURAL
PACTO DE HONOR
SUEÑO IDÍLICO
LA CRUDA REALIDAD
SOÑAR DESPIERTOS
EPÍLOGO
 
 
 
PREFACIO
 
Quién recuerda su primer coche. Supongo que todo el mundo. Y digo más:
quién lo conocía mejor que a ellos mismos. En efecto, de él sabíamos cada
rendija, cada ruido, cada achaque. Si eres de mi quinta, sabrás a qué me refiero.
A la época que pretendo trasladarte, la que espero veas por el retrovisor,
parece lejana, muy lejana, pero no lo es tanto. Para ubicarla, te diré que era una
época en la que los coches eran relativamente sencillos de reparar. No como
ahora, que se requiere de la intervención de un experto en informática para
cambiar una triste bombilla. El único inconveniente es que la mayoría de los
coches de antaño necesitaban de un mantenimiento casi diario. Raro era el
sábado que no debíamos emplear parte de la mañana en limpiar o ajustar las
bujías o el motor de encendido, en rellenar con anticongelante el radiador o con
agua destilada la batería. Pero ni para cambiar el aceite, los filtros, la batería, las
pastillas de los frenos o las ruedas pisaba el taller, ni tan siquiera para arreglar
abolladuras o pintarlo. Si no tú, siempre había un amigo con nociones básicas de
mecánica, o con una maza o una brocha a mano.
Sin embargo, el premio de poseer coche superaba con creces el tiempo que
le dedicábamos. Lo hacíamos con gusto. El disponer de uno propio, siendo aún un
jovenzuelo, nos abría un abanico de posibilidades, sobre todo para conocer a
personas que ni sabían que existías: un coche se comportaba como un verdadero
imán. Los amigos se te multiplicaban al dejar de depender de aburridos medios
de transporte con horarios y destinos tan constreñidos. Un coche te brindaba la
oportunidad de viajar cuanto quisieras. Con un coche, no existía horizonte
inalcanzable, paisaje inexplorable, cumbre inaccesible. En definitiva, un coche
nos brindaba la oportunidad de conocer el verdadero significado de la palabra
libertad, de notar cómo el aire peinaba tu cabello, de vivir experiencias
inolvidables que sin él se te antojaban irrealizables. Todo ello, sin tener que
pagar el peaje de respirar el pestilente aliento de tanto y tanto extraño en
autobuses o trenes. Tan solo tenías que decidir cuándo, dónde y con quién, y te
dejabas llevar.
Todavía hoy, después de tantos y tantos años, resuena en mi memoria, como
un tambor, el primer viaje con mi primer coche, ¡todo un R5 turbo!; viaje que no
hubiera sido el mismo sin él, y por supuesto, sin la compañía de mis queridos
colegas de entonces y de siempre. Lo que tuvo a bien ocultarme el presente fue
que la aventura que estaba a punto de experimentar me marcaría de por vida.
Aquel viaje, entre otras muchas cosas, me enseñó a enfrentarme a lo que me
deparó el destino con posterioridad. Aquel viaje me cambió, me hizo recapacitar,
me resolvió algunas dudas, y a cambio me generó muchísimas otras. Aquel viaje
trastocó por completo el modo de mirar cuanto me rodeaba. Aquel viaje, sobre
todo y ante todo, me mostró en toda su dimensión el mundo de los sueños, ese
mundo paralelo donde volcamos nuestros miedos, nuestras angustias, nuestros
anhelos; un mundo donde volcamos lo que nos sugestiona y evoca lo vivido hasta
el preciso momento de soñar, y también donde volcamos lo que nuestra psiquis
nos esconde para, tal vez, protegernos. Aquel viaje hizo conmigo algo impensable
a priori: poner en tela de juicio mi propia existencia.
Y para que no creas que exagero, he aquí la historia de cuanto aconteció —o
no— en dicho viaje, la que decidí escribir pasados los años, los lustros, a la que
decidí dar visibilidad después de darle muchas, muchísimas vueltas; quizás
demasiadas.
De entrada te diré que quienes lo compartieron conmigo no estarán del todo
de acuerdo con lo que pasaré a contar. Se justificarán diciendo que para nada se
ajusta a la realidad, que mi imaginación la ha desvirtuado por completo. Y razón
no les faltará. La realidad tiene la facultad de mostrarse ante nosotros con
multitud de caras, de aristas, tantas como parejas de ojos con los que la
observamos. Si ésta última afirmación te atrae, o por el contrario, no te convence
en absoluto, espera a terminar de leer mi historia, historia que, por tu bien,
espero que no se te atragante.
Antes de comenzar con ella me veo en la obligación de presentarte al
primero de los protagonistas, que, como intuirás, no puede ser otro que mi
primer coche.
Mis padres, como la mayoría de los padres de mi barrio, nunca nadaron en la
abundancia; siempre al día, siempre ahogados; aún así, tuvieron a bien
regalármelo después de que terminé con éxito el bachillerato. Fue el compromiso
que adquirieron si lo superaba. Y tanto que lo superé: mi nota media casi roza el
sobresaliente. Es lo que tiene luchar con ahínco por un sueño; y para mí, tener
coche era eso, un sueño, el más grandioso por entonces. Y supongo que fue el
destino, con ayuda de mis notas, lo que me unió a aquel R5. Y también influiría
que perteneciera a un conocido de mi padre que quería deshacerse de él para
comprarse uno nuevo.
Lo primero que hice fue pintarlo de azul, mi color favorito —el blando
original no iba conmigo—; sin embargo, el resultado no fue el esperado. Incluso
lo emporé aún más cuando se me ocurrió tunearlo con pegatinas y cinta adhesiva
que puse por doquier.
Lo reconozco: ¡quedó horroroso! Aun así, aquel coche se convirtió en todo un
objeto de culto para mí. Lo mimaba más que a cualquier cosa, siempre
reluciente, siempre a punto. Lo positivo: sus más de diez años no le impedían que
fuera como un tiro. Alcanzaba los 100 kilómetros por hora sin rechistar. Eso sí,
tenía un pequeño defecto: la calefacción no le funcionaba. El anterior dueño
nunca debió accionar la llave de apertura del aire caliente, llave, que más que
oxidada parecía soldada. Desconozco si su estado —el de la llave— se debía a que
ni a su familia ni a él le afectaba el frío o que era un tacaño empedernido y
pretendía ahorrar gasolina al no usar la calefacción. Yo prefiero pensar que quizá
no supiera que aquel coche disponía de semejante extra.
Durante el verano, como es natural, no eché en falta la dichosa calefacción;
en cambio, en invierno, la cosa cambiaba: el frío me obligaba a ir bien abrigado,
más que si viajara al polo norte. Por supuesto, tanto mis amigos como yo le
quitamos importancia. Existen diversidad de maneras de entrar en calor. Lo que
sí se ganó fue el apodo. En una noche de marcha, alguien, no recuerdo quien,
dijo: “¡En este coche hace más frío que dentro de mi nevera!”, y desde entonces
—eso sí, en tono cariñoso— todos nos referíamos a mi R5 como ‘La Nevera’. Pero
hay algo más. Además del frío, comprobé que cuando me metía en él, me
transfiguraba tanto física como mentalmente. Al volante de La Nevera era otro:
el más feliz y tranquilo si no había contratiempos o el más fiero de los fieros si
alguien osaba cruzarse en mi camino sin usar los intermitentes. Y lo curiosos es
que aquello no solo me ocurría a mí. También a quienes me acompañaban les
afectaba. Era como si el aire del habitáculo de mi R5 contuviera una poderosa,
inodora e incolora droga.
Estarás conmigo cuando afirmo que la mayoría de los coches la incorporan
de serie, digo lo de la droga. Si no a ti, seguro que conocerás a alguien que, nada
más sentarse en su coche, se convierte en un perro rabioso o algo peor. Lo que
pocos saben —desconozco sí estarás entre ellos— es que esa misma droga tiene
más efectos: nos hace volar, flotar, y hasta soñar; ¡sí, soñar!; y la droga de La
Nevera era de las más potentes que he probado nunca.
Si te estás preguntando el cómo un coche, y más de segunda mano, puede
llegar a ser protagonista de una historia, si carece, entre otras cosas, de alma,
prueba a terminar de leer esta historia. Después de lo que ocurrió, te puedo
asegurar, hasta jurar, que cualquier coche que se precie siente y padece, ama y
odia, se asusta, ríe, y hasta gruñe. ¿Nunca has oído —según lo irónico que pueda
llegar a ser tu coche— sus carcajadas o refunfuños cada vez que rascas las
marchas o se te cala? No. Pues yo, sí, y muchas veces. Y digo más: un coche es
recíproco, e incluso rencoroso. Se comporta con nosotros igual que nosotros con
él. Vamos, que si le haces una perrería, nos la devuelve. Lo que nunca sabremos
es cuándo ni dónde, pero da por seguro que lo hará.
Resuelta la duda y apaciguados los ánimos, pasaré lista al resto de
integrantes de mi historia: a mis amigos y a un servidor.
El primero, y no por ello el más representativo, es Miki, el Cegato. No hace
falta ser un lince para saber que llevaba gafas; pero no unas cualquiera, las suyas
tenían cristales tan gruesos que dudábamos de si desvirtuaban en exceso cuanto
veía. Quizá fuera el motivo por el que años después cambiara las gafas por unas
lentillas. Lo que no consiguió cambiarse fue de apodo. Todavía hoy le llamamos
de ese modo.
El siguiente de la lista es Lolo, el Cerebrito. El sobrenombre se debe a que
siempre ocupaba su mente con algoritmos que daban solución lógica a cuanto
acontecía a su alrededor. Ante todo, le encantaba medir distancias y tiempos.
Con preguntas como: ¿A que no sabéis a cuántos años luz está la estrella Polar?,
¿Habéis contado los segundos que tarda en deshacerse un cubito de hielo en un
cubata? y otras por el estilo, se ganó el apodo a pulso. Lo que me rallaba es que
tenía respuesta a cada pregunta que nos lanzaba a traición. Todavía hoy
desconozco si se empapó sobre la estrella Polar en una enciclopedia, si en verdad
estuvo observando el cubito cronómetro en mano y demás. Lo cierto es que
ninguno le hacíamos el menor caso. A quién podía importarle la distancia exacta
a una estrella o una constelación; tan solo a él. Y qué me dices de los segundos
exactos que lleva a un hielo a deshacerse. —Yo, por entonces, me bebía los
cubatas antes de que ocurriera—. Pero con tal de verle feliz, éramos capaces de
dejarle que se luciera.
Le ha llegado el turno a Javi Ritmos. Cómo músico en ciernes que era, tocaba
su imaginaria batería allá donde fuere, o su armónica, ésta real, ¡y tan real! Su
sonido trepanaba nuestros cerebros como si fuera una taladradora. A veces se
ponía tan insoportable que no nos dejaba otra alternativa que esconderle la
ruidosa armónica.
Y por último, un servidor, que por entonces atendía al sobrenombre de Tito.
Es lo que tiene ser el mayor. Ah, y también me consideraba el gracioso del grupo,
no porque lo fuera, más bien porque era el único que se atrevía a contar chistes y
anécdotas. Al resto de mis amigos, para tales menesteres, la vergüenza les
tapaba la boca con esparadrapo. Recuerdo que una vez, de broma, les dije que
para aprender a contar chistes tenían que hacer como yo: además de engrasar el
repertorio, contando chistes o lo que sea siempre que tuvieran oportunidad,
debían tomar, cada mañana y en ayunas, una pastilla de graciosinina con una
copa de anís. Lo sé: tampoco a ellos les hizo reír.
Como podrás deducir después de leer estas sucintas presentaciones, los
cuatro éramos inseparables, como los tres mosqueteros y D’Artagnan —lo que
me niego a desvelar es quien hacía de este último—. Lo que sí te revelaré es que
el transcurrir del tiempo ha ido resecando el pegamento que nos unía hasta
volverlo un tanto quebradizo. Lo que no ha impedido es que en la actualidad, las
raras veces que los cuatro coincidimos, nos encante rememorar aventuras
pasadas. Es el mejor medicamento para dibujar sonrisas sobre nuestras arrugas
y hacerlas más llevaderas. El presente, nuestro presente, el de ahora, por más
que nos pese, nos brinda escasos, escasísimos motivos para reír con tanto y tanto
achaque a cuestas. Lo curioso es que esas risas no solo nos las provocan los
chascarrillos, chistes, chanzas o aventuras vividas. También las desventuras
consiguen arrancarnos alguna que otra carcajada, sobre todo esas que nos
impidieron sonreír cuando las experimentamos.
¡Qué fácil es revivir una fatalidad una vez pasada! ¡Qué fácil es recuperar un
recuerdo cuando tenemos como alidada la certeza, certeza de que ya nada malo
nos puede ocurrir! Es entonces, y solo entonces, cuando tal fatalidad, tal
recuerdo pasa a ser una simple y divertida anécdota. Lo que no debemos obviar
es que por mucho que lo pretendamos, es casi imposible transmitir lo sentido en
el momento de experimentarlas, de sufrirlas, de disfrutarlas. Por esta y otras
razones, quienes protagonizamos la historia que nos ocupa, la recordará con
matices y sentir distintos. Por suerte o por desgracia, el paso del tiempo, el modo
de evocarla, de revivirla, el modo en el que nos afectó a cada uno, ha moldeado
nuestra memoria.
Dicho esto, creo que ha llegado el momento de dejar de lado la retórica y
pasar a la acción. No sé a ti, pero a mí, tanta y tanta palabrería, por mucho que
la haya escrito yo mismo, me aburre; o sea que pasaré a los hechos, no sin antes
advertirte, para que no haya lugar a engaño, que los hechos que paso a relatar
son tal cual se suceden en mi mente al recordarlos…
COMO UN VERDADERO FUNAMBULISTA
 
Eran las seis de la mañana de aquel sábado, y ya teníamos todo preparado:
mochilas, tienda de campaña, sacos de dormir, ropa, comida, bebida, y, ¡cómo
no!, lo que permitiría que aquello fuera posible: La Nevera a punto con el
depósito lleno, un puente de tres días solo para nosotros, y lo más importante: un
destino.
Una semana antes, entre los cuatro acordamos, con dos votos a favor y dos
abstenciones —no diré de quienes—, que nuestro primer viaje sería a la Sierra de
Gredos. Toda una aventura. Aunque más que aventura, la nuestra fue una
desventura. Por entonces, el no disponer de GPS para orientarse, ni de internet
para consultar las previsiones del tiempo, convertían cualquier viaje, según como
se desarrollara, en eso: en una aventura o desventura, y la nuestra sería una
imborrable e irrepetible desventura.
Ya en carretera, a los cuatro se nos abrieron los poros para absorber la droga
que, como adelanté en el prefacio, inundaba el habitáculo de La Nevera. El
primer efecto: nos entró un apetito voraz de comernos el mundo. La sensación
era sublime: disponíamos de los medios y de juventud —¡vendito tesoro!—.
Aquella droga penetró en nuestro cerebro y lo hizo suyo. Y junto a ella, la
sensación de huir de la civilización, de la rutina, de nuestros padres, además de
poros, abrió nuestras mentes para recabar datos y más datos provenientes de
nuestros sentidos. Aquella droga abrió como nunca nuestros ojos, ojos que
recorrían exaltados y atónitos los kilómetros que La Nevera engullía sin
atragantarse; abrió nuestras narices, que además de dicha droga, aspiraban el
aire libre de polvo y contaminación; abrió nuestros oídos para escuchar el
silencio, un silencio interrumpido solo por el ruido del motor; abrió también
nuestras bocas, no para hablar, fue más bien para que la brisa entrara en su
interior y llenara cada recoveco con aires de grandeza. Sí, además de grandes,
de gigantes, nos sentíamos invulnerables a la par que eufóricos.
El subidón duró poco, el tiempo que tardó nuestro cuerpo en asimilar el
primer chute de dicha droga. El apagón fue brutal. Hasta tuve que pellizcarme la
cara en repetidas ocasiones para no quedarme dormido al volante. Y a mis
amigos no les fue mejor: la somnolencia les atrapó como presas desvalidas.
Decidí romper el mutismo cuando el sol apenas asomaba por el horizonte y
las ojeras se desdibujaban en el rostro de mis amigos. Aproveché que se
desperezaban para contarles parte del repertorio de chistes que había estado
preparando para la ocasión. Después de alguna que otra risa, que dicho sea de
paso, fueron muchas menos de las esperadas —casi ninguna—, mis colegas me
devolvieron la ofensa y se transformaron, nada más y nada menos, que en un trío
musical.
—¡Vale ya! ¡Dejad de berrear, que va a llover! —dije con sorna—. Necesito
que estéis atentos a las indicaciones. Cerca debe estar el desvío.
Como una orden marcial, los tres dejaron de cantar. Lolo, el copiloto,
renunció a la última frase del estribillo de no recuerdo qué canción para
escrudiñar la carretera y el contorno. Javi, por su parte, después de soltar la
armónica, cogió el mapa y lo extendió sobre las piernas.
Miki y él estuvieron buscando, no recuerdo por cuánto tiempo, dónde nos
encontrábamos. No hacían otra cosa que rascarse la cabeza mientras giraban
una y otra vez el dichoso mapa. La verdad es que ninguno era ducho en su
manejo, y lo de orientarse tampoco estaba entre sus fuertes. Más de una vez
confesaron haberse perdido en su propia casa. En su defensa diré que les ocurrió
cuando volvían de una noche de marcha más cargados —de alcohol, se supone—
de lo normal.
—Estamos aquí —dijo por fin Ritmos—. ¿Lo ves, Cegato?
—¡Ni de coña! —le replicó éste—. Este pueblo de aquí no lo hemos pasado.
—¿Será posible? —dijo el Cerebrito enfadado—. No servís para nada. ¡Anda,
dejadme a mí!
Les arrebató el mapa de un zarpazo y lo examinó con detenimiento.
—Ya lo tengo —dijo después de pocos segundos—. Hay que tomar el siguiente
desvío, a la derecha. Calculo que nos lo encontraremos en un par de kilómetros,
no más.
Y en efecto, allí estaba. Viré y cogí la carretera, ésta más estrecha, que
ascendía por un valle.
Como diría el Cerebrito, a medida que ganábamos altura, el tiempo empeoró
de forma directamente proporcional. Era como si las nubes, cada vez más grises
y apretadas, protegieran aquellas montañas del sol, y también de nosotros. Digo
de nosotros, porque no nos cruzamos con ningún otro coche. Nos parecía ir solos
por aquella carretera. A nadie adelantamos, ni tampoco nos adelantó. Y la
verdad, a mí me sorprendió. Nos habían comentado que el lugar donde nos
dirigíamos estaba siempre bastante concurrido. Aun así, no le di importancia.
Tampoco mis amigos debieron advertirlo. Todos estábamos a otra cosa. Yo
pendiente del coche y de conducir —no lo he dicho, y creo que es importante: yo
no llevaría más de seis meses con el carnet de conducir—. Y mis amigos… Bueno,
mis amigos estaban más ocupados en pasárselo bien que de prestar atención en
quien transitara o no por aquella carreterucha.
Notamos los primeros bandazos del viento ya cerca de la cumbre. Y la lluvia
tampoco se hizo mucho de rogar. Como si nos estuviera esperando, empezaron a
caer las primeras gotas nada más llegar al aparcamiento que identificamos como
punto de destino. Desde allí, el plan era seguir a pie.
—¡Vaya tiempo! —dije al apearme—. Os dije que no cantarais tan fuerte.
Mirad lo que habéis conseguido.
—¡Joder! ¡Vaya puta mierda! —dijo Lolo.
—Yo así no voy a ninguna parte —dijo Miki.
—¿Y qué hacemos? —preguntó Javi; éste desde el interior del coche.
El viento arreció de tal manera que parecía un pequeño huracán, huracán al
que se le unió una lluvia torrencial. Aquello obligó a quienes osamos salir del
coche a hacer compañía a Javi.
¡Qué forma de llover! Incluso parecía que a ratos lo hiciera en horizontal.
¿Has visto alguna vez llover en horizontal? Acojona, y mucho.
La tormenta no era una tormenta al uso, parecía más bien sacada de una
película de catástrofes o de la peor de las pesadillas. En plena sierra, el aguacero
convirtió las laderas en torrentes de agua, torrentes que confluían en la carretera
donde nos encontrábamos con intención de arrastrarnos pendiente abajo.
—Yo de aquí no salgo hasta que no escampe —dijo Javi.
—Sí. Lo mejor es esperar —dije para secundarle.
Después de decir aquello, los cuatro nos refugiamos en nuestros propios
pensamientos. Agarrándonos fuerte las manos, parecíamos unos beatos rezando
para que escampara pronto. Sin embargo, nadie debió escuchar nuestras
plegarias. Al contrario, el tiempo, lejos de mejorar, empeoró por momentos.
Hasta se hizo de noche en pleno día, como si con ello nos advirtiera de lo que
estaba a punto de ocurrir. El viento agitó La Nevera como una coctelera con
nosotros dentro. Las sacudidas fueron tan violentas que hasta tuve la sensación
de levitar como si estuviera en una nave espacial a merced de la inercia, del
empuje en forma de viento, viento que empezó a silbar, y no precisamente una
canción alegre; más bien parecía un réquiem. Hasta creí ser testigo de cómo se
formaban diminutos torbellinos en el interior de La Nevera.
Ninguno nos atrevíamos a abrir la boca. Lo que sí abrimos, y mucho, fueron
los ojos para observar cuanto ocurría a nuestro alrededor a través de las
ventanillas, ventanillas por las que el agua escurría como si estuviéramos dentro
de un lavadero de coches.
Pronto les llegó el turno a los relámpagos y a sus hermanos los truenos. Entre
ambos nos atacaron como si fuéramos enemigos suyos. Los zambombazos que
escuchábamos ni medio segundo después de que se iluminara el cielo, revelaban,
según las sabias palabras del Cerebrito, que la tormenta estaba justo encima de
nosotros.
Al observar las caras de mis amigos, alumbradas por uno de aquellos
destellos, vi en ellas muecas indefinibles que interpreté como que la situación
escapaba a su control y se resignaban a su triste final. Supongo que esas mismas
muecas las pondrían los pasajeros de un avión que cae en picado.
La primera muestra de imbecilidad la protagonizó Miki, el Cegato, que como
adelanté, veía las cosas a su modo. Con la que estaba cayendo, al muy capullo no
se le ocurrió otra cosa que salir a mear. Como podéis imaginar, nada más abrir la
puerta y poner un pie en el suelo, la fuerza del viento le arrastró. Tuvo suerte de
agarrarse a la puerta para no salir volando. Entre insultos y maldiciones, Ritmos,
a duras penas, consiguió meterle de nuevo en el coche y cerrar.
El rugido del viento, junto al repiqueteo de la lluvia al chocar con la
carrocería, me obligó a elevar la voz:
—Que a nadie más se le ocurra salir. ¡Si tenéis que mear, os aguantáis!
Ni rechistaron siquiera.
No sé por cuánto tiempo permanecimos en silencio entre la bruma que se
apoderaba del habitáculo de La Nevera. La humedad, la respiración, sumado al
sudor corporal, producto más del miedo que del calor —hacía un frío de
ultratumba—, empañaron los cristales, y también mis pensamientos. Limpié mi
ventanilla con el antebrazo, y deduje que la espera sería larga al contemplar
horrorizado el panorama. Me giré luego hacia mis colegas, que como yo,
parecían niños asustados sin unos padres que les protegieran.
—No nos queda otra que salir de aquí —dije en un arrebato.
Sin nadie que se opusiera, arranqué el coche y ordené a Lolo que limpiara el
parabrisas, con las manos si fuera preciso.
La visibilidad era casi nula. Con tanta lluvia, los limpias no daban a vasto; y
tampoco las manos de Lolo: antes de terminar de eliminar el vaho por un lado,
comprobaba que se había generado por el otro.
La Nevera, más que rodar, surfeó por el asfalto. Había tanta agua, y el viento
era tan brutal, que me resultó muy difícil conducir. Las ráfagas me empujaban de
arcén a arcén como a un balandro. A ello se le sumó que aquella carretera se
había estrechado. Juraría que era mucho más ancha cuando ascendíamos por
ella.
No sé si te lo creerás, pero me sentí como un verdadero funambulista, un
funambulista que mantiene el equilibrio sobre una cuerda dispuesta en zigzag,
una cuerda con curvas, demasiadas curvas. Con tanto y tanto bandazo, todavía
hoy me pregunto cómo conseguí esquivar los árboles y los precipicios que
bordeaban la carretera y poder contarlo.
En primera, después de no sé cuantos volantazos de derecha a izquierda y de
izquierda a derecha, conseguí conducir La Nevera hasta una llanura.
¡Por fin estábamos a salvo!
Resoplamos aliviados cuando el aguacero se tornó, primero en lluvia
incesante, luego en llovizna y finalmente cesó. El viento lo hizo a la par que la
lluvia, como si fueran de la mano. Cuando el azul del cielo tuvo a bien hacer acto
de presencia, paramos para estirar las piernas y hacer nuestras necesidades,
unas necesidades que apremiaban y no sabes cuánto. Casi no me da tiempo a
bajarme la bragueta. Hubo otro, no voy a decir quién, que tuvo que salir del
coche corriendo en busca de unos matorrales con los pantalones medio bajados.
Lo que también nos generó aquella experiencia, supongo que fruto de la
ansiedad, fue un hambre atroz. Sentados en unas rocas cercanas, sin abrir la
boca para otra que no fuera comer y beber, nos mirábamos los unos a los otros
con cara de miedo, de estupor —de la que nos habíamos librado—. Ninguno
habíamos presenciado nada igual.
—¿Y ahora qué?
La pregunta del Cegato dio voz a mis pensamientos.
—Deberíamos buscar dónde pasar la noche. Un hostal o lo que sea —dije.
Mis palabras las acogieron con entusiasmo y una media sonrisa. Ninguno
queríamos tirar por tierra un fin de semana de tres días, ni tampoco nuestro
orgullo. No entraba en los planes regresar como unos derrotados a la urbe. Sin
embargo, había un problema que para nada podíamos soslayar: ninguno
sabíamos dónde nos encontrábamos.
El Cerebrito, decidido, fue al coche y regresó con el mapa bajo el brazo.
Después de examinarlo, miró al cielo. Desconozco si hizo uso de la posición del
sol para orientarse. Lo que sí sé es que, con seguridad aplastante, dijo que
encontraríamos varios pueblos siguiendo la carretera. No tuvo que hacer
mediciones complejas para decirnos aquello, o si lo hizo, su cabeza trabajó como
una verdadera calculadora. Lo digo porque no empleó más de treinta segundos
en la contemplación del cielo para dar su teoría por cierta.
El resto, con la boca y los ojos muy abiertos, solo asentimos. Como para no
hacerlo: la argumentación del Cerebrito, que por temor a equivocarme no me
atrevo a reproducir, sonó irrefutable.
—Seguro que encontramos dónde hospedarnos en alguno de esos pueblos —
dijo el Cegato más animado.
—Sí, pero que sea barato —le interrumpió Javi Ritmos—. Yo no contaba con
ese gasto.
—Tú siempre pensando en el dinero —le restregó el Cerebrito.
—Dejadlo ya —dije—. Seguro que entre todos podemos permitirnos dormir
una noche en blando. Además, es mucho mejor hacerlo, aunque sea en una
simple litera que sobre una esterilla, ¿o no?
Dicho y hecho. Después de descansar un rato y de que todos mearan, o lo que
sea, de nuevo —algo de lo que me aseguré antes de meternos en el coche—,
fuimos en busca de aquellos pueblos, pueblos que, según los cálculos del
Cerebrito, se encontraban a no más de diez kilómetros.
Lo que desconocíamos fue que, quizá a causa la tormenta, con tanta
interferencia y electricidad estática, el ojo y la brújula del Cerebrito se había
desajustado, y bastante. Lo digo porque pasaron los kilómetros y no
encontrábamos ni rastro de ningún pueblo. Ni tan siquiera una triste aldea
vimos. Y tuve que hacer otra parada para vaciar nuestras vejigas.
Caía la noche, y con ella nuestro optimismo. Hasta Ritmos dejó de lado su
armónica, con la que intentó amenizarnos durante casi dos largas hora. Lo
agradecí infinito. Bastante tenía con poner en alerta mis cinco sentidos y alguno
más para no salirme de aquella tortuosa carretera de montaña.
A las frases: «¿Falta mucho?», le siguieron otras menos compasivas:
—¡Lolo, no tienes ni puta idea! —dijo Miki desde el asiento de atrás— ¡Vaya
copiloto! Anda, déjame el mapa. Estoy seguro de que hasta yo soy capaz de
encontrar la ruta que nos lleve a un maldito pueblo.
Encendió la luz de la parte trasera, y con ayuda de Javi, emprendió la ardua
tarea de ubicarnos en el mapa, mapa que una y otra vez volvía del derecho y del
revés.
—¿Damos la vuelta?
Fue lo peor que se me ocurrió decir. Los tres, al unísono, me soltaron: «¡Y
una mierda vamos a volver!». Por lo que no me quedó más remedio que seguir
conduciendo.
—¡Mirad allí! —exclamé después de unos pocos kilómetros más.
Animado, me removí en el asiento. Lolo se inclinó hacia delante. Javi y Miki le
imitaron. Todos divisamos la silueta de una población bajo los relámpagos que,
como culebrillas luminiscentes, a intervalos de pocos segundos, encendían el
cielo. Por suerte, provenían de una tormenta que se alejaba.
—Os lo dije, os lo dije —repitió Lolo, el Cerebrito.
—Yo me pido la cama de arriba —solicitó un Javi Ritmos entusiasmado.
—Ya veremos —dijo sin apenas volumen Miki, el Cegato.
Los faros de La Nevera ensartaron, como lanzas lumínicas, la niebla que
exhalaba la calle principal de aquel pueblo, pueblo cuyo nombre ninguno vimos a
la entrada. No sé por qué pensé que el cartel, con el que cada pueblo nos da la
bienvenida, lo habrían arrancado. Y fui más allá. Supuse que hasta habrían
borrado aquel pueblo de los mapas para que nadie supiera de su existencia. Esto
y más pasó por mi cabeza como una exhalación al ver que no había ni un alma
paseando por aquella calle. Tampoco era tan tarde como para que se hubieran
refugiado en sus casas.
—¿Dónde están todos?
Ninguno de mis amigos me contestó. Permanecían absortos mirando a través
de las ventanillas.
Carente de alumbrado, el pueblo daba la sensación de estar “dejado de la
mano de Dios”. No es que sea creyente, lo digo porque tampoco del interior de
las casas, a través de sus opacas ventanas, trascendía vida alguna.
Con intención de encontrar a un buen samaritano que pudiera orientarnos,
giré a la derecha y me adentré en una calle empedrada. La calle era tan estrecha
que creí que los muros de las casas se apretaban contra el coche, como si de ese
modo me advirtiera de que no prosiguiera, de que saliera pintando de allí. Pero
fue solo una sensación. En realidad, La Nevera entraba con holgura.
Al pasar frente a un callejón, de soslayo, me pareció ver una sombra oscilante
y fugaz que se esfumó antes de que fijara la vista en ella. Desconozco si fue real o
sólo producto de mi imaginación.
Llegamos a un puente angosto, de piedra salpicada de musgo. Supimos del
río que salvaba por el fuerte chapoteo de su cauce, un cauce alimentado en
exceso por la tormenta. Para cruzarlo, aminoré la marcha al creer que rozaría el
coche con los parapetos. Luego, guiado por mi intuición, viré a la izquierda y
tomé una calleja que, esta vez sí, se constreñía a medida que avanzaba. Llegado
a una bifurcación, resolví girar a la derecha. Y más de lo mismo: aquella otra
calleja ni siquiera podría denominarse de ese modo; era más bien un pasaje para
el paso, a lo sumo, de vacas o caballos.
Como conductor novato que era, decidí que no pasaría por semejante
estrechez y frené.
—¿Por qué paras? —La pregunta de Lolo sonó como un disparo.
—¿Es que no ves que por ahí no paso?
—¡No seas exagerado!
—Venga, listillo. ¡Conduce tú! Eso sí, como me roces el coche, pagas tú el
arreglo.
—Tú y tu coche, ¿es que no hay nada más que te importe? ¿Y nosotros qué…?
El reproche de Lolo me dolió.
—¡Dejadlo ya los dos! —medió Miki.
—¿Y si dieras marcha atrás? —propuso Javi.
Miré por encima de los asientos y confirmé que si ya era difícil ir hacia
delante, conducir marcha atrás, de noche y con aquella niebla, sería un reto
imposible. Creo que se apiadaron de mí cuando negué con la cabeza gacha.
—Podríamos ir en busca de ayuda. Si queréis lo echamos a suerte —La
propuesta de Miki ninguno la secundamos—.Vale, tomo nota. Pero a no ser que
alguien pase y nos eche una mano, tendremos que hacernos a la idea de dormir
aquí dentro. Y visto lo visto, me voy a ir acomodando.
Dicho aquello, se recostó en el asiento y cerró los ojos. Javi hizo lo propio.
Lolo y yo, en cambio, decidimos hacer guardia sin que nadie nos obligara.
Nos mantuvimos silenciosos y quietos sin hacer otra cosa que vigilar por si
alguien se dejaba caer por allí. En mi caso, no estaba como para dormir, y menos
para conversar con él. Después de su reproche, de decirme que lo único me
importaba era mi coche y yo mismo, ni ganas tenía para conversaciones banales.
Y parece ser que tampoco él estaba por la labor. Con gesto serio, duro, de pocos
amigos, no hacía otra cosa que mostrarme su perfil, o su nuca cuando miraba
hacia la pared de su derecha. No sé qué esperaba encontrar en aquella pared de
piedras humedecidas por la niebla. Y en ese impase nos mantuvimos ambos no
recuerdo cuanto tiempo, como si jugáramos una partida de ajedrez y no
supiéramos a quien le correspondía el próximo movimiento.
 
¿LIBRE ALBEDRÍO?
 
Tan seguros estábamos que veríamos amanecer desde el interior del coche
que decidimos cenar algo. Parece ser que el hambre, junto a la inquietud y el frío,
eran más poderosos que el sueño en ese momento.
—El ruido de tus tripas no me deja dormir —dijo el Cegato a Ritmos—. Parece
que ahí dentro vive una camada de gatitos.
—Qué quieres que haga —dijo éste—. Mis tripas tienen vida propia. Además,
con este viruji, los dientes me van a empezar a castañear y mucho. Y ya te
adelanto que tampoco los voy a poder controlar.
El Cerebrito y yo no pusimos objeción. Total, para lo que estábamos haciendo,
mejor sería que hiciéramos algo para desentumecer los músculos, y ya puestos,
abriríamos la boca aunque fuera para masticar.
Para no quebrantar el descanso de los “no habitantes” de aquel pueblo,
preparamos los bocadillos a oscuras. A tientas, sacamos las viandas de las
mochilas que estaban en el maletero. Eso sí, como el frío arreciaba —y también el
miedo—, muy a pesar mío, comimos dentro del coche. En realidad, yo apenas
comí. Ni salivar podía. La lengua se me había pegado al paladar. Lo que sí hice
fue beber mucha agua. Pero ni con esas conseguí aliviar la sequedad de mi boca.
Una vez satisfechos, en cierta medida, nuestros estómagos y también
nuestras vejigas —todos meamos sin alejarnos en exceso—, tocaba, ahora sí,
satisfacer otra necesidad, la del sueño. Para ello, sacamos los sacos de dormir. A
falta de otra cosa, los utilizaríamos de manta. Como dije, la calefacción de La
Nevera no funcionaba, por lo que mantener el coche en marcha no serviría de
nada. En idéntica disposición pero algo más abrigados, con Miki y Javi
acurrucados en el asiento de atrás y Lolo y yo de vigías, esperaríamos a que
repuntara el día.
Los segundos completaron minutos, y los minutos, horas. ¿Cuántas? No lo sé.
Lo que sí sabía es que nadie asomaba, nadie se atrevía a pasear por aquella
callejuela, nada ni nadie daba señales de vida. Ni una rata vi. Ni tampoco gatos o
perros. ¿Sería en realidad un pueblo abandonado?
En esas estaba, cuando…
—¡Mira allí! —me alertó Lolo agarrándome fuerte del brazo.
Creo que hasta La Nevera dio un respingo.
—¿Es que no lo ves?
Dirigí la mirada hacia donde me señalaba; y en efecto, por el frente, una
figura se acercaba. Al principio me pareció ver a una mujer con falda larga, pero
nada más lejos de la realidad. Cuando se acercó, confirmé de quién se trataba.
Era, nada más y nada menos, que un cura. ¡Sí, un cura! Lo supe al distinguir su
alzacuello y la sotana. De pelo corto y muy rubio, ojos de un azul hielo y tez tan
pálida como el torso de un pez, parecía extranjero; holandés o quizá nórdico.
—¿Os habéis perdido? —me dijo en un castellano de Valladolid después de
bajar la ventanilla—. Mira que lo tengo dicho: cuidado con estas montañas, que
son traicioneras…
—Sí —dije entre balbuceos—. Esto… ¿Nos puede echar una mano? Es que soy
conductor novel, y…
—Claro, hijo. Anda, déjame.
Para hacerle sitio, como una lagartija, me deslicé al asiento trasero.
Con una destreza inusitada, el cura arrancó el coche, dio marcha atrás y
condujo para sacarnos de aquel atolladero.
—Supongo que no sois de por aquí, ¿me equivoco?
—Venimos de Madrid —contestó Lolo—. La idea era disfrutar de una
acampada y…
—Y la tormenta os pilló, ¿a que sí? —dijo el cura—. Tranquilos, no sois los
únicos.
—¡No vea qué forma de llover! Parecía un verdadero diluvio —dije yo desde
atrás.
—Sí. Esta vez sí que ha sido fuerte —confirmó el cura—. Hacía años que no
llovía tanto. ¡Y qué truenos! Creí que el cielo se vendría abajo.
—Menos mal que salimos a tiempo de…—dijo Miki señalando al techo, como
si las montañas a las que se refería estuvieran justo encima del coche—. Un poco
más y no lo contamos. El viento nos arrastraba como a una hoja. ¡Fue bestial!
Ups, perdón.
—No te preocupes —le disculpó el cura.
Los cuatro, al unísono, suspiramos aliviados en el instante mismo en el que
atravesábamos el puente de piedra. Y cuando llegamos a la calle principal del
pueblo, sonreímos triunfantes, y hasta se nos escapó un corto y apagado chillido
como a ratones saliendo de un laberinto. Incluso me pareció que La Nevera
también suspiraba para reír después. Creí oír su risa bronca al contactar las
ruedas con el asfalto. Fue pisarlo y cogió reprís, como si compitiera en un rally.
El cura detuvo la marcha en el arcén. Sin embargo, antes de apearse, nos dijo
que no debíamos volver a Madrid en una noche como aquella, que podría ser
peligroso, que habría tramos inundados.
—Precisamente veníamos en busca de un sitio para pasar la noche —dije.
—Si queréis, yo os puedo ofrecer un techo y suelo seco. Y ya mañana, con la
luz del día y descansados, podéis regresar sin problemas.
Nos miramos y asentimos sin pensarlo siquiera.
—Pues no hay más que hablar…
Después de hacer el cambio de sentido, el cura giró en una bifurcación para
dirigirse hacia una loma encumbrada por la silueta de una iglesia.
La neblina apenas me permitía distinguir el campanario, ni tampoco los
torreones puntiagudos que desafiaban al cielo estrellado. De piedra oscura y con
vidrieras pintadas de negro —o eso creí ver—, a medida que nos acercábamos, la
iglesia emergía de la tierra como si fuera una lápida.
Al llegar, el cura aparcó La Nevera en un lateral. Se apeó e insistió en que
solo cogiéramos lo necesario para pasar la noche.
El hecho de no haber ningún otro coche estacionado por allí, me inquietó.
Desconozco si mis amigos llegaron a percatarse, y si lo hicieron, no le dieron
importancia. Por tanto, decidí confiar. Aquel cura nos había rescatado de unas
callejuelas que intentaron engatusarnos para que durmiéramos a su regazo. A
saber qué estarían pergeñando al tratar de impedir que abandonáramos su
territorio. Nada bueno, seguro.
El portón de madera, de un negro azabache, o eso me pareció, tenía un arco
superior de medio punto. Y al abrirlo, sus goznes chirriaron como lechones a las
puertas del matadero.
Dentro de la iglesia, la oscuridad era completa. Tanto, que hasta tuve que
reprimir las ganas de agarrar la mano de alguno de mis amigos.
—La tormenta nos ha dejado sin electricidad —se justificó el cura—. Pero ya
estamos acostumbrados.
Dicho esto, encendió una linterna, y con una sonrisa un tanto forzada, nos
alumbró. Todavía hoy no he conseguido quitarme de la cabeza esa sonrisa sobre
un rostro tan pálido; era como si se la hubieran pintado con rotulador a una
escultura de mármol.
Linterna en mano, el cura pasó entre hileras y más hileras de bancos de
madera. Y nosotros le seguimos como polluelos asustados.
La iglesia poseía una nave central y dos laterales, de techos tan altos que mi
vista no alcanzó a distinguirlos en la penumbra.
Al llegar al altar, el cura se santiguó frente al crucifijo de mármol clavado en
el suelo que lo presidía. Ninguno éramos practicantes; aún así, le imitamos para
guardar el decoro sin intuir que lo peor estaba por llegar. Después de dibujar la
cruz en el aire, Miki, Javi, Lolo y yo, en ese orden, seguimos el camino marcado
por el haz de luz de la linterna del cura. Giramos a la derecha, hacia una puerta
de herrajes de hierro incrustado que daba acceso a un pasillo de paredes frías y
también negruzcas. A derecha e izquierda del pasillo, había varias puertas,
puertas que solo el cura sabría lo que encerraban. Creo que Lolo, el Cerebrito,
llegó a contarlas. Lo digo porque cuando pasaba frente a cada una, alzaba un
dedo.
Cuando llegamos al final de aquel interminable pasillo, el cura alumbró una
trampilla en el suelo. Y al tirar de la argolla, descubrió una pequeña escalera que
llevaba al sótano. Aunque para mí, más que al sótano, aquella escalera descendía
al mismísimo infierno.
Los cuatro nos arremolinamos alrededor de la abertura, y después de
observar con detenimiento la empinada y más que tenebrosa escalera, nos
miramos los unos a los otros como si nos preguntáramos: «¿Por ahí tenemos que
bajar?».
El cura, como si leyera nuestras mentes, se encogió de hombros, enarcó las
cejas, y sin dejar de sonreír, dijo:
—¡Vamos, seguidme! No temáis.
Con la idea de infundir a mis amigos un coraje del que carecía, emprendí la
bajada. El Cegato y el Cerebrito me siguieron. El último en hacerlo fue Ritmos.
Agachados para evitar golpearnos con el techo abovedado, agarrados a la
soga rugosa que hacía de pasamanos, seguimos al cura hacia las profundidades.
—Cuidado, no resbaléis —nos advirtió—; e intentad no hacer ruido.
Y pensé para mí: «¿Qué pasa, es que vamos a despertar a alguien?».
En ese preciso momento, Miki tropezó. Y a la vez que se aferraba a mi brazo
para no caer, emitió un quejido lastimero. No resonó en exceso. Aun así, me puse
el dedo índice en los labios para instarle a que guardara silencio.
Con cada paso, con cada peldaño, noté que mi corazón cobraba
protagonismo. Hasta creí que sus fuertes latidos llegaban a oídos del cura
cuando dirigió la linterna hacia mi cara. No se me ocurrió otra cosa que
devolverle una sonrisa forzada, como la que mostramos cuando alguien nos da un
pisotón en el metro y nos pide disculpas.
A medida que bajábamos, el aire se volvió más y más irrespirable. El olor me
recordó el día que mi padre me llevó a conocer la granja de un amigo suyo. Me
pareció estar reviviendo el momento en el que entré a la nave donde, apiñadas,
permanecían las vacas lecheras.
—Sí, lo sé. La ventilación no es muy buena que digamos.
La disculpa del cura la acompañó con una risa sarcástica.
A aquel olor a estiércol, a rancio, a podrido, pronto se le sumaron, cada vez
con más persistencia, unos gruñidos. ¡Sí, gruñidos de perro! Pero no de un perro
cualquiera: parecían provenir de uno grande, de un perro muy grande y rabioso.
No sé el modo de describir lo que sentí en las tripas; fue como si me
imploraran: «¡No bajes! ¡Huye! ¡Sal corriendo!». Pero… ¿hacia dónde?
Creo que el cura volvió a escucharme, esta vez los pensamientos. Lo digo
porque me echó una mirada fría, de esas que congelan hasta la lava de un volcán.
Fueron mis pies, no yo, ¡mis pies!, los que siguieron bajando escalones,
escalones que nos llevaron a un estrecho corredor excavado a pico en las
mismísimas entrañas de la tierra. Y fueron mis manos, no yo, ¡mis manos!, las
que se aferraron a la soga para no caerme. ¡Sí, caerme! Como si de un puñetazo
se tratara, un fuerte hedor, mezcla de cloaca y coliflor cocida, me golpeó la nariz.
Para evitar desplomarme, me apoyé en la pared, pared que rezumaba un líquido
pegajoso como la savia de pino. Los demás, incluyendo el cura, que lo hizo con un
pañuelo, se taparon la nariz con ambas manos. Algo que yo no pude hacer: tenía
ambas manos ocupadas en evitar darme de bruces contra el suelo.
Pronto descubrí el origen de tan pestilente olor. Se trataba de un hueco de
puerta pero sin puerta, a la izquierda del corredor, que como una enorme boca
sin dientes, nos insuflaba su asqueroso aliento.
Además del hedor, el exceso de humedad me enturbió la vista y me hizo sudar
como a un pollo en un baño turco. Pero lo que me dejó definitivamente sin
respiración fue descubrir que era de ese mismo hueco de donde provenían los
gruñidos.
—¡Cómo roncan! —exclamó el cura cuando recorría con la linterna la
estancia que había tras la abertura.
En la estancia, iluminados por velas, se veían multitud de sacos de dormir
esparcidos por el suelo sin orden aparente, sacos de los que asomaban cabezas.
Juro que me pareció estar viendo crisálidas gigantes a punto de eclosionar.
—Aquí no hay hueco —susurró el cura—. Mejor os busco otro sitio.
Y le seguimos hasta el final del corredor. Allí nos topamos con tres puertas:
una al fondo y dos laterales.
—¡Vamos, elegid una! —dijo paseando la mirada sobre cada uno de nosotros.
Lolo, el más echado para adelante en ese momento, se decantó por la del
fondo.
El cura intentó abrirla, pero no lo consiguió: el bajo de la puerta rozaba con
el suelo. Tuvimos que ayudarle para poder entrar.
—¡Toda vuestra!
Descubrí la estrechez de la habitación cuando el cura prendió las dos velas
apoyadas en sendos salientes que había en la pared de la izquierda. Luego me
ofreció el mechero.
—Toma, por si se apagan.
Y le di las gracias.
En el umbral, con su sonrisa perenne, imborrable, como diciendo: “¡Es lo que
hay!”, se despidió con la mano y cerró la pesada puerta tras de sí.
—Hasta mañana. Descansad —dijo ya desde el corredor.
Allí estábamos Lolo, Miki, Javi y yo, paralizados, con los músculos tensos
dentro de aquel cuartucho, que más que una habitación, bien podría ser una
celda de castigo.
—¿Qué coño hacemos aquí? —dije al sentir un enjambre de abejas revoleando
en mi estómago.
—Yo…, intentar dormir —contestó Javi soltando los bártulos—. ¿Qué otra cosa
puedo hacer?
Estiró el saco y se sentó en él. Sacó la cantimplora de su mochila y dio un
largo trago.
—Sí. Creo que será lo mejor —dijo Miki.
Justo un segundo después ocurrió algo que me dejó sin palabras. Y no solo a
mí. Los cuatro nos miramos estupefactos cuando vimos que de las paredes
laterales emergían unos haces de luces provenientes de decenas de agujeros. Los
haces, como gruesas barras luminosas, se proyectaban inclinadas contra el suelo
sin un motivo, sin ninguna razón, sin un nada de nada.
Quien esta vez apoyó el dedo índice en sus labios fue Lolo, para acto seguido
mirar por uno de aquellos orificios.
—¡No se ve una puta mierda! —exclamó después de unos segundos.
—¿Oís eso? —preguntó Miki—. Parece el desagüe de mi casa.
Sin saber cómo ni por qué, de cada agujero empezaron a brotar chorros de
agua, agua que en tan solo unos segundos ya cubría nuestros pies.
Yo reaccioné e intenté abrir la puerta, pero la muy hija de… parecía sellada.
—¡Echadme una mano, cabrones!
—¡Socorro, señor cura, socorro! ¡Ayúdenos, por favor! —vociferábamos a la
par que tirábamos de la puerta.
—¡Esto es una locura! ¿Qué pretenden, ahogarnos? —dijo Ritmos con la cara
enrojecida por el esfuerzo—. ¿Por qué a nosotros? ¿Qué hemos hecho?
—¡Deja de quejarte y tira! —le instó el Cegato ya con el agua hasta las
rodillas.
—Es imposible, y más ahora que tenemos que vencer la fuerza del agua.
Ni el razonamiento del Cerebrito nos persuadió para hacer otra cosa que no
fuera seguir intentándolo.
De pronto, al mirar atrás, me percaté de que la pared del fondo cobraba vida:
¡se movía!
—Estoy alucinando o esa pared está cada vez más cerca.
—¡No estás alucinando! —dijo el Cerebrito; y fue raudo a intentar sujetarla.
Se le sumó Ritmos, pero ni con esas consiguieron que la pared dejara de
avanzar.
Entre gritos de auxilio, el agua llegó a la altura de las velas y las apagó.
Exhaustos y desesperados, el Cegato y yo dejamos de tirar de la puerta; y en su
lugar, la aporreamos.
—¡Socorro! ¡Sáquennos de aquí, por favor! ¡Intentan ahogarnos!...
Nuestras súplicas no recibieron respuesta. Es una de las lecciones que la vida
me ha enseñado: las respuestas, si las hay, la mayoría de las veces no se nos dan
cuando más las necesitamos.
Sumidos en la más absoluta oscuridad, con el agua al cuello —y es literal—,
desistimos.
Escuchábamos nuestros entrecortados y lastimeros jadeos, nuestros
apiadados lloros, cuando...
—Parece que ha parado —susurró Miki; y el sonido del agua retornó.
—”¡Shssss!” —Lolo le hizo callar y los chorros cesaron de nuevo.
—Pero, ¿qué coño…? —dijo Javi; y el agua volvió a brotar.
Pasamos minutos en el más absoluto silencio, tiritando, frotándonos con las
manos para intentar calentar nuestros cuerpos. Aquellos minutos fueron más que
suficientes para sopesar cada alternativa y concluir que la situación era
irreversible.
—Creo que es el fin —dijo Ritmos haciendo caso omiso a nuestros ‘Shssss’—.
Ha sido un gran placer conoceros. —Y se puso a cantar con todas sus fuerzas.
El Cegato, el Cerebrito y yo mismo desistimos de los ‘Shssss’ y sumamos
nuestras voces a la suya.
 
SELECCIÓN NATURAL
 
—¡Despierta, despierta!
Los repetidos gritos de Lolo, y sobre todo sus meneos, debieron ayudarme a
recobrar la consciencia.
—¡Dejadle que respire!
Creo que fue el cura quién instaba a mis amigos a que dejaran de atosigarme
mientras me daba aire con un pañuelo.
—¿No le oís? ¡Está cantando!
Ese creo que fue Javi.
—Mirad, ya abre los ojos.
Este otro, Miki. Su aflautada voz era inconfundible.
—¿Qué ha pasado? —pregunté con un hilo de voz. Y como tenía la lengua
como la suela de una alpargata, añadí—: ¡Agua, dadme agua!
Javi me ofreció una cantimplora. Bebí y casi me atraganto.
—Despacio. Bebe despacio —dijo el cura.
Y así lo hice.
—¡Vaya susto nos has dado! —dijo Lolo—. Menos mal que te cogí al vuelo.
¡Estaba vivo! ¡Vivo! Eso sí, tumbado a todo lo largo sobre el frío, húmedo y
pegajoso suelo del corredor de aquel sótano.
—¡Venga, arriba!
Miki y Javi me ayudaron a levantarme. Y como seguía aturdido, tuve que
apoyarme en la pared para no caerme de nuevo. Las piernas me temblaban como
si llevara zancos de metro y medio, y tampoco ayudaba que todo diera vueltas a
mi alrededor. Tuve que cerrar los ojos y abrirlos de a poco para que el mundo
volviera a girar a la par que mi cuerpo y mi cabeza.
Agradecí los gestos de preocupación de mis amigos; hasta el cura había
dejado de sonreír.
—¿Te encuentras mejor? —se interesó éste.
—Sí, creo que sí. Es este aire enrarecido. Apenas si puedo respirar.
—Intenta hacerlo despacio, y olvídate de su olor. Es lo mejor.
Con la linterna, el cura recorrió la estancia, una estancia abarrotada de
campistas, que como nosotros, habían conseguido escapar de la tormenta. El haz
lo detuvo en un hueco, en la esquina de la derecha.
—Podéis dormir ahí. Si os apretáis un poco, creo que tendréis espacio más
que suficiente. Y cuidad de vuestro amigo. —Y me obsequió con una leve palmada
en la espalda—. Yo os tengo que dejar. Seguro que habrá más como vosotros
deambulando por el pueblo.
—Muchas gracias —dije forzando una sonrisa.
—¡Ah, una última cosa! Como comprenderéis, aquí está prohibido fumar.
—Por nosotros no se preocupe. Ninguno fumamos —dijo Ritmos.
—Mucho mejor —dijo el cura acompañando sus palabras con un guiño.
Lo cierto es que el único que fumaba era yo, pero muy poco. Algún que otro
fin de semana, con eso de parecer más hombre, me compraba un paquete que me
duraba toda la semana y algo más. Pero por fortuna, y digo bien, por fortuna, se
me olvidó comprar para ese particular viaje. Y por motivos que todavía no toca
desvelar, a partir de ese puente no volví a probar ni un cigarrillo siquiera.
Lo de fumar no iba con mis amigos. Javi y Miki lo compensaban con la
ginebra y el ron. No es que fueran alcohólicos, pero como ya he mencionado, les
gustaba chisparse de cuando en cuando. La mayoría de los sábados, antes de ir a
la discoteca, se tomaban algún que otro cubata. Y una vez dentro, caía alguno
más. Era el único modo de ahogar su timidez. Si no iban algo bebidos, no había
forma de que les entraran a las chicas. Como verdaderos pasmarotes, se
mantenían pegados a la barra hasta que el alcohol regaba sus cerebros. Solo
entonces se animaban a bailar. A mí, en cambio, no me hacía falta beber para
saltar sobre la pista y darlo todo con un cigarro entre los labios. ¡Vaya estupidez!,
digo lo de bailar con el dichoso cigarrito en la boca. Es lo que tiene la juventud:
es inherente a kilos y más kilos de estupidez. Todavía hoy sigo yendo a mover el
esqueleto. Eso sí, sin el cigarrillo de marras, y con moderación, con mucha
moderación. Los años pesan más que si llevara pesas adheridas a piernas y
brazos.
El único que se salvaba por entonces era Lolo. Él era más de montaña. Le
encantaba el montañismo, o lo que ahora llaman trekking. Decía: “Si fumo,
pierdo capacidad pulmonar; y me hace falta, y mucha, para ascender a las
cumbres más elevadas”. A él, además, no le hacía falta ni beber ni bailar para
conquistar a las chichas. Siempre fue el ligón del grupo. Es verdad. Se las llevaba
de calle con solo hacer acto de presencia. Creo que su cara aniñada y su melena
de entonces las debían volver locas y las atraía como un imán a las virutas de
hierro.
No como un imán, más bien fue el efecto contrario el que noté en aquel
sótano. Percibí en mi cuerpo la repulsión por la estancia subterránea donde el
cura nos “invitó” a pasar la noche. Una fuerza invisible, tenaz, tiraba de mí hacia
atrás, hacia las escaleras, hacia la salida que había en el piso superior, en la
iglesia, para así reunirme con mi fiel Nevera y salir de allí echando leches. Aún
con semejante sensación, me armé de valor. Vencí la citada fuerza de repulsión y
tiré adelante.
Acostumbrada ya mi nariz al tufo, acostumbradas ya mis pupilas a la
engañosa penumbra, que no el resto de mi cuerpo todavía me temblaba, me
dispuse a atravesar la alargada estancia, no sin ayuda. Agarrado al Cegato,
sorteé los sacos de donde sobresalían caras y más caras durmientes, caras sobre
todo de chicos que roncaban tan fuerte que hacían vibrar el aire. El Cerebrito y
Ritmos nos siguieron de cerca.
El cura, supongo que una vez comprobado que nos ubicábamos en la esquina
asignada por él, hizo una señal con la linterna y desapareció. Y allí nos dejó, a
nuestra suerte.
El estómago lo tenía cerrado, y a la vez sentía náuseas. Mis amigos sí que
comieron. Parecía que no les afectara lo más mínimo el hedor, ni los ronquidos, ni
la humedad, ni tampoco el frío que atravesaba mis huesos como dagas.
Extendí el saco y me introduje en él tiritando. Poco a poco fui entrando en
calor. Y hasta me alegré cuando mis oídos comenzaron a acostumbrarse a los
gruñidos.
—De verdad que no quieres comer —dijo Lolo.
Negué con cara de asco.
—¿Y beber? —Fue lo que me dijo Miki—. ¿Quieres agua?
Eso sí que lo agradecí. Pero ni con esas conseguí despegar del todo la lengua
del paladar.
—¿Mejor? —Era el turno de Javi
—Más o menos —mentí.
Lo cierto es que seguía acojonado. Como para no estarlo. Acaba de vivir, ¡sí,
vivir!, una experiencia que no deseaba ni a mi peor enemigo, una experiencia en
la que mis amigos y yo perecíamos ahogados en una especie de celda. Aquello
traumatiza al más pintado. Y claro, en aquel momento no estaba yo como para
hablar sobre el particular y mucho menos en un lugar lóbrego rodeado de oídos
ajenos: no quería amargarles la existencia, y menos a mis amigos, con mi
esperpéntica, diabólica y aterradora pesadilla. ¡Qué pensarían de mí! Además,
toda mi boca parecía de esparto.
Quienes sí alegraron su paladar y su lengua fueron Javi y Miki. Hasta Lolo se
les unió. Entre sombras, las que las velas pintaban con brochazos negros, les vi
abrir la botella de ginebra y darle un par de lingotazos.
—Es solo para calentarnos —dijo Javi cuando descubrió que les observaba.
Lo último que recuerdo hasta quedarme dormido, es concentrar mi atención
en el vapor de mi aliento, en el modo en el que formaba pequeñas y efímeras
nubes.
Como cabía esperar, sugestionado como estaba por aquel inusual entorno,
por el baile que creí tener con la mismísima muerte, tuve otra pesadilla, esta
muchísimo peor que la anterior. En ella abría los ojos sin recordar cómo había
llegado a ese maldito sótano de esa maldita iglesia de aquel maldito pueblo. La
última imagen era verme bajo la fuerte tormenta, dentro de La Nevera junto a
mis amigos, y un segundo después…
«¿Qué me pasa?». Me sentía como sumergido en líquido amniótico. Además,
mi libertad de movimientos era casi nula: tan solo conseguía mover los ojos. Boca
arriba, mirando el techo, con la pestilencia a cloaca de una cloaca metida en la
nariz, todavía seguía oyendo esos espantosos rugidos. Me fijé luego en la vela de
mi esquina, vela que desprendía una luz amarillenta y temblorosa. Con ella no
alcanzaba a ver más que bultos y más bultos alargados a pocos metros de mí.
«¿Dónde están mis amigos?». Con el rabillo del ojo alcancé a verles. En mi
derecha a dos de ellos, Javi y Miki, y al tercero, Lolo, en mi izquierda. «Pero,
¿cómo…? ¡No puede ser!». Introducidos en unas vainas negras, como si fueran
mortajas de un aquelarre, los tres asomaban sus pálidas caras. «Parece que
respiran. ¡Qué alivio!» Alivio, ¿por qué? ¡Nadie sabía que estábamos allí! Todo el
mundo estaría dando por hecho que lo estábamos pasando en grande en la
acampada. Solo si el lunes por la noche, como teníamos programado, no
regresábamos, nuestros padres se preocuparían, no antes.
Intenté hablar, decirle a mis amigos lo que pensaba, lo asustado que estaba, y
mi boca no se movía ni tampoco mi lengua; intenté preguntarles si ellos podían
hablar, si sabían el por qué de nuestro estado, pero mis labios parecían pegados
con pegamento; intenté gritar, pedir auxilio, sin embargo, mi garganta
permanecía muda como la de un muñeco sin su inestimable e inseparable
ventrílocuo.
«¿Qué está pasando? ¿Quién o qué nos hace esto? ¿Por qué han introducido
nuestros cuerpos en vainas con este denso y pegajoso líquido? ¿Querrán mejorar
nuestro sabor, como a las anchoas en aceite?» Mi última pregunta arrancó una
sonrisa de mis labios, pero fue tan fugaz que debió ser más un exiguo chute de
optimismo que otra cosa. Después de eso, no sentí ni frío ni calor, ni hambre ni
sed, tan sólo angustia y pavor. Mi pulso se aceleró. «¡Siento que me va a dar algo,
un síncope o como se llame! ¡Sí, siento como viene y me abraza!». Y perdí la
conciencia.
«¿Estoy volando?». Los ojos se me abrieron y no creyeron lo que veían. Te lo
juro: si hubiera tenido las manos libres, me los habría arrancado en ese preciso
instante. Era el único modo de hacer desaparecer semejante visión, ¡y vaya
visión! La vaina que me precedía iba colgada de un gancho, y el gancho, a su vez,
unido a una cadena que subía hasta... No conseguí distinguir hasta dónde llegaba
la cadena. Aunque su velocidad moderada, aquello parecía una montaña rusa un
tanto peculiar. ¡Y tan peculiar! En una de las curvas, conseguí ver las vainas que
iban delante. Conté más de veinte separadas unos dos ó tres metros la una de la
otra. «¿Y cuántas habrá detrás? ¡¿Cuántas?!». Nunca lo supe. «¡¡¡¿Y qué es
eso?!!!». Sobre plataformas rocosas que levitaban en el aire, apostados, distinguí
una especie de animales que desconocía que existían. Por el número de patas,
ocho, parecían un cruce entre una araña y el perro de los Baskerville. Había uno
de esos “animales”, más o menos, cada diez metros, contrapeados a derecha e
izquierda. Desde sus privilegiadas posiciones, emitían gruñidos que helaban el
ambiente y hasta la sangre. Y no es una frase hecha. En segundos, el sudor que
chorreaba por mi frente se transformó en témpanos. «¿Qué temen, que nos
escapemos? ¿Cómo? ¿Adónde?».
Unos destellos verdosos desviaron mi atención. Parecían rayos láseres. Justo
encima de una gruta, los haces de luz brillante manaban de entre las rocas.
Confirmé, al ser allí donde me dirigía, que era el destino de aquel estrambótico
viaje, un viaje del que deseaba apearme en marcha. Pretendí descolgarme del
gancho; intenté removerme, dar patadas, manotazos; lo intenté todo, sin
embargo, mis órdenes no llegaban a unos músculos paralizados, ni tampoco a
una garganta reseca por el pánico: de ella no surgió ni un simple susurro.
«¡Socorro, auxilio!» es lo que único que pude expresar abriendo muchos los ojos,
pero ni con esas conseguí que nadie me hiciera caso. Por allí no había más seres
que aquellos perrosaraña.
Más de cerca, pude apreciar lo que ocurría en la gruta excavada en la roca.
Justo a la entrada, cada vaina se detenía unos segundos, los suficientes para que
los haces de luz verde la barrieran de arriba abajo. En aquel momento no supe el
motivo por el que, pasado el escaneo, cada vaina era conducida a una de las
cuatro filas que había a continuación. La estampa me recordó un reportaje que
había visto semanas antes en la tele, el reportaje de un matadero donde pasaban
al despiece las reses recién degolladas.
Después de ser barrido por aquellas luces, me encontré en la fila de la
izquierda, y la velocidad aminoró a una cuarta parte. Supongo que Cerebritos
sabría la explicación, pero, como supondrás, la situación no era la más propicia
para hacer ese tipo de preguntas. Mis preguntas eran otras, y se podían resumir
en una sola: «¡¿Qué demonios van a hacer con nosotros!».
Con el balanceo, perdí la perspectiva, hasta que me percaté, mirando de
reojo a mi derecha, que los cuatro colegas estábamos alineados: a cada uno nos
habían asignado una fila distinta. «¡Amigos, soy yo!». También ellos mantenían
los ojos abiertos, muy abiertos, con idéntica expresión en sus caras: de
impotencia, de terror, de rabia, de... Ninguno podíamos movernos, ninguno
podíamos hablar y menos gritar, ninguno podíamos hacer nada de nada. La
resignación y la incertidumbre ya eran dueñas de la situación y de nuestro sino.
Tendríamos unas cinco vainas delante; ¿detrás?, ni idea. Mientras hacía
cuentas de cuantos podríamos estar allí colgados, en el fondo de la gruta, a no
más de quince metros de donde nos encontrábamos, se abrieron cuatro puertas.
No pasaron ni diez segundos para que dejara de ver a mis amigos. Mientras que
los integrantes de mi fila entrábamos por la puerta de la izquierda, los de las
otras hicieron lo propio por la que les correspondía. «¿Por qué nos separan?».
Las dudas sobre mi futuro, que no el de mis amigos, se desvanecieron justo
cuando mi futuro próximo se mostró ante mí con las cartas boca arriba. El sudor
hecho hielo volvió a licuarse para luego evaporarse, el último de mis pelos se me
erizó, hasta mis ojos pujaban por salírseme de las órbitas por mucho que
intentara cerrarlos ante semejante visión. La expresión de mi cara se congeló
como si me hubieran hecho una foto, foto que pegarían después sobre mi rostro
con aquella mueca de incredulidad, de terror para que perdurara por siempre
jamás. Anonadado, espantado, vi una especie de robot que bien podría haberse
escapado de la película: “Eduardo Manostijeras”. De un cuerpo metálico sin
cabeza, brotaban tentáculos con variedad de cuchillas en sus extremos. «¡No, no
puede ser!». A medida que cada vaina llegaba a su altura, aquel sanguinario
robot la diseccionaba de arriba abajo. A la par que se derramaba el líquido
interior, como cuando una mujer rompe aguas, la postiza piel caía al suelo en dos
mitades perfectas para dejar al descubierto un cuerpo chorreante y desnudo,
cuerpo, que con una soga amarrada por debajo de las axilas, colgaba de un
gancho.
El escenario estaba a punto de cambiar de color: se tiñó de rojo sangre justo
cuando la cabeza de aquella persona rodó como una pelota hasta introducirse en
una cesta metálica que había al fondo. Como colofón, el cuerpo fue mutilado con
maestría de cirujano. A los brazos le siguieron las piernas, y por último el tronco,
al que dividió en cuatro partes. Todos esos pedazos que momentos antes
pertenecían a un ser humano cayeron por una abertura en forma de embudo que
había en el suelo.
«¡Ni saliva tengo!» Mi cerebro no alcanzaba a procesar aquello. Miles de
posibles salidas, todas ellas imposibles, bullían junto a miles preguntas, a miles
de lamentos, a miles de lágrimas, a miles de todo.
«¡Yo soy de los descartados!», dije abatido en un momento de lucidez. ¿Qué
cómo llegué a semejante conclusión? Fácil. Si nos introdujeron en esas larvas fue
para mantenernos vivos. Y la pregunta que me hice fue sencilla: ¿Para qué tanta
molestia? Supuse que la respuesta estaba en el escáner de la entrada: con él
debían seleccionar los especímenes más saludables. Si bien, apenas fumaba, sí
que hacía. Y aunque fuera poco, lo habrían descubierto. De seguro habrían
detectado alguna que otra dolencia en mis pulmones que ni yo mismo conocía.
Después de quitarme esos pensamientos de la cabeza, y más que, por obvios,
prefiero omitir, decidí dedicar los últimos a mis amigos. Al ser el mayor, me
consideraba responsable de lo que les pudiera ocurrir. «¿Qué será de ellos? ¿Qué
destino les espera?». Con todas mis fuerzas y alguna más deseaba que, quienes
estuviera detrás de aquello, los mantuvieran vivos, que se apiadaran y los
soltaran después hacer con ellos lo que tuvieran a bien —o a mal— hacerles, que
eran buenos chicos y nunca habían hecho mal a nadie.
Como no podía berrear como un niño, solo mis lágrimas hicieron acto de
presencia. Mi llanto duró poco, lo que tardé en darme cuenta de que no había
nada ni nadie que me salvara de semejante escabechina. Aún en ese estado de
total desesperación, mis lágrimas cesaron cuando supe a ciencia cierta que mi
vida estaba a punto de truncarse: ¡el siguiente era yo!
Dos cuchillas pasaron a pocos milímetros de mi piel. A la vez que se
desprendía el asqueroso abrigo que me había arropado hasta llegar allí, escuché
un sonoro “¡chaf!”. Supuse que fue el líquido al esparcirse por el suelo. Luego
sentí cómo los restos de ese líquido, que más que líquido parecían mucosidades,
resbalaban por mi cuerpo para permitir que de él se apoderara el frío de la
muerte.
A la espera de que las cuchillas amputadoras hicieran su trabajo, cerré los
ojos...
 

PACTO DE HONOR
 
Me desperté sobresaltado, aterrado, empapado en sudor dentro de mi saco.
Conforme recordaba tan horrible pesadilla, ésta se deshacía en mi mente y se
evaporaba junto con mi sudor, como lo hace la escarcha generada por el frío de la
noche, escarcha que se licúa y se desvanece con el sol en una mañana
primaveral. Sin embargo, aquella pesadilla me pareció tan real que tuve que
buscar a mis amigos. Lo hice con la mirada, y allí estaban, a mi lado, roncando
como unos benditos.
La electricidad se había restablecido, y las cuatro bombillas que colgaban del
techo iluminaban la estancia; eso sí, de uno modo un tanto mortecino. Y pude
comprobar que de las no más de cuarenta personas que pernoctamos en aquel
sótano, muchas dormían, otras se desperezaban y el resto empacaba sus
pertenencias.
¡Apestaba a humanidad allí dentro! Aun con ese ambiente tan poco saludable,
busqué en mi mochila la libreta que siempre me acompañaba por entonces. Sabía
que el mejor modo de que no se me olvidara aquella pesadilla, y la anterior en la
que moría ahogado junto a mis amigos, era dejarlas plasmadas con el mayor
detalle que pudiera recordar.
Una vez hube terminado, llamé a mis amigos para que se despertaran, y
nada, ni caso. No me quedó más remedio que zarandearles con fuerza para
obligarles a despedirse del mundo de los sueños y regresaran al otro, al mundo
de los despiertos. Eran más de las nueve y había mucho que hacer, sobre todo
buscar un sitio para desayunar. Mis tripas empezaban a rugir y su eco se
propagaba por toda la estancia. Además, necesitaba algo que me calentara el
cuerpo, y también el alma: un café bien cargado.
Los tres, con idéntico son, se restregaron los ojos y bostezaron.
—¡Debemos darnos prisa! —les apuré—. Hay que aprovechar el día.
Después de recoger, salimos de la estancia que tantas y tantas pesadillas
albergaba entre sus cuatro paredes y nos enfrentamos a las escaleras, escaleras
que pensé que nunca volveríamos a subir. Ascendiendo, ya con luz eléctrica,
comprobé que las paredes eran de granito, así como las del pasillo que nos
llevaba a uno de los laterales de la iglesia.
La iglesia se mostró ante mí esplendorosa, orgullosa al poder lucir sus
mejores galas: los haces multicolor engendrados por las muchas y variadas
vidrieras se proyectaban contra un suelo de mármol veteado. Con tanta claridad,
pude deleitarme con el retablo del altar de madera rosada, retablo donde manos
expertas habían cincelado, custodiados por ángeles, a los doce apóstoles.
Tampoco me pasaron inadvertidos los techos decorados con frescos de pasajes de
la biblia: de Adán y Eva con la manzana, y la serpiente enroscada en el árbol; de
moisés con las Tablas de la Ley; de Noé capitaneando el Arca…; frescos que
parecían recién restaurados.
Por el lateral izquierdo, alcanzamos la salida. Un sol radiante y reparador me
obligó a achinar los ojos. A unos pocos metros del portón de madera de roble con
incrustaciones de bronce nos esperaba el cura, a quien no reconocí en primera
instancia. Desprovisto de la sotana, con camisa blanca, vaqueros y deportivas no
parecía un cura. Además, a pleno sol, era incluso más rubio y su piel más clara
que la de un albino. Hasta la sonrisa con la que nos recibió me pareció de lo más
encantadora. Eso sí, sus ojeras eran más que patentes. Parecía como si se
hubiera quedado a medias al intentar quitarse el rímel. Según nos contó él
mismo, había estado toda la santa noche en vela dando cobijo a cuanto campista
desorientado llegó al pueblo.
Después de desearnos mucha suerte, de darnos la bendición, se despidió de
nosotros con un fuerte apretón de manos. Eso sí, antes del correspondiente: «Id
con Dios», nos aconsejó un bar en la plaza del pueblo donde, y cito sus palabras,
servían unos desayunos de muerte.
Ya en La Nevera, arranqué y conduje colina abajo. Mientras nos alejábamos,
miré por el retrovisor. La iglesia encumbrada en aquel monte, edificada con
piedra blanca adornada con exuberantes bajorrelieves, me pareció de las más
resplandecientes y hermosas que había visto nunca. También el día se veía
espléndido, sin una nube que lo manchara. Y qué decir del pueblo. Me dio la
impresión que sus calles habían ensanchado durante la noche, calles por las que,
¡sorpresa!, paseaba gente y más gente. Iban de un lado a otro, solos, por parejas
o en grupo, la mayoría ataviada, como se suele decir, con el traje de los
domingos. —La tradición obliga a vestir de ese modo a quien deseaba asistir a
misa—. Con semejantes evidencias, no me quedó más remedio que asumir que
aquel pueblo, como me aferré a creer la noche anterior, ni mucho menos estaba
dejado de la mano de Dios. No era más que un típico pueblo de montaña, un
pueblo de pavimentos empedrados y edificaciones de piedra beige con remates
en madera y tejados de pizarra, un pueblo donde la mayoría de sus casas
presumían de balconadas engalanadas con flores de color rojo intenso mezcladas
con otras rosa pálido; un pueblo, en definitiva, donde la vida rebosaba por
doquier. Hasta el puente de origen romano que habíamos cruzado horas antes
era dos metros más ancho de lo que recordaba. Al pasar sobre él, pude ver el
riachuelo de aguas cristalinas flanqueado por grandes y frondosos árboles.
Por inverosímil que pudiera parecer, conduje sin contratiempo alguno hasta
la plaza del pueblo, una plaza porticada, y aparqué en un lateral.
Después de apearnos de La Nevera, nos dirigimos al bar como si no hubiera
un mañana. El bar olía a leña de pino quemada, a café, a pan caliente, a churros;
y lo que más agradecí: tenía unos grandes ventanales por los que la claridad
entraba a raudales.
Poco concurrido, cuatro lugareños que tomaban café acodados en la barra
nos miraron de reojo cuando les dimos los buenos días.
Nos sentamos en un rincón, en una mesa de madera rústica. Un señor
corpulento —imagino que sería el dueño—, calvo, de piel grasienta y ataviado con
un mandil blanco tiznado se acercó y limpió la mesa con un paño. Y después de
tomar nota de la comanda, se perdió en la cocina.
Mientras esperábamos, recaí en que ninguno nos habíamos dirigido la
palabra desde que saliéramos de la iglesia. Noté la inquietud de mis amigos,
como si algo retorciera sus mentes como una bayeta, algo similar a lo que yo
sentía al no conseguir quitarme de la cabeza los putos sueños, sobre todo el
último donde estuve a punto de morir descuartizado.
Desayunando, tan solo consentimos abrir la boca para devorar los huevos
fritos y la panceta, o para tomarnos el café y el zumo de naranja.
El primero que la abrió para hablar fue Ritmos. Dijo que se iba a estirar las
piernas.
—Espera un poco —le dijo el Cerebrito—. Espera a que terminemos y vamos
todos juntos a dar una vuelta por el pueblo y así lo conocemos.
—Prefiero ir solo —aclaró Ritmos—. Luego os veo.
—Vale, como quieras —dije extrañado.
Los tres seguimos con la mirada a Ritmos hasta salir del bar.
—¿Sabéis lo que le pasa?
Aproveché que El Cerebrito y el Cegato alzaban los hombros, muestra de
tener la guarda baja, para decir:
—¿Os habéis fijado que no ha dicho ni una palabra desde que se despertó?
Siendo como es, tarareando siempre alguna de sus cancioncitas, me parece raro.
Y siguieron con el repertorio de gestos para no decir nada: esa vez les tocó
fruncir el ceño y los labios. Ambos lo hicieron a la par, por lo que parecían un
dúo, no de canciones, si no de muecas.
Entonces me dije: «Si queréis practicar a poner caras, ahí va…». De forma
abrupta, como si las palabras estuvieran apresadas en mi garganta y las liberara
de golpe, salió de mis labios lo que daba vueltas en mi cabeza como una peonza.
Con todo lujo de detalles, les conté mi última pesadilla, de cómo acababa con mi
vida un robot sanguinario. A lo que los dos, con gestos de no creer lo que sus
oídos escuchaban, esta vez con la boca bien abierta, dijeron, primero el Cerebrito
y luego el Cegato, que habían tenido pesadillas parecidas; aunque en realidad
fueron casi idénticas a la mía.
—¿Eso es imposible? —dije aturdido—. ¿Y cómo termina, morís o…?
—A mí me asignaron la fila que había más la derecha —respondió el
Cerebrito—. Y después de pasar por la puerta y perderos de vista, ajustaron mi
cuerpo, de pie, en uno de los muchos sarcófagos excavados en la piedra. —El
horror se dibujó en su rostro—.Vi entonces que de la parte superior brotaban dos
sondas, sondas que, como delgadas serpientes, se retorcían antes de introducirse
por mi nariz… Sentí cómo esas mismas sondas se adentraban en mi cerebro y
sorbían mis ideas, mis pensamientos, mis recuerdos… ¡Fue algo horrible, como si
mi pasado se desvaneciera! Imagino que algo parecido deben sufrir los enfermos
de alzhéimer. Lo último que recuerdo hasta que me despertaste es que entré en
una especie letargo.
—¿Y tú, Miki?
—Creo recordar que iba justo a tu izquierda —se refería al Cerebrito—. Y
también a mí me metieron en un sarcófago de esos. La diferencia es que en lugar
de dos sondas, fue solo una. Me la metieron por la boca, y atravesó mi garganta
hasta llegar al estómago... —Con voz agitada y temblorosa, continuó—: Tuve la
sensación de que se hacían con mis sentimientos, con mis emociones, con mis
temores, con mis alegrías… Fue como si me arrebataran la esencia, toda mi
esencia. Dejaba de ser yo y me transformaba en una planta, una planta marchita.
Nada más terminar el relato de Cegato, irrumpió en el bar Ritmos. Cabizbajo,
se mantuvo de pie a mi lado. Y los tres le miramos esperando que dijera algo.
—Chicos, me vuelvo a casa —balbuceó sin levantar la cabeza—. He comprado
un billete de autobús. Sale en una hora. —Antes de que dijéramos nada,
puntualizó—: No es por nada que hayáis hecho, de verdad, es que… es que
necesito salir de aquí cuanto antes. Sé que vosotros queréis aprovechar lo que
resta de viaje y no quiero aguaros la fiesta, pero...
—¿Qué te ocurre? —preguntó el Cerebrito—. ¿Estás enfermo?
—No. No es eso. Es que anoche tuve una pesadilla que me ha dejado hecho
polvo. No paro de pensar en ella y… Fue tan real como os estoy viendo ahora.
—¿Tú también? —dijo el Cegato—. Precisamente estábamos hablando de ello.
—¿Cómo decís? —preguntó Ritmos.
—Sí —dije yo—. Parece ser que todos hemos tenido la misma puta pesadilla.
—¡¿Todos…?! —dijo Ritmos repasándonos con la mirada—. ¡Qué va! ¡Me
estáis tomando el pelo! ¡Es imposible que sea como la mía!
—Prueba y verás —dije.
—¿No me digáis que habéis soñado que íbamos colgados dentro de una
especia de crisálida y…?
—¡La misma, la misma! —repetí para animarle a que desembuchara—. Tú
ibas justo a mi derecha, ¿a que sí? —Ritmos asintió ojiplático—. Después de
perderte de vista, una vez cruzada puerta, ¿qué te hicieron? Si te alivia en algo, a
Miki le metieron una sonda por la puta boca, hasta el estómago, y a Lolo por la
nariz, hasta el cerebro.
—¡No jodas! —exclamó Ritmos aún con los ojos muy abiertos—. ¿Y estáis así,
como si nada? —Esta vez los tres, al unísono, nos encogimos de hombros—. Si os
hubieran metido un puto tubo por el culo, no estaríais ahí sentados.
—¿Y qué quieres que hagamos, llorar? —dije—. ¿Sabes lo que me hicieron? A
mí no me metieron nada por ningún sitio. Eso habría sido una delicia. ¡A mí
querían descuartizarme! Sí, un jodido robot que tenía tijeras y chuchillas en
lugar de dedos. O sea que no me vengas con remilgos.
Los cuatro nos miramos perplejos y guardamos silencio, supongo que para
reflexionar sobre lo que nos había ocurrido. En mi caso, hasta pensé en hacer
extensivo un llamamiento para que nadie más pasara por aquello. Mis tripas me
gritaban suplicantes que lo aireara, que diera la voz de alarma, que dijera que
algo paranormal ocurría en aquella iglesia, porque quizás los que dormimos bajo
ella tuvimos idénticas pesadillas, pesadillas que no eran fruto del azar y que se
sucederían noche tras noche en aquel punto sótano, pesadillas que quizás
tuvieran un cometido que se me escapaba.
Ideas como las citadas, y otras similares, me provocaron retortijones. Me
levanté y me dirigí al baño.
Ya de vuelta, después de evacuar y refrescarme la cara, decidí poner en
común mis conjeturas con mis amigos. Arropado por ellos, seguro que remitirían
los escalofríos que empezaba a notar. Y así fue. Entre los tres ahuyentaron de mi
sesera tanta paranoia.
—Cómo va a ser posible que alguien hiciera tal cosa con tanta gente —dijo el
Cerebrito—. Además, para qué. Que yo sepa, mi memoria permanece intacta. Si
queréis os puedo decir de carrerilla las constelaciones australes.
—No, por favor —dije yo.
—Es verdad —intervino el Cegato—. Mírame a mí. Salvo el comecome que
siento, no sufro más síntomas.
Ritmos no dijo nada.
Sopesando los pros y contras, razonando cada una de las opciones,
convinimos que lo mejor sería no decir nada a nadie. Si lo hacíamos, nos
tomarían como poco por locos, por unos locos de remate; o peor aún, pensarían
que habíamos fumado marihuana, o tomado ácido o cualquier sustancia similar.
Además, podía tratarse de una coincidencia, una coincidencia un tanto
improbable, pero factible al fin y al cabo.
Fue así como firmamos, con un apretón de manos, un pacto de honor. Con él
juramos contar a nuestra vuelta, a amigos y familiares, una versión ‘light’ de
aquella inusual y aterradora experiencia, versión en la que eliminaríamos los
detalles más escabrosos y surrealistas. Vamos, que decidimos reducir intensidad
a la tormenta que capeamos; tampoco hablaríamos del desmayo que sufrí, y
mucho menos de la maldita y horrenda pesadilla colectiva. Dar aquella nueva
versión sería como añadir miel a un purgante. El problema radicaba en que
después de repetirlo y repetirlo, lo diéramos por cierto, que nos olvidáramos de
lo que en realidad había ocurrido. Es lo que tiene contar la misma mentira una y
otra vez: hasta nosotros mismos llegamos a creérnosla.
 
 
SUEÑO IDÍLICO
 
Después de satisfacer mis necesidades fisiológicas básicas, después de
liberarme de lo que me oprimía, de pensar en lo que pudo pasar y no pasó;
después de que mi carga se hiciera más liviana al llevarla entre cuatro, me
invadió una sensación de alivio, de bienestar, de frenesí. Y contagié a mis amigos.
En lugar de una pesadilla, todos sufrimos de euforia colectiva, todos salvo Javi,
que insistía en coger el autobús. Por mucho que intentamos convencerle de lo
contrario, prevaleció su cabezonería.
Después de pagar, salimos del bar y nos dirigimos a la fuente ubicada en el
centro de la plaza para llenar las cantimploras, y para tomar el sol. También a
nuestros cuerpos les hacía falta recargarlos de energía vital. Desde allí, vimos a
varios grupos de campistas que, mochilas al hombro, rondaban por el pueblo.
No sé si fue fruto de la casualidad, o quizás de la causalidad, lo que nos hizo
coincidir con tres chicas que se habían acercado a la fuente para refrescarse.
En nuestro estado —en ese momento, como se suele decir, teníamos los
humos demasiado subidos y nos creíamos unos aventajados e irresistibles
seductores—, entablamos conversación con ellas sin apenas esfuerzo. Después de
las debidas presentaciones, de los besos en las mejillas, sin darles tiempo a que
nos preguntaran otra cosa, practicamos y les contamos la aventura del día
anterior —debíamos internalizar lo antes posible, de hacer nuestra, la versión
‘light’ que habíamos pactado contar—. Entre risas, mejor, entre sonoras
carcajadas les narramos el cómo nos arrastró la tormenta hasta aquel sótano.
—Lo nuestro sí que fue la hostia—dijo Luisa, una de las agraciadas, mientras
se mesaba su rubia y rizada melena—. A nosotras nos pilló la tormenta en el peor
momento, justo cuando descansábamos a la orilla de un riachuelo rodeado de
árboles que nos impedían ver el cielo, y también los nubarrones. Lo que sí
escuchamos fueron los truenos. Corrimos como nunca hasta llegar al pueblo.
—Tuvimos mucha suerte —dijo Inés, la morena de piernas como robles—.
Cuando la lluvia arreciaba, nos topamos con el cura, justo aquí, en esta plaza.
Nos guió hasta la iglesia y… —Miró a sus dos amigas, y éstas asintieron—. Pues
eso, empapadas como estábamos, el cura consintió que nos cambiáramos de ropa
en el confesionario.
—Fue alucinante —dijo la pelirroja cubierta de pecas y ojos verdes de tigresa.
Julia, se llamaba—. Allí dentro, en ese estrecho espacio donde tantos y tantos
secretos pecaminosos se acumulan, entré en trance, como en estado de éxtasis…
Reconocedlo —esa vez se dirigía a sus amigas—, también vosotras sentisteis algo
parecido, ¿o no?
—Mira que eres —dijo Inés sonrojada —. Hay cosas que es mejor no airear
por ahí como si nada. ¿Qué van a pensar estos chicos tan guapos de nosotras?
Míralos, vas a conseguir que salgan por patas, asustados como unos gatitos.
—¡Qué va! A mí me parecen unos chicos muy experimentados. ¿No es así?
La pregunta de Luisa la lanzó como un dardo hacia nosotros.
—Por supuesto. —Lolo salió al paso con una pizca de soberbia—. Aunque no
lo parezca, tenemos nuestro bagaje, y es muy difícil que consigáis
escandalizarnos. —Tragó saliva, y con un tono de voz que pretendía ser sensual,
añadió—: Por nosotros, no os cortéis. ¿Qué os pasó después? ¿Dormisteis bien?
—Ah, eso… —dijo Julia—. El cura nos llevó hasta el sótano por esas mismas
escaleras de las que nos habéis hablado… Casi me meo de la risa cuando Inés
resbaló. Menos mal que el cura la sujetó. Si no es por él, cae rodando como un
tronco por una ladera.
A la aludida se le incendió de nuevo la cara, y se defendió:
—Anda que tú… ¿A cuántos tíos pisaste antes de acomodarte?
—A más de uno. Y los muy antipáticos no hicieron otra cosa que blasfemar, y
eso que estábamos bajo un lugar sagrado. Total, por un pisotón de nada.
Las muecas con las que adornó su comentario provocaron que al resto nos
entrara una risa nerviosa.
—Lo de dormir fue otro cantar —dijo Luisa sin dejar de reír; y buscó a sus
amigas con una mirada cómplice—. ¿Verdad, chicas…?
—Sí —dijo Julia—. En ese sótano hacía un frío que te cagas, y…
—Y tuvimos que dormir las tres juntitas. —La frase la continuó Inés.
—Sí, muy, pero que muy juntitas para darnos calor —recalcó Julia.
Y las tres rieron como colegialas que salen al recreo.
Supongo que al igual que yo, Lolo, Javi y hasta Miki pintaron, sobre unas
nubes inexistentes, frescos con escenas que no vienen al caso.
—Creo que esto se está poniendo que arde —dijo Luisa.
Y sin darnos tiempo a reaccionar, con ambas manos, cogió agua de la fuente y
nos roció con ella. Como es de suponer, aquello fue el inicio de una batalla de
ellas contra nosotros.
Desfogado ya, después de secarme al sol y de borrar tanta libidinosa escena
de mi mente, propuse:
—¿Qué os parece si nos enseñáis el sitio ese? El del riachuelo. Podíamos
pasar el día allí.
—Por nosotras no hay problema —contestó Julia después de interrogar con
sus grandes ojos verdes a sus dos amigas—. Está a solo una hora.
—Entonces, de acuerdo, pero primero tenemos que despedir a Javi.
Hasta ese momento no había recaído en que Javi no había abierto la boca. Por
irónico que parezca, echaba en falta sus canciones y hasta su armónica. Y como
no decía ni mu, tuvo que ser Lolo quien le justificara:
—Se encuentra mal. Tiene algo fiebre.
—Pobrecito —dijo Julia con sorna antes de regalarle una caricia, como a un
perro necesitado de mimos—. Eso te pasa por dormir con el culo al aire.
—No seas grosera —la reprimió Inés.
—No soy grosera. No ves que está muy malito.
En ese momento, Javi, sin despedirse siquiera, cargó su mochila y se dirigió
al autobús.
Tan solo nos miró, y de reojo, después de tomar asiento, pero fue solo por un
instante. ¡Qué le vamos a hacer!
Introdujimos en La Nevera los bártulos de ellas, los que consideraron
innecesarios para la excursión: sacos de dormir y todo eso, y nosotros cargamos
nuestras mochilas con bebida, comida, sin olvidar las esterillas.
¡Aquello prometía! Aún así…
—¿Os puedo hacer una pregunta? —las dije de sopetón.
—Venga, dispara —dijo Julia—. A lo que no nos comprometemos es a
contestarla.
Por un instante, dudé antes de soltarla:
—Os parecerá raro, pero me gustaría saber lo que habéis soñado esta noche.
—Raro sí que es —dijo Luisa con el ceño fruncido.
Para justificar mi curiosidad, con los ojos de mis amigos clavados sobre los
míos, no me quedó más remedio que desvelar mi gran hobby, hobby que ni
siquiera ellos sabían de su existencia por entonces:
—Es que… colecciono sueños.
—Me ha parecido oír que coleccionas sueños —dijo Julia—. ¿No te habrás
confundido y habrás querido decir que lo que coleccionas son cromos o sellos?
—Has oído perfectamente. Por extraño que parezca, desde hace bastante
tiempo colecciono sueños, los míos, y también los de los demás, los de quienes
tengan a bien contármelos.
—Perdona que me ría —dijo Inés—. Es que acabo de imaginarme el techo de
tu habitación atiborrado de atrapasueños.
Al escuchar aquello, me vi en la obligación de sacarla de su error. Sin entrar
en profundidad, expliqué que los atrapasueños no sirven, como pudiera parecer,
para atrapar los sueños. Según la creencia popular, los filtra para permitir el
paso de los buenos. Que solo las pesadillas quedan atrapadas, y se queman a la
mañana siguiente al entrar en contacto con la luz solar.
—Entonces, ¿cómo lo haces?
—Yo escribo sobre los sueños, narro lo que supongo quieren contarnos. Es el
único modo que he encontrado para que nunca se olviden. Si nadie lo hace,
mueren como cualquier ser vivo al que nadie recuerda.
—¡Qué profundo! —dijo Julia.
En su tono aprecié un toque de sorna.
—Curiosa afición —dijo Inés.
—Más curioso es que estuviéramos hablando de nuestro sueño justo antes de
encontrarnos con vosotros —dijo Luisa, seria—. Os parecerá extraño, pero las
tres hemos soñado lo mismo.
—¡¿Lo mismo?! —exclamó Lolo alargando la ‘o’ última —. Nosotros también.
—¿No habréis soñado con el cura? —dijo Julia—. Ya sé que está de muy buen
ver, con ese pelo tan rubio y esos ojos azules que se te clavan en el corazón,
pero…
Las risas de las tres iluminaron las sombras que, por un momento, habían
oscurecido, y mucho, nuestros enrojecidos rostros.
—¡Qué va! ¿Para qué íbamos a soñar nosotros con el cura? Con quien sí lo
hemos hecho ha sido con vosotras, con las tres —mentí.
Creo que fue Julia la que dijo:
—¡¿Ah, sí?! Pues para que dispongas de la mejor tinta, no vamos a contarte
nuestro sueño, del que no hay que ser muy avispado para adivinar que
transcurrió en el confesionario, con las tres rodeadas de pecados y más pecados,
y el cura como principal protagonistas. En su lugar, intentaremos que ese sueño
del que hablas se haga realidad, ¿no os parece, chicas? —Y las guiñó un ojo a la
par que se relamía los labios.
Los seis nos miramos con idéntico gesto, gesto con el que se expresa el estar
de acuerdo en experimentar y disfrutar de cuanto el presente tuviera a bien
ofrecernos.
Después de dejar atrás las pesadillas y los últimos vestigios de civilización,
ascendimos por un sendero que bordeaba la ladera de una montaña. Desde allí se
veían unos riscos verticales, donde, sin duda, anidaban buitres. Lo digo porque
distinguí, volando en círculos a gran altura, una pareja de tan majestuosa
envergadura.
Sin querer…, mejor dicho, queriendo ellas, nos emparejamos. En mi caso, fue
Inés quién me eligió.
—Nosotros somos de Madrid, ¿y vosotras? —la pregunté.
—De Ávila.
Y seguimos conversando sobre lo que hacíamos y dejábamos de hacer, de la
música que nos gustaba, de cómo se nos daban los estudios. Intimamos rápido,
demasiado rápido, y me dejé llevar como una cometa, con ella sujetando la
cuerda para guiar mi vuelo. Además de inteligente y locuaz, Inés teína un gran
sentido del humor. Su sonrisa blanca, como el nácar, me encandiló junto con sus
ocurrencias. ¡¿Qué más podía pedir?!
El seleccionado por Julia fue Lolo. Charlaban y charlaban sin parar. Hasta
que, en un momento dado, vi que rozaban sus manos y las separaban con
rapidez, como si se hubiera producido un cortocircuito entre ambos. Después de
mirarse con asombro y complicidad, siguieron a lo suyo.
Luisa se decantó por Miki. Me quedé embelesado al ser testigo de cómo
ayudaba a mi amigo a cruzar los regueros de agua que él se negaba a ver. En
más de una ocasión se embarró las botas al meterse en alguno que otro. Luisa se
desternillaba de la risa mientras tiraba de él para salvarle.
Después de más de una hora de caminata, nos adentramos en una arboleda
frondosa cargada de aromas silvestres. De entre ellos, además del pino, creí
reconocer la hierbabuena y el espliego.
Alcanzado el río, el escenario, ya de por sí exuberante, resultaba idílico. A
unos cincuenta metros de donde nos encontrábamos, varias cascadas rompían el
silencio para formar un arcoíris.
El lugar que ellas eligieron para acampar, una pradera rodeada de árboles
frondosos, estaba repleta de margaritas y malvas. Corté unas cuantas, hice con
ellas un ramillete y se lo regalé a Inés. Ella me dio un gracias sin palabras, un
gracias en forma de beso en los labios.
Cerca del agua, los tres amigos extendimos las esterillas, y como verdaderos
caballeros, ayudamos a nuestras respectivas a sentarse.
Entre risas, comentarios y chanzas, almorzamos. Y después de saciar las
necesidades culinarias, tocaba saciar otro tipo de necesidades. Es por ello que
Luisa y Miki, Julia y Lolo, decidieran explorar por su cuenta los alrededores. Inés
y yo, en cambio, nos decantamos por quedarnos donde estábamos. Total, aquel
era un lugar como cualquier otro para explorarnos el uno al otro.
No quiero entrar en detalles, pero fue de escándalo, sublime. Y tras la
diversidad de exploraciones a las que nos sometimos, dormimos como bebés
después de ser amamantados. Por lo menos yo.
No recuerdo cuanto tiempo pasó hasta que sus amigas y mis amigos nos
despertaron. Había llegado el momento regresar. Ellas tenían que coger el
autobús y no querían perderlo. Lo que nosotros perderíamos con su marcha no se
podía contar con palabras.
La alegría con la que partimos del pueblo la dejamos olvidada a orillas de
aquel río. Lo digo porque la vuelta parecía una procesión de Semana Santa, la del
Silencio para ser más exactos.
—Me gustaría volver a verte —le dije a Inés cuando entrábamos en la plaza.
—A mí también —dijo mirando al suelo.
Le cogí la barbilla, sedosa y cálida, y le alcé la cara para besarla.
—¿Me das tu teléfono? —dije después de separarme de sus labios.
No se hizo de rogar. Rebuscó en la mochila y sacó un bolígrafo. En un trozo
de papel, lo apuntó. Antes de ofrecérmelo, cerró los ojos y lo besó. Yo hice lo
propio, dejando de lado lo del beso.
Abrazada a ella, comprobé que mis amigos tampoco perdían el tiempo. Y
pensé en la frase que me digo en ocasiones similares: “¡Ay reloj! ¡Ay maldito
reloj!, que nos dices cuando dejar de disfrutar, pero nunca cuando dejar de
sufrir”.
Después de despedirlas, de decirlas adiós; después de lanzarlas besos, besos
que atravesaban las ventanillas del autobús hasta llegar a su piel, como los rayos
del sol que también se despedía, resignados, apesadumbrados, esperanzados, nos
montamos en La Nevera, una nevera que nos acogió en su seno para intentar
reconfortarnos como una madre.
Conduje despacio, muy despacio, hasta las afueras del pueblo, y esta vez
tampoco vi cartel alguno que me informara de su nombre.
Detuve La Nevera en una loma, y los tres nos apeamos. Desde esa posición,
contemplamos el valle que engullía el pueblo. Sus negros tejados de pizarra
parecían un borrón en mitad de tanto verde. Lolo, Miki y yo nos miramos
compungidos, pero ninguno osamos abrir la boca.
Antes de introducirme de nuevo en La Nevera, me fijé en la pareja de buitres
que sobrevolaba la zona donde nos encontrábamos. Supuse que serían los
mismos buitres que viera aquella misma mañana, y pensé que como todavía no
habían encontrado el sustento del día, seguían buscándolo desde las alturas.
«¡Qué cruel es la vida! —me dije—. Por más veces que comamos, por más
veces que lo hagamos hasta casi reventar, nada ni nadie nos garantiza saciar
nuestra hambre hasta hacerla desaparecer para siempre».
—Habrá que continuar por esta carretera hasta llegar a una indicación que
nos dé alguna pista de dónde estamos —propuse ya al volante.
—Deberíamos haber preguntado en el pueblo antes de salir —dijo seco Lolo.
—Deberíamos, deberíamos…, pero ninguno lo hemos hecho —le recriminé—.
Creo que todos teníamos la cabeza en otro sitio. O sea que, una vez la hemos
bajado del cielo, ¿podríamos ser un poco más racionales y menos quisquillosos?
—Vale, ya cojo la indirecta y también el mapa —dijo Lolo con desdén.
Lo extendió en sus rodillas para luego perderse mirando el paisaje a través
de la ventanilla. En el caso de Miki, se recostó en el asiento de atrás e intentó
dormir.
Visto el panorama, decidí darle caña a La Nevera. Nunca había tenido la
oportunidad de ponerla a su máxima velocidad, y la recta empinada que apareció
ante mis ojos me la brindó. La puse a 110 Km/h, cargada y en subida.
La Nevera apenas vibraba. Solo se escuchaba el rugido del motor y el silbido
del aire al atravesar tanta y tanta rendija.
De repente... —¡No podía ser…!—, descubrí que la carretera se cortaba. La
faltaba un tramo. Una grieta, como provocada por el peor de los terremotos, la
partía en dos. El tiempo se ralentizó. Pisé a fondo el freno, con tal violencia que
casi atravieso el suelo del coche. Las ruedas chirriaron, y la Nevera se deslizó
como en una pista de hielo. Para mantener la dirección, tuve que sujetar con
fuerza el volante; tanto, que hasta que mis nudillos emblanquecieron. Tensioné
los músculos y apreté la mandíbula. De soslayo vi a Lolo, con la boca y los ojos
muy abiertos, estirar los brazos para sujetarse al salpicadero. De Miki solo supe
que gritaba como un poseso tras de mí.
A 40Km/h, el tajo, como el de Ronda pero sin un puente que nos permitiera
alcanzar el otro lado, se acercaba más y más y más... ¡Estábamos perdidos!
¡Necesitábamos hacer algo!
Supongo que el cerebro de Lolo se puso a calcular como nunca antes lo había
hecho, supongo también que llegó a la conclusión que si aceleraba, gracias a la
inercia, el coche conseguiría llegar planeando hasta donde la carretera
continuaba. Todo eso y más supuse en tan solo una centésima de segundo
después de que me gritara:
—¡Por lo que más quieras, acelera! ¡Acelera!
Como no me encontraba en situación de poner en duda sus posibles
deducciones, ni tampoco sus cálculos, metí tercera y pisé el acelerador como si
me fuera la vida en ello —y nunca mejor dicho—. Creo que La Nevera alcanzó los
90 Km/h cuando la carretera perdía su identidad; es decir: justo al borde del tajo.
La Nevera voló y voló, pero no lo suficiente. De a poco, como al final del ascenso
de una montaña rusa, La Nevera perdió la horizontalidad, para luego, como si su
morro pesara toneladas, caer en picado.
Dejé de ver la carretera cuando nos zambullirnos en el abismo. Sentí la
ingravidez, el estómago subírseme a la garganta, un estómago que se abría paso
por mi boca, entre los dientes, para chillar. Mis chillidos se unieron a los de mis
amigos, y más cuando apareció ante nuestros ojos la oscuridad de la grieta sin
fondo, una oscuridad densa, una oscuridad completa que nos engullía como un
cacahuete después de tirarlo al aire.
Creo que lo último que dije, antes de que la negrura nos tragara sin masticar,
fue: «¡Esta vez sí que sí ha llegado nuestro fin!».
 
LA CRUDA REALIDAD
 
—¡Ahhhhhhhhhhhhhhhh¡
Mi grito ahogado me despertó. Y con él arranqué algún que otro respingo a
quienes dormían cerca de mí dentro de los sacos. Sus ocupantes dieron un bote
como si tuvieran un muelle bajo el culo, ocupantes, que después de aterrizar,
estupefactos, me miraron como si estuviera loco. Lo que no conseguí con mi grito
fue que mis amigos dieran señales de vida. La borrachera, supuse, debió haber
sido de aúpa. Roncaban como hienas, y hasta chirriaban los dientes.
Un sudor frío me resbalaba por la frente. Miré a mi alrededor con ojos vacíos
hasta que tomé conciencia de dónde me encontraba. Tuve la sensación de
observarme desde el techo de aquel sótano. Me vi tumbado, envuelto en mi saco,
con gesto contrariado.
—¿Qué hora es? —Miré el reloj y…— No puede ser, ¡¿tanto he dormido?!
Durante el proceso de asimilación, en el que me decía a mí mismo que
aquello nunca podría haber ocurrido, ¡que aquello era imposible!, que aquello no
había sido más que una pesadilla; eso sí, una pesadilla de las más largas,
extrañas y truculentas que había tenido, decidí omitir la palabra pesadilla y en su
lugar dije: «Esto no ha sido más que un mal sueño».
—¿Un mal sueño, dices? —dijo Lolo.
—Vaya. Pensé que estabas dormido —dije—. ¿Te ha despertado mi grito?
—Qué va. Llevo observándote un buen rato. Y lo de tu grito ha sido lo de
menos. No he podido pegar ojo desde que empezaste a agitarte, a patalear, a…
Te movías más que las maracas de Machín, y sudabas como si estuvieras en una
sauna. Y lo más de lo más fueron tus gestos. Tan pronto ponías caras de asco o de
miedo, como reías como un niño chico. En más de una ocasión he estado a punto
de despertarte. No lo hice porque, de golpe, paraste y abriste los ojos. Me
miraste con gesto dulce, me sonreíste y me dijiste… No, no pienso repetir lo que
me dijiste.
—Tan malo fue.
—Al contrario.
—Entonces, ¿por qué no eres capaz de repetirlo?
—Es que me dijiste… ¡¡me dijiste que me querías!! ¿Te lo puedes creer? Y
después vino lo peor. Cerraste los ojos e intentaste besarme. Tuve que darte
empujón, y parece ser que dio resultado. Conseguí que te dieras la vuelta, y, esta
vez sí, dormiste sin apenas moverte. Ni roncabas siquiera. Luego vino lo del
grito.
—Vaya. Lo siento.
—Tranquilo. Todos hemos tenido alguna que otra pesadilla.
—Por extraño que parezca, no me acuerdo de nada —mentí—. Al despertar, se
ha debido borrar de golpe.
—Ni siquiera recuerdas qué te ha hecho chillar como si hubieras visto un
monstruo.
Mi respuesta fue un “No” seco, átono. Las pocas fuerzas que tenía no quería
malgastarlas contando un sueño dentro de otro sueño. Qué ganaría
sugestionando a un amigo con una historia que hasta a mí me costaba digerir.
Además, ¿qué pensaría de mí? Lo que mi cuerpo me pedía con insistencia era
salir de allí cuanto antes.
Entre Lolo y yo conseguimos despertar a quienes dormían con la baba
derramándosele por los labios. No sin escuchar las consabidas frases: “Déjame
un poco más” o “Si todavía es de noche”, o también “Ya voy, ya voy” para después
darse la vuelta, conseguimos que volvieran a la vida. Lo cierto es que Miki y Javi
tenían una resaca de órdago.
Ya en pie, a la luz de las velas, empacamos y nos dirigimos a la abertura que
hacía de puerta. La alcanzamos sin apenas obstáculos. Según parecía, éramos de
los últimos en abandonar aquella lóbrega estancia. Eso sí, el olor a humanidad
seguía siendo más que evidente. El ambiente estaba tan cargado que se podía
cortar con un cuchillo.
Antes de ascender por la escalera, miré a la izquierda, hacia donde debían
estar las tres puertas. Y nada, ni rastro de ellas. El pequeño corredor acababa a
pocos metros y no había ninguna puerta como en la primera de mis pesadillas, en
la que el cura nos daba a elegir una.
Subimos las escaleras despacio, como si fuéramos nonagenarios. Las fuerzas,
además de los ánimos, estaban bajo mínimos.
Tampoco la iglesia se parecía en nada a la de mi sueño. Además de pequeña y
humilde, no poseía frescos que decoraran sus blancas paredes. Los suplían algún
que otro cuadro con marcos dorados desconchados. Y el retablo de madera que
adornaba el presbiterio, también era de lo más simplón. Deslucido, con grietas y
una mano de barniz que sin duda le faltaba, el cincelado escenificaba, en tamaño
modesto, diferentes etapas o milagros de no sé qué santo. Lo digo porque en
todas aparecía el mismo hombre con el halo característico sobre la cabeza. Eso
sí, el crucifijo de mármol permanecía allí, anclado al suelo del altar, un crucifijo
iluminado por el haz de luz que penetraba por una de las vidrieras, vidriera que,
como las demás, parecía que la hubieran apedreado con saña.
Salimos por el portón y… tampoco el cura estaba allí para despedirse. Con tal
decepción, sin dilación, me dirigí al coche.
Allí estaba La Nevera, mi fiel nevera, que íntegra, sin pedir nada a cambio,
nos abrió las puertas de par en par para que pudiéramos guardar las mochilas, y
con ellas, la sensación de la más absoluta derrota. Luego, a toda prisa, nos
alejamos lo más que pudimos para hacer nuestras necesidades. En fila, vaciamos
unas vejigas a punto de explotar. Los regueros, como de cerveza de malta,
bajaron por la pendiente y confluyeron en un punto, antes de continuar ladera
abajo.
Ya solo faltaba un buen desayuno con café cargado y caliente, muy caliente.
El frío matutino, húmedo, había entumecido mis músculos.
Al llegar al pueblo, más de lo mismo. Si bien era un pueblo de montaña, con
casas arropadas con pizarra, en ellas no había flores que adornaran sus balcones.
Si acaso alguna que otra planta mustia. ¿Y gente? Gente sí que había. La justa.
Vimos pasear a lugareños —su sencilla vestimenta les delataba, y a mochileros,
que como nosotros, irían en busca de algún bar.
Conduje hasta la plaza, en la que no había ni rastro de fuente alguna, una
plaza sin pórticos ni nada por el estilo. Lo que sí encontramos fue un bar. Y a él
nos dirigimos después de aparcar en el único hueco que encontramos. Gente
había poca, pero lo que es coches... Ni uno más cabía en la exigua plaza.
Nada más entrar al bar, descubrimos donde se escondían todos. Estaba
abarrotado. Para alcanzar la barra y pedir unos cafés, tuvimos que abrirnos paso
a codazos. Miki y Javi no pidieron nada más. En cambio, Lolo y yo decidimos
acompañar el café con unas magdalenas. No sé él, pero yo necesitaba contentar
a mi estómago con algo sólido además de dulce.
Como no había donde sentarse, salimos de aquel concurrido bar nada más
desayunar o lo que fuera aquello. Y nada, ni rastro de ninguna chica. Ni una vi.
¿Qué esperaba, que estuvieran allí esperándonos como a unos verdaderos
maharajás? Pues no.
Con las orejas gachas, dije a mis amigos que nos fuéramos del pueblo, que
debíamos buscar algún sitio para acampar. Todavía era domingo, y hasta el lunes
por la tarde teníamos tiempo de hacer lo que habíamos venido a hacer: disfrutar
de la naturaleza alejados del mundano ruido, de la polución, de la gente, de los
bares concurridos.
Quien cuestionó mi propuesta no pudo ser otro que Javi. Dijo encontrarse
cansado, que el dolor de cabeza no se le quitaba y que necesitaba dormir en su
cama para recuperarse. Lo de dormir en su cama lo recalcó para que no hubiera
lugar a dudas: la frase la acompañó con un gesto, como si escribiera con los
dedos unas comillas en el aire. Aún así, le convencimos de que se quedara. Le
dijimos que lo mejor estaba por llegar, que la aventura, la verdadera aventura,
nos estaba esperando a la salida de aquel pueblo. La verdad es que ninguno le
vendimos la idea con excesiva vehemencia, más bien al contrario. El tono, el
poder, las ganas con la que dijimos aquella sarta de mentiras piadosas
evidenciaba que no nos la creíamos ni nosotros mismos. Aún así, funcionó, y eso
es lo que importa. Aunque supongo que a Javi no hacía falta que le empujáramos
en demasía para quedarse. En su estado, no le veía yo cogiendo el bus de vuelta
a Madrid. A saber dónde acabaría.
—Ahora te doy una aspirina —dije, y dirigiéndome a Miki—. Tú también
quieres una.
—¡Qué va! El mejor remedio para la resaca es beber mucha agua.
Después de dar la aspirina a Javi, buscamos una fuente para asearnos un
poco —olíamos a zorrino— y llenar las cantimploras. Luego fuimos a una
panadería. Además de pan, compramos unos dulces típicos de la zona, unas
perrunillas, que devoramos antes de llegar a La Nevera.
Cuando salíamos el pueblo, ni me fijé en si había o no un letrero donde
apareciera el nombre del pueblo. Total, no iba a volver. Quien sí debió fijarse fue
Lolo, porque nada más coger el mapa dijo que ya sabía dónde nos había llevado
aquella carretera.
Decidimos que nada de montaña, que nos bastaba y sobraba una explanada
cerca de un río.
Dirección Madrid, encontramos un camino que se alejaba de la carretera
principal y se adentraba en una arboleda.
—Seguro que por aquí hay un riachuelo —dijo Lolo.
Y en efecto, allí estaba; aunque más que un riachuelo, era más bien un
reguero. Sin embargo, lo pasado el día anterior y las circunstancias en las que
nos encontrábamos no nos posicionaba en situación para andar con exigencias.
Además, en aquel lugar no nos molestaría ni el Tato. Miráramos donde
miráramos, no se veían sendas ni caminos, salvo el que nos había llevado hasta
allí.
Después de almorzar, convinimos dar un paseo. Con los síntomas del
‘síndrome de la clase turista’, debíamos obligar a que la circulación fluyera por
nuestras venas con normalidad y la sangre llegara, además de a las
extremidades, a la cabeza. No sé la de mis amigos, pero mi cabeza necesitaba un
chute de sangre bien oxigenada. Eso sí, por indicación mía, no nos alejamos en
exceso de La Nevera.
—Tito, ¿no te pareces que estás un poco paranoico? —dijo Lolo—. ¿Pero no
ves que no hay ni una nube?
—No, no es por eso. Lo que quiero es que no nos volvamos a perder.
—No será que tienes miedo, miedo a que te roben tu querido coche.
—¡Tú qué vas a saber sobre lo que me da miedo o no! Además, quien va venir
por aquí.
—Tranqui, tío. Es solo una broma.
Aproveché el paseo para reflexionar sobre lo ocurrido, no solo con Lolo,
también sobre las pesadillas de la noche pasada. Por nada del mundo quería que
me afectaran y agriaran lo que me restaba de fin de semana. Necesitaba
centrarme en disfrutar en compañía de mis colegas. La duda que me corroía las
tripas era si debía o no contarle lo que me mantenía más tenso que el cable de un
puente colgante, lo que extraía de mí tanta irascibilidad, lo que me instaba a
estar en guardia. Si les contaba mis sueños, quizá me liberaría, pero… y si decían
que se me había ido la puta olla o se lo tomaban a guasa. Sería de nuevo el
hazmerreír. De hecho, ya me había ocurrido una vez, una sola. Recuerdo bien que
estuvieron riéndose de mí más de un año cuando les conté un sueño que tuve.
Verdad era que estábamos en plena edad del pavo, y por ende, la camaradería y
la compasión estaban en proceso de arraigo en nuestra conducta. No así la
crueldad. Lo de ser cruel con los defectos, con las desdichas de los demás, por
muy amigos que fuéramos, era el pan de cada día. A tan tierna edad, debíamos
tener especial cuidado en no demostrar miedo, y menos debilidad. Por más que
fuéramos unos meros y ridículos aprendices de adultos, nos gustaba alardear de
nuestras proezas, de los machitos que éramos, aunque en el fondo estuviéramos
aterrorizados. Y como el peor de los aprendices, no se me ocurrió otra cosa que
poner a prueba su amistad. Inocente y confiado, supuse que conmigo harían una
excepción, que conmigo mostrarían benevolencia si les contaba lo mal que lo
había pasado durante una de mis pesadillas. Con confianza, sin tapujos, a los tres
conté que la noche anterior había soñado con el colegio, que el bedel no me
dejaba entrar, que me dio con la puerta en las narices porque era demasiado
mayor, que me dijo que lo que tenía que hacer era buscar un trabajo. Les dije
también que después de repudiarme, de echarme casi a patadas, volví a casa
hecho polvo y, ¡horror!, que mis padres me cortaron el paso, que me impidieron
entrar en mi habitación; que me pusieron las maletas en la puerta y me dijeron
de muy malos modos que me largara, que me buscara la vida por mi cuenta. Yo
intenté persuadirles diciéndoles que no tenía dinero y que tampoco podía ganarlo
porque no encontraría trabajo. Quien iba a dar empleo a un crío como yo; entre
otras miles de cosas, necesitaba volver al colegio y aprender un oficio.
No recuerdo con exactitud como acababa mi sueño, lo que sí tengo presente,
como si les viera ahora mismo, es que mis tres amigos se burlaron de mí hasta
hartarse: además de aquel día, cada vez que me veían, y lo que es más cruel:
delante de los demás niños, entre risas, me gritaban que me afeitara, que mi
bigote era como el del profe de Lengua, que hasta me estaban saliendo canas; se
les ocurrió, incluso, decirme que para disimular las arrugas debía maquillarme.
Pero no quedó ahí la cosa. Lo de las bromas tampoco es para nada
desdeñable. Llegaron a hacerme unas cuantas. Una de ellas fue la más de lo más.
Según me confesaron años después, se le ocurrió en un momento de lucidez a
Javi, y eso que siempre me había parecido una mosquita muerta. Para llevar a
cabo su macabro plan, aprovecharon que estaba enfermo —una pulmonía que me
dejó baldado—, y por tanto, no me había enterado de una excursión a la que iría
toda la clase. Fue el mismo Javi quien se presentó en mi casa, algo que no me
extraño. Los amigos están para eso, para visitarnos cuando estamos enfermos.
Vino con la patraña bien estudiada: me dijo que debía asistir a clase para hacer
un examen, que si no lo hacía, el profesor me suspendería. Creo recordar que el
examen era de Matemáticas. Puedes imaginarte a un servidor con el pantalón
corto azul marino y la camisa blanca de rigor, todavía con fiebre, entrando en el
colegio con la cartera al hombro, y dirigirse a su clase y comprobar que estaba
chapada. Me pareció estar reviviendo mi mal sueño.
Como es de suponer, estuve meses sin dirigirle la palabra a ninguno de los
tres. En cambio, ellos sí que hablaban. Cada vez que me veían, sus cuchicheos los
acompañaban siempre con risitas traicioneras. Y qué podía hacer yo. No me
quedó más remedio que aguantar y asumir mi error, que no fue otro que
compartir, con quien creía mis amigos, mi pesadilla. Fue la causa por la que no
volví a confiarle mis sueños, y mucho menos, mis pesadillas.
Con semejante recuerdo rondando mi mente, decidí hacer lo mejor, que no
fue otra cosa que mantenerme calladito. Mi estado de angustia, de cabreo, no me
ayudaba a tomar decisiones importantes en aquel momento. Ya habría tiempo,
cuando me encontrara más calmado, de saber qué contar y qué no.
Regresamos cuando el sol brindaba sus últimos rayos antes de despedirse.
Gracias a los faros de La Nevera, montamos la tienda de campaña; gracias a
su luz, nos olvidamos de la oscuridad y cenamos, todo en silencio. La hierba a
nuestro alrededor ofrecía su mejor aspecto. Lavada por la lluvia del día anterior,
peinada por el vendaval, su verdor, que apenas se distinguía, desprendía ligeros
destellos plateados.
Para no malgastar la batería de La Nevera, decidí apagar los faros, y nos
quedamos a oscuras. Encima nuestra, la luna mostraba su cara en cuarto
creciente, una cara pálida, tímida, detrás de las escasas nubes que entizaban el
negro cielo, nubes que ella misma descorría, como cortinas, para poder espiarnos
sin obstáculos.
Gracias a la tenue luminosidad de esa misma luna, pude fijarme en el gran
charco que había a la derecha de donde me encontraba. El charco era un espejo
donde poder ver al mundo del revés. Aun en penumbra, en ese mismo charco,
logré intuir el riachuelo, los árboles, las nubes, las estrellas, la aludida luna,
nuestra existencia, todo dado la vuelta.
 
 
SOÑAR DESPIERTOS
 
Ya en equilibrio, ya en armonía con el cosmos, creyéndome seguro, me
sinceré y narré a mis amigos mi sueño. No, no lo hice en su totalidad. Ya estaba
más que escaldado. “Santo Tomás, una y no más”. Por tanto, decidí omitir la
pesadilla donde nos ahogábamos, decidí dejar de mencionar la otra pesadilla, la
que tuvimos los cuatro; decidí suprimir el cómo anidó un sueño idílico sobre otro
que no lo era tanto, el cómo se encadenaron fantasías con delirios, serenidad con
pavor, sufrimiento con placer; y me decanté por el que falta, por el sueño en el
que conocíamos a nuestras princesas, a Julia, a Luisa, y por supuesto a Inés. Lo
que también decidí borrar de mi relato fue la huída de Javi Ritmos, por lo que,
además de incorporarle a él en la excursión de ensueño, tuve que inventarme una
cuarta princesa, princesa a la que llamé Dafne.
No fue al azar. Dafne es el nombre de una chica de la que meses atrás Ritmos
se había obsesionado hasta niveles perniciosos. Y eso que ni le miraba siquiera.
Es por ello que pensé que le agradaría. Supuse que ver, aunque fuera en un
sueño, en el mío, a Dafne haciéndole caso y algo más, ver que en él hacía con ella
lo que solo le debió mostrar su imaginación, le haría bien. Y acerté. Al escuchar
su nombre, Dafne, y más cuando detallé las escenas que inventé, con ellos como
protagonistas en plena faena, Ritmos, más que enamorado, parecía estar
embobado. Lo digo porque se ruborizó y puso ojitos, y a ratos, el gesto de estar
ido, de estar flotando sobre las nubes que había justo encima de nuestras
cabezas.
También El Cerebrito y el Cegato escucharon mi relato boquiabiertos.
Cuando describía las escenas más sugerentes, en las que, por ejemplo, las chicas
hablaban del cura y del confesionario, se les cayó la mandíbula; tanto, que a
punto estuve de ir presto a sujetárselas para que no acabaran tiradas por los
suelos. Solo escuché risas con las situaciones más cómicas y el modo en el que yo
las escenificaba. El gran éxito lo logré cuando hice del Cegato. Recuerdo que me
levanté y simulé meter el pie en un barrizal y caer de bruces. Ritmos me ayudó.
Haciendo de Luisa, me levantó como si fuera un saco de patatas. Fue justo ahí
cuando el Cerebrito y el propio Cegato aplaudieron sin dejar de desternillarse.
Lo que prefiero saltarme, lo que me niego a reproducir fue lo que dijeron mis
amigos cuando les conté, con más o menos detalle, lo ocurrido cerca del río,
entre la espesura de los árboles; sí, sus palabras y los gestos, los ademanes y
demás con las que las que las acompañaban al escucharlo no tienen cabida aquí.
Lo que sí incorporaré es lo dicho por el Cegato nada más terminar con mi relato.
Creo que sus palabras exactas fueron: “Siempre pensé que tenías una
imaginación desbordante, pero esto se lleva la palma”.
El contarlo, además de hacer reír a mis amigos como nunca, me sentó bien,
muy bien. Fue la mejor manera de convencerme a mí mismo de que todo no
había sido más que un maldito sueño. Bueno, todo no. Lo ocurrido en la mañana
del figurado domingo, me hubiera encantado que fuera verdad.
Con ese deseo pululando por encima de mi cabeza como una mariposa, con la
exaltación de haber salido airoso y por la puerta grande, me vine arriba y se me
ocurrió una idea extraída, cómo no, de mi sueño idílico. Dije a mis amigos:
—¿Qué os parece si a la vuelta contamos a todos una versión propia,
inventada, de lo que supuestamente ocurrió con esas chicas? De ese modo,
podríamos fardar, y mucho, con el resto de colegas del barrio.
No me resultó difícil convencerlos. Al ofrecerles una única opción, una salida,
nos les quedó más remedio que decantarse por ella. La aventura que habíamos
experimentado durante los tres días no era para echar cohetes, menos sugerente,
incluso, que una película de serie B de la que nadie se acuerda. Además, no
hacíamos mal a nadie, tan solo a nosotros mismos. Que supieran por ahí que
habíamos pasado todo el puto sábado metidos en el coche, por mucho que
dijéramos que fue por culpa de una tormenta, a ninguno nos satisfacía. ¡Qué
pensarían de nosotros! Como mínimo que éramos una panda de aburridos, de
desaboridos, de cafres, de cobardes, de.... Y lo que era aún peor: si transcendía
que habíamos estado durmiendo en el sótano de una iglesia la noche del sábado,
seríamos el hazmerreír.
Como alguien dijo: la verdad que al final perdura es la mejor versión que se
cuenta de la misma. A lo que yo añadiría que para tal versión vale todo. Por lo
que nos pusimos manos a la obra y fabricamos una.
Metidos ya en la tienda, sentados ya sobre los sacos de dormir, sacos que
extendimos en el suelo alrededor del farolillo de gas, las facciones de mis amigos
se transfiguraron. Acostumbrado a verles con luces de lámparas o del propio sol,
con las sombras proyectadas desde abajo en sus pálidos rostros, parecían
espíritus de ellos mismos. Sumidos ya en esas sombras tan poco alentadoras,
formando ya parte de ellas, caracterizados ya para nuestro nuevo papel, fuimos
dando consistencia a la historia.
—Las chicas podrían ser del norte—comenzó diciendo el Cerebrito—; de
Bilbao, por ejemplo. De ese modo justificaríamos que no podamos quedar con
ellas.
—Sí, me parece bien —dijo el Cegato—. Diremos que nos las encontramos en
una senda apartada después de aventuramos por la Sierra, que las convencimos
de que acamparan con nosotros y…
—No corras tanto —le interrumpí—. Antes de nada, habrá que concretar
cómo eran, ¿no?
—Tienes razón. —dijo un atrevido Ritmos—. El nombre de la mía será Marta.
Sí, Marta me gusta. Si digo que se llama Dafne, no colará. Lo que sí puedo decir
es que se parecía a ella: menuda, rubia y con ojos azules. Buenas tetas y un gran
culo. —Con ambas manos simuló acariciar unas caderas en el aire—. Y como
estudiante de enfermería que era, con agrado la permití que me hiciera un
reconocimiento completo y me palpara hasta el último resquicio de mi anatomía.
Fue él, y no la tal Marta, quien recorrió su cuerpo, manoseándose con lujuria
mientras se revolcaba, besaba al aire y reía a la vez.
—Me toca —dijo el Cegato—. Yo la llamaré… Esperanza. Y también será
rubia. Pero la mía no será menuda. La mía será alta y delgada, y con ojos color
miel. Me encanta la miel. —Después de relamerse los labios, se quitó las gafas,
las limpió con un pañuelo arrugado y se las volvió a ajustar encima de su nariz
respingona —. Será la mejor amiga de Marta, compañera suya en la universidad
de enfermería. ¿Y sabéis una cosa? Me dijo que la llamara sin falta cuando
estuviera enfermo, que estaría dispuesta a curarme de cualquier mal. —Sacó la
cabeza de la tienda de campaña y gritó—: ¡Esperanza, por favor, ven! ¡Ven desde
donde quieras que estés, que estoy malito, muy malito, y necesito de tus
cuidados! ¡Si no vienes pronto, moriré!
Todos, sin excepción, nos tiramos al suelo riendo a carcajadas, cogiéndonos
el estómago. Fue alucinante.
Después de que las risas abandonaran la tienda, después de que la última de
ellas atravesara la delgada tela que nos separaba del exterior y de la realidad, le
llegó el turno al Cerebrito:
—Os presento a Almudena. Está en el último curso de Físicas, ¿a que sí,
cariño? —Y señaló un rincón vacío.
Como lelos, los demás la buscamos.
—Como podéis ver —continuó—, su pelo es largo, y negro, a juego con sus
ojos. Las tetas, aunque pequeñas, son muy juguetonas. Eso sí, su culo es bien
prieto. —Y puso las manos como si levantara un cuenco de leche.
—Seguro que en lugar de hacer el amor —le interrumpió Ritmos—, hablaríais
de los planetas, del tiempo que tardan en dar la vuelta al sol…
—Sí, claro, lo que tú digas —dijo indignado el Cerebrito—. ¿Tú que sabrás de
lo que hicimos o dejamos de hacer? Encárgate de tu historia que yo ya lo haré de
la mía. Además, ¿qué tiene de malo hablar de ciertos temas? Hacer el amor, qué
lleva, ¿unos veinte minutos, a los sumo? Bueno, a ti bastantes menos —el aludido
apretó los labios y la mandíbula—. ¿Y el resto del tiempo, qué? Habrá que
dedicarlo a algo, a conocerse, a charlar, a… tocar la armónica.
Aquí Ritmos saltó, y es literal. Saltó y se abalanzó sobre el Cerebrito. Los dos
se revolcaron por el reducido espacio dándose tortazos.
No me quedó más remedio que intervenir para que la cosa no se saliera de
madre:
—Chicos, chicos, vale. No os comportéis como críos. Tan solo es un juego,
nada más. O sea que dejaros de hacer el gamba.
Una vez separados, sentados ya en sus respectivos sacos, el Cerebrito y
Ritmos intercambiaron miradas recriminatorias mientras intentaban serenarse.
Ya vuelto el agua a su cauce, escucharon mi versión, que en mi caso no me costó
trabajo alguno. Para dibujar a Inés no tuve más que revivir mi sueño y...
Descritas ya nuestras supuestas parejas, pintadas ya nuestras musas en el
lienzo, mojamos el gran momento con ron de la ginebra apenas si quedaba un
culín. Como no disponíamos de hielo, la bebimos a palo seco. Pero nos dio igual.
Además de caldearnos, de apaciguar el frío húmedo que nos calaba hasta el
tuétano de los huesos y algo más, el ron era lo que requería nuestro cuerpo y
nuestra mente. Serviría para apropiarnos de la historia que nos brotaba a
borbotones de la lengua después de humedecerla con su alcohol, historia bien
amasada por nuestro cerebro después de regarlo con ese mismo alcohol. El ron
soltó ataduras, hizo añicos la timidez y liberó las bocas de mordazas; en
definitiva, el ron hizo aparecer el ser que habitaba en nuestro interior.
Dispuestos ya los ingredientes, provistos ya de los utensilios, solo restaba
preparar la gran receta: nuestra chica ideal saciando nuestros más íntimos y
profundos apetitos sexuales, condimentado todo con el ron y más ron que
discurría por nuestras venas.
Los ataques de risa se sucedieron unos tras otro. Creo que hasta llegaron a
escucharse en nuestras lejanas casas, allá en Madrid. Las risas rociaron la tela
de la tienda después de salir a presión, como de una de olla, de nuestras bocas
mientras sopesábamos la diversidad de escenas que debíamos incorporar como
sazón. Para ello, cada uno aportó, con mayor o menor detalle, con mayor o menor
acierto, con mayor o menor decoro, sus particulares experiencias, o más bien sus
deseos, deseos a priori inalcanzables, quiméricos, deseos incumplidos. Las
escenas gorgoteaban, salían escupidas de nuestros labios dependiendo del
estado de embriaguez en el que nos encontrábamos. En semejante estado,
ahondamos en las fantasías sexuales de cada cual. Fue como contar a un
conocido cortos entre eróticos y porno después de haberlos visto en el cine.
No recuerdo cuanto tiempo estuvimos bebiendo y riendo, narrando sin parar
escenas y más escenas, cada una más descabellada que la anterior, hasta
quedarnos dormidos.
Las agujetas en los abdominales de tanto reírme creo que me duraron más de
una semana. Aún así, es el mejor recuerdo que tengo de lo que en realidad
ocurrió aquel fin de semana largo, fin de semana que me sirvió para dejar al
descubierto, sin censura ni tachaduras, mi interior más recóndito y travieso. ¿Y
mis amigos? Creo que también ellos debieron abrirse el pecho, y hasta el
abdomen para que los demás viéramos lo que ocultaba detrás de tanta víscera.
Lo que desconozco es si lo hicieron en igual medida que yo.
Es en esos precisos momentos, en ningún otro, en los que los colegas se
abren para afianzar su amistad o tirarla por tierra. No hay término medio.
Créeme.
Como yo, el lunes se despertó nublado y gris, y hasta moqueaba. Lo digo
porque a ratos chispeaba como si estornudara. Además del más que posible
resfriado, la resaca de caballo comprimía mi cabeza como una prensa hidráulica.
Necesitaba de un buen desayuno, sobre todo caliente. Sin embargo, el frío y esa
compresión no era lo peor; lo peor era el estridente ruido que resonaba con todos
sus ecos en el interior de mi cavidad craneal, era como si se hubieran trasladado
allí, en mi cerebro, toda una orquesta filarmónica y se pusiera a afinar los
instrumentos antes de un concierto.
Recogimos rápido para que no ser sorprendidos por el aguacero que se
avecinaba. Las nubes negras que se veían a los lejos no presagiaban nada bueno.
Metido todo y todos en La Nevera, salimos pitando de allí.
Al volante de La Nevera, recordé las ganas y las energías con las que
afrontamos aquel viaje. ¡Queríamos comernos el mundo, devorarlo! Sin embargo,
a la vista estaba el resultado: caras taciturnas, caras avinagradas, caras
cadavéricas sin sangre que regara sus capilares. Mal alimentados, mal dormidos,
mal bebidos, mal de espíritu —todo malo—, mirábamos por las ventanillas
intentando ver, a través de nubes amenazadoras y tupidas, un cielo azul
demasiado avergonzado para mostrarse. Desaliñados, con el pelo alborotado y la
ropa arrugada parecíamos vagabundos que, desterrados ya de un paraíso
ilusorio, añorábamos ser acogidos en un lugar terrenal: en nuestro hogar. No
quedaba rastro alguno del ambiente festivo de la noche anterior; esa atmósfera
ya era parte del pasado, esa atmósfera se había disipado, se había ido volando
como un pajarillo que escapa de la jaula. No había nada que nos animara, que
nos encendiera. Ni la potente droga de La Nevera surtía efecto, un efecto tan
deseado como necesario. ¡Qué diferente es vivir en el mundo de los soñadores a
hacerlo en el de los despiertos! Éste último, el mundo de los despiertos, además
de amordazarnos con un bozal, nos constriñe más que si lleváramos una camisa
de fuerza. Los rostros de mis amigos —supongo que también el mío—, estaban
mustios, abotagados; y qué decir de sus párpados, unos párpados hinchados
como globos, unos párpados tan pesados que les impedían abrir los ojos al
presente. Y hasta sus ojeras parecían sombreadas adrede, como emborronadas
con algodón sucio, el mismo algodón con el que los actores se quitan el
maquillaje en su camerino después de interpretar su función.
Sí, cada cual teníamos una historia que contar, disfrutaríamos narrándola,
reviviéndola; alardearíamos con cada situación, con cada escena, con cada toque
de pimienta con las que las aderezamos; pero solo sería eso: un cuento inducido
por el alcohol, un cuento fantástico sacado de la chistera de un mago; un cuento
aligerado de defectos, de temores, de suspicacias; un cuento sin dudas, y
también sin una pizca de incertidumbre; sería un cuento alimentado tan solo por
anhelos, y por qué no decirlo, por otros sueños. ¡Qué gratificante, saludable y
sabroso puede llegar a ser soñar despierto! Lo peor es cuando te das de bruces
con la cruda realidad —una realidad sin aderezos—, cuando ésta toma posesión
de tu insignificante e insípida vida. Tu vida, la de siempre, la llena de rutinas
indigeribles es la que te espera con la boca abierta para tragarte sin masticar
siquiera, porque no es el sabor de tu cuerpo lo que busca: únicamente tu alma
saciará su apetito.
En un pueblo del que la memoria no me brinda ni el más mínimo detalle,
desayunamos. En realidad, tan solo tomamos café. Ninguno teníamos el
estómago como para aceptar nada sólido.
Saciada en parte el hambre física, la otra, la anímica, retorcía mis tripas, que
más que tripas, parecían sogas, sogas ásperas y resecas que se removían en mi
bajo vientre como serpientes dentro de un saco de esparto.
Reemprendida la marcha, puse la radio para romper el silencio lúgubre que
anegaba el interior de La Nevera. Como supondrás, a mis amigos no les sobraban
ánimos ni fuerzas para cantar. Y yo tampoco tenía el cuerpo para ello, y menos
para contar chistes. Sentía frío, un frío que me impedía hasta vocalizar, un frío
que no era físico. Por mucho que el desapacible tiempo del exterior inyectara
ráfagas de aire helador por la infinidad de rendijas de La Nevera, el frío que
sentía era de otra clase. Me refiero al frío que hace castañear los dientes del
corazón, a ese frío, que sin necesidad de traspasarte la piel, forma diminutos e
innumerables témpanos punzantes que se te clavan en el estómago. Tan
insoportable frío provoca que exhales un vaho inerte e invisible, vaho que
únicamente perciben los ojos de tu subconsciente, vaho que nubla tu mente como
si te inyectaran el más potente de los anestésicos. Los que lo hayan
experimentado sabrán de lo que hablo, y también de sus singulares síntomas: a la
visión borrosa se le suma entumecimiento en el cerebro y escalofríos, muchos
escalofríos; escalofríos en el pelo, en las cejas, en las pestañas, en la punta de los
dedos. Lo que no sabrán es que cuando ese frío tan severo nos atrapa y envuelve,
debemos correr, buscar a una persona que nos ofrezca un abrazo sincero; y en su
defecto, refugio, refugio en un recuerdo que nos haga sonreír por dentro. En ese
mismo recuerdo debemos encontrar algo o alguien que nos estimule y reconforte.
Su existencia dependerá de ello.
En mi situación, con unos colegas que no estaban para abrazos, y menos de
los sinceros, opté por lo segundo, y busqué un recuerdo, un recuerdo con mi
madre como protagonista. En él, ella me acunaba como a un bebé después de
una pelea en el colegio. Como es de suponer, había perdido la pelea. Sin
embargo, mi desconsuelo para nada lo provocó los múltiples golpes que recibí,
mi desconsuelo lo alimentaba la impotencia, la rabia generada al haberme fallado
a mí mismo. Solo al amparo de mi madre, en su regazo, conseguí que esa rabia se
desvaneciera para dejar hueco al sosiego.
Cuando el vaho se disipó, y con él las nubes que velaban el sol —y también mi
cerebro—, ya en la carretera que nos llevaba directos a Madrid, paré en una
estación de servicio con la escusa de tomar otro café. La parada la aproveché,
además de para alimentar a La Nevera —tenía el depósito casi en la reserva—,
para despejar la cabeza y para satisfacer las necesidades más básicas: estirar las
piernas, mear y refrescarme la cara.
Fue al ver la actitud y el comportamiento de mis amigos —parecía que todo lo
hicieran a cámara lenta—, cuando corroboré que el frío del que acabo de hablar
era contagioso, el otro no lo es. Este frío, el del ambiente, lo sufre cada cual
según su complexión física, de su vigor, de su frecuencia y potencia de bombeo
de sangre. La actitud y comportamiento de mis amigos a los que me refiero
podría resumirse en una frase: se movían como si estuvieran sumergidos en
aceite.
El sol todavía estaba alto cuando llegamos al que fuera nuestro punto de
partida hacia ningún sitio, el lugar que, quizás, los cuatro merecíamos; o por lo
menos, esa es la sensación que tuve cuando paré el motor de La Nevera. Juro que
creí oír un resoplido saliendo del salpicadero, ¿o fue del motor?, un resoplido de
cansancio, de tedio, de menos mal que se ha acabado.
Mis amigos sacaron los bártulos, y al despedirse, con sonrisa forzada, me
miraron fijamente a los ojos para darme a entender, sin necesidad de decir una
sola palabra, que debía recordar el juramento de no desvelar lo que en verdad
ocurrió durante aquel viaje.
Espero que ellos, después de tanto tiempo, no tomen en consideración el
hecho de haber quebrantado por mi parte aquel pacto. Creo que ha llovido más
que suficiente como para que no me lapiden si leen esto. Y si lo hacen, espero
que me den la oportunidad de justificar el por qué y el para qué lo he hecho.
Conduje hasta casa y aparqué La Nevera, mi nevera, donde a ella le gustaba:
bajo mi ventana, para, desde allí, poder velar mis sueños.
Hablando de sueños: lo último que hice antes de despedirme de La Nevera
fue coger mi libreta, ésta muy real, de uno de los bolsillos de mi mochila. Por
nada del mundo quería dejar escapar los sueños que me habían acompañado
durante aquel largo viaje. A su manera, tan personal libreta hacía tiempo se
había convertido en mi particular atrapasueños, en un atrapasueños en el que
tenían cabida tanto los sueños como las pesadillas, sobre todo éstas últimas. Los
sueños, salvo alguno que otro, apenas si tienen sustancia, ni tampoco dejan poso
en abundancia. Son las pesadillas las que, a duras penas, logramos quitarnos de
la cabeza; son las pesadillas y no lo sueños las que nos sugestionan, las que
marcan algunos de nuestros futuros pasos, las que nos tritura el cerebro
mientras le buscamos un posible significado.
Fue así como, en el asiento de La Nevera, plasmé, con más o menos detalle,
cada uno de los sueños y pesadillas que acabo de compartir contigo.
 
EPÍLOGO
 
Desde muy niño me he preguntado por la razón de ser de los sueños, y las
respuestas que yo mismo me di para nada me satisficieron. Fue después, pasados
los años, cuando conseguí alguna que otra respuesta; pasadas muchas décadas
conseguí desentrañar algún que otro significado a los sueños, todos, por
supuesto, rebatibles. Ni tengo en propiedad la verdad, ni tampoco lo pretendo.
Una de las muchas cosas que he aprendido con la edad es a izar, en el barco que
me lleva y me trae por estos lares, la humildad como bandera.
Sobre el particular se han escrito artículos, ensayos, cuentos y novelas
suficientes como para empapelar varias veces el Bernabéu: que si los sueños
reorganizan fragmentos de nuestra memoria, que si sirven para asimilar los
conocimientos que tratamos de adquirir durante el día, que si nos ayudan a
encontrar soluciones a problemas, que si afloran las emociones, los miedos, los
gritos reprimidos en nuestro subconsciente; incluso hay quien afirma que los
sueños responden al azar y no tienen significado alguno. Sin embargo, después
de tan singular viaje, el que acabo de compartir contigo, y de mis experiencias
posteriores, yo he sacado mis propias conclusiones, todas ellas, como dije,
cuestionables.
Teniendo claras esas premisas, si me preguntaran qué son los sueños para
mí, yo contestaría, además de lo enumerado en el párrafo anterior —que suscribo
en su totalidad—, que los sueños son algo más, que son una prolongación de
nuestra vida; que los sueños nos abren una ventana para mostrarnos una vida
paralela, una vida, que unida a la que vivimos conscientemente, suman un todo.
¿Qué sería de nosotros si no soñáramos? Pues eso, si no soñáramos, seríamos
seres imperfectos, incompletos, apáticos, seríamos cuerpos sin alma, como meros
robots; además de nuestros recuerdos, los sueños nos definen como persona.
Lástima que la mayoría de los sueños se nos oculten, los olvidemos al despertar.
Aun así, ahí están, cumpliendo con su misión sin que sepamos a ciencia cierta
cuál es. De ahí lo de buscarles significado, lo de dotarles, incluso, de poderes
mágicos o premonitorios.
Por supuesto que abogo por que los sueños sirven también de desahogo; que
en ellos se reflejan, con mayor o menor acierto, lo que nos aflige, lo que
anhelamos; que si no dispusiéramos de tan oportuna válvula de escape,
reventaríamos en mil pedazos. Pero no es en estos puntos donde quiero fijar mi
particular exhortación. Yo soy, además, de los que sostienen que cada sueño tiene
entidad propia, vida propia, que su único cometido es que les dotemos del
protagonismo suficiente y necesario para que formen parte indisoluble de
nuestra existencia. Una vez dado por cierto este axioma, cada cual debe buscar
el modo de beneficiarse de sus propios sueños, y no al revés. Si los sueños
tomaran las riendas de nuestra vida, estaríamos perdidos. Que cómo he llegado a
tal conclusión: si sigues leyendo lo intuirás, y hasta lo corroborarás, porque
todavía falta ponerle el lazo a mi relato.
Después de atrapar, de escribir los sueños en mi libreta, con los bártulos a
cuestas, llegué al portal. Desde allí me volví para observar La Nevera con
detenimiento. Fue entonces cuando me dije sin mover la lengua que ella, mi
particular nevera, era la culpable de que tuviera los pies helados, pero que para
nada era responsable del frío que congelaba mis entrañas.
Busqué las llaves de mi casa en el bolsillo, y al sacarlas, con ellas salió un
trozo de papel que cayó al suelo. Lo recogí y comprobé que había algo escrito. Lo
ojeé y... ¡era un número de teléfono! ¡No, no podía ser! Era del todo imposible
que fuera el número de teléfono de… Con el tacto de aquel insignificante trozo de
papel, sufrí y gocé al notar en mi interior el cómo una llamarada deflagraba y se
extendía por cada recoveco de mi ser, llamarada que, entre otros órganos,
descongeló la escarcha que envolvía mi corazón.
Por raro que pudiera parecer, no llamé a ese número aquella noche, ni el día
siguiente, ni el siguiente, ni tampoco el siguiente. Si queréis saber lo que hice
con aquel trozo de papel, primero os tengo que hablar de lo que fue de mi
querido R5, de La Nevera.
Es fácil suponer que no me deshice de ella. No pude. Lo que nos une no se
puede expresar con simples palabras. La tengo aparcada en el garaje. Y para que
no pase más frío del necesario, está total y debidamente resguardada bajo una
lona. La estuve reparando durante años, hasta que, en un momento dado, el
motor hizo ‘crack’ y se negó a arrancar. Podría haberla cambiado el motor, pero
eso, según mi humilde opinión, sería como cambiarla el alma, y el alma es única e
irreemplazable.
Cuando la realidad se me hace insoportable, bajo al garaje, desarropo a La
Nevera y me meto dentro para inhalar la droga que todavía impregna su interior.
Sentado al volante, saco el papel, el que todavía hoy guardo en la cartera, y por
mucho que me lo sepa de memoria, leo el número de teléfono. De ese modo,
consigo olvidarme de cuanto me rodea y soñar, soñar sobre qué habría sido de mi
vida si lo hubiera marcado nada más llegar a casa aquella noche, ya sea en el
sentido en el que ella, Inés, me respondía, o en el contrario: que fuera otra
persona quien descolgara y me dijera que me había confundido; o algo mucho
peor: que perteneciera a una persona conocida, una persona que me dio su
teléfono, y mi memoria, por motivos que se me escapan, hubiera decido por ella
misma borrarla.
Por temor, quizá, a esto último, nunca marqué esos números. Miento. Sí que
lo hice. Fue hace pocos meses. ¿Que qué pasó? Lo que cabía imaginar. Una
operadora virtual me dijo que el número marcado no pertenecía a ningún
abonado. Después de escuchar tan metálica, y a la vez ‘tan relevante’ alocución,
sopesé escribir la verdadera historia de aquel peculiar viaje, historia que tuvo
como principal protagonista mi coche, todo un R5 al que cariñosamente llamo La
Nevera.
Animado, empujado por quien vela mis sueños desde el garaje, me puse
frente al ordenador, y he aquí el resultado.
 
FIN
 
Creer, imaginar, soñar,… todo está en tu mano, y sólo en tu mano.

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